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Ya no llueve por el Periférico. Las gotas ya no golpean el techo ni los cristales. Los limpiaparabrisas han parado. Las últimas casas y fábricas de Tacubaya y Escandón desaparecen. Las vías del ferrocarril de Cuernavaca se han separado y corren alejadas. La salida siguiente es la de San Antonio. Si Dulcinea fuera a su casa ésa sería la salida. Pero como Dulcinea no habla, el automóvil no se desplaza hacia la lateral y sigue por el carril central.

Podría salir también en Mixcoac. Pero el automóvil sigue adelante. Si es Amadís el que maneja por qué no dice a dónde van. Dulcinea no recuerda en qué momento empezó este viaje. Sólo que ya estaba dentro del vehículo. Como tampoco recuerda cuándo nació. Sólo cuando ya estaba dentro de la vida. Son situaciones absurdas que no le preocupan. Impronunciables también. Como tampoco sabe en qué momento empezó a escribir sus novelas mentales. Estaba en medio de ellas. In medias res. Dentro de ellas. En ellas. Con ellas. Las imágenes se sucedían. Había que poner orden. Pero el orden no era muy de su agrado. Entraban unas en otras. A veces por semejanza. A veces por diferencia. La ventaja de la mente es que permite varios caminos al unísono, sin la limitación de un papel, una mano, un lápiz. Una por una las palabras. La ventaja de la mente es la polifonía. Dejar por escrito es la monofonía. No, ni siquiera. La monografía.

La habitación de Dulcinea en casa de la Marquesa Calderón de la Barca era de dar miedo. Pero no era la habitación la que daba miedo. Era Dulcinea la que lo ponía. Dulcinea se especializaba en sacar conclusiones de las   —38→   sombras. En la penumbra todo se movía a un ritmo diferente. Las cortinas, las ropas abandonadas en la silla, el ribete de la colcha, el bordado de la sábana, ocultaban algo. La escasa luz y la espesa tiniebla alteraban formas y pensamiento. Las vigas del techo descendían y la cama flotaba sin apoyo. Seres acechaban en los resquicios. Hombres capaces de asesinar. Puñales de sangre colgando. Manos peludas. Cabezas cercenadas. Víboras de lengua batiente. Demonios que se arrastraban en el colchón. Corazón enloquecido, cerebro sin mesura. El pánico. El sudor frío. La muerte. Miedo ancestral a la oscuridad, cuando en la caverna podía surgir cualquier animal inesperado, cualquier espectro no conjurado. La herencia del miedo junto con todas las otras herencias. La oscuridad de la muerte, bajo tierra negra. Cada noche empezar de nuevo. Desear el descanso y temblar en la imaginación.

Esta escena de Dulcinea me recuerda las noches en la Casa Internacional. Qué curioso. Yo sentía esos mismos miedos. Pero lo que se me aparecía a mí era la cabeza del generalísimo Francisco Franco. Sólo la cabeza, con el ridículo gorrito angular que más ridículo me habría de parecer cuando en México viera que lo usaban, así y de papel, los albañiles. La cabeza de Franco me amenazaba y saltaba por los rincones del cuarto, se subía al armario y se acomodaba entre las maletas, se colgaba del cable de la luz y se balanceaba en las cortinas. Lo que yo no quería es que se acercara a mi cama, porque siempre había un momento en que sentía su aliento jadeante sobre mi piel.

Así que el miedo era yo quien lo ponía entre las cosas. Miedo que no necesitaba de la oscuridad. Podía ocurrir a plena luz. Al entrar en una casa y pensar que el   —39→   asesino estaba tras de la puerta. Porque el miedo es muerte o violencia. Al cruzar una calle, aun vacía, y sentir que el automóvil se abalanzaba sobre el frágil cuerpo. Encerrada en un elevador que nunca más fuera a abrir su puerta. En este automóvil, en el Periférico, que no sé a dónde va, y que podría estrellarse dentro de un segundo. El pánico a los demás: estar en una habitación con el sordo murmullo torturante y no conocer a nadie y perderse a sí misma y tampoco reconocerse. ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo? No ser parte de la masa amorfa, pero tampoco poder gritar hasta romper la garganta y hacer sangrar el silencio. No saber si realmente se está viva o muerta. Y más espanto no saberlo que estarlo. No reconocer a los seres humanos: ¿qué son esos seres que hacen muecas y gesticulan? No son animales y tienen unos brazos largos terminados en unos dedos largos y extraños con uñas en las puntas. ¿O serán animales? ¿Serán animales y no se dan cuenta, como animales, y sólo yo me doy cuenta? Lo que pasa es que a mí me asustan más los hombres (y las mujeres con pinturas en las caras) que cualquier otra cosa, o cualquier otro animal. Menos las cucarachas. Las cucarachas sí me dan miedo. Asco. Asco es lo que me dan. Con esos movimientos tan rápidos y ese crujido viscoso si se las pisa en la oscuridad.

Pero volviendo a los hombres y a las mujeres, qué extravagantes seres vistos desde lejos. Porque se mueven con pesantez, carecen de la agilidad de los verdaderos animales. Cada uno de un color diferente, sin plumas ni pelambre. Caminan mal, con dificultad, tristemente. Nunca libres, con las manos aferradas a algo, hasta al volante.

Yo no soy como ellos. Indudablemente no lo soy. Por fuera me parezco. Me parezco bastante. Pero por dentro, nada. Yo no necesito hablar, y ellos no paran de hablar.   —40→   A mí las cosas me pasan en sueños, digo, las verdaderamente importantes. A ellos no, porque o no sueñan o no creen en los sueños. Yo estoy pensando siempre. Dudo que ellos lo hagan.

Yo me acuerdo de todo. Me acuerdo, por ejemplo, de un sueño que tuve del Jardín Borda en Cuernavaca. En el cual puedo, tranquilamente, ser la misma Dulcinea que acompañaba a Madame Calderón de la Barca. Alguna vez irían al Jardín Borda, ¿o no? Por lo menos, Dulcinea sí. En el sueño salía del palacio, que no estaba en ruinas, sino habitado, y bajaba las escalinatas de piedra que sí estaban en ruinas y con hierbas creciendo entre los resquicios. Bajaba hasta el estanque, que más bien era un lago, y ahí me paraba. Abajo me esperaba Amadís, con su hermosa capa de paño negro. Así que ya no sé cuál de las dos Dulcineas era. O de las tres, porque podía ser la otra Dulcinea, la más antigua. ¿La medieval?

En fin, de lo que ahora me acuerdo es de la primera vez que estuve en el Jardín Borda, al poco tiempo de llegar a México. En el otro extremo del estanque (el que no aparecía en el sueño), bajo un árbol milenario había un hombre tejiendo pulseras de paja que luego recubría de hilos de seda de varios colores. Iba dejando espacios sin recubrir y formaba así letras. Cuando una descubría las letras (al principio parecían adornos), podía leer la palabra «Cuernavaca». ¿De qué más te acuerdas? Me encantan tus recuerdos encantados, Dulcinea encantada. Bueno, los recuerdos son como la Edad de Oro. ¿Te acuerdas del discurso de don Quijote a los cabreros? Claro, claro que me acuerdo. Y, ¿te acuerdas de quién te regaló esa pulsera bordada con hilos de seda color guinda, que decía «Cuernavaca» y que guardaste tantos, tantos años? Claro que me acuerdo: me la regaló Joaquín Xirau. Y me sorprendió muchísimo, porque yo solamente estaba viendo cómo entrelazaba los hilos el hombre   —41→   que la tejía y nunca pensé en tener la pulsera. Y, de pronto, la pulsera estaba en mi mano. Regalo de filósofo. Extraordinaria cosa. En su cara había una sonrisa y yo tuve que ponerme la pulsera. ¿No te gustaba la pulsera? No, pero la guardé muchos, muchos años. ¿Fue por la sonrisa? Sí, fue por la sonrisa.

A veces, en la calle, sonrío a los demás. Pero se asustan. Se asustan de una sonrisa. De que alguien haya penetrado en su caminar solitario y les haya hecho ver que no están solos. De la intrusión. De la separación de ellos mismos. De mi insistente aquí estoy yo, y por eso sonrío. En realidad, es una forma de poder. Yo espío a los demás y los domino, los obligo a sonreírme. Y si me tienen miedo, pues mejor todavía: más los domino.

También disfruto mirando fijamente a alguien, hasta que desvía la vista azorado. Esto lo hago desde niña y es una prueba de la que siempre salgo vencedora. En verdad, los demás son cobardes. ¿Qué puede significar una mirada inmóvil?

¿Se teme a los ojos? Sí, se teme a los ojos. Por los ojos se sabe mucho. Sobre todo, se descubren secretos. Intimidades. Lo oculto. Es fuente de aprendizaje. Tampoco a los animales le gusta ser sorprendidos por una mirada detenida. Ni a los hombres ser observados atentamente por un animal. Indica posibilidad de peligro. De destruir lo más profundo. De ofender. O de humillar. De penetrar en la cueva. Hay quienes dicen que de la vista nace el amor y quienes, la perdición. Para todo hay gustos. Guzmán de Alfarache supo de la teoría platónica de la vista y el amor:

Era viva de ingenio y ojos; risa formaba con ellos dondequiera que los volvía, según se mostraban alegres. Puse los míos en ellos y parece que los rayos visuales de ambos, reconcentrados adentro, se volvieron contra las almas.   —42→   Conocile afición y creyola de mí. Desposeyome del alma y díjeselo a voces mirándola.



Dulcinea, Dulcinea, ¿por qué se te olvida que debes seguir escribiendo tus dos novelas? Ah, no, no se me olvida. Ahí están, dando vueltas. Lo único que tengo que hacer es poner orden. A veces, cierta languidez me impide hacerlo. Tengo que pensar en los ejercicios de la voluntad.

Es fácil abandonarse. En todos sentidos. Es mucho más fácil que cualquier otra cosa. Lo natural sería vivir como el hombre de las cavernas, no tener que vestirse ni peinarse, nada más agarrar una maza y salir. En cambio, todo el ritual necesario para ir a la calle. Es decir, para ser vistos. Nos hemos vuelto dependientes de la mirada disimulada de los demás. Nunca en nosotros. El traje. La corbata. La blusa. La falda. Para los demás. En la calle. En la oficina. En la pantalla de la televisión.

Qué horror. Si por eso escribo. En mi tabula rasa. Para volver a vivir las bellas épocas medievales.

Dulcinea y Amadís siguen recorriendo largos campos, entre los trigales y las amapolas. Se parecen a la primitiva pareja que iba en busca de otras frutas, de otras aves. Hace tiempo que han vislumbrado la montaña, pero no logran acercarse. Cada paso hacia ella los mantiene a la misma distancia. Es un espejismo. Es un fuego fatuo. Es lo real que no existe.

Dulcinea y Amadís que semejan dos, son uno. Cuando se toman de la mano, la misma sangre fluye de las venas de uno a las del otro. Pierden la noción de piel frontera y es piel única. El ritmo de los pasos es monocorde. El lenguaje es uno y las palabras todas. Así que con sólo pensar conversan. Un doble palpitar les hace imaginar   —43→   que han llegado a las faldas de la montaña. Ascienden en busca de la cueva del ermitaño. No hay sendas ni hierbas recién inclinadas ante huellas. Una libre elección los guía. Por donde más llano el ascenso por ahí suben. El ágil pie sabe apoyarse en la roca más segura, en la raíz más vigorosa. La vista señala y los músculos de la pierna conocen si encogerse o alargarse. El salto de una roca a otra roca dejando limpio el terreno resbaladizo. Algún riachuelo que se doblara a impedir la hazaña y solamente lograra refrescarla. Altos matorrales y árboles tronco con tronco que no ahogan el perfil delgado de los dos cuerpos. Ramas sarmentosas, ortigas y espinos, nada los detiene. Lianas y helechos tampoco los atrapan. No los ciegan ni la excesiva luz ni las espesas frondas. Caminan por entre las cosas como si las cosas no existieran. Y lo más probable es que no existan. Los envuelve aroma de planta, de hojarasca, de tierra húmeda. En círculos concéntricos parecen pasar por los mismos sitios, pero un poco más arriba. Extrañas flautas de oro vibran las plumas de las aves. Es una melodía que regresa en eco interno. Al son de la música se acompasan los movimientos de los seres vivos. Los gatos monteses se deslizan por las ramas. Los cervatillos se ocultan en la sombra. Dulcinea y Amadís no se distraen y dejan sorprendido al bosque animado. Si se insinuara vagamente la figura de un elfo o de un hada no tratarían de alcanzarla y sólo les serviría de seña precisa. Mientras más brumas, más seguros de su vía. Cortinas y espesores demuestran la mayor claridad. Red de luz y tiniebla es encaje glorioso. De las celosías bajan brillantes telarañas sacudiendo gotas transparentes. Hay columnas de mármol olvidado que ya son tronco de hiedra y trepadoras. Inmersión en los pasos altos de la montaña: lo que parece apartar no aparta. En algún momento llegarán a la cumbre Dulcinea y Amadís.   —44→   Qué tranquilidad poder imaginar y aspirar ese paisaje, aun dentro de un automóvil en el Periférico. Porque qué puedes hacer dentro de un automóvil, sino elevarte al cielo. Apretar un botón y elevarte al cielo. Escapar de la celda, luego de abrir la ventanilla, y que tu alma, por grados, vaya ascendiendo en busca del Gran Encuentro. Y si no, volver a repasar tus recuerdos. Y si no, volver a imaginar tu existencia.

Cuando te preparabas para la Navidad en casa de la Marquesa Calderón de la Barca. Entonces eras una creyente católica y la festividad tenía sentido.

La invitación era de color pajizo e impresa con letras doradas. La misa sería a las nueve de la mañana del 24 de diciembre de 1840 en la Iglesia Parroquial del Sagrario de la Catedral. Dulcinea había escogido sus mejores ropas y había desdoblado la mantilla que guardaba en el arcón. La había oreado desde varios días antes y las arrugas habían desaparecido. El olor de los membrillos que perfumaba el arcón casi se había evaporado. El tacto suave del encaje era muy agradable entre los dedos.

Se probó la mantilla: de qué modo ladearla sobre la cabeza, que no ocultara su perfil ni el ondulado del pelo, cómo engancharla en la peineta de carey, cómo extenderla sobre los hombros y la espalda, y qué pliegues dejar caer sobre el pecho.

A las nueve en punto, Dulcinea y los demás invitados estaban en el coro. Todo relucía con el recién colocado ornamento, flores frescas y oro bruñido. El olor a incienso y a mirra. La penumbra y el recogimiento. En el coro destacó Dulcinea con su voz diferente, la profundidad, la emoción, la riqueza de tonos y la dulzura. Si se hubiera permitido aplaudir, después de su solo hubiera sido   —45→   aplaudida. La celebración duró varias horas y el sermón fue muy largo.

Esa misma noche Dulcinea fue invitada a una posada. Entre los cantantes iluminados por las velas encendidas que cada uno llevaba, según iban pidiendo posada ante cada puerta de la casa, Dulcinea vio varias veces la figura de un caballero que también la miraba a ella. La primera vez que lo vio fue en el reflejo de un espejo y por un brevísimo momento creyó que era su cara y no la de otra persona. Así que sonrió y recibió también una sonrisa espejada. Después llevó su mano hacia su mejilla como para reconocerse y el caballero hizo lo mismo, animado de idéntico impulso. Debió haberse dado la vuelta para quedar de frente a él y sin embargo no lo hizo. Sus dos caras ya no sonreían y se contemplaban gravemente. Era una imagen doble la que se reflejaba. Los mismos rasgos, el mismo rostro y el mismo pelo. Quisieron ambos pasar la mano delante del espejo por si se borrara la reflexión, y sus manos quedaron enlazadas. Se sobresaltaron y se apartaron. Los que pedían posada habían entrado en el cuarto y ya no volvieron a estar juntos.

Luego, cuando Dulcinea se lo contó a la Marquesa, pensó que no era verdad, aunque había vuelto a verlo desde lejos y sus miradas siempre se encontraban. En cambio, la Marquesa sí lo creyó a pesar de que ella nunca vio al caballero. Le aseguró a Dulcinea que pediría informes sobre quién era.

En la noche, Dulcinea soñó con la misma escena del espejo. Y no sólo esa noche, sino las siguientes. Era tan real su sueño que olvidó la realidad, y no creyó en la imagen vivida sino en la soñada.

Cuando mucho después se encontró con Amadís, no lo consideraba real, sino como la imagen reflejada. Imagen reflejada, igual a ella.

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Para que se encontraran de nuevo aún faltaba y durante ese periodo en que no se conocían, Dulcinea vivió de la invención.

Que se citaba con él y se amaban. Pero no hablaban. Nunca hablaban. ¿Qué iban a decir? Imposible hablar.

Que se amaban en los sótanos y se amaban en las buhardillas. Y una vez en el Desierto de los Leones, sobre el suelo de hojas húmedas y bajo los pinos altísimos.

Que paseaban en coche y también ahí hacían el amor. Al trote cadencioso de los caballos, las cortinillas bajadas y en la penumbra.

Que sobre nada se interrogaban. Que estar juntos era suficiente. Que nunca se hastiaban y recorrer sus pieles era ejercicio novedoso.

Que los rostros todo lo decían. Los ojos pronunciaban y las mejillas sonreían. Las manos. Extraordinarias manos. Para todo conocerlo. Todo saberlo.

Pero qué locura. Qué arrepentimiento. Las églogas no son para mí. Imposible concebir lo anterior. Me agito. Me estremezco. Ellos dicen que es un acceso de locura. Pero, ¿qué saben ellos si nunca lo han experimentado? Ese grito ronco que sale de las cavernas del pecho, que altera tu pulso y te hace arrojar espuma por la boca. Tus piernas tiemblan y tus brazos flaquean. Te arde la garganta por el grito herido. Gritaré y gritaré. No haré lo que me digan los demás. No. No. No. Pero si nadie te dice nada. Mentira. No sé si dicen pero esperan. Esperan agazapados. Y yo no quiero que esperen nada. Nada de mí. Ser un simple vegetal. Oh, gran descanso. Porque tampoco un animal. Los animales son demasiado sensibles, demasiado cercanos. Un vegetal. Un verde vegetal. A eso aspiro. Aspiras, pero no lo serás. Por eso grito, grito, grito.

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Dicen ellos que gritas. Pero, ¿qué saben ellos del silencio? Si tu grito no suena. Es un grito sordo. Que sí raspa la garganta y duele. Que no se oye. Porque si se oyera rompería las paredes y cortaría los cristales. Sería un grito que conmovería a Dios. Pero ellos, ¿cómo se atreven? Y tú, ¿qué sabes del grito? Tal vez tu grito suene y seas tú quien no lo oye.

Sientes que estás entrando en un espacio sin fin. Algo tan grande que puedes perderte. Pero no perder el rumbo, sino perderme yo. Es decir, que yo ya no sea yo. Porque sea parte de todo lo demás. Porque el interno desgajamiento me lleve a abismos negros en donde nunca toque fondo. ¿Qué es esa sensación de oscuridad? Ese nunca encontrar caminos. Todo es confuso hacia atrás. Me olvido de mí. Lo que recuerdo son las otras Dulcineas. ¿Serán ellas o yo? Y, sin embargo, algún día nacerá la luz. Lo sé. Lo sé.

Ese murmullo de los demás: qué hablan o qué dicen. Las palabras ruedan y no las entiendo. Aquí, en el automóvil, están hablando, y en los otros automóviles también están hablando. Veo las bocas moverse y los músculos de las caras y, a veces, las manos. Sin sonido. Y si acaso un sonido ininteligible. Como si delante de cada persona hubiera una ventanilla cerrada.

Parece que las personas que viajan en este automóvil me conocen. Creo que sí es Amadís quien conduce. Su cuello era así. Su cabeza. El color de su pelo. Él tampoco habla. Ya somos dos que no hablamos.


El que tiene oído oiga
lo que el Espíritu dice.

Mis padres no dejaban de hablar de mi hermano. Las comparaciones eran interminables. Él era así, yo era así. Si él hubiera vivido. Si él hubiera regresado. Si él estuviera   —48→   a su lado. Si él, si él, si él. En cambio yo, que ni siquiera hablaba.

Pero para mí era igual. No me importaba nada. Nadie puede saber lo que hay dentro de mí. Los demás están tan lejos. No entienden nada. Se escandalizan. Se alteran. Alborotan. Chillan. Se detienen ante la superficie. No ven ni van más allá. Imposible que ellos sepan de mí. Imposible que yo sepa de ellos. Por eso no reconozco a los que van en este automóvil. Puede que sean los que yo sospecho. Pero no me interesa.

Yo leía un solo libro en las tardes tibias de Saratov. A principios del otoño, cuando ya amarilleaban las hojas y algunas empezaban a desprenderse. Me sentaba cerca de la ventana para poder ver los árboles y el solo libro que leía, el único que recuerdo haber tenido, era Corazón. Diario de un niño. Que lo leía y releía. Y lloraba como nunca he llorado. Porque yo lloro nada más cuando leo, nunca en la vida real. En la vida real hay que actuar; sólo en los libros se puede vivir de verdad.

Para mí el título de mi único libro era corazón diario de un niño, es decir, el latir diario del corazón de un niño. Yo no sabía lo que era un diario; sí sabía lo que es el corazón de cada día.

Ahí, sentada junto a la ventana, veía irse a los demás niños hacia el bosque a recoger frutas o flores. Gozaba quedándome sola. ¿Para qué queremos a los demás? Estorban mucho. Sí que estorban mucho los demás. Son los que nos echan a perder todo.

Leía y lloraba. Leía y lloraba. Volvía a leer la misma historia y volvía a llorar. Empapaba la página. Dejaba a un lado el libro y corría a buscar un pañuelo para poder seguir llorando más a gusto. Qué placer es llorar. Qué tranquilizante y agradable. Qué cálida sensación que   —49→   las lágrimas escurran por el rostro. Que esas perlas gongorinas nos enjoyen. Que el transparente moco, líquido cristal de sal, encuentre su alivio desprendiéndose y purificándonos. Gran rito lacrimógeno.

Si levantaba la vista del libro era para quedarme contemplando el paisaje. Yo he necesitado siempre un paisaje. No tanto verlo, sino imaginarlo. Puede ser una maceta o puede ser una visión mental. Si no hay agua ni verde, recordar las veces que hubo.

Entonces sí tenía el bosque y el río. Miraba desde la ventana y me esforzaba por memorizar, para cuando estuviese encerrada y ya no pudiese ver. Entornaba los ojos y repasaba el paisaje. Cada árbol. Cada rama. Cada hoja.

Cuando nos evacuaron yo seguía pensando en ese paisaje y por la ventanilla del tren no veía los árboles deslizarse, sino que se me representaban los otros, los que se quedaron. Ese día no lo olvidé. Yo había visto a los niños internarse en el bosque, pero después de que los aviones alemanes bombardearon la región, pocos de ellos regresaron. Y los que regresaron, asustados y heridos. Yo no lloré. Ya había llorado antes con el libro.

Ese mismo libro me hacía imaginar otras cosas. El relato que se llamaba De los Apeninos a los Andes me gustaba especialmente, porque había oído que muchos españoles, terminada la Guerra Civil, se habían refugiado en México, en el mismo continente de los Andes. Qué lejos o qué cerca fuera no lo sabía. Era el lugar por donde tal vez habrían de encontrarse mis padres. Algún día recibiría carta de ellos y algún día me llamarían de vuelta.

A mis padres los quise, los odié y luego me fueron indiferentes. Como le pasa a todo el mundo. La única diferencia es que nunca supe con certeza si eran mis padres o no. Más bien me incliné a pensar que no lo eran. O quise que no lo fueran. Ya que los padres no escogen a los   —50→   hijos (¿qué espermatozoide o qué óvulo serán?), no debe haber compromiso de reciprocidad, ni de interdependencia, ni de falsa afección. Unos y otros dependen del azar. Entonces, por qué conformarse.

Así que como yo no sentía que mis padres eran mis padres, decidí que no lo eran. Claro que esa decisión la tomé después, cuando los vi, al llegar a México. Se trataba de un matrimonio como cualquier otro. Cómo podía estar segura de que eran los que me engendraron: de que yo quería haber sido engendrada por ellos, o de que ellos quisieran haberme engendrado. Por lo pronto, decidí que ellos no eran mis padres. Yo más bien tenía en mente algo original: era hija de príncipes, por lo menos. Pensamiento que pude adaptar a mi conveniencia: esos señores fueron los que me recogieron, yo seguía siendo hija de príncipes. De ese modo calmaba mi deseo de un nacimiento milagroso. Al que todos aspiramos. Antes y después de Jesucristo.

Los niños iban y venían. No siempre éramos los mismos. Cambiaban con las casas a las que íbamos siendo trasladados. Nunca tuve un lugar propio, en cambio: el apremio de lo transitorio, la compañera de cuarto diferente, la ropa prestada, la comida escasa. Era, indudablemente, una princesa encantada. Llegaría el día de mi desencantamiento. Traerían la corona para mi frente, el vestido largo y el manto de armiño.

Parece que siempre he amado a Amadís. Su nombre lo indica. ¿Qué será amar? Creo que no es nada. Tan inalcanzable como cualquier empresa humana. (Todo lo que intentamos no lo logramos). Tan utópico como la utopía. Tan melancólico y frenético como vacío y desesperado.   —51→   Imposible de realizar. ¿Quién puede decir que ama? Es teoría y es abstracción. Otra cosa es hacer el amor, hacer que se ama, imitar, inventar, imaginar. Pero amar, nadie lo ha conocido ni lo ha sabido. Porque amar sería morir. Sería conocer el absoluto y después de conocer el absoluto ya no se puede vivir. Sería conocer a Dios. Sería la experiencia mística que se acabara en el mismo momento de ser, sin que se trasladara a la palabra o al poema o al sonido. Indudablemente es intransferible e indefinible. A veces, inventamos palabras: amar: que suenan bien, muy bien: pero nada más. Somos más fonéticos que semánticos.

No existe el amor, como no existen los significados. Como no existe Dios. Todo es dar vueltas: nunca afrontar. El único modo de entender es guardar silencio. Y no sacar conclusiones.

Ahora sí estás entendiendo, Dulcinea. Ahora sí. Entonces qué te parece: ¿amaste o no amaste a Amadís? Sí lo amé, pero no me morí. Sí lo amé y sí guardé silencio. ¿Lo habré amado? No tenía más que palabras y eso no es modo de amar. Callé. Tal vez estaba en camino de amarlo. ¿Amaste o no amaste a Amadís?

Si lo hubiera amado hubiera sido entre cardos y desperdicios y podredumbre y no lo hubiera notado. Entre moscas y basuras y hedores. Y no lo hubiera notado. Entre llantas reventadas, clavos y herrumbres. Y no lo hubiera notado. Entre agujas, alfileres y bisturíes. Y no lo hubiera notado. En el cieno, en el pantano y en la marisma. En la asfixia y en el vómito. En el estertor y en la contracción. Y nunca lo hubiera notado.

Pero no. Lo amé cómodamente. Estéticamente.

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No amaste, Dulcinea. No amaste.

Si yo no amé, nadie amó. Probablemente. Así es.

No clavaste el puñal. No amaste.

Se me escaparía la historia real, no la imaginada. Porque amar no es real: lo visible no es ni exacto ni verídico. Hay que atravesar las capas de piel, ir cortando hasta llegar a lo medular y aún sobrepasarlo medular y alcanzar la claridad del vacío. Entonces, en el vacío, amar.

No es el agua desde esta orilla. Tampoco el esfuerzo de cruzarla. Ni la otra. Es estar en el centro del abismo, pero sin ningún punto de referencia, sin tiempo ni espacio. Por lo tanto, desconocer el centro. Es nada.

Si pudiéramos imaginar la nada, eso sería amar.

Sólo los místicos fueron quienes más cerca estuvieron.

De ahí que sea la muerte lo que más se le parezca.

El amante mata y el amante se mata.

Sueño mucho. Pero cuando sueño no quiero que la realidad invada mis sueños. Últimamente he estado soñando con mis padres. La sensación es desagradable. Si yo a ellos los he rechazado. No me pertenecen. ¿Por qué se atreven a entrar? También en Rusia soñabas con ellos.   —53→   Pero ésos eran sueños de verdad. Pero te gustaba soñar con ellos. Pero entonces no los conocía y los sueños eran inventos. Pero los de ahora también son inventos. No son la realidad. Pero parecen y por eso no me gustan. Los sueños son para soñar. En Rusia soñaba que los soldados nazis me atrapaban. Me llevaban a una antigua fortaleza, donde ya había muchos prisioneros, y a todos nos subían a un piso alto y desde ahí nos arrojaban al patio. Yo caía sobre los cuerpos pero no me moría. Me fingía muerta pero los soldados me descubrían. Volvían a subirme y volvían a arrojarme desde lo alto. Tampoco moría. De nuevo lo descubrían y de nuevo me arrojaban. Con igual resultado. Yo quería morirme porque agonizaba con el cuerpo desbaratado y no soportaba el sufrimiento, pero era inútil. Nunca acababa de morir.

Esos sueños no me importaban. Eran interesantes y los recordaría siempre. Pero soñar con mis padres. Qué cotidianeidad. Y además verlos hacer lo que hacían en la vida despierta. Qué falta de imaginación. Así que el rechazo se te volvió presencia. Qué asco.

Como el fin del mundo se acerca, me gusta repetir las palabras proféticas:

Después de estas cosas miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo: y la primera voz que oí, era como de trompeta que hablaba conmigo, diciendo: Sube acá, y yo te mostraré las cosas que han de ser después de éstas.

Y luego yo fui en Espíritu: y he aquí un trono que estaba puesto en el cielo, y sobre el trono estaba uno sentado.

Y el que estaba sentado, era al parecer semejante a una piedra de jaspe y de sardio: y un arco celeste había alrededor del trono, semejante en el aspecto a la esmeralda.

Y alrededor del trono había veinticuatro sillas: y vi sobre las sillas veinticuatro ancianos sentados, vestidos de ropas blancas; y tenían sobre sus cabezas coronas de oro.

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Y del trono salían relámpagos y truenos y voces: y siete lámparas de fuego estaban ardiendo delante del trono, las cuales son los siete Espíritus de Dios.

Y delante del trono había como un mar de vidrio semejante al cristal; y en medio del trono, y alrededor del trono, cuatro animales llenos de ojos delante y detrás.

Y el primer animal era semejante a un león; y el segundo animal, semejante a un becerro; y el tercer animal tenía la cara como de hombre; y el cuarto animal, semejante a un águila volando.

Y los cuatro animales tenían cada uno por sí seis alas alrededor, y de dentro estaban llenos de ojos; y no tenían reposo día ni noche, diciendo: Santo, Santo, Santo el Señor Dios Todopoderoso, que era, y que es, y que ha de venir.

Y cuando aquellos animales daban gloria y honra y alabanza al que estaba sentado en el trono, al que vive para siempre jamás.

Los veinticuatro ancianos se postraban delante del que estaba sentado en el trono, y adoraban al que vive para siempre jamás, y echaban sus coronas delante del trono, diciendo:

Señor, digno eres de recibir gloria y honra y virtud: porque tú criaste todas las cosas, y por tu voluntad tienen ser y fueron criadas.



Dime tú si eso no es un sueño. ¿Quién puede creer eso? Indudablemente es un sueño transcrito tal cual. Pero fue creído, y aún se cree, y seguirá creyéndose. El ciclo debe cumplirse: principio, medio y fin. La destrucción iba a ser el año 1000. No ocurrió. Está bien, será el año 2000. Tal vez no ocurra. Bueno, entonces la pasaremos al 3000. ¿Qué? ¿Todavía habrá mundo en el año 3000? ¿Y en el 4000? ¿Y en el 5000? Porque alguna vez vendrá el fin, ¿no? Sí. Mañana.

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Entonces, no me vengas con los para qués. Antes de que te des cuenta estallará una deliciosa bomba y saldrás volando en pedacitos para reintegrarte al espacio creador. Convertida en piedra serás otro mundito que empezará a girar sobre sí mismo. Al rato, de tu costilla saldrá un Adán y de la de Adán una Eva. Y vuelta a empezar.

No. No. Eso es muy aburrido. Más vale acabar para siempre. Por lo cual deseamos tanto el fin. Estamos pidiendo a gritos que ocurra. Tanta manifestación, tanta manifestación: para acelerar el último suspiro.

En algún momento llegarán a la cumbre Dulcinea y Amadís. Arriba los esperará el ermitaño. El ermitaño que ya no habla. El ermitaño sobre la alta roca. Petrificado. Su cuerpo incrustado. Cóncavo. Huella de fósil.

Dulcinea y Amadís desde la cima mirarán a lo lejos, pero no se detendrán en las marcas de la roca. No verán al ermitaño que está a su lado. No posarán la vista amorosa en lo que más buscaban y en lo que más cerca tenían.

Por no haberse deleitado en la contemplación corta y en la contemplación de una sola esencia, se perdieron en la enormidad del paisaje. Nunca descubrieron la piedra que importaba, la piedra de toque. No fueron humildes como para descifrar el gris de lo poroso y prefirieron la lejanía de lo inalcanzable. A su lado, el ermitaño guardaba silencio.

Quien no quiere encontrar claves no encontrará tampoco significados. Quien no quiere la revelación no la recibirá. Quien llegó a la cumbre y mira hacia abajo olvidó la meta de elevación. Desconoce el acceso y se hunde aún más precipitadamente. No hay piedad para el desperdicio.

  —56→  

Dulcinea y Amadís inician el descenso. El ermitaño ya no habrá de separarse de la roca. Su última esperanza ha sido su última decepción. Si Dulcinea y Amadís se esfuerzan encontrarán el secreto en sí mismos. Si cuando hayan descendido puedan recordar y describir precisamente lo que no vieron, si cuando en un silencio oigan palabras, podrán ver lo que no vieron y conocer lo que no conocieron. El ermitaño saldrá entonces de la roca y dirá lo que tiene que decir.

Mientras tanto, Dulcinea y Amadís pisan tierras encantadas y tierras enlutadas. El eco lo llevan por dentro aunque no suene.

Ésta es mi historia preferida. Recoge tantas memorias que guardé. Es como contarme cuentos de hadas para rescatar el olvido. Es recrearme una infancia a mi gusto. Es relatar mi propia historia. Es inventarme. Es cobrar vida en la tercera persona. Es vivir lo que imagino. Nadie podrá comprender esta dicha de las novelas mentales, haciéndose y deshaciéndose constantemente. Nunca terminadas. Nunca definitivas. Propicias a cualquier cambio. Adaptadas. Renovadas. Siempre empezando.

Es estúpido que te aferres a esas historias insulsas. Es seguir con el engaño: durante un momento vamos a vivir en otra época. ¿No puedes ya lacrar el pasado? ¿Acaso ha persistido algún bien de la antigüedad? ¿Has heredado algo bueno de tus padres? Nada. Sólo lo malo se recibe y acoge. Es tradición vigente y asequible. Todos los hombres se humillan ante el mal: lo convierten en hipocresía, en cobardía, en ambigüedad. Estos hombres que tanto hablan y son escupitazos lo que lanzan. ¿Te das cuenta qué absurdo es el quehacer humano? Sólo queda la pregunta: ¿para qué?

Bueno, para suavizar un poco me cuento mis novelas.   —57→   Si no fuera por eso, ahora mismo abriría la portezuela del automóvil y me lanzaría al pavimento. Pero no lo haces, nunca lo haces. Lo piensas pero no te atreves. Ni siquiera te atreves a escribir tus novelas. Ah, no. Eso no. Eso no te lo permito, si no las escribo es porque yo no tengo lazo alguno con el mundo externo. Yo no voy a darle nada a un mundo que no me ha dado nada: peor todavía, que me ha hecho vivirlo. Mis novelas son para mí. El único placer que existe es estar imaginándolas. El proceso imaginativo es la única verdad. Y éste me lo quedo yo. ¿Ver una obra terminada? Nunca. Cualquier obra terminada es la muerte. Habría que hacer obras que no fueran finitas, para que así fueran infinitas.

Pero. Siempre nos debatimos entre principio y fin. Cuando lo que apenas hacemos es estar en el medio. Tan oscuro el principio como el fin. Odio el medio: es la única posibilidad de vivir, es decir, de desvivir. Es decir, de arrastrar la mediocridad. Es decir, de salivar la hipocresía.

Soñar es la prueba de existir. Elaboro un tema libremente: aparezco y desaparezco: soy yo y soy los demás. Es igual que cuando escribo mis novelas mentales: veo paisajes y me expreso verbalmente: siento aún más allá del tope. Gozo el hecho de soñar. Voy escribiendo mis sueños: al soñarlos. Preveo y presiento. Es fuente de conocimiento. Indudablemente es fuente de conocimiento. Conocí el éxtasis y la revelación. Iba en un automóvil, un Ford negro de los años treinta, de alto techo. Manejaba Amadís. La carretera era amplia. Un solo coche nos pasaba y me daba miedo, porque pensaba que dentro iban delincuentes. La carretera terminaba en un desierto, de lisas arenas doradas. Amadís me pasaba un brazo sobre los hombros para protegerme. Ya no veía el otro coche, ya no estaba. El desierto avanzaba, onduladamente. Un   —58→   muro, no muy elevado, de piedra calcárea, cerraba la orilla derecha de la carretera. Nos bajábamos del coche y nos amparábamos en el muro. Era un momento de prodigio. El fin del mundo. Pegados contra el muro sentíamos pasar una enorme sombra sobre nuestras cabezas: las alas de un ave gigantesca. Amadís seguía con su brazo sobre mis hombros, apretándome contra él. Las arenas doradas del desierto eran ahora naranja rosado, como una puesta de sol. Se acercaban y se acercaban a nosotros, sin atemorizarnos pero inexorables. Las arenas. Sabíamos que era el fin del mundo. Era bello y tranquilizante. Ya no se podía hacer nada. Pero Dulcinea y Amadís estábamos juntos.

Y entonces pienso, ¿por qué el fin del mundo? ¿No es el fin del mundo cada día? Sí, querida Dulcinea, pero eso no lo saben los demás. El mundo se construye y se destruye en el término de un día y de una noche. Aunque nadie quiere reconocerlo. Es una medida demasiado corta. No da tiempo para nada.

Ahora lo comprendo. El fin del mundo ocurrió para mí antes. Ocurrió en mi infancia, cuando mis padres me enviaron a Rusia, cuando acabó la guerra, cuando llegué a México y me esperaba, para el resto de mi vida, una tarjeta de identificación que nadie habría de olvidar, aunque yo quisiera olvidarla. Sería para siempre exiliada, sin patria ni acomodo. Exiliada, fuera de lugar, tolerada, nunca integrada. Sin deseos de arraigarme porque algún día sería el retorno. Vivía en casas rentadas (nunca se le ocurrió a mis padres la idea de comprar una casa, nunca) y cambiaba de domicilio por cualquier pretexto. Es más, echaba de menos el cambio si éste no sucedía en un par de años. Y si no te cambiabas, Dulcinea, por lo menos movías de lugar los muebles, y un sillón   —59→   iba de la sala a la recámara y un tapete en dirección inversa. Me extrañaba, Dulcinea, esa inquietud tuya de moverte o de mover las cosas. Pero así es, y cada vez que visito una casa me imagino a mí viviendo allí y los cambios que haría. Por las calles voy buscando los carteles de aviso de renta de casas o departamentos y con frecuencia entro a verlos. Me leo a diario la sección de anuncios en el periódico y marco los más apropiados. Llamo por teléfono y me disgusto si ya alguno ha sido rentado. Me compro revistas de decoración, desde Better Homes and Gardens hasta Design from Scandinavia, con mis preferencias por las últimas. Los paisajes que se ven en estas revistas me sirven también para imaginarme que vivo en esos lugares. Especialmente busco las que tienen chimeneas. (El hábito se me quedó desde la Edad Media). Y bibliotecas o estudios o libreros. Las revistas de decoración son para mí lo que las pornográficas son para otras personas. Las necesito intensamente. Otra manifestación del exilio en que vivo.

¿Que si disfruté ser exiliada? Pues sí. No lo puedo negar. Yo sé que hubo quienes sufrieron, lloraron y se lamentaron. Es cierto, les tocaba hacerlo. ¿Pero a mí? ¿Qué me tocaba o qué se esperaba de mí? Por lo pronto, me definí en la indefinición. No era nada: ni española ni mexicana. Porque la posición cómoda, la de la mayoría, era la hibridización: somos hispanomexicanos. Somos ambiguos, somos conciliadores: amamos a México y amamos a España. Yo no. Yo me instalé en el odio. Aquí en el impenetrable laberinto de mi cerebro, puedo pensar lo que quiero y nadie se enterará: es el único espacio libre que conozco, la única tierra de libertad: mi cerebro. Por algo no hablo: hablar es mentir, es protegerse, es desvirtuar. Así que la verdad es que tanto me prometieron mis mayores el retorno a España y sus bondades y maravillas que cuando esto nunca se cumplió me revertí en   —60→   odio contra ellos. Que, en realidad, fue odio contra mí: yo tampoco hice nada por regresar. Y además me volví muda. La pasividad tenía que ser llevada hasta el fondo. A mí se me impuso el exilio: de niña enviada a Rusia, después enviada a México, después a dónde. (Pues a la mierda). En realidad, siempre me sentí como un paquete postal no reclamado.

Pero no. No creas que sufrí tanto. Hay un lado positivo en ser exiliada: los demás te tienen lástima, te tratan con cuidado y los tontos hasta te admiran. Tus ventajas son no comprometerte, permanecer en la ambigüedad, borrar la ambición. Sobre todo, llevas una aureola de santidad: eres intocable e impronunciable.

Ah, Dulcinea, se te olvida algo. No, no se me olvida. Mi terrible conflicto, mi verdadero conflicto, es que ya ni siquiera soy exiliada. Claro, ya no lo soy. ¿Cómo sigo llamándome exiliada? Si desde el día en que murió Franco (otra pasividad más: Franco tuvo que morir de muerte natural) pudiste regresar a tu tierra de promisión. Entonces, quítate ese marbete de exiliada. Y qué soy: ¿ex exiliada? Confórmate con no ser nada.

Tienes pavor a carecer de nación. Te falta el apoyo de una tierra. Nunca se había visto un exilio heredado, un exilio condenado. Porque tus padres sí eran exiliados y sí tenían razón para pensar en España. Su crueldad fue transmitirte su fracaso y su desengaño. Querer que tú siguieras defendiendo su inestabilidad y su vacío. Se te pidió vivir del aire y así quedaste: airada. Tu única tierra será la del día de tu muerte.



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ArribaAbajoSello tercero

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Y vi en la mano derecha del que estaba sentado sobre el trono un libro escrito de dentro y de fuera, sellado con siete sellos.

Y vi un fuerte ángel predicando en alta voz: ¿Quién es digno de abrir el libro, y de desatar sus sellos?

Y ninguno podía, ni en el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra, abrir el libro, ni mirarlo.



Así es. El libro no debe ser abierto. No puede ser abierto. Tendrían que romper mi cráneo para que el libro fuera leído. Tendrían que ir separando capa por capa: piel, hueso, meninges.

Por fin llegarían a cada uno de los centros cerebrales y aún más allá, al microscopio, los finos cortes histológicos no revelarían el libro que está ahí. Quien quitó los sellos del libro tampoco pudo explicar el misterio. Tampoco la palabra divina pudo ordenarse y nunca se llegó al conocimiento final.

El libro no puede ser abierto. ¿Quién podría comprenderlo y quién podría desatarlo? ¿Quién, con sus ojos sobre las páginas, entiende los signos, descifra las palabras?

Lo que hay en cada libro no permanece en el escrito. El verdadero libro quedó en esas circunvoluciones cerebrales que ni al microscopio muestran lo que esconden. Ni puede ser abierto el verdadero libro, ni puede ser leído, ni puede ser escrito.

No sé quién envió el trozo de camisa rasgada y ensangrentada. No lo sé. Pero le llegó a ellos. Tampoco me lo dijeron enseguida. Esperaron pacientemente a que me fuera aclimatando a México. A que los fuera conociendo. A que me fueran contando los años de separación.   —64→   Debí haberlo imaginado: un gesto, una palabra entre ellos parecía aludir a algún secreto. Pero me eran tan extraños que no podía imaginarlo. No entendía sus señas privadas. Sus miradas rápidas, el leve parpadeo, el temblor imperceptible de los labios, el fruncido apenas marcado de la piel. ¿Qué querrían decir?

Hasta que un día ya no pudieron seguir callados. Me lo dijeron luego de recogerme del Instituto Luis Vives, camino de la casa. «Queremos enseñarte algo». Y lo que me enseñaron fue el trozo de camisa ensangrentada. Yo no sabía lo que era: una tela manchada de café: un desagradable trapo sucio: un tejido deshilachado y con arrugas. Me lo enseñaron y guardaron silencio. Yo tenía que adivinar lo que era. No sabía lo que esperaban de mí, pero veía en el trapo un perfecto agujero redondo con la marca café derramándose por los lados.

Y no hablé. Aunque la marca empezaba a remover mis recuerdos no habría de hablar. No sentía ganas de darle gusto a mis padres. Ahora comprendía yo que nunca mencionaría lo obvio. Si ellos necesitaban hilos y manchas para mantener viva la ausencia yo, en cambio, recurriría al silencio y al total despojo de cualquier pertenencia. Fui arrojando mis ropas a la basura y me quedé desnuda. Les prendí fuego y me deleité contemplando las llamas que subían por el aire.

Tardó Dulcinea en volver a ver a Amadís. Acompañaba a la Marquesa a recoger un collar de la joyería de Plateros. Frente al espejo veía reflejada a la gente que pasaba por la calle. Y él pasó entonces. Pasó y salió al mismo tiempo del espejo, tomándola del brazo y llevándosela consigo. Dieron vueltas por el parque de la Alameda. Los altos árboles y los rosedales. Dulcinea, desordenados los sentimientos, sin poder adivinar qué pensaba   —65→   Amadís. Ese deseo de lucidez y de penetración en los secretos que no pertenecen. Ese deseo de poder borrar fronteras: de dejar de ser una, para ser el otro. Ambicionar la pluralidad: ¿qué puede haber en otras mentes?, ¿qué oscuridades y qué opacidades? ¿Seremos todos iguales o todos diferentes? ¿Cómo será Amadís? ¿Qué pensará? Sobre todo, qué pensará. Qué desesperación no poder, por nada del mundo, saber qué pensará Amadís. Si su cara no refleja el interior. Si no habla y no me mira, y sólo su mano presiona mi brazo. Y aunque me mire, cómo entender su mirada. Y aunque me hable, cómo interpretar sus palabras. Cómo saber si sus palabras son las mismas que yo uso, o si para él significan otra cosa. Si las matiza con tonos de ironía o de gravedad que yo no alcanzo a comprender. Si las envuelve en ambigüedad y a mí me parecen precisas. Si son demasiado cortantes y yo las juzgo plenas de madurez. Si portan otro sentido que a mí se me escapa. Si son sencillas y yo las creo sabias. Si pesan con emociones que ignoro. Si son simplemente palabras.

No, una palabra no es simple. Es un sonido aprendido y repetido, nunca conocido. ¿Quién puede definir? ¿Definir con otras palabras, también desconocidas?

Nunca sabrá Dulcinea lo que piensa Amadís, ni nadie. Ni la ingenua Marquesa, probándose el collar con Dulcinea que sigue a su lado. Dulcinea y Amadís no han sido vistos paseando por la Alameda.

Y hasta aquí llego con esta historia. No sé por qué me la cuento. No tiene posibilidades de seguir adelante. Ni me gusta ni me interesa. Pero debes hacerlo. Te has quedado muy sola. No tienes con quien hablar. ¿Qué harías entonces? Ya te lo he dicho. Me, me, aburres. Quito y pongo, ¿no entiendes?

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Qué desesperada vida la de los escritores. Tan solitarios y tan dependientes de los demás. Pero yo no. No. Yo me salvo de todo eso. No quiero a nadie a mi lado. No lo necesito. Hasta el amor me lo invento. De vez en vez grito. Pero eso es todo.

¿Tú tienes muchos recovecos en tu alma? Ah, sí. Es para mí un placer internarme por esos recovecos. Es un cuento de nunca acabar. Es un bosque encantado. Podría describirlo así. Primero me pongo a pensar, y pensar es siempre oscuro: los recovecos son oscuros. Yo penetro y penetro en ellos: son interminables y nunca llego al fin. No sé, al principio, por cuál de las vías tomar. Pero siempre acabo por elegir una. Me interno. La sensación es de que busco algo: hay una laguna negra inagotable, que nunca llego a conocer. En su fondo está el secreto. La oscuridad me envuelve. Me atrevo a hundirme en las aguas. No lo encuentro. Lo que busco no lo encuentro. Hay un remover de líquidos espesos, una lentitud inabarcable, una lasitud acariciadora. Ondas van y vienen. Quiero llegar al fondo y no quiero llegar al fondo. Pero sigo. Tengo que descubrirlo. Me inquieta demasiado. Es el origen. Si pudiera conocer el origen. Mi origen. Mi momento de nacer. O aún antes: mi estado fetal. Esas aguas oscuras. Horribles aguas oscuras, tan parecidas a estos recovecos por los que me pierdo. ¿Podría llegar al principio? Debo llegar. Es mi deber llegar. Habrá algún camino. Debo conocer mi nacimiento, igual que debo conocer mi muerte. Por ahora lo que puedo hacer es pensar y pensar. Internarme en esas profundidades aunque mi único avance sea ir cayendo de abismo en abismo. Permanecer ahí, no querer salir, aunque la maraña siga. Preferir vivir ahí dentro. Dentro de mí. Para comprender la gestación. ¿Cuándo empezó la memoria? Debió empezar entonces y se debió borrar entonces. Como no había palabras no se pudo recordar. Por lo tanto, debo reconstruir   —67→   la gestación. Internarme en mi alma es esa gestación. Y, después de todo, me queda el recurso inventivo. Igual que invento mi vida. Porque la inventamos, ¿no es así? O la intuimos. La intuición de la invención. Eso es lo que vale. Acomodar el exterior al verdadero mundo interno. Mejor aún: borrar el exterior.

Este cuello de quien maneja el automóvil. Yo conozco este cuello. Este cuello que me gusta mucho y que contemplo y que me distrae. No, no es Amadís. Debe ser Amadeo. Amado de Dios o que ama a Dios. Wolfgang Amadeus Mozart. Éste es el verdadero Amadís. Recuerdo y veo su cuello desnudo. La línea de sus hombros descendiendo hacia los brazos. Desnudo. Todo él desnudo. ¿Cómo es que ahora va manejando y vestido? Es raro. Sólo lo recuerdo desnudo. Esos omóplatos que pudieron ser alas de ángel. Para elevarse al cielo. Amadeo. No, no me gusta Amadeo. Amadís sí. Y es lo mismo, Amadiós-Amadís. Esos antiguos caballeros de Dios. De quienes Ramón Llull escribió las reglas:

1. Caballero es hombre que procura la paz por la fuerza.

2. El caballero es hombre elegido antiguamente para ser mejor hombre que otro.

3. El caballero tiene espada por justicia, y caballo por señoría.

4. Como la humildad está elevada, el caballero debe ser humilde.

5. El caballero va bien vestido porque es honrado.

6. Las vestiduras de tela no son tan nobles como las de las virtudes.

7. El caballero tiene divisa para ser conocido de todos.

8. Un mal hombre no debe ascender a lo alto para que sea conocido.

9. El orgullo rebaja al hombre.

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10. Quien sube es por virtud; quien baja es por vicio.

11. Villano que se hace caballero, injuria al caballo.

12. Caballero vil, solamente debe cabalgar en asno.

13. Al caballero pertenecen bienes y honra.

14. El mundo se hallaría en buen estamento si fuesen señores de él un buen clérigo y un buen caballero.

15. Buena es la compañía de un buen clérigo y de un buen caballero.

16. Nadie es más vil que un caballero cobarde.

17. Nadie cae tan bajo como el que cae desde una gran virtud.

18. Hayas temor del caballero humilde; pero no del orgulloso.

19. Más fuerte es el caballero por sus virtudes que por la lanza y la espada.

20. El mundo juzga a los caballeros por sus trabajos.



Y el Caballero de Cifar era también el caballero de Dios y ascendía por la escala de la luz, pisando el aire, para llegar a Él. Y tantos otros hermosos caballeros: don Tristán de Leonís, don Belianís de Grecia, Don Olivante de Laura, Tirant lo Blanch, Palmerín de Inglaterra, y hasta el mismo Orlando el Furioso. A quienes amé.

Pero volviendo a Ramón Llull, he desarrollado mi arte de la memoria de su Liber ad memoriam confirmandam. Por eso no necesito escribir. Nada se manifiesta en el exterior si no ha sido previamente formado en el interior. Sólo en el interior se lleva a cabo el verdadero esfuerzo de comprensión. La memoria todo lo reúne y todo lo abarca. Es la madre de las musas. Mnemosina para los griegos. Debe cultivarse como un deber religioso, según Alberto el Magno y Santo Tomás. Es la base de la Cábala, transmitida oralmente. Se recrudece en la filosofía oculta del Renacimiento, en los tratados de Camillo, Bruno y Fludd. Y en el iluminismo rosacruz.

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Recuerdo el grabado de Llull de la escala del ascenso y el descenso. Cada escalón corresponde a un grado de perfección: instrumentativa, elementativa, vegetativa, sensitiva, imaginativa, homo, caelum, angelus, Deus. En lo alto está el castillo divino, con la puerta entreabierta. El sol mira a la puerta. Abajo está el círculo místico y el hombre inicia el ascenso. A cada escalón corresponde un elemento, las piedras, el fuego, el árbol, el león, el hombre, el cielo, el ángel.

Y también aplico mi memoria al cuello de Amadís. Es lo primero que recuerdo de él. Círculo, cuadrado y triángulo, a la manera luliana. El cuello visto por detrás. Es un cuello erguido, de proporciones exactas, bello y armónico. Un cuello que responde a la memoria, al intelecto y a la voluntad. Un cuello que podría ser columna arquitectónica. O que podría haber expresado formas del Teatro del Globo. Un cuello isabelino.

Claro que ellos (que, a veces, me parece que son los mismos que viajan en este automóvil) no comprendieron la quema de mi ropa. Hasta se preocuparon y se escandalizaron. Yo me hubiera conformado con una chimenea. Pero chimenea ya no volví a tener. Las últimas fueron las de Rusia. Más bien estufas, de mosaico. Así que se me quedó ese gusto por ver subir las llamas y a lengüetazos todo tragarlo. El calor en las mejillas y los ojos fulgentes. Los trozos de madera ennegrecidos y derrumbándose. El cuerpo consolado. El color naranja y azul del fuego. El crepitar. El chispear. Las cenizas. El rescoldo. Lulio también debió amar las chimeneas en su tierra catalana. Qué agradable sería refugiarse del frío frente al fogón de la cocina del convento.

Y como me gusta tanto vivir de mis recuerdos, otra chimenea que me he apropiado es la de Los pazos de Ulloa. De la cual me quedo con lo que me gusta y elimino   —70→   todo lo demás. Es decir, como hago con todos mis recuerdos: los arreglo y los acomodo, los pulo, los adorno, los cambio. ¿Qué ocurre con un recuerdo que deja de ser recuerdo? Se vuelve nuevo recuerdo y llegas a creértelo. Así que unas cosas te pasan y otras no te pasan, pero te lo crees. Claro que los mejores recuerdos son aquellos que no sucedieron. Y ¿si no fuera verdad nada de lo que recuerdo? ¿Si todo fueran historias como las de Amadís? ¿Cómo sé qué es lo que me ha pasado y qué lo que he inventado? No importa. Aun lo inventado ha sucedido, igual de vívido que lo sucedido. Ambos recordados. Luego no hay diferencia. Los antiguos debían tener siempre presente el infierno. Santo Tomás recomienda ejercitar así el arte de la memoria. Los vicios, las virtudes, el camino al infierno y el camino al cielo. Y de repetirlo se creería. Lulio dice que lo que confirma la memoria es su constante repetición. De donde deduzco que repitiendo mis historias serán verdad. ¿Qué diferencia hay con la del infierno? ¿No nos creemos todos de niños los cuentos de hadas, y hasta sustituimos a los personajes por nosotros mismos?

Señores, lo que digo yo es la verdad. Claro, claro, Dulcinea, si nadie lo duda. Es la verdad. Muy bien. Pasemos a otra cosa.

Por tierras encantadas y tierras enlutadas caminan en silencio Dulcinea y Amadís. Sus pies firmemente en la tierra, que sus cabezas son las que vuelan, y vuelan tan alto que a veces estiran los brazos para alcanzarlas y que no vayan a escaparse del todo. Sus capas se inflan de aire y el temor es que los pies se eleven del suelo y entonces sí emprendan el ascenso. Que ya les ha pasado y sobre la copa de un árbol han permanecido toda la noche y sólo   —71→   cuando ha regresado la calma del amanecer han descendido y han retomado su camino.

Por eso, empiezan las malas lenguas a murmurar, los dientes a batir y los caracolas de los oídos a acoger perjurios y herejías. Esos dos seres son seres extraños, de quién sabe qué lugar encantado y malditos por temible profecía. Son hermanos amantes. No serán bienquistos por la gente honrada. Lo que pesa sobre ellos podría atraer la desgracia. Mejor evitarlos, no corresponder a su mirada ni a su palabra. Que sigan su insensato vagar.

Alguna tarde, a la sombra de un manzano, el espeso calor y el zumbido torpe de los insectos ha levantado para ellos la cortina del sueño. Así que sueñan. Sueñan los dos el mismo sueño.

Sueñan que, a lo lejos, contra el horizonte, la Muerte lleva de la mano para danzar a ricos y a pobres, a caballeros y a pecheros, a viejos y a jóvenes, a doncellas y a casadas, a emperadores y a papas, a tristes y a alegres, a buenos y a malos. La Muerte que entrechoca rítmicamente sus huesos y blande sin esfuerzo la guadaña. Danza que no se puede parar. El eterno movimiento. La eterna armonía. El perpetuo móvil. Imposible penar. La doncella sonríe porque da su mano al caballero. El niño y el viejo, sus dedos entrelazados, ya no están solos. Nunca el campesino hubiera imaginado ir entre el emperador y el papa, ni el rabino ni el alfaquí al lado del clérigo y del arcediano. No cosas de la vida, sino cosas del sueño de la Muerte.

Contra el horizonte, las figuras que arrastra la Muerte van desdibujándose en saltos grotescos. Al otro lado queda el abismo. Dulcinea y Amadís así lo sueñan. Así lo saben. Al otro lado del abismo, los cuerpos ya no serán cuerpos. Todos flotarán en un placer de olvido. El tránsito será fácil y tan breve que no existirá medida de tiempo que lo señale. Apenas sí faltará un respirar hondo.   —72→   Después de todo, la Muerte es compasiva: pone fin al inútil sufrir.

Cuando sepultaron a su hermano, Dulcinea no tuvo miedo. Sintió alivio por estar viva. Por haber quedado sola. Por ser más libre. Nunca quiso tener lazos Dulcinea. Que nadie la vigilara o le dijera qué hacer. Puso cara triste, porque todos tenían cara triste y porque sabía inventar la tristeza. Por dentro se repetía: es el fin y no lo veré más, algún día me pasara a mí. En consecuencia, no era tan importante la tristeza. Se sentía bien: se cumplían las leyes de la naturaleza. Iban sucediendo las cosas conforme a un orden. Era armónica la muerte. Restituía. Reintegraba. Regresaba. La oscuridad de la tierra y el golpe de las palas sobre el ataúd no podía detenerse. Dulcinea no podía detener el tiempo. Tenía la calma de quien acepta la inutilidad. Lo que no hizo fue llorar. No sabía cómo se llora y es difícil inventar lágrimas. Le sorprendía que otros niños lloraran, ¿con qué derecho? Sólo ella era la hermana. Y entonces sacó una regla: las hermanas no lloran.

Su sensación de libertad fue aumentando. Aumentando y dándole otra sensación, la de elevarse por el aire. De no pesar. De carecer de cuerpo. De haber eliminado lo terrenal. De estar desarrollando un mundo interno exclusivamente suyo, tan cerrado y tan acogedor. En el cual podía seguir hablando con su hermano. En el cual sabía que vivía su hermano. En el cual volvía a ir al bosque a recoger bayas silvestres.

Fue en esa época cuando empezó a conocer la música. Había en el comedor un viejo fonógrafo y oía el coro del Ejército Rojo. Esas melodías rusas casi le provocaban lágrimas, si hubiera sabido cómo derramarlas. Una especie de suspiro hondo que tampoco llegaba a externarse.   —73→   Algo que localizaba en las entrañas. Y deseos de quedarse quieta, muy quieta. Escuchando. Nada más. Eso era la música. Sentir vibrar las cuerdas vocales con los sonidos retumbantes como si provinieran del eco de una catedral. Perderse en un vacío sin pensamientos, sin palabras. Que la melodía logre penetrar físicamente para deslizarse por un mundo interno no localizado. En todo caso acorde con la circulación de la sangre. Un fluir de placer sonoro que invade el cuerpo y lo va removiendo por dentro hasta que ya no se puede más y acaba en un orgasmo de equilibrio cósmico.

Desde ese momento, Dulcinea tuvo, como necesidad fisiológica, que oír música cada día para poder sobrevivir. Comer o beber no importaban. Eso podía dejarse de lado. Oír música era el verdadero alimento.

Más tarde, en México, llegó con toda puntualidad para la temporada de conciertos en el Teatro Metropolitan y cada domingo, hambrientamente, iba a recoger su tajada musical. Salivaba, masticaba, deglutía, asimilaba y distribuía por el torrente sanguíneo su ración de sonidos proteicos. Adquiría energía para la semana y la iba haciendo durar hasta el próximo domingo. Así organizó su subsistencia. Entre libros y música estaba bien alimentada. Un día sus padres la descubrieron arrancando una esquinita de una página y saboreándola. Sabía a prado de Garcilaso.

Otras cosas probó a su regreso de Rusia. Por ejemplo, el agua de colonia. Creyó que era para beberse y solía echarse un trago alguna que otra vez. Los pétalos de las rosas también le atrajeron y siempre que había en el jarrón de la sala arrancaba algunos para el postre.

Dialogaba con su hermano. Su hermano estaba dentro de ella, para no salirse más. Sentía que aquella vez que la había penetrado se había quedado ahí. El disparo del   —74→   francotirador y el entierro fueron accidentales. Ella se lo había tragado. No estaba enterrado. Estaba en ella. Se había antropofagizado y lo había convertido en carne de su carne. Con el tiempo dejó de sentirlo diferente y de marcar su entrada en el diálogo. O lo olvidó o no importaba. El mero juego gramatical había perdido interés. La barrera de las tres personas se había derrumbado.

De los niños de la Casa Internacional su único verdadero amigo fue Leninito. Leninito, nombre no de origen doctrinario, sino derivado de como él se llamaba a sí mismo, significando tal vez el niñito. De Leninito se burlaban los demás. Le robaban su comida, lo golpeaban y lo tiraban al suelo. Razón por la cual Dulcinea, de inmediato, se convirtió en su defensora. Ya podía desfacer entuertos y perseguir malandrines.

Leninito como perrito la seguía a todas partecitas. Hasta que Dulcinea, cuyo terreno de la soledad no podía ser invadido, lo mandaba lejos. Cuando Leninito intentaba hablar nadie le entendía. Cuando intentaba jugar se lo tomaba en serio. Para cantar era desentonado. No pudo aprenderse de memoria las tablas de multiplicar. Sus dibujos eran manchones enigmáticos. Recortaba papel en tiras, pero no podía recortar una figura. Le encantaba cambiar habichuelas de una olla a otra, y de otra a una.

Para Dulcinea era el compañero ideal. No hablaban y simplemente estaban juntos. Dulcinea lo observaba tratando de adivinar qué pensaba. Qué pensarás, Leninito, qué sentirás, qué verás o qué oirás. Qué palabras o qué imágenes unirás en tu divagar interno. ¿Divagarás? ¿O será otro tu desorden? Que no haya palabras, que no haya imágenes. Un modo diferente de expresión. Puedes quedarte horas en un rincón sin hacer nada. ¿Cómo te   —75→   hundirás en tus profundidades? Súbitamente estás en otro mundo. Y nada te hace regresar. No has olvidado tu palpitar fetal. Las aguas del abismo se te enredan en los dedos. El tenue cordón te ata. Tus pulmones permanecen encogidos. El corazón aterra con su rebotar. Ojos ciegos. Pero oído atento. Te mueves o te deslizas con quien te carga. Estás incómodo y te das una vuelta. El cordón estorba. Casi le clavas tus frágiles uñas. Es tenso el cordón y ahí retumba el palpitar. Mundo de redonda armonía. Ni calor ni frío. Ni hambre ni sueño. Flotas en líquidos sin matiz. Absorbes sin esfuerzo. Hermafrodita alquímico. Atanor nunca apagado. ¿Cómo es posible que salieras de ahí? ¿Cómo te atreviste a iniciar el abandono? De la cumbre al abismo. Se llama la caída. Del paraíso a la tierra. Pero no fuiste el ángel anunciador: quedaste invertido en ti. Para no olvidar el origen te envolviste en tu nido. Por eso te ensimismas. Te apartas. Callas. Entornas los ojos y los párpados te pesan. Entre las pestañas las cosas son borrosas. Claroscuras. Cruzas al reino del sueño. Duermes sin sentirlo. Cuando despiertas me pides con tus palabras tambaleantes que te cuente un cuento. Y eso es lo único que sí puedo hablar. A ti sí puedo contarte cuentos. No conoces la lógica y mientras más fantasía más orden en tu pensamiento.

Mis novelas mentales te las he estado dirigiendo a ti, Leninito. Querido Leninito. Tú te quedaste en Rusia. Nadie te reclamó. ¿A dónde habrás ido a parar? Por lo menos yo te guardo.

Hay una vista desde Tacubaya que a Dulcinea no se le olvida y que gusta de traer a su memoria. Junto a la Marquesa Calderón de la Barca compara recuerdos y casi   —76→   al alimón redactan una página. Las casas de campo de Tacubaya son amplias, con jardines antiguos y fuentes de piedra. Cierto toque de abandono, patio no muy cuidado con flores en desorden, habitaciones vacías, muros altos, contribuyen a una sensación de vida no vivida. De artificialidad. De desengaño. De hacer las cosas porque así se han hecho (en el verano hay que ir a la casa de campo de Tacubaya). De molde repetido. Desgastado.

Dulcinea interrumpe su recuerdo de Tacubaya. Ya sabe lo que no soporta: la vida junto a la Marquesa. La cotidianeidad en que se ha convertido. Las cenas. Las comidas. Las visitas. Los bailes. El protocolo. El día del club. El paseo. La reunión. Qué horror. Basta. Dulcinea no lo soporta. El perfecto diario de la Marquesa. Su gramática impecable. Su hastío comedido. Su mundo en orden. Dulcinea grita. Grita en la casa de campo de Tacubaya. Los cristales de las ventanas vibran y los volcanes a lo lejos parecen resquebrajarse. Amadís, ven por mí y llévame. Lejos. Lejos. Lejos de la rutina multitudinaria.

Amadís se lleva a Dulcinea rumbo a tierras de Michoacán. Así lo piensa ella.

Horrible. No puedo seguir con esta historia.

Dulcinea, en el automóvil, mira las agobiantes casas que dan al Periférico. Sus cristales sucios. Algunos rotos. Sin cortinas. O con periódicos pegados. De cualquier forma, el ruido invadiendo. El constante ruido de fondo, casi mar, nunca el silencio. ¿Acaso Dios no manda callar?

¿Y si todo fue un error? ¿Si mi hermano murió en un bombardeo en Madrid? Entonces yo fui sola a Rusia. Mis padres no querían verme. Se deshacían de mí. La ropa ensangrentada de mi hermano fueron ellos quienes la   —77→   cargaron durante el exilio. De España a Francia. De Francia a Cuba. De Cuba a México. No se la envió nadie desde Rusia. Siempre la tuvieron.

El caso es que yo no recuerdo un hermano. Sé algunas cosas porque las contaron ellos: yo no lo recuerdo. He visto su foto en la playa. Un verano en Hyéres: yo no estaba. No sé si fue verdad. Me lo contaron. Cada historia empieza creyendo. Se repite y se cree. Y luego se vuelve verdad. Es verdad.

Pero yo no creo. Voy rehaciendo la historia. La historia no tiene base. Es pura imaginación. ¿Quién murió en Rusia? No fue mi hermano. ¿Sería Leninito? Tampoco. Nadie lo reclamó y fue a dar a un asilo. A un asilo ¿de qué? A un asilo. Si ni siquiera sabes si tuviste un hermano. ¿Y la ropa ensangrentada? Yo la vi. ¿Y tu hermano? No sé. Debo creer. Me aferro a él. Ya no te importa tu hermano. Creíste que te importaba. Nunca te importó. Fue una historia que te hubiera gustado contar. Una historia antigua. Una historia de la que no hay testigos.

Fuiste tranquila. Comedida. Muy prudente. No arriesgabas una opinión discrepante. Con todos quedabas bien. Eso crees. El volcán estallaba por dento. Algún día haría erupción. Tus respuestas internas eran contrarias. Eran siempre opuestas. Nunca coincidiste con nadie. Pero no podías hablar.

Yo sé que el caos es la gran materia de Dios. Su materia preferida. Nada tendría sentido sin el caos. Es el principio y la esperanza. Gracias que hay caos. Que la madeja está enmarañada. Que el desorden existe. Que la eternidad se comprueba. Ni comienzo ni fin. Que el caos está en mí. Mar interno. Oleadas de imágenes que se me trasponen. No sé por dónde empezar.

No importa el principio. Tomar entre el índice y el pulgar, suavemente, cualquier cabo que apunte. Con la misma   —78→   arbitrariedad que lo hizo Dios. Deshacer entonces ese orden establecido: ¿por qué creer en el génesis y en la gran cadena del ser? ¿Por qué Darwin vendría a apoyar la gradación? Ni cronologías. Ni genealogías.

Es fácil decirlo. Tú partes del orden y luego lo niegas. Si no lo conocieras no lo negarías.

Te equivocas. Te equivocas. Sin el caos no me movería. Es movimiento puro lo que indica, sin indicar nada. Es fuente de vida. De desequilibrio. De móvil único. Conduce a actuar. A ser.

Pero, cómo sé que soy. Que vivo. No lo sé. No puedo saberlo. Me clavo las uñas en las palmas de las manos y si me siento sé que estoy viva. ¿Es el único modo de saberlo? Sí, creo que sí. Porque yo no me reconozco a mí. Antes, cuando hablaba me preguntaba, ¿quién es esa que habla? No era mi voz y no entendía cómo iban saliendo frases hiladas. ¿Hiladas? Si veo un reflejo en el espejo, pienso: quién es ella. Las personas tampoco son reconocibles. Son seres extraños. Gesticulan. Emiten sonidos. Mueven los ojos, las cejas, los labios. A veces enseñan los dientes y la lengua. Con frecuencia hay un huequito entre los dos incisivos superiores. No puedo dejar de mirarlo. Como si fuera una falla. Un error. ¿Qué quiere decir un huequito ahí? No lo sé. A veces el espacio entre el labio superior y la nariz es muy grande o muy pequeño. ¿Por qué? No lo sé. La frente puede ser amplia o estrecha. ¿Por qué? No me importan las explicaciones genéticas. El misterio no te lo aclaran. ¿Qué sentido tiene? No, no, no lo sé. Dan miedo las caras. Ésa es la verdad. Son tan extrañas y diferentes. No puedo verlas. Se me alejan y se empequeñecen. Hacia el fondo de un telescopio se escapan. O se caen en lo profundo de un vaso de agua, como si fuera un pozo. Empiezan a borrarse entre círculos concéntricos. Miran severamente. Dan miedo. No me gustan. Prefiero la cara de un animal. Son rostros   —79→   bellos, bien proporcionados, de mirada limpia y directa. Es indudable que no dan miedo. Tal vez un rinoceronte no sea bello, pero es una excepción. Y puede convertirse en un unicornio.

Así que es difícil saber quién soy, y sobre todo cuando no conozco a los demás. Los demás empiezan allá, muy lejos, por Polonia.

Están tan lejos y son tan aburridos y repetitivos e inexpresivos. Los mismos que siempre veo por las calles, por los autobuses, por los lugares. Si pudiera sacudirlos, despabilarlos, abofetearlos. Escupirles las mejillas. En una palabra, hacerles sentir que están vivos. Que se reconocieran felices a fuerza de horror y de escándalo. Sacudir la inercia. El profundo hastío heredado. La enajenante cordura. Los malos buenos modales. Pero, Dulcinea, cómo te atreves. ¿Crees en la cordura y en los buenos modales? ¿Qué Dulcinea eres, la de ayer o la de hoy? Porque hoy no se cree en nada. Quince mil niños judíos asesinados por los soldados alemanes en el campo de concentración de Theresienstadt. Cordura y buenos modales. Pareces del siglo XVIII, querida Dulcinea.


Daban olor sobeio las flores bien olientes,
refrescaban en omne las caras e las mientes,
manaban cada canto fuentes claras corrientes,
en verano bien frías, en ivierno calientes.



Dulcinea y Amadís conocen parajes como los descritos por Gonzalo de Berceo. Viven en ellos. Continúan su peregrinaje porque hasta que no lleguen al verdadero lugar y sepan que es el verdadero lugar, no podrán parar. Es como si una maldición pusiera en movimiento incesante sus pies. Sus cuerpos fatigados y sin poder detenerse. Apenas un breve descanso bajo los árboles o en   —80→   los pajares. Condenados al destierro no conocen el reposo. Si algún castellano piadoso los acoge en su castillo, no pasan del fogón de la cocina y sentados en los bancos de madera llenan dos veces la escudilla con el caldo del puchero. Comen buenos trozos de la hogaza aún caliente y beben vino rojo. Su única certeza es seguir por los caminos, pensando en encontrar lo que deben encontrar. Como si esperaran una estrella que una noche señalaría el lugar.

¿Es el lugar de la contrición o es el lugar del sacrificio el que buscan? Son fuerzas ocultas aunque sabias las que los guían. Un ineludible imán que los atrae.

Llegan, una noche de otoño ya entrando en invierno, con las capas ajustadas porque el frío se cuela indiferente, a las puertas de un monasterio anunciado desde lejos por el tañido de la campana y una luz titilante en el torreón. Llegan y suenan la aldaba y son abiertos y bien recibidos. Saben que ahí se ha refugiado hace años un poeta de verso tetrástrofo monorrimo. Quizás él sepa decirles a dónde van ellos. Piden ser conducidos a su celda. Lo que encuentran es un despojo de cuerpo. En el lecho y bajo la sábana el anciano poeta carece de forma. Es una sombra quebrándose en partes. Es una piel estirada sobre el hueso. Agudas esquirlas rompiendo la tela. Engranajes desajustados. Articulaciones dislocadas. Vida detenida. Sin palabra pensante. Involuntaria. En restos no comunicantes. Cada órgano separado: ya no armónico. Mano que no obedece y tiembla el sustento hacia la boca. Lengua sin diente ni músculo en qué apoyarse: remedo del habla. Pupila que tal vez enfoque alguna vaguedad de la imaginación. ¿Tendrá un recuerdo, una imagen, un pensamiento? ¿Sentirá paz o guerra? ¿Se cuelga de la vida o de la muerte?

Dulcinea no soporta el olor agrio. El olor viejo. De cabellos sudorosos y desordenados. De lagrimales purulentos.   —81→   De arrugas y pliegues apergaminados. De huesos astillantes. De orina y heces resecas. De sexo informe. Dulcinea no soporta la vista. El pálido verdor de la muerte. La descomposición invadiendo. Precipitado reflejo de la nada. Deseo que no vale la pena.

Han llegado tarde. El anciano no hablará para Dulcinea ni Amadís. Ha sobrepasado el estado de melancolía descrito por los antiguos. Es un lamentable despojo humano, cárcel de cuerpo cuya alma escapó entre sus poemas. Nada le queda. Qué espera, pues. El último estertor. El desacompasado grito agónico. El presagio ocurre y la campana lo epiloga. En un desesperado ademán senil estira un brazo cuyos extremosos dedos prensiles y engarrotados quisieran aferrarse a algo vivo y cálido de este mundo, y atrapan el brazo de Amadís. El anciano, con la fuerza de la muerte, atrae y atrae a Amadís para llevárselo consigo. Cuando sus ojos se vidrian y la garra se debilita, el sonido ronco de la garganta ha desbordado la muerte libertadora. Entonces es la paz.

Luego es el entierro. ¿Qué es un entierro? Es dejar ahí dentro una persona. Que ya no pueda salir. Que no se preocupe más. Que se olvide. O es tenerla presente en una nueva manera, que te acompañe siempre aun cuando aborrezcas su compañía. Que se te aparezca en sueños o que oigas su voz indeseadamente. Es tu sentimiento de culpa por haber sobrevivido. No, qué va, es mi liberación, esa persona ya no cuenta, un ser menos, alguien que ya no me molesta, ni me pide, ni me impide. Una boca menos. En cambio, yo me afirmo, tengo más suerte, me he salvado (salvado para qué), me rodea más espacio. Soy la heredera. Puede que heredes algo, material o espiritual, o que sólo se acreciente tu rencor, doblemente sola, que nada fue tu herencia.

  —82→  

Los huesos son la herencia de la tierra. Ellos solitos se quedan ahí. Para qué. En dónde poner los huesos. Qué hacer con ellos. Cómo estorban y abultan. De vivos no se doblan, de muertos quitan lugar. Cuánto mejor quemarlos, reducirlos a ceniza. Polvo eres.

Siguen sin aprender Dulcinea ni Amadís. Por los caminos sólo desolación. No descifran el mensaje. Ni siquiera se les aparece. ¿Y si no lo vieran?

Esta noche fue rara. Tan rara. Ahora lo recuerda Dulcinea. Al rodar siempre igual de las llantas del automóvil. Despertó en la madrugada para no poder dormir más. Una respiración jadeante cercaba su cama. Una forma trataba de avanzar sobre las sábanas. Un peso la impedía moverse. Algo bullía. Algo cálido y denso. Algo que iba abarcando espacio y más espacio como un líquido caliente derramado. Una forma espesa que iba acomodándose tranquilamente. Un jadear ni siquiera amenazante. Sí, así era. Así fue como lo sentí. Un inexorable avanzar lentamente. La certeza de la inmovilidad. Yo no me levantaría. Yo no gritaría. Yo me dejaría invadir. Aplastar. Hundir. Retacar. Como tabaco en pipa. Nada de angustias, Dulcinea, simple sensación diferente. No te preocupes, Dulcinea, tampoco fueron ecos freudianos los que te cercaban. Simple imaginación desatada. Naciste para escritora, Dulcinea. Todo te lo inventas.

¿Recuerdas otra pesadilla? Ésa te ocurría en la Casa Internacional. La primera vez fue cuando tuviste esa fiebre tan alta que nunca supieron a qué se debió. Una hilera enajenante de rocas y más rocas deformemente unidas entre sí. De color negro espeso, achocolatado, con estrías oscurizadas y vetas verdeantes alfilereteando. Deformidad   —83→   en movimiento. Rocas rostros convulsionados. Oquedades y tumores. Ojos estallantes y pómulos arrancados. Narices reventadas. Labios desollados. Grosor de poros granulientos. Movimiento inventivo. Retorcidas y lentísimas casi ondulaciones, sobreponiéndose unas a otras. Como rostro sobre rostro, original y negativo sin empalmar. Copias deslizadas. Incoincidentes. Incongruentes.

Después de esa primera vez, una y una y una vez más. Repetida y diferente. Temible. Incrustante. Mi pesadilla favorita. Sin ella no me sentía bien.

Había otra pesadilla que me inventé. No era mía. Pero corresponde a esa mi nostalgia de otras épocas. Es más, podría ser una escena para una de mis novelas, para la de Dulcinea y la Marquesa. Me soñaba vestida de seda negra hasta los pies. Con cuello alto de encaje blanco y encaje blanco en los puños también. Yo bajaba una escalera. Ancha. De barandal labrado y lustroso. Despaciosamente la bajaba. Erguida. Como princesa. Como debe ser. La luz iluminándome por la espalda. De unos altísimos ventanales. Y yo bajando y conociendo que la puerta era el acecho. Los últimos escalones más sosegadamente. Por si pudiera detenerse el espacio. Cortar el tiempo. Acuchillar lo imperturbable. No. La puerta no escapa. De doble faz: ofrece y sella. Las bisagras son de oro y bien aceitadas. Las hojas de madera atenúan un respirar entrerroto. Hay alguien detrás. Alguien que aguarda. Un mensajero de inevitable voz. Ya no soy yo. Es Dulcinea. Dulcinea lo sabe. Ciertamente. Paso a paso va acercándose a la puerta. Tendrá que abrirla. Hay momentos que ya no esperan más.

El mensajero entrega una misiva. Su rostro es niño y triste. Él sabe. Dulcinea todavía no. Quedará con la carta en la mano. Mirando las altas hileras de abedules de corteza blanca estremecida. El parque interminable casi   —84→   bosque. Una brisa fría de medio otoño. Unas hojas que apenas balbucean por el suelo. Un galopar inaudible. Una frontera palpitante. Ha ocurrido lo que se teme: la palabra quebrada.

Ése es el sueño de Dulcinea. O puede ser una película. Sí. Una película sobre un cuento de Chejov. Una película rusa. O una película inglesa (con James Mason, Simone Signoret, Vanessa Redgrave, David Warner) filmada en un bosque escandinavo. Total. Las mismas cosas raras que pasan en una película pasan en un sueño. La realidad es desvirtuable. Somos transgresores.

Se acerca el fin del mundo. La dueña de la pastelería Bremen así me lo ha dicho. El milenio. Debemos portarnos bien. Ser comedidos. Ser prudentes. Nos conviene. Pero qué va. Bombas por aquí. Bombas por allá. Cuerpos que vuelan estallados. Cerebros sanguinolentos. Vísceras incrustadas en el cristal. Pedazos de piernas. Dedos cercenados. Cabelleras arrancadas. Con cuidado, no pises las uñas del suelo. Que te resbalas en ese intestino pegajoso. Que por poco revientas la vejiga tersa. Recoge, recoge con cuidado los desperdicios. Luego vendrán a reclamarlos. Ordenados y perfectamente etiquetados en sus bolsitas de plástico. Cada familia elegirá asépticamente lo que le corresponde. El reparto será equitativo. No reconocerás el hígado ni la vesícula de tu pariente, pero sí un trocito de su vestido o la agujeta del zapato. Te conformarás. Porque siempre te has conformado. Así que sigue conformándote.

El fin del mundo se anuncia por las paredes. Cada mañana aparecen los escritos. Misteriosamente y con alquitrán alguien (Dios), sin ser visto, dicta a una mano fórmulas   —85→   de destrucción. En todas las paredes se pide muerte y exterminio. Ni por casualidad una aurora boreal o las cataratas del Niágara.

Se organizan marchas. Como en la época de las cruzadas se va tocando de puerta en puerta y alguien arenga a las multitudes. Los marchantes piden cualquier cosa y gritan más. Hay marchas especializadas de niños, de mujeres, de hombres, de homosexuales, de prostitutas. Cada una tiene su santa cruzada. Hasta las de los marxistas son cruzadas. Y todas anuncian el fin de una era. ¿Una era? Nuestra era. Con razón la humanidad está aterrorizada.

Para mí ya no hay fin de mundo. Mi mundo se destruyó el día que me pusieron en el barco. ¿Te has dado cuenta, Dulcinea, de lo que fue estar en medio del mar en una vacilante embarcación? ¿Recuerdas lo que hiciste el primer día, cuando ya no se veían las líneas costeras? Arrojé mi muñeca (la única que habría de tener) por la borda. Lo hice porque mi madre me había dicho que la cuidara mucho. Lógico: la tiré. Con lo cual me sentí muy a gusto. Nunca me ha interesado atarme a nada. Las muertes sucesivas, de los demás, de mi hermano, me han ido proporcionando una alegre libertad. Siempre envidié a Robinson Crusoe mientras estuvo sin compañía. Por eso aspiro a Dios, tan orondo en su redondez, tan circular en su soledad. Pero he aquí el problema: Dios no sabía lo que hacía. Saber, saber, no lo sabía. Intuía la soledad y se rodeó de mundos. Poseía los elementos de la creación y a eso se dedicó. Los combinó. Y he aquí el resultado. Sin embargo, dentro del caos puso cierto orden: la mortalidad del hombre y la destrucción del universo. También le dio juguetes al hombre: su propia mente. Ah, y el ácido desoxirribonucleico y el código genético: perfectas estructuras biológicas: ¿perfectas? Bueno, todavía siguen investigando los científicos.

  —86→  

Luego venía la historia de los cuatro caballos. Dulcinea conocía los cuatro caballos desde Rusia. Los había visto en el campo:

Y miré, y he aquí un caballo blanco: y el que estaba sentado encima de él, tenía un arco; y le fue dada una corona, y salió victorioso, para que también venciese.

Y cuando él abrió el segundo sello, oí al segundo animal, que decía: Ven y ve.

Y salió otro caballo bermejo: y al que estaba sentado sobre él, fue dado poder quitar la paz de la tierra, y que se maten unos a otros: y fuele dada una grande espada.

Y cuando él abrió el tercer sello, oí al tercer animal que decía: Ven y ve. Y miré, y he aquí un caballo negro: y el que estaba sentado encima de él, tenía un peso en su mano.

Y oí una voz en medio de los cuatro animales, que decía: Dos libras de trigo por un denario, y seis libras de cebada por un denario: y no hagas daño al vino ni al aceite.

Y cuando él abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto animal, que decía: Ven y ve.

Y miré, y he aquí un caballo amarillo: y el que estaba sentado sobre él tenía por nombre Muerte; y el infierno le seguía: y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las bestias de la tierra.



Los cuatro poderosos caballos: el blanco, el bermejo, el negro y el amarillo. Dulcinea los había montado a escondidas. Nadie se lo había prohibido, pero sabía que se lo prohibirían. Eso había sido cuando aún vivía su hermano. Ella montaba en el blanco y él en el negro. O ella en el bermejo y él en el amarillo. Se internaban en el bosque y galopaban sintiendo las ramas golpear en sus espaldas.   —87→   La velocidad fragmentando el miedo y el aire desbordando la respiración. La memoria olvidada. Olvidada del pasado y de las cosas. Mucho menos previendo el futuro. Galopar en el vértigo del instante con los cascos del caballo apenas pisando la línea divisoria. Volar más que nunca. El sudor de los flancos del caballo en los muslos de Dulcinea. La crin flotante. La cabellera también. Ya sin apoyo. Jinete y cabalgadura: una: como ser mítico. No se esfuerza el caballo: quien se eleva es Dulcinea. Si llueve, la misma agua resbalando de Dulcinea al caballo. Empapados. La piel más tensa y el hueso agudo. Si los místicos hubieran cabalgado en caballos desbocados más pronto hubieran sellado las vías del alma. La libertad hecha espuma y roto el sonido del tímpano. Las imágenes inasibles y el tacto doliente.

Dulcinea conoce muy bien los cuatro caballos del bosque. Ellos la esperan.