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ArribaAbajo Sello sexto

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Ya has logrado, Dulcinea, no hablar. Ahora te falta no oír. Vas en camino. Te cuesta trabajo entender lo que los demás dicen. La mayor parte de las veces sólo oyes una palabra, adivinas el resto y sacas tus conclusiones. No importa si coincide o no con lo que el otro quería decirte. Después de todo, el otro sólo estaba tratando de aproximarse con balbuceos a la fuerza que le emergía de dentro. Él no sabe claramente lo que quiere decirte y lucha por emitir sílabas. Con frecuencia te ruega que le adivines, que le completes la palabra o, mejor aún, el pensamiento. Tú sueles hacerlo en silencio, y esto le da la razón al otro. Inclusive si tu distracción te hubiera llevado por otro derrotero y estuvieras pensando en tus propias ideas, tampoco el otro se daría cuenta. Te basta con asentir moviendo la cabeza y todos contentos.

A veces, te da un vuelco el corazón. Qué es lo que están diciendo los demás. No estabas oyendo ni una palabra. Nada entiendes. Tal vez no deberías asentir, sino negar. Cómo saberlo. Y aunque te esfuerces, ya has perdido el interés. Sigues viendo a los ojos de la persona, pero tu mente está en otras regiones y en otras alturas. Has logrado no escuchar. Si en algún momento creíste que vivías en una prisión, has logrado evadirte. Vuelas, sin que nadie pueda alcanzarte. Sigues mirando a los ojos del otro sin que nada esté pasando, sin que la corriente visual de simpatía esté rodando. Es una imagen fija que nadie advierte. Es ver sin ver. Es tener los ojos abiertos para no contemplar. Es negar la reciprocidad. Negar el espejo también y el agua clara, el vidrio pulido y el reflejo en el metal frío. Es ser tú, exclusivamente, habiendo cortado con el mundo.

Habiendo cortado con el mundo, volver a empezar. ¿Quién te encantó, Dulcinea? ¿Quién te inmovilizó   —144→   como estatua de marfil? Las otras niñas con las que jugabas a los encantados, ¿te acuerdas? Una de ellas tiraba del brazo de las demás y deberían quedar en posición estática. Así te quedaste, Dulcinea, y el mago olvidó la fórmula del desencantamiento. ¿Te acuerdas lo que sufrió don Quijote cuando supo que Dulcinea estaba encantada? No hubo modo de sacarle de su tristeza y poco a poco se fue entregando a la melancolía. Para un día acostarse en el lecho y de una vez morir.

Tus ojos no recogen la mirada de otros ojos. Tus ojos sólo se detienen en los paisajes y en los objetos. Tampoco puedes sostener la mirada de los animales. Quieren preguntarte algo y tú no lo entiendes. Piensas en otra cosa, en otro quehacer.

No estás aquí, Dulcinea. ¿Dónde estás?

En mi casa. En mi propia casa.

Muy dentro de mi casa.

Una preciosa casa de paredes blancas.

Con mucha luz.

Cómodos sillones.

Jardines interiores.

Huertos cerrados.

Ventanas a las nubes.

Ramas de árbol antes del cielo.

Vivo en mí.

Dulcinea lo sabe. Que sus padres nunca le perdonarán haber sido la sobreviviente. Que su hermano quedara enterrado allá en Rusia. Pero, ¿acaso era ella guarda de su hermano? Él era el primogénito, el de las primicias agradables a Dios, el heredero, el portador de la semilla. La promesa. Ella, segundona, mero receptáculo. Ojalá se hubiera muerto también en Rusia, les oyó decir a ellos una noche. Mejor no tener ningún hijo. Ellos la   —145→   odiaban. Ellos la encerrarían. Harían lo imposible para que su vida fuera un infierno. Es tan fácil destruir a un pequeño ser humano. Simplemente por medio de las palabras que van horadando el duro cráneo para hollar el blando encéfalo. Operación aséptica, sin cicatrices ni coágulos. Aquí nadie se desangra. Si Dulcinea quisiera podría destruir la imagen de su hermano. Con decir que huyó y que lo mataron por la espalda. Como en realidad fue, pero que sus padres no lo saben. O como en realidad no fue y que tampoco sus padres lo saben. Ella podría crearles la duda. Ella podría echar a rodar la palabra. Ella no habla. Por eso.

Ella escribe. En su interior. Retorna la historia de Blizmaná, la princesa sin tiempo. Blizmaná, la blonda princesa que cuenta historias para Dulcinea y Amadís. Que dice que sabe la historia de Dulcinea y Amadís. La historia en todos sus tiempos. No sólo sus tiempos gramaticales, sino sus tiempos musicales. Al compás de la flauta, del laúd o del rabel. Más lentos o más rápidos. Tiempos de danza también. De carola. De tarantela. De bajadanza. De ronda. De saltadanza. De gallarda. De pavana.

Entonces la música empieza a sonar. Chirimías. Arpa. Viola da gamba. Tambor. Voces del coro. Y luego las danzas. De cuatro esquinas salen los danzantes. Vienen en procesión y haciendo reverencias. Al primer golpe doblan las rodillas y deslizan el pie derecho. Al segundo golpe extienden la pierna izquierda enfrente de la derecha. Luego alternan los movimientos. Un semicírculo para cambiar de lugares: el caballero y la dama. Manos enlazadas en lo alto. Reverencia. Y vuelta a empezar.

Como en el canto del trovador, una pareja sale a bailar: el caballero es el halcón, la dama la golondrina. Él ataca, ella esquiva. Apenas se rozan cuando rápido se separan. Él la toma con ardor y ella escapa de sus brazos.   —146→   Y nadie que los viera dejaría de pensar que son ambos hechos para el amor, para la danza, para el aire y la tierra.

Dulcinea y Amadís olvidan su condena y su penar. Ven y escuchan. Se deleitan y deslizan en otro mundo. Después son conducidos hacia el gran comedor, donde un banquete de exquisitos manjares y delicadas golosinas no agota la imaginación del gusto y de las papilas. Platillo tras platillo. Bebidas. Postres. Licores. Manteles de encaje. Servilletas de lino. Cristales tallados. Vajilla de plata. Cubiertos repujados. Placer y goce de los sentidos. Felicidad tránsfuga. El instante captado.

La cámara que han preparado para Dulcinea y Amadís es la cámara nupcial. Dosel de caoba y cortinaje de fina gasa. Blancas sábanas de holanda. Espesa colcha de plumas de ave alba. Pasamanería de seda. Terciopelo grana. Raso. Muselina. Damasco. La jofaina y el agua de rosas. En la cama los brazos que deshojan, las piernas que entrelazan. Los labios cercados, las lenguas montadas. Por el sexo los cuerpos verdaderamente unidos, sin espacio de escape, sin resquicio en blanco, crisol que derrama. Suave olor de semen en manzana, de semen en membrillo. Vibración y ritmo. Compás del mundo. Brújula. Imán.

Al amanecer, despertar. El amor que renace al primer rayo de sol. Como la danza, vuelta a empezar. Los movimientos conocidos. Los movimientos nuevos. Los improvisados. Los lentos y los rápidos. El abrazo envolvente. ¿Canto de jilguero o de ruiseñor?

Pero no puedo seguir pensando en esa historia. Me preocupa la mía. ¿Por qué no puedo entender ni resolver la   —147→   mía? Mi único pensamiento es hacia mi historia. Sin que avance en ella ni desenrede confusiones. Nada más dedicada a este quehacer y deshaciéndome en él. Por fin, ¿mis padres son mis padres o no? Yo quisiera que no lo fueran. Así el nacimiento prodigioso me colmaría. La marca especial me acompañaría. Pero los tengo a mi lado, pegados. Hasta podrían ser estas personas que viajan conmigo por el Periférico. Pero si yo lo decido, no lo son. No quiero que sean. No lo son, vaya.

Veo a estas personas que están a mi lado y no las reconozco. Me son tan ajenas como si las viera por el lente de un telescopio invertido: lejísimos y pequeñísimos. Pero haciendo unos gestos que dan miedo. Qué feas caras, ojos desorbitados, extrañas narices. No pueden ser mis padres. Dan miedo, mucho miedo. Sobre todo ella, la que podría ser la madre: con un espeso maquillaje, colorete, labios rojísimos, sombras de varios colores en los párpados. Y lo peor: cejas previamente depiladas y luego pintadas. ¿Cómo será su cara limpia? ¿Cómo se ve una cara sin cejas? Anormal. Muy anormal. Qué intocable máscara de colores y pastas gruesas. Yo no la recuerdo. No creo que sea mi madre. Sólo veo colores y cremas. En la guerra no se pintaba. No es ella.

Y él. ¿Quién es él? Sentado y callado. Callado. Cara que no expresa nada. ¿Dónde perdió su vida? Qué tristes y desmayadas las manos sobre sus muslos. Las manchas de tierra cuántas, casi unidas. Sus deslucidas comisuras. La boca entreabierta, con un hilillo de saliva escurriendo, a veces. Los ojos opacos, con un puntito de pus seco en los lagrimales.

Qué dos seres extraños y lamentables. ¿Serán ellos? Los que tanto la habían hecho sufrir. Ahora, casi lloraría por ellos. Pero la barrera ya no podía traspasarse. Aunque Dulcinea guardara aún alguna fibra emotiva no sería tocada. Su afán de endurecimiento era mayor. Sin   —148→   palabras no hay qué decir. Ahora, cuando le tocaba a ella cuidarlos ya era tarde y no podría hacer nada. A veces pensaba, debo enternecerme, pero era un pensamiento nada más. No soportaba la idea de rozar su piel con la de ellos. Evitaba el contacto cuidadosamente. Nunca podría darles un beso. Ni la mano. Ni ayudarles. Ni que ellos la ayudaran. Los dos se habían vuelto una sola sensación de repugnancia.

¿Será eso prueba de que no son mis padres? ¿Qué quiere decir, carne de mi carne? Yo no me siento carne de nadie. Es más, me desagrada la palabra carne. Por eso, tampoco la como. Destructores dientes y muelas los nuestros, hechos para desgarrar y triturar la carne. Prefiero los vegetales. Los vegetales no tienen sangre. No se puede decir, sangre de mi sangre. Son limpios. Puros. Transparentes. Tienen jugo. Me siento más cercana a un vegetal. Tal vez por eso tampoco debería comerlos. Los dientes verdaderamente dan pavor. ¿Preferiría beber solamente? Si, creo que sí.

Cronos devorando a sus hijos. Ése fue el dibujo de Goya que me reveló la verdad. Me habían arrancado lo de dentro. Me quitaron el habla, el alma, el espíritu. Me desollaron. Me quedé vacía y con un eco resonando en mi interior. Un tambor nunca acallado, como el de Calanda. Los disparos en la sierra y el ruido de los carromatos sobre los pontones del Ebro. La campiña arrasada.

Ellos arrasaron con todo. Sembraron sal en los campos. Y eran sus campos. Quitaron piedra bajo piedra. Y eran sus muros. Envenenaron los pozos. Y era su agua. Estallaron las rocas. Y era su tierra. Así fui quedando yo.

Todo el daño me lo hicieron en mí. La guerra fue en mí. La destrucción fue en mí. Las granadas, las bombas y Guernica fueron en mí. Las casas destruidas, los cuerpos sin vida, fueron en mí. El padre que caminó kilómetros   —149→   con el cadáver de su hijo en brazos y que atravesó la frontera y que el perro lo seguía, fue en mí. Las mujeres de negro fueron en mí. La muchacha ametrallada en la carretera y su bicicleta tirada a un lado, fue en mí. El pobre viejo queriendo correr fue en mí. Los muebles desbaratados fueron en mí. El caballo mutilado fue en mí. El hambre y las coles podridas fueron en mí.

Luego quieren que sonría, que baile y que haga reverencias. Como si fuera la osa del gitano rumano de la colonia Condesa. Torpemente amaestrada. A garrotazos.

A veces pienso: es mentira. Todo caminó sobre ruedas. Ruedas bien aceitadas. Jugué. Canté. Me reí. Mentira también. Nada marchó bien. Sólo los sueños fueron perfectos. Cuando te metías debajo de la mesa del comedor y te ibas de guerrillera contra Franco. Cuando un palo de escoba cortado era tu fusil. Cuando un pañuelo rojo te servía de cabestrillo para tu brazo herido. Sí. Ésos fueron los mejores momentos. A solas. Jugando conmigo. La mente, que es de Dios, siempre me acompañó. La razón, que es del hombre, nunca me rigió. La imaginación, que es del Demonio, siempre me acompañó.

Me siento estallar. Algo en mí va a estallar. Es la cabeza. La cabeza que me duele tanto. Que se me ha llenado tanto y no sé qué hacer con ella. ¿Se puede sacudir y vaciar una cabeza? ¿Limpiarla, acomodarla y hacer lugar? ¿Pulirla, relucirla y volver a empezar?

Traspasar el cráneo. Abrir una ventanita. Asomarme al otro lado de los huesos. Contemplar las imágenes en movimiento. Haber reunido todas las películas y fotografías del mundo. Todas. Estoy diciendo todas. Absolutamente todas. ¿Puedes imaginarlo? Echar a andar las máquinas y que todos los rollos se movieran conjuntamente.   —150→   Esto es lo que encontrarías si te asomaras por una ventanita, al otro lado del cráneo.

En el corazón también tengo una inquietud. Un dolor. Una pesantez. Ahí es todo negro. Un abismo negro del cual no puedo ver el fin. Es la oscuridad y los desperezamientos fetales. La emotividad primera, en embrión o en descomposición. Pero el corazón no enloquece y no me preocupa tanto. No es cálido ni es acogedor. Tal vez haya un hueso en su lugar. No es ningún centro. Es pamplinas. Si lo tuvieras en la mano, se te resbalaría como un pez.

Ésos son mis dos órganos verdaderos. Los demás han sido inventados por la biología y el microscopio. No existen.

¿Y el alma? De lo que no se sabe, mejor no hablar. Como Wittgenstein.

Pues bien, mi querida Dulcinea, ¿por dónde íbamos? Pues en esos oscuros rincones de mis orígenes. Que permanecerán impenetrables. Así es. Sólo te queda forzar y esforzar tu memoria. Sacar algún otro recuerdo a la luz.

Pero te agotas, tus recuerdos se oxidan. No se deslizan como solían deslizarse. Te duele la cabeza. ¿Cuándo estallará? Sí, que estalle pronto. Por favor.

¿Por dónde vamos? ¿A qué altura del Periférico estamos? ¿Habremos vuelto a empezar? No sé. Me dejo llevar. Los demás están tranquilos. Saben a dónde vamos. En realidad, es cómodo que te lleven y te traigan por el Periférico.   —151→   No es el paseo ideal. Pero algo es algo. ¿Estabas encerrada antes de ir por el Periférico? No lo sé. ¿Encerrada en dónde? ¿En una casa? ¿En una habitación? No, qué va. Encerrada en ti. ¿En mí? ¿Cómo voy a estar encerrada en mí? En mí estoy liberada. No hay mayor libertad que yo. Mi interior es el mundo más grande del mundo. (Como lo es el tuyo, si quisieras). La absoluta libertad sólo existe dentro. Dentro de mí. (De ti, si quisieras). ¿No te das cuenta que el silencio es la armonía cósmica? Que ya no usar las palabras es la unión con Dios. Los místicos se equivocaron: hablaron demasiado. Sólo los cabalistas tuvieron razón: lo inefable es impronunciable.

Así que vuelves a decirme que vivo encerrada. Vivo en libertad.

¿Llueve de nuevo? Creo que sí. Ese ruido de las gotas de agua sobre el cristal de la ventana es lo que me mantiene viva. Mejor dicho, sé que estoy viva por ese ruido de las gotas de agua sobre el cristal de la ventana. Luego verlas. Ver cómo van resbalando y haciendo caminos de arriba abajo. Poner el dedo de este lado del cristal y sentir el frío. Pero sólo en el dedo, porque el resto del cuerpo está caliente dentro del calor del automóvil. El automóvil es una concha. Es lo más parecido al interior de un caracol. Es una casa andante.

Y bien, llueve. Dentro del automóvil no importa. Fuera tampoco. De todos modos es inevitable. ¿Qué haces ante lo inevitable? Inevitarte. Ni la lluvia para, ni el automóvil para. El Periférico sigue. Inevitablemente.

Son unas cuantas gotas. Se oye un trueno. Muy lejos. El día sigue gris. Pero la lluvia no progresa. Debería caer a chorros. Para lavar el asfalto. Para lavar los automóviles. Para lavar los muros. Para lavar a los hombres. Mojarlos. Impregnarlos. Empaparlos. ¿Purificarlos?

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Le falta decisión a la lluvia. ¿Por qué no se convierte en diluvio? Ya debe haber otro. Ya es hora. Ya estamos aburridos. No nos vendría mal un borrón y cuenta nueva.

¿Se te había olvidado el Apocalipsis? No, no. Eso siempre está presente. Veamos.

Y daré a mis dos testigos, y ellos profetizarán por mil doscientos y sesenta días, vestidos de sacos.

Éstas son las dos olivas, y los dos candeleros que están delante del Dios de la tierra.

Y si alguno les quisiere dañar, sale fuego de la boca de ellos, y devora a sus enemigos: y si alguno les quisiere hacer daño, es necesario que él sea así muerto.

Éstos tienen potestad de cerrar el cielo, que no llueva en los días de su profecía, y tienen poder sobre las aguas para convertirlas en sangre, y para herir la tierra con toda plaga cuantas veces quisieren.

Y cuando ellos hubieren acabado su testimonio, la bestia que sube del abismo hará guerra contra ellos, y los vencerá, y los matará.



La verdad es que desde niña habías dejado de creer en Dios. Desde el día que te preguntaste si era Dios o si era Dioz. Y que al resolver un problema ortográfico, implicaste uno teológico. Pero como buena descreída aún hoy lo buscas, para confirmar que no existe. Y lo sigues buscando. Y no lo encuentras. Y lo sigues buscando. En cambio, los que creen, no lo buscan. Claro. Dios está presente en los ateos que son quienes verdaderamente lo temen. ¿No te parece que los místicos tenían sus dudas? Indudablemente.

Por eso te gusta tanto el Libro del Apocalipsis, tan vengativo y cruel. Tan atormentado y desesperado. Tan fantástico y descabellado. Tan desproporcionado que ni a las metáforas se apega. Que ni siquiera los símbolos son   —153→   consistentes. Mucho menos los mitos. Y que desafuera la gramática. Es el lenguaje de un loco de atar. Es la catástrofe de las palabras. La semiótica vuelta del revés. Cómo me carcajeo. Por eso me gusta.

Dulcinea, con quién hablas. Conmitigo. ¿Con Dios? ¿Piensa Dios? ¿Luego existe?

Pero, en realidad, eso ya no te importa.

No, prefiero volver a mis historias. ¿Con cuál seguiré ahora? Qué bien que todavía puedo escoger. Puedo escoger la historia que quiero. ¿Seré acaso libre? Tampoco me importa ya. Yo me siento libre por dentro. (Encerrada por fuera).

Bueno, mi querida Dulcinea, adelante. Sí, sí. Mi historia. Le toca a Dulcinea, cuando sale de las grutas de Cacahuamilpa, ella arrebolada y la Marquesa Calderón de la Barca, pálida y envejecida.

Ésa es la diferencia. Dulcinea ha visto la vida en las cuevas. La Marquesa, la muerte. Dulcinea ha volado. La Marquesa se ha hundido. Dulcinea ha inhalado nuevo aire. La Marquesa, enrarecido.

Dulcinea siente que sus pies se elevan del terreno. Flota y llega a otras regiones. Vive en otras regiones. Regiones que no se comprueban. Sin llave y sin acceso. Que se atraviesan. Que se transparentan. Que se absorben. En las que. O se está. O no se está.

Dulcinea acompañó a la Marquesa cuando visitó el hospital de San Hipólito, donde internan a los locos. El antiguo convento es un lugar agradable, con patios de naranjos y limoneros y una fuente cantarina para refrescar. Los reclusos se acomodan bajo los árboles y otros se contemplan en las aguas. Parecen tranquilos. Hay cierta lentitud. Cierto presagio de suicidio pospuesto. De pasión   —154→   encomiada. De signo obsesivo. De ademán roto. Alguien se abraza a una columna y no se separa de ella. Alguien se deleita en sus vestimentas impecables, de excelente calidad, a la última moda, y saluda una y otra vez, quitándose el sombrero, a quienes caminan a su lado. Si el celador les dice que pasen al comedor, pasan al comedor. Si les dice que vayan a sus celdas, van a sus celdas. Demasiado orden. Muros blancos. Nada qué hacer. A veces, uno dice del otro que está loco, y el otro lo mira despectivamente. Un anciano no deja de preguntar: cuándo saldré de aquí. Un niño, que no habla, balancea sus piernas desde una alta silla.

La Marquesa está satisfecha. Ha cumplido con su buena obra del día. Dulcinea ha visto el cuarto negro y las celdas de castigo. Espacio minúsculo. Ni una ventana y ni una rendija de luz. Por una ranura se introduce un plato de madera con la comida. Hasta que el encerrado se tranquiliza y deja de gritar y deja de golpear las paredes recubiertas de guata. Entonces, con grandes precauciones es sacado al exterior poco a poco. Trasladado de celda en celda menos cruel, y observado su comportamiento. Cuando ha dejado de ser peligroso (¿dejamos de serlo alguna vez?) pasa a habitar su celda definitiva.

Dulcinea se separa de la Marquesa y busca en las celdas más apartadas. Teme que Amadís esté en una de ellas. Melancólico. Alejado. Olvidado. Alguien puede haberle dado un bebedizo y trastornado su razón. Alguien puede haberle acusado de atravesar espejos. De actos demoniacos. De artes de la desesperación. Amadís puede haber hecho penitencia y puede haber enloquecido. Haber vendido su alma y languidecer en el encierro. En la profundidad de una cueva. En lo alto de una montaña. Dulcinea lo busca obsesivamente. Amadís puede ser ese caballero de negro con blanca camisa de seda y con chorrera   —155→   de encaje. El que saluda a un lado y a otro. El que lee infatigable en la última celda. Puede ser Amadís. Pero si logra ver su cara, no lo es. La sonrisa le hace dudar. No, no es. Él no la ha reconocido. No es. ¿No es?

Dulcinea no sabe. No está segura. Amadís se le escapa. Parece y no parece. Es y no es. Si él no se declara y se presenta como tal, ella duda. Él tiene que decir: soy Amadís: para que ella lo sepa. Quien no lo dice no es Amadís.

Sin embargo, ese caballero de negro vestido. Con blanca camisa de seda y con chorrera de encaje. Saludando. O leyendo.

Al salir del convento, Dulcinea ha mirado por última vez hacia la celda y los ojos del caballero tan desesperados y con tanto sufrimiento, negros, le han expresado el fin de un acto: nunca volverán a verse.

Ha sido la muerte. No volver a ver a alguien es la muerte. Es la muerte del otro y es la propia.

Desde ese día, Dulcinea decide vestirse siempre de negro con encaje blanco al cuello y en los puños.

Transcurren los días de Dulcinea. Ella quiere que no se le escapen. Si se le escapan el tiempo fluye sin saber a dónde va a parar. Debe haber algún modo de detener la fragilidad del tiempo. Tiempo que no existe. Artificial. Y medido arbitrariamente. Juego de niños. Vamos a jugar al tiempo. Había una vez un tiempo. Un tiempo que nació, que creció y que murió. ¿Cómo se hace para detener el tiempo? He aquí que Dulcinea lo descubre: escribiendo. Escribiendo se para el tiempo. Escribiendo se firma el pacto con el diablo. Escribiendo se entrega el alma. Escribiendo se enlaza el uroboro.

Dulcinea puede empezar modestamente con un diario. En un cuaderno de tapas de cuero y cantos dorados   —156→   puede empezar a escribir sus paseos con la Marquesa, los lugares que conoce, las fiestas y los saraos. Luego, si quiere complicarse un poco más, puede escribir de Amadís. Y así irá probando sus fuerzas y su constancia. Su voluntad, sobre todo. Porque escribir será acto secreto, sin que nadie se lo pida ni se lo exija. Acto solitario. Acto recuperativo.

¿Escribirá Dulcinea un diario?

El automóvil ha frenado inesperadamente sobre el pavimento húmedo por la lluvia. Dulcinea ha sentido su cuerpo arrojado hacia delante. Ha opuesto presión y ha logrado impelirse hacia atrás. La sacudida en el cuello ha sido muy fuerte. Le ha crujido y le duele. Ha interrumpido su historia. Las otras personas que van en el automóvil se han alterado y han proferido varias exclamaciones. A ella no le interesa eso. Los disgustos y las pequeñas fatigas de los demás. El carecer de emociones y que la emoción sea eso, un frenazo. Parece que le preguntan cómo se siente. No importa tampoco. Ya tienen de qué hablar. Nunca les falta un pretexto para que las palabras se les sonoricen. En voz alta. En voz alta y con excitación van repitiendo cada uno de ellos y, a veces al unísono, lo que pasó. El inesperado frenazo. ¿Para qué? Si fue un hecho. Si así sucedió. Si nada pasó. Y vuelta a empezar y vuelta a repetir. Ya no pararán en el resto del viaje. Tienen para horas. Para seguir contándolo en la noche. Y aún hasta el día siguiente.

Dulcinea ya no oye. La emoción de los demás no significa nada para ella. Es fría. Es inconmovible. Vio caer a su hermano al lado, acribillado por las balas. Nunca lloró. ¿Qué es esa secreción transparente? ¿Qué son las palabras emitidas? Lo único que valen son los vacíos. Los huecos que no pueden ser llenados. El abismo al que no   —157→   se descenderá. Lo desconocido. Lo ignorado. Lo guardado. Lo que carece de término o de significado. El no concepto y el no conocimiento. Otro modo de entender las cosas que no sea el habitual. Son muchos siglos ya, ¿verdad Dulcinea?, de emplear el mismo método. Qué desgaste y qué inutilidad. Qué poca inventiva. Siempre dándole vueltas a la misma noria. ¿Qué se podría hacer, Dulcinea, que se podría imaginar?

Dulcinea no sabe. Dulcinea no contesta. Si hablaras, Dulcinea. Si salieras de tu encanto. ¿Qué hacer contigo? Conmigo nada. Yo estoy muy bien. Son los demás los que están mal. Yo me he atrevido. Yo no saldré de mi encanto. Nadie me desencantará. Sois vosotros los que debéis encantaros. Hallar la varita maravillosa que os deje prendados y en silencio. Prendidos y en claridad.

Por montes y valles buscarás, Dulcinea, a tu amado. Y tu amado, Dulcinea, no estará. No aparecerá. No estará. Nunca lo encontrarás. Por montes y valles no lo encontrarás. Tu amado sale de las páginas de los libros. No tiene figura. No tiene rostro. Tiene todas las figuras y todos los rostros. Amadís. Así se llama. Amadís, ama a Dios. Amadeo, amado por Dios. Amadeus. Ama a Dios. Como la música de Mozart. Sin embargo, no es posible. Por montes y valles seguirás buscando, Dulcinea, a tu amado.

Sin embargo, sí es posible. Sabes del amor, Dulcinea. Sabes lo que se cuenta en El Cantar de los Cantares. Tanto sabes que cuando tomas el libro entre tus manos, se abre precisamente en esa parte.

Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma: busquelo, y no lo hallé.



Si era tu alma la que lo amaba, cómo entonces lo buscabas   —158→   con el cuerpo, en las noches y en el lecho. ¿O tenías que demostrarle a tu alma que existías por tu cuerpo? Y él, ¿dónde estaba?, como guerrero con la espada sobre su muslo. Y si es su muslo, es su muslo desnudo y si es su espada es su espada desnuda. Sobre la piel tibia, el frío del acero. El fuerte muslo, para poner tu mano sobre él y la casta espada separándote. El filo casi cortándote anunciando el brillo de la sangre. El muslo tibio, raíz del miembro terso. Más cálido aún, más suave. Con el rizado vello impidiendo piel con piel.

No lo hallaste. Lo adivinaste. Lo adivinaste tras los muros. Lo adivinaste queriendo abrir tu huerto. Tu sello. Cerrado. Pero cuando saliste no estaba. Había pasado. Aunque ungüentos y mirra goteaban por tu piel desnuda. Otra vez tu cuerpo quedó defraudado. Mientras tu alma escapaba en su busca. Tampoco lo hallaste. Y esa alma que se te iba era tu muerte.

Tu cuerpo cerca de él y tu alma volando en regalados favonios, en frágiles transparencias, en lo no visto, en lo oculto nemoroso. Alma que debería encontrar su doble imagen. Que borrara la tierra obligada para elevarse a estrella o reducirse a ascua. Que debería saber, pero que no sabe. Mágicas artes que no la liberan en portentos ni en prodigios. Pequeña alma que se gusta encerrada negando la luz de las esferas.

Alma que fundiera el fiel retrato. Que de dos hiciera uno y de uno, dos. Que olvidara las columnas, el vaso de marfil y la torre de alabastro. Que regresara al cuerpo perdido. Al recubrimiento de espeso músculo. Al inquieto nervio. Al sonoro hueso. Y se conformara.

¿Conformarse? ¿Te parece, Dulcinea? No. No habré de conformarme. Antes regresar a lo que no existe. Al deseo. A las aguas del olvido.

¿Y el alma? El alma asciende de la materia inerte a   —159→   los sentidos, de los sentidos a la imaginación, de la imaginación a la razón, de la razón a la meditación y, finalmente, se corona como el amor.

He aquí por qué Dulcinea con sólo abrir El Cantar de los Cantares, sabe todo del amor.

Pero Dulcinea no lo cree así. Ella piensa que no sabe nada del amor. Sólo del amor divino se puede descender al terreno.

Días pasan en la cueva maravillosa de la princesa Blizmaná. Dulcinea y Amadís no terminan de recorrer su extensión. Por donde caminen no se ve el fin. Los vericuetos cambian y las sendas son distintas. Cada paisaje no es dos veces igual. El mismo corredor conduce a cámaras disímiles. Y lo que es diferente deja de serlo, para volver a serlo. Las fuentes de agua se derraman y golpean la piedra. Se ha olvidado la cueva: la luz y las plantas son del exterior. No sopla el viento ni hay inquietud. No existe medida alguna del tiempo. Todo tiene una sola edad. Nada se desgasta. Nada se descompone. Las cuevas gustan de guardar secretos. De acumularlos. La historia verdadera está en las cuevas. El nacimiento. El gran manto protector y preservador. El calor. El fuego. La olla quebrada. La piel de lobo abandonada. La pintura roja. El entierro. El sueño de una noche de invierno. Los primeros cuentos.

Dulcinea y Amadís deleitados con este descubrir lo inusitado. La antirrutina y lo cotidiano maravilloso: vivir dentro de un caleidoscopio. Saben que la princesa Blizmaná les ha prometido una historia. La historia de ellos. La cual no tienen apuro en conocer. Ya encontraron quien la sabe y quien no se quedará callada como el ermitaño. Sin embargo, Blizmaná se escapa. Blizmaná   —160→   se diluye. Durante días (¿días?), no la ven. Nadie se detiene. Los habitantes de la Cueva de la Transparencia no encuentran qué palabras decir. Empiezan entonces a recordar y a relatar romances. Dulcinea y Amadís oyen la historia de la linda Melisenda y su desprevenido amor. La de Fontefrida, la tortolica y el traidor de ruiseñor. La de Gerineldo, Gerineldo, paje del rey más querido. La de la doncella guerrera que pidió la rueca para hilar luego que las armas y el caballo bien los supo manejar. La del triste prisionero que cuándo de día o cuándo de noche era no lo sabía, sino por una avecilla que le cantaba al albor. La del conde Niño que cruzó la mar por amor y la muerte fue a encontrar. La de la alegre mañana de San Juan cuando damas y galanes se prepararon para oír la misa de amor. La del infante Arnaldos y la ventura que tuvo sobre las aguas del mar, también una mañana de San Juan.

Y es tiempo el de los relatos que no es tiempo medido. Y es espacio que salta a otros espacios. Es vida deseada. Verdadera vida de la imagen traspuesta. Es hechizo. Es encanto. Es luz del alma.

Así que, la pérdida y el olvido son cada vez mayores para Dulcinea y Amadís. Ya no saben por qué están ahí. No saben qué era lo que buscaban ni cómo encontrar su destino. Ignoran que tienen un destino. Que habían sido condenados a vagar por los caminos. Que deberían desentrañar un secreto y una clave. Que una maldición pesaba sobre ellos.

En la Cueva de la Transparencia, los recuerdos se desgranan. Dulcinea y Amadís no separan sus manos. Son iguales sus caras y sus cuerpos.

Dejas en felicidad a Dulcinea y a Amadís, ¿verdad Dulcinea? No quieres anunciarles todavía su desgracia. Puedes   —161→   prolongar su amor en esos olvidos y en esos atajos. Que el tiempo se desintegre en la Cueva de la Transparencia y que ellos no se den cuenta. Que por lo menos conozcan lo que tú no has conocido. Que puedan extenderse en campo deleitoso sin que sepan lo que tú ya sabes. Que abarquen la maravilla de una nube meciéndose. Que no alcancen, pero que gocen. Que contemplen el verde de las hojas con la luz de tres horas después del mediodía, sin que lo sepan. Que sólo sientan, que no piensen. Para pensar, tú, ¿verdad Dulcinea?

Para pensar. Para maquinar. Para hacer y deshacer. Para inventar. Para tachar. Para borrar. Para echar marcha atrás o marcha adelante. Todo en tu mente y en tu tiempo. En tu ilimitado espacio interno. Dulcinea, te diviertes. No, no siempre me divierto. Sufro. Tengo pesadillas. No recuerdo los sueños y sin embargo estoy agobiada. Me pesa la imaginación y temo despertar. ¿No sabes si imaginas o vives? No. Es lo mismo. Lo mismo es.

Y bien, sigue con tus historias, Dulcinea. Que tienes que seguir adelante. ¿Quién soportaría ir por el Periférico si no fuera por tus historias? La verdad es que se borra bastante el Periférico. Queda muy de fondo. Afortunadamente.

Y bien, tu otra Dulcinea se había planteado la pregunta de si escribiría un diario. Y sigue planteándosela. Como está en un país tan diferente del suyo. Como no tiene a qué aferrarse. (Aunque fuera a un clavo ardiente). Como Amadís se le aparece y se le desaparece. Como no es divertido ir de sarao en sarao y de excursión en excursión. Como se aburre con la Marquesa Calderón de la Barca. Como ya contó todas las espléndidas vigas del techo de su cuarto. Como las llamas del fuego de la chimenea empiezan   —162→   a repetir sus siluetas. Como ya probó las nuevas formas de comida y las inacabables variedades de chiles. (Es decir, se enchiló con distintos picores). Como ya no le sorprenden el Popocatépetl ni el Iztaccíhuatl. Como ya conoció las intrigas, los enredos, las ambigüedades, las hipocresías y las corrupciones. Como sólo el paisaje la consuela. (Y los aguacates, que le encantan). Como quisiera abordar ya el buque de regreso. Pues decide que sí. Que empezará a escribir su diario de la vida en México. No para competir con el que está escribiendo la Marquesa. No porque piense en publicarlo. No para interrumpir su ocio. No por afán de gloria ni fama. Nada de eso. Simplemente para poner orden. Dulcinea es un ser a quien le gusta poner orden. Sus cajones bien acomodados. Su ropa bien doblada. Sus libros, de pequeño a mayor. Sus joyas perfectamente separadas. Sus peinetas por tonos de carey, y sus mantillas por tonos de blanco, marfil y hueso.

Así que, ordenará sus días. Empezará desde la salida de España, la travesía por mar, la llegada al puerto de Veracruz. Luego, lo más importante que haya hecho con la Marquesa. En seguida, su aburrimiento. Su gigantesco aburrimiento. Su sinsentido y su falta de ubicuidad: ¿en dónde está? Entonces, si ella no sabe dónde está, la pregunta que verdaderamente le importa es: ¿en dónde está Amadís, su imagen doble? Porque si él está, ella está. Y no al revés. (Escribir le sirve para que físicamente se palpe: sí, soy yo).

Empieza a escribir. Es agradable ir llenando con signos las hojas blancas. Al principio es fácil. Simplemente hacer un esfuerzo de memoria. La memoria llama a la memoria. Su abandono del solar del Toboso. Su casa en Cádiz, frente al mar. Describir las habitaciones, los muebles, las alfombras, los ventanales y las celosías. El patio de naranjos: el verde oscuro y grueso, las bolas de   —163→   fuego dulce y de olor. El canto transparente en el brocal. Los sonidos familiares. La música y la copla lejanas. El jazmín del atardecer con el perfume exacerbado. El sol hundiéndose en el mar, primero lenta, después súbitamente. Volver la vista al cielo oscuro para descubrir el primer lucero. Tranquila sensación de que la vida continuará, de que la promesa se mantendrá, de que el pacto se afianzará. Mientras se oyen los preparativos de la cocina para la cena. Que también la comida es continuidad. Es corte a la monotonía y es ciclo renovado.

Dulcinea decide no apresurar su diario. Los recuerdos pueden ser lentos. Está llena de ellos. Componerlos se vuelve deleitoso. La inunda el placer. Desde preparar el cuaderno, admirar el grosor de las hojas, afilar la pluma y colocar la tinta al alcance. Luego ir escribiendo: el movimiento aprendido, por un lado, la sorpresa del trazo diferente, por el otro. No abandonar los rasgos, no descuidarlos. El gusto por la caligrafía. El arte de la letra. Tan bello como iluminar. Como pintar. (Como el monje en la celda con el manuscrito coloreado y el polvo de oro).

Lo primero que conmoverá a Dulcinea será el escribir mismo. Poder llenar páginas y páginas de escritura moldeada y picuda. Inclinada y pareja. De tamaño proporcional entre sí cada una de las letras. La compuesta imaginación de la mayúscula. El impecable blanco, luego de un punto y aparte. El mojar la pluma (la pausa brevísima) y el olor a tinta fresca. Probar antes que no gotee la punta, no vaya a manchar la hoja. Luego de terminar, antes de dar vuelta, pasar el papel secante sobre lo escrito. Voltear éste también y contemplar los rasgos en espejo. Invariablemente, repetir esta operación. Al lado, la arenilla lista por si hubiere que borrar. Con cuidado aplicarla, frotar y luego soplar levemente para que vuele el exceso.

  —164→  

Dulcinea irá atrapando el mundo que se le escapa, que es el mundo de su vida. Dejándolo preso. Enmarcándolo. Sosteniéndolo.

Puede ser que así apuntale el tiempo y logre retenerlo entre los dedos. Que el placer sea duradero y que la luz se extienda más allá de la tarde. Que no advierta las venas hinchadas de la mano al escribir, ni que la oscuridad haya avanzado. Que retome el hundido gusto de niña cuando le deleitaba copiar páginas y páginas de un libro, con letra tranquila. Pero sin recaer en la impaciencia que a veces sentía, que ahora el libro es de dentro y sorprende en sus dobleces.

Tener la sensación, ¿verdad Dulcinea escribana?, de que el libro ya está y de que tú solamente lo trasladas al papel. Escribana. Que la velocidad es tal que podría escapársete el orden de las palabras. Que, indudablemente, tu mano es lenta y, ante el temor de perderte, sacrificas la bella letra y descuidas los rasgos y apresuras la pluma, y ya no importan los altibajos ni los renglones torcidos.

Bien, Dulcinea, deléitate con tu diario, que tu creadora, al no escribir nada, te lleva ventaja. No le preocupan ni los papeles, ni las plumas, ni las letras, ni la velocidad. Le preocuparía quedarse sin ideas. Dejar de pensar. Que la fuente de luz se acabara. Que la esclerosis la sellara. O que la locura la invadiera. Por lo demás.

Pero la Dulcinea escribana está contenta. Ha encontrado su refugio. Donde seguir en mayor soledad. Cierra la puerta y nadie la molesta. Ni siquiera oye cuando alguien toca con los nudillos. La barrera se ha erigido. No hay contraseña para cruzar esa frontera. O se está de un lado o se está del otro. Camino sin retorno. Cerradura sin llave. Cofre clausurado, enviado al fondo del río.

  —165→  

Piensa Dulcinea que ha tomado un voto. Que su traje negro con el cuello blanco es parte de la clausura. Que el estado de gracia la eleva por momentos. Que tendrá que vivir entre los demás sin que sepan que ella ya no vive entre ellos y que, a veces, pondrá de mayor relieve su arraigo terrenal, para no rebajar su pureza y no tener que dar explicaciones. Porque, quién entiende a una Dulcinea escribana. Nadie.

A no ser que Amadís. Que Amadís también tome el voto de escribir. Que es voto:

Lo dijo el marqués de Santillana:

Como es cierto éste sea un çelo çeleste, una afección divina, un insaciable ribo del ánimo; en el cual, assí como la materia busca la forma é lo imperfecto la perfección, nunca esta sciencia de poesía e gaya sciencia se fallaron si non en los ánimos gentiles e elevados espíritus.



Lo dijo fray Luis de León:

Y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que le convienen y mira el sonido dellas, y aun cuenta a vezes las letras, y las pesa y las mide y las compone, para que, no solamente digan con claridad lo que se pretende dezir, sino también con armonía y dulçura.



Lo dijo San Juan de la Cruz:

Porque, ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas, donde él mora, hace entender? Y ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas por quien pasa lo pueden; porque ésta es la causa por qué con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten, y de la   —166→   abundancia del espíritu vierten secretos y misterios que con razones lo declaran.



Lo dijo Wittgenstein:

Debe delimitar lo pensable y con ello lo impensable. Debe delimitar lo impensable desde dentro de lo pensable.

Significará lo indecible presentando claramente lo decible.

Todo aquello que puede ser pensado, puede ser pensado claramente.

Todo aquello que puede ser expresado, puede ser expresado claramente.





  —[167]→  

ArribaSello séptimo

  —[168]→     —169→  

Dulcinea, vas a escribir tu diario en tu habitación de alto techo y vigas negras. Vas a escribir tu diario y eso es poco asunto. Limitado. Te equivocas, lo que voy a escribir es mi otro diario. Lo que no sé y lo que no entiendo. Lo que no es verdad y lo que no se manifiesta. Voy a escribir, por ejemplo, de Amadís. Amadís que aparece y desaparece. Amadís que es mi doble. Amadís que es mi alma gemela. (¿Será mi cuerpo gemelo?) (Haber cabalgado por los bosques en busca del desencanto). ¿Dónde está Amadís?

Dejas, Dulcinea, a tu Dulcinea escribana, con el pregusto de ponerse a escribir. Con el preconocimiento de ponerse a pensar. Con la prefelicidad de ordenar, por lo menos, un pequeño caos. Tampoco quieres anunciarle su destino. Como tampoco se lo anunciaste a Dulcinea y a Amadís en la Cueva de la Transparencia.

Que allí siguen, Dulcinea y Amadís. Que como sombras de piezas de ajedrez, no te decides a moverlos. Mientras no haya movimiento no hay arrepentimiento. Las sombras podrán crecer, pero en el mismo ángulo. Sólo variará la inclinación de la luz.

¿Por qué no habla la princesa Blizmaná? ¿Por qué no entrega su mensaje? Ya no puede postergarlo. Debe llamar a Dulcinea y a Amadís. Su sintiempo se le desdefine. Dulcinea y Amadís traen el tiempo consigo y ése es el peligro que ella corre. Debe alejarlos. Pueden romper su incontinuidad. Ya no detendrá el mensaje.

He aquí lo que dijo:

Llega el momento porque debe llegar. Para vosotros.

  —170→  

No para mí, sin tiempo. Os advertí que conocía vuestra historia. Antes de que agote las dimensiones y de que ya no pueda acudir al pasado, de que olvide lo que es.

Conocí a vuestros padres, anunciadores y repetidores de vuestra historia. Ejemplo atormentado de lo que es el doble del doble. En contando vuestra historia podré, por fin, borrar el tiempo. Cada día será el verdadero principio para mí. El origen y el nacimiento. Todo nuevo al amanecer y todo nuevo al anochecer. Ya no recordaré nada.

Mientras aún la recuerdo, os contaré vuestra historia. Vuestros padres, hermanos gemelos, hijos de hermanos gemelos, hijos, a su vez, de hermanos gemelos, hijos, a su vez, de hermanos gemelos. Así hasta los primeros hijos. Hijos, los primeros, gemelos. Padres gemelos. Todos ellos separados y dispersados. Todos ellos vueltos a encontrar. Eslabón de cadena nunca fraccionado. Punto de fusión establecido. Uno le da la mano al otro. El relevo es inacabable. La ronda. La misma semilla vuelta a germinar.

Eso dijo y ahí calló la princesa Blizmaná.

Ya lo saben, Dulcinea y Amadís. Ya lo saben y ya lo aceptan. No tienen nada que decir. Se miran a los ojos, se toman de las manos y salen de la Cueva de la Transparencia. Se ha terminado.

Retoman su caminar. Esta vez sabiendo que no tendrá fin. Cada uno piensa a solas. Borbotones extraños se les derraman en pensamientos. Podrían rechazarse con horror o podrían amarse aún más tiernamente. Cada uno abandonado de sí. Huérfanos, hermanos y amantes.

Ya moviste las piezas, Dulcinea. Ahora puedes descansar.   —171→   El movimiento durará un rato. Mientras, qué ocurre contigo. Conmigo, nada. Empiezo a cansarme: esta historia la conozco. Quisiera llegar a algún lugar. Llegarás, no te preocupes. Las puertas se abrirán. ¿No será tarde cuando se abran? No importa, si se abren.

Hubieras querido, de niña, vivir en la casa de un hacedor de muñecos. La idea te vino después de leer la historia de Pinocho. Muñecos de madera, movidos por hilos. Colgados del techo. Pasabas entre ellos y entrechocaban y sonaban sus cuerpecillos. Algunos ya estaban listos, a otros faltaba pintarles y confeccionarles las ropas. En tableros había colecciones de cabezas, de piernas, de brazos. Te gustaba adivinar qué iba a ser cada muñeco. Inventabas las historias y, a veces, descolgabas alguno para moverlo, para que caminara, para que bailara. Aprovechabas los escenarios que estaban arrumbados por los rincones. Los desempolvabas. Los colocabas de fondo y jugabas absorta, sin que existiera el tiempo. Durante días repetías la misma historia, de principio a fin, sin variación. Luego, empezabas a cambiarla. Ocurrían cosas que no te gustaban. Peligros. Enfermedades. Sustos. Y después, cuando todo iba muy mal, volvías a la primera versión, que era un alivio volver a contar.

Tenías tus preferidos y tenías tus temidos, los feos o los malos. Los que evitabas ver, los que se tropezaban contigo o los que te miraban perversamente. A ello los colocabas de espalda, pero siempre alguno lograba darse la vuelta y sorprenderte.

A los que querías los cuidabas con esmero. Hablabas con ellos y ellos te contestaban usando tu voz cambiada. Cuando te ibas, los acostabas a dormir y los arropabas. Los otros, seguían colgados, temblando levemente al aire. Estremecidos. Entremecidos. Mecidos.

Parece que el hacedor de muñecos apartaba tus preferidos,   —172→   pues los otros dejaban huecos y desaparecían. Cuando se iba uno de los malos te alegrabas, sin evitar el temor de que pudiera ocurrirle lo mismo a uno de los tuyos. Así que lo primero era revisar que estuvieran completos y luego sentirte tranquila por ese día. Después, y aceleradamente, mirar el vacío del que faltaba.

Ese vacío era la muerte.

No pensabas que hubiera sido vendido y que empezara su vida en otra parte. Ese muñeco había muerto. Para ti había muerto. Que es lo mismo que no ver. (De todos modos, nunca viviste en la casa del hacedor de muñecos).

Todos tus juegos, Dulcinea, fueron singulares: tú sola. Cuando murió tu hermano, ya tuviste con quien jugar. Entonces sí eran dos: dos que hablaban, dos que se acompañaban, dos que se iban de aventuras. Hablaste con él hasta que llegó Amadís. Ahora Amadís ocupa tu mente. Borraste a tu hermano: ya no quieres saber nada de él. Qué pesadilla. Menos mal que la cara de Amadís sonríe. Por el espejo retrovisor sólo ves parte de su cara y no estás segura de si es él. Pero debe ser él. Él borró a tu hermano. Al principio creíste que era tu hermano, que vivía. Después tu hermano dejó de existir. Era Amadís quien existía. Empezaste a hablar con Amadís en tu silencio. Ahora él te acompañaba ahora te ibas con él de aventuras. Solamente le mirabas: no tenías que pronunciar palabra. Y esos deseos de viajes, esas nostalgias, esas añoranzas, como buena melancólica, los soñabas con Amadís. Ahora era más real. Amadís estaba a tu lado. Al alcance de tu mano. Lo veías despierta. Aquí mismo, en el automóvil, ves su cuello y podrías acariciarlo. Frágil y enhiesto cuello. Que no sabes por qué te trae imágenes de guillotina y de hacha. (Por tanto libro que leíste sobre la Revolución Francesa: ves un cuello y te acuerdas de la guillotina). (¿Por qué cada objeto te evoca   —173→   la historia?: ves una alcantarilla y se te representan los romanos). (¿Por qué no el tiempo moderno? Porque no). (Demasiado basurismo, nada de lulismo).

Dulcinea, no tienes lugar en este mundo. Todavía sigues pensando en Ramón Llull. A quién se le ocurre. A mí. A mí. A mí. Siento que voy a estallar. ¿Cómo, no hay nadie más que piense en Ramón Llull? ¿Ves como es irremediable?: no tengo con quién hablar. Sólo leo, leo, leo. Pienso, pienso, pienso. Estallo, estallo, estallo.

Sí, me siento incrustada de palabras. Tanto tiempo sin hablar, las palabras van sumergiéndome. Como un antiguo galeón cargado de oro en el fondo del mar.

Y podría haber cosas bellas, ¿verdad Dulcinea? Sí, podría haberlas. Ese galeón en el fondo del mar, enmohecido, con los cofres a medio abrir y las monedas y las joyas desbordándose y los pececillos entrando y saliendo. De película. Con burbujitas y todo. Y un buzo, que podría ser Amadís, Amadís, Amadís, ¿dónde estás?

He perdido a Amadís. ¿Quién maneja el automóvil? ¿Será él? ¿Quién es él? ¿Y esas otras personas? ¿Serán? No, no son.

¿Por qué siento este impulso de abrir la portezuela y lanzarme al Periférico? ¿Qué me retiene aún? Si ya no reconozco, si ya no distingo, si ya soy una, o soy dos, o soy tres. O soy infinito. Si soy una afónica polifónica, ¿qué se puede esperar de mí? Nada, ni siquiera abrir la portezuela y lanzarte al Periférico. Sería un buen fin, pero no te atreves. Demasiado pasiva. Tu mal es la inercia. El estatismo. La abulia. Los antiguos te describirían como melancólica incurable. Robert Burton, en su Anatomía de la melancolía, anotaba:

Pero dado que esta enfermedad es causada ante todo por la imaginación, es necesariamente el cerebro el órgano más afectado en primer término, como asiento de la razón,   —174→   y en segundo lugar, el corazón [...] Los más predispuestos a esta afección son los misántropos por naturaleza, los grandes estudiosos, los amantes de la vida contemplativa, los poco activos.



Totalmente aplicable a ti. ¿Cómo es que no puedes decidir nada acerca de tu vida?

No puedo decidir nada acerca de mí (ni siquiera abrir la portezuela y lanzarme, aunque mucho lo quisiera) porque no puedo ver el futuro. No sé lo que hay en donde todavía no hay nada. Por lo tanto, cómo voy a imaginar lo que no existe: la realidad es inimaginable.

Pero, si tú imaginas las vidas de tus otras Dulcineas, cómo no haces lo mismo con la tuya. Porque yo no puedo dirigir mi vida: la de mis Dulcineas es fácil: la invento. Después ya no me quedan energías y no quiero hacer nada conmigo. Me da sueño, mucho sueño y me duermo. Ahora voy a reclinar la cabeza en el asiento y voy a dormirme un rato.

Dulcinea soñó y he aquí lo que soñó, como había soñado otras veces:

Iba en un automóvil con Amadís por una extensísima carretera que tenía un alto muro a la derecha. De pronto ocurría algo que no se sabía lo que era, pero que hacía que Amadís abrazara a Dulcinea y acercara lentamente el automóvil al muro. Entonces, veían los dos cómo un desierto avanzaba hacia ellos. Más que un desierto, unas bellísimas arenas. Amadís seguía abrazando a Dulcinea protegiéndola de algún peligro. Pasaba otro automóvil a su lado y, por un momento, Dulcinea creía que el peligro vendría de ahí, pero no era así. Se bajaban del automóvil, seguían estrechamente abrazados, se acercaban al muro y caminaban lentísimamente. Sentían que una sombra los cubría y eran las enormes alas de un pájaro   —175→   gigantesco. El desierto iba absorbiéndolos y ahora sus arenas eran rosáceas, como reflejo de la luz del sol. Era inexplicable y hermoso: tranquilo como el fin. No sólo el fin de Dulcinea y Amadís, sino el fin de todo. La muerte amorosa y serena. Reconciliada. Amadís abrazando a Dulcinea. Amadís guardando a Dulcinea. Amadís atrayendo a Dulcinea. El fin del mundo. La destrucción última. Las bellas arenas del desierto envolviendo suavemente a Dulcinea y a Amadís. Era, en verdad, la revelación.

Cuando despertó Dulcinea, el sol empezaba a ponerse y el cielo era rosa anaranjado, los mismos colores del sueño. Era, en verdad, la revelación.

El automóvil avanza por el Periférico. Pronto llegará a la salida de Tlalpan. Hay árboles a mano derecha. El rosa anaranjado del cielo va intensificándose. Parece que el camino se acerca a su fin. Así lo presiente Dulcinea. Está cansada. Agotada. Como si el asfalto fuera a terminarse y una senda de terracería volviera lento el rodar del automóvil. Como si el espacio fuera un bostezo prolongado. Que las ramas de los árboles se enredaran. Que el polvo se espesara. Que los pájaros se apiñaran sobre los cables de alta tensión (y las gotas de lluvia en un extremo, a punto de caer).

Las imágenes recogen a Dulcinea. De la contemplación puede surgir el contento. Las fuerzas de la naturaleza (paisaje y animales) son el único orden (o desorden) aceptado. Donde puede haber una compensación. Un cierto estado de beatitud. De tranquila unión. De esa música que, en momentos únicos, envuelve en la sensación de integración con el todo, de felicidad por la pérdida individual en la entrega a la infinitud.

Ésos son los momentos que valen. Que le permiten a   —176→   Dulcinea seguir con el tráfago. Que en su instantaneidad absorben la eternidad. Que cicatrizan la memoria e inciden en el núcleo. Lo demás es el vacío. De lo que se trata es de encontrar el contorno del vacío. Para eludirlo. El escalpelo que circunda el cuero cabelludo trata de exponer el secreto. Pero se topa con el duro cráneo y luego la suave masa encefálica. Nada más. El pensamiento es inatrapable. La locura lo reconstruye.

¿Qué puede hacer Dulcinea si ha cortado las amarras, si ha levado anclas, si se ha internado en los espacios de los que no se retorna? Es indudable que sólo le queda irse a pique.

Dulcinea ha podido sobrevivir por sus voces internas y por sus personajes. En silenciándose las unas y los otros, su vida terminará. Vida propia no ha tenido, siempre traída y llevada: elecciones nunca ha hecho. Salvo las referentes a lecturas. Que, consecuentemente, la han llevado a un mayor silencio y a una mayor soledad.

Tal vez el problema sea al revés. La única vida posible es la de Dulcinea. Solamente vive quien lee, quien calla, quien recuerda. Porque la vida es lo vivido. Porque la realidad es lo conocido.

La verdadera sabiduría no se relega. Mezcla de experiencia. Mezcla de tiempo. Mezcla de dolor intuido. Y la disciplina de un lenguaje preciso.

Dulcinea no duda. Dulcinea está segura de sí. Las amarras y las anclas, eso no importa: son para ser separadas. Su fin era esperable: internarse por esos mares de Dios.

  —177→  

Esos mares de Dios o esas alturas inalcanzables, que vienen a ser lo mismo. El caso es, como el infante Arnaldos, embarcarse para oír la canción que nadie sabe oír. Pero que Dulcinea oye por dentro.

Dulcinea posee un tesoro interno. Nadie más lo sabe. Dulcinea es todo su mundo. Se abarca en sí y abarca a los demás. Es tan silenciosa y, sin embargo, ama tanto. Ama como nadie sabe amar y sin que nadie lo sepa. Se desvive de tanto amor. Sin nunca manifestarlo. Las pruebas de amor destruyen el amor. Los actos lo pulverizan. Los gestos, las caricias, las palabras: la mayor catástrofe inventada. Las señas: lenguaje inexistente. Gran, gran amor el que no se expresa. Por doquier, el silencio hermético.

Volver a inventar el mundo. No es posible tanta repetición. ¿Quién puede creer en algo? ¿El hombre? ¿Dios? Carcajadas de blasfemia. Hay que crear un nuevo amor y una nueva ciencia: ¿cómo es que todavía dos y dos sean cuatro?

Si hay que inventar el mundo hay que hacerlo estallar primero. Vivan las bombas. Para que de la nada vuelva a surgir el mismo error. Los mismos inventos y las mismas bombas. El hombre es indestructible: su monstruoso molde es inacabable. Mala hierba nunca muere. Podrida genética. Cromosomas abortivos. Hiel fetal. Sangre fecal. Materia vomitiva. Humores de desecho.

Dulcinea, te debates entre la abyecta desesperanza y la acendrada esperanza.

Como todo ser humano.

Ni más ni menos.

  —178→  

Pues ya que te diriges a mí, debo decirte que te equivocas. Nunca seré como todo ser humano. Ni más ni menos. Tengo medios para escapar a la norma y a la estadística. Afortunadamente vivo en otro mundo. Eludo cualquier medida y clasificación. Vivo donde quiero y cuando quiero. De igual modo decidiré mi muerte. El día que dé la última vuelta a la última página del último libro que lea. Ça y est.

Yo, Dulcinea, encerrada en los cuatro costados de este cuerpo, puedo volar. Extiendo los brazos, me elevo y vuelo. Yo, Dulcinea.

Por los aires, todo lo veo y todo lo contemplo. El maravilloso viaje de Nils Hölgersson es mi viaje. Es mi viaje y aun es poco, porque más puedo viajar y más puedo volar. Nils Hölgersson no se separó mucho de la tierra. Yo llego más y más alto.

Todos esos prodigiosos cuentos de hadas que no leí de niña son los que me hicieron volar. Esos cuentos de hadas sin límites, con castillos, duendes, príncipes y princesas, encantamientos, poderes mágicos, cristales, redomas, pócimas y ungüentos, sellos y anillos, señas y pruebas. Con horrores y maldiciones. Equívocos y enredos. Tormentas. Nieve. Y flores del mes de mayo. Injusticias. Castigos. Y muertes. Para que todo terminara aparentemente bien. Todos contentos. Y lo bello y lo bueno doraran las campiñas.

Ahora que he leído los cuentos de hadas se me han confundido y son uno solo, larguísimo y enmarañado. Puntas de hilos de color sobresalen de la madeja y si tiro de una se me convierte en otro color y no puedo seguirla a su principio. Entremezclo los personajes y las aventuras y no recuerdo una historia completa. Se me representan vívidamente las escenas, pero como en los sueños, inconexas y aisladas, aterrorizantes y seductoras. Me esfuerzo   —179→   en repetir un único cuento completo y es imposible atrapar la vaguedad o irrumpir en la niebla. No hay principio, medio o fin. No existe el orden. No se ha inventado la lógica. Los instintos se remueven y burbujean, como en perol de bruja. El árbol deja de susurrar. El río se detiene. La fiera no asalta. El pájaro parado en la brizna del aire. La gota en la escala ascendente. No alcanzo la armonía. Siempre este estirarme y estirarme sin lograr tocar la punta del recuerdo.

Igual que no he recuperado ni un cuento de hadas, no he recuperado mi infancia. Lo que más me importaba: saber si estos padres son mis padres, no he podido establecerlo. Es decir, sigo sin encontrarme. Me afianzo en mi nombre (Dulcinea, Dulcinea) y soy mi propia progenitora. Me siento como la primera o la iniciadora. Sin nadie que me anteceda. Sin nadie que me suceda. Sin embargo, estos padres son padres, y ¿de quién lo serán si no es de mí? Están a mi lado. Me acompañan. Siguen conmigo. ¿Por qué, entonces, no los reconozco? ¿Por qué, entonces, no los recuerdo? Ni la sangre, ni la placenta, ni el cordón.

Lo que no se recuerda, ¿no existió? Probablemente. No para mí. Pero, ¿si sí existió y yo no lo recuerdo? No existió. Existe lo que se recuerda. Portentosa memoria.

Porque me pierdo en mis recuerdos prefiero dejarlos. No tocarlos más. Recordar mejor a mis Dulcineas. ¿Qué será de ellas? No puedo terminar sus historias. Si las termino sería mi fin. Nunca las terminaré. Siempre estarán conmigo. Dando vueltas conmigo. Son mis cuentos de hadas. Los que yo me cuento.

Dulcinea escribana, ¿qué habrá escrito en su diario? Lo cierra y lo guarda. No se sabrá.

  —180→  

Dulcinea y Amadís, luego de haber escuchado las palabras de Blizmaná y de haber retomado el camino, no han caído en el horror ni el espanto. Es más sabio su amor. Es completo y es redondo. Como el viento redondo y el color redondo y el sonido redondo. Perfecto. Máquina de ruedas y alas de pájaro. Cielo que todo lo descubre. Abismo transparente. Oscuridad por fin deslumbrada. Ni misterio, ni secreto. Conocimiento en claridad. Arco iris en la mano.

El único amor posible es el de Dulcinea y Amadís.

Caminar por el mundo para ellos es obra de amor. Nada puede tocarlos. Ni aun la tragedia. Ni aun la muerte. Ni aun la vida. No podrán parar. Un pie tras del otro. Una pisada. Una huella. Como si la senda ya hubiera sido marcada. Piedras que se apartaran y árboles que dejaran pasar. Ni siquiera la preocupación por encontrar el atajo: no es necesario. Cualquier camino es bueno cuando cualquiera es el lugar de llegada.

No hay llegada: son los verdaderos peregrinos cargando con todas las culpas de todos los hombres. Y, sin embargo, son ligeros: no es suya la desesperanza. Tampoco la enmienda. Su amor es ya amor divino. Son redentores y salvaguardadores. Podrían subir a una columna y allí pasar el resto de sus días en amorosa contemplación.

Han sido elegidos para la tarea de desengañar la convención. De desentrañar la ley. Dos por los caminos, en soledad. Perfectamente acompañados. Mundos y mundos con ellos. Toda la historia y todas las historias. Compendio y ejemplo. Verdad y ficción. La historia que se olvida y la historia que se repite. La historia que muere. Que vuelve a nacer y parte del origen. Sin memoria. Sin recuerdo.   —181→   Con toda la memoria y todos lo recuerdos soterrados. Lo que hay que sacudir y sacar a la luz. La arqueología de cada vida. Los fragmentos y las esquirlas.

Al salir de la Cueva de la Transparencia, Dulcinea y Amadís, que no saben si han soñado o si es realidad, se enfrentan a ese otro mundo que es el mundo de lo que parece concreto y real (y que tampoco se sabe si es soñado). Mundo en el que las rocas son rocas, la madera, madera y el peso del gorrión en el aire, peso del gorrión en el aire.

Así que siguen ascendiendo esa montaña que nunca han dejado de ascender y siguen internándose por los pasos y los puertos. A esas alturas la nieve cae silenciosamente y su transparencia se espesa en blancura. Fresco vientecillo en las caras y la sensación de respirar a pulmón pleno. Las capas abrigadoras y las ramas pulidas que han tenido la precaución de llevar a modo de báculo. Trechos claros en donde la nieve no cae y la tierra recupera su tono oscuro. Verdadera restauración del paisaje. El libro de la naturaleza en página blanca. El frío punzón de hielo escribiendo historias que pocos leen. Dulcinea y Amadís son parte, por primera vez, de la naturaleza que los circunda. No podría comprenderse esa montaña ni esa nieve sin ellos. Para que exista esa montaña y esa nieve están Dulcinea y Amadís. Para que exista el principio creador están Dulcinea y Amadís. Dulcinea y Amadís son la conciencia. Alargan la mano y baja el telón de copos de cristal de nieve.

He aquí que cuando Dulcinea abre las tapas de su diario, surge el gran teatro del mundo. No son palabras lo que contempla, no lo que escribió el día de ayer, no los rasgos caligráficos. Es el gran teatro del mundo lo que aparece ante su vista. Son las figuras que se mueven y   —182→   se desplazan. Es la escenografía, el vestuario, las espadas y las cofias. Los trajes arrumbados que cobran vida al ser vestidos. Los cuerpos que deslumbran. Los negros ojos y los labios rojos. Las empolvadas pelucas y los zapatos de hebilla y tacón. Todo se mueve entre las páginas. Todo aletea y serpentea. Se precipitan y atropellan las palabras en la forma viva que han tomado y, una a una, van desapareciendo sus rasgos y convirtiéndose en fatigados esqueletos superpuestos. Dulcinea se espanta y cierra las tapas precipitadamente y el diario guarda su calma: ni una figura se ha desbordado por las esquinas. Si lentamente Dulcinea vuelve a abrir las tapas, el gran teatro se le precipita de nuevo. No hay espacio para escribir: ahí están el tablado, la tramoya, las bambalinas y las candilejas. Los personajes saben sus papeles y empiezan a actuar. Dulcinea pisa el escenario, hace una reverencia y se inicia la función. Si no se cierra el diario, todo seguirá adelante.

Y bien, necesito una pausa, ya no puedo seguir inventando más historias. Estoy fatigada y las fronteras de cada cosa, de cada objeto, de cada idea, se me borran. Empiezo a diluirme, como el reloj desbordante de Dalí. A volar, como las manzana s de Remedios Varo. A traspasar, como las nubes de Magritte.

Dulcinea, vuelve a tu infancia, vuelve a tu sosiego. Nunca recordaste nada de tu amiga, de tu tranquilidad, antes de partir de Rusia a México. Se llamaba Aliana, mi tranquilidad. Aliana no fue mi amiga, con su pelo largo rubio, su flequillo en la frente, sus ojos azuligrís. Pero para mí sí fue mi amiga. Si hubiera escogido una amiga sería ella. Paseaba por los campos con ella y éramos las últimas en regresar, ya anochecido y la cena servida. Nos abrazábamos y reíamos. Nos tomábamos de la mano y   —183→   corríamos hasta arrojarnos a tierra, las altas espigas cubriéndonos. Lo soñaba. Soñaba a Aliana. Estaba y no estaba a mi lado. Se la veía y, a veces, no se la veía. No lo soñaba. Caminaba a mi lado. No caminaba. Sí soñaba. Me besaba. Me acariciaba. No. Sí. Aliana.

Una noche, regresando tarde como solíamos, vimos la casa en llamas. Pero no era la casa. Era un antiguo palacio de piedra gris. El fuego iba lengüeteando la fachada y limpiando la verdadera pared. No se destruía la casa, sino que nacía el palacio: el portón, los ventanales, las torres, las galerías. Luego el fuego no era el fuego, era agua que humedecía y relucía la piedra gris del palacio. Había una fuente a la entrada y estanques a los lados. Sotos verde macizo. Enrejados de flores apretadas. Los niños se habían salvado y aún cargaban algunas de sus pertenencias. Las maestras iban por las nuevas habitaciones del palacio transformado buscando dónde acomodar a los niños. De pronto, Aliana se separó de mí y me hizo señas de que la siguiera. Ella sabía dónde encontrar la mejor habitación para nosotras. Me llevó por los largos corredores, polvosos y oscuros, hasta una puerta clausurada que ella sabía cómo abrir. Tal vez las dos esperábamos encontrar un lugar mágico: arcones, armarios, sillones de alto respaldo, tapices antiguos, alfombras gruesas, una cama con dosel. Nada. No había nada: la piedra desnuda, el musgo descolgándose por las paredes, la humedad, la penumbra, el áspero gris. Una puerta daba a una amplia terraza, en la cual habían crecido espesamente matas y hierbas silvestres entre las baldosas desiguales y a la sombra que mantenía el frescor. Desde la terraza la vista se extendía hacia una ancha avenida de tierra clara apisonada, enmarcada por abedules cercanos, tronco con tronco iluminado. Imágenes ya presentidas o soñadas o deseadas.

Nos establecíamos en ese cuarto, lejos de todos y sin   —184→   que nadie pudiera encontrarnos. Al día siguiente, la casa volvía a ser igual, sin señas de incendio o de inundación. Cotidianos mismos rostros. Sin asombro. Sin pregunta. Misma comida. Mismos platos. Mismas marcas en las servilletas. Mismos manteles a cuadros. Mismas manchas en la pared.

Un día después, Aliana se marchaba: iba en el primer grupo que regresaba con sus padres. Al despedirse de mí me dijo que no me escribiría y me pidió que yo tampoco lo hiciera. Supongo que, de esa manera, guardábamos intacta nuestra memoria.

Otras tardes, sin Aliana, al regresar la última, veía el palacio, el incendio o la inundación, los niños salvándose y, a veces, volvía a encontrar la habitación escondida.

Otras tardes no era así.

Los niños iban yéndose. Poco a poco los reclamaban. Pero ya no eran niños. No sé lo que éramos. Pero no éramos niños. Los años no contaban, pero los años habían contado. La separación era extraña. Volver a encontrar a mis padres sería volver a encontrar otras personas. Como cuando nos cambiaban de maestros. Unos seres adultos que nos cuidaban. Que no nos conocían. Cuyos rostros eran inesperados. Cuyo tono de voz era diferente. Ellos iban y venían: nosotros nos quedábamos. Sus rostros eran agujeros.

No tenía prisa por irme. Mi vida había sido ésa. Era libre en mi imaginación. Vivir ahora con dos personas me reduciría. Dos personas que decían que eran mis padres. No soportaría la normalidad: no tener que huir, ni cuidarme de las bombas ni de los francotiradores. Perder esos bosques en los que me internaba como si nunca fuera a salir de ellos. Yo tenía mi propio cuento de hadas y sentía que iban a arrebatármelo.

En esos meses en que los niños se fueron desbandando,   —185→   yo sólo pensaba en cómo llevarme conmigo mi cuento. Si quería pedir demasiado, pedía que mis padres no me encontraran.

Al final, nos quedamos Leninito y yo, y esto hubiera sido lo mejor. La carta llegó: pude haberla hecho perdediza, pero igual hubieran mandado otra y otra y otra.

Supe que quedaba muerta en el bosque, como mi hermano, y que mi cuento se perdería. También Leninito quedó muerto. Los últimos días le enseñé mis lugares secretos en el bosque y pude llevarlo a la puerta del cuarto que me había abierto Aliana.

A partir de ahí vino la destrucción y el silencio.

Y oí una gran voz del templo, que decía a los siete ángeles: Id, y derramad las siete copas de la ira de Dios sobre la tierra.

Esa ira fue la que me tocó y la que fue descomponiendo cada una de las capas que me formaban. Delgadamente, transparentemente, se me desprendían los velos. Y el enojo estaba ahí, y la cólera y el aullido. Había sido destrozada por la ira de los demás y a mí me tocaba volver a erigir mi propia figura.

Lo cual no era fácil, porque mis piezas habían sido lanzadas literalmente a los cuatro vientos. Y no podía recordar al hacedor. Y no tenía el esquema del orden. Es decir, yo no me había creado a mí. Pero, desbaratada, debería recrearme.

Al llegar a este punto es cuando me planteaba la pregunta de si debería hacerlo o no. De si valía la pena. De si por qué. O si para qué.

O más grave aún: aunque quisiera: cómo empezaría. Porque el hecho es que nos encontramos con nosotros   —186→   de buenas a primeras. No sé en qué momento: de pronto ya estamos en nosotros.

No sabemos de dónde surgimos, ni qué significa el tránsito.

Así que yo, a solas conmigo, no sé qué hacer. Si Dios me hubiera hecho de barro hubiera recibido una explicación. (Una vez, en España, antes de que me mandaran a Rusia, mi padre habló por teléfono a la casa y yo creí que era Dios. Nunca más reconocí su voz). Claro que sí fui hecha de barro, de ahí mi resquebrajamiento.

¿Puede un arqueólogo reconstruir? No, creo que no. Pega las piezas. Las fisuras quedan. Podría volver a salirse el agua por ahí. Pero yo ni siquiera encuentro las piezas. Ni siquiera puedo dar la apariencia de un ser remendado. Soy un ser despedazado. La cabeza se me escapa hacia lo alto. El corazón lo he perdido. Un pie se apoya en la tierra y el otro vacila en el aire. Los brazos, desarmónicos. Los ojos, dando vueltas. La cámara lenta en velocidades dispares. No encuentro la unidad: sólo el silencio me consuela. Caen las uñas y la sombra de las pestañas.

Lo que desearía es el vacío total. Que mi cerebro fuera un hoyo absorbido que irradiara luz inútilmente. Tampoco eso. Que ya no hablara ni conmigo misma. ¿Tampoco eso? No, Dulcinea, te gusta hablar contigo. Todo lo inventas. Hasta tus propios despedazamientos. Decidiste que la comedia no vale: viva la tragedia. Te diviertes tanto. Mucho. Más.

Dulcinea, no eres ni alfarera ni arqueóloga: no puedes reconstruir tu infancia: no puedes saber cómo fue la muerte de tu hermano: no puedes reconocer a tus padres. Dulcinea, no has resuelto nada.

Tampoco lograste distraerte. Tus historias de las otras Dulcineas no te interesan. Las has dejado incompletas. Dulcinea, ¿qué haces?

  —187→  

Nada. Nunca he hecho nada. Siempre he estado callada, sola, en un rincón. Como muñeca de trapo. Arrumbada. Sin cara.

He recogido imágenes dispersas para ir guardándolas celosamente en su desorden. He coleccionado todo tipo de objeto desechable. Poseo un trozo de metal pulido de algún lugar de mi casa de Madrid. Una hoja seca de no sé qué árbol de Valencia. Y una concha también. Un trozo de corteza de abedul de Puschino o de Saratov. Arena de Chachalacas. Una piedrita de Tzin-Tzun-Tzán. Una hoja de papel con el nombre de los trasbordos en tren de Nueva York a Balbuena. El casquillo de una bala que no recuerdo dónde lo encontré. Las primeras palabras que me dijo mi madre en el trayecto de la estación de Balbuena a la colonia Cuauhtémoc, recién llegada de Rusia: de niña tenías las muñecas muy gorditas.

Estos objetos los muevo y remuevo, acomodo y desacomodo. Salen del cajón de mi memoria y se me desgranan entre los dedos. Me deleito con ellos y no me decido a tirarlos. Carecen de forma y se están desintegrando. Algunos tienen más de cuarenta años.

Verdaderos tesoros.

El cofre de las riquezas yo lo descubrí.

(Nadie sabe nada).

(Un secreto es un secreto).

No se me vacía la cabeza.

Cada vez me pesa más.

Se me ha llenado y no tengo ningún espacio en blanco.

Sobre la nieve vi los ciervos acercarse a la casa cuando ya la corteza de los árboles no era suficiente para su hambre. Pero se atemorizaban y volvían a internarse en oscuridad.

  —188→  

En el barco, sobre la mar, una gaviota parada en el palo mayor.

Un delfín saltando y mostrando su cabeza tersa.

Escuché estas palabras: ¿lo elevado de la montaña o lo profundo del valle?

El sol saliendo. El sol poniéndose.

La tibia placenta.

El acogedor líquido amniótico.

La ya no dura tabla del ataúd.

Soldados muertos. Lodo pegado en sus botas. El niño hidrocéfalo.

El niño imbécil.

El bello niño de ojos agacelados y pestañas largas y espesas.

El feto perdido. El feto podrido.

Los trozos de abortos entre gasas y algodones, en la basura.

Los ojos azules de una gata siamesa.

Todo el mundo en mi mano. Que es la mano de Dios. Que es la mente del cosmos. Microcosmos. Macrocosmos. ¿Cuándo abandonaré?

El vacío será la forma.

Amaré la pantalla de televisión y besaré el plástico pulido.

¿Tú, Dulcinea? Qué va. Si tú cabalgas por otras tierras. No podrás ser asceta porque no te entregarás al ritual. Has desmenuzado tu historia, has fragmentado tu momento, has disecado tu alma. ¿Por qué no miras, mejor, por el cristal de la ventanilla del automóvil?

  —189→  

Dulcinea mira por el cristal de la ventanilla del automóvil. En ese momento, Dulcinea sabe que van a chocar. O Dulcinea lo desea. Sería un modo de poner fin. Pero tampoco lo desea Dulcinea. Siempre ha visto su muerte estrellada y la violencia del hierro y del fuego. Pero no es así. El Periférico va aligerándose. Los automóviles son menos. Pocos. Muy pocos. Escasos. La pista está vacía. Solamente ellos. Los extraños. Dulcinea y Amadís. Un único automóvil. Tampoco los extraños están cuando Dulcinea quiere mirarlos. Amadís sigue y ella también.

Ellos dos, nada más. Tal vez hayan chocado y los cuerpos de los extraños hayan caído a la carretera. Dulcinea y Amadís. Como en el principio. Como con el barro y el soplo.

El automóvil se desliza como un trineo en la nieve o un barco en el mar. Las nubes van espaciándose. La luz se vuelve intensa, antes de desaparecer.

Dulcinea debería recordar a dónde van. Sólo recuerda las arenas del desierto invadiendo la carretera. Luces intensas y un dolor de cabeza que se le parte en dos. ¿Si se le llega a partir y a caer? No. No quisiera rodar por el suelo. Un cuchillo parece abrirle el cráneo. Lo ha sentido. El frío. Lo agudo. Y lo cortante.

Tranquilidad. Puesta de sol retardada. Sin esfuerzo. Sin contraste.

El Periférico se acaba. El automóvil entra por un camino lateral. Atrás va quedando el asfalto, la tierra apisonada.

Hay árboles: pájaros que están recogiéndose y que cantan su último canto. Ramas inclinadas por el peso de los frutos. Agradable silencio. Claroscuro.

  —190→  

Este lugar sí me gusta, piensa Dulcinea.

Al fondo un castillo. Abruptas rocas hasta llegar a él. La luz en las nubes. El almendrado ojo de Dios.

Se abren las puertas (del cielo).

Mixcoac,
12 de septiembre de 1983 - 25 de julio de 1984.