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Ecos de gloria: leyendas históricas

Faustina Sáez de Melgar.




ArribaAbajoCuatro palabras de la autora

Hace más de cuatro años que concebí el pensamiento de escribir una obra que llevase por título Ecos de Gloria, o los Alfonsos de Castilla y de León, consistiendo en una leyenda de cada uno de los ilustres Reyes que tanto han enaltecido la monarquía española, haciéndolas muy variadas para que la obra resultase amena y agradable, semejantes a las tres que presento reunidas en este pequeño volumen. En efecto; emprendí este trabajo, bien arduo en verdad, porque desde luego quise atenerme estrictamente a la historia, teniendo que consultar infinidad de volúmenes a fin de presentar los datos más verídicos y admitidos por nuestros historiadores, adornándolos con las galas de la poesía.

Siguiendo esta idea, hice las que hoy ofrezco al público, dejándolo después para atender a la novela, que me ofrecía resultados más positivos. Desde entonces acá, engolfada en la prosa, no he vuelto a pensar en esta obra hasta ahora que, hallándome en el compromiso de regalar a mis suscritores de La Violeta un libro inédito, les presento este fragmento que no había pensado en dar a luz hasta tener concluidas las once leyendas.

Ignoro si algún día llegaré a completar mi pensamiento; para ello necesito un estímulo muy fuerte, porque el trabajo es penoso, y no me encuentro con el suficiente ánimo para continuarle, teniendo en este caso que desatender la novela y el periodismo que me ocupan constantemente, proporcionándome momentos de verdadera satisfacción.






ArribaAbajoLeyenda primera

Alfonso el Católico1





INTRODUCCIÓN



   Está la noche serena;
su pálida luz dudosa
en el confín asturiano
extiéndese melancólica.
   Blanca la luna cernía
su bella faz en la bóveda
del azulado elemento
entre fugitivas sombras,
   que fórmanse solitarias
en las escarpadas lomas,
donde tímida refleja
su pura luz amorosa,
   risueños y hermosos valles
cubiertos de verde alfombra
distínguense, y a lo lejos
del mar las peladas rocas.
   Más allá pardas ruïnas
de mil fortalezas godas
cayendo a impulso violento
del cierzo que las destroza.
   Y mírase lentamente
que un castillo se desploma,
pues sus señores huyeron
cual bandadas de palomas.
   Allá los muros sombríos
de una ciudad española,
que el manto de las tinieblas
sombríamente la entolda.
   Mas no importa, lector, llega
que aún puede tu vista torva
penetrar en los lugares
que holló la morisma odiosa.
   Penetra, y mira su alcázar
que invade chusma traidora,
en tanto que nuestros Reyes
refúgianse en Covadonga.
   Profánanse los altares,
los templos se desmoronan,
cambiando la fe de Cristo
por la secta de Mahoma;
   profeta que los infleles
con torpe creencia adoran,
y arrojan la sacra imagen
de la Virgen amorosa.
   Y al expulsarla del templo
con estupidez sardónica,
es convertida en mezquita
la Santa Iglesia católica.
   Tiembla de pavor el alma
recordando de la historia
aquellas páginas negras
que con su manto la entoldan.
   Y el pensamiento atrevido
alas indignado toma,
retrocediendo diez siglos
allá en Asturias se posa.
   Venid a mí los que ufanos
tengáis la sangre española;
venid, del primer Alfonso
restauremos la memoria.
   Sigámosle en sus batallas,
en sus hazañas heroicas,
y presentemos al mundo
su ejemplo con luz gloriosa.
   Y tú, Virgen sin mancilla,
Reina del cielo y Señora,
préstale a la lira mía
grata vibración armónica.
   Quiero cantar, y mi alma
hoy a tu planta se postra,
pidiéndote inspiraciones
para mis ECOS DE GLORIA.
SELIMA.


I

   Allá en Galicia ostentábase
en una ciudad hermosa,
la Media Luna orgullosa,
enseña del musulmán.
   Los fieles acongojados
huyen a escondidos valles,
y en Lugo, plazas y calles,
domina el caudillo Osmán.
   Entrégase al blando sueño
la morisma descuidada,
en tanto que enamorada
vuela en alas del amor
   la encantadora Selima,
que en su alcázar retirada
aguarda seña o palmada
en oculto mirador.
   Es noche de primavera,
templada y de aromas llena,
dulce, apacible y serena,
con su firmamento azul;
   cuajada de rutilantes
estrellas que orlan su manto,
y con chispas de amaranto
bordan su diáfano tul;
   con el rumor de la brisa,
tenue galopar lejano
de un alazán jerezano
Selima atenta escuchó.
   Ya de la ciudad los muros
el jinete atravesando,
hasta el alcázar llegando,
con soltura desmontó.
   Tira la rienda a un esclavo,
y un retirado postigo,
de sus amores testigo,
hizo a su empuje ceder.
   Penetra en larga alameda,
sube a una estancia moruna,
cuando el fanal de la luna
comienza fúlgido a arder.
   «Bien mío, dijo llegando
a su adorada Selima;
deja que mi labio imprima
en tu mano celestial.
   Deja que beba en tus ojos
la luz que mis pasos guía,
tú el astro de mi alegría,
el consuelo de mi mal.
   ¿Mas no respondes? altiva
por de más y desdeñosa
te encuentro, mi dulce hermosa;
mudos tus labios están.
   Acaso en mi larga ausencia
de mí te habrás olvidado;
por Alá que enamorado
cual siempre vuelve tu Osmán.
   -No merece de Selima
el amor ningún vencido,
si derrotado y perdido
dejó en la lid su pendón.
-¡Selima!
-Tu voz severa
no acobarda el alma mía,
nunca con mengua daría
a un esclavo el corazón.
-Ved que soy libre...
-¿Y qué importa
si derrotado volvisteis,
y allá en el campo perdisteis
con las huestes el honor?
   -No culpes, Selima mía,
mi brío ni mi pujanza,
que rota quedó mi lanza
en el bravo vencedor.
   -¿Y quién es ese caudillo
de arrogancia tan ufana?
-De la nación asturiana
el más noble paladín.
   Alfonso tiene por nombre,
Rey su ejército lo llama,
y su bravura se inflama
a los ecos del clarín.
   Nada a su empuje resiste
a su bizarra hidalguía,
sólo su valor podría
tan alta hazaña alcanzar.
   Rompió mi lanza en pedazos,
y por el aire esparcida,
con ella fuera mi vida,
mas no me quiso matar.
-¿Y huiste?
-Con ligereza;
gracias a mi potro overo,
a Lugo llegué el primero,
mi ejército a reponer.
   -¿Y el honor? Es una prenda
que perdida no se cobra.
-Mi plan poniendo por obra
prometo a Alfonso vencer.
-¿Confías?
-Tengo esperanza
de derrotar al cristiano;
mi corazón africano
humillará su altivez.
   -Pues a la lid; de un esclavo
nunca serán mis amores;
si ellos son los vencedores,
no vuelvas aquí otra vez.
   -Ya en mi ciudad nada temo;
sabré en ella hacerme fuerte:
si ayer fue esquiva la suerte,
hoy halagará mi sien.
   Adiós, mi dulce Selima,
vencedor seré mañana,
y tú serás la Sultana,
tú la Reina de mi harem.»


II

   El alba en el Oriente aparecía,
coronada de bellos resplandores,
y era de mayo delicioso un día
impregnado de aromas y colores.
   Un cielo azul, magnífico lucía
de la hermosa mañana a los albores,
cuando el pendón de Asturias venerado,
por la hueste leal es adorado.

   Cerca de Lugo en la campiña bella
el Católico Rey se preparaba
nueva lid a emprender: su buena estrella
mil triunfos y conquistas le auguraba.
   Viva la luz de su piedad destella,
que en portátil altar se celebraba
el santo sacrificio, y los guerreros
inclinaban humildes los aceros.
   Alta y serena la mirada ardiente
de apacible semblante bondadoso,
el Católico Rey alza la frente
apartándose el yelmo presuroso.
   Al cielo eleva su oración ferviente,
y en el acto sublime y religioso
inclina la cabeza coronada
recibiendo la Hostia consagrada.

   ¡Oh qué escena tan bella, tan sublime,
ver los nobles astures rodeando
el sagrado pendón que hollado gime
por el impuro y agareno bando!
   La santa fe que su fervor imprime,
indómito valor les va inspirando,
y ante el altar postrada la rodilla
juran lavar su afrenta y su mancilla.

   La bendición reciben, y al momento
al combate se apresta valerosa
la reducida hueste, en movimiento
poniéndose entusiasta y presurosa.
   Ya en Lugo les aguarda Osmán, sediento
de vengar su derrota vergonzosa,
y armando sus caudillos africanos,
se promete vencer a los cristianos.

   A su hermosa Selima le asegura
con promesas de amor feliz victoria,
y en insensato vértigo la jura
volver cubierto de triunfante gloria.
   Él funda su esperanza de ventura
en quimera fantástica ilusoria,
y en su rencor ardiente y furibundo
pretende osado conquistar el mundo.

   Sueña con altos triunfos denodados;
y en locos y falaces desvaríos,
llégase a imaginar que avasallados
serán por fin los asturianos bríos;
   que aquel puñado de héroes esforzados
embotarán sus ánimos bravíos,
y de la España toda en las almenas
dominarán las armas sarracenas.

   Sueño falaz, de extraviada mente
proyectos de quimérica fortuna;
nunca en Asturias se elevó potente
ni triunfará la odiosa Media Luna.
   Si traidora invasión la alzó inclemente
conquistando ciudades una a una,
al destruir la goda monarquía,
otra más grande y fuerte se alzaría.

   De sus mismas ruïnas elevada,
escasa y de terreno reducida,
en un palmo de tierra levantada,
por un puñado de héroes sostenida,
   alzose la que un día celebrada,
por su inmenso valor engrandecida,
arrojaría la invasora gente
y plantara la Cruz eternamente.

   Del adalid cristiano la pujanza
no se amengua al mirarse empobrecido,
y en su naciente solio se afianza,
que el amor de su pueblo ha sostenido.
   Como guerrero intrépido se lanza
a engrandecer su reino perseguido,
y en su entusiasta fe grita con brío:
«¡Sus! mi ejército fiel, que Lugo es mío.»


III

   Al belicoso grito del monarca
los bravos montañeses se enajenan,
prorrumpiendo en vivísimo alborozo
al descubrir de Lugo las almenas.
   «¡Hela ya la ciudad! claman con brío:
su gran campiña, su espaciosa vega,
serán nuestros salones y palacios
en tanto humilde el musulmán la entrega.
   Pero no tardará; caiga el impío,
que tras su muro impávido se encierra;
caiga la Media Luna y en sus torres
se alce la Cruz de salvación eterna.
   -¡Asturianos, valor! el Rey les dice;
hoy vamos a probar la gentileza
de los nobles y fieles paladines
al defender su altiva independencia.
   Esa ciudad de sombreadas torres
y de campiña tan feraz y extensa,
que mustia y abatida gime aislada,
un día fue grandiosa y opulenta.
   Pero sonó de la venganza el grito,
y al fuerte impulso de traición artera,
cayeron de su solio los monarcas
y perdió nuestra España su grandeza.
   Invasora nación, bárbara, injusta,
extendió con desdoro su bandera,
hollando nuestra frente enrojecida
de trémulo coraje y de vergüenza.
   Para siempre la goda monarquía
hundió en el polvo su arrogancia excelsa,
pero otra se levanta poderosa
que vengue de su patria las afrentas.
   En Covadonga se elevó triunfante
del gran Pelayo en la valiente diestra
nuevo pendón que restauró atrevido
de su nación la dinastía regia.
   Pobre es el cetro que mi mano empuña,
escasas de mi reino las ofrendas,
pero valor me sobra, y mis vasallos
leones son de indómita fiereza.
   Con ellos venceré: la fe cristiana
hoy en mi pecho con vigor alienta;
del sumo Dios la protección invoco,
y su divina Cruz será mi enseña.
   ¡Sus, valientes, a mí! caiga el intruso;
al infiel musulmán liza sangrienta;
venguemos la opresión de nuestros lares,
de nuestros pueblos la espantosa mengua.»
   El Católico Rey, entusiasmado,
audaz prosigue su gigante empresa;
cercando la ciudad, paciente aguarda
a que el infiel sus escuadrones mueva.
   Digna es de ejemplo en los futuros siglos
del augusto monarca la paciencia,
su gran piedad magnánima y sublime
y su valor y religión austera.
   Miradle: sus alcázares reäles
los campos son de su asturiana tierra,
su lecho es una piel en duro suelo,
sus pabellones la azulada esfera.
   Y siempre grande, generoso y fuerte,
lleno de fe su corazón se eleva,
ni a la fatiga, privaciones ni hambre,
su espíritu altanero se doblega.
   ¿Y qué es de Osmán en tanto? Penetremos
en la ciudad sitiada y turbulenta
donde se agita un pueblo enfurecido
pidiendo pan en algazara extrema.
   Ved a Selima, la graciosa mora,
en el alcázar agitar la diestra,
y denostar al tímido caudillo
que ante su planta su sentencia espera.
   «¡Álzate! dice, por Alá, que el cielo
no te dotó de valentía inmensa,
y gimes a mis pies cual mujerzuela
que a sus temores con pavor se entrega.
   Alza y tremola tu pendón osado,
vencedor en mil lides más soberbias;
reúne tus caudillos, y que al punto
retiren los cristianos sus banderas.
   Y vuelve por tu honor como valiente;
sal de nuestra ciudad a la defensa,
que a tu custodia la dejó mi padre,
fiado en tu valor y tu destreza.
   Tuyo será mi amor si victorioso
vencieres al cristiano en la pelea,
y atado ese monarca cual esclavo
con sus guerreros en mi hogar presentas.
   Pero si vuelves trémulo y vencido,
sentirás de tu patria el anatema,
y con su grito te dirá mi labio:
eres cobarde, Osmán; maldito seas.»
   No escuchó más el agareno; al punto
sus escuadrones en la plaza ordena,
al frente se coloca, y atrevido
pónese en marcha y al cristiano llega.
   El gran Alfonso le aguardó con brío,
preparada su hueste a la pendencia;
vinieron a las manos iracundos,
y encendiose el ardor de la refriega.
   El sol velado entre celajes rojos
llegaba a la mitad de su carrera,
cuando ambos combatientes a porfía
redoblaban los golpes de su diestra.
   La llanura se cubre de trofeos,
de miembros y cadáveres se llena,
la sangre generosa se derrama,
.sin decidirse la fatal contienda.
   Ambos a dos bizarros paladines
infunden el valor con su presencia
el coraje y la indómita bravura
del cristiano es igual a su altiveza.
   Él se halla en el lugar de más peligro,
y de sus tropas el fervor alienta
con su constancia y atrevido empeño,
sus rudos golpes y su faz serena.
   A millares los moros van cayendo;
otros cobardes de la lid se alejan;
ya la victoria por el gran Alfonso
decide la divina Providencia 2.


IV

   Sus tesoros de luz y de armonía
el cielo azul purísimo derrama;
se escucha por doquier bélico ruido,
y la ciudad de Lugo se engalana.
   Con emoción dulcísima escucharon,
los cristianos la voz de las campanas,
que al saludar al vencedor augusto
sus lenguas de metal se desbordaban.
   Los esclavos que gimen en mazmorras
salen en libertad con algazara,
abrazando a los bravos campeones
que libertad y vida les salvaran.
   Todo es animación, todo bullicio,
y plácemes al Rey, que no escuchaba
más voz que su piedad y su conciencia,
que órdenes semejantes le inspirara.
   «Al punto la mezquita se consagre;
y en nuestra santa iglesia restaurada,
colóquense mis estandartes regios,
cual ofrenda a la Virgen sacrosanta.
   Restablézcase el culto, y Odoario 3
su palabra evangélica y cristiana
extienda por los ámbitos del templo,
con elocuencia mística y sagrada.
   Ensálcese a María, Virgen pura,
cuya divina protección nos salva,
rindiéndola oraciones y trofeos
en cánticos de amor y de alabanza.
   En este día de perpetuo gozo,
do la victoria coronó mi causa,
piedad debemos al linaje humano:
que nadie sufra vejación infausta.
   Esos infieles que vencidos gimen,
sectarios de una causa tan nefanda,
puedan marchar con libertad completa,
o quedarse en su hogar al que le plazca.»
   Después de dar sus soberanas órdenes,
el Católico Rey se retiraba,
cuando una mora de sin par belleza,
en continente altivo se adelanta.
   Velado el rostro con cendal tupido
que sus encantos misterioso guarda,
el pecho palpitando de osadía
y sus hermosas formas de arrogancia,
   le dice al Rey con voz encantadora,
más que las auras melodiosa y grata:
«Escúchame ¡oh paladín bizarro!
dispensador de bienes y de gracias,
   ¿Qué me darás a mí, cuando he perdido
la ciudad que mi padre me entregara
al partir para el África, seguro
de mi valor heroico y mi constancia?
   ¿Qué me darás, ¡oh Rey! que en este alcázar
era mi voluntad la soberana?
mi voz se obedecía, y mil esclavos
perfumes a mi planta derramaban.
   -Te doy la libertad», la dice Alfonso.
-No hay libertad para quien vive esclava,
la mora le replica; y sólo anhelo
para los míos tu cumplida gracia.
   -Mi palabra te doy de que sus vidas
serán como la tuya respetadas.
-Grande cual tu valor, Rey asturiano,
es la nobleza egregia de tu alma;
gracias por ese don; mi pecho ardiente
depone humilde su ominosa saña;
de tu valor y tu grandeza lleno,
mi corazón altivo se arrebata;
hoy te rindo homenaje, y algún día
sabrá pagar tu ofrenda una africana.»


V

   Triste, abatida la nación hispana,
dobló su altiva frente,
hundiendo su grandeza soberana
en la playa africana,
hasta elevarla un día floreciente.

   ¡Oh! ved cuál dominaron con fortuna
los moros en Toledo,
y fueron a plantar su Media Luna
en la Emérita fiel, cuando ninguna
igualó su denuedo.

   La península ibérica se humilla
a su yugo ominoso;
sólo un país no dobla la rodilla,
y ostenta sin mancilla
de Constantino el lábaro glorioso.

   Ese pueblo es Asturias: ¡cuán fecundo
el germen de virtud brota en su seno,
y de coraje lleno
a dominar con su poder el mundo
se alza grande y sereno!

   ¡Miradle! al pie de la riscosa sierra
crea una monarquía,
que pobre y sin recursos sólo encierra
treinta leguas de tierra
y un mundo de valor y de hidalguía.

   Sin armas, ni riquezas, ni soldados,
se lanzan a campaña
los bravos montañeses esforzados,
y en breve derrotados
son los usurpadores de la España.

   Su indómito valor, su fe sincera,
su arrojo temerario
admira siempre la nación ibera,
que miró su bandera
tremolar en el campo del contrario.
   Al frente de sus huestes valerosas
el inmortal guerrero,
el Católico Alfonso, alzó gloriosa
su enseña generosa,
que espanto pone al musulmán artero.

   Ya ese pueblo que triste y abatido
en la abyección gemía,
se levanta entusiasta y aguerrido,
alzando enardecido
de uno al otro confín voz de alegría.

   Su reciente reinado se engrandece
con la toma de Lugo,
y de su Rey el nombre se enaltece;
de su pueblo el amor rápido crece
bajo su blando yugo.

   Sigamos ¡ay! la luminosa huella
de sus triunfos brillantes:
en Tuy, en Braga, Oporto, do destella
su victoriosa estrella,
y en otras ricas plazas importantes.


VI

   Tendía la luna sus pálidos rayos,
mostrando amorosa su cándida faz;
el campo cristiano se agita intranquilo,
que huyó de su pecho el sueño y la paz.
   En ancha llanura, cercana a Ledesma,
y en lecho de pieles de rojo color,
se mira al guerrero, al Rey don Alfonso,
postrado al impulso de acerbo dolor.
   Aquel que atrevido rindiera a sus plantas
cien pueblos que el moro robonos infiel,
el héroe glorioso, el noble asturiano,
honor de la España, su orgullo y su prez;
   aquel que elevara la Cruz sacrosanta,
y diera a su reino tan grande extensión,
el Rey de los reyes, piadoso y guerrero,
que dio a su corona tan bello florón;
   el padre del pueblo padece y delira,
y en fiebre se agita de muerte quizá;
en torno circulan sus fieles soldados,
cubierta de llanto la pálida faz.
   Allí cabe el lecho se mira a Selima,
postrada de hinojos, con dulce fervor,
rogar por la vida del hombre querido
que inspira a su pecho fanático amor.
   La hermosa Sultana, la mora arrogante,
de orgullo extremado, de altivo ademán,
amé al Rey Alfonso, por fuerte y por bravo,
y odió por cobarde al pérfido Osmán.
   Su amor es sublime, ardiente, profundo,
que turba su mente, su débil razón,
amor de africana, inmenso, extremado,
que llena entusiasta su gran corazón.
   Por él de su padre perdió los halagos,
dejó de su alcázar el lujo y placer,
y en pos de su amante, vestida de paje,
se aleja y expone gustosa su ser.
   Por una sonrisa, por una mirada,
por verle en la lucha gallardo y gentil,
daría Selima su gloria, su alma,
daría entusiasta mil vidas y mil.
   Por eso abatida se entrega al quebranto,
herido contempla su amante reäl,
y al pie de su lecho se agita llorosa,
sintiendo su pecho delirio fatal.
   Atenta le mira, espía su sueño,
y al ver que sus ojos comienza a entreabrir,
se acerca, y en ellos fijando los suyos,
la dulce esperanza miró sonreír.
   Advierte en el pecho del noble guerrero
la imagen hermosa del Sumo Hacedor,
y ante ella promete hacerse cristiana,
en voto sublime de ardiente fervor.


VII

   ¡Pobre Selima! rendida
a un amor que la devora,
deja su patria querida,
y da gustosa su vida
por el amante que llora.

   Lo ve pálido en su lecho,
y juzga verle morir;
se oprime su noble pecho
a impulso de hondo despecho,
y sólo sabe gemir.

«¡Oh Virgen de los cristianos!,
exclama con grave afán,
al Rey de los asturianos
salva la vida, y mis manos
coronas te ofrecerán.

   Yo contrita y humillada
inclinaré la rodilla,
te amaré, Virgen sagrada,
y moriré resignada
al pie de tu regia silla.

   Pero, sálvele ¡oh María!
sálvele mi ardiente amor;
él es la estrella que guía,
que da luz al alma mía
con su hermoso resplandor.
   Por el de África las galas
de mi cabeza arranqué,
alcé atrevida mis alas,
opuse el pecho a las balas,
y hoy tocas me ceñiré.

   Por él, Señora del mundo,
la pompa olvido y las flores,
y mi cariño profundo
es un manantial fecundo
de penas y de dolores.

   Mas ¡ah! ¡qué importa! dichoso,
contemple yo al amor mío,
viva tranquilo y gozoso,
no de la muerte el reposo
apague su poderío.

   Cual astro de su reinado,
cual sol que su pueblo mira,
viva del mundo admirado,
ya que su nombre adorado
respeto y amor inspira.

   Yo cual estrella naciente
giro en torno de su luz,
eclipsada eternamente
por el brillo refulgente
de su piadosa virtud.

   Virtud que admira mi alma,
de que es Alfonso modelo,
por la que pierdo la calma
cuando él se lleva la palma
que irá a ostentar en el cielo.

   Indiferentes sus ojos,
no dan consuelo a mi mal,
y al acrecer mis enojos,
no ven en mis labios rojos
la brillantez del coral.

   ¡Ay! pobre flor desdeñada,
tu cáliz al mundo cierra,
y triste y enamorada
busca en el claustro morada,
y en él tu pasión encierra.

   En un claustro, Virgen pura,
iré de tu amor en pos,
rogando por su ventura;
bajo tu amparo, segura,
podré adorar a su Dios.

   Mas hoy, que cobre su pecho
la animación y la vida,
y abandonando ese lecho,
ámbito menos estrecho
de nuestra suerte decida.

   En ese país dichoso,
donde mi vista se clava,
en ese pueblo glorioso
do reina Alfonso el Piadoso,
será Selima su esclava.
   Tributaré mis cuidados
a sus hijos y a su esposa,
y esconderé desolados
mis celos desesperados
tras de mi pasión hermosa.
   Nunca de mal proceder
que mi conciencia me arguya;
noble y grande quiero ser,
y olvido mi padecer
con una mirada suya.

   Esos seres arrogantes,
de corazón tan sereno,
nos dan ejemplos brillantes,
y en brevísimos instantes
al malo le tornan bueno.

   Él es noble, altivo y fuerte,
de sublime corazón;
ofrezco a sus pies mi suerte,
¡oh! y aunque arrostre la muerte,
digna será mi pasión.»


VIII

   ¿Qué fue de Osmán? preguntarán curiosos
con impaciente anhelo mis lectores
dejando a los cristianos victoriosos,
os daré de su vida pormenores.

   Después de la batalla, ensangrentado,
mordiendo el polvo en iracunda saña,
del campo se alejó desesperado,
y en breve tiempo abandonó la España.

   Supo por los esclavos que siguieron
tras su nefanda huella, cómo altiva
les dio Selima libertad y huyeron,
quedando del gran Rey ella cautiva.

   Supo que enamorada de su porte,
de su heroico valor y bizarría,
orgullosa seguíale a su corte
con mengua de su raza y nombradía.

   Tan tristes nuevas escuchó el caudillo,
y de enojo ceñuda su ancha frente,
torvas miradas de siniestro brillo
lanzó iracundas al jurar su muerte.

   «¡Oh! yo me vengaré, dijo con ira,
mi corvo alfanje se hundirá en su pecho;
si tras la planta del cristiano gira,
blanco serán los dos de mi despecho.»
   A Damasco llegó; y en el momento
al padre de Selima se presenta:
«Vengo, le dice, de beber sediento
la sangre de tu hija que te afrenta.

   Escucha ¡oh Muza! la veraz historia
de la ciudad de Lugo, confiada
a nuestra lealtad siempre notoria,
y en mal hora perdida y mancillada.

¡Oh, mancillada, sí! Tu hija alevosa
al monarca asturiano se la entrega;
ríndele la ciudad, y licenciosa
va tras su huella enamorada y ciega.»

   «¿Y así, con esa calma, has arrojado
sobre mi rostro la afrentosa mengua?»
le grita Muza, pálido, indignado:
y en improperios desató su lengua.

   Calmose un tanto de su enojo fiero:
«Vuelve otra vez, le dijo, vuelve a España,
disfrázate de monje o bandolero,
y clava este puñal en su honda entraña.

   Muera Selima y el cristiano impuro,
de ambos a dos el corazón te pido,
y por el gran Profeta, Osmán, te juro
que pagará este ultraje el fementido.»

   El puñal escondió sobre su seno
el desairado amante de la mora;
saluda a Muza, y de coraje lleno,
dijo: «¡me vengaré de la traidora!»


IX

   Algún tiempo después, una mañana,
dulce, tranquila y de armonías llena,
cuando la aurora fúlgida derrama
sus tesoros de luz, ámbar y perlas,
   cuando mecido el céfiro en los valles
susurra con las aguas placenteras,
remedando el suspiro de los ángeles
o el canto de las aves en la selva,
   alzábase un murmureo allá en Asturias,
en un pueblo feliz de gloria eterna:
era en Cangas de Onís, la villa ilustre
que en ansia loca a su monarca espera.
   Era la heroica corte de los Reyes
engalanada con su real diadema,
que ostentaba trofeos y pendones
que conquistó su Rey en liza abierta.
   Era un pueblo de niños y de ancianos,
y de mujeres animosas, bellas,
que con palmas y lauros aguardaban
al gran restaurador de su opulencia.
   Sobre la turba había una matrona
ciñendo altiva la corona regia,
y a su lado tres ángeles hermosos
de dulce faz y blonda cabellera.
   Es la Reina Ormesinda con sus hijos,
a quien el gozo de su pueblo alegra,
y el júbilo comparten celebrando
de cien batallas la victoria excelsa.
   Un grito embriagador, alto, sublime,
un prolongado viva, do quier suena,
fuertes acentos de metal sonoro
al aire lanzan vibración suprema.
   La multitud avanza jubilosa,
y el ejército real a Cangas llega,
y ornado de banderas y trofeos,
el Católico Alfonso a la cabeza.
   Mil esclavos le siguen silenciosos
admirando su gloria y su grandeza,
que al carro de su triunfo atadas vienen
de cien pueblos las llaves y preseas.


X

En un salón del Alcázar
el Rey Alfonso penetra,
y aún ensordecen el aire
los vivas y las protestas.
   El pueblo saluda al héroe,
las madres bendicen tiernas
al buen padre que sus hijos
condujo a victoria cierta,
   y todos con ansia loca
besando van las banderas
a los moros conquistadas
con la sangre de sus venas.
   Y en tanto en inmenso júbilo
el vecindario se alegra,
el gran don Alfonso dice
en alta voz a la Reina:
   «Esposa y señora mía,
de mi amor la dulce dueña,
pongo a tus pies una esclava
de notable gentileza.
Ella me salvó la vida
en los campos de Ledesma,
y ante mi lecho de muerte
veló como madre tierna.»
   A estas palabras del Rey
postró una rodilla en tierra
la encantadora Selima,
diciendo de esta manera:
   «¡Oh Reina de los cristianos,
hermosa Sultana, bella,
permite que una africana
humilde tu esclava sea.
   La cólera de mi padre
ruge sobre mi cabeza,
y las borrascas del mundo
mi corazón amedrentan.
   Yo aprendí, señora mía,
que hay una Virgen excelsa
que acoge bajo su manto
la orfandad y la indigencia.
   Supe por vuestros guerreros
que la Religión austera
del que muriera en el Gólgota
es base de las grandezas;
   es antorcha de verdad,
no oscurantismo y miseria,
como la ley que yo abrigo
de mi patria y su Profeta;
   esa fe suma, que al campo
en vez de guerreros lleva
leones y héroes gloriosos
que ostentan la cruz egregia;
   esa luz brilló en mi alma,
y mi corazón anhela
profesar esas doctrinas
y ser tu esclava en la tierra.»
   Ormesinda suavemente
tendió a Selima la diestra,
y exclamó con un acento
de gracia y dulzura extrema:
«Bien venida a mi palacio
la mora que su creencia
olvida, y recibe en cambio
la luz de toda belleza.
   Te presentaré en el templo,
y ante la Virgen suprema
harás tu cumplido voto
y entrarás en nuestra secta.
   Hoy por primer beneficio
te doy libertad completa;
no quiero a mi lado esclavos;
serás mi dama primera.
   Y de mi agradecimiento
recibe, cual débil muestra,
esta imagen de María
que al Rey guió en la pelea.»
   Alzose con majestad,
y con altivo talante
pidió a su esposo la prenda
que acababa de ofrecer.
   Quitósela apresurado,
y en el cuello de Selima
colocan la pura ofrenda
con entusiasta placer.
   Con gozo la triste mora
la recibió de sus manos,
y exclamó: «Somos hermanos,
hermanos en religión.»
   Luego, ahogando sus acentos
y recobrando la calma,
juró en el fondo del alma
extinguir su honda pasión.
   El pueblo prorrumpió en vivas
y sonrió la natura;
una nueva criatura
reconoció al Salvador.
   Sonaron mil armonías,
y los fastos españoles
dicen brillaron tres soles
de extraordinario fulgor 4.


XI

   Era una noche, lóbrega y oscura,
de esas que al alma infunden
       triste pavor,
cuando de Cangas en el real palacio,
la servidumbre demostraba ansiosa
      su hondo dolor.

   Allá en un camarín yace doliente,
perdida la esperanza
      ya de vivir,
la piadosa Ormesinda, rodeada
de monjes venerables que la ayudan
      a bien morir.

   Doquier revuelve los turbados ojos,
y en su mirada brilla
      resignación,
clavándola en sus hijos, en su esposo,
y después en Selima, que lloraba
      con aflicción.

   Quiso hablar, y la voz extinguida
en su garganta trémula
      no se advirtió;
pero en el ademán de su congoja
comprendió el Rey que a la mora
      le señaló.

   Con inefable gozo su semblante
brilló sólo un momento
      muy fugaz;
de protección un signo dirigiola,
y un adiós a los seres de su aprecio,
      muriendo en paz.
......................................
   Selima por su reina
lloraba sin consuelo,
sus celos ocultando
allá en su corazón.
   Para ella fue una madre
tiernísima, amorosa,
y a su piedad hermosa
debió la salvación.

   Amábala su pueblo
por sus virtudes puras;
de tristes criaturas
siempre el amparo fue.
   Y al desatar del mundo
los lazos terrenales,
su alma elevose al cielo
en alas de la fe.


XII

   Una mañana temprano,
en el jardín paseaba
el Rey Alfonso, seguido
por una joven cristiana,
   que recatando el semblante
con un cendal como el alba,
con inquietud recelosa
paso a paso le acechaba.
   El Rey sin temor ninguno
de peligro ni emboscada,
envuelto en su largo manto
tranquilo siguió su marcha.
   Tibios los rayos del sol
débilmente coloraban
de los álamos las copas
reflejándose en la escarcha:
   «Fresca, apacible y hermosa
aparece hoy la mañana»,
dijo, contemplando el cielo,
y con voz dulce y callada.
   Luego tomando una calle
de rosales y de acacias,
llegó al extremo, y sentose
en una eminencia escasa.
   En abstracción melancólica
quedó sumida su alma,
y no sintió el leve ruido
con que crujió la hojarasca.
   Momentos antes sombrío
apareció en la enramada
un monje de torvo ceño,
y se colocó a su espalda.
   Entre el hábito raído
y el seno, oculto llevaba
un puñal, que brilló un punto
suspenso sobre el monarca.
   Un minuto, y el infame
hundido hubiera su arma
en el astur valeroso
que cien pueblos conquistara.
   Indefenso el noble anciano,
ni aun su augusta faz mostraba,
porque oculta la tenía
pensativa entre sus palmas.
   Del asesino brillaron
los ojos con luz satánica;
alzó el brazo regicida,
y su golpe aseguraba,
   cuando un grito poderoso
y un cuerpo humano se lanza
con violencia espantosa
entre el puñal y el monarca.
    «¡Tente, bárbaro!, le dijo,
mi pecho solo desgarra.»
y envuelta cayó en su sangre
en brazos del Rey la esclava.
   Era Selima, antes mora
y después noble cristiana,
a quien la Reina Ormesinda
llamó María de Gracia.
   ¡Era ella! ¡la pobre mártir!
la tórtola enamorada,
que su amor casto e inmenso
guardó en el fondo del alma.
   Ella, que al Rey don Alfonso
con tanto delirio amaba,
que su reposo y su vida
audazmente le consagra.
   Al asesino atrevido
una víctima no basta,
y prepárase a la lucha
con el Rey, que le rechaza.
   Y con brioso coraje
por el pescuezo lo agarra,
dejando a Selima en tierra
moribunda entre unas ramas.
   Le quita su propio alfanje,
el negro hábito le rasga,
y al reconocer a un moro,
en el pecho se le clava.
   Luego acudió presuroso
a donde Selima estaba,
y restañando su sangre
de aquesta manera exclama:
   «¡Dulce María! ¡hoy mi vida
perdiendo la tuya salvas!
¿Con qué podré yo pagarte
esta sangre que derramas?
   ¡Vas a morir! bella niña.
¡Tan joven, y por mi causa,
cuando el mundo te ofrecía
sus aromas y sus galas!
   ¡Oh! por salvarte yo diera
los tesoros de mis arcas:
diera mi reino y la gloria
que recogí en la campaña.»
   Abrió los ojos la triste,
y con lánguida mirada
clavolos en don Alfonso,
murmurando estas palabras:
   «Adiós, Rey, voy a morir...
perdona si el labio exhala
un gemido de amargura
que del corazón se escapa.
   Adiós, adiós... yo bendigo
mi muerte porque te salva:
ella te muestre el ardor
con que mi pecho te ama.
   ¡Oh sí! te amó con delirio
mi corazón entusiasta
desde el día que admiré
tu valor y tu arrogancia.
   Te amé siguiendo un impulso
que brotó cual viva llama,
y creció grande, gigante...
¡Oh! tanto, que ya me abrasa...
   Perdóname si este amor
guardé en el fondo del alma:
hoy, Alfonso, lo confieso,
para morir resignada.»
   Calló Selima un momento,
y agitándose con rabia
el asesino, que inerte
los cabellos se mesaba,
dijo, lanzando un rugido
y una imprecación extraña:
«¡Infame, traidora, infiel,
maldecida de tu raza!
Vas a morir cual un perro,
víctima de mi venganza.»
«¿Quién eres?» exclamó el Rey
con un grito de amenaza.
«Reconoce ese puñal,
comprenderás quién te mata.»
   Y así diciendo, arrojó
sobre aquella infortunada
el hierro que aún en sus manos
moribundo conservaba.
   Y obedeciendo al impulso
con que el infiel lo arrojara,
se fue a clavar en el tronco
de aquella florida acacia,
   en la cual el cuerpo herido
de la joven se apoyaba.
Ésta le mira, y al punto,
reconociéndole, exclama:
«¡Es el puñal de mi padre!
¡Ay! ¡perdón, padre del alma,
si abandoné tus hogares,
tus creencias y tu casta!
   Perdón ¡oh Rey! para él...
demando por sola gracia...
que quiero morir tranquila...
¡Ampárame, Virgen Santa!»
   La joven se desmayó,
el moro tornó a jurar;
el Rey su guardia llamó,
y a los dos los trasladó
a más cómodo lugar.


XIII

   En camarín oculto y silencioso,
y con pálida faz, dulce mirada,
hallábase Selima, y a su lado
el Rey que con amor la contemplaba.
   Un mes pasó desde que Osmán hundiera
el puñal en el seno de la esclava,
cuyo tiempo doliente y afligida
pasa la triste en singular batalla.
   Con la muerte luchó, y al fin hermosa
su altiva juventud triunfó gallarda,
apartando animosa de su pecho
de la segur horrenda la guadaña.

   «Gracias a Dios que te veo
aliviada, el Rey la dice.
-Sí; pero aquel infelice
¿murió, Alfonso, según creo?
   -Pagó su negra traición.
¡Oh! por su muerte, María,
no le tengas compasión,
merecida la tenía.
   -Es verdad, el fementido
quiso vengarse de mí
clavando el puñal en ti,
que me hubieras defendido.
   -Descanse en la tumba en paz;
su venganza es perdonada,
porque contemplo tu faz
levemente sonrosada.
   -Al sumo y grande Hacedor
plugo dejarme la vida,
y al serme así concedida,
también me otorgó tu amor.»
   Esto diciendo la hermosa,
subió el carmín a su frente,
y con voz dulce, amorosa,
persuasiva y elocuente,
   dijo el Monarca: «Mi bien,
¿cómo no amarte, si eres
la gloria de las mujeres,
y es tu cariño un edén?
   ¿Por qué, arcángel peregrino,
a quien la virtud abona,
no tuviste otro destino,
ceñirías mi corona?
   ¿Por qué naciste africana,
y de esa raza perjura,
que arroja la Cruz cristiana
y nuestro exterminio jura?
   ¡Ah! ¿por qué? ¡Yo te amo tanto,
que sin vacilar, María,
henchido de fe y de encanto,
a mi solio te alzaría!
   Pero ¡imposible! no puedo
de mi pueblo la creencia
herir, cuando le concedo
una gloriosa existencia.
   -¡Oh triste suerte! en mi pecho
viva oculta mi pasión;
es el mundo muy estrecho
para tu gran corazón.
   Allá en los valles amenos,
en la orilla de los ríos,
oirás los suspiros míos
de amor y de angustia llenos.
   Viviré en la soledad,
lejos del mundo y los hombres;
nunca unidos nuestros nombres
oiga la posteridad.
   De tu pueblo respetando
la aversión hacia mi raza,
viviré oculta, adorando
al que mi amor no rechaza.
   -¡Oh! yo tu esposo sería
si una boda clandestina
tu suerte uniera a la mía.
-¿Y si el pueblo la adivina?
   -¡No es posible! nuestros lazos,
un sacerdote en secreto
bendice, y yo te prometo
dulce ventura en mis brazos.
   -¡Oh gracias! comprendo, sí,
el impulso que te mueve;
quien te ama con frenesí
a todo, Alfonso, se atreve.
-Luego aceptas.
-Con el alma.
-¡Bendita sea tu boca!
-¡Mi amor te dará la palma!
-¡Oh! el gozo me vuelve loca.»


EPÍLOGO

   El noble Rey se casó
con la dama de su esposa
siendo cristiana, aunque antes
esclava fue y nació mora.

   Ignoró aqueste suceso
entonces la corte toda,
y después de muchos siglos
hoy mismo muchos lo ignoran.

   Yo lo encontré por acaso
en antiquísima crónica,
la cual dice que Selima
fue pronto madre amorosa.

   Tuvo un hijo que su padre
crió en palacio con honra;
llamábase Mauregato 5,
y al fin ciñó la corona.
   Termina aquí mi leyenda:
lector, si te es enojosa,
sabe que no es cosa mía,
la he sacado de la historia.


 
 
FIN DE «ALFONSO EL CATÓLICO»
 
 


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