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Edgar Neville y la comedia de la felicidad

Juan A. Ríos Carratalá





Zamora, octubre de 1950. Ambos datos nos hacen pensar en la España provinciana de la posguerra, poco dada a las alegrías y menos a un cosmopolita concepto de «glamour». Había, no obstante, sus excepciones o contrastes. El conde de Berlanga del Duero, Edgar Neville (1899-1967), acompañado de su elegante musa Conchita Montes1, llegó a la ciudad castellana el día 28 para estrenar su versión de El tren de París, una comedia de su amigo Marcel Achard, especialista en amores frívolos y elegantes. A diferencia de anteriores colaboraciones entre ambos en Hollywood, el protagonista no iba a ser Maurice Chevalier. Le esperaba la compañía Puchol-Ozores, una singular saga familiar a la que por entonces se había sumado un Miguel Gila residente en Zamora. La recepción fue codornicesca: banda de música, alfombra larga y caja con alrededor de cien moscas vivas que, tras el pertinente discurso, revolotearon al grito de «¡Soltad las moscas mensajeras!»2. Edgar Neville contribuyó a tan singular escena con un fastuoso Cadillac negro descapotable3, conseguido gracias a sus influencias como diplomático y que no pasaría desapercibido en una, suponemos, atónita ciudad provinciana. Aquella noche nadie acudió a la estación para escapar de la misma4, pero el éxito de El tren de París supondría un momento de felicidad para algunos zamoranos hartos de su experiencia cotidiana y dispuestos a soñar, siempre como espectadores y con horario preestablecido.

De eso se trataba. El citado diplomático, aristócrata, deportista, cineasta, dramaturgo, humorista, pintor, poeta... siempre estuvo muy dispuesto a ser feliz5. No como concepto abstracto o ideal filosófico, sino como sinónimo de pasarlo bien6. Y a fe que lo consiguió, por méritos propios y por su condición de señorito en una España en la que dicha categoría, sin connotaciones peyorativas, era respetada. Antes y después de la Guerra Civil. La trayectoria de los miembros de «La otra Generación del 27», según denominación de José López Rubio, es un buen ejemplo7. No en balde también se les llamó «los señoritos de la República», que como tales se sumaron a los golpistas de 1936 y preservaron su estatus en una dictadura de la que se quejaron a veces por su mediocridad, pero que les admitió con peculiar flexibilidad. La dispensada, por ejemplo, a un individuo que en aquellos tiempos timoratos del nacionalcatolicismo podía llegar a Zamora en un Cadillac descapotable acompañado de su amante, mientras su aristócrata esposa andaba por tierras malagueñas. Cosas de señoritos dispuestos a pasarlo bien. La diferencia nada desdeñable era que en este caso también pretendían transmitirnos ese objetivo gracias a su concepto de la creación teatral.

Desechada cualquier tentación moralista, mi fascinación por la singular trayectoria biográfica de Edgar Neville es superior a la que siento por su polifacética obra, a veces pálido y desigual reflejo de quien no estuvo dispuesto a sacrificar demasiadas horas de trabajo. Es proverbial y recordada su desgana en algunos rodajes, repletos de dificultades técnicas que apenas le importaban8. Pero también como escritor percibimos una facilidad no siempre corroborada por el trabajo9. Enrique Jardiel Poncela, tan perfeccionista como enemistado con Edgar Neville, le retrató en este sentido. Al margen de las caricaturas y las anécdotas, lo cierto es que comprendemos a quien no estuvo dispuesto a sacrificar un momento de goce en aras de la gloria literaria o cinematográfica. Tenía motivos, probablemente muchos más que un amargado Jardiel.

Esa búsqueda de la felicidad en lo vital tuvo un correlato en buena parte de su obra teatral. No quisiera subrayar demasiado la impronta personal que en la misma se revela, pero junto al concepto de «teatro de evasión» que agrupa por entonces a Edgar Neville con autores como José López Rubio y Víctor Ruiz Iriarte o el de «comedia de la felicidad»10, basado en una obra de Evreinof11 representada en Madrid en 1928, tal vez convenga detenerse en la figura de un autor que encarna la filosofía del «bon vivant», humor incluido. Con aire cosmopolita y sin pretender traducir la definición, pues en castellano lo peyorativo sustituye a lo sugestivo del término francés.

Edgar Neville tuvo numerosos amigos y no menos amigas. Culto, refinado, ingenioso, alegre, inquieto, rico, atractivo..., su personalidad no podía pasar desapercibida. Las amistades que cultivó durante su bien aprovechada estancia en Hollywood, encabezadas por Charles Chaplin, son un excelente ejemplo, propio de un individuo con don de gentes y necesitado del contacto con los demás. Al margen de casos como el de Jardiel o de quienes, como Max Aub, se situaban en sus antípodas12, la mayoría de los testimonios recopilados son positivos para este «dandy en la taberna», según acertada definición de Fernando Fernán-Gómez13. Alguien capaz de compaginar amistades en los más distantes ámbitos sociales, que cultivaba la de Ortega y Gasset y la del torero Juan Belmonte, disfrutaba en un tablao flamenco y escribía obras cercanas al clásico concepto de «alta comedia». Tal diversidad de facetas, más opuestas en la apariencia que en la realidad de cómo las concibió nuestro autor, nos indican la personalidad abierta y flexible de quien siempre estaba dispuesto a disfrutar de la vida.

Esta actitud le lleva a centrar sus críticas en la figura del «pelmazo», ejemplarmente retratada en el Ramón de La vida en un hilo (1959): «un muchacho honrado, bueno, trabajador, muy rico y de muy buena familia», pero un pelmazo al que no se le puede disculpar diciendo que, en cambio, es bueno14. No suele ser verdad, pues como nos recuerda Mercedes, «a lo largo de la vida te ha hecho más daño con su aburrimiento que un asesino». Edgar Neville contrapone esta figura a la de Miguel, un nuevo ejemplo del ideal vital tantas veces defendido por los humoristas del 27. Alegre, anticonvencional, despreocupado... el escultor es un «artista» sin ambiciones prosaicas, capaz de llevar a Mercedes por caminos distantes de los sólidos puentes construidos por Ramón, ingeniero y vasco. Esta dualidad recurrente en su obra y en las de sus colegas de grupo generacional ya nos indica el objetivo último: la búsqueda de la felicidad.

Dicho así, apenas hemos aclarado la filosofía vital del autor y la consiguiente elección creativa en el campo de la comedia. Esa búsqueda puede llevarnos por diferentes caminos, pero en aras de una simplificación yo establecería dos: el intento de superación de los obstáculos que se oponen a la felicidad o la eliminación de los mismos. A pesar de que ambos acaban coincidiendo en la mayoría de las obras, Edgar Neville se decantó por el segundo. Una elección coherente con su defensa del «teatro de evasión» y que nos lleva a un concepto de felicidad que, a pesar de responder a un impulso vital, forma parte de la concepción lúdica de los escenarios compartida con otros autores como José López Rubio. Una felicidad de ficción, contagiosa durante la representación, pero sin anclajes más allá del citado impulso y de la necesidad de evasión de un público más o menos agobiado por la cotidianidad.

No es casual que en las obras de los humoristas del 27 abunden tanto las historias protagonizadas por señoritos y mayordomos, siempre en armonía. Aparte de la necesidad de situar en estos ambientes unas comedias que aspiran a mostrar lo refinado, elegante, cosmopolita, frívolo..., también es una opción que simplifica al máximo el camino hacia la felicidad. Es fácil, por reiterativa, la caracterización de muchos de estos protagonistas. Suelen ser jóvenes en edad casadera y sin compromisos familiares. Los niños, con sus ataduras, nunca aparecen. Tampoco los ancianos, salvo los entrañables del último acto de El baile (1952), que se mantienen con el mismo espíritu que en los dos anteriores. Además de disfrutar de una excelente salud, los protagonistas de Neville están en su plenitud y sus parejas son bellas. Esta circunstancia no es secundaria. Aparte de responder a un ideal femenino que comentaremos más adelante, como objetos adorables deben presentarse atractivas de acuerdo con un refinado concepto de belleza. La presencia de Conchita Montes en muchas de las comedias estrenadas por su pareja fue fundamental. También los modelos que llevaba con una recordada elegancia que cautivaba al público. Su sofisticada belleza poco habitual entre las actrices españolas, su cultura menos habitual si cabe, su desenvoltura... formaban un conjunto tan adecuado para este tipo de comedias como insólito en aquella España.

En obras como el sainete Rosita la Guapa -no estrenado- o Margarita y los hombres (1934) el problema es que la protagonista no se siente guapa. No hay que preocuparse, tiene solución. Un oportuno accidente y una premonitoria cirugía estética lo resuelven en el segundo caso. En el primero la solución era más sencilla, pues respondía a una falta de confianza de la protagonista solventada con un juego de máscaras que nos remite a la tradición carnavalesca tan reivindicada por Edgar Neville. En cualquier caso, o son bellas o lo acaban siendo.

El trabajo, salvo en Margarita y los hombres, nunca es una circunstancia presente sobre el escenario. Pueden ser diplomáticos como en El baile -también sus amigos Agustín de Foxá y Joaquín Calvo Sotelo elegirán esta profesión tan adecuada para la comedia de la felicidad-, rentistas o artistas afortunados. Ellos; puesto que sus parejas pueden permitirse ser «la alegría de sus casas», como afirma Mercedes en La vida en un hilo. En cualquier caso no existe la más mínima preocupación laboral o económica y es posible para estos personajes lo que resultaba una quimera para la mayoría: viajes al extranjero, coches, casas suntuosas... y, sobre todo, mucho tiempo libre para un vivir despreocupado que incluye el juego del amor.

Si son jóvenes, guapos y ricos, lo lógico es que su tema, y hasta su conflicto, sea el amor. De acuerdo con una tradición literaria mil veces repetida, la relación amorosa puede convertirse momentáneamente en un obstáculo para la consecución de la felicidad. Pero de los que se superan con facilidad, tanta que en realidad nunca perdemos la confianza en un desenlace feliz. En este clima convencional de juego, el amor dista mucho de ser una pasión. Lo romántico forma parte de lo rechazable para un grupo generacional que optó por un modelo amoroso donde cabía incluso el cinismo, más elegante siempre que cualquier desbordamiento pasional. También era preciso evitar lo cursi. De ahí una relación tan ingeniosa como fría a veces, o volcada a un ideal -recordemos El baile- siempre moderado en sus formas, aunque profundo.

Amor sin matrimonio, como es lógico. A Edgar Neville y sus colegas no les interesaba la comedia costumbrista, más adecuada para reflejar las vivencias matrimoniales. En La vida en un hilo el juego propuesto permite una nueva oportunidad para superar el tedio que provoca la boda entre Mercedes y Ramón. Apenas apunta el drama de una tediosa existencia en compañía del «pelmazo» y su familia, una oportuna pulmonía sustituye al imposible divorcio y todo vuelve a empezar. El matrimonio que aparece en El baile es tan singular que, en realidad, es un trío cuya compensada composición impide el desgaste que acarrea la convivencia. Ese trío, con el implícito componente del adulterio que tanto escandalizaba por entonces, también se presenta de manera menos sutil en La extraña noche de bodas (1963), donde todo se resuelve mediante el oportuno sueño premonitorio. Pero lo que siempre se evita es la presentación dramática de la cotidianidad, sea la matrimonial o cualquier otra. A Edgar Neville no le interesa la realidad, salvo la que reconstruye mediante una recurrente e idealizada vuelta atrás o la que crea directamente para la ficción de estas comedias de la felicidad.

Puestos a tener algún problema, se inventa. Los dos protagonistas masculinos de El baile están preocupados por los avatares de «la mosca alpina», una mosca como otra cualquiera. Así queda reforzada la nota tierna de esta extraña pareja, casi infantilizada para hacer más creíble una relación tan singular. A veces el problema tiene una mayor hondura, como es «la lucha del hombre con los impuestos y la lucha del hombre sosegado contra la divinización del trabajo». Pero, aparte de que Alta fidelidad (1957) tuviera algún problemilla con Hacienda como indica el autor, el enfrentamiento además de inventado es casi inexistente en la comedia. Fernando, el protagonista, se identifica con un modelo muy del gusto de los humoristas del 27: «Mi padre era un señorito y yo también; pero un señor y un señorito de los de antes, cuando no estaba bien visto el trabajar». Él no gana dinero, lo tiene. Y, cuando lo pierde, intercambia su rol con el del mayordomo en un juego ya visto en Jardiel donde acaba apareciendo un inspector de Hacienda, tan irreal como el resto de los personajes. Un juego coherente con un ideal vital como el presentado por Miguel Mihura en Mi adorado Juan (1956): sin ambiciones, despreocupado, volcado en la felicidad de un presente sencillo y ajeno a las presiones y convenciones sociales. Es cierto que el protagonista de la citada comedia, basada en una homónima película de 1949, al final cede cuando decide casarse15. Pero el Fernando de Edgar Neville es más radical y acaba proclamando la necesidad de una peculiar revolución, la de una minoría que levanta pancartas en las que se lee: «Queremos más caviar», «Champaña en todas las mesas», «Respetad la holganza»... Sus protagonistas serían unos «anarquistas» dispuestos a refugiarse en la Costa Azul, Capri, Venecia y, de acuerdo con los gustos personales del autor, en Granada durante el mes de junio y en Madrid en el mayo isidril para disfrutar de los toros. Como es lógico, tales anarquistas no constituían un motivo de preocupación para la Hacienda del franquismo.

La búsqueda de la felicidad implica sentirse vivo, algo especialmente importante a una edad madura como la de Edgar Neville cuando escribió la mayoría de sus comedias16. Para un sujeto tan enamoradizo y amante de la vida esa búsqueda le llevaba al amor, a veces no correspondido, de mujeres más jóvenes. Buena parte de su tardía obra poética está dedicada a este motivo, pero también en sus comedias de la felicidad encontramos al amante maduro. Y, claro está, con resultados más positivos. Así sucede en Rapto (1955), donde aborda el triunfo del galán de avanzada edad. La muchacha de veinte años prefiere al protagonista de sesenta, capaz de vencer a su hijo que acaba volviendo a EE. UU. en un alarde de sumisión y comprensión que ni Moratín se habría permitido presentar en nombre del principio de autoridad y el decoro. Pero a Edgar Neville tales preceptos no le interesaban y tampoco pretendía convertir sus comedias en una escuela de costumbres. Él mismo, en el prólogo de Prohibido en otoño (1957), reconoce que este tipo de relación «no ocurre siempre, pero por eso es una comedia y no un suceso de periódico; en las comedias solemos recoger los lances que la vida da poco frecuentemente y que, por tanto, se prestan a la curiosidad» (Teatro, 2, p. 10). Una poética opuesta en este sentido a la de Moratín, propia de un teatro sin didactismo y que le permite proyectar sus deseos salvando, en nombre de la felicidad, los obstáculos de la realidad escamoteada mediante la ficción.

El galán maduro, en funciones de Pigmalión, es también el protagonista de Prohibido en otoño, título harto significativo y propio de una reflexión donde el deseo se atempera ante la evidencia de la realidad. Antonio, el protagonista, es un escultor que encuentra a una «salvaje ineducada» a la que pretende transformar en «una señorita como es debido»:

ANTONIO.-  Quiero llenarle la cabeza de inquietudes intelectuales, hacer que se salte a ciegas esa edad de los pollitos y del gramófono y tome tierra más tarde, cuando la mujer, la formada moralmente, prefiere los hombres mayores como yo. Además, quiero que me vea en otro ambiente, entre los artistas, como un tío más.


Consigue esa transformación, pero ella le considera como un padre y se va con Alfredo, semianalfabeto según el escultor, pero un «tío» más joven y pasional. Antonio reconoce lo vano de su pretensión y deja vía libre a la naturaleza con un final entre melancólico y vitalista que encuentra su correlato en algunas de las poesías de un Edgar Neville enamorado de una joven que no le correspondió17.

La decisión final del protagonista de Prohibido en otoño está teñida de un obvio paternalismo. Cede, pero voluntariamente al modo, esta vez sí, moratiniano. Ella está dispuesta a irse con Antonio y olvidarse del «tío», pero es el escultor el que acaba alejándose de su obra y se engrandece ante sí mismo y sus espectadores. Resulta sencillo imaginar el mecanismo psicológico que opera en esta decisión, tan reiterada y convencional en la historia literaria y teatral. Pero me parece más interesante subrayar el papel de la mujer, dispuesta siempre a ser moldeada o adorada, pero incapaz de sustraerse de una dependencia masculina, algo inimaginable para Edgar Neville y otros autores de su grupo generacional.

En la actualidad, resulta un tanto embarazoso recordar algunos textos misóginos de Jardiel Poncela18. Su humor apenas resta virulencia a una actitud que, en lo sustancial, fue compartida por unos autores tan amantes de las mujeres como poco feministas. Y en este punto sus obras son un claro reflejo de su personalidad. Satirizan y hasta se burlan de la esposa sumisa, pero no por ser tal, sino por su vulgaridad. Incluso por el aburrimiento que transmite. Prefieren una mujer poco convencional, más independiente y activa, que hasta puede encarnar un peculiar concepto de la prostituta como ocurre en varios personajes de Miguel Mihura. Edgar Neville, de acuerdo con el ambiente recreado en unas obras próximas a la «alta comedia», opta por la mujer elegante, refinada, atractiva y con un moderado toque de independencia, justo el suficiente para hacerla más deseable a los ojos de su amante y adorador.

La mujer tampoco debe ser un obstáculo para la búsqueda de la felicidad, fundamentalmente del hombre y, junto a él, de la mujer. Las comedias de Edgar Neville no se conciben sin una protagonista a la que amar. Adela, en El baile, es un paradigma. Julián y Pedro rivalizan en su homenaje, de forma complementaria hasta constituir una unidad dispuesta a ensalzar, cuidar y admirar a la discreta dama que acaba reencarnándose en la figura de Adelita. Ella recibe gustosa y satisfecha dicho homenaje. Incluso, en un momento dado, manifiesta su deseo de que se extienda a otros hombres, siempre en un sentido tan puro como idealizado: «... me gusta que me admiren, que me hablen con ese tono ronco con que os dirigís los hombres a las mujeres que os gustan mucho; me encanta saberme seguida por las miradas en las que hay admiración y temperatura». No se plantea una posible vida autónoma, al margen de esa relación. Y como ella, el resto de las mujeres que pueblan unas comedias donde se traza un ideal femenino concebido para la felicidad de quienes las rodean y, subsidiariamente, de ellas mismas. La propia Adela lo afirma con una reflexión final algo melancólica que no cuestiona la idea central:

[...] sabemos que nuestra misión principal es estar guapas y bien arregladas; millares de seres trabajan para que seamos el adorno del mundo, para que produzcamos un deseo de rapto... Y cuando se consigue ese efecto, resulta que está prohibido... y no nos queda nada.


No importa, ellas deben estar todo el tiempo que puedan en «el servicio activo», es decir, enamorando o, por lo menos, inquietando a los hombres, haciendo «que se fijen en ellas, que las sigan con la mirada y que se levanten a buscarles cosas: eso que se llama galantería». La misma remite a menudo a una idealizada vuelta al pasado, recurrente en una obra teatral y cinematográfica que encuentra en «la gran época» la proyección de unos deseos que el autor intenta compartir con los espectadores. Pero también se vuelca sobre un presente donde se intenta mantener un modelo tradicional de la mujer, algo acicalado y con notas de osadía para hacerlo más atractivo. Así sucede, por ejemplo, en La extraña noche de bodas donde, al final, el marido afirma:

[...] la felicidad de una mujer consiste casi siempre en sentirse orgullosa de su marido, tener junto a ella a un señor que todos respetan, un hombre que la protege con su importancia social, con su inteligencia, con su nombre, con su prestigio.


Isabel asiente y con ella, suponemos, los matrimonios que en la España de los cincuenta poblaban los patios de butacas. La «evasión» de la que tanto habla Edgar Neville a la hora de justificar sus comedias supone, como es obvio, una lectura del presente. Nunca cultiva un teatro de tesis, concepto que rechaza de manera explícita. Tampoco plantea una defensa de instituciones como el matrimonio, algo que habría sido un ejemplo de cinismo en su caso. Pero con frases como la citada, enfatizadas en el desenlace de la obra, traza un ideal de felicidad que cabe leer en aquel contexto de los años cincuenta. Edgar Neville y sus colegas de grupo generacional se situaron al margen de la España oscurantista, timorata, beata... Aspiraron a una modernidad en las formas bajo las cuales se desarrollaban las relaciones entre hombres y mujeres. Buscaron protagonistas bellas, desenvueltas, con voluntad explícita de ser atractivas y adoradas. Pero en ese punto, y creo que por voluntad propia, trazaron un límite que nadie podía traspasar en el teatro español de entonces con pretensiones de ser representado. Me refiero a la independencia o autonomía de la mujer, a su derecho a una felicidad propia. No estaban los tiempos para estas liberaciones. Tampoco Edgar Neville y sus amigos estaban por la labor, asumiendo algunas contradicciones con respecto al papel de la mujer que ellos resolvían mediante la idealizada vuelta al pasado o un teatro concebido como juego, con unas reglas independientes de la realidad.

El polifacético Edgar Neville afrontó algunos riesgos a lo largo de su trayectoria creativa, pero nunca fue temerario y compartió con sus amigos del 27 la voluntad de buscar el éxito, con su componente económico nada disimulado. Cartas, testimonios y declaraciones de los propios autores prueban la importancia de este factor en sus decisiones, incluso en su deambular por el cine, el teatro y la literatura en busca de lo más fructífero en cada momento. Sería prolijo explicar hasta qué punto la cuestión económica determinó el paso de Miguel Mihura y Edgar Neville del cine al teatro en los años cincuenta. Nunca lo disimularon y, aunque exageraron algunas circunstancias valoradas de manera subjetiva, comprendemos que en esa década vieron el campo abonado para un tipo de comedia coherente con sus postulados y, al mismo tiempo, provechosa para sus intereses. Y lo cultivaron, a pesar de los problemas con los empresarios, los actores y la censura que nos cuenta un Edgar Neville que apenas ejerció la autocrítica y lamentó que sus éxitos no le permitieran una mayor continuidad sobre los escenarios.

La comedia de la felicidad es una buena fórmula para el teatro comercial de la época. Los relativos riesgos que asumía por entonces el Edgar Neville novelista o colaborador en la prensa -superados ya sus textos vanguardistas anteriores a 1936-, apenas los observamos en sus comedias. Cualquier fórmula teatral, por muy ponderada que sea, puede fracasar. Le ocurrió en varias ocasiones a un autor un tanto quejoso sin caer en la actitud intransigente de Jardiel o en el escepticismo de Mihura. Actores poco predispuestos, empresarios temerosos, censores intransigentes... fueron algunos de los obstáculos con los que se enfrentó Edgar Neville en su intento de llegar a un público tal vez no mayoritario, pero sí sólido y asentado.

La fórmula de la comedia de la felicidad, en el caso que nos ocupa, es compatible con los deseos del autor y de aquellos espectadores que, en un apunte de ingenua sociología teatral, imaginamos de sábado por la noche. Edgar Neville apenas nos habla del público. En los prólogos y en otros testimonios encontramos numerosas referencias a los actores y los empresarios, a menudo con un sentido crítico por sus exigencias y cortedad de miras. Los espectadores no aparecen, como si no fueran los determinantes del éxito o el fracaso en un teatro privado y comercial. Sin embargo, están presentes en la mente de un comediógrafo menos original que el cineasta de los cuarenta o el narrador de antes de la Guerra. Sus insólitas películas, algunas propias de lo que más adelante se denominaría «cine de autor», eran viables al margen de los beneficios derivados de la taquilla. El peculiar sistema de subvenciones de la inmediata posguerra permitía negocios sorprendentes, aprovechados por un director y productor que también encontró la oportunidad de mostrar su faceta más original en películas como La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de Carnaval (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), El último caballo (1950)... Otra cara igualmente original y renovadora es la de su humor vanguardista en novelas como Don Clorato de Potasa (1929) o codornicesco en relatos como los de La familia Mínguez (1946). Pero el autor que en 1936, pocos meses antes de la Guerra, hacía sonreír con las desventuras de la vaca Emilia, enamorada de «uno de Hacienda» en el volumen Música de fondo19, en sus comedias de la felicidad pensaba más en un espectador implícito. Nunca se traicionó, pero moderó sus ansias renovadoras, cultivó un humor mucho más tradicional y con él una escueta nómina de temas o conflictos, justos los necesarios para no asumir demasiados riesgos.

Unos personajes ajenos a los problemas de la inmensa mayoría, situados en un espacio escénico concebido como un oasis, más que disfrutar de la felicidad juegan. Es lógico, puesto que el juego representa el concepto esencial para explicar su forma de hacer teatro, como también ocurría con su colega y amigo José López Rubio20. Ambos autores construyen una esfera lúdica autónoma en la que lo representado no pretende tener conexión con el mundo de los espectadores. De donde surge, si se quiere, la evasión: el patio de butacas se integra en el juego de la representación a sabiendas de lo que es; lo visto en escena se queda luego detrás del telón, sin trascender a sus vidas particulares. Mientras tiene lugar la función, el espectador se siente enajenado. Cuando termina, es como si nada hubiera acontecido, porque la previa aceptación del pacto implica la ausencia de transición entre la esfera lúdica y lo real, ambas son independientes.

Edgar Neville defendió esta concepción lúdica del teatro en la que cabe situar el concepto de la comedia de la felicidad. Y creó un espacio escénico desprovisto de elementos reales y, por eso mismo, contrarios a la felicidad idealizada que se intenta transmitir a los espectadores mientras dura el juego. También defendió o justificó el «teatro de evasión», una denominación polémica utilizada no sólo como descripción por parte de un sector de la crítica. Frente a los autores comprometidos e interesados por la realidad coetánea, Edgar Neville argumentó a favor de «una evasión» que, en su caso, es algo más que una imposición de los tiempos como pretende hacernos creer.

En el prólogo a su comedia Tiempos mejores, no estrenada, un irritado Edgar Neville lanza una descalificación vulgar contra los que reclamaban un teatro comprometido:

En el café de Gijón en cuanto un señor tiene éxito con una comedia en la que todo no es mugre, y salen seis maricas, una lesbiana, un atacado de enfermedades secretas y un caballero que quiere acostarse con su abuela, dicen despectivamente que es teatro de evasión y que los comediógrafos deben tratar sólo los temas de nuestro tiempo.


(Teatro, III, 137)                


Caricaturiza lo que no comparte y se ampara en la imposibilidad de «tratar temas candentes y de actualidad» sin «una total independencia y una seguridad de que nuestras ideas van a pasar el trámite de la censura». En los años sesenta, cuando escribe este prólogo, «es posible que ya se puedan tratar temas de actualidad», pero la mayor parte de su obra fue escrita cuando «la única manera [...] era diciendo que sí, y uno tenía ganas de tratar la actualidad diciendo que no, y, por tanto, para tener que castrar mis opiniones prefería dejar los temas de actualidad para más adelante»21.

Edgar Neville no miente, pero hasta cierto punto se engaña a sí mismo en un contexto donde se sentiría obligado a justificar lo que, en realidad, es una decisión coherente con su concepción del teatro. Él tuvo algunos problemas con la censura, tanto en su obra teatral como cinematográfica. Incluso escribió en la prensa artículos que resultaron algo polémicos, dentro de los estrechos límites de la época. Pero era de los autores que podían dialogar y hasta negociar con un organismo del régimen con el que, en lo esencial, se sentía identificado. En sus obras se deslizan alusiones irónicas a la censura, pero nunca como un deseo de una libertad de expresión amparada en un ordenamiento político distinto. No las habríamos visto publicadas. Le preocupa más la vulgaridad, la cortedad, de unos censores de vía estrecha, que acababan perjudicando a quien aspiraba a crear comedias cosmopolitas, elegantes y ajenas a la moralina de campanario que tanto abundaba a su alrededor. Pero, puestos a hacer hipótesis, no creo que su orientación teatral hubiera cambiado en un contexto sin censura. La razón es sencilla: no le interesan, como comediógrafo, «los temas candentes y de actualidad».

Edgar Neville no fue un agudo observador de la realidad, sino un ingenioso creador de un mundo ficticio donde la felicidad era consustancial. Incluso en sus obras teatrales y cinematográficas que se acercan al sainete de su admirado Carlos Arniches, donde era previsible el costumbrismo, prevalece su voluntad de estilizar la realidad, de adecuarla a unos presupuestos donde la belleza y la felicidad son protagonistas indiscutibles. En otro artículo ya analicé este peculiar acercamiento a lo sainetesco22, tan distinto del de otros cineastas coetáneos que lo combinaron con influencias neorrealistas para sacar la cámara a la calle y reflejar, con las lógicas limitaciones, una realidad que alimenta alguna de las mejores películas de los años cincuenta23. Edgar Neville ironizó sobre el neorrealismo, no era partidario de sacar la cámara de los estudios -Fernando Fernán-Gómez ha contado anécdotas en este sentido acaecidas durante el rodaje de El último caballo- y convirtió el sainete en una vía para un objetivo recurrente en su polifacética obra: la vuelta a un pasado, el de «la gran época», donde proyecta una sociedad armónica, estable, despreocupada y dispuesta a disfrutar del peculiar concepto de la felicidad que defiende.

El desinterés por la realidad no supone en Edgar Neville una falta de sensibilidad. La demuestra en su actitud comprensiva y en el tratamiento de unos personajes a menudo entrañables, a pesar de ser las piezas de un juego. Tal vez la mejor muestra en este sentido se encuentra en el trío que protagoniza El último caballo. La excelente interpretación de Conchita Montes, José Luis Ozores y Fernando Fernán-Gómez potencia la simpatía que despiertan una vendedora de flores, un bombero y un oficinista que acaban subidos en un carrito camino de la gran ciudad en un desenlace que podría interpretarse como ecologista. No lo es, pero en esa imagen bucólica y hasta cervantina de quienes rechazan el Madrid ruidoso y contaminado por los coches, el de los años cincuenta, se sintetiza un concepto de felicidad basado en unos rasgos no necesariamente contrastados con la realidad. Despreocupación, optimismo, imaginación, sencillez, espontaneidad, carencia de ambiciones, ausencia de espíritu práctico, gusto por la belleza, humor... son los componentes reiterados de una felicidad cuyo origen nunca se sitúa en los recovecos de una realidad que es deliberadamente ignorada, al menos como creador. Edgar Neville manifiesta en reiteradas ocasiones su admiración por José Ortega y Gasset y Ramón Gómez de la Serna. No debe extrañarnos, pues, esta actitud. Pero al margen de dichas influencias, percibo también la proyección de una personalidad en la que el deseo se imponía a la realidad. Un deseo de recuperar un peculiar pasado, que se agudiza conforme transcurren los años hasta desembocar en un testamento cinematográfico teñido de nostalgia: Mi calle (1960). Y una recuperación donde Edgar Neville se sentía libre para establecer las reglas del juego, las adecuadas para ganar un momento de felicidad.

Unas reglas fáciles de aceptar, sin apenas carga polémica dada su escasa relación con la realidad concreta e inmediata. Podemos plantearnos la verosimilitud de tres individuos montados en un carrito de flores y dispuestos a luchar contra la gasolina y los ruidos en el Madrid de 1950, dudar sobre los avances en 1934 de una cirugía estética capaz de transformar a una Margarita que hará realidad el amor antes sólo soñado, sospechar sobre la pureza de la relación que mantienen los tres protagonistas de El baile, ser escépticos sobre las posibilidades de los amantes maduros a la hora de enamorar a señoritas... y así hasta un larguísimo etcétera propio de un autor sólo atento a las reglas del escenario. No merece la pena, pues, confrontarlas con una realidad que se escamotea en aras del concepto de la felicidad. Resulta más lógico observarlas en su coherencia para crear un concepto tan ideal como atractivo en términos universales. Edgar Neville apenas ahonda en su crítica de los modelos opuestos. Tampoco suele recurrir a la ironía, el sarcasmo o la sátira, de acuerdo con un concepto del humor que se impuso entre los autores del 27 y se extiende a humoristas anteriores como Wenceslao Fernández Flórez. No polemiza, nadie se siente aludido, y busca el asentimiento del público en torno a unos personajes sin zonas oscuras o recovecos que cuestionen el concepto de felicidad que encarnan. Se hacen, pues, tan atractivos durante la representación como inoperantes para una reflexión que vaya más allá del escenario.

Esta circunstancia apenas preocupa a Edgar Neville. En el prólogo a su comedia Alta fidelidad afirma que ni el teatro ni el cine son una escuela de costumbres:

Creo que el teatro es un modo literario o un entretenimiento y, si se quiere, un espejo de la vida tal como es, o sea que es la vida la que influye en el teatro más que el teatro en la vida. Esto es fundamental. Nadie es adúltero porque ha visto un adulterio en el teatro, ni nadie mata a su padre porque lo ha visto en el cine. La influencia es en cosas más sutiles y más pequeñas y, desde luego, más agradables.


(Teatro, II, p. 161)                


Edgar Neville simplifica esta cuestión en un tono polémico que podría haber buscado otros argumentos. No se trata de rechazar el carácter «ejemplar» del teatro que en el mismo prólogo atribuye a quienes le reclaman una obra más comprometida. Algunos ingenuos lo pretendieron por entonces con la mejor fe, pero otros autores encabezados por Antonio Buero Vallejo comprendieron que en la captación de la realidad se debía dar un proceso crítico, intelectual y creativo. Frente a la fantasía de la comedia de la felicidad que permite la construcción de mundos en los que refugiarse, utilizaban la imaginación en su búsqueda de una recreación poética reveladora. No la pretendía un Edgar Neville más predispuesto a reafirmar que a cuestionar. Nunca perdió un sentido crítico acompañado a menudo por el humor y que le hizo cuestionar a determinados tipos y ambientes del mundo cursi y convencional que, como buen humorista, rechazó. Pero como comediógrafo intentó ante todo reafirmar la imagen de un concepto de felicidad que asociaba a una serie limitada de circunstancias que, como buen orteguiano, definían a un individuo capaz de disfrutarlas por su propia condición. Juventud, belleza, amor, espontaneidad, vitalidad, alegría, humor, despreocupación, riqueza, elegancia... son así conceptos que se reiteran en una creación bastante recurrente. Salvo en alguna extraña excepción como Aquella mañana, no estrenada, apenas se adentró en mundos más o menos ajenos. Prefirió la familiaridad de unos personajes y unos ambientes que justificaban su reiterada presencia por su adecuación para encarnar un mismo concepto de felicidad.

Este concepto puede acabar siendo una fórmula, pero ni siquiera en ese caso garantiza el éxito. Edgar Neville lo obtuvo, y rotundo, con El baile. Esta circunstancia propició su continuidad en Adelita y la representación en diferentes países. La favorable acogida de su película La vida en un hilo le animó a llevarla al escenario, donde volvió a triunfar. Otras comedias suyas pasaron sin pena ni gloria o tuvieron éxitos relativos como el de Alta fidelidad. Y, finalmente, algunas no llegaron al escenario24. En los prólogos a cada una de ellas publicados en la recopilación de Biblioteca Nueva (1955-1963) un Edgar Neville dispuesto a hacer balance no incluye la autocrítica como posible causa. Nos habla de unos empresarios poco dispuestos a afrontar el más mínimo riesgo y, sobre todo, de unos actores y actrices reticentes a menudo por las más nimias causas, que no lo eran para ellos. También aparece la censura en alguna ocasión, aunque dispuesta a negociar con un autor que intuimos hábil en este sentido. El público nunca tiene la culpa de sus problemas para alcanzar la deseada continuidad sobre los escenarios y tampoco considera que su no muy extensa obra resulta desigual. En sus menos conocidas comedias hay indudables aciertos y el buen oficio del autor salva los principales escollos. Incluso en algunos momentos encontramos matices singulares o hasta facetas insospechadas, como es el caso de la comedia histórica Aquella mañana, donde el autor recrea el tiempo de Napoleón y teoriza sobre las revoluciones en términos lampedusianos. No se estrenó y supongo que en el fondo no le extrañaría a un Edgar Neville acostumbrado a seleccionar temas y planteamientos que no buscan la inmediata demanda de los espectadores. Pero no era el caso de las comedias de la felicidad, con las que creía tener la llave para acercarse a un público fiel. La llave, no obstante, sólo funcionó con precisión y rotundidad en sus dos obras clave: El baile y La vida en un hilo, que sintetizan lo que en el resto son aproximaciones más o menos afortunadas.

Gracias a sus fieles adaptaciones cinematográficas las podemos seguir contemplando con agrado y hasta admiración al comprobar las fechas de su creación. En una España donde ser cosmopolita era una osadía y la divina providencia estaba mejor vista que el azar, un peculiar trío nos habla del amor en términos tolerantes sin que aparezca el concepto del pecado y una mujer, Mercedes, decide tener una nueva oportunidad tras enterrar al «pelmazo» de su marido sin derramar demasiadas lágrimas. Unas comedias que transmiten felicidad, pero no la bendecida por la omnipresente Iglesia, tan obviada por un autor que en plena posguerra se permitió vivir al margen de lo impuesto por dicha institución25. No por revolucionario, sino por aristócrata, en el sentido más amplio del término. Como tal estaba al margen de muchas presiones, su adhesión en 1936 a los sublevados le evitaba algunos problemas y, como otros colegas del grupo generacional, supo exprimir la vida. De ese jugo surge un mundo irreal e inteligente, sin comunicación alguna con el posible proyecto de vida del espectador, pero, en ningún caso, empobrecedor. Era, según José Monleón,

Un espacio [teatral] amable, tolerante, que contrastaba con los principios imperantes y que contribuía, por permitir evadirlos, a hacerlos más soportables. Era, en última instancia, una evasión perfectamente explicable, la expresión de una sociedad que no se atrevía o no podía encarar críticamente sus contradicciones y sus carencias. Un intento, en fin, de establecer la coexistencia entre la violencia real, la violencia «irremediable», y la placidez y la tolerancia solicitadas por la inteligencia y el ingenio26.


Un intento que en ocasiones fructificó en excelentes comedias, bien construidas, con calidad literaria en el diálogo, que nos muestran una visión amable y comprensiva de la vida mientras sonreímos al ver las peripecias de unos personajes en busca de una felicidad indisociable de la ternura, la tolerancia, la nostalgia y la belleza. Un intento con una justificación histórica. Así lo veía en 1976 José López Rubio:

[...] en un momento se llamó en España teatro de evasión al que hicimos unos cuantos. Quizá no era un teatro absolutamente de evasión como el de Evreinof o en algún momento de Casona. Creo -yo siempre he tomado la cosa en este sentido- que en aquel momento de la vida española, que fue bastante duro y bastante difícil, los años cuarenta, los años cincuenta, fuimos los escritores los que nos queríamos evadir de eso y buscar la sonrisa, buscar la alegría [...] Esa es la evasión: evadirnos de una cosa que pesaba como el plomo, la desesperación de la sociedad española27.


Esta justificación es coherente, sobre todo desde una atalaya temporal situada en un momento de cambio como era 1976. Pero la labor de estos «curanderos de la realidad», como les llamaba Domingo Pérez Minik, es, al menos en el caso de Edgar Neville, un resultado donde lo personal se impone a lo histórico. A pesar de algunas críticas o lamentaciones contra la cursilería, la ramplonería y la cortedad de miras de aquella España, no creo que nuestro comediógrafo padeciera el peso plomizo del que hablaba su amigo, «la desesperación de la sociedad española». Él era, fundamentalmente, un hombre vital y feliz, que disfrutaba de las circunstancias adecuadas para recrear en su experiencia biográfica un concepto similar al que define su opción teatral. Con las lógicas diferencias y tras un proceso de estilización, sin duda. Pero sin alterar en lo fundamental una experiencia que pudo conocer de primera mano y alimentó sus comedias de la felicidad, no tan evasivas si las analizamos desde esta perspectiva.

Si Edgar Neville hubiera vivido hasta 1976 también habría hablado de una España plomiza y desesperada, pero no era la suya. La memoria, cuando se manifiesta públicamente, selecciona y adecua su mensaje a los tiempos. Aporta en este caso una especie de rubor retrospectivo que hace inconveniente hablar de una experiencia feliz en unos años, desde el punto de vista social e histórico, negros. Pero quienes vivían en una hermosa casa de la calle Serrano con mayordomos y en la época de las cartillas de racionamiento daban exquisitas comidas28, viajaban por el extranjero, vestían prendas compradas en las más reputadas tiendas de París y Londres, tenían casas de veraneo en la Costa del Sol y otros lugares, podían dedicar su tiempo a seguir a los toreros más populares del momento, organizaban fiestas flamencas para unos invitados a los que recibían junto a su hermosa amante29... no necesitaban evadirse demasiado para crear una comedia de la felicidad. Era el caso de un Edgar Neville más dispuesto siempre a vivir que a soñar.





 
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