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Eduarda Mansilla (1838-1892): viaje y escritura. La frivolidad como estrategia

Claudia Torre1






Introducción

La guerra de la Independencia modifica el cuadro de la sociedad colonial. Entre esta y la conformación del Estado Moderno, años aciagos de luchas internas, hegemonías sólidas y tambaleantes coexisten con la entrada en el Río de la Plata de la Ilustración. La idea de progreso comienza a ser la voz de orden. Esta debe modelar a un ser social nuevo.

Se individualiza entonces a las mujeres como madres de los hombres nuevos y como nuevas educadoras. Podríamos pensar que es éste, el primer registro de la mujer como individuo. En ella se centra el resultado de la lucha de ideologías en disputa. La represión sin más va tomándose vergonzosa para el Estado, quien tiene que sofisticar las formas de control. Estas formas se desplazan al hogar y la mujer puede vislumbrarse como colaboradora del proyecto. Pero a la par de mujeres anónimas, madres, hijas, hermanas que comparten con el hombre su empresa militar y civil, se encuentran mujeres que sin desinteresarse de estos roles, comienzan a interesarse por las letras.

Desde aquella «precursora del tipo moderno» como gustó llamarla Ricardo Rojas, que fue Mariquita Sánchez, hasta las últimas publicaciones de Eduarda Mansilla y Juana Manuela Gorriti no pocas mujeres han pasado a la historia en relación con su producción escrita que se verifica en el primer periodismo porteño y se extiende a la novela, el cuento, el relato, el poema, el drama, la autobiografía, los Manuales de Educación, las cartas, sin dejar de incursionar por ello en Recetarios y Cuentos Infantiles.

La producción de Eduarda Mansilla se inaugura en 1860 y va culminando hacia 1883,1885. Clima: atmósfera liberal criolla propia del siglo XIX. Un humanismo floreciente bregaba por considerar sagrados los derechos del individuo. Este movimiento de registro que antes no había sido individualizado tan puntualmente, se insinúa ya en América con la Administración Borbónica del siglo XVIII. Esta centra su mirada en los seres como objeto de estudio, ya no tanto en los espacios o riquezas. Pero esta mirada tiene su auge en el siglo XIX. Dentro de este marco es posible pensar... si los derechos del individuo son sagrados..., ¿por qué no pueden serlo los derechos del individuo mujer? Se dibuja entonces una identidad femenina incorporándose a una sociedad que se regodea en las ideas emancipadoras provenientes del siglo XVIII (libertad, igualdad, fraternidad) y se verifica un nuevo espacio que contiene esa identidad. De este modo se comprenden los ensayos sobre los derechos de la mujer, tan propios del primer periodismo del Río de la Plata.




Mujeres públicas y publicistas

En Eduarda Mansilla pueden verificarse cruces entre ciertos aspectos de esta situación y su escritura. Allí, estirpe y producción se anudan con estrategias, relecturas y pertenencias muy particulares. Ella, como todos los escritores y escritoras de su época no es ajena a una ficción, indefectiblemente entramada con la política.


«Y hasta habrá tal vez algunos
que porque sois periodistas
os llama mujeres públicas
por llamaros publicistas».


se lee en las páginas de El Padre Castañeta en reacción con la aparición de La Camelia (publicación de 1852 dirigida por Rosa Guerra). Más tarde, «Malditas sean las mujeres» se titula un folletín del diario La Tribuna de 1867, y las Causeries de Lucio Mansilla no se quedan atrás: «¿Cuándo se convencerán nuestras familias que en América es precario el porvenir de las literatas y que es mucho más conducente el logro de ciertas aspiraciones que escribir con suma gracia, saber coser, planchar, cocinar?» (Mansilla, L., 438).

Esta retórica que ignora o se opone a la prédica y producción de las mujeres, al mismo tiempo la contiene y se constituye como marco posibilitador de la misma. Paradojas. El Nacional que muchas veces nombra a la mujer como «criatura indefensa», «sexo débil», y otros, contiene en esas mismas páginas la prédica sarmientina en favor de su promoción.

«Eduarda ha pugnado 10 años por abrirse las puertas cerradas a la mujer para entrar como cualquier cronista o reportero en el cielo reservado a los escogidos (machos) hasta que al fin ha obtenido un boleto de entrada a su riesgo y peligro, como le sucedió a Juana Manso, a quien hicieron morir a alfilerazos, porque estaba obesa y se ocupaba de educación».


(Sarmiento, 277)                


Podríamos pensar que cuando se trata de escritura de mujeres en el siglo XIX se vuelve necesaria una mirada crítica que no reitere algunos de los procedimientos de lectura que busquen autoconfirmación antes que conocimiento. En otras palabras, no victimizar a este grupo de mujeres emergentes y no asociar la constitución de la identidad de la mujer intelectual, con un movimiento de transgresión por parte de ellas frente a un orden social impuesto, lectura que puede ser tal vez más pertinente para el abordaje de los textos del siglo XX. Avanzando un paso, que intente dar cuenta de las paradojas, los entramados y las disonancias de este cruce entre un orden represor y a la vez posibilitador y un grupo de mujeres que escriben.




La niña traductora

En Eduarda Mansilla, la marca de clase opera muchas veces más contundentemente que la marca de género. Hermana de Lucio V., hija del Gral. Mansilla, sobrina de Rosas y casada con Manuel García, miembro destacado de la diplomacia, Eduarda Mansilla inaugura su propia historia pública siendo traductora de su tío Don Juan Manuel de Rosas.

Quisiera detenerme en esta escena inaugural de la biografía de Eduarda.

1845. Bloqueo anglo francés. El conde Waleski es enviado de París, a Buenos Aires por Luis Felipe, con motivo del conflicto, para entrevistarse con Rosas. Presidente y embajador someten sus discursos a la traducción de Eduarda que era en ese entonces una niña de 7 años. Al decir de Daniel Pombo: «la voz de semejante criatura sirviendo de conductor aun orgullo patrio sin límites y a una voluntad de hierro. La sonrisa de una niña fulminando el rayo» (Pombo, 7).

La misma niña traductora se casa años después con un García, unitario declarado. Las crónicas de la época se regodean retratando esta versión rioplatense de Capuletos y Montescos.

Sorprendente fragmento de la historia argentina en que la «barbarie» representada por Rosas dialoga directamente con las potencias europeas a través de una voz infantil y femenina. Juego diplomático, perversión, construcción inverosímil.

La primera fotografía de Eduarda no la muestra escribiendo desfallecidos poemas líricos, sino traduciendo discursos políticos de complejos asuntos de Estado.




La escritora romántica

Entre 1860 y 1870, Eduarda realiza su primer viaje a los Estados Unidos con la Representación Diplomática Argentina. Alrededor de diez años después, 1880,1882, escribe aquí en Buenos Aires sus Recuerdos de viaje.

El registro de la vida privada de las damas norteamericanas con sus atuendos rasados, sus bucles rubios, su manera de flirtear, su manera de comer y su manera de besar en la boca a sus familiares, coexiste con otro registro, el de la vida política, sus hombres y la guerra, porque en los años en que Eduarda viaja comienza en la Unión la guerra de secesión, entre el Norte abolicionista liderado por Lincoln y el sur aristocrático y esclavista.

El interior de las casas, con sus costumbres y sus mujeres y el espacio de la Unión o sea, la nación conformándose serán las dos directrices que constituirán la escritura de estos Recuerdos de viaje.

Esta doble mirada es fruto de transformaciones culturales que podríamos encuadrar en el marco del movimiento romántico. Por un lado la esfera pública de la producción, el estado, el mercado donde lo que cuenta y los que cuentan son los hombres, el dinero y el trabajo y por otro la esfera doméstica, de relaciones de parentesco o de amor, de costumbres, casamientos, comidas, madres, hijos, institutrices.

Eduarda va privilegiando los espacios internos de la casa y se detiene gozosa y regodeada en algunas descripciones:

«[...] los perfumes, las esencias de Atkinson y Lubin, los sachets de Guerlain, la veloutine de Fay, el rouge de Voilet, se venden exclusivamente en las boticas. En ninguna parte existe mayor variedad que el blanco de perla, blanco de lirio, blanco de cisne y cuantos blancos puedan ocurrirá la imaginación...».


(Mansilla, 122)                


Otra cita refiriéndose a la estrechez de las habitaciones del Hotel de Saratoga:

«"Pero, ¿cómo hacen estas mujeres para vestirse con tantas sarandajas en esas cuevas que ni espejo tienen?". Y Molina sonriendo respondía: "Son yankees, Señora"».


(159)                


Al mismo tiempo Eduarda va registrando de manera puntual y rigurosamente circunscripta la vida política de la Unión, con la salvedad de que «aquellos lectores que de la historia no gusten pueden saltearlo (se refiere al capítulo IV sobre la Independencia Norteamericana) no por eso comprenderán menos bien mis impresiones de viajera» (43).

La validez de la conciencia individual, el juicio personal y la respuesta íntima sobre las cuestiones del Estado configuran el lugar de este «yo romántico» que legítima su propia voz y a la vez que pugna por entrar en el entramado de voces ya existentes (Sarmiento ya ha escrito sus Viajes) es requerido por estas transformaciones culturales para constituir al sujeto individual.

Esta Eduarda de los Viajes, no escribe «en contra de», «afuera de», «lejos de», «parodiando a», «transgrediendo con». Escribe desde una autolegitimación validada por una modernidad contenedora, autolegitimación que como señala Susan Kirkpatrick «estaba controlada pero era real» (18).

La construcción de la figura del escritor y del héroe que el liberalismo y el romanticismo están construyendo parece autorizar la escritura de esta viajera políglota y excéntrica. Podríamos aventurar que el Romanticismo literario en el Río de la Plata está más cerca de posibilitar el surgimiento de esta escritura que de excluirla. El margen deja paulatinamente de ser amenazador. Se vuelve necesario y saludable. O en tal caso se desplaza, más por cuestiones de clase y condición social que de género. Los Recuerdos de Viaje y sus crónicas sobre indumentaria de mujeres y atuendo de galas se convierte entre 1882 y 1886 en la columna más leída de El Nacional. Dice uno de sus cronistas:

«Era la sección más favorecida por las señoras que obtenían leyéndola, una realidad nueva de autodidactismo».


(Velasco y Arias, 89)                





El arte de lo versátil

«Yo era sudista», marca y remarca hasta las últimas palabras Eduarda Mansilla de García y no es de extrañamos. Escritura atrapada, como muchos libros de viaje, entre dos tiempos. Por un lado: el recuerdo, la referencia, lo pasado (1860), y por el otro: el actual, tiempo de la alocución, tiempo presente del acto de escribir (1880).

«Pobre Sud, a pesar de sus faltas, del látigo cruento con que azotaba las espaldas de sus negros, era simpático. Lo compadezco y le dedico aquí un latido de mi corazón femenino».


(65)                


En los años en que Eduarda Mansilla escribía estos Recuerdos de Viaje, la República Argentina le ofrecía una cara triunfante. En 1880 el Conquistador del Desierto se había convertido en el Presidente de la Nación. La presidencia de Roca revela el triunfo del Estado Central, apoyado por la ambición de la clase terrateniente porteña. Eduarda reconoce su «pecado», dice, «soy sudista a pesar de la esclavitud» mientras el proyecto de Nación que configura la Argentina de los 80 excluye al indio de un desierto que, poco tenía de vacío. Eduarda también adscribe a este «sudismo rioplatense». Referencia y alocución se cruzan, se entreveran y enmarcan un espacio de ficción. La aseveración «soy sudista» que atraviesa todo el relato de viaje, resignifica la descripción de las costumbres, que le sirven ahora como «excusa para», y nos permiten una nueva lectura.

Con argumentos que no aluden a lo político sino a lo doméstico, Eduarda suscribe a su ideología de clase porque es en el Sud donde están para ella «la elegancia, el refinamiento y la cultura de la Unión» (196) y agrega «verdad que el Norte reconoce y proclama a cada paso en sus aspiraciones sociales».

Más allá del contenido de esta argumentación, veamos su estructura. Hay aquí una validación de elementos tales como, la elegancia y el refinamiento, pensados como criterios para emitir juicios de valor. Esto no es novedad. En la narrativa sarmientina registramos también el uso del «frac» como «índice de civilización». Pero lo que en Sarmiento es un detalle al margen, en Eduarda y aquí sí, hay una inflexión, es el centro mismo de la argumentación. Desde lo doméstico también se puede defender un proyecto de nación.

La familia como núcleo constitutivo de esa nación también debe ser sometida a una revisión:

«La familia, tal cual hoy existe, habrá de pasar, a mi sentir, por grandes modificaciones que encaminen y dirijan el espíritu de los futuros legisladores [...]».


(137)                


Eduarda al hablar del divorcio invierte los términos, es la familia la que regulará el Estado y no el Estado a la familia (idea que está presente en toda su producción desde El Médico de San Luis de 1860). Desde lugares no convencionales Eduarda da su palabra. La estrategia consiste en «hacerse luego a un lado», acusando cierta frivolidad y desenfado y «autorizando» a los hombres, es más a los hombres de ciencia a dar su veredicto:

«A mí me repugnan por demás tratar esta cuestión de una importancia vital [...] empero recomiendo al lector la obra del Doctor... Thomas, Profesor de Especialista en... [...] Yo prefiero pasearme por la Quinta Avenida».


(138)                


«Cómo evitar que una mujer que practica el oficio de Sócrates, haga fortuna en esa tierra clásica de libertades. Yo me guardaré bien de escribirlo».


(138)                


Eduarda se pone al costado de la formulación argumentativa y dice que «no escribirá», pero ya ha ingresado a su texto la enunciación del tema en cuestión y luego se engalana de inconsecuencia y trivialidad y desembarazándose de toda cuestión señala:

«Con el pensamiento que también es libre, me transporto a Broadway».


(138)                


El escándalo, la posible acusación de intrusión que produciría su opinión, queda así conjurada.




Cambiar de lugar

«Ha llegado el momento de hacer aquí una confesión penosa [...] todo el inglés que sabía resultó ser tan poco que con gran vergüenza y asombro mío, el intérprete natural de la familia, la niña políglota, como me llamaron un día algunos aduladores de mis años tempranos, no entendía jota de lo que le repetían los hombres mal entrazados y el lacónico expresivo empleado. ¿Qué dicen? ¿Qué dicen? preguntaban mis compañeros, volviéndose a mí como a la fuente. Y la fuente respondía: "No les entiendo"».


(21)                


Eduarda se corre de aquella primera escena pública con que los otros la identificaron durante tantos años. Como en un entretenimiento, pasa de ser la traductora de Waleski a ser una torpe tourist que solo atina a decir «no les entiendo».

Viajar para Eduarda no es solo desplazarse de ciudad en ciudad. Viajar es también ir y venir de lo versátil a lo comprometido, de lo arriesgado a lo anodino, en fin de lo sagrado a lo profano. Y en este vaivén fundante, reinventar el propio espacio para la recuperación del pavor.

Eduarda delinea astuta, su propia identidad dentro del círculo de masculinidades notables, y su palabra escrita, más allá de excentricidades triviales circula triunfante y fluida. «Mujer muy mujer», la llama Sarmiento, «Ud. es esplendor y su palabra es luz», le escribe el presidente Avellaneda.




Escribir el pasado

Históricamente, la mujer no estaba asociada al verbo «viajar», sino al verbo «quedarse». Desde aquella representación de la mítica Penélope, las mujeres esperaban el retorno del viajero varón. En esta espera «inmóvil» tejían su propia ficción, ponían palabras al sedentarismo y construían el relato de la ausencia.

Pero Eduarda viaja y escribe. Escribe artificiosas y deleitantes frivolidades que permiten hacer circular por debajo referencias políticas, económicas, sociales, todas ellas enmarcadas en puntuales adscripciones ideológicas. No escribe cuando viaja, escribe cuando vuelve. La distancia geográfica y temporal le permite otra lectura. Escribir cuando se viaja es para el viajero, escribir la patria ausente, re-escribir la correspondencia recibida:

«Nunca he recibido del Plata, una sola carta que alguna contrariedad no me trajera».


(194)                


«Materializar los lazos invisibles que lo unen a su propia tierra e inscribirlos en el cuerpo y la escritura».


Eduarda no elige relatar la patria ausente. «Recordar es vivir», el epígrafe que antecede su relato de viaje, funciona como motor de la escritura. Recordar es vivir, volver a viajar, viajar inmóvil. El relato de viaje de Eduarda se acerca más al viaje baudelaireano, en el sentido de viajar «sin vapor y sin vela», con el pensamiento y la memoria. Eduarda escribe para recuperar una experiencia pasada, catalogarla, inventariarla. Se toman así, recuerdos autobiográficos que dan cuenta de una acumulación de experiencias anteriores. Experiencias ricas: acumulación de riquezas en el sentido burgués del término. Beatrice Didier asocia la aparición del género autobiográfico con la constitución de la clase burguesa como tal. Y desde este ángulo lee los diarios (íntimos, de viaje) como libros donde se lleva una contabilidad.

En Recuerdos de viaje las experiencias circulan, pero leídas en presente. Conservar, recuperar, se vuelven entonces imperativos categóricos de esta escritura. Y en la recuperación de aquello que fue, se revela el deseo escondido de enunciar verdades que se precien de históricas y científicas.

Contar el pasado se constituye aquí como otra estrategia. ¿Contra quién atenta hablar de modas, perfumes y prostitutas, hablar de una tierra que no es la patria, hablar de un tiempo que ya aconteció?

O tal vez es el silencio de ciertas verdades las que deben ser rigurosamente guardadas. «Hay cosas -dice Eduarda a Motley, en Washington- que deben decirse fuera de la patria y callarse en ella» (191).

La niña cándida que traducía a Waleski y a Rosas en 1845 y condensaba en su traducción la violencia del fragor político de dos naciones en pugna, contiene ahora, ya mujer, la propia violencia, la de hacerse un lugar en la historia de la literatura argentina.






Bibliografía

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  • VERCIER, M., «Michelet, journal de voyage et journal intime», Le journal intime et ses formes litteraires. Geneve-París: Droz, 1978.
  • WOOLF, Virginia. Un cuarto propio. Traducción de Jorge Luis Borges. Buenos Aires: Sur, 1980.


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