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Eduarda Mansilla, la traducción rebelde

María Rosa Lojo

Eduarda Mansilla nació en Buenos Aires en 1834, no en 1838, como se creyó por mucho tiempo, quizá porque la autora se sentía más ligera con unos años menos. Después de una no muy larga vida viajera, murió en la ciudad de su nacimiento, en 1892, a causa de una enfermedad cardíaca, o quizá de la medicación (estricnina) que le administraban para combatir esa enfermedad, en una época peligrosa que utilizaba voraces sanguijuelas para detener las hemorragias. Había que sobrevivir a los médicos y a Eduarda no le inspiraban demasiada confianza (fue una adepta temprana de la homeopatía). Sin embargo, ella, que desde el relato fantástico había saboteado el cientificismo y sus totalitarias pretensiones de poder y de saber (léase, sobre todo, El ramito de romero), no pudo evitar convertirse, finalmente, en una víctima de la medicina alópata.

Perteneció a una familia prestigiosa, de gente llamativa: su padre fue el vistoso general Lucio Norberto Mansilla; su madre, Agustina Ortiz de Rozas, tuvo el raro privilegio de ser celebrada, aun por los enemigos políticos, como la mujer más bella de su tiempo; más tarde, su hermano Lucio Victorio -dandy, duelista, escritor, militar- cultivó el arte de la provocación con tanto éxito personal y literario, que el recuerdo de los Mansilla ha quedado, sobre todo, asociado a su memoria1. Durante su infancia, esa familia también fue poderosa. Eduarda era la sobrina de Juan Manuel de Rosas, que gobernó Buenos Aires, y desde la ciudad del puerto, la Argentina entera. Ricardo Palma recoge una anécdota según la cual, Eduarda, niña aún, habría servido como traductora en las conversaciones del Restaurador con el conde Walewski, durante el bloqueo-anglofrancés al Río de la Plata. El relato, no confirmado por pruebas documentales, tiene sin embargo una verdad simbólica incontrovertible. No solo porque presentarle al orgulloso conde, hijo de Napoleón Bonaparte, una jovencísima intérprete de trece años que además era su sobrina, hubiera sido una «“compadrada”» digna de Rosas, sino sobre todo por su carácter premonitorio para la vida de Eduarda misma, que supo mediar entre culturas y políticas, traducirlas una a la otra, y, que particularmente en su más lograda novela: Pablo, o la vida en las Pampas (París, Lachaud, 1869)2, les «“explica”» la Argentina, en francés, a los franceses. Hay considerables razones para que así ocurra. Francia es el referente inexcusable de la gesta independentista en la Argentina, es el modelo cultural por excelencia, representa el ideal civilizatorio. También hay razones biográficas. Eduarda, casada con el diplomático Manuel García Aguirre, vivió en París y en Bretaña, su yerno era bretón y bretones fueron sus nietos, por parte de su hija Eda. Lectora asidua de la literatura francesa, clásica y romántica, se convirtió también, con envidiable facilidad, en autora bilingüe. Pero su actitud ante esa cultura que sin duda admira, y de la que participa, está muy lejos de ser burdamente imitativa, o exculpatoria de la «“barbarie»” argentina ante la civilización europea.

Por el contrario, en Pablo..., su gran novela sobre las guerras civiles y el mundo rural pampeano, Eduarda se permite señalar, nada menos que a los europeos, que ellos también han sido bárbaros -hasta extremos jamás alcanzados por los gauchos vernáculos-, y que son bárbaros todavía: “«Se combate entre nosotros, es verdad; en Europa se combate también, y aquí como allá, se ven siempre enfrentadas las grandes corrientes que agitan los mundos»3.” No deja de advertir que si tantos inmigrantes llegan de Europa a la Argentina, es porque huyen de males que en esta última se desconocen (Pablo, p. 33). Por momentos, el tono se vuelve admonitorio, casi de reproche: «“Para ellos, seremos siempre unos salvajes. Es hora de que aprendan a juzgarnos de otro modo»” (Pablo, p. 192). De la “«barbarie»” como mito o como estereotipo surgido en los centros hegemónicos e impuesto desde ellos, como un molde de la mirada, a la condición latinoamericana, se pasa en los textos de Eduarda a concebirla como violencia de la condición humana, de la que no están exentos quienes se consideran superiores y en especial, quienes se proponen imponer el progreso y la civilización “«a golpes de sable»4”. La “«barbarie»” social, y sobre todo la «“barbarie»” en que la sociedad hace vivir a las mujeres, «“parias del pensamiento»”, encarceladas en su ignorancia y en el encierro doméstico, no se remedia con la importación de modelos, sino con la comprensión profunda de lo que sucede en el tejido interno de la comunidad, con la percepción adecuada de las necesidades locales, y sobre todo, con la administración de justicia y el reconocimiento de los derechos de los subalternos. Esta problemática se instala ya en su primera novela, El médico de San Luis.

El mismo desenfado y autonomía muestra Eduarda en el memorable relato de su propio tránsito por otra cultura, contado, ahora, para los argentinos. Se trata de sus Recuerdos de viaje (1882) que narran su estadía en los Estados Unidos de Norteamérica (1860). Mucho menos fascinada que un ilustre viajero anterior -su amigo Sarmiento-, por los avances industriales y tecnológicos, se detiene, con ironía, en aspectos que le parecen groseros, impostados o ridículos. Desde el excesivo arreglo de las mujeres hasta las supercherías del circo Barnum, desde la brutalidad de los cocheros que los esperan al desembarcar, o las falsas obras de arte que un rico banquero ha comprado a precio de oro, hasta los dulces que no saben a dulce, comparados con la repostería criolla, o los supuestos demócratas que se desesperan por el brillo de los blasones nobiliarios. Por momentos su recorrida por la sociedad estadounidense se parece a un periplo entre los “«bárbaros»”. Pero, como en Una excursión a los indios ranqueles, de su hermano Lucio, la “«barbarie”» -esta vez la de los yankees- tiene también sus seducciones: si los estadounidenses flaquean en las formas estéticas y en las sutilezas del savoir vivre, en cambio el respeto a los principios, la obediencia a la Constitución, la tolerancia religiosa, la filantropía, resaltan como valores de jerarquía superior. El aporte más extraordinario es, para Eduarda, la singular posición que en esa sociedad ocupan las mujeres: gozan de una relativa libertad, viajan solas y pueden ganar dinero en actividades que en la Argentina están reservadas a los hombres (como lo están todas las profesiones): por ejemplo, el periodismo. Esto sin abjurar, todo lo contrario, del poder doméstico, que parece alcanzar en el Norte una realización de la utopía planteada ya en El médico de San Luis: la transformación positiva de la sociedad a través de las costumbres que se inculcan en el home, gobernado por la autoridad materna. Eduarda, la escritora viajera que vincula mundos y lenguas, mantiene siempre la inteligencia de la doble crítica. Sin rechazo chauvinista, ni admiración irrestricta por lo extranjero, la mirada va de un lado al otro, sopesa y valora, para desembocar en un proceso innovador que conduce a la autoafirmación de la voz autorial, capaz de crear un espacio único desde donde hablar por cuenta propia.

El trabajo de traducción cultural no es, en la escritura de Eduarda Mansilla, reproductivo, sino productivo. Nunca propone la copia de originales preexistentes. Propone otros originales. Una de sus notables innovaciones en este sentido, es haber sido la primera autora en lengua castellana, de literatura infantil: «“solo he intentado producir en español, lo que creo no existe aun original en ese idioma: es decir el género literario de Andersen. ¿Cuál ha sido mi objeto al componer estos cuentos? Debo confesarlo, aun cuando la pretensión parezca superior a mis fuerzas. Vivir en la memoria de los niños argentinos! [...] La acogida benévola que obtuvo Chinbrú, publicado en folletín, acentuó en mí la idea que desde Europa me atormentaba tiempo há, cuando mis hijitos que adoran á Andersen, devoraban ávidos las obras de la Condesa de Ségur, tan popular en Francia. Casi con envidia veía el entusiasmo con que esas inteligencias, esos corazones que eran míos, se asimilaban sentimientos e ideas que yo no les sugería; y más de una vez traté de cautivar a mi turno con mis narraciones, al grupo infantil».” A diferencia de otros autores, no quiere clasificar o modelar sus relatos según el género sexual al que se destinan. Por el contrario, piensa en los destinatarios, no en función de su género, sino como individuos personalmente diferenciados: «“Cada uno de mis cuentos, que no he querido denominar ni como amigo M. Laboulaye de azules, ni como la Condesa de Ségur de rosados, lleva al frente el nombre del niño á que va dedicado»5.”

El cruce de culturas y de géneros, no siempre pacífico, a menudo fuertemente dramático y angustioso, atraviesa las novelas de Eduarda: lo anglosajón, lo hispano-criollo, lo gauchesco, lo indígena, en El médico de San Luis; lo español y lo italiano, lo español y lo aborigen, en Lucía Miranda; la dama criolla y el mundo yankee, en Recuerdos de viaje, la cultura rural y la cultura urbana, lo gauchesco y lo aborigen, en Pablo, o la vida en las Pampas, la sociedad parisiense, lo criollo hispánico, lo afroamericano y los yankees, otra vez, en Un amor, su última nouvelle. Sus personajes suelen vivir, y terminar sus vidas, lejos de su cultura de origen, a veces felizmente, como el Dr. Wilson, y otras veces en la mayor desdicha, como el ruso Ladislaff Zoutzo, un espíritu apasionado que pierde la razón y la fortuna en el laberinto mundano de París, incapaz de renunciar a ninguna de las dos mujeres que ama: su novia rusa, y una bella francesa. En uno de sus cuentos más notables: Kate, de Creaciones6, se exhibe, hasta las últimas consecuencias, el conflicto insoluble de géneros, de religión, de hábitos culturales, en la pareja formada por la irlandesa católica Kate y el metodista norteamericano Tom Crámmer. Ambos pierden, debido a este conflicto, a su único hijo, a pesar del innegable amor que los ha unido. La tensión intercultural e intergenérica es captada de la manera más aguda, y trabajada sin complacencias. No hay soluciones fáciles en el mundo claroscuro e intenso de Eduarda Mansilla, transido por el “«sentimiento trágico de la vida”»: “«la dicha presente ni predice ni acarrea la dicha futura, el hombre tiene que combatir mientras viva y la fatalidad suele a veces revestir extrañas formas»” (Kate, pp. 210-211)

Existen muchos motivos por los cuales Eduarda Mansilla debe ser recordada y releída. Porque llevó a la narrativa el ámbito aborigen como espacio humano, social y cultural, en una novela juvenil de asombrosa complejidad (Lucía Miranda), antes de que lo hiciera su mucho más famoso hermano Lucio; porque puso en la escena literaria la cuestión del gaucho maltratado y excluido de la justicia, adelantándose a Lucio y a José Hernández; porque logra además, una perspectiva que ni Lucio ni Hernández desarrollan: la profunda visión, desde la desgarrada interioridad, del lado oscuro de la épica: el desamparo de las mujeres, marginadas entre los marginales, “«locas»” que se oponen a la ley de la violencia (que es la ley de los “«héroes”») para salvar a sus hijos. No son méritos menores el debate político expuesto en Pablo..., la desarticulación de los valores y disvalores asociados rígidamente a las antinomias civilización/barbarie, unitarios/federales, ciudad/campaña. O la revisión de los tipos y los tópoi pampeanos, o la reelaboración original del mito fundador de Lucía Miranda en el protagonismo activo -por encima de la función épica- de la mujer educadora, mediadora entre mundos, que alienta la formación de un linaje mestizo donde no sólo se entretejen los cuerpos sino las culturas. Fundadora, entre nosotros, de una narrativa destinada a los niños, Eduarda Mansilla fundó también, con la misma excelencia estética e intelectual que otros colegas varones, una tradición literaria nacional que, sin embargo, no tardó en olvidarla.

Apenas diez años después de su muerte, una niña que en muchos aspectos y sin saberlo andaría más tarde sobre sus huellas, seguramente no entró al mundo de la fantasía de la mano de los cuentos que ella escribió para los niños argentinos. Es de suponer que su institutriz, Mademoiselle Bonnemaison, haya preferido darle a leer, antes bien, las obras de la condesa de Ségur. Sin embargo, esa niña, una vez adulta, decidió reaprender su lengua madre para escribir en ella y desde ella, y decidió también utilizar sus conocimientos de otras lenguas y otras literaturas para crear un puente cultural de libre circulación entre los mismos tres puntos fundamentales (Argentina, Europa y los Estados Unidos) que marcaron la vida y la obra de Eduarda como la de ninguna otra escritora argentina de su tiempo. Me refiero, ya lo habrán adivinado, a la revista Sur y a Victoria Ocampo, cuya escritura se halla, además, tan vinculada a la de los hermanos Mansilla. A Lucio, sin duda, por el modo conversacional, que conserva viejos registros orales y que une, naturalmente, expresiones coloquiales y giros criollos con cultismos y barbarismos. A Eduarda, sobre todo por la inteligencia introspectiva de la pasión, por el diseño minucioso de una arquitectura de los sentimientos desde la mirada femenina. Hay, sin embargo, algo que su antecesora Eduarda siempre ejerció y que a Victoria le costaría años adquirir: la rebeldía de la traducción, la doble dirección de la crítica, la independencia y a veces la irreverencia frente a la mirada del otro, el representante de la cultura hegemónica, al que la irónica Eduarda nunca le concede privilegios que emanen de la autoridad (el magister dixit), y menos aún incurre en la «“adoración del héroe»” (heroworship) que Victoria le dedicó a algunos iconos culturales (masculinos, sobre todo) para descubrir a la larga, amargamente, sus pies de barro. En la obra de Eduarda Mansilla resiste, vívida, la pujanza a menudo insolente de una cultura nacional en formación, confiada en sus propias fuerzas, y también la certidumbre de un protagonismo cultural y político7 femenino. Luego, el esnobismo de un país súbitamente rico, que creía poder comprarlo todo, hizo olvidar el valor insustituible de una cultura propia8; la domesticación victoriana ahogaría las iniciativas creadoras femeninas en el gineceo. Habrá que esperar a los años 20 y 30 del siglo XX para que la Argentina vuelva, crítica y dubitativamente, sobre la memoria de su origen, y se plantee un viraje en la construcción del porvenir. En ese debate, y en el debate por los derechos de las mujeres como sujetos políticos y sujetos de la creación cultural, el legado de Eduarda Mansilla, silenciado y subterráneo, encuentra hoy nuevo cauce, más allá del ángulo oscuro de las bibliotecas donde sus libros duermen.

Bibliografía de Eduarda Mansilla

  • El médico de San Luis (1ª ed 1860), Buenos Aires, Eudeba, 1962.
  • Pablo, ou la vie dans les Pampas, Paris, Lachaud, 1869.
  • Pablo, o la vida en las Pampas, Buenos Aires, Confluencia, 1999. Traducción de Alicia M. Chiesa.
  • Lucía Miranda, Buenos Aires, Imprenta Alsina, 1882. (1ª ed. 1860).
  • Recuerdos de viaje (tomo 1, 1ª ed. 1882), Buenos Aires, El Viso, 1996.
  • Cuentos, Buenos Aires, Imprenta de la República, 1880.
  • Creaciones, Buenos Aires, Imprenta Alsina, 1883.
  • Un amor, sin mención de editor y lugar, 1885.
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