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Efecto Paricutín

Noé Jitrik





Hace algunas noches, o quizás fuera al amanecer, tuve un sueño cuyos términos me divirtieron y seguramente habrán divertido a quienes escucharon mi relato. Soñé, nada menos, en que el realismo en literatura es un imposible; supongo que era yo mismo quien enunciaba esa imponente verdad pero, inconteniblemente internado en un desarrollo de tamaña idea, conjeturé que si el fuerte del realismo es la percepción y transcripción de lo que va a ser luego un personaje, a cuyo cargo reside lo que un relato persigue, una afirmación de ese tipo carece de todo respaldo; en realidad, lo expresé, un personaje es construido y el dilema o problema para el escritor es no solo atribuirle rasgos o peculiaridades sino dotarlo de un lenguaje que le sea adecuado. Nada más alejado, por lo tanto, de una pretensión de fidelidad a una entidad exterior, viviente, significativa, que es una persona.

En un mínimo acercamiento a la genética del sueño podría decir que ese contenido brota de un inconsciente que, según nos informa el psicoanálisis, es el lugar en el que viven los sueños así como otras involuntariedades. El inconsciente es quien se digna entregar en el sueño un producto por lo general caprichoso e informe para que la conciencia le dé una forma que, en un regreso interpretativo, nos ayude de alguna manera a comprendernos. Pero en el caso hay algo que me distrae: no me resulta difícil cotejar ese onírico relato con lo que he pensado en la vigilia desde hace mucho tiempo sobre la imposibilidad del realismo y que el sueño retomó con tal fidelidad que era como si alguien estuviera dictando sus términos. Diría, por lo tanto, que la relación con el inconsciente es en ese caso tenue y que tal vez haya que tener en cuenta otra instancia, más explicativa: me atrevo a llamarlo «el imaginario», que, estrictamente hablando, no es inconsciente liso y llano. Dicho de otro modo el asunto del realismo y sus límites lo tengo inscripto, claro y decidido, y emerge sorpresivamente en el sueño, como podría hacerlo en una clase o en una entrevista, y si bien no me aclara nada, porque lo tengo claro, me ratifica en mis relaciones con ese evasivo objeto que es la palabra literaria. Le estoy agradecido.

Sin embargo, me queda flotando la poderosa idea de la emergencia, o del brote. Idea perturbadora que llamo «efecto Paricutín». Un buen día, los pobladores de un pequeño pueblo michoacano fueron despertados por un estruendo aterrador: había surgido de la tierra un volcán, nada menos, que está todavía ahí, echando humo, como prueba de lo que se gesta en la naturaleza que, como se pudo apreciar en ese y en otros casos, nos ofrece espectaculares brotes que podemos atribuir a un inconsciente pero de otro tipo, en una especie de sacudón incontrolable, subsuelos que despiertan, quizás deseos de la tierra de liberarse de un monstruo humeante pero en otras ocasiones negro, como el inquietante petróleo, o tranquilizantes, como las claras aguas de los manantiales y todo ello, unas y otras entidades, tiene forma, igual que las formas que tuvo mi sueño. No importa entonces si los brotes salen del inconsciente o de la turbulenta inquietud de la tierra sino que ahí están y generan hechos nuevos que se incorporan a nuestra vida y que se trata de comprender porque constituyen, en ese y en otro orden, la historia misma de nuestro estar en el mundo.

Me detengo en la imagen de los brotes y en la palabra «historia». No es mi propósito encarar esa relación en su aspecto más complejo y total; considerando que he estado comprometido en una ardua empresa cuyo título es Historia crítica de la literatura argentina, la palabra me convoca y, por un complicado camino, la vinculo con «brotes» y, como deriva oceánica, con las que siguen en mi empresa, «crítica» y «literatura argentina». En suma, se me abre una posibilidad, la de establecer una historia de la crítica de la literatura argentina refugiándome en la idea de brotes, con la esperanza de hallar una explicación de la peculiaridad que tendría y que bien podría ser análoga a la que tuvo en otros lugares, no está en mis recursos un comparatismo de tamaña envergadura.

Me imagino, por empezar, esa suerte de atonía, no del todo inerte, que implicaba cierta práctica de la poesía durante la colonia: implantación puramente virreinal, impensable otra cosa en una atmósfera neoclásica prestada, que continúa hasta el momento rivadaviano, soterrado un larval criollismo, aunque hay algunos atisbos que no son todavía gauchesca, lenguajes embrionarios, pataleos verbales en una sociedad en la cual la contradicción no pasa entre lo propio y lo ajeno. En esas rutinas, de pronto, se le ocurre a un Juan Cruz Varela, que forma parte de esas huestes que aparecen todas juntas en La lira argentina, detenerse y mirar, en suma convertir esa poesía que no hace una literatura todavía en un objeto de conocimiento. Puede parecer natural pero visto de cerca no lo es, como tampoco lo era en la España de donde venía todo. Juan Cruz Varela actúa como poseído por un impulso cuya racionalidad vendrá mucho después. Es un brote por más que no se puede hablar de inconsciente, extraño discurso en el que «lo demás», o sea los textos de otros, problematizan, como si para dar forma a una cultura, como necesidad obvia de articulación hubiera que instalar una actividad simbólica por más incipiente que fuera adjudicándole un derecho a ser comprendida.

En la época romántica se produce un salto; ya hay estímulos, como los que proceden de un comercio cultural con los centros en los cuales no solo la literatura ocupa un lugar sino que empieza a preocupar la misteriosa índole de uno de sus elementos principales, la literatura: lo que podemos reconocer como crítica ocupa un espacio en la reflexión filosófica, la Crítica del juicio, kantiana, que inaugura, o da fundamento a las preguntas por ese tipo tan particular de objeto que no está en ninguna parte y está en todas al mismo tiempo. Inquietan, en las prolongaciones de esa apertura, otros aspectos, el de quien produce ese objeto tanto como el efecto que produce en quien se acerca a él, el de su inscripción en el orden de los objetos materiales así como en sus diversas especificaciones, arte, literatura, poesía. Edgar Allan Poe titula Filosofía de la composición lo que piensa y siente en la tarea en la que está comprometiendo su vida. Esa masa entra en el Río de la Plata y su emergencia local parece un forzamiento considerando la penuria imaginativa del momento y el lugar pero, porque en la obra de Echeverría, Alberdi y Gutiérrez tiene los empecinados rasgos de una creación posible, puede igualmente ser entendida como un brote, un deseo de comprender un orden de acciones y de objetos que surgen a su vez compulsivamente, actos de fe que niegan una pobreza o bien intentan, al comprenderla, hacer que la cultura que interpretan adquiera una forma.

Inevitable es la invocación a Sarmiento en este intento historizante: él había recibido ciertamente el mensaje de los precursores, esos filósofos del socialismo romántico previos a la explosión positivista, y en eso reside su fuerza, pensaba «desde» ellos y no «sobre» ellos, distinción relevante si pensamos en la constitución de una crítica con algún futuro, por más embrionaria que fuera en su momento y cuyo objetivo contenía la posibilidad de la constitución de un discurso. No, desde luego, se refería a autores o dirigía su atención a ellos, como lo estaban haciendo ya, en el momento en que escribía los pliegos que compondrían el Facundo, los críticos franceses, en particular Sainte-Beuve, sino que proponía un «deber ser» de una literatura posible para un espacio tan desértico como virtual. Sus consideraciones podían ser vistas como emanadas de un espíritu destemplado, carente de una autoridad que, en cambio, ostentaba, y se le reconocía, Andrés Bello, de quien, por oposición, brotaban reglas y gramáticas. De ahí, por lo que sus afirmaciones podían tener de simiente, que podamos atribuirle la condición de «brote», ideas que surgen «a partir de», como el Paricutín del subsuelo, y que, sometidas al juicio de la historia, muestran su fertilidad.

¿Habrá sido recogida esta ocurrencia? Quizás en la literatura misma y sin saberlo en la veta gauchesca, que aunque ignorándola, podría haberla seguido, pero no aún en la crítica, navegando en las turbias aguas de la sorpresa y la opinión en medio del desorden de la guerra civil. Serenadas, a la fuerza, las aguas, en la perspectiva, o el proyecto, de organización o de modernización, en el momento de la llamada «Generación del 80», se crean condiciones para un pensar en el objeto, de semejante interés al que despiertan otros objetos, más bien discursos, más bien entidades físicas, en el panorama de un deseo de conocer y acaso de comprender y luego de proponer. El brote, en este caso, de vaga reminiscencia helénica, como apertura implícita y vagamente epistemológica, da lugar a una casi profesionalización de la crítica; la literatura, dicho de otro modo, empieza a ser sentida como un inquietante desafío, como una promesa o un deber ser, iluminada la cuestión por las luces que deslumbran en el mundo. Los Goyena, los Demaría, los Quesada, Estrada, Groussac, exponentes del impetuoso deseo pospositivista, establecen la crítica sobre hechos literarios como un discurso acordado con los otros, propios de una sociedad que empieza a verse a sí misma, no por capricho se suele atribuir a ese momento la palabra «organización», que designa una necesidad y un objetivo y, por detrás, una creciente tendencia holística, nada podía faltar en un todo incipiente y deseado.

Pero tal discurso es aproximativo, inseguro, acaso porque su objeto lo es, así lo admite Demaría cuando afirma «no teníamos novela pero la íbamos a tener». Por eso, esos mismos y otros algo más contemporaneizados, contemplan sorprendidos y admirados el brote que implicó el universo de percepciones, de ambición universalista, de ese Darío que movió los acentos y los depositó en nombres y en obras que exigían, en sí mismas, una atención de nuevo cuño, un paso adelante en la modernización discursiva y en la conformación de la crítica. No era una propuesta más sino un momento de identificación discursiva, germen de lo que propondría poco tiempo después Ricardo Rojas, sus objetos de enumeración y ponderación como si fueran -y algunos lo eran- objetos consolidados, tanto que podían justificar una pragmática que debía adquirir un carácter disciplinario e institucional, otro ámbito y escenario para lo que desde aquí podemos llamar crítica. Su monumental obra es un desplante, podría decirse que se inventa, pero con lenguaje crítico, a su manera, una constelación quizás en oposición y paridad de fuerzas con la obra de Leopoldo Lugones, heredero de Darío pero, en esos tiempos, vasto erudito y helenista original. Es una gesta que instala el discurso literario con tanta fuerza que desencadena una década después a su alrededor tantas voluntades y percepciones como para generar revistas consagradas a la ya existente, variada y ambiciosa literatura argentina: Roberto Giusti, Alfredo Bianchi, Julio Noé y todos los que hicieron la revista Nosotros.

Precisamente por eso, porque ya existe esa convicción, es posible considerar que bien se puede empezar a cuestionar lo ya logrado sin que peligre. Otro capítulo, otro brote el que se manifiesta con la incipiente vanguardia que quizás no tenga doctrina crítica, tal como se venía aplicando en las cátedras universitarias, en las revistas y, desde luego, en la Academia, pero sí actitud que podía manifestarse en forma de proclama o burla o provocación, giros o salidas que bien pueden entrar en lo que estoy llamando «brotes», por lo inesperado de su surgimiento y la letalidad de sus efectos sobre consolidadas creencias: crítica como sacudida o temblor del edificio, irrespeto, contraposición de modelos, imagen de un aparato que al tiempo que demolía valores erigía imágenes de lo deseable o posible para una literatura en desconcierto. Ineludible es mencionar a Borges y el puente que tendió con las nuevas tendencias mediante acciones y reflexiones de nuevo cuño, la modernidad en suma. Infaltable es recordar «El escritor argentino y la tradición», propuesta implícita de salirse de la autosatisfacción y el oficialismo para indagar en torno a una «posición», o sea un lugar de emplazamiento de la escritura por medio de una mirada que bien podemos designar como «crítica».

Se trata de una apertura y por ella comienzan a llegar novedades excitantes que perturban el tranquilo clima de lo que ya se había convertido en usual y necesario. La estilística, por ejemplo, brote producido en otra parte pero que introdujo un ingrediente importante, el rigor, no ya la responsabilidad del juicio sino la de la mirada. Gracias a la obra de Amado Alonso y la perspicacia de Henríquez Ureña, a quien se le debe un americanismo que antes estaba ausente, o al menos tácito, el subjetivismo cambia de rumbo y se hace más problemático: los resultados no son nada desdeñables pero tal vez sus principios no resisten el embate de otras miradas, que vienen igualmente de afuera, pero que tienen atractivo y fuerza, cualidades que suelen acompañar lo que entiendo como «brotes».

De este modo, la crítica, sensible a corrientes conceptuales que revisan más que los textos las condiciones de producción del discurso crítico, se va constituyendo menos como poder, aunque siga ostentándolo, que como indagación sobre sus condiciones de existencia, desde sus categorías a su función, desde su sistema enunciativo hasta el universo de la recepción y, primariamente, sobre su función, siempre problemática. En esta perspectiva, el triunfante existencialismo, que pone todo su peso en el alcance y el sentido de la crítica, convoca un viejo, acordado y simplificado ejercicio de acción sobre la literatura como si de ahí sus hallazgos se proyectaran sobre la sociedad misma y en particular sobre su cultura literaria. El atractivo que tiene el existencialismo reside, me parece, en que, dotado de un nuevo vigor, desborda las primeras propuestas de origen marxista mientras recupera sus finalidades básicas, a saber la relación que puede existir entre la literatura y su proyección sobre la sociedad: es el «compromiso» que a partir de la obra implicaría al autor, ya no el «creador» sino un oficiante determinado por su pertenencia clasista y las opciones imaginarias que a partir de ahí ordenan su discurso.

No mucho después, el estructuralismo, que nace de la fusión entre antropología y lingüística, parece traer dos novedades, una es de corte epistemológico, es el brote de la llamada «teoría literaria», la otra es el ajuste de las finalidades del discurso crítico. De extraordinaria expansión en el orbe occidental confiere una nueva fisonomía a lo que es ya una vigorosa crítica argentina que a partir de entonces no puede prescindir de lo que aporta el estructuralismo y, posteriormente, con el correr del tiempo y de las teorías, el posestructuralismo hasta que ciertas conformaciones filosóficas establecen sus reales y penetran en la crítica, el psicoanálisis, en particular lacaniano, el marxismo, en su versión althusseriana, o disciplinarias, como la lingüística y la comunicación, en algunos casos para demostrar y probar su coherencia y su trascendencia en las contiendas teóricas y políticas más que para relacionar más estrechamente las operaciones críticas con su objeto.

Esas penetraciones crean, no obstante, porque problematizan relaciones interdiscursivas, un sólido piso para una crítica que recibe flujos de órdenes diferentes, como los llamados «estudios culturales», que provienen de otras ocurrencias teóricas y de otros ámbitos, el norteamericano en particular, empujadas quizás por reclamaciones de época y conflictos -géneros, subalternidades, minorías sociales- que muestran la necesidad de abordarlos, lo cual, a su vez, da lugar a teorías subsidiarias y emergentes, como la poscolonialidad y otras emanaciones posteriores. De ellas puede decirse que consideran el objeto literario como punto de partida para acercarse a e interpretar la extratextualidad, no lo que perseguía el existencialismo pero un poco lo que perseguía el viejo marxismo, más fijado a la «clase obrera», y diversas críticas, como la que generan la expansión del feminismo, la teoría del género, pero dejando lejos, y encapsulado, el perdurable enigma del hecho literario y más todavía el de la poesía.

La vieja filología ha quedado lejos y ya no engloba diversas prácticas, como la crítica por ejemplo; su reinado fue sacudido y conmovido y reducido por la pluralidad de corrientes críticas cuyos resultados son quizás menos felices que la atmósfera de cuestionamientos que han producido y siguen produciendo: el autoritarismo del crítico como mediador hiperautorizado a sancionar o consagrar ha ido siendo arrinconado por sistemas más atentos a lo más propio de la literatura y sus efectos sobre la vida real. Reducido el imperio de las teorías que parecían traer todas las soluciones o todas las respuestas, el resplandor de la significación que tienen esos extraordinarios objetos considerados literarios convocó a ese comportamiento hermenéutico, designado como «semiótica», que brota de una condensación de las posibilidades y valores que sostienen los hechos verbales.

Se diría que en eso estamos en cuanto a crítica pero formando parte de un panorama tan rico como indeciso, por un lado estimando, muchos lo hacen, que la «teoría literaria» es un más allá de la crítica, por el otro tomando imprecisa distancia del hecho literario, vacilando en cuanto a la sustancia de la textualidad, preguntándose por el sentido de la práctica, enfrentando los riesgos de una institucionalidad siempre al acecho de la permanencia y de la jerarquía. Panorama problemático, en aceptable paralelo con la problemática social propiamente dicha: cuestionados los paradigmas, en retroceso las eficacias, todo trepida y tiembla, trepidación y temblor apasionantes, me refiero a los tiempos en los que nos toca vivir.





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