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Egolatría, alteridad y estrategias autobiográficas en la prosa de Sarmiento

María M. Caballero Wangüemert



Sarmiento ha comprendido mejor que los escritores de ficción contemporáneos, como Echeverría y Mármol, la fuerza del héroe en la historia, hasta imbuir de romanticismo a sus personajes históricos y mostrarlos como resultado directo de la lucha entre el suelo, el medio social y la voluntad de poder. Su voz narrativa singular, reconocible, nos habla de sus héroes y villanos. Esa voz nos recuerda al profeta bíblico que clama en el desierto.


(Pérez, 2002: 117)                






Sarmiento es un personaje al que reconozco tener simpatía. Durante muchos cursos académicos, el Facundo estuvo en mis programas, con gran desolación por parte de los alumnos a quienes se les hacía farragoso como escritor y petulante e insoportable como persona. Sin embargo, algunos consiguieron entrever sus valores -su originalidad genérica, su capacidad de ficción, su pasión por la historia, la patria y el hombre... en resumen, su afán «civilizador»...-. Así las cosas, Claudio Guillén me encargó una edición de Recuerdos de provincia para Anaya/Muchnik en la colección que impulsó aprovechando el 92. He vuelto a releer mi estudio introductorio de aquellos años y he recordado con cuánto tesón y honradez trabajé, teniendo en cuenta los límites fijados por la editorial: pocas páginas, las notas indispensables... sin contar con lo que vino después: recorte de papel en la presentación y recorte -eso sí que fue grave- del cuadro genealógico, que Mario Muchnik consideró una original aportación de la editora e hizo desaparecer, dictatorialmente, con la consiguiente desesperación de ésta...

En fin, no constituyo una excepción: los que se mueven en estas lides podrían contar cosas parecidas. El tiempo cierra las heridas, aunque es de lamentar que la única edición española y -hasta donde sé- europea de Recuerdos...- esté cercenada en lo que Sarmiento considera... «índice del libro» (Sarmiento, 1992: 80). Los lectores avisados lo reconstruyen en parte o consultan la edición que en su momento hiciera Jorge Luis Borges (1944), ese civilizado argentino tan fascinado por la barbarie como el propio autor. En cuanto a mí, tuve la satisfacción de que Nelson Osorio, al que conocí en el congreso del IILI en Barcelona (1992), me encargara las voces «Sarmiento» y «Recuerdos de provincia» en el diccionario que por aquellos años editaba Ayacucho. ¡Dios ayuda! o «escribe derecho con renglones torcidos» -como decía mi abuela-. Mi modesta aportación era eso, modesta, pero pundonorosa. Y yo, sabedora de la riqueza y complejidad de la escritura sarmientina, no necesitaba nada más.

Ya entonces pude comprobar cómo la bibliografía había acertado con las claves de Recuerdos..., cuya evidente... «disparidad temática y retórica produce a la vez la riqueza y las fisuras del texto» (Altamirano/Sarlo, 1983: 18), Verdevoye (1963/1988), Jitrik (1988) y Molloy (1991) en particular perfilaron cómo se gesta esa autobiografía tan peculiar, colofón de una genealogía «decente», que fusiona vida privada y vida pública de la incipiente nación argentina. Hay que fundar una literatura y ello explica tantos cambios entre Mi defensa (1843), primer esbozo autobiográfico estructurado en forma tripartita a partir de la «laudatio» y más o menos orgánico alrededor del hombre que salta a la palestra pública para defenderse de los ataques ignominiosos de Godoy; y Recuerdos de provincia, publicada siete años después. Durante ese tiempo ha seguido escribiendo sus textos fundacionales (Facundo, 1845 y Viajes, 1849) con los que Recuerdos... entablará un evidente diálogo intertextual. Ese método de análisis histórico, que tan bien estudió Salomon (1984), que le debe tanto a la sociología francesa y al antagonismo de civilizaciones en el que profundizó Thierry, aflora también en Recuerdos que tiene, como el Facundo, mucho de panfleto político y protonovela; que, como él, se apuntala sobre la tópica romántica -la improvisación a la vista, o la abundancia de interrogaciones retóricas y exclamaciones...- tan apasionada o, mejor, tan útil para verter su carácter tan apasionado. Que, tal vez más que él, recurre a la ficción costumbrista a la hora de reescribir las vidas de sus parientes... «que merecieron bien de la Patria; subieron alto en la jerarquía de la Iglesia; y honraron con sus trabajos las letras americanas» (Sarmiento, 1992: 79).

¿Autobiografía? Sí y quizá la primera y más genuina del XIX hispanoamericano, pero no por ello menos «cajón de sastre» que su hermano Facundo, el primigenio ensayo... «hoy una fuente valiosísima, aunque tendenciosa y parcial, de los sucesos que narra» (Pérez, 2002: 114). En ambos... «se alternan los episodios de costumbres, el panegírico, los retratos físicos y morales, la descripción de caracteres, los juicios políticos e históricos, la evocación subjetiva y la narración propiamente dicha» (Altamirano/Sarlo, 1983: 18). Si, como aseveró Prieto (1966), ...«vida privada y vida pública se funden en la autobiografía argentina», nada tiene de extraño que genealogía y linaje textual vayan juntos. Y culminen en el relato de su vida personal, al modo romántico: Sarmiento sintió en sus carnes... «que su propia vida era un drama histórico que se estaba representando dentro de la civilización» (Anderson Imbert, 1945: 170). Siempre dentro de unas coordenadas: la historia como proceso en marcha, encarnada en esos hombres de a pie -no hay militares en Recuerdos...- civiles y eclesiásticos, incluso un par de mujeres:

Tiene esto por lo menos de interesante, el examen de los individuos notables de las familias que, a medida que pasan generaciones, ve uno transformarse poco a poco los personajes, cambiar de forma el atavío de hechos de que se revisten y presentar casi completas las diversas faces de la historia.


(Sarmiento, 1992: 180)                


Historia en manos de hombres a los que fijará a través de la biografía, ese molde formal tomado de Plutarco y César (Assis de Rojo, 1999), pero también de los franceses, como es el caso de los portraits de Sainte-Beuve, mucho más cercanos.


ArribaAbajoEgolatría y estrategias autobiográficas

Ya Ricardo Rojas afirmó con rotundidad que los 52 volúmenes de sus obras completas eran «una dispersa confesión autobiográfica» (Rojas, 1948: 1). En la reedición correspondiente a la Universidad Nacional de La Matanza (2001), el volumen III agrupa Mi defensa, Recuerdos de provincia, Necrologías y biografías, rescatando al fusionar estas últimas, el sentido clásico.

¿Por qué esa obsesiva primera persona? El propio autor responde en Recuerdos de provincia:

Tenemos decididamente una necesidad de llamar la atención sobre nosotros mismos, que hace a los que no pueden más de viejos, rudos y pobres, hacerse brujos, a los osados sin capacidad volverse tiranos crueles, y a mi acaso, perdónemelo Dios, el estar escribiendo estas páginas.


(Sarmiento, 1992: 242)                


Sin embargo, críticos como Cymerman (1989) lo adscriben a una soterrada inseguridad, son muestra más que probable -dice- de una duda y una inseguridad que lo habitan constantemente, por lo menos en la primera parte de su vida. No deja de ser una especulación poco plausible si nos atenemos a los datos. Por su parte, Esteve dedica una pequeña monografía a glosar el egocentrismo sarmientino, con un tono bastante despiadado. Ese «yoismo», con su corolario de «extroversión autoritaria», cuyas peculiaridades psicológicas desglosa así: «orgullo, ambición, actitud calculadora, dominio de su emotividad impulsiva, adaptabilidad y, sobre todo, nuevas evidencias de su egocentrismo inescapable. No hay escape para quien es un "egoísta altruista" -siempre según Esteve- que actúa en función de su egocentrismo, parte inherente, inseparable, de su estructura psíquica» (1991: 93).

Personalmente, suelo huir de interpretaciones freudianas -con todos los márgenes necesarios a la ciencia-. Y por ello me inclino a buscar razones sociopolíticas e incluso literarias. Respecto a las primeras, la propia dedicatoria de Recuerdos... -«A mis compatriotas solamente»- constata su egocentrismo, invirtiendo con ironía el adverbio: son «todos» los argentinos quienes están al tanto y sufren con las injusticias que se le infieren; «todos» dan la razón a este patriota y hombre de bien universalmente envilecido... el suyo es un problema «nacional». Es más: ahí radica la génesis y justificación de sus textos; sin ese aberrante escarnio universal nadie sabría hoy del sanjuanino.

Y, desde luego, no es un tímido: a la agresión responde con la pluma. Lo hizo tempranamente -ahí están El Zonda y El Mercurio para demostrarlo-. Es decir, hay un narrador consciente de su rol histórico. Lo supo desde siempre, como demuestra el que casi al final de Recuerdos... justifique con esa «misión» su posible «fatuidad»: «Yo creía desde niño en mis talentos como un propietario en su dinero, o un militar en sus actos de guerra» -dirá (Sarmiento, 1992: 257). En ese sentido, lo suyo es más bien un autorretrato que una autobiografía, porque existe una fortísima identidad entre el yo actual y el del niño.

Como dice Hernán Pas en un estudio iluminador, Ficciones de extranjería,... «se piensa y escribe la nación desde el exilio» (2008: 27); y los conceptos de «ciudadano» y «ciudadanía» se apuntalan en la creación de una literatura que consolide la incipiente identidad nacional. Algo más que sabido... Pas no hace sino desarrollar la vieja tesis de Shumway en La invención de la Argentina: «las ficciones orientadoras de un destino nacional tuvieron que ser improvisadas cuando ya la independencia política era un hecho» (1993: 18). Fue Alberdi uno de los primeros en hablar de «ficciones del patriotismo». Pero a Sarmiento no le cuadran, él vive apasionadamente el nacimiento de la nación; es el descendiente de una tradición nacional de servicio a la comunidad, el único capaz de oponerse a Rosas.

Así se entiende la, en apariencia, caótica estructura de Recuerdos de provincia y la distancia formal respecto de su genotexto, Mi defensa: su autor no es ya un hombre solitario, el agónico héroe desgarrado, sino el eslabón imprescindible de una cadena de hombres ilustres, que se van sustituyendo cronológicamente y cuya antorcha recoge, identificándose con su ideal. Todos son Sarmiento; mediante la metonimia se fabula una amplia y prestigiosa estirpe. Para Molloy... «la preocupación por la genealogía que subyace esta nueva imagen revela una vez más las pretensiones del autobiógrafo a la historiografía. Pero también responde a una deliberada postura ideológica y a un nuevo plan político» (Molloy, 1996: 202). Ya no necesita «epatar» con la imagen del autodidacta solitario, sino integrar su bios individual en el ethos nacional. Por eso, «cada capítulo, cada sección dedicada a alguno de esos distinguidos antepasados es en sí una minibiografía, labra una estatua que pasa a integrar la galería personal de Sarmiento y, a la vez, a formar parte de un panteón provincial, incluso nacional» (Molloy, 1996: 203).

En definitiva: autobiografía como historia -tal vez aprendido en Michelet, que siempre las relacionaba-, como... «documento dentro de una serie de documentos, un texto escrito para dar información al lector y enmendar la historia» (Molloy, 1996: 194). La historia son las calumnias que se exageran, no tanto por egocentrismo o estrategia autodefensiva, sino porque se consideran «documentos», si bien falaces y necesitados de rectificación. Para ello, registra y amplifica un pasado próximo -el de sus parientes- en el que estuvo incluido aunque de modo incidental. Recuerda los recuerdos -¡que borgiano!- que otros compartieron con él. Así, la autobiografía personal se transforma en historia nacional; su odisea se inscribe en el panteón de los héroes -«americano, argentino, patriota y revolucionario» -como define al Deán Funes (Sarmiento, 1992: 194)-.

«¡Haced monografías históricas!» -recomendaba una y otra vez el sanjuanino. Y es que su autobiografía no es sino biografía, historia cifrada en dos tonos: nostalgia y alegato ejemplarizante para el pasado; e indignación moral ante el presente. A qué vienen si no esas mil y una exclamaciones desgarradas con que va tejiendo su relato: «¡Ay de los pueblos que no marchan! ¡Si sólo se quedaran atrás! Tres siglos han bastado para que sean borrados del catálogo de las naciones los huarpes» (Sarmiento, 1992: 92). La pérdida de las costumbres patriarcales y la cultura consiguiente le lleva a condolerse con aquellos a quienes advierte: «Os estáis suicidando, dentro de diez años vuestros hijos serán mendigos o salteadores de caminos» (Sarmiento 1992: 119). Por ello, a Recuerdos de provincia puede aplicársele sin ambages este juicio de Estela Assis referido al Facundo:

La biografía y la autobiografía permiten leer este ensayo como una propuesta de interpretación del presente, basada en una indagación de las causas del pasado y lanzado a la construcción del futuro.


(Assis de Rojo, 1999: 189)                


Recapitulando: ¿egolatría como instintiva necesidad de llamar la atención sobre sí mismo? ¿Egolatría fruto de una inseguridad patológica? ¿Egolatría como reflejo de una vida histórica destinada a forjar la nación? La tercera de las opciones se lleva la palma, aún sin excluir las demás; justifica la estructura de Recuerdos de provincia y el peculiar uso de las voces narrativas -autor, narrador y protagonista-... «tres yos sustentadores de la escritura y entre los que existen continuos trasvases» (Caballero, 1992: 49). O, lo que constituye otro modo de plasmarlo, ese doble juego de tensiones entre Sarmiento-lector y Sarmiento-personajes, porque... «hay que persuadir al destinatario de que la epopeya de los antepasados prefigura la del propio autor (y además...) el lector debe saber que, en ese destino colectivo está incluido él mismo, el porvenir de la República» (Caballero, 1992: 49). De ahí la importancia de la prolepsis o anticipación: «el narrador se funde con los personajes, sigue su trayectoria con vehemencia, trasvasando en ella lo que será su propia aventura como protagonista; y al final se destapa impúdicamente porque él es el elegido de los dioses» (Caballero, 1992: 50). Un elegido que, mediante la memoria extratextual, recupera el pasado a través de metáforas espaciales (hombre pino/casa/palmero) configuradoras del mítico pasado de la Colonia, que la reciente barbarie ha desbaratado. La vista subjetiviza el paisaje, lo que permite penetrar en la existencia de quienes precedieron al que mira identificándose con ellos. Podría hablarse de un uso autobiográfico de la gramática del tiempo, dependiente de la relación que el narrador establece con acontecimientos y lugares; de cómo se siente frente a ellos. El proceso tiene mucho de ficcional: la memoria se tiñe de imaginación de modo consciente o inconsciente.




ArribaTres episodios de las «Memorias», o de la distancia entre éstas y la autobiografía

Hasta ahora, utilizando profusamente la bibliografía y en la línea de mi estudio introductorio a la edición de Recuerdos de provincia (1992), centré mi artículo en la autobiografía de 1850. Creo llegado el momento de situarlo en esa trayectoria diacrónica, que inicia Mi defensa y culminan las Memorias (1882) publicadas por su nieto editor, Augusto Belín Sarmiento, incidiendo en el análisis de estas últimas. Y ello aún a sabiendas del resbaladizo terreno en que me adentro, porque no han sido revisadas por su autor. Se trata de papeles inéditos en parte que

nos fueron confiados para que redactáramos y diéramos forma, una serie de apuntes inconexos y arrojados al papel sin plan y a medida que una ocurrencia hacía saltar una reminiscencia, quedando asaz truncos e incompletos, interrumpidos por la agitada ancianidad y los achaques de los últimos tiempos.


(Sarmiento, 2001: 9)                


Son palabras del editor en la «Advertencia» al volumen Memorias, de las Obras Completas (XLIX) reimpresas en la Universidad Nacional de la Matanza. Por más que... «todo lo inédito de este tomo es genuinamente del autor, y que, si bien algo hemos suprimido, por ser repetición o por su inoportunidad, nada hemos agregado ni cambiado, ni prestado generosamente de lo nuestro» (Sarmiento, 2001: 9), no cabe duda de la arbitrariedad que supone contrastarlo con textos como Recuerdos... los cuales, a pesar de la habitual improvisación sarmientina, tuvieron su nihil obstat, tras una elaboración más o menos pensada. El editor justifica este cajón de sastre que son las memorias por su deseo de vindicar al Sarmiento anciano, «cruelmente escarnecido y ridiculizado por llevar un grado (militar) y aceptar sus emolumentos, como si fuera debido únicamente al favoritismo» (Sarmiento, 2001: 9).

Si bien -como decíamos- el índice deja entrever el carácter misceláneo del libro -relatos de viaje, cuestiones de organización nacional y de política electoral de un presidente, recuerdos varios...-, no cabe duda del peso de las denominadas memorias militares, textos en los que afloran las revueltas argentinas de la época. Confrontados sin pasión a Recuerdos..., podría decirse que les conviene el rótulo de memorias. Más allá de la tenue frontera teórica y de la sutileza de las denominaciones respecto de la autobiografía, priman en ellas los sucesos históricos, aunque la voz y el ego de Sarmiento siempre se imponen, con su sello característico:

Sarmiento construye un discurso esencialmente monológico. Eso significa que asume la palabra y pese a la presencia de voces disidentes que presionan por instalarse en el texto, conserva su control. Una nota distintiva de su discurso es, precisamente, la permanente presencia y cuidado del emisor por mantener el dominio de la palabra desde distintas focalizaciones y perspectivas.


(Assis de Rojo, 1999: 198)                


«Como no hago historia, sino reminiscencias personales» -dejó escrito no sin falsa modestia en uno de estos artículos, «Tiroteos de guerrilla» (Sarmiento, 2001: 41)-. Son palabras que certifican la omnipresencia del «yo» autorial y que deberán matizarse con la lectura sosegada de estas páginas, de la que se desgaja, como siempre, el convencimiento de haber gestado en gran medida la historia de la patria. Esa historia le debe a la acción política, pero aún más a la pluma. Quiero examinar, al respecto, tres artículos de sus Memorias paradigmáticos de ambas perspectivas. Sirvan ante todo para certificar la reescritura en su vejez de pasajes centrales de su bios épico, el que explayó en Recuerdos de provincia.

«Guerra civil» puede leerse como una síntesis autobiográfica, desde la prehistoria intelectual hasta la justificación del converso: el federal por tradición familiar se pasa con armas y bagajes al bando unitario a base de lecturas. No conseguiré agotar todos los matices de estos tres folios entretejidos por un continuo vaivén entre el presente (relato primero) y los recuerdos que, a su vez, se mueven en dos tiempos y espacios: la presidencia y los dos años que, a sus quince, pasó en el destierro de San Luis acompañando a su tío, el presbítero Don José de Oro. Este último será el tiempo iniciático, el paraíso perdido fijado por la escritura. El texto se abre así: «hace treinta y tres años dejé consignados estos recuerdos» (Sarmiento, 2001: 27) para, a continuación, reproducir un pasaje del capítulo VIII de Recuerdos de provincia (Sarmiento, 1992: 121-122), un sumario narrativo que certifica la precocidad de su carácter forjado ya en 1850: valentón, insolente, caballeresco y vanidoso, pero honrado... Puro calco del tío, tan similar a él que -dirá- «su alma entera transmigró a la mía» (Sarmiento, 1992: 122). Y, no en vano formado por el capellán del ejército de los Andes, las gestas nacionales (Chacabuco y las guerras de la independencia) nutrirán el imaginario del joven. A falta de castillo feudal, los olores selváticos de la naturaleza recorrida a lo Rousseau -un claro tributo romántico en un pasaje descriptivo bastante bello-, serán el marco de las conversaciones que enriquezcan su cultura.

En resumen, la reescritura intratextual fija en la adolescencia el carácter del héroe: «recargado de hechos, de recuerdos y de historias de lo pasado y de lo entonces presente (... elegirá), apasionarme por lo bueno, hablar y escribir duro y recio» (Sarmiento, 1992: 122 y 2001: 27). Ahora bien, es la casualidad quien dirige la historia. Tras su formación familiar y religiosa, esa casualidad tiene un nombre, la Vida de Cicerón, de Middleton. El narrador, como en el Facundo, entra y sale del relato; tiene en cuenta a su destinatario adelantándose a sus objeciones:

Creo que el lector me va a decir: basta, ya lo veo; su juventud fue un curso práctico de la guerra bajo la atmósfera cálida de la lucha por la Independencia (...). El clérigo Oro, en sus largos coloquios, transmite como si dijéramos el proceso en todas sus articulaciones accesorias, de las cuestiones de partido que empezaban a tomar el primer lugar; y, últimamente, con el nombre de Cicerón que vacila y cambia de partido, se presentan al espíritu sin preparación, los personajes más culminantes de la historia humana (...) para verlos obrar.


(Sarmiento, 2001: 29)                


Mediante el estudio y la lectura -al final del artículo, consigna la Biblia, El contrato social, Payne...-, el telón de la historia se levanta ante los ojos de Sarmiento: él es Cicerón que vacila y cambia de partido -y conviene no olvidar la pasión del sanjuanino por el paralelismo como andamiaje escritural- tras descubrir su ceguera, cual nuevo «Saulo en el camino de Damasco» (Sarmiento, 2001: 30). El tercer peldaño en este camino de Damasco (los tíos curas, la Vida de Cicerón) será la entrada de Quiroga con sus llanistas salvajes, sucios, peludos -recuérdese la selva que enmarca el rostro de Facundo Quiroga en el capítulo V-... «engreídos todos de entrar sin obstáculo a una ciudad civilizada» (Sarmiento, 2001: 30). El rechazo es instintivo y al narrador muchos años después le provoca una reflexión sobre el vestido, muy en la línea de los valores sociológicos que este adquiría en el Facundo: el paisano sanjuanino -dirá- siempre fue bien compuesto, de paño negro y sombrero, frente al chiripá de origen guaraní... ¡La barbarie avanza contaminándolo todo! Simbólica y metonímicamente, una escuela se alza hoy -precisa el narrador- en la misma manzana que ocuparon en el pasado la tienda en la que trabajó el joven lector y el cuartel que concitó estos desfiles... ¡La historia me absolverá! -hubiera podido decir el escritor cual nuevo Napoleón-.

¿Quién recuerda al niño sanjuanino -pregunta el Sarmiento presidente en un segundo nivel analéptico, de pasado próximo- que talló una inscripción, Unus Deus, una ecclesia, unum baptisma (Sarmiento, 2001: 28) cuyo sentido mantiene tras los años un hombre amante de la libertad de conciencia? Y, sin embargo, ¡horror! este grito identifica la barbarie de los llanistas... «lo que defiende y sostiene el lema que yo he tallado con mis manos, Unus Deus, una fide! ¡Este es el partido federal! ¡Aquel negro pendón es la bandera de la patria, el pabellón que flameó en Chacabuco! ¡Estos los enemigos de Rivadavia!» (Sarmiento, 2001: 30). Ergo... no hay más que decir: el narrador se considera definitivamente justificado ante la posteridad.

Tanto este artículo como los dos que comentaré a continuación reflejan un Sarmiento más templado, menos impetuoso y petulante, pero tan seguro de sí mismo como siempre. La sección «En Chile» de sus Memorias se abre con dos artículos muy relacionados, «Primeros escritos» y «Las cordilleras». Ambos pueden ser leídos como una amplificatio del capítulo XVII de Recuerdos de provincia, reescritura intratextual, que rescata el arranque emblemático de la vida pública del sanjuanino: el famoso episodio del 11 de febrero de 1841 titulado «Un teniente de artillería en Chacabuco» (Sarmiento, 1992: 315-316). Y, más interesante aún desde la perspectiva del «yo», ambos se contraponen como ejercicio práctico de biografía y autobiografía de un mismo personaje, Sarmiento. Vamos a verlo brevemente.

«Primeros escritos» se redacta desde la perspectiva de un narrador omnisciente que, lejos de moverse en las arenas del subjetivismo biográfico, trata de fijar la historia para la posteridad. Una historia reciente -su gesta en el periodismo chileno que le lanzó a la gloria- que, seguramente los jóvenes argentinos olvidaron. Porque sólo permanecen los grandes -Tucídides, Tácito, La Ilíada, La Eneida... -dirá el narrador, mientras su lector intuye cómo mediante el paralelismo se le está animando a situar la gesta del sanjuanino en el mismo nivel-. Una vez fijado el marco introductorio, se pasa a «recordar las impresiones favorables» que produjo el consabido artículo, con un nuevo matiz: lo que en 1850 se evaluaba como el nacimiento de un gran escritor, en las Memorias se reescribe bajo el prisma militar. Ese es su objetivo como certifican las últimas líneas de su trabajo:

Hemos puesto primero ante el lector el escrito firmado por Un teniente de Artillería en El Mercurio de Valparaíso, de 11 de febrero de 1841, para que vea por su contexto, antiguas y duraderas huellas del Jefe de Estado Mayor, ya formado treinta años antes, con toda la capacidad de juzgar que supone la de dirigir, y quedará justificada la alta posición que ocupó desde entonces en los negocios argentinos, y la influencia que ha podido ejercer hasta lo últimos años de su vida, sin interrupción por cuarenta años.


(Sarmiento, 2001: 84)                


Por ello, sus recuerdos y su reescritura arrancan una y otra vez una y otra vez de ese episodio emblemático: la primera parte del artículo vuelve a glosar su recepción apoteósica en la opinión pública, los hombres de letras, el gobierno y el propio autor... «la salida histórica aquella y las frescas guirnaldas que decoraban esa restauración de la batalla de Chacabuco, el pergamino que le abrió las puertas de la universidad de Chile y con trabajos posteriores, del Instituto Histórico de Francia y otras corporaciones sabias» (Sarmiento, 2001: 77). Siempre el paradigma del general romano como telón de fondo de su gesta, una gesta labrada con la pluma por quien trata de reanudar los vínculos con los ejércitos de la Independencia, cuyas hazañas le llegaron a través del padre y de su maestro, Don José de Oro, el famoso capellán:

y entonces se comprenderá que aquella campaña y sus accidentes y peripecias, han debido encarnarse en el espíritu del narrador y hacerle creer que ha sido testigo presencial y durante su infancia y adolescencia no ha debido oír otra cosa que detalles e incidentes de la batalla (...). El oficial, cuya vida militar queremos trazar en las subsiguientes páginas desde 1841 aparece en la escena pública de la guerra de su país como (...) un jefe y un leader de la opinión...


(Sarmiento, 2001: 79-80)                


Porque, no solo es... «el oficial que mejores oportunidades tuvo de educarse en la profesión de las armas» (... sino que además, opina) la capacidad de escribir es, pues, una dote militar de que puede sacarse gran partido. El objetivo del artículo queda fijado: el hombre nacido con la independencia de la patria consagra su fama con un escrito sobre Chacabuco, una batalla mítica con la que nace la patria -y la continúa con otro sobre Maipo-. Por cierto, aprovecha además para argüir como propio el mérito de haber rescatado la olvidada figura de San Martín, hoy en efigie ecuestre en el Retiro. Y todo ello mucho antes que Mitre... La perspectiva sigue siendo omnisciente, aunque se utiliza la primera persona del plural, mayestática y de mayor vinculación afectiva con el biografiado que es él mismo. Y, en determinados momentos, pasa a la primera persona del singular. Pero está escribiendo la biografía de un gran hombre -él mismo- con el oportuno distanciamiento afectivo; eso sí, apelando a la connivencia del lector para justificarse. Y mediante la técnica del paralelismo, le hace un nuevo guiño de inteligencia: sus historias de beduinos -como algunos califican al Facundo- están a la par de las de Salustio: «Dos libros han quedado -concluye- de aquel género de guerras y caudillos como Yugurta y Quiroga»... (Sarmiento, 2001: 83). ¡A buen entendedor!...

«Las cordilleras» da otra vuelta de tuerca al manido mitema, pero con un sesgo claramente autobiográfico en la línea de Recuerdos de provincia (Sarmiento, 1992: 314-316):

Cúpome esta vez la felicidad de ser el primero que tomase el pulso acaso a la opinión en Chile, pues sólo a ese carácter puede atribuirse la grande y universal aprobación que tuvo el Teniente de Artillería (...). El Teniente podría creer que había restablecido un general en su buen nombre y fama, como el paisano santafecino suprimió un general con un tiro de bolas, cambiando la faz de la historia.


(Sarmiento, 2001: 86)                


El general a quien se alude es San Martín, con quien Sarmiento parecería pasearse codo a codo, responsable de su encumbramiento en el parnaso histórico. Y aquí la técnica del paralelismo le vuelve a ser útil al narrador: tanto el brillante general como él mismo, emigrados a su pesar, fueron injustamente olvidados. Ya Sarmiento, con su actuación pública y por supuesto la pluma se encargará de paliar el desastre, fijando en la historia la gloria de ambos: «Pero de aquel momento -dirá- principia una página de historia borrada, que me interesa reanimar ahora, suprimida cuarenta años, como estuvo veinte el nombre de San Martín en Chile, acaso por la misma causa, y es que no pertenecía propiamente a la historia de Chile o de la República Argentina» (Sarmiento, 2001: 87).

Y para «reanimar la historia» cuenta de nuevo su gesta al servicio de la comunidad salvando a quienes venían derrotados del ejército de Lamadrid y se aventuraban a cruzar los Andes, a base de desplegar una activa campaña en la opinión pública (Sarmiento, 1992: 325-331). En estos fragmentos, biografía y autobiografía siempre se entreveran: sus recuerdos personales están refrendados por los documentos y, en consecuencia, el final del artículo es una amplificatio de las cartas cruzadas que ya se recogían en el libro del 50. Curiosa también su estrategia a la hora de desmentir las exageraciones: «Un cuadro que existe en el Paraná, obra del pintor Rawson, recuerda la escena, haciendo que yo ponga a disposición del general Lamadrid, en presencia del valiente coronel Álvarez, canastos de pan que conducen peones chilenos. Esto es excelente para la poesía y para recuerdo del hecho en cuanto a mí concierne, pues no teniendo de donde tomarlo la historia...» (Sarmiento, 2001: 89). El narrador, en absoluto inocente, mediante un guiño intertextual ha convertido al argentino en nuevo Salvador, mesías que multiplica los panes para evitar en hambre de los suyos. ¡Pero no! La verdad histórica tal vez no sea milagrosa; sí titánica, como siempre en el sanjuanino. Y, en consecuencia, el narrador despliega el relato de las portentosas idas y venidas entre los Andes y la capital para procurar el socorro a los suyos.

Tengo que terminar estos apuntes... Sarmiento se desenvuelve entre la autobiografía a la biografía o -como dice Molloy- en su caso la autobiografía es siempre biografía de un «yo» omnipresente cuyo ideario se fijó pronto, desde muy joven: «on ne tue point les idées» deja escrito al abandonar su país hacia el destierro, como recoge en el Facundo (Sarmiento, 1990: 36). Un leitmotiv que reescribe en Recuerdos... (Sarmiento, 1992: 313-314) y muchos, muchos años después en las Memorias... (Sarmiento, 2001: 84). Porque -como Borges- él es siempre uno y el mismo y su escritura reafirma una y otra vez su ideario, repetido en los textos hasta el fin de sus días con sesgo más biográfico o autobiográfico, según focalizaciones que dependen de sus objetivos e intereses personales. Estas segundas versiones ¿serán eco desvaído de otras mejores? ¿Sería aventurado, acaso, considerarle en este aspecto precursor de Borges? Juzgue el lector...








Bibliografía

  • Altamirano, Carlos y Sarlo, Beatriz (1983): «Una vida ejemplar: la estrategia de Recuerdos de provincia, en Ensayos argentinos. De Sarmiento a la vanguardia. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina,13-68.
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