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Ejercicios de estilo: la realidad alucinante de Centroamérica en la narrativa de Sergio Ramírez

Erick Aguirre Aragón




Introducción

No sólo Mario Benedetti, sino también Carlos Fuentes, entre un buen número de reconocidos escritores hispanoamericanos, han dicho ya que, quizá más que la mayoría de autores vivos de la región, Sergio Ramírez es el narrador contemporáneo que mejor representa en su obra la realidad centroamericana. Sus cuentos y novelas nos instalan con holgura y con una naturalidad pasmosa en la realidad alucinante de nuestras pequeñas sociedades, cuyo proceso cultural lo recicla y lo refleja todo: pequeños infiernos tropicales donde la comedia y la tragedia se confabulan para servir de materia prima al escritor atento, que como Ramírez no deja pasar detalle ni deja de reírse, casi llorando, de todo lo que cuenta.

Los centroamericanos más jóvenes (o menos viejos) lo consideramos un maestro contemporáneo de la narrativa, no tanto por la limpia factura de sus textos, o por el concienzudo empleo de técnicas narrativas modernas montadas sobre la sencillez y la simpleza del aparente relato costumbrista, sino por la visión descarnada y aleccionante de cada uno de los temas que selecciona para construir sus cuentos y novelas.

Como novelista, Ramírez nunca se ha permitido el completo desapego de la «realidad real» como materia prima de sus textos. Desde sus primerizas novelas Tiempo de fulgor (1970) y Te dio miedo la sangre (1977), hasta las más recientes, Sombras nada más (2002) y Mil y una muertes (2004), es visible en su propuesta la referencia permanente de determinados contextos y personajes históricos concretamente ubicables. Pero igualmente es visible en ellas una voluntad de disolución de las fronteras entre lo real y lo fantástico, entre la Historia y la ficción.






Nuevas dimensiones de la Historia

Especialmente en algunas novelas y volúmenes de cuentos que examinaremos en este ensayo, Ramírez muestra una permanente voluntad de distanciarse de lo que comúnmente conocemos como «historia verdadera», recurriendo para ello, casi invariablemente, al humor, la ironía y la constante ejercitación de los estilos y lenguajes que los tiempos novelados le disponen como herramientas para sumergirse (y sumergirnos), con la invención de un nuevo lenguaje narrativo, en las más inimaginables dimensiones de la Historia.

Decía Marcel Schwob (1867-1905) que los historiadores y biógrafos tradicionales suelen destacarse por ofrecernos resultados exiguos en lo que se refiere al contexto estrictamente personal de los «grandes» individuos. En efecto, los resultados de su trabajo, por lo general, nos llenan de incertidumbre respecto a esa zona oscura, íntima, profunda o cotidiana de los seres sobre los cuales se ocupan, y no hacen más que registrar, clasificar y revelar apenas algunos determinados momentos supeditados a las acciones generales por las cuales las vidas de esos individuos pasaron a ser célebres. Esa «zona oscura» es ahora materia prima para novelistas, cuentistas y algunos biógrafos heterodoxos que, como Ramírez, se empeñan en cuestionar o subvertir las versiones de la historiografía oficial.

Pero no se crea que es este un empeño nuevo. Para escritores del siglo dieciocho como Jonathan Swift (1667-1745), o decimonónicos como el ya citado Schwob (para citar dos ejemplos), la ciencia histórica no hacía más que revelarnos, a duras penas, pequeños detalles acerca de las extravagancias o anomalías en las vidas de las «grandes» figuras históricas; detalles generalmente asociados a las circunstancias relacionadas con sus «grandes» acciones.

Por ejemplo -nos ilustra Schwob-, «se nos dice apenas que Napoleón estaba enfermo el día que perdió en Waterloo, o que una fístula que fastidiaba a Luis XIV influyó en el humor con que tomó algunas decisiones que determinaron la historia» (1972: 9). Y en efecto, como sólo aprecian la vida pública, la retórica, la épica o la gramática, algunos historiógrafos se limitan a presentarnos a los «grandes» hombres a través de sus discursos, sus batallas o los títulos de sus libros, evitando descubrir lo individual o buscar lo verdaderamente único, pues para ellos esto sólo es importante si está relacionado con la modificación o la fragua de los grandes acontecimientos. Se trata de un fenómeno que, principalmente desde mediados del siglo XX, ha sido más bien objeto del trabajo contestatario y heterodoxo de los novelistas y narradores hispanoamericanos.

Sin duda, el grupo conformado por escritores como el cubano Alejo Carpentier, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el mexicano Juan Rulfo, el colombiano Gabriel García Márquez y los argentinos Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, construyeron cada uno a su manera los principales paradigmas del llamado realismo mágico en la narrativa hispanoamericana. El planteamiento narrativo, en medio de datos veristas, de los hondos misterios implícitos en la naturaleza humana, es una característica fundamental de esta corriente narrativa, acuñada inicialmente por el crítico de arte alemán Franz Roh1, y que, aplicada luego para intentar clasificar algunas tendencias de la narrativa hispanoamericana a mediados del siglo XX, originaría toda una maraña de argumentos y teorías a su alrededor, sobre todo después que Carpentier publicara su novela El reino de este mundo (1949), en cuyo prólogo expuso sus teorías acerca de lo Real maravilloso, fenómeno narrativo que él mismo explicaba como la creación o recreación de un mundo de acontecimientos, a la vez que reales, también mágicos, y precisamente por mágicos, maravillosos.

Actualmente, el más emblemático de toda esta saga de escritores mágico-realistas hispanoamericanos es, quizás García Márquez. Pero, si bien es cierto que prácticamente toda la obra narrativa del colombiano está impregnada de las principales características del realismo mágico o de lo real maravilloso, tampoco deja de ser obvio que su temática y la alegoría recurrente de sitios, hechos y personajes, están de alguna manera asentados sobre la historia. Quizás la novela suya que más podría aproximarse a un nuevo concepto de novela histórica, antes de El general en su laberinto (1989) y Del amor y otros demonios (1994) es El otoño del patriarca (1975), cuyo extraordinario despliegue verbal sirve de enlace para describir y revelar, alegóricamente, el intrincado y traumático asunto del poder en América Latina. Sin embargo, sus principales características estructurales y estilísticas terminan por encasillarla dentro del concepto mágico-realista, pues, aunque su temática puede caracterizarse como histórica, su acción no está ubicada en un período específico, cronológicamente datado, de la historia; ni sus personajes fueron tomados directamente, con nombres y apellidos, de la realidad histórica.

Por sus características, El general en su laberinto sí podría inscribirse dentro de lo que hoy se conoce como nueva novela histórica hispanoamericana, que según definición de críticos como Seymour Menton, Cristina Pons, Fernando Ainsa y Ramón Luis Acevedo2, se distingue de la novela histórica tradicional por determinados rasgos distintivos que, en el caso de El general..., aunque Menton no la categorice estrictamente como nueva novela histórica, en realidad sí coinciden con ciertos aspectos que, sobre todo Pons, ha añadido a la categorización que a inicios de los noventa había establecido Menton acerca de este subgénero narrativo.

En la literatura centroamericana, según Werner Mackenbach3, a finales de la década ochenta se empezó a producir un cambio de paradigmas. A lo largo de los setenta y parte de los ochenta, la literatura del istmo se volcaba preferentemente hacia la forma de expresión testimonial. Sin embargo, la inclinación de la mayoría de narradores centroamericanos, a partir de entonces, empezó a responder directamente al discurso de la «nueva novela histórica», entendida ésta como la renovación radical del genero tradicional de la novela histórica a través de nuevos rasgos, especialmente aquellos que subrayan el cuestionamiento explícito de la escritura de la historia y evidencian nuevas e innovadoras estrategias narrativas.

Significativamente, a finales de los ochenta García Márquez también emprendió «la temeridad literaria de contar una vida (la de Bolívar) con una documentación tiránica, sin renunciar a los fueros desaforados de la novela» (1989: 270), dando como producto una obra (El general en su laberinto) que reúne casi fielmente las principales características que, según los críticos antes citados, definen a este relativamente nuevo género narrativo.

En Nicaragua, a partir de la década de los noventa, el auge de esta corriente se hizo visible, entre otras, en las novelas El burdel de las Pedrarias (1995), Rafaela, una danza en la colina y nada más (1997), María Manuela, piel de luna (1999), de Ricardo Pasos; Réquiem en Castilla del Oro (1996), de Julio Valle-Castillo; Doña Damiana (1998), de Enrique Alvarado; Columpio al aire (1999), de Lizandro Chávez; Un baile de máscaras (1995) y Margarita está linda la mar (1998), de Sergio Ramírez, cuyas tres novelas anteriores, Tiempo de fulgor (1970), Te dio miedo la sangre (1977) y especialmente Castigo divino (1988), ya presentaban rasgos característicos de lo que hoy se conoce como «nueva novela histórica».




Mentiras verdaderas y esperpentos históricos

Pero es con el propósito factual de Sergio Ramírez en Margarita, está linda la mar, que la novela de García Márquez encuentra mayor parentesco en la narrativa nicaragüense. Ambas contribuyen, de una u otra forma, a la descentralización o desconstrucción de mitos históricos, tales como el general Simón Bolívar y el poeta Rubén Darío, personajes históricos ficcionalizados por ambos autores, de modo tal que la dimensión mítica erigida en su nombre por la historiografía oficial, resulta revisada y finalmente cuestionada, por medio de la utilización de determinadas técnicas ya definidas de alguna manera por críticos postestructuralistas, como la carnavalización y la esperpentización.

Parte importante de la novela de Ramírez trata del regreso «triunfal», enfermo y empobrecido, del poeta Rubén Darío a su patria natal, donde, al cabo, murió por cirrosis hepática. De igual forma, la novela de García Márquez recrea el recorrido final de un Bolívar agonizante sobre el río Magdalena, cuando la mayoría de sus compañeros en las gestas independentistas ya lo habían abandonado; cuando algunos de ellos, como el general Antonio José de Sucre, en quien tenía ancladas grandes esperanzas, habían sido muertos a manos de enemigos, y otros, como el general Francisco de Paula Santander, por ambiciones personales se habían convertido en sus detractores más inclementes. Casi obligado a asumir actitudes dictatoriales, Bolívar termina siendo proscrito, perseguido y abatido por la desilusión, la frustración y el desengaño, hasta que la muerte, literalmente, lo sorprende en plena huida, desencantado y en bancarrota.

En su intento desmitificador, imaginativo o ficcional, tanto la novela de Ramírez como la de García Márquez, se enfrentan a lo que Carlos Fuentes denomina «territorio de lo no escrito», que siempre será, más allá de la abundancia o parquedad de la información histórica oficial, y aún de las versiones históricas alternativas, infinitamente superior a cualquier esfuerzo biográfico oficial o no oficial. «Lo no dicho -afirma Fuentes- sobrepasa infinitamente a todo lo dicho o mal dicho en el discurso cotidiano de la información y la política» (1994: 13). Con ambas obras, quizás, García Márquez y Ramírez Mercado se constituyen en los continuadores ulteriores del género de la historia-ficción iniciado por Marcel Schowb con sus Vidas imaginarias, a finales del siglo XIX, y que Borges asimilara para Hispanoamérica con su Historia universal de la infamia (1935), donde reescribe la vida de personajes semi-históricos, cuyas biografías modifica y a veces hasta inventa o reinventa.

García Márquez y Ramírez, provistos de nuevas concepciones filosóficas, reasumen el procedimiento literario de combinar una magnífica prosa con abundante información histórica, cuya personal utilización logra hacer verosímil el relato histórico-imaginario reconstruido en sus novelas, que a la larga vienen a llenar diversos huecos dejados por la historiografía oficial y las biografías «históricas» o «científicas» escritas sobre estos personajes tan emblemáticos para la Hispanoamérica contemporánea.

«Los viejos biógrafos -dice Schwob en el prólogo a Vidas imaginarias- destacan por su avaricia. Como sólo apreciaban la vida pública o la gramática, se han limitado a presentarnos a los grandes hombres a través de sus discursos y de los títulos de sus libros. Tuvo que ser el propio Aristófanes quien nos diera la alegría de saber que era calvo, y si la chata nariz de Sócrates no hubiera entrado en comparaciones literarias, si su costumbre de andar descalzo no hubiera formado parte de un sistema filosófico de desprecio por el cuerpo, sólo nos habríamos enterado de sus interrogatorios morales».


(1972: 8)                


La humanización del personaje histórico mitificado por la historiografía oficial, la trascendencia de la simple acumulación de datos veristas y la disolución casi imperceptible de fronteras entre lo real y lo fantasioso, se hace evidente en ambas novelas a través de un tratamiento imaginativo, hasta cierto punto irreverente, de los rasgos y el comportamiento cotidiano de sus personajes:

«El bigote y la pera, cuidados por el esmero de las tijeras de peluquería que guarda en su neceser de viaje, cierran el rostro hinchado, de coloraciones tumefactas. La resaca del cognac Martell de dos estrellas, comprado a los marineros holandeses, y que a pico de botella bebió solitario hasta después de medianoche en el camarote, caliente como una hornalla, agujerea todavía su cráneo...».


(Ramírez, 1998b: 18)                


«-¿Casada? -le pregunta él, también en un susurro, y la estocada de su aliento la hace fruncir la nariz.

-¡Rubén Darío, el incorregible! -ríe ella, complaciente».


(Ramírez, 1998b: 21)                


La creación de rasgos humanos desmitificadores es producto de un arduo trabajo de selección en medio de una enorme cantidad de información histórico-biográfica. La despreocupación por ceñirse a los datos veristas consignados oficialmente, es decir, el alejamiento de lo «verdadero» a través de una especie de ridiculización humanística y de descripciones casi esperpénticas, son los elementos que otorgan cierta originalidad a estas dos novelas dentro de la nueva novela histórica hispanoamericana. Su propósito escritural obedece a un intento narrativo de conciliar las funciones estéticas y sociales a través del descubrimiento de lo invisible:

«Había cumplido cuarenta y seis años el pasado mes de julio, pero ya sus ásperos rizos caribes se habían vuelto de ceniza y tenía los huesos desordenados por la decrepitud prematura, y todo él se veía tan desmerecido que no parecía capaz de perdurar hasta el julio siguiente».


(García Márquez, 1998: 12)                


«Cuando volvió a la alcoba encontró al general a merced del delirio. Le oyó decir frases descosidas que cabían en una sola: Nadie entendió nada. El cuerpo ardía en la hoguera de la calentura, y soltaba unas ventosidades pedregosas y fétidas. El mismo general no sabría decir al día siguiente si estaba hablando dormido o desvariando despierto, ni podría recordarlo».


(García Márquez, 1998: 18)                


Es indudable que el interés de estos autores por un tipo de novela que emprenda la búsqueda de la «segunda historia», del «otro lenguaje», corresponde al renovado y persistente interés de los escritores hispanoamericanos de encontrar respuestas o nuevas definiciones de nuestra propia identidad en un mundo en transformación que ha cambiado bruscamente hacia una dimensión ya no bipolar, ni siquiera unipolar, sino multipolar. Una búsqueda que, en tanto se torna más y más introspectiva, nos descubre en una identidad que desde siempre ha sido tan diversa como compleja.

Ambas novelas nos dan a entender, finalmente, que la mejor búsqueda del conocimiento de nosotros mismos que los autores hispanoamericanos se han propuesto emprender, sólo puede ser eficaz si está provista de las mejores armas que la imaginación nos pueda proporcionar. Ambos nos dicen, entre líneas, que para llegar al profundo conocimiento de la verdad, la mejor ruta es la construcción de «mentiras» noveladas, es decir, esa mentira sin mácula que sin duda constituye la gran verdad de toda buena novela.




Castigo divino y los «ejercicios de estilo»

Pero no toda buena novela está exenta de comparaciones historiográficas que en virtud de demeritarla más bien subrayan su aporte al enriquecimiento de una tradición permanentemente innovadora e imprevisiblemente renovable como la novelística. En un ensayo sobre la novela de Ramírez, Castigo divino (1988), el crítico Nicasio Urbina (1992) señala, como un hecho quizás deficitario de la misma, que la construcción de un discurso narrativo basado en el uso de cartas o textos epistolares, documentos legales, deposiciones jurídicas, testimonios, declaraciones, entrevistas y artículos periodísticos para reconstruir un crimen, así como otras diferentes formas de intertextualidad para crear una novela, no es nada nuevo. La entrevista, el folletín y el documento -recuerda Urbina- han sido usados abundantemente en la construcción de novelas.

No sé si estar totalmente de acuerdo con el señalamiento de Urbina, que de hecho me recuerda que, al salir en defensa de la simple clasificación de su texto como «novela judicial», Ramírez alegó (como el mismo Urbina también señala en su ensayo) que Castigo divino también es una novela policíaca. «Por eso mereció el Premio Dashiell Hammett -recuerda el autor- [...] y es también una novela de folletín, y una novela de costumbres, es todo eso, puede tener una lectura múltiple, pero no sólo por sus corrientes internas, sino también por los lenguajes» (Ramírez, 2001: 109).

En efecto, el procedimiento intertextual de los múltiples discursos emprendido por Ramírez en esta novela es más bien un esfuerzo arduo y bien logrado por ejercer cierto dominio en la imitación de diversos estilos, como es notable también respecto al «dominio ficcional» de la prosa modernista decimonónica en Margarita está linda la mar (1998) y en un par de capítulos de Mil y una muertes (2004), del mismo autor. En realidad, Ramírez parece solazarse y disfrutar con estos «ejercicios de estilo», incurriendo en una especie de reescritura constante del capítulo catorce de la paradigmática novela Ulysses, de James Joyce, en el que, más que obedecer a la irónica tesis del «delito contra la fecundidad» declarada alguna vez por el propio Joyce, lo que en realidad cuenta (como lo apunta José María Valverde en su traducción anotada -1985-) es que el verdadero protagonista es el estilo, transformado sucesivamente por Joyce para ir imitando las distintas fases de la prosa inglesa a través de la historia, paralelamente a la gestación del feto, que es de lo que aparentemente trata el capítulo.

Urbina también señala como bastante recurrente el conflicto o la relación especular, planteada por la novela de Ramírez, entre realidad y ficción. Un conflicto planteado por primera vez en la historia de nuestra literatura por Miguel de Cervantes en el Quijote, y que ha sido ya magníficamente descifrado por Michel Foucault (1984: 120), a su vez inspirado en una lectura de Jorge Luis Borges: la literatura moderna es un juego de espejos en el que la ficción, hecha de signos «legibles», imita a la realidad, hecha de cosas «visibles», y viceversa. Y el propósito del Quijote, como el de la literatura moderna desde entonces, es demostrar que esos signos de la ficción son verdaderos.

Según Foucault, don Quijote, ese largo grafismo flaco como una letra escapada del bostezo de los libros, es en sí mismo un signo, un ser hecho de lenguaje. Su deber propuesto es convertirse en y comportarse como los caballeros de los libros, de las novelas de caballería cuyos códigos prescribieron desde antes sus aventuras. Cada una de sus acciones refleja el empeño de ser semejante a los signos de esos libros. Pero la realidad que lo recibe cuando emprende sus andanzas por el mundo, está compuesta por seres «visibles», «reales», que en nada se asemejan ya a los seres, o más bien signos «legibles» de sus novelas.

Don Quijote quiere cumplir la promesa de los libros y para ello necesita demostrarlos, ofrecer las pruebas de que esos signos son verdaderos, que son el lenguaje del mundo. Su epopeya tiene un sentido inverso que el de sus libros, cuyos relatos trataban de hazañas sólo prometidas como reales a la memoria. En cambio, don Quijote se ha propuesto insuflar de realidad a los signos meramente ficcionales de esos relatos. Su aventura es un desciframiento del mundo, pero un desciframiento inverso que intenta demostrar la verdad de los libros, no la del «mundo real». Su propósito es transformar la realidad en signo y no viceversa. En realidad, lo que intenta don Quijote es «leer» al mundo para demostrar los libros.

En su novela, Ramírez intenta demostrar la realidad de la ficción y la ficción de la realidad en el llamado «caso Castañeda». Así, en un juego de escaleras y serpientes que se muerden la cola, quizás meticulosamente calculado, Castigo divino, ese viejo melodrama de los años treinta interpretado por Charles Laughton y basado en la novela de un olvidado escritor estadounidense, viene a servir a su vez de título a otra novela, la de Ramírez, que por otra parte está basada en un hecho real ocurrido en el año 1933 en la ciudad colonial de León, Nicaragua. Un joven elegante, abogado y diplomático de origen guatemalteco llamado Oliverio Castañeda, fue acusado de envenenar a su esposa, al comerciante leonés llamado en la novela Carmen Contreras y a su hija Matilde.

Significativamente, la novela que dio origen al filme, así como la misma película, también cuentan la historia de un envenenador, y según la obra de Ramírez (realidad ficcionada o ficcional), la cinta mencionada se exhibía por aquellos días en las salas de cine de León. Este círculo constante de «coincidencias deliberadas» con que muy inteligentemente juega Ramírez, parece no acabar nunca, y se ha prolongado hasta nuestros días, en el propio albor del siglo XXI, pues el fantasma de Oliverio Castañeda aún parece asustar a algunas familias leonesas vinculadas a ese viejo, aunque redivivo escándalo. Basada en hechos reales, de trama policíaca y con un gran sentido de la sátira y la crítica social, la novela de Ramírez llegó a enfrentarse, muchas décadas después, a un escándalo de proporciones dignas de la pluma de su propio autor.

«Un título de película para una historia real, donde tanta intriga, maldad y suspenso parecen ficción», proclamaba la propaganda distribuida a la prensa por los programadores de Televicentro, Canal 2, quienes en compañía del escritor y del embajador de Colombia en Nicaragua anunciaron ante el público, a pocos años de la primera edición de la novela, el inicio de una serie televisiva basada en la obra. Y en efecto, nunca antes la intriga, la maldad y el suspenso habían rebotado tanto entre la realidad y la ficción, como entonces en este país centroamericano, donde los descendientes directos de algunos personajes recreados en la novela -miembros de prominentes familias de la ciudad de León-, parecían emerger desde las páginas del libro con presiones económicas y morales sobre las firmas patrocinadoras y sobre los propietarios de Televicentro.

En 1993, sesenta años después de los hechos que la inspiraron, Castigo divino, tercera novela de Ramírez, fue llevada a la «pantalla chica» por la televisión colombiana, y fue anunciada con bombos y platillos por los directivos de Canal 2, quienes sin embargo, se debatían entre posibles demandas judiciales y presiones familiares sobre el patrocinio, en una intríngulis digna del beato ambiente leonés de los años treinta.

Luego del anuncio oficial de la prensa acerca del inicio de las transmisiones de la serie, se filtraron informaciones sobre la existencia de presiones sobre el Canal 2, y de una campaña para retirar avisos publicitarios previamente pautados para la transmisión. De acuerdo con tales versiones, en la campaña estaba involucrado el presidente del Consejo Superior de la Empresa Privada, un empresario leonés, descendiente directo de la familia involucrada en el sonado caso de Oliverio Castañeda.

De inmediato, la agitación y las reuniones precipitadas con agentes publicitarios se tornaron incesantes entre los ejecutivos de Canal 2, quienes inicialmente no se atrevían a dar versiones oficiales al respecto. Por su parte, Ramírez declaró a la prensa que estaría dispuesto a entablar una demanda judicial en contra de Televicentro, en caso de que, contra contrato, sus propietarios se negasen a transmitir la serie, cediendo a las presiones y contrariando la enorme expectativa de la población nicaragüense alrededor de Castigo divino.

Ramírez se quejó de estar siendo amenazado por hisopos de agua bendita. «Me siento como si estuviera en 1933, como uno de mis propios personajes, perseguido por meterse en lo que no le importa, ahora que por toda Managua suenan los telefonazos presionando a las casas patrocinadoras para que se retiren», declaró Ramírez a la prensa. El escritor también denunció «convocatorias aceleradas» a los ejecutivos de las agencias de publicidad para amedrentarlos. «Hasta se amenaza con visitas al Arzobispo de Managua, Cardenal Miguel Obando y Bravo, y a la presidenta Violeta de Chamorro, por parte de comisiones de damas, a fin de exigirles que amparen las buenas costumbres y no permitan que los televidentes se corrompan viendo tan graves desafueros contra la moral. Dios mío, todo como en mi novela», denunció el escritor.

Parecía que el fantasma de Oliverio Castañeda aún no quería dejar dormir en paz a mucha gente por estos lados de Centroamérica. Los sobrevivientes de aquel escándalo aparecían de nuevo y, por ejemplo, se dijo que obedeciendo a presiones de familiares ligados al «Escándalo Castañeda», el Consejo de la Empresa Privada accedió a iniciar la campaña de presiones. Y como para confirmarlo, el propio Canal 2, en uno de sus noticieros, reprodujo la noticia de que uno de los directivos empresariales demandaría a Ramírez «por deformar la imagen de mi abuelo». Ramírez contestó diciendo que estaba dispuesto y ansioso por ventilar judicialmente el caso, en un juicio que pasaría a la historia, porque se trataba de llevar a los tribunales al autor de una obra literaria que evidentemente ha trascendido los límites entre la realidad y la ficción.

La serie televisiva fue transmitida en Colombia y Costa Rica. También fue presentada en México, España y Guatemala, país este último donde también amenazó con revivir otros viejos fantasmas de la época, como el del dictador Jorge Ubico, quien aparece también en la novela, puesto que el propio Castañeda era en Nicaragua un exiliado político perseguido por el régimen de Ubico.

Novela policíaca, jurídica, reportaje periodístico, novela rosa, cómica o picaresca, Castigo divino, como lo subraya su autor, es un texto que se presta a muchas lecturas y, ya no digamos, a un buen guion televisivo capaz de invocar y revivir a los viejos fantasmas de la doble moral provinciana y las venganzas políticas, como en las invocaciones de lo «legible» o «ficcional» en lo «visible» o «real» que se empeñaba en hacer el Quijote.

Pero de los señalamientos de Urbina a la novela también se desprende el problema de la identidad del texto, es decir, la pregunta acerca de si, al recurrir a la intertextualidad, un texto narrativo también se está despojando de una «identidad propia». Esto nos debe recordar que Borges (1996), en esa infinita paradoja titulada Pierre Menard, autor del Quijote, ya había logrado representar agudamente el complejo proceso de las identidades escriturales, y en esa lúdica representación demuestra que todo texto es reescritura de otro, pero también que los textos son irrepetibles y que, a pesar de las imitaciones y los ejercicios de estilo, es imposible entre ellos la similitud. No existen ni siquiera transcripciones exactas: todo texto es original puesto que está condicionado por el contexto en que fue producido, y Castigo divino, aunque esté construida sobre la simulación de otros textos, es una nueva y original obra literaria capaz de generar su propia vida.




Sombras nada más y el «método» de Henry James

Cuando Sergio Ramírez presentó en el Teatro Nacional de Managua su novela Sombras nada más (2002), acababa yo de terminar su lectura y no dejaba de perturbarme un poco haber notado cierto cambio de procedimiento narrativo con relación a sus anteriores novelas. Más imaginación y, aparentemente, menos auxilio de la documentación histórica. Eso fue lo que pensé en ese momento. Pero después empecé a preguntarme cómo diferenciaría Ramírez esta novela de las anteriores, sin contar quizás Un baile de máscaras (1995), que al igual que éste me parece un caso distinto, por ejemplo, a los complejos juegos intertextuales evidentes en Castigo divino y Margarita está linda la mar.

Durante una conversación, el propio autor me respondió citando una anécdota leída en las memorias de Adolfo Bioy Casares. La anécdota trataba sobre sus diálogos con Jorge Luis Borges: una tarde, Borges se la pasó atacando fieramente a Gustave Flaubert, diciendo que el narrador francés usaba una técnica equivocada porque era muy detallista, muy minucioso en reflejar la realidad, y que él prefería a Henry James, porque James escuchaba una historia y apenas empezaban a contársela decía: «Suficiente. Hasta ahí. No quiero escuchar nada más»; y ese pequeño «gancho» le bastaba para imaginar el resto.

Más allá de las provocaciones constantes de Borges, Ramírez siempre ha pensado que los dos métodos son legítimos, y que cuando escribió Castigo Divino y Margarita, está linda la mar, empleó el «método Flaubert», es decir, recurrió, tanto como le fue posible, a una mayor y más minuciosa documentación, a registrar los hechos e ir calcando la imaginación en la realidad. Pero en Sombras nada más usó el método contrario, el de James.

El escritor nicaragüense recordaba bien la historia del corrupto funcionario del régimen somocista Cornelio Hüeck, quien fue apresado mientras huía en la playa hacia una imposible embarcación salvadora, por guerrilleros que habían tomado previamente el pueblo de Tola y fueron a atacar la hacienda San Martín, donde el funcionario se refugiaba en las costas del Pacífico.

Hüeck fue capturado y llevado al pueblo para ser juzgado. Lo que se desarrolló después fue un juicio popular bastante desastrado: terminó en aplausos, liberaron a unos, condenaron a otros y los fueron a ejecutar. Con apenas esa idea Ramírez empezó a buscar la referencia que lejanamente había leído en el periódico. El director de El Nuevo Diario, Danilo Aguirre, le dijo que era una crónica del periodista Ernesto Aburto, publicada en ese diario. «Y esa es la crónica que yo cito al final de la novela -afirma Ramírez. Es un documento verídico. Danilo me consiguió la fotocopia, fechada un año después de los hechos. Creo que aún no había terminado de escribir la novela cuando llegó a mis manos esa copia».

Cuenta Ramírez que, por casualidad, en un momento conoció a un sobrino de Hüeck, Jimmy Hüeck, quien le narró toda una historia personal: que fue enviado a la hacienda San Martín para protegerse de los levantamientos insurreccionales en Masaya, y que terminó a la cabeza de los guardias que defendieron a su tío Cornelio del ataque guerrillero. Él fue quien lo llevó por la playa donde debía esperarlo una embarcación de la guardia somocista y por último se parapetó tras una palmera para disparar contra los combatientes sandinistas antes que lo capturaran.

Esa historia inverosímil se la confirmaron después punto por punto los combatientes en Tola, cuando después que había terminado el libro, Ramírez fue allá a hacer sus averiguaciones. Pero el escritor, deteniéndose a reflexionar, le dijo a Jimmy Hüeck: «[...] pero ese es tu libro, es un libro aparte. Mi novela va por otro camino». Y la reflexión que se hizo entonces fue: «[...] bueno, yo casi no voy a cambiar nada aquí, voy a ajustar algunas cosas, pero mi historia no tiene por qué cambiar». Y allí concluyó que el método a usar sería el de Henry James. La casa cural de Tola, por ejemplo, donde fue el juicio, no le pareció adecuada para su idea de la novela. «Yo había pensado en un viejo edificio colonial y no en una casa como aquella. Entonces, ese fue el procedimiento», me confesó en una entrevista.

Me puse, entonces, a pensar en algunas ideas discutidas en un curso de literatura, y recordé algo que los críticos llamamos metaficción y que está presente en todas sus novelas, exceptuando tal vez en su primigenia Tiempo de fulgor (1970). Hablo de un narrador omnisciente que lleva de la mano al lector para mostrarle los distintos escenarios, pero en este caso se hace más evidente que ese demiurgo es el propio autor como personaje. Supuse, entonces, que eso era porque el contexto histórico de lo narrado en este caso era más cercano o familiar para Ramírez, y aunque en efecto lo era, también había otras razones.

En Castigo divino Ramírez ya había hecho lo mismo: situarse alternadamente como narrador omnisciente y narrador-personaje, pero eventualmente identificado como autor. Por ejemplo, cuando menciona haber escuchado esas historias en pláticas con su maestro el doctor Mariano Fiallos Gil, quien fue el juez que condujo el proceso de Oliverio Castañeda; lo mismo que la grabación que el propio autor hace al personaje Capitán Prío. Ambos procedimientos vienen a ser similares a las grabaciones, cartas y correos electrónicos que el autor-personaje hace y recibe en Sombras nada más (2002).

«En realidad, a mí me gusta este juego cervantino, de que el escritor se introduzca a veces dentro de la novela, aparezca de manera evidente, luego haga mutis y después se disuelva en ese narrador anónimo que sigue contando la historia», me confirmó Ramírez, quien además me reveló otros detalles del procedimiento narrativo emprendido para esta novela, uno de los cuales consiste en situarse entre dos puntos: A y B; entre A que es el autor-narrador mismo, y B que es el personaje Alirio Martinica. En el espacio que hay, «como en las matemáticas», entre estos dos factores, el autor se coloca en el medio y en ocasiones se acerca mucho a Martinica, pero a veces también se aleja de él y se introduce en su propio Yo; aunque la mayoría de las veces parece preferir estar más cerca de Martinica como pretendiendo no abandonarlo a su suerte.

«Me parece que eso es muy arriesgado -me dijo Ramírez-; metiéndome dentro de él o narrando muy cerca de él, yo lo protejo de mí mismo, porque es un personaje difícil, y si no se le trata con compasión, como personaje se puede arruinar. La mejor manera de tratarlo con compasión es tratando de hablar desde dentro de él mismo».



Sin embargo, llama la atención también ese procedimiento: el narrador presuntamente omnisciente se introduce en la mente del personaje, produciendo luego una especie de monólogo interior que en realidad no lo es, porque está siendo conducido por el narrador. En el caso de Sombras nada más dio como resultado un drama humano interesante, sobre todo el enfrentamiento humano, profundamente psicológico, entre los personajes Nicodemo (el guerrillero-juez-interrogador) y el procesado Alirio Martinica.

Obviamente, Ramírez como autor está muy claro del contrapunto dramático que se establece entre estos dos personajes, pero en algunos puntos de la novela lo que hace es prestarle voz a otros personajes para lograr salirse a tiempo de esa dicotomía. Entonces la novela empieza a narrar desde la esfera de otros personajes que cuentan a su manera la historia, como el caso de la viuda de Martinica, cuando le escribe al autor-narrador una larga carta, o en el caso del testimonio de una muchacha que a los once años presenció el juicio y se lo cuenta después al narrador-autor en Tola, o el relato que hace la madre de uno de los niños muertos en el pueblecito de Belén, en uno de los pasajes más estremecedores de la novela.

Eso también lo obligó (creo que por primera vez en su narrativa) a introducirse en la expresión femenina, que es algo a lo que, según me confesó él mismo, siempre había temido. «No es fácil -me dijo-, hablar desde la voz de una mujer y transformarse como autor masculino en un Yo femenino. Es un gran atrevimiento. Yo hablo en esta novela a través de unas siete voces femeninas, que es algo para mí novedoso».

Por mi parte, debo decir que como lector-crítico, al intentar definir esta novela me sucedió algo curioso. Para ser franco, en un momento llegó a confundirme. Primero creí que se trataba de una especie de documento novelado, otra experiencia parecida a la de Castigo divino y quizás colindante con sus dos experiencias testimoniales (Hombre del Caribe, 1973, y La marca del Zorro, 1988). ¿Novela-testimonio?, pensé después. Porque aparentemente es un testimonio múltiple, un montaje coordinado de diversos testimonios. Pero fue hasta conversar con él que me percaté de lo contrario.

Ramírez me dijo bromeando que ni como crítico ni como narrador tenía yo derecho a dejarme confundir, aunque la verdad es que para mí este tipo de novelas constituyen un desafío genérico. Pero en este caso -pensé-, ya que está muy claro que se trata de una novela fundamentalmente ficcional, dentro de las clasificaciones genéricas a veces tan taxativas de la crítica, tampoco me parece una Nueva Novela Histórica, esa especie de renovación heterodoxa de la Novela Histórica Tradicional.

Pero Ramírez ha confesado abiertamente su antipatía por la novela histórica tradicional. Ya la ha definido en algunas entrevistas como una modalidad genérica que le pone adelante demasiados obstáculos, demasiadas trabas al escritor. También ha insistido en recordar que el gran escritor alemán, Johann Wolfgang von Goethe, admiraba mucho al inglés Walter Scott, un autor paradigmático del género histórico que a Ramírez parece no gustarle mucho. Le parece más bien un tipo de novela con un aparato demasiado pesado de referencias históricas, que no deja moverse a los personajes y los va atrapando. «Les pone zapatos de hierro», se queja. Por eso parece preferir el uso de la historia pública como una cámara negra, en donde se mueven personajes que resultan apresados en la violencia de los acontecimientos y sus vidas son cambiadas anárquica o arbitrariamente, aunque ellos no lo quieran.

Es algo que parece obsesionarlo desde que escribió Te dio miedo la sangre (1977): eso de los pequeños personajes de la vida común que de repente son atrapados en una vorágine y son lanzados lejos de donde llegaban sus vidas comunes, que luego se trastocan, se dislocan y se transforman. Eso es lo que Ramírez quiso experimentar otra vez con otro tipo de personajes, eso que él mismo llama el «Phatos», el destino, en el que me ha confesado creer mucho: cómo la mano de la historia pública actúa como el destino para separar, para unir, para descuajar las vidas.

Todo eso me lleva a pensar de nuevo en la anécdota de Borges y Bioy Casares. Borges escribió su Historia Universal de la infamia de cierta forma inspirado en las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, que es un libro de biografías reinventadas en las que el escritor hace su gusto, alterando, modificando y/o ficcionalizando la presunta verdad histórica. Y es que, en efecto, el destino juega mucho en las historias de Borges, a quien Ramírez considera «el gran maestro de la mentira», un autor a quien no se le puede creer cuánto dice de verdad y cuánto dice de mentira, pese a la minuciosidad con que registra las fuentes bibliográficas. Pero creo que ambos coincidimos en que eso, hasta cierto punto, en realidad no es tan importante, pues tanto en Borges como en las novelas de Ramírez estamos ante universos independientes en donde verdad y mentira ya no importan, lo que importa es cómo está presentada la historia.

Pero fuera de cualquier broma acerca de las confusiones y las clasificaciones genéricas del texto, se debe reiterar que absolutamente todo es ficción en esta novela, excepto ciertas referencias que el autor quiso respetar, como las fechas y los días en que se produjeron los acontecimientos en que se vio envuelto Cornelio Hüeck, que son exactamente los mismos de la «historia real». El resto, es decir, las cartas, las transcripciones y demás, forman parte del aparato imaginario de Ramírez, quien parece divertirse imaginando a los lectores sorprendidos por el hecho de que Lorena López le escriba a él como autor, cuando presuntamente se sabe que Lorena es un personaje creado por el propio Ramírez en Te dio miedo la sangre (1977).

En Sombras nada más, Lorena, transformada ahora en la viuda del personaje Martinica, le escribe al autor desde Miami para defender a su marido y ofrecer su testimonio acerca de cómo vio ella que las cosas ocurrieron. Esto, por supuesto, como parece esperarlo Ramírez con fruición, tiende a confundir a muchos lectores, sobre todo nicaragüenses, quienes buscan la «verdad histórica» en las novelas. Pero se trata, como lo señala el mismo autor, de un nivel de lectura específico de Nicaragua. Según Ramírez, en la medida que nos alejamos del país estas cosas en realidad importan menos, es decir, los personajes empiezan a ser vistos con otras perspectivas específicas. Pero en Nicaragua el debate abierto por la novela se concentra en saber quién es cada personaje, satisfacer la tentación de responder a preguntas como: «¿y éste quién es?» o de corroborar con certeza que cierto personaje corresponde a fulano de tal como personaje real inscrito en la historia.

Todo eso se debe a que Ramírez utiliza hechos simbólicos o arquetípicos de la historia contemporánea de Nicaragua, hechos que resultan de lo que él llama la «anormalidad de la historia» y que son por naturaleza sorprendentes, por lo tanto novelescos. Desde el cadáver del conspirador anti-somocista David Tejada, supuestamente lanzado al volcán Masaya para esconder un crimen desapareciendo el cuerpo del delito (lo que transformó una estupidez legal en un escándalo de proporciones tan grandes que el dictador Somoza no pudo dejar de meter a su esbirro «Moralitos» en la cárcel, aunque después éste saliera a matar a los testigos de cargo), hasta anécdotas de la historia reciente traspoladas en el tiempo al espacio «histórico» de la novela.

Ramírez es consciente de que todo ese acervo anecdotario pertenece al imaginario nacional nicaragüense, y sabe también que el lector tendrá que irse identificando con estos hechos que parecen increíbles, y que a él correspondería haberlos inventado como narrador, pero que ahí están, como parte de un acervo «real». Ramírez solamente los devuelve a ese caprichoso contexto histórico de su novela. La realidad, pues, de nuevo sorprendiendo a la fantasía. Porque Ramírez inventa todo en la novela, menos esos hechos históricos, «reales», que él mismo confiesa le hubiera gustado inventar. Y en efecto, cualquier novelista se solazaría mucho inventando historias de ese tipo.




El cuento: metaforización del poder y la decadencia

El juego narrativo fronterizo, oscilante, entre invención y «realidad real», tampoco es ajeno a las historias cortas de Sergio Ramírez. La editorial Alfaguara (1997), en el ámbito internacional y en un solo volumen, y Distribuidora Cultural en Nicaragua, pero en volúmenes separados, han publicado sendas recopilaciones de sus narraciones cortas, a partir de las cuales no es difícil diseñar como lectores un mapa relativamente acertado de su recorrido como cuentista, que comienza con Cuentos (1963) y Nuevos cuentos (1969), en los que evidentemente influenciado por el pulcro regionalismo de Mariano Fiallos Gil (1907-1964) y Adolfo Calero Orozco (1899-1980), intenta representar aspectos de la historia política nicaragüense deliberadamente «esperpentizados» o «caricaturizados» por un registro narrativo que mezcla la ironía con la construcción de imágenes y alegorías que a su vez conforman una amplia y totalizadora metáfora del poder.

Pero la metaforización del poder, que se hará después recurrente en casi toda la obra narrativa de Ramírez, en este caso (y en el de la mayoría de sus primeros textos) se circunscribe al ámbito de sociedades que, como las centroamericanas, permanecen sumidas en el atraso socio-económico y cultural, desde donde los escritores del área persisten en la activación de los múltiples resortes de la memoria histórica, a través de esa mezcla suigéneris de realidad y ficción en sus propuestas narrativas.

De tropeles y tropelías (1971), el tercer libro de narraciones de Ramírez, es un ejemplo claro de esa persistencia. Se trata de fábulas llenas de un humor corrosivo en contra del ejercicio del poder en una etapa histórica de Hispanoamérica en que la figura del dictador militar ensombrecía el desenvolvimiento cotidiano de nuestras sociedades. Y de nuevo la esperpentización y la burla son las armas con que el narrador intenta representar la realidad que socialmente lo circunda.

Charles Atlas también muere (1976), considerado el punto de llegada a la madurez de Ramírez como cuentista, continúa proponiéndonos la caricaturización del poder en nuestros ámbitos, pero además, nos propone también la caricaturización de los estereotipos culturales asumidos por una sociedad dominada por fetichistas que suspiran por los modelos de «modernidad» del «primer mundo». Se trata de un volumen coherente de cuentos (algunos ya incluidos en libros anteriores) muy bien estructurados, donde los procedimientos narrativos se acercan a las posibilidades visuales de la cámara cinematográfica y son empleados con la maestría suficiente como para transmitirnos eficazmente su mensaje a través de imágenes plenamente logradas.

Sin embargo, especialmente a partir de su libro Clave de sol (1993), empezó a ser notable en sus cuentos un giro interesante hacia temas derivados de la crónica roja o de hechos reales extraídos del mundo personal de gente común y corriente, con todos sus atributos provincianos y de barriada del «tercer mundo». Me pregunté entonces, si eso significaba un abandono de la intención literaria, evidente en sus inicios, de caricaturizar el poder.

Cuando la editorial Alfaguara acababa de publicar el libro de cuentos Catalina y Catalina (2002), de Ramírez, acudí a entrevistarlo después de leer con premura, aunque con sincero interés, el libro entero. En esa breve y apretada entrevista, Ramírez me explicó, en detalle, ciertos procesos que lo llevaron a escribir esos cuentos, y cómo el narrador analiza y retrata a la sociedad contemporánea resaltando las características decadentes que la descomposición moral de las cúpulas sociales está transmitiendo y reproduciendo en los estratos más bajos de nuestras sociedades.

Al parecer, con la práctica de la escritura, Ramírez fue volviendo a esa esencia del cuento primigenio que, según él mismo confiesa, heredó de Chejov, bajo la regla de que los pequeños seres son los grandes seres del cuento y que no hay cuento si no es sobre los pequeños seres sencillos, humildes, anónimos, que son los que llenan las páginas rojas, de las cuales Ramírez se confiesa un lector devoto, creyente de que en las páginas de sucesos se ha llegado a desarrollar todo un estilo particular, que incluso trata de imitar al momento de escribir sus propias obras.

Me confesó, además, que el primer cuento del libro está literalmente tomado de una crónica de El Nuevo Diario sobre una «gigantona», que aparece en la fotografía que ilustra la noticia, presa en una estación de policía porque entre los miembros de una familia se la disputan. Hay dos niños alrededor de la muñeca, que es una herencia de su padre muerto. Haciéndola bailar y recitando coplas en los barrios de Managua ellos se procuran el sustento diario. Esa historia real le dio a Ramírez todo un universo de los estratos más bajos de las barriadas de Managua y no tenía más que trasegarlo de la crónica a la página del cuento.

Es lo que le recurrió también con un cuento de Clave de sol titulado «La suerte es como el viento». Trata de dos chicas adolescentes que se disputaban un boleto premiado de lotería instantánea y después terminaron envenenándose. Ramírez confiesa estar siempre leyendo la página roja nacional. Pero también la página internacional, porque, por ejemplo, le dieron la «rama» para los dos cuentos de futbolistas que aparecen en Catalina y Catalina: el del jugador sudamericano asesinado en un bar por propinarle un autogol a su equipo, y el caso de Mielke4, que fue ministro del Interior de la antigua República Democrática Alemana, quien manda a matar a un futbolista porque deserta a la otra Alemania. Ramírez no tiene reparo en confesar que se trata de temas reales tomados de los periódicos.

Pero el tema del poder, eventualmente, para Ramírez sigue siendo importante como escritor. Como él mismo afirma, quizás el de Mielke sea el cuento más terrible sobre el poder que haya incluido en sus últimos libros. Es un relato que refleja con crudeza cómo el poder puede llegar a límites extraordinarios. Cómo, por ejemplo, se puede mandar a asesinar a un hombre por el honor herido de alguien que era presidente de un equipo de fútbol y a la vez ministro del Interior, y que él mismo se encargue personalmente de llevar a cabo la ejecución. Aunque no lo parezca, se trata de una historia que Ramírez escribió después de haber leído apenas diez líneas de un despacho internacional. El resto, como el mismo Ramírez lo confiesa, es simplemente literatura.

Pero eso de hacer literatura de la crónica es un recurso que tiene como grandes antecesores a Stendhall y Flaubert. Aunque, de acuerdo con lo que el propio Ramírez afirma, me da la impresión de que su propósito es más bien crear un orden distinto a esos hechos reales, a través de la imaginación. Es decir, no se limita a transmitirlos o a representarlos íntegramente, sino a utilizarlos como lo que él mismo llama el «pie» en la música, a partir del cual se desarrolla la melodía. Se trata de un punto de partida no sólo respecto a la historia, sino también en lo relativo al lenguaje con que Ramírez se impone escribir el cuento. Un proceso, incluso, a veces mimético de la forma en que están escritas las crónicas del periódico, pues según Ramírez, la precisión de la nota del periódico se parece mucho a la precisión que debe tener un cuento, en donde las palabras no se pueden desperdiciar.

Pero lo indudable es que, finalmente, este narrador nicaragüense siempre trata de impresionar al lector con desenlaces ambiguos o sorprendentes. Para Ramírez sigue siendo la regla de oro del cuento lo que Julio Cortázar decía: que se debe ganar al lector en el cuento por nocaut. Pero aunque es eso lo que evidentemente casi siempre busca, en el caso de este libro uno de los cuentos («Un bosque oscuro», en el que una familia dilapida su fortuna y luego va quedando encerrada en la casa, en Masatepe) en realidad, no tiene un final sorpresivo, sino que el cuento mismo se va decantando hacia una disolución en la propia atmósfera.

Uno se pregunta, sin embargo, cuál es la intención de este escritor al persistir en el empleo de esa técnica, la de partir de hechos reales o de casos tomados de la crónica roja. Y es que retratar a la sociedad, sobre todo a la sociedad nicaragüense contemporánea, es decir, la degradación de la sociedad, el empobrecimiento tan dramático de la gente que ya era pobre, ha sido un esfuerzo recurrente en su narrativa. Para Ramírez, el hecho de que en Nicaragua la mayoría de la gente viva en estado permanente de damnificados viene produciendo finalmente lo que él llama «una disolución social, un arrinconamiento de la gente en su miseria», que es lo que fundamentalmente le interesa retratar.

Hay cuentos aquí que intentan hacernos visible un verdadero microcosmos de nuestras sociedades. La paradoja de lo que somos y lo que quisiéramos ser. Me pregunto, sin embargo, si es esta la misma intención del típico escritor latinoamericano de búsqueda de identidad, o el reflejo de que, como el mismo Ramírez ya lo ha dicho, en esa búsqueda constante tal vez radica la esencia de esa identidad. Ramírez no oculta su poco interés en lo que él llama «asunto filosófico» del texto literario, es decir que a través de sus cuentos podamos descubrir la identidad, sino lo que también llama «el lado humanístico» de los mismos. El hecho mismo de hablar de seres humanos, es lo que cada vez le interesa más. Inmiscuirse en la entraña de los seres humanos, en toda su miseria, en todo su abandono, en un desamparo cada vez mayor.

Por eso es que la infidelidad es un tema recurrente en la mayoría de los cuentos de Catalina y Catalina. Es ese un rasgo que, a su juicio, identifica o caracteriza a nuestra cultura. Sin embargo, Ramírez parece más interesado en el tema de la infidelidad en sí, los intríngulis de la infidelidad con todo ese misterio sutil y morboso que de por sí contiene, por todos los entresijos y el dolor soterrado que hay detrás del engaño. Un tema, según dijo, «perfecto» para planteárselo literariamente, sobre todo en historias cortas. Sin duda, un tema recurrente y también un ejemplo de nuestra propia cultura de la relación amorosa.




Una isla feliz en un mar de gasolina

Pero también el cine, el deporte y la influencia mediática en la cultura popular siguen siendo temas recurrentes en la narrativa de Ramírez. Su idea de la sociedad latinoamericana, centroamericana o nicaragüense en un mundo supuestamente postmoderno parece estar formada por todos estos elementos llamados mediáticos: el mundo de las telenovelas, de los locutores deportivos, la cultura del béisbol, de las páginas de sucesos, eso que va directamente al público.

Para Ramírez escribir cuentos no es un asunto de élite, sino de la cultura diaria, la cultura de las pandillas o las «maras» por ejemplo, como un asunto cultural que afecta el lenguaje, la organización social, el comportamiento de los jóvenes. Todo eso, como él dice, está en el ambiente, y al retratarlo sus cuentos nos van a mostrar en el futuro lo que fue la sociedad de comienzos del siglo XXI en Nicaragua.

Una sociedad de contrastes, de grandes paradojas, modernidad y atraso al mismo tiempo. Algo en lo que Ramírez siempre parece insistir. A una entrevista suya publicada en México la titularon con una frase literal: «Nicaragua es una isla feliz en un mar de gasolina». En ella Ramírez decía que quienes viven en esta isla feliz, entre shoping centers, malls, centros comerciales, nuevas autopistas, parecen no percatarse de que están rodeados de un mar de gasolina, donde las desigualdades cada vez son mayores. No sólo en el campo, donde lo demuestran los grandes éxodos masivos de campesinos hambrientos, sino en la ciudad, a pocas cuadras de sus casas. Ese es el nuevo perfil que tiene esta sociedad en tiempos de «globalización», cuando unas élites creen vivir aisladas en una burbuja de acrílico, pero en medio de una gran ilusión. Como él mismo lo dijo: el mar de gasolina está allí, alrededor, muy cercano.

En los cuentos de Catalina y Catalina ese «perfil social» está representado a través de un lenguaje transparente, a través de un uso realmente impecable de diversas técnicas narrativas y de una muy inteligente intención de representación literaria. Algunos autores jóvenes nicaragüenses parecen esperar de Ramírez una evolución hacia mayores complejidades narrativas, que según algunos puntos de vista representan mejor al mundo en que hoy vivimos. Aunque también hay quienes creen que la narrativa llamada del «postboom» debe seguir reflejando el fracaso de los grupos de poder históricos en la construcción de estados modernos en Hispanoamérica, a través de la representación «naturalmente» fantasiosa o mágica de nuestras realidades.

Pero para Ramírez, eso que llamamos el realismo mágico, está enterrado, pertenece «gracias a Dios» al pasado. Por otra parte, la complejidad narrativa que parecen exigirle los nuevos autores es, obviamente, mucho más evidente en sus novelas, donde, como él mismo ya ha reconocido, los narradores hispanoamericanos contemporáneos (incluido él mismo) ya están en busca de nuevos espacios, de nuevos escenarios y de nuevas temáticas.

Pero si volvemos los ojos con atención hacia sus cuentos, desde sus primeras etapas hasta Catalina y Catalina, veremos que, además de constituir un evidente análisis de la realidad socio política nicaragüense y/o centroamericana, implican también un diagnóstico de nuestras sociedades, sumergidas en eso que él llama «un estado de disolución moral», un estado de cosas que conmueve tanto a lectores como a autores: el aflojamiento de las relaciones sociales, el crecimiento del oportunismo, de la conducta despiadada, de la falta de solidaridad, todo eso que la página de sucesos y las cámaras del periodismo «rojo» televisado le han enseñado muy bien a tomar y a representar: hijos que agreden a garrotazos a sus padres, que son capaces de ahorcar a su madre; suicidios entre menores por decepciones amorosas; todo el drama de una sociedad empobrecida, concentrado en casos individuales, que es donde el ojo del narrador debe estar muy atento. No en el todo, como él dice, sino en las pequeñas partes, en los pequeños seres del cuento.






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