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El ángel y el diablo: ficción y política en la «Amalia»

Alejandra Laera






I

En 1845, año de publicación de Facundo, Sarmiento expresa con clarividencia y sin reparos lo que puede leerse, para la literatura argentina, como una marca fundacional. Escribe en la «Advertencia del autor»:

Algunas inexactitudes han debido escaparse en un trabajo hecho de prisa, lejos del teatro de los acontecimientos, y sobre un asunto de que no se había escrito nada hasta el presente1.



Fundar una literatura nacional desde el exilio, pero con y por la urgencia de los acontecimientos políticos, define gran parte de la producción argentina del período: en ella, la productividad literaria no suprime los obstáculos sino que los supone. La compleja relación a través de la cual la literatura se imbrica con la política incide en la escritura y en sus condiciones de producción, propiciando una literatura político-testimonial que toma formas diversas, desde el ensayo a las escasas tentativas ficcionales. Las consecuencias de esta particular circunstancia enunciativa son previstas por Sarmiento en la misma advertencia al lector, cuando agrega que

Quizá haya un momento en que, desembarazado de las preocupaciones que han precipitado la redacción de esta obrita, vuelva a refundirla en un plan nuevo, desnudándola de toda digresión accidental, y apoyándola en numerosos documentos oficiales, a que sólo hago ahora una ligera referencia.



No importa tanto que Sarmiento no haya reelaborado el Facundo como la necesidad inaugural que tiene esta literatura de la urgencia: tomar precauciones frente a las posibles inexactitudes históricas que una lectura distanciada de los imperativos políticos pondría de relieve.

La certeza de un alcance que excede la coyuntura política se hace evidente no sólo en las expectativas que Sarmiento deposita en el Facundo sino que se verifica también en los prólogos o comentarios que otros escritores hacen a sus libros. Por eso, cuando se desdeña cierta literatura del período con el calificativo «panfletaria» no puede dejarse de lado que muchos de estos escritores entrevén para sus textos una proyección literaria2. El gesto de Sarmiento, por ejemplo, lo ampara de las eventuales críticas al tiempo que advierte sobre las «pretensiones literarias de su obra». En el otro extremo y en un gesto tardío, leemos el «Prólogo» de Hilario Ascasubi cuando en 1872, veinte años después de terminar el ciclo del Paulino Lucero, publica en París sus obras completas:

Sin haber podido formar conciencia del mérito real y positivo de mis producciones, lejos de haber tenido en vista antes de ahora poner en un solo cuerpo las que contiene este libro, he temido por el contrario el exponerlas como en un cuadro sobre el cual el público pudiere juzgar de ellas, fuera de la escena en que me fueron inspiradas; circunstancia que tanto contribuye a realzar el mérito de toda producción literaria (destacados míos)3.



La duda de Ascasubi sobre el valor literario de sus versos gauchescos, la incertidumbre de que resistan una lectura en un contexto distinto al de su situación enunciativa, da lugar, indirectamente, a una reflexión incipiente acerca de las funciones de la literatura en el siglo XIX, que se irán diferenciando a medida que los textos se autonomicen de su objetivo inmediato, el efecto político.

Estos interrogantes exhiben la trama que la literatura urde con la política en el período rosista. Sin embargo, este vínculo implica una posición subordinada o marginal para cierto tipo de escritura: la escritura ficcional. En lugar de El Matadero (¿1839?), Facundo se impone como el texto fundacional de la narrativa argentina, y se instaura entonces un modo de leer en clave política o testimonial que se continúa, para el caso de El Matadero, con la resistencia a leerlo como una ficción. Cuando, a mediados de este siglo y desmontando la lectura testimonial que inauguró Juan María Gutiérrez en 1871, El Matadero fue considerado el primer cuento argentino, también comenzaron a ponerse de relieve los núcleos ficcionales en el Facundo, lugar fundacional de la literatura argentina, como si hubiera que corregir una historia de la literatura que no había sido respetuosa del orden cronológico.

Leyendo El Matadero, Ricardo Piglia habla del origen de la prosa de ficción en la Argentina como origen «oscuro, desviado, casi clandestino»4. Ahora bien: ¿cómo combinar eficazmente política y ficción, cómo fundar retrospectivamente esa serie de la literatura nacional cuyos comienzos han sido trastrocados? Piglia explica lo que él considera un desvío: «la ficción aparecía como antagónica con un uso político de la literatura». La publicación de Amalia en 1851 discute ese supuesto desvío.




II

En 1851, José Mármol, en su exilio montevideano, empieza la publicación de un folletín que relata de manera novelesca los sucesos del año 40 en el Buenos Aires rosista. Amalia se configura así como la primera novela política, el primer texto que hace un uso político de la ficción. En Amalia no hay antagonismo: la conjunción de la ficción y la política garantiza una doble función que apuesta a potenciar la eficacia de la propaganda.

Una circunstancia insoslayable le da un giro a la relación política-ficción, cuando antes de terminar la publicación del folletín el régimen rosista cae. El efecto de la política sobre la ficción en Amalia es inmediato: Mármol suspende repentinamente el folletín y la novela se queda sin final. Una carta de lector enviada a La Semana de Montevideo, el diario de Mármol donde se publicaba el folletín, pone en escena el vínculo con los receptores: la carta reclama la conclusión de la novela. En ella se hace evidente que, más allá de su contenido político, el lector lee en Amalia la ficción y exige, por lo tanto, una resolución en términos novelescos. Este lector no acepta la intromisión de la realidad política en la novela que está leyendo. Del lado del autor, en cambio, la actitud es distinta. Porque Mármol no sólo suspende las entregas de Amalia en La Semana después de Caseros sino que, tras anunciar la reedición del folletín en su nuevo periódico El Paraná, decidirá una vez más dejarlo en suspenso para no perturbar el apaciguamiento entre unitarios y federales5. En cierto modo, la ausencia de un objetivo político inmediato ratifica la eficacia de la operación: la función propagandística de la ficción excede a la actualidad política de la novela.

Sólo en el 55 Amalia se publicará completa, y ya no por entregas sino en forma de libro6. Pero las modificaciones realizadas para esta edición definitiva son otra prueba de la conciencia que tenía Mármol del alcance político de su obra:

esperada por tanto tiempo con general interés, el lector no hallará nada de nuevo (fuera de los ocho capítulos finales) [...] pues el autor ha preferido, a poner una línea más, cortar, por el contrario, algunos pasajes que pudieran parecer demasiado agrios en una época tan diferente de aquella en que comenzóse la publicación de esta novela7.



La conformación de un nuevo espacio que permite la publicación íntegra de la obra está acotada por un nuevo contexto enunciativo que redefine la relación literatura-política desde afuera hacia adentro, condicionando la escritura de la novela bajo la forma de la autocensura8.




III

Género relegado frente a la efectividad de otras escrituras, los exiliados antirrosistas abordaron la novela excepcionalmente. Por eso, Amalia es considerada casi siempre un intento inicial y aislado con respecto a las novelas escritas durante la década del 80, momento fuerte de emergencia del género en el Río de la Plata. Los estudios críticos que pretenden dar un panorama más abarcador, sin embargo, logran el efecto homogeneizador de todo listado de títulos, neutralizando las diferencias entre Amalia y otras novelas9. Precisamente, el mecanismo de autocensura de Mármol que se observa en sus distintas etapas de publicación muestra la conflictiva relación de Amalia con su contexto, peculiaridad de la que no participa el resto de las novelas de la época.

Ni Soledad de Bartolomé Mitre (publicada como folletín en 1847 en el diario La Época de La Paz) ni Esther de Miguel Cañé (p) (escrita en 1851 y publicada en 1858) -por citar dos ejemplos importantes- estaban ambientadas en Buenos Aires. La historia de Soledad se desarrolla en Bolivia -donde Mitre estaba exiliado- a fines de la década del 20; la de Esther, en Europa, donde un joven proscripto -en quien se han reconocido rasgos de la vida del propio autor- intenta sustraerse de las penas del desarraigo. En ninguna de las dos se establece una conexión causal significativa con los datos o indicios históricos que se mencionan. En Esther, por ejemplo, la condición de exiliado del protagonista masculino no tiene consecuencias para la trama: la historia de amor entre Esther y el proscripto se trunca por la imprevista muerte de la protagonista. El Capitán de Patricios de Juan María Gutiérrez -generalmente considerada novela histórica- transcurre en 1811 mientras se desarrollan las guerras de la independencia, pero el marco histórico sólo adquiere significación para explicar la muerte del capitán, que frustra el romance entre los protagonistas. Al igual que Amalia, todas son historias de amor, pero ninguna está atravesada por la política como lo está la novela de Mármol.

Bartolomé Mitre explícita su propuesta en el prólogo a Soledad, a la vez que la califica de «débilísimo ensayo»10. Preocupado por la escasez de novelas en América del Sur, su objetivo es sobre todo estimular a los jóvenes escritores demostrando la función ejemplarizadora del género en los centros civilizados. Para desarrollar esta defensa, Mitre se opone a quienes consideran a las novelas como un «descarrío de la imaginación, como ficciones indignas de ocupar la atención de los hombres pensadores», postulando al mismo tiempo su definición del género:

la vida en acción pero explicada y analizada, es decir, la vida sujeta a la lógica. Es un espejo fiel en que el hombre se contempla tal cual es con sus vicios y virtudes, y cuya vista despierta por lo general profundas meditaciones o saludables escarmientos.



Para Mitre, el verosímil es producto de la lógica, entendida como instancia de mediación entre la realidad y la ficción. Por medio de la explicación y el análisis -instrumentos de los que debe valerse el autor para orientar la lectura-, esta teoría del reflejo tiene dos efectos complementarios: provocar la reflexión individual y ejercer una moralización de los lectores.

Entre la novela de Mitre y la de Mármol la diferencia es la política. Al escribir Amalia, Mármol no puede permitirse hacer «ensayos», sus objetivos son de mayor alcance: en lo inmediato, modificar conductas individuales y sociales a través de la política; en lo mediato, ingresar a la historia como testimonio, y a la literatura, como narración novelesca de la época de Rosas.




IV

La pretensión estética se instala en el recurso que elige Mármol para estructurar su novela. La categoría de «ficción calculada» supone el transcurso de varias décadas entre los acontecimientos y el momento de su narración. El sintagma contiene un anacronismo que opera sobre lo político transformándolo en histórico. Algunos fragmentos de la «Explicación» de Mármol -que ya aparece en la publicación por entregas de 1851- muestran el procedimiento:

La mayor parte de los personajes históricos de esta novela existen aún, y ocupan la misma posición política o social que en la época en que ocurrieron los sucesos que van a leerse. Pero el autor, por una ficción calculada, supone que escribe su obra con algunas generaciones de por medio entre él y aquéllos... El autor ha creído que tal sistema convenía tanto a la mayor claridad de la narración cuanto al porvenir de la obra...


(I, p. 4)                


Al hacer este ademán hacia el futuro, Mármol pone en escena el problema del contexto -el mismo que preocupara a Ascasubi al publicar sus obras completas en 1872. Porque desde el momento en que se contempla un porvenir para la obra, el contexto deja de ser un aliado textual con el que se dialoga o se discute, para convertirse en un problema. El anacronismo voluntario de este gesto debe, entonces, considerar la recuperación de ese contexto en el nivel de la escritura. Con cierta ingenuidad, Mármol propone el uso del tiempo pretérito para resolver la cuestión: «es ésta la razón porque el lector no hallará nunca los tiempos presentes empleados al hablar de Rosas, de su familia, de sus ministros, etc.»11.

Lo importante, de todos modos, es cómo Mármol registra la necesidad de practicar ciertas operaciones en el nivel de la escritura para que el sistema de la «ficción calculada» sea efectivo.

Por otro lado, el porvenir es una construcción témporo-espacial que ancla en la imaginación de los exiliados rioplatenses. Mármol presupone la caída del régimen rosista en ese futuro y el advenimiento de la nación imaginada, dentro de la cual su obra está «destinada a ser leída como todo lo que se escriba, bueno o malo, relativo a la época dramática de la dictadura argentina, por las generaciones venideras». En el futuro, lo estético se imprime sobre lo político, resignificándolo. La operación estética de la ficción calculada transforma la política en historia, captura el presente y lo cristaliza en la escritura como pasado: la conjura del presente preserva a la novela del paso del tiempo.

Este recurso, a la vez que señala la imposibilidad de que Amalia pueda leerse como una novela histórica, advierte que así podría leerse si esa ficción calculada fuera una distancia temporal efectiva. La preocupación por narrar como historia los hechos contemporáneos y ya no los pasados se da, en Europa y especialmente en Francia, con la novela realista balzaciana. De hecho, la de Mármol es una observación similar a la que se desprende del «Prólogo» a la Comedia humana12. Para Balzac, lo que se vive como historia es el presente. Por eso, en el mismo punto en que el escritor se acerca a la concepción de novela histórica plasmada por Walter Scott se distancia de ella. Y si bien no se trata de buscar influencias donde parece no haberlas ni de plantear un realismo avant la lettre, una lectura sincrónica de la novela (en contraposición con la lectura diacrónica de las influencias, de las filiaciones, según la cual Amalia sería sí una novela romántica a la manera de las de Víctor Hugo o Eugéne Sue) permite establecer nuevas relaciones y pensar desde otra perspectiva las estrategias de Mármol a la hora de escribir su texto.

La voluntad historicista y sociológica del romanticismo encuentra en la complejidad de la época rosista una apropiada materia narrativa a la vez que su principal escollo: no hay tratamiento épico o heroico posible ya que se trata de una historia que debe ser impugnada. Por eso, es en la ficción donde predomina el ideal romántico que quiere -aunque no puede- conjurar el acontecer histórico. Precisamente, el hecho de que Amalia sea una novela política hace que la estética romántica esté socavada por un tono realista en la descripción del contexto político y también -por la contaminación inevitable que hace a la función propagandística- en algunas escenas que sólo desvirtuadas en su idealización pueden exhibir los horrores del régimen rosista.

La mezcla entre lo sublime y lo grotesco postulada por Víctor Hugo como principio romántico -y sus vinculaciones con lo trágico y lo cómico de la literatura anterior- no alcanza para representar eficazmente (propagandísticamente) la realidad rioplatense. Lo grotesco, que rodea tanto a los protagonistas de la ficción (don Cándido, doña Marcelina) como a los personajes históricos (el padre Viguá y aun doña María Josefa Ezcurra) no sirve para presentar a Rosas: la arista cómica anularía su peligrosidad. Despojada de lo grotesco, la representación seria de la política (cuyo rival «sublime» es la ficción amorosa) asume matices realistas. Así, el tono realista que se impone en algunos pasajes del texto es más la consecuencia de sustraerse a los riesgos de una formulación convencionalmente romántica que una búsqueda en sí misma13.




V

Con una perspectiva que deja explícitamente de lado el trabajo con los géneros, David Viñas alude al conflicto alrededor del romanticismo cuando dice que en Amalia «la mirada romántica ya no es integradora, sino antinómica»14. Viñas se refiere al allá y al aquí, a lo idealizado y a lo impugnado. Es posible, sin embargo, pensar esta cuestión en otra dirección. En principio, la tensión más que la antinomia. Si la mezcla se convierte en pura oposición, el abandono del principio romántico es inevitable; porque la mezcla (integración, dice Viñas) no es una consecuencia sino un postulado. Al mismo tiempo, no se trata en la novela sólo de antinomias: los contactos y pasajes -claramente conflictivos- dan lugar a una tensión entre ambos polos que, en su forcejeo, aunque no se integran se contaminan. Es decir: ¿cómo ese realismo «elemental» va socavando el idealismo romántico de la novela?, ¿cómo la política se impone como condicionadora de ese idealismo?

El reducto romántico, en la novela, es sobre todo la ficción amorosa. En los interiores de la casa de Amalia, donde transcurre la historia de amor, la idealización envuelve a sus habitantes, a los objetos, a las situaciones15. En la casa de Rosas, en cambio, el zaguán donde yacen indios y gauchos nos indica que en ese lugar el ideal es un imposible. Mientras las esferas del «aquí» y el «allá» -o de la historia y de la ficción en tanto principios que rigen cada zona- se mantienen separadas, el conflicto estético se da por antinomia; pero en cuanto se produce una intrusión, la irrupción de una zona en la otra, la tensión se instala en el texto.

La irrupción de una estética que contradice el ideal romántico de belleza se produce, por ejemplo, en la descripción de Agustina Rozas. «Belleza federal» dice de ella la unitaria señora de N. en la escena del baile, confrontándola con el paradigma estético de la época. Explica el narrador:

la belleza de Agustina no estaba, sin embargo, en armonía con el bello poético del siglo XIX: había en ella demasiada bizarría deformas, puede decirse, y muy pocas de esas líneas sentimentales, de esos perfiles indefinibles, de esa expresión vaga y dulce, tierna y espiritual que forma el tipo de la fisonomía propiamente bella en nuestro siglo, en que el espíritu y el sentimiento campean tanto en las condiciones del gusto y el arte.


(I, p. 216; los destacados son míos)                


En este sentido, también se puede analizar la escena en que la mano ensangrentada de Daniel Bello ensucia los objetos de tocador de Amalia en su primera entrada en la casa: «invadió el tocador, manchando las porcelanas y cristales con la sangre y con el lodo de sus manos» (I, p. 25; destacados míos), nos cuenta el narrador. La mano de Daniel es la mediadora (el contacto) entre las marcas del terror oficial y la intimidad del espacio doméstico. En la novela, la necesidad de mostrar convincentemente el efecto desacralizador del rosismo provoca en el lector un juicio de valor textualmente predeterminado y la ficción asume en ese momento una función moralizadora16.




VI

Si en la novela romántica historicista son los héroes quienes explican la historia, en la novela histórica postulada por Walter Scott el héroe es un tipo representativo de su época y el personaje histórico ocupa un lugar secundario. Al comparar ambas categorías, señala Lukács que «poco importa, pues, en la novela histórica la relación de los grandes acontecimientos históricos; se trata de resucitar poéticamente a los seres humanos que figuraron en esos acontecimientos»17.

Daniel Bello es un héroe prosaico. Es el personaje que permite el entramado entre la ficción y la historia al configurarse como zona de pasaje entre el mundo ficticio y la realidad histórica. Son por eso dos los perfiles que de Daniel nos debe mostrar el narrador: el público y el privado. A partir de que el personaje de Eduardo -connotado como héroe romántico- es desplazado del lugar protagónico en el capítulo inicial por la repentina aparición de Daniel Bello -quien se distingue por combinar deducción y pragmatismo-, comienza a manifestarse una crítica realista a los ideales románticos18.

Si se confrontan las lecturas de Daniel y las de Eduardo -los personajes de ficción siempre son lectores en Amalia- se puede establecer entre ambos una distinción que considero importante para determinar los referentes estéticos sobre los que se recortan. Dos ejemplos: a) cuando Daniel le pregunta a Eduardo el nombre del autor del libro que le estaba mostrando a Florencia (el mismo que antes tradujera para Amalia), Eduardo contesta: «uno que en ciertas cosas tenía tanto juicio como tú»; pero Daniel no responde «Byron» sino que asegura que es Voltaire y, ante la negativa, arriesga «Rousseau»; b) cuando se produce una discusión sobre literatura en la casa de Amalia, Daniel rehúsa la identificación con Byron que quiere adjudicarle Eduardo. Los imaginarios de ambos personajes son diferentes: mientras en Eduardo se trata del imaginario romántico convencional, en Daniel está operando la herencia iluminista.

La novela comienza con Eduardo Belgrano protagonizando una escena de acción en la cual, tras la lucha, está a punto de morir en manos del enemigo. La llegada de Daniel cumple dos funciones complementarias: posibilita la salvación provisoria de su amigo a la vez que lo condena textualmente a un lugar secundario. Al salvarlo, Daniel desplaza a Eduardo del protagonismo político y lo relega a la historia de amor. El personaje romántico -y su estrategia- resulta insuficiente como contrincante del personaje histórico (Rosas), y por eso está recluido en la historia de amor, que transcurre en un espacio cerrado (el interior). Eduardo no salva su cuerpo en el exilio (ya imposible) sino en el frágil refugio de la casa de Amalia.

La «herida oficial» en el muslo de Eduardo puede leerse, entonces, como metáfora textual. La realidad política marca el idealismo romántico del personaje unitario. Mármol conjura la inviabilidad de ciertas tácticas de oposición al rosismo modificando una opción estética del romanticismo y construyendo el personaje de Daniel como el protagonista que librará batalla contra Rosas. El desplazamiento de Eduardo desde la zona política a la amorosa se condensa en las palabras que le dirige Daniel antes de ir al baile federal:

Acabas de pensar en la patria y estás pensando en Amalia. Acabas de pensar cómo conquistar la libertad, y estás pensando cómo conquistar el corazón de una mujer. Acabas de echar de menos la civilización en tu patria, y echas de menos los bellísimos ojos de tu amada.


(I, p. 244)                


En esta frase se expresa la posibilidad de sustituir la patria por la imagen de la mujer amada, sustitución que termina llevándose a cabo al final de la novela19. Mientras Eduardo no puede observar esta operación (el desplazamiento de los objetos del deseo), Daniel no sólo la percibe sino que la analiza, porque es el único personaje que puede leer a los demás. Lo hace consigo mismo cuando le explica a su amigo su comportamiento, lo hace con Eduardo y con el propio Rosas. A diferencia de Eduardo, quien no había reconocido las diferencias entre Merlo y sus compañeros en la escena de apertura, Daniel poseía «ese talento de observación [...] que le había hecho conocer la ciencia del gaucho como la de la civilización» (II, p. 106). En ese sentido, Daniel es la síntesis más eficaz de todos los personajes. Su personalidad integra lo más alto (la política) y lo más bajo o frívolo (el baile, la moda). De ahí que pueda moverse entre el espacio público y el privado, que pueda entrar y salir, que accione horizontal y verticalmente. En cambio, Eduardo está restringido a la zona de lo psicológico, de la meditación y la interioridad; es un personaje que no puede actuar: los hechos lo atraviesan como el puñal en el muslo20.

Ahora bien: al mismo tiempo, esa «herida oficial» es la que, al ceder paso a la intriga amorosa, le permite a Amalia constituirse en protagonista. Como tal y en tanto pareja de Eduardo, Amalia sigue el modelo de heroína romántica. Aunque por momentos trate de desplazarse hacia una zona de riesgo -como cuando le anuncia a Eduardo que lo seguiría al campo de batalla-, su lugar es el interior doméstico, y su lógica, la de la fatalidad. Es decir, frente a la lógica histórico-política de los acontecimientos se propone una interpretación ahistórica, la explicación por lo fatal. Amalia interpreta fatalmente la rosa que se cae de sus manos en la primera escena de amor con Eduardo o las campanadas del reloj que ambos escuchan en su último encuentro. En tanto único personaje preservado en su idealidad, Amalia no coloca el signo de lo fatal en la política sino en su propia persona. Se trata de una fatalidad individual.

Pero Daniel, equívocamente, en una situación crucial también interpreta los signos de acuerdo con la fatalidad: su primera llegada tarde (por el atraso del reloj) es para él un signo de que la suerte ya no está de su lado. A partir de esa interpretación -que no sigue la lógica racionalista- las acciones posteriores se desencadenarán fatalmente. Aunque a menudo la crítica ha planteado a Daniel Bello como el doble invertido -según un eje moral- de Juan Manuel de Rosas, en este punto se muestra que Daniel está atrasado respecto del mismo Rosas: mientras uno sigue la lógica del reloj, el otro le hace seguir al reloj su propia lógica. Los horarios federales son horarios trastrocados: en la casa de Rosas se reciben visitas a la medianoche y se cena a la madrugada.




VII

En la escena final en la que los federales irrumpen en la casa de Amalia, todo se mezcla: la historia de amor con la lucha política, las lenguas y los cuerpos. Se produce, entonces, la asimilación de Amalia a la patria. En ese final tardío, agregado, el género condensa y resuelve, en un solo movimiento, todas las cuestiones a la vez. La escena del enfrentamiento que en el primer capítulo hizo que se diseñaran dos zonas en la novela, la de la política y la de la historia de amor, ahora sirve para que ambas zonas se superpongan. Ya no hay pasaje sino confusión. Las leyes del género se hacen inestables: la historia amorosa pretende dominar la escena política, los roles se intercambian y las estrategias fracasan.

Tanto Eduardo como Daniel tienen por objetivo salvar a la protagonista de la muerte federal. Pero entre las palabras de salvación de ambos personajes hay un cambio de registro. Mientras Eduardo, al hablar en francés, estrecha el circuito de recepción, Daniel abre el circuito buscando la serie de la patria. Las últimas palabras que Eduardo le dirige a Daniel están dichas en francés:

Sálvala por la puerta de la sala -le pide refiriéndose a Amalia-; sal al camino, gana las zanjas de enfrente; y en cinco minutos yo habré roto todas las lámparas, pasaré por en medio de esta canalla y te alcanzaré.


(II, p. 284)                


No puedo dejar de recordar la frase de Sarmiento escrita en francés en los baños del Zonda («On ne tue point les idees») y la lectura de Ricardo Piglia respecto de esa escritura en lengua extranjera21. La frase de Eduardo en francés pretende un efecto similar en los federales que tomaron la casa de Amalia: la «ignorancia» de los federales les impediría entender sus palabras. Eduardo se convierte en parlante francés en el único momento de la novela en que es él quien le da instrucciones a Daniel. Ahí es cuando los roles se invierten: el protagonista de la historia de amor se asume como conductor, y el protagonista de la política asume la lógica de la trama amorosa. Al aceptar Daniel esta inversión, al seguir las instrucciones de Eduardo, se precipita la tragedia y se cierra la escena inaugural de la novela. Se produce entonces la suspendida muerte de Eduardo y la herida mortal en la cabeza de Daniel, condenado desde el momento en que había salvado a su amigo y cuyo error final es adoptar la asimilación entre Amalia y la patria, operar en la política con las normas de la ficción romántica.

Sin embargo, antes de morir, Daniel intenta recomponer la historia de la patria al reconocer a su padre del lado federal. Cuando lo ve llegar con la orden de Rosas de detener los crímenes, le pide: «Aquí, padre mío, aquí: salve usted a Amalia». Daniel busca la salvación del otro lado, donde reconoce aquello que lo constituye, el padre, el linaje. En ese momento se achica la distancia entre los acontecimientos narrados y su relato histórico; se exhibe allí el procedimiento de la ficción calculada y se salvan los anacronismos. Reconocimiento final sólo posible después de Caseros, esta resolución provoca una superposición de ambos tiempos que nos remite a las distintas modalidades de intervención en la realidad histórica (los unitarios, la generación del 37, Urquiza, el pronunciamiento, los federales). Y, fundamentalmente, es una versión tardía que expresa la política de la conciliación, verificable en la historia, en la ficción, en los vaivenes de la publicación de la novela.





 
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