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El «antiarte poética» de José Joaquín de Virués (1832)

Borja Rodríguez Gutiérrez





El 5 de Julio de 1833 aparecía en el número 74 de la Revista Española la siguiente reseña, dentro de la sección «La Trompeta Literaria», en la que se daba cuenta de las últimas publicaciones.

EL CERCO DE ZAMORA. Poema en cien octavas en cinco cantos, seguido de un discurso crítico apologético.

En algunos de nuestros números hemos hablado ya del concurso y justa literaria a la que la Academia española invitó a los poetas y prosistas, citando al mismo tiempo los asuntos al objeto designados. Uno de ellos era el Cerco de Zamora que es igualmente el de este apreciable poema. Su autor expone las razones que a su particular publicación le han obligado y sentimos sobremanera que los límites de un periódico no consientan hacer un detallado y minucioso examen, tanto del mérito particular de la composición, como de las ideas enunciadas en el discurso que las sigue. Estas son tan nuevas y atrevidas, sepárase tanto el autor del camino hasta ahora trillado por los alumnos de las nueve, sienta proposiciones de una originalidad tan marcada y disentimos tanto algunas veces de su modo de ver, que necesitaríamos la extensión de un tomo igual al suyo, por lo menos, para entrar en una polémica en que acaso no podríamos hacer brillar, después de todo, ni tantas luces ni tan poderosas armas [...] Comprende su discurso apologético cinco secciones: trata en la primera del modo de juzgar en los concursos públicos de poesía; en la segunda del estilo y del lenguaje de su Poema; en la tercera de su plan o composición en general; en la cuarta de su versificación; y en la quinta reúne diferentes artículos de crítica filológica y poética aplicada a algunos de nuestros poetas clásicos, anteriores a los que hoy viven. Temerosos por una parte de que el espíritu de escuela seguido en poesía hasta nuestros días y que estriba en la imitación de los llamados clásicos, nos impida ver el sistema particular [...] con toda la imparcialidad que el asunto exigiría; demasiado tolerantes, por otra parte, para formar mal concepto de un modo de ver las cosas que no siempre se conforma con el nuestro, huiremos de toda reflexión que pueda prevenir el juicio del lector, y éste podrá dar a la singularidad de las osadas proposiciones [...] el valor que según sus propias ideas, crea deber concederle, limitándonos solo a enunciar aquellas dotes que, aún en nuestro entender, creemos incontestablemente buenas en este opúsculo.

Considerada, pues, ya la diferencia que en el modo de escribir establece la escuela [...] creemos que su poema y su discurso son entrambos cosas que deben hacer época en la literatura, tanto por su singularidad, por la nueva senda que abre atrevidamente al entendimiento humano, desgraciadamente harto rutinario en sus aplicaciones, sobre todo, a la poesía, reconocemos en su poema invención, armonía y toda la importancia del asunto; en su discurso a veces ideas luminosas de no poca consideración; acaso demasiada minuciosidad en su exacta aplicación de la música al arte rítmico; siempre empero una erudición poco común; un genio literariamente independiente y un conocimiento particular de la lengua que maneja sin embargo de una manera que podría parecer afectada al que no comulgue con sus ideas y principios; y por todas partes y en todas sus páginas confesaremos que descubrimos un talento eminente, más o menos bien empleado, dirigido o aplicado, entiéndase a los ojos de aquellos que pudieran estar en contradicción con sus originales aserciones.


Las repetidas menciones a «ideas nuevas y atrevidas», «proposiciones de una originalidad tan sorprendente», «singularidad de las osadas proposiciones», «originales aserciones» o «nueva senda que abre atrevidamente al entendimiento humano» dan testimonio del profundo escándalo del crítico. Las medidas alabanzas van tan mezcladas con las salvedades y las oposiciones que recuerdan a la columna necrológica que, nos cuenta Jorge Luis Borges en Ficciones, dedicó el Times a la muerte de Herbert Quain, «en la que no hay epíteto laudatorio que no esté corregido (o seriamente amonestado) por un adverbio» (81).

Diríase que el periodista se refiere a la obra de un joven osado que da sus primeros pasos en la literatura enarbolando un exaltado romanticismo. Pero el autor al que se refiere no era un joven debutante, ni un recién llegado de la emigración inglesa o francesa con las ideas de Hugo y Byron rebulléndole en la imaginación. José Joaquín de Virués y Spínola era un general retirado de sesenta y dos años, participante en las guerras de Rosellón y de Portugal, antiguo embajador en Londres, alto cargo de la administración durante la época de Godoy (Jefe de la Secretaría de Negocios del Real Servicio), gobernador militar de Motril, Sanlúcar y Cádiz, mariscal de campo con treinta y ocho años, combatiente en la guerra contra los franceses, hecho prisionero en 1811, colaborador del gobierno de José Bonaparte y del trienio Liberal, represaliado, degradado y más tarde rehabilitado (1830) por Fernando VII. Caballero de las órdenes de Calatrava y San Juan, perteneciente a las reales Sociedades Económicas de Motril y Sanlúcar de Barrameda, y de la Real Academia de San Fernando, Maestro de Capilla de Honor de la Filarmónica de Bolonia y Maestro de Honor del Real Conservatorio de Madrid1. Figura por tanto muy ilustre y conocida cuya notoriedad, relevancia e influencias debieron templar la pluma del crítico que, a buen seguro, de haberse tratado de un escritor oscuro y desconocido, se habría despachado a gusto contra las «osadas proposiciones» que lanzaba, con la tranquilidad de quien puede decir lo que le apetece, el veterano general.

Entre sus obras podemos citar La Enriada en verso castellano (1821), La Compasión, poema filosófico y moral distribuido en cinco discursos en verso castellano (1822), Nueva traducción y paráfrasis genuina en romances españoles de los Salmos de David, con notas sobre cada versículo del texto (1825), Cartilla armónica o el contrapunto explicado en seis lecciones (1825), La Geneuphonía o generación de la bien-sonancia música (1831), Nueva traducción y paráfrasis genuina de los Cánticos del antiguo testamento y de los himnos de la Santa Iglesia, adaptada poéticamente a todos los géneros conocidos de notas y texturas musicales (1837), además de la obra que había dado lugar a la nota de la Revista española: el poema épico en cien octavas El Cerco de Zamora.

Por más que se sorprendiera el anónimo crítico, las proposiciones teóricas de Virués ya habían generado polémica con anterioridad. Al menos desde 1821, cuando Virués da a la luz su traducción de Voltaire: La Enriada. En un breve prólogo que antecede a la obra Virués justifica el metro que ha escogido (romance endecasílabo) y expone sus ideas sobre la lengua poética. Que son muy claras y muy sencillas: la lengua poética que pretenden introducir en el español algunos malos versificadores es una aberración. «Gerigonza» llama Virués a ese pretendido lenguaje poético. El lenguaje poético, o «dicción poética» como él escribe tiene unas referencias muy concretas: Garcilaso, los Argensola y Lope de Vega: «la que comprenden y admiran desde la primera lectura todas las clases de la sociedad [...] la más rápida, honesta, animada, clara, suave» (IX).

La claridad es lo fundamental en la poesía, por eso, «la expresión más simple, honesta, sonora y breve es la más sublime y por tanto la más poética» (X).

Esta defensa de la claridad y de una poesía abierta a todas las clases sociales no pasó desapercibida para la «policía» literaria que mantenían los ilustrados. Alberto Lista se encontraba a la sazón ejerciendo su crítica en las páginas de El Censor y él se encargó de dar respuesta a las tesis del general.

Nada más opuesto a las tesis de Lista que la inexistencia de un lenguaje poético español. Casi veinte años después defendía su existencia, la necesidad de su uso y se atrevía a definir las características de este lenguaje: libertad en el orden de la frase, uso de arcaísmos, empleo de figuras de dicción que consisten en quitar, añadir o trasponer sílabas o letras a las palabras, y cuidado en desechar palabras y expresiones vulgares que resultan indignos del verso (1840, 80). Se trata de un idioma particular de la poesía, con su lógica particular y con su análisis particular (78-91).

Lista, por lo tanto, no puede estar de acuerdo con la idea de claridad que Virués propone y para ello dedica un artículo de El Censor a atacar la traducción de La Enriada (1822. Tomo XIV, 275-292). Mezcla el sevillano críticas directas y ataques más sibilinos. Afirma que la obra de Voltaire es una obra menor, muy inferior a otros grandes poemas épicos, «no puede imitar la sublime ternura de Virgilio, que desespera a todos los que se consagran a la poesía» (277). Una forma de atacar el mal gusto de Virués al escoger la obra y de destacar la escasa importancia que tiene la traducción.

Entrando ya en materia, cree Lista que hay en la traducción expresiones y giros prosaicos. Este prosaísmo se debe a las teorías de Virués sobre la poesía y muy en concreto a la idea de sencillez y brevedad que Virués defiende. Para Lista esta tendencia lleva, no a la poesía, sino a una «prosa rimada» (282). Porque sí existe un lenguaje poético.

Por la existencia de un lenguaje poético diferente de la prosa arremete también contra la idea de que los máximos ejemplos de la «dicción poética» sean Garcilaso, los Argensola y Lope de Vega. Defiende Lista la preeminencia sobre estos autores (en diferentes estilos) de Fray Luis de León, Juan de Jáuregui, Francisco de Rioja, Juan de Arguijo, Luis de Góngora (el de los romances y algunas canciones) y sobre todos, Fernando de Herrera, que es, según Lista, el máximo creador del lenguaje poético español. Pero sus críticas se dirigen fundamentalmente sobre la mención a Lope de Vega, que no es un buen ejemplo para nada y del que no hay que imitar nada. Su defecto principal es precisamente su sencillez, la falta de lenguaje poético. En la escuela poética de Lope, para el crítico sevillano, resultan muy superiores las dicciones de Jáuregui, Arguijo y Rioja (285).

Reprocha también Lista a Virués la elección del metro, el romance endecasílabo. Afirma rotundamente que sólo hay tres metros válidos para la poesía épica española: la octava italiana, la silva y el verso libre, que son los únicos cuyo uso está sancionado por obras anteriores. Con refinada malignidad acusa a Virués de haber elegido ese tipo de versificación por su facilidad.

La facilidad del romance endecasílabo no es aparente, sino real y verdadera. [...] En todo metro es difícil hacer buenos versos, pero en la hipótesis de que hayan de ser buenos es mucho más fácil la distribución del hecho poético en versos de asonancia binaria que en la octava, silva y aún en versos libres que si han de sonar bien son los más difíciles de todos.


(292)                


Esta última afirmación de la facilidad del romance endecasílabo debió encrespar no poco a Virués, pues en ese mismo año aprovecha para contestar a Lista en un epílogo de otro poema suyo: La Compasión. Poema filosófico y moral distribuido en cinco discursos en verso castellano. El epílogo, «Reflexiones sobre algunos puntos de crítica poética contenidos en un artículo del Censor, n.º 82, página 292», tiene, ni más ni menos, que 60 páginas (95 a 175), que discuten a fondo la existencia o no de un lenguaje poético y la validez del romance endecasílabo como forma valida para la épica.

El ataque a la idea del lenguaje poético parte de un concepto que resulta absolutamente inaceptable para un escritor ilustrado: el apoyo o no del público. Virués niega la validez del lenguaje poético porque no es comprensible para la mayoría:

Si lo que se quiere es que no puedan leer a los poetas más que los que hayan estudiado esa germanía, llamada de algún tiempo a esta parte entre nosotros locución poética, nada tenemos que negar a sus partidarios, más que nuestra atención, como lo hace el público.


(119)                


Semejante idea, que haya que pensar en la atención del público, que el público sea un factor condicionante en la obra de un escritor, no podía en modo alguno ser aceptada por los escritores ilustrados. Para ellos el público es un factor inexistente o despreciable. De hecho la idea de literatura y la idea de pueblo resultan para muchos de ellos hostiles y excluyentes. Guillermo Carnero, comentando unas páginas de Jovellanos en su Memoria sobre los espectáculos públicos afirma que

está bien claro [...] el pensamiento conservador y antidemocrático de Jovellanos que centra la ética teatral en la influencia de la representación sobre el espíritu cívico de la nobleza y alta burguesía; más adelante dice «conviene dificultar indirectamente la entrada [en los teatros] a la gente pobre, que vive de su trabajo, para la cual el tiempo es dinero, y el teatro más casto y depurado una distracción perniciosa. He dicho que el pueblo no necesita espectáculos, ahora digo que le son dañinos». Para Jovellanos la misión del pueblo es obedecer y producir, no perder horas de trabajo, o de reposo necesario para poder trabajar luego, en ocios y distracciones y mucho menos ante unas representaciones dramáticas que podrían hacerle desear formas de vida propias de las clases privilegiadas.


(302)                


Si esa era la actitud de Jovellanos ante la idea de la presencia, ¡sólo la presencia!, del pueblo en las salas de los teatros, júzguese como sería su reacción ante la idea de que parte de ese pueblo, convertido en público comprador, pudiera determinar las formas de escribir de un escritor. Para Jovellanos, y para todos los autores que comparten su visión elitista y aristocrática (en su acepción literal) del ejercicio de las letras, los escritores que se mueven por los gustos y apetencias del público comprador, aunque pongan por delante la excusa de instruirle y educarle, quedan fuera de la república de las letras, traicionan el ejercicio de la literatura y no merecen ser llamados escritores.

Pérez Magallón, comentando las ideas de Gregorio Mayans sobre la novela indica que

no admite Mayans, ni puede admitir la novela como un género determinado en función de los gustos del vulgo (léase público lector, comprador de libros) como no puede aceptar ese argumento en la pluma del gran Lope para justificar su modo de hacer comedias. Su orgullo de intelectual [...] alcanza a formular y aceptar una teoría de la novela de carácter culto lo que no es poco. (Los subrayados son nuestros).


(362)                


Mayans es, en efecto, liberal en cuanto a la aceptación de una teoría de la novela, sobre todo a la vista de la postura de otros escritores dieciochescos, pero coincide con todos ellos en que su orgullo de intelectual no les permita aceptar que el vulgo determine las características de sus escritos.

Esta apelación de Virués al público no iba por lo tanto a causar gran impresión en un ilustrado como lo era Lista, pero encajaba con la claridad y la brevedad que Virués preconizaba como elementos básicos de la poesía. Profundizando en la idea del lenguaje poético, Virués afirma que todas las palabras pueden constituir expresiones poéticas. Centrándose en las críticas de Lista, que le reprocha usar expresiones como «mejor dicho», afirma que toda palabra que exprese exactamente la idea que pretende, de forma clara y comprensible y que no sea intercambiable con otra palabra tiene sitio en la poesía. Lo poético es la expresión clara y comprensible de una idea. Según él, no se llamó a la poesía desde los primeros tiempos el lenguaje de los dioses porque no hablase la lengua vulgar, sino precisamente por todo lo contrario, esto es, porque instruía al vulgo haciéndose entender de él (138). La existencia de un lenguaje poético es una falacia inventada por los clasicistas. Los auténticos clásicos, los griegos y los romanos, escribían, según Virués, en la lengua normal que hablaban sus compatriotas. Afirma, convencido, que no hay razón ni dato ninguno para creer que en lengua alguna se haya escrito la poesía primitiva en palabras y construcciones peculiares, exclusivos y sobre todo ininteligibles a la generalidad de los habitantes del país (139).

En relación a la métrica de su poema, defiende la validez del romance y se manifiesta indiferente a uno de los principales argumentos contra el romance de Lista: que no se hubiera usado esta estrofa con anterioridad. Para Virués según «ese raciocinio el Hombre no ha tenido jamás acierto en nada en que no ha tenido ejemplo» (162). Analiza los poemas épicos españoles y su métrica, niega la validez de la silva como estrofa épica y comentando unos versos (malos versos según él) de la traducción de la Eneida de Velasco apunta: «¿Serán estos los modelos en los que aprendieron a hacer versos sueltos los Meléndez, los Jovellanos y los Lista» (160). La inclusión de Lista en una tripleta con dos poetas ya fallecidos, en 1811 Jovellanos, y en 1817 Meléndez Valdés, indica claramente que Virués ve en los ataques de Lista una defensa de las teorías poéticas de los ilustrados.

El fin del Trienio Liberal cortó la polémica. Virués fue degradado de todos sus cargos, y tuvo que esperar hasta 1830 para verse perdonado y reintegrado a su grado (lo que no deja de agradecer con un comentario laudatorio a Fernando VII en El Cerco de Zamora).

En 1832 vuelve de nuevo a la carga. La Academia promueve un concurso, para cantar en un poema épico en cien octavas el tema del «Cerco de Zamora». La iniciativa de la Academia, es, por sí sola, una manifestación favorable a las tesis más clasicistas que por entonces corrían por España. La vuelta al poema épico de tema patriótico, y al formato del concurso académico suponía un regreso a más de cincuenta años atrás (1778 y 1779) cuando la Academia convocó dos concursos sobre temas épicos como la «Toma de Granada» y «Las naves de Cortés», concursos cuyas resoluciones constituyeron sendos escándalos que Virués no dejó de recordar. Incluso la elección de una estrofa como la octava real tan ligada a la poesía épica clásica, a través de su utilización en La Araucana de Ercilla o El Bernardo de Balbuena, habla a las claras de la intención de la Academia de promocionar a nuevas generaciones de poetas clasicistas.

Teniendo en cuenta esto, Virués prepara su poema con afán de polémica. Lo presenta de forma anónima, lo escribe con expresa intención de ofender los valores estéticos del jurado académico y cuando se declara desierto el premio, publica su poema, con un largo «Discurso crítico apologético» que está compuesto, se apresura a advertir al lector, antes de que la academia haya emitido su veredicto.

Tiene bien claro contra quien dirige su discurso: contra «los entusiastas escolares llamados por sus adversarios clasiquistas» (57). Y está decidido a demostrar que en el fondo son esos «clasiquistas» los más ignorantes en temas de poesía.

Me es preciso demostrar a los clasiquistas que no conocen absolutamente los principios legítimos de la armonía poética y que ellos son los verdaderos sonsonetistas, esto es, los que tienen por sonorosa gala poética el mero silabismo de los versos, sin buscar en ellos ideas exactas, nuevas e importantes, con tal que presenten sus favoritas voces y frases.


(175)                


En esta ocasión el representante de los clasiquistas más atacado es Quintana aunque no deja de aparecer el recuerdo de Lista, sobre todo cuando afirma que la célebre estrofa primera de La Araucana es muy inferior a piezas de los poetas «a quienes la escuela sevillana niega la cualidad del lenguaje poético como son los Argensola, Lope y otros muchos» (175).

El discurso está dividido en cinco secciones y una introducción. Para empezar en la introducción niega la existencia de un arte poética. Para él la proliferación de artes poéticas existentes es la mejor demostración de que no existe una poética única2. Y si no hay un arte poética única es porque no es necesaria.

¿La necesitamos? Distingo: si ha de haber concursos de premios sí, pero si no los ha de haber, no. Porque jamás un arte poética producirá un poeta. Si la poesía ha de permanecer en su actual categoría de arte, los aprendices hallen en un sólo y breve volumen todos los datos consagrados como preceptos y todas las muestras de los casos y géneros más aprobados como tales modelos. Pero si ha de ser un don (como exclusivamente lo ha sido en las brillantes épocas antiguas) debe no haberla. Como no la hubo entonces y dejarse todo al genio y al ingenio propio y al examen de los buenos ejemplos anteriores.


(53-54)                


Después de esta arremetida contra las preceptivas, la Sección Primera del discurso analiza los premios que convoca la academia y el funcionamiento del jurado. Virués se despacha a gusto. Los premios se convocan sin criterio, se hace trampa a los concursantes no publicando los principios estéticos con arreglo a los cuales se van a juzgar las obras, los jurados son con frecuencia incompetentes en la especialidad que juzgan, a menudo no se leen las obras, y en la resolución del concurso dominan los compadreos y las recomendaciones. Al final los poetas deben encomendar su obra al juicio del público que en el breve plazo de dos años pondrá las cosas en su sitio, olvidará al mal poeta, aunque haya sido premiado por la academia, y admirará al bueno, aunque la academia le haya rechazado. Virués menciona específicamente los concursos que antes hemos mencionado, sobre los temas de las Naves de Cortés (1778) y la Toma de Granada (1779) en los que el muy prescindible poeta José María Vaca de Guzmán derrotó sucesivamente a los dos Moratín, primero al padre y luego al hijo.

En la sección segunda trata el tema del estilo. Niega la existencia de estilos diferentes según los usos: épico, lírico, sublime, etc. El estilo es personal e intransferible: es la expresión propia de cada autor.

Cada poeta verdadero (que es el original y no el imitador) es por sí mismo su peculiar estilo, como cada humano es una fisonomía diferente. Los que imitan el estilo, que es la fisonomía de un verdadero poeta, son por precisión pseudopoetas, en una palabra, mímicos gesticuladores, o, bien se diga, histriones con careta de retrato como el teatro griego. Así se ve que cuando se dice «Fulano posee y emplea el estilo de Herrera o de León» se puede a cierra ojos apostar que lo que se emplea son las ideas y las frases mismas de esos grandes hombres y que presentan por suyo lo que no es, ni vale nada en sus plumas, porque no ha pensado (esto es inventado con propia y espontánea concepción) lo que escribe.


(59-60)                


Niega Virués uno de los elementos básicos de las poéticas neoclásicas como es el de la imitación y por el contrario se muestra totalmente partidario de la invención que pone por norte a los jóvenes poetas que le puedan estar leyendo. La invención ha de ser también invención del estilo. Es inútil fijarse en el estilo de los grandes poetas para imitarlo sino que cada nuevo poeta tiene que inventar su estilo y su dicción.

Sí que puede, sin embargo, fijarse en los ejemplos de la antigüedad. Precisamente en base a esos ejemplos Virués contrapone la fluidez y la espontaneidad de los Argensola con la pesadez de Herrera (la polémica con Lista sigue presente). En busca de esa fluidez la lengua poética que él usa en sus obras es el «castellano del siglo XIX» y no el de otras épocas porque escribe para que le entiendan.

Mi obrilla está hecha para que la lean con igual facilidad, gusto y provecho todas las clases no idiotas, según el fin y el objeto esencial de la poesía heroica reconocida prácticamente por los primitivos poetas (todos populares) y no exclusivamente por los literatos y los llamados por ellos poetas.


(78)                


Es preciso usar la lengua viva, actual, que ha progresado enormemente desde los tiempos del «italianizante Garcilaso» (79). Ha progresado gracias al uso cotidiano, a las ciencias, a las artes, a la comunicación con el extranjero y las modificaciones de las costumbres. Con todas esas aportaciones la lengua se ha ido enriqueciendo. Empeñarse en mantener una lengua arcaica, creer que existe un lenguaje alto (el de la poesía) y un lenguaje bajo (el del uso) es «convertir a los libros en cementerios pudiendo ser colegios» (73).

La sección tercera comenta el plan del poema y su organización y estructura. No cabe duda, leyendo esta sección que Virués se comenta a sí mismo con tanta dedicación, aplicación y entusiasmo que hace pensar irremisiblemente (permítasenos citar por segunda vez a Borges) en otro ilustre «comentarista de su propia obra»: el Carlos Argentino Danieri de El Aleph.

Parte Virués de la idea ya expresada: la necesidad de escribir para que le entiendan: la poesía épica debe «ser leída con interés, deleite y provecho y conservada en la memoria por todas las clases de la sociedad» (86). Para ello hay que borrar muchas de las convenciones de la épica clásica, griega y latina. Hay que adaptarla a la historia nacional y despaganizarla. El hecho fundamental es la acción que se cuenta y los personajes elegidos y sus caracteres deben estar en función de esa acción.

En la sección cuarta toca Virués el tema de la métrica del poema. Vuelve a insistir en que la poesía es un don, y que ese don se materializa en la versificación. Para conseguir ese don son inútiles todas las artes poéticas, preceptivas y retóricas que se quieran, como afirma con un ejemplo que sin duda sería una de las ideas que más provocativas le parecieron al anónimo crítico de la Revista Española

Un Lucas del Olmo Alfonso, vaquero (sin saber leer como todos) de la campiña de Jerez, mi patria y un Homero que solo estudió lo que pensó y lo que vio mientras no fue ciego, eran poetas, como Lope de Vega, a pesar de sus escasos estudios, porque nacieron versificadores. El primero improvisaba sus admirables corridos (romances de ocho sílabas) en las gañanías de Jéula, Jibalbín y Algarabejo por las noches, mientras se cocía el ajo caliente en el invierno o se empapaba el frío en el verano. Toda su erudición profana eran los casos de ajusticiados guapos que oía en prosa a los que venían de la ciudad, y la sagrada consistía en algo de la pasión de nuestro señor Jesu-Cristo, que entendía del sermón de las caídas que oía en la plaza del arenal la madrugada de los Viernes Santo, único día que pasaba en poblado. De estos dos géneros quisiera yo tener y aún imprimir con notas la multitud de romances de tal compositor que me han hecho observar tantas curiosidades en materia de armonía lógico-rítmica en la poesía.


(115-116)                


Una reivindicación de una poesía «natural», alejada de la erudición y de la cultura que se le exigían al poeta clásico. Una renuncia expresa a la «imitación» como valor poético, pues queda claro que este Lucas del Olmo no bebe de ningún modelo para componer sus «admirables corridos». Más cercana, por lo tanto, esta poesía popular que elogia Virués al Romanticismo que al Clasicismo.

Para valorar hasta que punto esta defensa de Virués del poeta natural soliviantaba toda la concepción clásica de la poesía, hay que volver a citar a Lista. En otro de los ensayos contenidos en sus Artículos críticos y literarios el crítico sevillano desarrolla una teoría totalmente divergente, como se puede ver en el título del escrito: «De la Poesía considerada como Ciencia». Defiende una ciencia poética basada en las reglas, en el conocimiento y en la retórica: «Si existe una ciencia de la poesía, existe también una arte de ella y las correspondientes reglas» (166). Esas reglas son fundamentales para conseguir una buena poesía: la idea del «Burro Flautista» en definitiva. Que duda cabe que, para Lista y los suyos, este rapsoda popular que cita Virués no pasa de ser un burro flautista más.

La sección quinta del poema es el análisis de una serie de poetas clásicos en los que Virués entra a fondo para demostrar que en todos ellos se encuentran errores e imperfecciones. Su propósito es demostrar que los poetas del pasado también cometieron errores, y que, por ser sus autores clásicos, esos errores no dejan de serlo. «Pasó el tiempo de admirar como bellezas las imperfecciones y errores de los antiguos» (164).

Garcilaso, Herrera, Ercilla, Meléndez Valdés, Vaca de Guzmán y Rioja son el objeto de sus análisis, análisis, que, salvo en el caso de Garcilaso, son francamente desfavorables. De nuevo hay un interés definido en la polémica: Vaca de Guzmán, el poeta consagrado dos veces por la academia en los dos concursos anteriores, Herrera, el máximo creador de la lengua poética española, según Lista, Meléndez Valdés, el poeta más representativo de la escuela de los adversarios de Virués, Rioja y Ercilla admirados y alabados por Quintana y Lista. Sólo Garcilaso entra en el grupo de los amados por Virués y así y todo no se libra de un comentario censorio por parte de Virués a cuenta de los dos primeros versos de la «Égloga III»: «Aquella voluntad honesta y pura, / ilustre y hermosísima María». Comenta acremente Virués que el «Sí, sí mamaría» y el «No, no mamaría» no sería admisible en el escolar más lerdo.

Pero su arsenal principal lo emplea Virués más contra los académicos y los «clasiquistas» que contra los poetas a los que estudia. De esta manera al analizar la poesía de Herrera, critica especialmente once versos que Quintana había citado para demostrar la perfección de Herrera en su «Introducción histórica a una colección de poesías castellanas». Estos versos, pertenecientes a la «Canción al Santo Rey Don Fernando» eran considerados por Quintana como una muestra de la excelencia de Herrera y una representación de la poesía de estilo. Para Quintana, Herrera es un poeta fundamental, cuyo valor ha sido descubierto por los ilustrados: «hasta el establecimiento del buen gusto en nuestro tiempo no se ha conocido bien el mérito eminente de su poesía y la necesidad de seguir sus huellas para elevar la lengua poética sobre la vulgar» (135).

Esta nueva apelación a la existencia de una lengua poética empuja a Virués a combatir a Quintana y a los poetas por él alabados. Comienza Virués negando la existencia de una poesía de estilo, o mejor, admitiendo que los versos de Herrera son poesía de estilo, que es la que «nada importante dice aunque pronuncia muy bien». Analiza pormenorizadamente los versos y reprocha a Herrera la trivialidad, la repetición, el tono, la escasez de ideas, la falta de colorido... Acaba afirmando que los versos que tanto admira Quintana son un «ejemplo miserable, ridículo y absolutamente detestable» (169).

Pero el ataque a Quintana aún va a continuar. Al hablar de Rioja y de la «Epístola Moral a Fabio» (atribuida por entonces al poeta sevillano) no comenta un solo verso del poema sino que disecciona un largo elogio que Quintana hace a la epístola. El elogio (reproducido por Virués) termina con estas palabras de Quintana: «Perfección sublime que eleva y enajena al poeta y que igualmente le desespera». A lo que inmediatamente apostilla Virués: «¡Exactísima distinción, digo yo, del efecto que causa su lectura en el poeta por naturaleza y en el poeta por la escuela! ¡Ojalá que en este fuese tal la desesperanza que le condujera al suicidio!» (199).

José Joaquín de Virués no es, desde luego, un poeta romántico, pero tampoco un defensor de un barroco envejecido. Su postura poética es definida y personal y está lejos de cualquiera de las escuelas de su época. En algunos aspectos es sorprendentemente moderno, como en su defensa del uso de la lengua normal como lengua poética y en su opinión que el uso, los nuevos conocimientos, y el contagio con el extranjero enriquece la lengua. Son también elementos llamativos su defensa de la claridad expresiva y de la poesía accesible para todos, su valoración de la naturalidad en la expresión y su preferencia por la poesía de ideas frente a la poesía de palabras. Todo ello partiendo de un principio básico en su concepto: la poesía como «don» natural y por lo tanto la inutilidad de las artes poéticas, de las preceptivas y de cualquier tipo de regla.






Bibliografía

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  • ——. La Compasión. Poema filosófico y moral distribuido en cinco discursos en verso castellano. Madrid: Miguel de Burgos, 1822.
  • ——. El Cerco de Zamora. Poema en cien octavas en cinco cantos, seguido de un discurso crítico apologético. Madrid: Miguel de Burgos, 1832.


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