El «antiarte poética» de José Joaquín de Virués (1832)
Borja Rodríguez Gutiérrez
El 5 de Julio de 1833 aparecía en el número 74 de la Revista Española la siguiente reseña, dentro de la sección «La Trompeta Literaria», en la que se daba cuenta de las últimas publicaciones.
Las repetidas
menciones a «ideas nuevas y atrevidas»,
«proposiciones de una originalidad tan sorprendente»,
«singularidad de las osadas proposiciones»,
«originales aserciones» o «nueva senda que abre
atrevidamente al entendimiento humano» dan testimonio del
profundo escándalo del crítico. Las medidas alabanzas
van tan mezcladas con las salvedades y las oposiciones que
recuerdan a la columna necrológica que, nos cuenta Jorge
Luis Borges en Ficciones, dedicó el Times a la muerte de Herbert
Quain, «en la que no hay epíteto
laudatorio que no esté corregido (o seriamente amonestado)
por un adverbio»
(81).
Diríase que el periodista se refiere a la obra de un joven osado que da sus primeros pasos en la literatura enarbolando un exaltado romanticismo. Pero el autor al que se refiere no era un joven debutante, ni un recién llegado de la emigración inglesa o francesa con las ideas de Hugo y Byron rebulléndole en la imaginación. José Joaquín de Virués y Spínola era un general retirado de sesenta y dos años, participante en las guerras de Rosellón y de Portugal, antiguo embajador en Londres, alto cargo de la administración durante la época de Godoy (Jefe de la Secretaría de Negocios del Real Servicio), gobernador militar de Motril, Sanlúcar y Cádiz, mariscal de campo con treinta y ocho años, combatiente en la guerra contra los franceses, hecho prisionero en 1811, colaborador del gobierno de José Bonaparte y del trienio Liberal, represaliado, degradado y más tarde rehabilitado (1830) por Fernando VII. Caballero de las órdenes de Calatrava y San Juan, perteneciente a las reales Sociedades Económicas de Motril y Sanlúcar de Barrameda, y de la Real Academia de San Fernando, Maestro de Capilla de Honor de la Filarmónica de Bolonia y Maestro de Honor del Real Conservatorio de Madrid1. Figura por tanto muy ilustre y conocida cuya notoriedad, relevancia e influencias debieron templar la pluma del crítico que, a buen seguro, de haberse tratado de un escritor oscuro y desconocido, se habría despachado a gusto contra las «osadas proposiciones» que lanzaba, con la tranquilidad de quien puede decir lo que le apetece, el veterano general.
Entre sus obras podemos citar La Enriada en verso castellano (1821), La Compasión, poema filosófico y moral distribuido en cinco discursos en verso castellano (1822), Nueva traducción y paráfrasis genuina en romances españoles de los Salmos de David, con notas sobre cada versículo del texto (1825), Cartilla armónica o el contrapunto explicado en seis lecciones (1825), La Geneuphonía o generación de la bien-sonancia música (1831), Nueva traducción y paráfrasis genuina de los Cánticos del antiguo testamento y de los himnos de la Santa Iglesia, adaptada poéticamente a todos los géneros conocidos de notas y texturas musicales (1837), además de la obra que había dado lugar a la nota de la Revista española: el poema épico en cien octavas El Cerco de Zamora.
Por más que
se sorprendiera el anónimo crítico, las proposiciones
teóricas de Virués ya habían generado
polémica con anterioridad. Al menos desde 1821, cuando
Virués da a la luz su traducción de Voltaire: La
Enriada. En un breve prólogo que antecede a la obra
Virués justifica el metro que ha escogido (romance
endecasílabo) y expone sus ideas sobre la lengua
poética. Que son muy claras y muy sencillas: la lengua
poética que pretenden introducir en el español
algunos malos versificadores es una aberración.
«Gerigonza» llama Virués a ese pretendido
lenguaje poético. El lenguaje poético, o
«dicción poética» como él escribe
tiene unas referencias muy concretas: Garcilaso, los Argensola y
Lope de Vega: «la que comprenden y
admiran desde la primera lectura todas las clases de la sociedad
[...] la más rápida, honesta, animada, clara,
suave»
(IX).
La claridad es lo
fundamental en la poesía, por eso, «la expresión más simple, honesta,
sonora y breve es la más sublime y por tanto la más
poética»
(X).
Esta defensa de la claridad y de una poesía abierta a todas las clases sociales no pasó desapercibida para la «policía» literaria que mantenían los ilustrados. Alberto Lista se encontraba a la sazón ejerciendo su crítica en las páginas de El Censor y él se encargó de dar respuesta a las tesis del general.
Nada más opuesto a las tesis de Lista que la inexistencia de un lenguaje poético español. Casi veinte años después defendía su existencia, la necesidad de su uso y se atrevía a definir las características de este lenguaje: libertad en el orden de la frase, uso de arcaísmos, empleo de figuras de dicción que consisten en quitar, añadir o trasponer sílabas o letras a las palabras, y cuidado en desechar palabras y expresiones vulgares que resultan indignos del verso (1840, 80). Se trata de un idioma particular de la poesía, con su lógica particular y con su análisis particular (78-91).
Lista, por lo
tanto, no puede estar de acuerdo con la idea de claridad que
Virués propone y para ello dedica un artículo de
El Censor a atacar la traducción de La
Enriada (1822. Tomo XIV, 275-292). Mezcla el sevillano
críticas directas y ataques más sibilinos. Afirma que
la obra de Voltaire es una obra menor, muy inferior a otros grandes
poemas épicos, «no puede imitar la
sublime ternura de Virgilio, que desespera a todos los que se
consagran a la poesía»
(277). Una forma de atacar
el mal gusto de Virués al escoger la obra y de destacar la
escasa importancia que tiene la traducción.
Entrando ya en
materia, cree Lista que hay en la traducción expresiones y
giros prosaicos. Este prosaísmo se debe a las teorías
de Virués sobre la poesía y muy en concreto a la idea
de sencillez y brevedad que Virués defiende. Para Lista esta
tendencia lleva, no a la poesía, sino a una «prosa rimada»
(282). Porque sí
existe un lenguaje poético.
Por la existencia de un lenguaje poético diferente de la prosa arremete también contra la idea de que los máximos ejemplos de la «dicción poética» sean Garcilaso, los Argensola y Lope de Vega. Defiende Lista la preeminencia sobre estos autores (en diferentes estilos) de Fray Luis de León, Juan de Jáuregui, Francisco de Rioja, Juan de Arguijo, Luis de Góngora (el de los romances y algunas canciones) y sobre todos, Fernando de Herrera, que es, según Lista, el máximo creador del lenguaje poético español. Pero sus críticas se dirigen fundamentalmente sobre la mención a Lope de Vega, que no es un buen ejemplo para nada y del que no hay que imitar nada. Su defecto principal es precisamente su sencillez, la falta de lenguaje poético. En la escuela poética de Lope, para el crítico sevillano, resultan muy superiores las dicciones de Jáuregui, Arguijo y Rioja (285).
Reprocha también Lista a Virués la elección del metro, el romance endecasílabo. Afirma rotundamente que sólo hay tres metros válidos para la poesía épica española: la octava italiana, la silva y el verso libre, que son los únicos cuyo uso está sancionado por obras anteriores. Con refinada malignidad acusa a Virués de haber elegido ese tipo de versificación por su facilidad.
(292) |
Esta última afirmación de la facilidad del romance endecasílabo debió encrespar no poco a Virués, pues en ese mismo año aprovecha para contestar a Lista en un epílogo de otro poema suyo: La Compasión. Poema filosófico y moral distribuido en cinco discursos en verso castellano. El epílogo, «Reflexiones sobre algunos puntos de crítica poética contenidos en un artículo del Censor, n.º 82, página 292», tiene, ni más ni menos, que 60 páginas (95 a 175), que discuten a fondo la existencia o no de un lenguaje poético y la validez del romance endecasílabo como forma valida para la épica.
El ataque a la idea del lenguaje poético parte de un concepto que resulta absolutamente inaceptable para un escritor ilustrado: el apoyo o no del público. Virués niega la validez del lenguaje poético porque no es comprensible para la mayoría:
(119) |
Semejante idea, que haya que pensar en la atención del público, que el público sea un factor condicionante en la obra de un escritor, no podía en modo alguno ser aceptada por los escritores ilustrados. Para ellos el público es un factor inexistente o despreciable. De hecho la idea de literatura y la idea de pueblo resultan para muchos de ellos hostiles y excluyentes. Guillermo Carnero, comentando unas páginas de Jovellanos en su Memoria sobre los espectáculos públicos afirma que
(302) |
Si esa era la actitud de Jovellanos ante la idea de la presencia, ¡sólo la presencia!, del pueblo en las salas de los teatros, júzguese como sería su reacción ante la idea de que parte de ese pueblo, convertido en público comprador, pudiera determinar las formas de escribir de un escritor. Para Jovellanos, y para todos los autores que comparten su visión elitista y aristocrática (en su acepción literal) del ejercicio de las letras, los escritores que se mueven por los gustos y apetencias del público comprador, aunque pongan por delante la excusa de instruirle y educarle, quedan fuera de la república de las letras, traicionan el ejercicio de la literatura y no merecen ser llamados escritores.
Pérez Magallón, comentando las ideas de Gregorio Mayans sobre la novela indica que
(362) |
Mayans es, en efecto, liberal en cuanto a la aceptación de una teoría de la novela, sobre todo a la vista de la postura de otros escritores dieciochescos, pero coincide con todos ellos en que su orgullo de intelectual no les permita aceptar que el vulgo determine las características de sus escritos.
Esta apelación de Virués al público no iba por lo tanto a causar gran impresión en un ilustrado como lo era Lista, pero encajaba con la claridad y la brevedad que Virués preconizaba como elementos básicos de la poesía. Profundizando en la idea del lenguaje poético, Virués afirma que todas las palabras pueden constituir expresiones poéticas. Centrándose en las críticas de Lista, que le reprocha usar expresiones como «mejor dicho», afirma que toda palabra que exprese exactamente la idea que pretende, de forma clara y comprensible y que no sea intercambiable con otra palabra tiene sitio en la poesía. Lo poético es la expresión clara y comprensible de una idea. Según él, no se llamó a la poesía desde los primeros tiempos el lenguaje de los dioses porque no hablase la lengua vulgar, sino precisamente por todo lo contrario, esto es, porque instruía al vulgo haciéndose entender de él (138). La existencia de un lenguaje poético es una falacia inventada por los clasicistas. Los auténticos clásicos, los griegos y los romanos, escribían, según Virués, en la lengua normal que hablaban sus compatriotas. Afirma, convencido, que no hay razón ni dato ninguno para creer que en lengua alguna se haya escrito la poesía primitiva en palabras y construcciones peculiares, exclusivos y sobre todo ininteligibles a la generalidad de los habitantes del país (139).
En relación
a la métrica de su poema, defiende la validez del romance y
se manifiesta indiferente a uno de los principales argumentos
contra el romance de Lista: que no se hubiera usado esta estrofa
con anterioridad. Para Virués según «ese raciocinio el Hombre no ha tenido
jamás acierto en nada en que no ha tenido ejemplo»
(162). Analiza los poemas épicos españoles y su
métrica, niega la validez de la silva como estrofa
épica y comentando unos versos (malos versos según
él) de la traducción de la Eneida de Velasco
apunta: «¿Serán estos los
modelos en los que aprendieron a hacer versos sueltos los
Meléndez, los Jovellanos y los Lista»
(160). La
inclusión de Lista en una tripleta con dos poetas ya
fallecidos, en 1811 Jovellanos, y en 1817 Meléndez
Valdés, indica claramente que Virués ve en los
ataques de Lista una defensa de las teorías poéticas
de los ilustrados.
El fin del Trienio Liberal cortó la polémica. Virués fue degradado de todos sus cargos, y tuvo que esperar hasta 1830 para verse perdonado y reintegrado a su grado (lo que no deja de agradecer con un comentario laudatorio a Fernando VII en El Cerco de Zamora).
En 1832 vuelve de nuevo a la carga. La Academia promueve un concurso, para cantar en un poema épico en cien octavas el tema del «Cerco de Zamora». La iniciativa de la Academia, es, por sí sola, una manifestación favorable a las tesis más clasicistas que por entonces corrían por España. La vuelta al poema épico de tema patriótico, y al formato del concurso académico suponía un regreso a más de cincuenta años atrás (1778 y 1779) cuando la Academia convocó dos concursos sobre temas épicos como la «Toma de Granada» y «Las naves de Cortés», concursos cuyas resoluciones constituyeron sendos escándalos que Virués no dejó de recordar. Incluso la elección de una estrofa como la octava real tan ligada a la poesía épica clásica, a través de su utilización en La Araucana de Ercilla o El Bernardo de Balbuena, habla a las claras de la intención de la Academia de promocionar a nuevas generaciones de poetas clasicistas.
Teniendo en cuenta esto, Virués prepara su poema con afán de polémica. Lo presenta de forma anónima, lo escribe con expresa intención de ofender los valores estéticos del jurado académico y cuando se declara desierto el premio, publica su poema, con un largo «Discurso crítico apologético» que está compuesto, se apresura a advertir al lector, antes de que la academia haya emitido su veredicto.
Tiene bien claro
contra quien dirige su discurso: contra «los entusiastas escolares llamados por sus
adversarios clasiquistas»
(57). Y está decidido a
demostrar que en el fondo son esos «clasiquistas» los
más ignorantes en temas de poesía.
(175) |
En esta
ocasión el representante de los clasiquistas más
atacado es Quintana aunque no deja de aparecer el recuerdo de
Lista, sobre todo cuando afirma que la célebre estrofa
primera de La Araucana es muy inferior a piezas de los
poetas «a quienes la escuela sevillana
niega la cualidad del lenguaje poético como son los
Argensola, Lope y otros muchos»
(175).
El discurso está dividido en cinco secciones y una introducción. Para empezar en la introducción niega la existencia de un arte poética. Para él la proliferación de artes poéticas existentes es la mejor demostración de que no existe una poética única2. Y si no hay un arte poética única es porque no es necesaria.
(53-54) |
Después de esta arremetida contra las preceptivas, la Sección Primera del discurso analiza los premios que convoca la academia y el funcionamiento del jurado. Virués se despacha a gusto. Los premios se convocan sin criterio, se hace trampa a los concursantes no publicando los principios estéticos con arreglo a los cuales se van a juzgar las obras, los jurados son con frecuencia incompetentes en la especialidad que juzgan, a menudo no se leen las obras, y en la resolución del concurso dominan los compadreos y las recomendaciones. Al final los poetas deben encomendar su obra al juicio del público que en el breve plazo de dos años pondrá las cosas en su sitio, olvidará al mal poeta, aunque haya sido premiado por la academia, y admirará al bueno, aunque la academia le haya rechazado. Virués menciona específicamente los concursos que antes hemos mencionado, sobre los temas de las Naves de Cortés (1778) y la Toma de Granada (1779) en los que el muy prescindible poeta José María Vaca de Guzmán derrotó sucesivamente a los dos Moratín, primero al padre y luego al hijo.
En la sección segunda trata el tema del estilo. Niega la existencia de estilos diferentes según los usos: épico, lírico, sublime, etc. El estilo es personal e intransferible: es la expresión propia de cada autor.
(59-60) |
Niega Virués uno de los elementos básicos de las poéticas neoclásicas como es el de la imitación y por el contrario se muestra totalmente partidario de la invención que pone por norte a los jóvenes poetas que le puedan estar leyendo. La invención ha de ser también invención del estilo. Es inútil fijarse en el estilo de los grandes poetas para imitarlo sino que cada nuevo poeta tiene que inventar su estilo y su dicción.
Sí que puede, sin embargo, fijarse en los ejemplos de la antigüedad. Precisamente en base a esos ejemplos Virués contrapone la fluidez y la espontaneidad de los Argensola con la pesadez de Herrera (la polémica con Lista sigue presente). En busca de esa fluidez la lengua poética que él usa en sus obras es el «castellano del siglo XIX» y no el de otras épocas porque escribe para que le entiendan.
(78) |
Es preciso usar la
lengua viva, actual, que ha progresado enormemente desde los
tiempos del «italianizante
Garcilaso»
(79). Ha progresado gracias al uso cotidiano,
a las ciencias, a las artes, a la comunicación con el
extranjero y las modificaciones de las costumbres. Con todas esas
aportaciones la lengua se ha ido enriqueciendo. Empeñarse en
mantener una lengua arcaica, creer que existe un lenguaje alto (el
de la poesía) y un lenguaje bajo (el del uso) es «convertir a los libros en cementerios pudiendo
ser colegios»
(73).
La sección tercera comenta el plan del poema y su organización y estructura. No cabe duda, leyendo esta sección que Virués se comenta a sí mismo con tanta dedicación, aplicación y entusiasmo que hace pensar irremisiblemente (permítasenos citar por segunda vez a Borges) en otro ilustre «comentarista de su propia obra»: el Carlos Argentino Danieri de El Aleph.
Parte
Virués de la idea ya expresada: la necesidad de escribir
para que le entiendan: la poesía épica debe «ser leída con interés, deleite y
provecho y conservada en la memoria por todas las clases de la
sociedad»
(86). Para ello hay que borrar muchas de las
convenciones de la épica clásica, griega y latina.
Hay que adaptarla a la historia nacional y despaganizarla. El hecho
fundamental es la acción que se cuenta y los personajes
elegidos y sus caracteres deben estar en función de esa
acción.
En la sección cuarta toca Virués el tema de la métrica del poema. Vuelve a insistir en que la poesía es un don, y que ese don se materializa en la versificación. Para conseguir ese don son inútiles todas las artes poéticas, preceptivas y retóricas que se quieran, como afirma con un ejemplo que sin duda sería una de las ideas que más provocativas le parecieron al anónimo crítico de la Revista Española
(115-116) |
Una reivindicación de una poesía «natural», alejada de la erudición y de la cultura que se le exigían al poeta clásico. Una renuncia expresa a la «imitación» como valor poético, pues queda claro que este Lucas del Olmo no bebe de ningún modelo para componer sus «admirables corridos». Más cercana, por lo tanto, esta poesía popular que elogia Virués al Romanticismo que al Clasicismo.
Para valorar hasta
que punto esta defensa de Virués del poeta natural
soliviantaba toda la concepción clásica de la
poesía, hay que volver a citar a Lista. En otro de los
ensayos contenidos en sus Artículos críticos y
literarios el crítico sevillano desarrolla una
teoría totalmente divergente, como se puede ver en el
título del escrito: «De la Poesía considerada
como Ciencia». Defiende una ciencia poética basada en
las reglas, en el conocimiento y en la retórica: «Si existe una ciencia de la poesía,
existe también una arte de ella y las correspondientes
reglas»
(166). Esas reglas son fundamentales para
conseguir una buena poesía: la idea del «Burro
Flautista» en definitiva. Que duda cabe que, para Lista y los
suyos, este rapsoda popular que cita Virués no pasa de ser
un burro flautista más.
La sección
quinta del poema es el análisis de una serie de poetas
clásicos en los que Virués entra a fondo para
demostrar que en todos ellos se encuentran errores e
imperfecciones. Su propósito es demostrar que los poetas del
pasado también cometieron errores, y que, por ser sus
autores clásicos, esos errores no dejan de serlo. «Pasó el tiempo de admirar como bellezas
las imperfecciones y errores de los antiguos»
(164).
Garcilaso,
Herrera, Ercilla, Meléndez Valdés, Vaca de
Guzmán y Rioja son el objeto de sus análisis,
análisis, que, salvo en el caso de Garcilaso, son
francamente desfavorables. De nuevo hay un interés definido
en la polémica: Vaca de Guzmán, el poeta consagrado
dos veces por la academia en los dos concursos anteriores, Herrera,
el máximo creador de la lengua poética
española, según Lista, Meléndez Valdés,
el poeta más representativo de la escuela de los adversarios
de Virués, Rioja y Ercilla admirados y alabados por Quintana
y Lista. Sólo Garcilaso entra en el grupo de los amados por
Virués y así y todo no se libra de un comentario
censorio por parte de Virués a cuenta de los dos primeros
versos de la «Égloga III»: «Aquella voluntad honesta y pura, / ilustre y
hermosísima María»
. Comenta acremente
Virués que el «Sí,
sí mamaría»
y el «No, no mamaría»
no sería
admisible en el escolar más lerdo.
Pero su arsenal
principal lo emplea Virués más contra los
académicos y los «clasiquistas» que contra los
poetas a los que estudia. De esta manera al analizar la
poesía de Herrera, critica especialmente once versos que
Quintana había citado para demostrar la perfección de
Herrera en su «Introducción histórica a una
colección de poesías castellanas». Estos
versos, pertenecientes a la «Canción al Santo Rey Don
Fernando» eran considerados por Quintana como una muestra de
la excelencia de Herrera y una representación de la
poesía de estilo. Para Quintana, Herrera es un poeta
fundamental, cuyo valor ha sido descubierto por los ilustrados:
«hasta el establecimiento del buen gusto
en nuestro tiempo no se ha conocido bien el mérito eminente
de su poesía y la necesidad de seguir sus huellas para
elevar la lengua poética sobre la vulgar»
(135).
Esta nueva
apelación a la existencia de una lengua poética
empuja a Virués a combatir a Quintana y a los poetas por
él alabados. Comienza Virués negando la existencia de
una poesía de estilo, o mejor, admitiendo que los versos de
Herrera son poesía de estilo, que es la que «nada importante dice aunque pronuncia muy
bien»
. Analiza pormenorizadamente los versos y reprocha a
Herrera la trivialidad, la repetición, el tono, la escasez
de ideas, la falta de colorido... Acaba afirmando que los versos
que tanto admira Quintana son un «ejemplo
miserable, ridículo y absolutamente detestable»
(169).
Pero el ataque a
Quintana aún va a continuar. Al hablar de Rioja y de la
«Epístola Moral a Fabio» (atribuida por entonces
al poeta sevillano) no comenta un solo verso del poema sino que
disecciona un largo elogio que Quintana hace a la epístola.
El elogio (reproducido por Virués) termina con estas
palabras de Quintana: «Perfección
sublime que eleva y enajena al poeta y que igualmente le
desespera»
. A lo que inmediatamente apostilla
Virués: «¡Exactísima
distinción, digo yo, del efecto que causa su lectura en el
poeta por naturaleza y en el poeta por la escuela!
¡Ojalá que en este fuese tal la desesperanza que le
condujera al suicidio!»
(199).
José Joaquín de Virués no es, desde luego, un poeta romántico, pero tampoco un defensor de un barroco envejecido. Su postura poética es definida y personal y está lejos de cualquiera de las escuelas de su época. En algunos aspectos es sorprendentemente moderno, como en su defensa del uso de la lengua normal como lengua poética y en su opinión que el uso, los nuevos conocimientos, y el contagio con el extranjero enriquece la lengua. Son también elementos llamativos su defensa de la claridad expresiva y de la poesía accesible para todos, su valoración de la naturalidad en la expresión y su preferencia por la poesía de ideas frente a la poesía de palabras. Todo ello partiendo de un principio básico en su concepto: la poesía como «don» natural y por lo tanto la inutilidad de las artes poéticas, de las preceptivas y de cualquier tipo de regla.
- Borges, Jorge Luis. Ficciones. Madrid: Alianza Editorial, 1976.
- Carnero, Guillermo. «Juan Nicolás Böhl de Faber y la polémica dieciochesca sobre el teatro». Anales de la Universidad de Alicante. Historia Moderna, 2 (1982): 291-317.
- Diccionario Enciclopédico. Madrid: Espasa-Calpe. 1930.
- Gil Novales, Alberto. Diccionario Biográfico del Trienio Liberal. (DBTL). Madrid: El Museo Universal, 1992.
- Lista, Alberto. «La Henriada en verso castellano, por Don Joaquín de Virués y Spínola». El Censor XIV (1822): 275-292.
- ——. Artículos críticos y literarios. Palma: Imprenta y librería de Esteban Trías, 1840.
- Pérez Magallón, Jesús. «Una teoría dieciochesca de la Novela y algunos conceptos de Poética» Anales de Literatura Española, 5 (1986-87): 357-376.
- Quintana, Manuel José. Introducción histórica a una colección de poesías castellanas. Obras Completas. Madrid: Biblioteca de Autores Españoles, 1852.
- Virués y Spínola, José Joaquín de. La Enriada en verso castellano. Madrid: Miguel de Burgos, 1821.
- ——. La Compasión. Poema filosófico y moral distribuido en cinco discursos en verso castellano. Madrid: Miguel de Burgos, 1822.
- ——. El Cerco de Zamora. Poema en cien octavas en cinco cantos, seguido de un discurso crítico apologético. Madrid: Miguel de Burgos, 1832.