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El antiguo orden y su crisis como tema de «Recuerdos de Provincia»

Tulio Halperín Donghi1





¿Cual es el propósito de Recuerdos de Provincia? Desde su aparición, sus lectores se rehusaron a tener por válido lo que Sarmiento declaraba en la introducción dirigida «A mis compatriotas solamente», y era en efecto difícil tomar en serio la amenaza que, según aseguraba, representaba para su futuro en Chile la presencia en Santiago de un agente del gobierno de Buenos Aires encargado de tramitar (como todos sabían, con muy pocas probabilidades de éxito) su extradición como criminal político. Esos lectores hallaban difícil creer que esa irrisoria amenaza estuviese forzando al exitoso hombre público que ya era Sarmiento a reiterar la defensa que en 1843, cuando no era aún sino una presencia advenediza en el mundillo periodístico de Santiago, había ofrecido a través de su primer esbozo autobiográfico. Descartando esa justificación tan poco creíble, preferían ver en Recuerdos un autorretrato monumental con el cual Sarmiento inauguraba la campaña política que, según confiaba, lo llevaría a ocupar la cima del poder en la etapa posrosista, que juzgaba a punto de abrirse en la Argentina.

Pero ocurre que la obra misma no se organiza sobre las líneas que serían esperables si su tema fuese la glorificación, y no la defensa, de su autor a través de su biografía; solo después de recorrer más de la mitad de ella, Sarmiento comenzará a ocuparse de sí mismo. Y aunque lectores poco benévolos encontraron fácil explicación para esa incongruencia en su megalomanía, que lo hizo detenerse más de lo prudente en la glorificación de su exaltado linaje a través de una demasiado minuciosa evocación de las figuras sobresalientes que lo habían adornado desde el siglo XVI, ocurre que la versión que Sarmiento ofrece de «la historia colonial de mi familia» no cumple demasiado bien el cometido que esos lectores le asignan.

Para advertirlo basta echar un vistazo al llamado «Cuadro genealógico de una familia de San Juan de la Frontera, en la República Argentina»; ese «índice del libro» que sigue a la introducción, presenta condensadamente la trayectoria del linaje sanjuanino fundado en los albores de la colonia por Bernardo Albarracín, «Maestre de Campo», y representado en el presente, por una parte, por Paula y Rosario Sarmiento, «obreras en bordados, tejidos, etc.» y por otra, Procesa Sarmiento, «Artista, discípula de Monvoisin», Bienvenida Sarmiento, «Directora de varios colegios de señoras» y desde luego Domingo F. Sarmiento, miembro de corporaciones eruditas y asociaciones de bien público del viejo y nuevo mundo, director y colaborador de periódicos, y autor «de una serie de obras de educación primaria adoptadas por la Universidad de Chile»2.

Este resumen de tres siglos de historia familiar invita, más bien que a regodearse en el orgullo derivado de un exaltado abolengo, a despejar los problemas planteados por una trayectoria que tiene su punto de partida en la cumbre de la sociedad sanjuanina y que en el presente se acerca peligrosamente a los márgenes más íntimos de ella.

No es preciso concluir por eso que la malevolencia de esos lectores se había equivocado al reconocer entre los objetivos centrales de Recuerdos la exaltación de la figura de su autor, pero esta hallará modo menos obvio de consumarse precisamente a través de la explotación del problema que, aunque descubierto a través de su historia familiar, no afecta tan solo a ella, como lo revela el título mismo de ese cuadro genealógico, que al presentarlo no como el del autor, sino como el de «una familia de San Juan de la Frontera»3 reivindica para él esa significación más amplia. Por eso Recuerdos, sin dejar de ser, como lo declara la presentación, un alegato en que el autor evoca en su defensa la «memoria de sus deudos que merecieron bien de la patria», su provincia y el «humilde hogar en que ha nacido»4, es a la vez -como se afirma en las últimas páginas- un ejemplo del mismo género biográfico al que pertenece también Facundo, sin que el hecho de que el principal biografiado sea esta vez el propio autor establezca una diferencia esencial entre ambas obras.

La presentación de Recuerdos y Facundo como dos ejemplos del mismo género no hace con todo justicia a la relación en extremo compleja entre la obra de 1845 y la de 1850, y ello no es sorprendente, dada la escasa inclinación de Sarmiento a gastar su tiempo en exploraciones críticas acerca de su propia obra. No solo la calidad literaria de esta le interesa poco, tal como se advierte en sus comentarios sobre los éxitos que esta le ha deparado, caracterizados por una concisión del todo anómala en él (así se limitará a mencionar de paso que sus Apuntes biográficos del padre Aldao constituyen una «obrita muy gustada por los inteligentes como composición literaria»)5, sino que tampoco se preocupará por dar adecuada cuenta de las motivaciones y justificaciones que la subtienden; así en las razones de su preferencia por el género biográfico alegadas en la presentación de Recuerdos, la biografía, nos dice allí Sarmiento, es «la tela más adecuada para estampar las buenas ideas» y el que la escribe «ejerce una especie de judicatura, castigando el vicio triunfante, alentando la virtud obscurecida»6. Esta caracterización, válida para la de Aldao, pero ya inadecuada para Facundo, define de nuevo muy mal el propósito de Recuerdos.

En los dos libros mayores de Sarmiento la función del relato biográfico es, en efecto, muy otra: en ambos se trata de desentrañar a través de un personaje o un conjunto de personajes las claves de una totalidad de sentido que es creación de una experiencia histórica colectiva. Pero no solo el propósito último de Recuerdos lo ubica en la estela de Facundo; en este había elaborado además todo un conjunto de recursos expositivos adecuados a ese propósito, que ponían al servicio de él una inesperada maestría literaria, pronto apreciada como tal por los lectores de Sarmiento. Este no deja de advertir que, aunque se ve a sí mismo sobre todo como publicista político, a los ojos de muchos de sus lectores es, en primer lugar, un productor de literatura y de ello se gloria (aunque con excepcional mesura) en Recuerdos. Ahora bien, ese público no le ofrece tan solo aplausos; de él recibe además indicaciones acerca de cuáles son los rasgos de su producción que mejor aprecia, entre los que se encuentra en primer lugar, la fuerza evocativa que sabe dar a la descripción de un modo de vida individual o colectivo, y a la del marco en el cual él se desenvuelve.

Sería en efecto peligroso ignorar lo que Sarmiento nos dice acerca de su relación con el público (y en particular aquel al que más le interesa llegar, que es el argentino) tan solo porque lo que lo mueve a decirlo es el deseo de exaltar su propia gloria. Así, su afirmación de que don Pedro de Angelis, el erudito italiano al servicio de Rosas, proclamaba a quien quería oírlo su admiración por la justeza de la evocación de la Pampa incluida en Facundo, se hace más creíble cuando se descubre que el joven doctor Bernardo de Irigoyen se esforzaba por conseguir desde Mendoza un ejemplar de Recuerdos de Provincia para enviarlo a ese otro promisorio integrante de la intelligentsia rosista que era su entonces amigo Rufino de Elizalde, funcionario en el ministerio de Relaciones Exteriores de Buenos Aires7. Y Sarmiento estaba tanto más dispuesto a seguir produciendo los pezzi di bravura descriptivos y evocativos que ese público admiraba, sobre todo porque estos ofrecían a la vez el vehículo mejor para la visión histórico social que era su propósito comunicarle. De este modo, el prestigio que Facundo ha adquirido a los ojos de su autor como modelo literario se confirma en su papel de modelo para Recuerdos también en planos que no son ya el de la literatura.

Pero la gravitación de ese modelo no impide que la exploración emprendida en Recuerdos recorra un itinerario muy distinto del de Facundo. Esa diferencia se refleja ya en el distinto modo en que una y otra obra articulan un objetivo eminentemente practico, que hace de ambas instrumentos de lucha contra la dictadura rosista, con la ambición teórica de arrancar el secreto de aquello que la primera de las obras había llamado la esfinge argentina. En ambas la articulación entre esos dos objetivos no está libre de problemas, pero mientras en Facundo estos derivan de la contradicción no resuelta entre el anuncio de reconciliación universal inscripto en la tercera parte (que tiene el propósito eminentemente práctico de persuadir a quienes ofrecen apoyo al régimen que Sarmiento combate de que no tienen nada que temer por su ruina) y la grandiosa evocación en las dos primeras de una realidad escindida hasta sus raíces en hemisferios irreconciliablemente enemigos, en Recuerdos es menos fácil señalar el punto preciso en que ella se hace visible; más que por cualquier contradicción, la relación entre esos dos objetivos parece afectada aquí por la dudosa relevancia que respecto de tos impuestos por el combate político ofrece el nudo problemático de la nueva obra.

Esa discontinuidad que hace en rigor imposible cualquier contradicción frontal entre objetivos prácticos y teóricos se debe en parte a que estos últimos no se perfilan en Recuerdos tan nítidamente como en Facundo. Es quizá reveladora del rumbo -perfilado con menos seguridad- del libro de 1851 la ausencia de algo equivalente a la invocación a la sombra de Quiroga que abría Facundo, y que había escondido bajo su alborotado vuelo oratorio una coherente «idea de la obra», que anunciaba con precisión el itinerario de la exploración en ella emprendida para arrancar el secreto de la esfinge argentina.

Sin duda, vuelven a aflorar en Recuerdos ecos atenuados e inconexos del esfuerzo interpretativo tan vigorosamente dibujado y justificado entonces, así sea a través de frases excesivamente concisas como aquella en que Sarmiento señala que «el aspecto del suelo me ha mostrado a veces la fisonomía de los hombres, y éstos indican casi siempre el camino que han debido llevar los acontecimientos». Notaciones como esta parecen presagiar el retorno a la ruta seguida en 1845, y la apertura de la obra con la descripción de un paraje concreto (ese rincón de casas semiderruidas, dominadas por algunas palmas gigantescas, reducto en el pasado de las «familias antiguas que compusieron la vieja aristocracia colonial») que nos devuelve a los recursos descriptivos y evocativos en cuyo manejo la obra de 1845 ya lo había revelado maestro, parece prometer también un avance paralelo al seguido en esta.

Pero es esa una promesa destinada a no cumplirse. Ahora la geografía hace solo una aparición fugaz en ese cuadro inicial para ceder de inmediato el primer plano a la historia. En efecto, la evocación brevísima de un paraje lleva a la de las huellas ya casi borradas que en él pueden rastrearse de un pasado abolido, desde las palmeras mismas, traídas de Chile por los primeros conquistadores, hasta «una puerta [...] desbaratada [...] donde estuvieron incrustadas letras de plomo, y en el centro el signo de la Compañía de Jesús», y en la vecina casa de los Godoyes, igualmente arruinada, una carpeta cuyo rótulo reza: «Este legajo contiene la "Historia de Cuyo" del abate Morales, una caria topográfica y descriptiva de Cuyo, y las probanzas de Mallea»8, aunque ya solo encierra estas últimas.

La evocación que en Facundo hubiera servido de punto de partida para explorar la configuración de un modo de vida igualmente preciso, y que aquí deja inmediatamente paso a la queja sobre las injurias del tiempo, refleja muy bien todo lo que separará la perspectiva dominante en Recuerdos de la de Facundo. En este las claves literales y metafóricas remitían a una clave espacial; aun cuando el conflicto que desgarraba a las provincias rioplatenses era presentado como el del siglo XI y el XIX, esos dos siglos designaban dos configuraciones históricas que eran en la Argentina estrictamente contemporáneas la una de la otra, arraigadas a su vez en dos campos rivales, entendidos de modo totalmente literal como dos espacios que se dividen el cuerpo mismo de la nación: la ciudad y la campaña pastora. Esa proyección del conflicto en clave espacial nunca perderá del todo su ascendente sobre Sarmiento, y todavía en escritos de fines de la década, desde Viajes hasta Educación popular, lo veremos acudir a la metáfora que evoca el asedio de la fortaleza de la civilización que es la ciudad por una masa bárbara asentada en el arrabal (ya se trate del cada vez más vasto océano de los pobres en una Santiago que comienza a crecer a, ritmo más rápido, o de la tropa por el momento sumisa movilizada por la revolución industrial en Europa).

Al lado de esta línea interpretativa no era imposible descubrir en segundo plano otra, que buscaba sus claves proyectando la misma problemática sobre un eje temporal antes que espacial: así Facundo no esquiva el tema de la decadencia de la ciudad de La Rioja. Pero precisamente en Facundo esa decadencia es menos el desenlace de la transformación sufrida por un sujeto histórico en un cierto arco temporal que el resultado infortunado de la derrota de ese sujeto enraizado en un espacio -la ciudad, territorio de la civilización- en su lucha con otro sujeto que es su inconciliable rival, identificado a su vez con ese otro espacio que es la camparla pastora, reducto de la barbarie.

Es precisamente la relación entre esos dos rumbos interpretativos la que se ha invertido en Recuerdos. El lema anunciado por la evocación de los arruinados y fragmentarios testimonios de un pasado brillante con que se abre la obra es de nuevo el de la decadencia, pero esta no es ya el resultado de una derrota externa, sino el castigo que el tiempo implacablemente inflige a quienes no saben avanzar con él. Pasa así a primer plano un aspecto de la catástrofe argentina que en Facundo había sido sin duda tomado en cuenta, pero decididamente relegado a lugar secundario. Allí Sarmiento no había dejado de deplorar la oposición que en el seno mismo de las ciudades habían despertado las innovaciones introducidas durante la revolución y luego por las veleidades reformistas del bando unitario, pero a esa oposición había reprochado entonces menos su orientación misoneísta que la obcecación facciosa que la había llevado a entablar una alianza suicida con la barbarie sitiadora.

En Recuerdos la decadencia no es en cambio fruto de una derrota que acecha desde afuera, y Sarmiento está hasta tal punto persuadido de la validez de este punto de vista que no advierte que el primer ejemplo que aduce para validarlo se presta muy mal a ello. Ese ejemplo es el de los huarpes, nación indígena «grande y numerosa», que habitó los valles de Tulum, Mogna, Jachal y las lagunas de Guanacache. «El historiador Ovalle, que visitó a Cuyo sesenta años después [de la conquista], habla de una gramática y un libro de oraciones cristianas en el idioma huarpe, de que no quedan entre nosotros más vestigios que los nombres citados, y Puyuta, nombre de un barrio, y Angaco, Vicuña, Villicún, Huanacache y otros pocos»9.

Para deducir de la historia de los huarpes la moraleja que ya se adivina, Sarmiento está dispuesto a olvidar el lugar que en su ruina tuvo la conquista española; no es extraño que al explorar la decadencia de San Juan no atribuya a la conquista de la ciudad por las huestes llaneras de Quiroga el papel decisivo que le había concedido en el pasado (y volverá a concederle en el futuro). Por el contrario, esa decadencia reconoce las mismas raíces que la de sus predecesores en el dominio de la tierra sanjuanina, y se anuncia aun más rápida que la de estos:

Ay de los pueblos que no marchan! Si sólo se quedaran atrás! Tres siglos han bastado para que sean borrados del catálogo de las naciones los huarpes. Ay de vosotros, colonos, españoles rezagados! Menos tiempo se necesita para que hayáis descendido de provincia confederada a aldea, de aldea a pago, de pago a bosque inhabitado. Teníais ricos antes... Ahora son pobres todos! Sabios... teólogos... políticos... gobernantes... hoy ya no tenéis ni escuelas siquiera, y el nivel de la barbarie lo pasean a su altura los mismos que os gobiernan. De la ignorancia general hay otro paso, la pobreza de todos, y ya lo habéis dado. El paso que sigue es la obscuridad, y desaparecen en seguida los pueblos, sin que se sepa adónde y cuándo se fueron!10



Sarmiento no descubre ahora por primera vez ese duro corolario de su fe en el progreso histórico que hace de la incorporación a su ritmo cada vez más frenético una condición de supervivencia colectiva. Ya en 1843, en su comentario a las Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile, de su amigo J. V. Lastarria, su convicción de que ese progreso avanzaba de acuerdo con «leyes inmutables» en obediencia a las cuales, a través de crímenes e injusticias sin cuento, «las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes» no le había impedido proclamar como «providencial, sublime y grande»11 a ese espectáculo cuya contracara sombría no hacía nada por disimular.

Esa visión a la vez desolada y entusiasta de la marcha de la historia es de nuevo la dominante en Recuerdos de Provincia, y ofrece un argumento central a primera vista paradójico para una obra que da voz a la nostalgia de un mundo muerto. Apenas se examina de qué modo aquel temple nostálgico se articula en Recuerdos con ese argumento apasionadamente futurista, se advierte que uno y otro se apoyan recíprocamente. El viejo San Juan ha sido víctima de su incapacidad de cambiar tan rápidamente como lo demandaban los nuevos tiempos; es innegablemente una culpa, pero cualquier explicación alternativa de la decadencia que Sarmiento se ha propuesto explorar hubiera debido enrostrarle otras culpas más graves.

Ese trasfondo nostálgico hace del todo comprensible la resistencia a echar una mirada crítica sobre los herederos de ese San Juan ya abolido, que se refleja muy bien en uno de los primeros capítulos de Recuerdos, el titulado «Los hijos de Mallea». Se narra en él la historia del anciano don Fermín Mallea y su dependiente «el joven Oro, [...] tan honrado y laborioso que Mallea [...] hubo de asociarlo a su negocio». Después de 10 años durante los cuales don Fermín retiraba fondos sin medirlos, y su socio «no había tocado nada» un balance revela que todo el negocio pertenecía ahora al antiguo dependiente. Don Fermín, desolado y furioso, comenzó un pleito interminable contra su antiguo protegido, cuya «naturaleza suave y amorosa no pudo resistir a tan dura prueba»; «el triste murió de pena de ver la injusticia que le hacía su amigo y protector», que por su parte halló en la locura refugio contra el remordimiento. Sarmiento cree saber en quién recae la culpa por el desenlace trágico de esa tragedia provinciana: en los tribunales de justicia; «en ellos, en la común ignorancia, en la torpeza de los jueces, en las pasiones desenfrenadas que azuza en lugar de contener un sistema de iniquidad que trae escrito en su frente el crimen, encabezando todos sus actos con el sacramental mueran...»12

Esta conclusión tan poco convincente refleja sin duda la ya señalada distancia entre el propósito práctico político y la ambición teórica de Recuerdos, que hace más difícil aquí alcanzar moralejas buenas para ser enrostradas al enemigo en la polémica del día; pero más aun que la decisión apriorística de hallar culpables a los adversarios políticos, pesa aquí la de defender a cualquier precio la inocencia de un vástago del viejo San Juan en quien es difícil no reconocer al responsable principal de tanta desgracia. Para proclamar su inocencia, Sarmiento va a afirmar de modo no más convincente la presencia en Mallea de ciertas genéricas cualidades de corazón que su presentación del personaje no confirma: pese a que (como no se priva de hacernos saber) era este «de carácter áspero y de condición dura» y «harto se lo hizo sentir en su juventud», Sarmiento se rehúsa a ver en la obstinación con que el irascible anciano recusaba las rendiciones de cuentas presentadas por su antiguo dependiente y luego honradísimo socio nada peor que «terquedad de carácter y pasiones desbordadas, que no supo ni quiso refrenar la injusticia e ineptitud de los jueces», y aun en cuanto a esos rasgos más atenuadamente negativos, limita aun más su significación al presentarlos como «genialidades [que] no alcanzaban a empañar algunas dotes de corazón muy laudables», conclusión de nuevo poco convincente pero no por eso menos significativa.

No es esta la única ocasión en que tales genialidades son invocadas para disipar sombras en los retratos de sobrevivientes de la élite colonial (tienen lugar aun más considerable en los más minuciosos retratos de don José y don Domingo de Oro), al precio de reducir los rasgos más característicos de un individuo a meras excentricidades, cuya arbitraria irracionalidad las toma inaccesibles al enfoque analítico que en Facundo había permitido leer en ellos los signos reveladores de las peculiaridades del contexto histórico social en que habían sido forjados. Nada menos que esa renuncia a la más poderosa herramienta hermenéutica con que Sarmiento contaba para develar el misterio de la esfinge argentina, se había hecho necesaria para asegurar contra cualquier duda la monolítica inocencia de los herederos del San Juan de ayer en las desdichas que sobrevinieron luego de su ocaso.

La negativa a interpretar desde una perspectiva socio histórica los rasgos que definen a la élite sanjuanina sobreviviente a la tormenta revolucionaria tiene con todo consecuencias más limitadas que la que traba igualmente la exploración del San Juan colonial. Lo que impedía dirigir sobre él la misma mirada escudriñadora dirigida en Facundo a la Argentina posrevolucionaria era desde luego que ese aflorado San Juan estaba marcado con el cuño de la colonización española, que Sarmiento siempre había condenado y que en Recuerdos sigue siendo objeto de un juicio sustancialmente negativo (en sus páginas, como en las de Facundo, uno de los argumentos de elección contra la Argentina rosista es el que la presenta como el desquite de la colonia, cuyo legado la revolución no ha logrado desarraigar13).

Proteger a esa dorada isla de la memoria de una mirada decidida a rastrear las raíces de la degradación presente en el pasado español es empresa menos fácil que presentar a sus herederos sobrevivientes en la abominable Argentina de 1830 o 1850 como inocentes extraviados en un mundo cuya intrínseca maldad tienen la fortuna de no entender. Puesto que los logros del San Juan colonial, que Sarmiento evoca con nostálgico orgullo, son los de una civilización sobre la cual sigue haciendo caer su condena; su identificación apasionada con una élite fundadora e integrada por maestros de campo, encomenderos y teólogos solo puede mantenerse al precio de envolver en una caritativa penumbra rasgos que ha sabido utilizar para erigir imágenes mucho más cargadas de sustancia histórica cuando toma por blanco realidades a las que se siente menos vinculado. Sería entonces inútil buscar en Recuerdos un cuadro del viejo San Juan que -como el de Córdoba en Facundo- sin dejar de hacer justicia a la prodigiosa y articulada complejidad del objeto al que evoca, mantiene frente a este una puntillosa distancia crítica que hace menos sorprendente verlo desembocar en un llamamiento apasionado a la destrucción de todo lo que él evoca con una inmediatez intuitiva capaz de despertar en el lector la ilusión de estar reviviéndolo desde dentro.

Para eludir semejante exploración, que amenazaría revelarle en este caso lo que prefería quizá no averiguar, Sarmiento tomará un camino parcialmente diferente del que explicaba la conducta de don Fermín Mallea a partir de una personalísima, intransferible arbitrariedad, y que aparece particularmente claro en la evocación del episodio que arrastró a fray Miguel Albarracín a los estrados de la Inquisición de Lima. Ella se abre con una descripción muy rica y precisa de un marco histórico presentado esta vez como plenamente relevante: fray Miguel, orgullo de la familia materna de Sarmiento, es hijo de esa «Edad Media de la colonización de la América [en que] las letras estaban asiladas en los conventos»; como podía esperarse, la caracterización de su temible antagonista, el tribunal del Santo Oficio, es menos sumaria; en largos párrafos va a examinarse tanto el papel que desempeñó en la clausura del mundo hispánico a influjos exteriores cuanto el peso que su legado conserva en la desdichada Hispanoamérica de 1850, y en particular en la Argentina rosista.

Sarmiento contempla a ese tribunal con los ojos de un apasionado catecúmeno de la civilización liberal del siglo XIX y como tal subraya para condenarlos tanto el papel que él desempeñaba como agente del régimen colonial y de la xenofobia española («era la Inquisición de Lima un fantasma de terror que había mandado la España a América para intimidar a los extranjeros, únicos herejes que temía [...] entre los cuales hay entre otros un Juan Salado, francés, que fue quemado sin otra causa racional que la novedad de ser francés»), cuanto la aparatosa crueldad de sus funciones de espectáculo, marcadas con el sello de «las costumbres horriblemente pueriles de aquella época»14.

Ya en esa presentación general, sin embargo, vemos gradualmente emerger disonancias con el tono sombrío y patético preferido a mediados del siglo XIX para la evocación del santo tribunal y sus víctimas. Estas terminarán por organizarse en una suerte de contrapunto zumbón a la evocación compungida de los crímenes del fanatismo. Como los extranjeros judaizantes y heréticos no abundaban, nos dice Sarmiento, «la inquisición cebaba de cuando en cuando a alguna vieja beata que se pretendía en comunicación con la Virgen María, por el intermedio de ángeles y serafines, o alguna otra menos delicada que prefería entendérsela con el ángel caído [...] cuando la fama de santidad o de endiablamiento estaba madura, caía sobre la infeliz ilusa, traíala al santo tribunal, y después de largo y erudito proceso, hacía de su flaco cuerpo agradable y vivaz pábulo de las llamas con grande contentamiento de las comunidades, empleados y alto clero, que por millares asistían a la ceremonia»15.

Sin duda, ese lenguaje irónico refleja todavía un rechazo de lo que presenta ahora, más bien que como un crimen del fanatismo, como un ejercicio lúdico de crueldad gratuita. Ello no impide que el deslizamiento de una a otra clave interpretativa avance en dirección análoga a la que llevó a Sarmiento a postular la genialidad como razón última de ciertos rasgos de la élite sanjuanina que hallaba difícil justificar de otra manera, en cuanto de nuevo renuncia a buscar la clave de esa caprichosa crueldad en la secreta racionalidad del marco histórico, cuya recíproca iluminación con las corposas realidades descubiertas en la exploración del pasado sanjuanino hubiera podido revelar tanto el sentido de aquel como el de estas. Solo cuando ese trabajo sutil ha venido a privar de buena parte de su nitidez al trasfondo histórico ofrecido por la colonia española, Sarmiento se decide a introducir en su relato el encuentro de fray Miguel Albarracín y sus jueces inquisitoriales.

En la presentación de las razones que atrajeron sobre fray Miguel la atención del temible tribunal limeño señorea una actitud aun más cercana a la que dominaba la historia de don Fermín Mallea y su dependiente, en cuanto toma de nuevo explícitamente en cuenta la presencia en el campo histórico social de una franja de caprichosa arbitrariedad impenetrable a los instrumentos hermenéuticos magistralmente empleados en Facundo. «Hay raras manías -leemos en el pasaje que nos introduce por fin al episodio- que aquejan al espíritu humano en épocas dadas; curiosidades del pensamiento que vienen no se sabe por qué, como si en los hechos presentes estuviese indicada la capacidad de satisfacerlas. A la piedra filosofal, que produjo en Europa la química, se sucedió en América la cuestión famosa del milenario, en que todo un San Vicente Ferrer había quedado chasqueado.» Precisamente fray Miguel había «ensayado su sagacidad en resolver tan arduo problema»16, en un infolio cuyas «osadas doctrinas» debía ahora defender ante los estrados del Santo Oficio.

Pero lo que sigue sugiere que, más que la impenetrabilidad al análisis histórico de ese súbito renacer de especulaciones sobre el milenio, pesa aquí la escasa inclinación de Sarmiento a emprender ese análisis. Sin duda no deja de subrayar que «pocos años después de producidos los milenarios, apareció la revolución de la independencia de la América del Sur, como si aquella comezón teológica hubiese sido sólo barruntos de la próxima conmoción»17, pero el camino que esta observación invita a tomar no va a ser seguido; a Sarmiento no interesa develar la secreta racionalidad quizá escondida tras esa rara manía, ya que descarta que ella hubiese iluminado a los protagonistas del episodio o dotado de sentido a su conducta: solo retrospectivamente, en efecto, iban a hacerse patentes los nexos entre esos desvaríos sobre los ultimissima y la crisis del imperio español.

Así, si bien Sarmiento admite que en el arreciar de debates sobre el milenario puede reconocerse un síntoma de la futura revolución, reafirma que pese a ello los contrincantes en esos debates disputaban en tomo de lo que era para ellos un puro sinsentido: en el caso de fray Miguel, «a lo que yo creo -nos dice Sarmiento- no entendían ni él ni la inquisición jota sobre todo aquel fárrago de conjeturas»18. Ello no le impide sin embargo incluir la victoria alcanzada por fray Miguel en el temible escenario del tribunal limeño en ese inventario de glorias familiares que quiere ser Recuerdos de Provincia.

Si esta inclusión no va a ser en rigor justificada es porque no necesita serlo: es como si -gracias al reemplazo de un distanciamiento auténticamente crítico, que hubiese hecho posible contemplar histórica y, por lo tanto, problemáticamente el episodio inquisitorial, por otro muy distinto que lo protege bajo el doble velo de la nostalgia y la ironía- Sarmiento hubiese logrado verlo con los ojos de los protagonistas y sus contemporáneos. Son los criterios que estos comparten los que invoca para explicar el triunfo que fray Miguel cosecha en Lima: «Afortunadamente era, dicen, elocuente el fraile como un Cicerón, cuyo idioma poseía sin rival; profundo como un Tomás, sutil como un Scott.» Se advierte cómo esa identificación nostálgica, lejos de renunciar al distanciamiento irónico, está construida sobre él; los lectores de Recuerdos no necesitaban que se les recordase que Sarmiento no apreciaba en más que ellos la sutileza de Duns Scott o la profundidad de Santo Tomás de Aquino, y por otra parte nunca había ocultado hasta qué punto le parecía nocivo derrochar esfuerzos en el aprendizaje de la lenguas muertas. Pero ese distanciamiento irónico, lejos de abrir el camino a una actitud crítica, se constituye en eficaz barrera contra ella, y ello se advierte bien apenas se examina en qué punto Sarmiento juzga necesario tomar explícita distancia frente al orgullo colectivo que en su familia inspira el recuerdo del gran fray Miguel.

Era convicción de los suyos que el dominio sanjuanino había sido fraudulentamente privado del papel protagonice en el renacer de especulaciones milenaristas por el exilado jesuita chileno Lacunza, cuyo Retorno del Mesías en gloria y majestad había sido publicado en Londres. «Mi tío fray Pascual -rememora al respecto Sarmiento- viéndome niño entendido y ansioso de saber, me explicaba la obra de Lacunza, diciéndome con orgullo indignado: "Estudia este libro, que ésta es la obra del grande fray Miguel, mi tío, y no de Lacunza, que le robó el nombre, sacando el manuscrito de los archivos de la inquisición, donde quedó depositado." Y me mostraba entonces la alusión que Lacunza hace de una obra sobre el milenario, de autor americano que no osó citar. Después he creído que la vanidad de familia hacía injusto a mi tío con el pobre Lacunza»19.

Lo más notable de esta toma de distancia es la firmeza con que rehúsa someter el material que la tradición familiar ha estilizado al servicio de su propia gloria a una perspectiva histórico crítica que se hubiese interesado menos en saber si esos comentarios apocalípticos eran de Lacunza o de fray Miguel, y más en dilucidar cómo era posible que, en un país que 10 años antes había hecho suyo el lenguaje político de la república representativa, y donde por un cuarto de siglo las élites intelectuales había comenzado a articular una nueva visión de la sociedad bajo el signo de la naciente economía política, esos textos fuesen recomendados como válido objeto de estudio para un muchacho «entendido y ansioso de saber»; el consejo de fray Pascual se apoya en criterios que se prestarían admirablemente a ser examinados desde una perspectiva análoga a la que dominaba la presentación de Córdoba ofrecida en Facundo, pero desde luego no lo serán.

Si en la evocación del encuentro de fray Miguel con la Inquisición la renuncia a cualquier distanciamiento histórico crítico necesitaba aún ser protegida por la introducción de un distanciamiento irónico, en la evocación que le sigue en el capítulo titulado «Los Albarracines» la admiración abandona ya toda reticencia. Es la de la opulenta doña Antonia Irarrazábal y su vivir incomparable, que la muestra rodeada de «bandadas de negros esclavos de ambos sexos. En la dorada alcoba de doña Antonia, dormían dos esclavas jóvenes para velarle el sueño. A la hora de comer, una orquesta de violines y arpas, compuesta de seis esclavos, tocaba sonatas para alegrar el festín de sus amos... Montaba a caballo con frecuencia, precedida y seguida de esclavos, para dar una vista por sus viñas... Una o dos veces al año [...] el gran patio [era] cubierto de cueros que tendían al sol en gruesa capa pesos fuertes ennegrecidos, para despejarlos del moho, y dos negros viejos [...] andaban de cuero en cuero removiendo con tiento el sonoro grano»20. Aquí Sarmiento parece anticipar la posibilidad de que su lector halle chocante lo que él por su parte encuentra admirable, y sin hacerse cargo explícitamente de las reacciones escépticas que su retrato idílico de un orden basado en la esclavitud podría provocar, responde implícitamente a ellas en su comentario a esa escena incongruente en que esclavos envejecidos en la servidumbre se ocupan aun de devolver el brillo a la riqueza de su ama, en la que invita a admirar la presencia de «¡costumbres patriarcales de aquellos tiempos en que la esclavitud no envilecía las buenas cualidades del fiel negro!».

La negativa a cualquier distanciamiento crítico se mantiene también frente a los criterios económicos que subtienden el estilo de vida de dona Antonia; una vez más es su caprichosa arbitrariedad la que los hace impenetrables a cualquier análisis histórico («Fue la manía de los colonos atesorar peso sobre peso y envanecerse de ello»21.) Esa impenetrabilidad hace imposible y, por lo tanto, innecesario, explorar los posibles nexos entre las modalidades de la opulencia pasada y la reciente caída en la penuria más extrema, (al como había ya comenzado a nacerse en algunos exámenes de los problemas de la Hispanoamérica independiente. Antes que explorar posibles continuidades entre el esplendor colonial y un presente de ruina y decadencia, Sarmiento prefiere por lo tanto subrayar el contraste entre ambos, simbolizado para él en las casas del Dulce Nombre de María, que ofrecieron «habitación suntuosa a la rica y poderosa doña Antonia», y se encuentran «degradadas hoy a fuerza de servir de cuarteles a las tropas, a causa de su extensión». Ello permite volver a ofrecer una moraleja que ya hemos escuchado: «¿qué se han hecho, oh colonos, aquellas riquezas de vuestros abuelos? ¿Y vosotros, gobernadores federales, militares verdugos de pueblos, podríais reunir estrujando, torturando toda una ciudad, la suma de pesos que ahora sesenta años no más encerraba el solo patio de doña Antonia Irarrazábal?».

El sentido común sugiere de inmediato los motivos de la negativa de Sarmiento a contemplar históricamente (es decir críticamente) el legado familiar que lo une a Albarracines, Oros e Irarrazábales: junto con una identificación afectiva demasiado entrañable para tolerarlo, los lectores menos favorables de Recuerdos no dejaban de advertir en acción el deseo de envolverse en sus heredados oropeles (reflejado por ejemplo en el tono de orgullo dinástico que campea en pasajes como este: «Los jefes de esta familia [los Albarracín] fundaron el convento de Santo Domingo en San Juan, y hasta hoy se conserva en ella el patronato y la fiesta del Santo, que todos hemos sido habituados a llamar Nuestro Padre. Hay un Domingo en cada una de las ramas en que se subdivide [...] y hasta la clausura del convento en 182S, se halló entre sus coristas un representante de la familia patrona de la orden»22.) He aquí una conclusión que parecería la evidencia misma, si no fuese que es precisamente en los pasajes dedicados a sus padres, en los cuales ese vínculo alcanza su máxima intimidad, donde Sarmiento abandona súbitamente las reticencias que le habían impedido prestar atención más plena al contexto histórico de su relato familiar.

Las intermitencias en esa atención, incomprensibles cuando se busca explicarlas exclusivamente a partir de la identificación sentimental que con ese pasado retendría Sarmiento, o del uso que hace de él para elaborar la imagen de sí mismo presentada en Recuerdos a la admiración de sus compatriotas, se entienden mejor apenas se recuerda qué aspectos de su legado son protegidos por tales reticencias de cualquier escrutinio histórico crítico.

A cubierto de él va a quedar, se ha indicado ya, todo lo que hace de San Juan un ejemplo característico de la colonización española en América, porque habla del viejo San Juan con la voz de la tradición familiar que ha bebido en su infancia; Sarmiento puede ofrecer de esos aspectos tan discutibles de la experiencia colonial sanjuanina una imagen desenfocada porque es la de quien los contempla -si así puede decirse- demasiado de cerca.

Y gracias a que esa imagen del pasado sanjuanino ha desdibujado aquellos rasgos de la civilización forjada por España en la antigua tierra huarpe que la nueva civilización liberal hallaría más inmediatamente chocantes. Sarmiento puede identificarse sin reticencias con un linaje cuya posición eminente en la sociedad jerárquica y abruptamente desigual del Antiguo Régimen ve reflejada tanto en los lazos algo tenues con las hazañas del Gran Capitán en Italia, cuanto en los inmensos latifundios desiertos y las encomiendas de indígenas que dieron brillo a la etapa inicial de la etapa sanjuanina en la historia de su familia, y las prebendas civiles y eclesiásticas acumuladas luego.

Así corroída la imagen del marco que hubiera hecho históricamente inteligible esa trayectoria de su linaje, esta viene a ofrecer tan solo el suntuoso, el enaltecedor telón de fondo para una historia familiar que solo adquiere verdadera dignidad de historia al integrarse en el contexto de la crisis final del Antiguo Régimen. En ese contexto explorado por fin en toda su ambigua y contradictoria riqueza, va a buscarse ahora la clave para el complejo equilibrio que reina en el hogar fundado por Paula Albarracín y José Clemente Sarmiento, un equilibrio que se nos describe marcado por la tensión entre la aún solidísima herencia colonial y los fragmentarios esbozos de un nuevo modo de convivencia que afloran fugazmente a lo largo de la tormenta revolucionaria. Sarmiento se declara atraído a la vez en su infancia por ambas «impulsiones contradictorias»; «por mi madre -nos dice- me alcanzaban las vocaciones coloniales; por mi padre se infiltraban las ideas y preocupaciones de aquella época revolucionaria». Mientras aquella esperaba verlo «clérigo y cura de San Juan, a imitación de mi tío», «a mi padre le veía casacas, galones, sable y demás zarandajas»23. Esos dos influjos rivales están lejos de gravitar con fuerza equivalente en el entorno inmediato en que se formó Sarmiento; el breve texto aquí citado anticipa por el contrario lo que el relato que ofrecerá de su infancia y juventud ha de confirman que él es sobre todo el hijo de su madre.

El reconocimiento de que en un mundo dividido por la revolución en hemisferios irreconciliables el predominante influjo materno había comenzado por adscribirlo al de la colonia va a ser preparado (y hecho menos chocante a un público poco dispuesto aun en sus franjas más conservadoras a acoger cualquier abierta apología del orden colonial) por el examen -practicado ahora con los mismos instrumentos hermenéuticos empleados en Facundo- del impacto que la crisis del antiguo orden había alcanzado sobre su familia más directa, ya antes de que la revolución le impusiera un desenlace violento. En «La historia de mi madre» esta perspectiva por primera vez plenamente histórica va a dominar la exploración, en ella emprendida de «la genealogía de aquellas sublimes ideas morales que fueron la saludable atmósfera que respiró mi alma mientras se desenvolvía en el hogar doméstico»24.

Quería averiguar Sarmiento «quién había educado a su madre», y la respuesta a esa pregunta la iba a encontrar en «la historia de un hombre de Dios», don José Castro, clérigo sanjuanino y autor de una «reforma religiosa intentada en una provincia oscura, y donde aún se conserva en muchas almas privilegiadas»25. Esa reforma no fue tan solo religiosa: este «santo ascético», adornado de «la piedad de un cristiano de los más bellos tiempos» era a la vez un filósofo, el tenor de cuyas pláticas hace sospechar a Sarmiento que conocía «su siglo XVIII, su Rousseau, su Feijóo». Mientras depuraba la vida devota de «prácticas absurdas, cruentas y supersticiosas», resistentes hasta entonces a la «sana razón», Castro barría también con las creencias supersticiosas «perseguidas por el ridículo y la explicación paciente, científica, hecha desde la cátedra, de los fenómenos naturales que daban lugar a aquellos errores». Su acción se extendió aun a otras esferas: «acaso con el Emilio escondido bajo la sotana, enseñaba a la madres la manera de criar a los niños, las prácticas que eran nocivas para la salud, la manera de cuidar a los enfermos, las preocupaciones que debían guardar las embarazadas». Los milagros de este santo eran los de la ciencia: cuando en una escena que evoca las resurrecciones referidas en el Evangelio, ordenó levantarse a un magnate cuyos solemnes funerales estaba oficiando, fue porque confiaba en la certeza de las conclusiones que «sus conocimientos en el arte de curar» le sugirieron al examinar el rostro del supuesto cadáver.

En Recuerdos el Antiguo Régimen solo comienza entonces a ser visto históricamente cuando emprende bajo el signo de Rousseau su propia redención en el crisol de la reforma en cuya «saludable atmósfera» se iba a formar el alma de Sarmiento. Ese Antiguo Régimen contiene así su revolución, y ha revalidado a través de esta la legitimidad del estilo de vida acuñado por la España colonizadora. Quizá por eso Sarmiento, que quiere ser un hombre muy de su tiempo, prodigará en este capítulo las alusiones a modos de conducta que son parte de ese estilo: cuando en su excursión al Vesubio lo golpeó la premonición de la muerte de su madre, nos dice, compró «en Roma una misa de requiem», para que la cantasen en su honor «las pensionistas de Santa Rosa, mis discípulas», cuyo colegio tenía por sede el antiguo convento sobre el cual su familia había ejercido el patronato en tiempos coloniales; y cuando -tras de narrar cómo halló modo de volcar su dolor y su piedad filial en las formas prescriptas por el Antiguo Régimen- solicita un reconocimiento póstumo para el Sócrates sanjuanino, propone de nuevo un modo de honrarlo que se coloca decididamente en la misma línea: «Recomiendo a mi tío, obispo de Cuyo, -dice en efecto Sarmiento al concluir su evocación de don José Castro- recoger esta reliquia y guardarla en lugar venerado.» Rodeada ya de una devoción nacida de la piedad más tradicional (sin percibir en ello ninguna ironía, Sarmiento anota que la hermana de Castro ha estado exhibiendo los restos del discípulo de Rousseau «a las personas que obtenían tanta gracia!», y se edificaban con la comprobación de que «la acción de la tumba [había] respetado sus formas, como suele hacerlo con las de los cuerpos que han cobijado el alma de un santo»26) merece también recibir el homenaje devoto de los combatientes por la nueva civilización liberal. La genealogía moral que Sarmiento ha rastreado propone así una continuidad entre un Antiguo Régimen en proceso de autoregeneración y la futura regeneración argentina de la que el autor de Recuerdos se propone como protagonista.

Esa continuidad ha sido sin embargo quebrada, y lo que vino a quebrarla es la guerra de independencia. La historia del cura Castro, cuya prédica de una pacífica revolución en los espíritus se vio brutalmente interrumpida por la menos pacífica revolución política, amenaza arrojar una luz ambigua sobre esta última: «cuando estalló la revolución en 1810 -nos dice Sarmiento- joven aún, liberal, instruido como era, [don José Castro] se declaró abiertamente por el rey, abominando desde aquella cátedra que había sido su instrumento de enseñanza popular, contra la desobediencia al legítimo soberano, prediciendo guerras, desmoralización y desastres, que por desgracia el tiempo ha comprobado. Las autoridades patriotas tuvieron necesidad de imponer silencio a aquel poderoso contrarrevolucionario; la persecución se cebó en él; por su pertinacia fue desterrado a las Bracas, de triste recuerdo, y volvió de allí a pie hasta San Juan, y allí, en la miseria, en la oscuridad, abandonado e ignorado de todos, murió besando alternativamente el crucifijo y el retrato de Fernando VII, el Deseado»27. Es ese abandono el que Sarmiento invita a su tío el obispo a remediar dando acogida en su catedral a los restos del santo sanjuanino, «para que sus cenizas reciban reparación de los agravios que a su persona hicieron las fatales necesidades de los tiempos».

Este largo pasaje, que culmina en la reivindicación de un triunfo póstumo para un enemigo y víctima de la revolución, parece aun más significativo porque es el único de Recuerdos que aborda el nudo central del conflicto que puso fin al Antiguo Régimen. ¿Debe deducirse de él que Recuerdos contiene una secreta moraleja contrarrevolucionaria? Sin duda no en la intención de Sarmiento: más aun que la polémica contra el federalismo en el poder, que al denunciarlo como culpable para la decadencia de la Argentina posrevolucionaria distrae de la búsqueda de cualquier otro culpable menos ostensible, lo impide la irreversibilidad del proceso revolucionario, que hace de él el incontrovertido punto de partida y término de referencia para cualquier empresa política viable en la Hispanoamérica independiente. No es extraño que Sarmiento invoque una vez más, para justificar su resistencia a emprender otra exploración que podría depararle también sorpresas poco gratas, la presencia en la realidad sociohistórica de un margen de caprichosa arbitrariedad para la cual sería ocioso buscar ninguna escondida racionalidad; la posición antirevolucionaria de Castro solo la menciona -nos asegura- «para mostrar una de las raras combinaciones de ideas».

Al subrayar las reticencias y contradicciones presentes tanto en la imagen que Recuerdos propone del Antiguo Régimen como en la que sugiere de la revolución, no se trata entonces de sugerir que esas imágenes así corroídas ocultaban mal la gravitación de otra que Sarmiento no osaba quizá confesarse ni aun a sí mismo, y en la cual la nostalgia del pasado colonial hubiese encontrado su corolario en la identificación con el antiguo orden. Es más probable que el desconcierto que esas imágenes reflejan sea expresión del desconcierto despertado por todo lo que descubre la primera mirada retrospectiva dirigida a la etapa revolucionaria, que comienza a revelar tanto las ambigüedades del proceso emancipador como las de su relación con un Antiguo Régimen que la memoria es todavía capaz de recordar como bastante distinto de los retratos brutalmente simplificadores propuestos por los publicistas de la causa de la independencia.

Pero no parece suficiente concluir que Sarmiento se ha resignado a la presencia de un ineliminable elemento de ambigüedad, tanto en su imagen del Antiguo Régimen como en la de la revolución: podría decirse más bien que atesora esa ambigüedad. Y se entiende por qué: Recuerdos de Provincia es a la vez la presentación de un candidato y la de un programa de acción; porque es lo primero dedica tanto espacio a exaltar el legado que Sarmiento ha recibido tanto del viejo orden como de la revolución; en cuanto a lo segundo son precisamente las contradicciones que desgarran a cada uno de ellos y la ausencia de una reconciliación entre ambos, las que abren un amplio campo de acción a quien se ofrece como futuro protagonista de la historia cuyo umbral está a punto de cruzar la Argentina, una vez cerrada la etapa prehistórica evocada en Recuerdos. El papel que Sarmiento reivindica para sí es el de depurar y luego reconciliar esas tradiciones de las que es heredero por igual: así como en Facundo se había fijado como ejemplo a Tocqueville, ahora tomaba por tal a Lamartine, «aquel último vástago de la vieja sociedad aristocrática que se transforma bajo el ala materna para ser bien luego el ángel de paz que debía anunciar a la Europa inquieta el advenimiento de la República»28. Las insuficiencias del legado histórico con el cual Sarmiento se identifica se revelan por lo tanto tan necesarias como sus logros para justificar la ambición protagónica que lo mueve a presentarse a sus compatriotas a través de Recuerdos de Provincia.





 
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