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El asesinato del profesor de música

(Capítulo 1)

Jordi Sierra i Fabra





El profesor de música, Gustavo Valbuena, escribía las cinco líneas de un pentagrama en la pizarra. Era como si no hubiera hecho otra cosa en la vida, porque le salían milagrosamente iguales, perfectas, separadas por el mismo espacio. Eso era algo que, sin duda, les maravillaba. A veces, cuando no había mayores en clase, intentaban hacer lo mismo. Y era imposible que las cinco rayas salieran igual. Una u otra se torcía. Una u otra salía mal. Una u otra quedaba separada en más o en menos de las restantes. En cambio él... ¡zas, zas, zas, zas y zas! Ahí estaban.

Luego, con soltura profesional, las empezaba a llenar de notas, como pájaros colgados de los alambres de las torres de alta tensión que jalonaban las afueras de la pequeña ciudad, aunque algunos lo llamaran todavía pueblo grande. Parecía mentira que de todo aquello pudiera salir música.

El profesor Gustavo les miró de reojo.

La cara iluminada.

La sonrisa feliz.

Porque pese a que parecía dar clase a un montón de piedras, él era feliz. Un tipo siempre esperanzado que creía que, tarde o temprano, el gusanillo de la música penetraría en sus cabezas.

Le gustaba más la música que la miel a las abejas o un caramelo a un niño. Y se trataba de toda la música, TODA, nada de exclusismos. Clásica, jazz, rock, fusiones varias... Decía que sin música no se podía vivir, que era el alimento del espíritu, la energía del alma, el color de la vida, el tal y el cual. Cada clase era un canto de amor por su asignatura, aunque él no lo llamara así.

Lo llamaba despertar.

Algunos, lamentablemente, seguían dormidos.

Dormidos con los ojos abiertos, porque no entendían ni media por más que lo intentaran. A fin de cuentas la música no era como las matemáticas o la lengua. ¿Qué más daba saber las notas o cantar o lo que fuera? ¿Iban a ser músicos? No. En cambio las matemáticas, aunque difíciles, sí servían para algo. Y también leer y escribir. Eso era básico.

La música...

Por eso les suspendían tanto o iban tan apretados en matemáticas y en lengua.

Debajo de las cinco líneas del pentagrama, de pronto, su maestro trazó una sola raya y la llenó de signos a una velocidad tremenda. Salían más rápido de su cabeza que las palabras en la boca de Felipe, que era una ametralladora hablando.

Luego se volvió hacia ellos.

-¿Qué tenemos aquí? -preguntó jovial el profesor Gustavo.

Notas musicales

Nadie abrió la boca.

-Vamos, vamos -los apremió.

-Notas -susurró una voz.

-Brillante, Marcelo, brillante -suspiró.

Hubo algunas risas.

-¿Alguien sabe cuantos compases pueden formarse con estas notas?

Los más versados comenzaron a contar.

Los menos, siguieron a cuadros.

-Nueve -dijo Elisenda.

-Diez - dijo Marcos.

-Once -dijo Prudencia.

El profesor Gustavo miró a ésta última.

-Once -asintió.

Y se puso a separar las notas trazando líneas verticales para separarlas.

Notas musicales separadas

Prudencia era la única que tocaba la guitarra, escribía letras y ya cantaba en los festivales del colegio y en la fiesta mayor. Lo suyo sí era vocacional. El día menos pensado grabaría un disco, triunfaría y pondría el nombre de la ciudad en un mapa.

Además, no era insoportable.

No iba de guapa aunque lo era.

Dos o tres la miraron con respeto por su sapiencia. Dos o tres más, abatidos.

Estos últimos eran los más negados.

Irene, Berto y Antonio.

Casualmente se sentaban juntos, como si el destino los hubiera escogido con un dedo tonto y acusador.

El profesor Gustavo les abarcó con una mirada triste.

-Antonio, ¿cómo se llaman los signos que tienen duración pero no tienen sonido?

Antonio se puso rojo. Estuvo a punto de decir «kilómetros».

-Silencios -le sopló alguien a su espalda.

-Eso, silencio, Marta -la reprendió el maestro antes de dirigirse a Berto para preguntarle-: ¿Dónde están los semitonos de la escala de Do?

Berto tragó saliva y puso cara de pensárselo mucho, pero que mucho. Tanto que dejó de respirar y acabó rojo como un tomate.

-Entre mi-fa y si-do -exhaló en medio de una bocanada de aire el profesor Gustavo.

Ya no quiso ridiculizar a Irene.

-Chicos, ¡chicos!, ¿no os dais cuenta de que el arte os hará mejores personas? Las piedras no se emocionan viendo un cuadro porque no tienen ojos, ni escuchando una sinfonía porque no pueden oír. ¡Pero nosotros sí tenemos ojos, y oídos, y sensibilidad! ¡El arte es lo único que nos hace mejores, que nos acerca a todo de una forma... única, especial! ¡El arte nos da sensibilidad! ¡Y de entre todas las manifestaciones artísticas, la música es la más inmediata y directa! Un cuadro hay que ir a verlo, a un museo o a un estudio, o fotografiado en un libro aunque no es lo mismo, y una película exige un tiempo para visualizarla, lo mismo que un libro para ser leído. Pero la música está en todas partes, en la tele, la radio, por la calle, en un ascensor, en uno de esos malditos coches con las ventanillas bajadas y el sonido a toda mecha... ¡Es un regalo!

-¿Y qué necesidad hay de saber música para que te guste una canción o una de esas cosas sinfónicas?

-¡Ninguna, es una opción, pero saber de algo no te hace daño, y más tratándose de arte, al contrario, te va a enriquecer la vida, y créeme, una vida rica y plena es mucho mejor! ¡Y no digas «cosas» sinfónicas, un respeto!

Se echaron a reír.

-Ya se pone trascendente -musitó Antonio.

-¡Jo!, hay que ver cómo le da -susurró Berto.

Irene estaba triste.

Le gustaba el profesor Gustavo.

Era tan inocentemente apasionado, joven, atractivo...

-Callaos y no lo compliquéis más -les dijo a sus dos compañeros.

-Bueno, tenemos todo el curso por delante para tratar de cambiar esto -se cruzó de brazos el maestro-. No es la primera vez que me tropiezo con adoquines en el asfalto de la carretera de la música.

Iba a sonar el timbre.

Cinco, cuatro, tres...

-La próxima semana quiero que me traigáis una lista con las diez canciones que más os gusten ahora mismo y el por qué. ¡Y el por qué razonado, nada de porque sí o porque os pone o...!

Dos, uno...

El timbre.

Todos se levantaron para salir del aula de música, a la que asistían sólo una vez por semana, porque la música, como siempre, estaba supeditada a todos-todos los planes de estudio que la convertían en algo de lo más superfluo y en apariencia estéril.

El profesor Gustavo trató de mantener su sonrisa, pero le costó.

Le costó mucho.

A veces parecía que la sociedad caminaba... corría hacia el caos.

El vacío existencia.

-Irene, Antonio, Berto, quedaos -dijo de pronto.





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