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ArribaAbajoCapítulo III

La sombra de Robespierre



I

A la hora fijada por el Sr. de Retondo, Muriel tomó el camino de la calle de San Opropio, ansioso de satisfacer su curiosidad. Llegó, y después de mirar el número de algunas casas, se paró ante una que mostraba ser antiquísima, de enorme y desigual fachada, y en tal estado de deterioro, que parecía mantenerse en pie por milagroso equilibrio. Las ventanas y puertas cerradas, la total carencia de vidrios y cortinas, indicaban que allí no podía vivir ningún ser humano. Acercose Muriel a la puerta, la empujó y entró, hallándose en ancho zaguán, que daba a un patio, desierto y sucio, donde las maderas y las piedras   —43→   hacinadas en desorden indicaban que alguna parte interior de la casa se había venido al suelo. Pasó el zaguán, cuyo piso era de puntiagudos y mal puestos guijarros, y entró en el patio, que recorrió con la vista buscando un ser viviente. No se sentía el más insignificante ruido. Dio algunas palmadas, pero nadie apareció; llamó de nuevo con más fuerza, y el eco de su palmoteo se perdió en aquel recinto solitario y misterioso. De repente, y cuando prestaba atención con más cuidado, esperando oír los pasos de alguna persona, sintió una voz que resonaba allá dentro en punto muy recóndito de la casa; voz lejana, pero muy fuerte, que decía: «¡Danton, Danton; pérfido Danton!». Muriel, a pesar de no ser supersticioso, no pudo prescindir de cierto temor, y permaneció un momento absorto. La voz continuó al poco rato y más lejana, diciendo: «¡Danton, Danton!», y el eco de estas palabras se perdía como si la persona que las pronunciaba estuviera cada vez más lejos.

Llamó otra vez, y entonces sintió el rechinar del gozne de una puerta. Alguien venía. Miró al ángulo del patio, por donde parecía haberse sentido aquel rumor, y vio aparecer, saltando y cacareando, nada menos que a una gallina. Muriel estuvo a punto de reír al ver quién salía a recibirle. Al fin había visto algo vivo en tan desierta casa. Ya se dirigía hacia aquella puerta, cuando salió una vieja que, corriendo tras el travieso volátil, le dirigía toda clase de apóstrofes con muestras de gran enfado: «¡Anda bandolera, retozona, callejera, mala cabeza, loquilla!». Y al mismo tiempo la buena mujer describió con su tardo e inseguro andar los mismos círculos del rebelde animal, hasta que al fin éste, comprendiendo su deber, se entró a buen paso por la puerta; cerró la vieja, profiriendo al mismo tiempo nuevos denuestos sobre las tendencias de emancipación de la gallina, y por fin se dirigió a Muriel, preguntándole:

-¿A quién busca usted?

-Al Sr. de Rotondo.

-¿Al Sr. de Rotondo? -dijo la vieja, dudando qué respuesta debía dar-. El Sr. D. Buenaventura... no está.

-¿No está? -dijo Martín con asombro-. Me ha dicho que a las diez... ¿Volverá pronto?

-No lo sabemos. Pero puede usted esperar. Ahí está el tío Robispier.

-¿El tío Robispier? -preguntó Muriel con la mayor extrañeza al oír un nombre que le parecía corrupción del de Robespierre-. ¿Y quién es ese hombre?

  —44→  

-Así le llamamos, porque siempre está con ese nombre en la boca. Como está mal de la cabeza... -dijo la vieja llevándose a la sien su dedo índice.

-¿Loco?

-Sí. Parece que lo embrujaron allá, cuando estuvo. ¡Y qué hombre tan cabal era el Sr. D. José de la Zarza hace cuarenta años! Era un santo varón, muy devoto de la Virgen. Dicen que por un pecado que cometió, Dios le ha castigado cuajándole el cerebro. Puede usted subir. No hace daño. Si quiere usted esperar al Sr. D. Buenaventura...

Muriel se sorprendía cada vez más, y ya estaba tan vivamente picada su curiosidad, que resolvió subir, como le indicaba la vieja. La soledad y el vetusto aspecto de la casa, la anciana haraposa, que parecía una emanación del estiércol y los escombros acumulados en el patio; hasta la aparición de la gallina, único ser que intentaba alegrar con su juvenil cacareo aquel triste recinto, todo contribuía a aumentar el misterioso estupor que al oír la palabra Danton, resonando dentro como un eco infernal, había sentido,

-Suba usted -dijo la vieja-. El tío Robispier no hace daño. Hoy le toca escribir, y no se le puede hacer levantar los ojos de sus garabatos. Grita mucho y parece que se va a tragar a uno, pero no hace nada. ¡Pobre Sr. de la Zarza! Yo, que conocí a su mujer allá por los años... sí -añadió recordando-, fue cuando el Sr. D. Carlos III echó de España a los jesuitas. Doña Rosa tenía un hermano en el Colegio Imperial, y fue preciso esconderlo. Era amigo de mi difunto, que murió en la guerra del Rosellón...

Martín, decidido a esperar a Rotondo, y curioso al mismo tiempo por ver al misterioso personaje de quien la viuda del ilustre mártir del Rosellón le hablaba, subió precedido por ésta. Los peldaños de la escalera, cediendo al peso de los pies, crujían y chillaban en discordante sinfonía; los restos de un artesonado, que se caía pieza a pieza, mostraban que aquella mansión había sido suntuosa allá por los tiempos en que el Sr. D. Felipe V vino a España, y alguna vieja, descolorida e informe pintura, conservada aún en la pared, demostraba que las artes no eran extrañas a los que allí vivieron. Muriel atravesó un largo pasillo donde el mal olor de las húmedas y olvidadas habitaciones producía gran molestia, y al fin llegaron. La vieja se paró ante una puerta, y permitiéndose una sonrisa, en que se unían groseramente la burla y la conmiseración, señaló adentro, indicando al joven que entrara. Detúvose Martín, miró al interior, y vio en el centro de espaciosa sala a un   —45→   viejo que, sentado junto a una mesa y violentamente encorvado, escribía, expresando gran exaltación. El cuarto no podía estar más en armonía con el personaje: espesa capa de polvo cubría el suelo y los objetos, y todo allí era confusión y desorden. Disformes y mutilados muebles se veían colocados en un testero; mugrientas ropas cubrían un jergón puesto sobre tablas, y algunas armas rotas y mohosas yacían en un rincón en compañía de un arpa vieja y de unos vasos de tosco barro. Muchos papeles y legajos cubrían parte del suelo, lo mismo que la mesa, cargada también con el peso de varios libros y de un tintero en que mojaba su pluma con frenética actividad el extraño habitador, de aquel tugurio.

Martín le observó antes de entrar: era un hombre de aspecto decrépito, flaco y apergaminado. Cubríase con una especie de sotana verdinegra y raída, que parecía ser su único traje, formando sobre sus carnes como una segunda piel, y en toda su persona revelaba un abandono que sólo en locos rematados pudiera ser permitido. Con mano trémula escribía sin cesar, mojando la pluma a cada instante, y siempre con el rostro tan inclinado sobre el papel, que la nariz y la péñola parecían trabajar de acuerdo en aquel borrajear infatigable. Murmuraba alguna vez voces ininteligibles, siempre sin interrumpirse, y al concluir una hoja del cuaderno en que escribía, la volvía sin cuidarse de secarla, y continuaba en su trabajo con precipitación febril. Ya hacía un momento que Martín le contemplaba, cuando volvió el rostro hacia la puerta, y exclamó con alegría:

-Mi querido Saint-Just. Al fin vienes. Entra, entra.

Quedose más absorto Muriel al oírse llamar de aquella manera; mas la voz y ademanes del pobre hombre no le infundieron temor, y entró.




II

-No puedo descansar ni un momento -dijo el loco, escribiendo de nuevo con la misma velocidad y ahínco-; este informe ha de estar concluido dentro de dos horas. No hay más remedio; es preciso que se acabe el Terror, y el Terror no se acaba sino sacrificando de una vez a todos los malos ciudadanos. Quedan todavía muchos en el seno mismo de las Comisiones. Todos irán a la guillotina.

Acercose Muriel y notó que aquel hombre trazaba sobre el papel rasgos y garabatos que en nada se parecían a los   —46→   signos de la escritura. No escribía, pintaba una especie de rúbrica interminable.

-¿Y qué es lo que escribe usted? -preguntó Martín.

-¡Oh! ¡El informe! Robespierre lo lee mañana en la Convención. Vendrá pronto por él. ¡Y aún lo estoy empezando! ¿No vas esta noche a los jacobinos?

-Sí, pienso ir -dijo Muriel, buscando un tema de conversación con el loco-. ¿Y tú, irás?

-¿Pues no he de ir? -contestó el viejo, apartando la vista del papel-. Es preciso proponer de una vez al pueblo que confiera el poder supremo al gran Robespierre. ¡Pero hay aún tantos miserables! ¡Infame Tallien, infame Collot de Herbois, miserable, Barrère!

-Vamos, ya ha escrito usted bastante -dijo Muriel, queriendo obligarle a entrar en conversación-. Descanse usted.

-¡Oh!, no, estoy empezando -contestó el pobre Zarza-, y he de concluir dentro de dos horas. Si viene Robespierre y no está concluido... Es preciso organizar la República, organizarla tomando por base la justicia, que emana del Ser Supremo.

-Sí, eso es cosa urgente -dijo el joven.

-Una vez proclamado el Ser Supremo, es preciso buscar en él el origen de la justicia. Robespierre, Robespierre: si hubiera semidioses, tú serías uno de ellos. Tú serás el árbitro de la República. Los malvados que te estorban el paso serán aplastados. Aún la guillotina no ha cercenado todas las cabezas de víbora que impiden el triunfo completo de la verdad. Fue preciso sacrificar a la familia real, y se sacrificó; fue preciso sacrificar a los girondinos, y los veintidós malvados fueron al cadalso. Aún no bastaba; fue preciso acabar con todos los vendidos a la emigración, a los realistas, a todos los malos patriotas, sobornados por los vendeanos, y se creó el Tribunal revolucionario. Aún no era suficiente; fue preciso extirpar a los dantonistas, hombres venales y corrompidos que deshonraban la República, y todos, llevando a la cabeza al pérfido Danton, presumido hasta la hora del suplicio, marcharon a la guillotina. Aún no bastaba; fue preciso inmolar a cuantos parecieran cómplices del complot extranjero, y el proceso de Cecilia Renault dio ocasión para derribar muchas cabezas. Aún no basta; faltan algunos traidores por inmolar. Ánimo: un esfuerzo más, y Francia quedará libre de pícaros. Quedan pocos. Audacia hasta el fin, Robespierre, y serás el cerebro de la República.

Al concluir esta desordenada serie de imprecaciones que   —47→   pronunciaba con creciente agitación, el infeliz dejó de escribir, arrojó la pluma lejos de sí, y se levantó, comenzando a dar paseos de un ángulo a otro del cuarto con mucha prisa y zozobra. Muriel estaba algo impresionado por el violento lenguaje de aquel hombre. Al oírle evocar con tanta energía, y dominado por una especie de fiebre, los principales acontecimientos de la Revolución francesa, su asombro tenía algo de terror, sin que lo atenuara el considerar que de las palabras de un demente no debía hacerse gran caso. Fijando la vista en el desgraciado anciano, pensó en la serie de desventuras que sin duda le trajeron a tan miserable estado y en la triste historia que irremediablemente había precedido a su enajenación. Pensó preguntarle algunos antecedentes de su vida, mas se contuvo por temor de apartarle de aquella interesante locura que le hacía expresarse con tanto calor, refiriéndose a sucesos propios para excitar la más reposada fantasía. Resuelto a hacerle hablar más en el mismo sentido, Muriel le dijo:

-¡Más sangre, todavía más sangre! ¿Crees que aún no hemos derramado bastante?

-¿Bastante? -dijo el loco, parándose ante Martín-. No; hace falta más, más. Cuando Mr. Veto pereció en la guillotina, se creyó que bastaba; pero no, el mal tiene hondas raíces, Saint-Just, y es preciso extirparlo por completo.

-¿Te acuerdas de Mr. Veto? -preguntó Muriel, deseoso de que refiriese aquel caso.

-¡Que si me acuerdo! Yo entré con el pueblo en las Tullerías el 20 de junio. ¡Qué bien lo habíamos preparado! El infame Capeto insistía en poner el veto a la ley sobre el clero: el pueblo quiere elevar una petición al trono rogándole que retirara aquel maldecido veto. Este era el motivo aparente de aquella memorable jornada; pero la causa real era que el pueblo quería pisar las alfombras de palacio, pasearse como único dueño y señor por los salones de las Tullerías, y ver cara a cara al descendiente de cien reyes, trémulo y humillado. El pueblo quería poner su mano sobre el hombro del hijo de San Luis en señal de que no hay poder, por orgulloso y fuerte que sea, que no ceda ante la majestad de la nación. No puedo darte idea, querido Saint-Just, del aspecto de aquella muchedumbre que desfilaba por París ocupando todas las calles desde el Marais hasta los Fuldenses. Hombres, mujeres, niños, todos animados del mismo encono contra Mr. Veto y la Austriaca desfilaban con algazara, llevando en sus manos armas, trofeos, banderas, palancas, asadores, garrotes, andrajos enarbolados a manera de estandarte; todo lo que cada uno   —48→   encontró más a mano y podía llevar con más desembarazo. Un tarjetón llevado en alto por un carbonero de la calle de San Dionisio, decía: «La sanción o la muerte». En una bandera que enarbolaba una mujer, se leía: «¡Tiembla, tirano: tu hora ha llegado!». Yo pude improvisar un cartel, en que escribí: «¡Mueran Veto y su mujer!». Otros llevaban en lo alto de un palo vestidos desgarrados e infames harapos con que se quería simbolizar la venganza de la miseria popular, enseñoreada ya del mundo y más poderosa que los reyes. Detrás de Lambertina de Mericourt, que arengaba con su ronca voz al gentío, gritando: «¡Vivan los descamisados!», iba Santerre, que había llevado sus guardias nacionales a fraternizar con nosotros. El marqués de Saint Huruge, patriota exaltado, me daba el brazo, y detrás de mí iban Henriot y Lesouski. Marat gritaba ebrio de furor, y Camilo Desmoulins reía como ríen los locos, con una carcajada que infunde espanto. Un hombre llevaba en una pica un corazón de buey con un letrero que decía: «Corazón de aristócrata», y las gotas que de este horrible despojo manaban nos caían en el rostro a los más cercanos, de tal modo que parecía que alguien nos escupía sangre desde el cielo.

Aquel entusiasmo en que se mezclaba a un furor frenético una alegría delirante, nos hacía horribles: causábanos terror nuestra propia voz y cada uno se espantaba de los demás. Ninguno era dueño de sí mismo; todos habían abdicado su persona ante la colectividad y cada cual dejó de ser un individuo para no ser más que muchedumbre. Palpitante, furiosa, ronca, ebria, llega ésta a la sala del Picadero, donde estaba la Asamblea, y se empeña en desfilar ante ella. Se oponen los constitucionales; pero los girondinos y jacobinos quieren que entremos. La discusión fue larga, y al fin entramos. ¡Qué espectáculo! Más de treinta mil desfilamos ante los diputados aterrados o absortos, y ante el gentío de las tribunas que nos aplaudía con frenesí. Nuestros andrajos y nuestra miseria se pasearon ante la majestad de la representación nacional como poco después ante la majestad del rey. Blandíanse allí dentro los sables y se agitaban las picas y banderolas con una amenaza, indicando a los diputados del pueblo que éste podía quitarles el Poder y despojarles de todo prestigio, como aquéllos habían hecho con la dignidad real. El corazón de buey que destilaba sangre, y la horca portátil de que pendía la efigie de María Antonieta, hicieron estremecer de horror a todos los hombres allí reunidos; nuestros gritos ensordecían el recinto: chillaban los chicos, vociferaban las mujeres y   —49→   todos añadíamos un rugido o una imprecación a aquel infernal concierto.

«¡A las Tullerías, a las Tullerías!», dicen mil voces, y corremos allá. En vano se quiere oponer la fuerza de algunos gendarmes y granaderos al impulso incontrastable del pueblo. Derribamos las puertas del Carrousel, penetramos en el patio, algunos artilleros quieren oponérsenos, pero los dispersamos arrebatándoles un cañón, que subimos después en brazos al piso principal del palacio. Forzamos la puerta real, ocupamos el gran pórtico y nos precipitamos por las escaleras gritando: «¡Mr. Veto, Mr. Veto! ¿Dónde está Mr. Veto?». Recorrimos las salas y galerías. La multitud no podía expresar lo que sentía al ver reproducidas en los espejos del palacio de los reyes de Francia sus hambrientas caras, los jirones de sus vestidos, sus desnudos miembros fortalecidos por el trabajo, al oír repetido en la concavidad de las suntuosas salas el eco de su ruda e imponente voz, que entonaba en discordante algarabía el himno informe de sus agravios satisfechos, de su secular injuria vengada. La plebe estaba más orgullosa y enfatuada que nunca en aquellos momentos Sólo una débil puerta la separaba de Luis XVI, del rey ungido, que, rodeado de su familia, temblaba como la hoja del árbol, creyendo que el menor movimiento de aquel gran monstruo que se le había entrado por las puertas lo aniquilaría con su mujer y sus hijos. La plebe entraba en palacio no como esclava, sino como señora; no iba a pedir, sino a mandar. Mr. Veto sería pronto en sus manos lo que es un juguete en las de un niño. La plebe se reía anticipadamente de la broma, y aquella algazara jovial, resonando bajo los ricos artesonados construidos con el oro de cien generaciones de despotismo, parecía la expresión de venganza de los siglos, la gran carcajada de la Historia, que así se burla de los más orgullosos poderes.

La pica que yo llevaba fue la primera que golpeó la puerta que nos separaba del rey. La puerta cedió, y entramos. Mr. Veto se ofreció a nuestra vista pálido y humillado: le devorábamos con nuestras miradas, centenares de sables amenazaban su cabeza, y los muchos emblemas irrisorios o amenazadores que llevábamos, lo mismo que el corazón de buey, se presentaron a sus atónitos ojos como la expresión concreta de nuestro resentimiento. «¿Dónde está la Austriaca? ¡Abajo el Veto! ¡Queremos el campamento en las cercanías de París!», exclamaban algunos. Un ciudadano se adelanta hacia el rey y le ofrece su gorro frigio. El rey se lo pone. Otro ciudadano se acerca con un vaso y   —50→   una botella y dice: «Si amáis al pueblo, bebed a su salud»; y el rey bebió esforzándose en sonreír. Esto, que parecía un sarcasmo, era en la plebe la sincera idea de la igualdad. Quería no elevarse hasta el rey, sino hacerle bajar hasta ella. No se contentaba con la concordia entre el trono y el pueblo, sino que aspiraba a la familiaridad.

La muchedumbre hubiera podido inmolar a Capeto con toda su familia en aquel momento; pero si alguno tuvo intenciones en este sentido, la mayoría de los manifestantes las sofocó: algunos se enternecieron, advirtiendo la debilidad del contrario. ¡Ah! Los papeles se habían trocado. El hombre cuya voluntad disponía a su antojo de veinticinco millones de seres, temblaba sobrecogido y aterrado ante unos cuantos individuos del pueblo. ¡Qué momento aquél! Todas las angustias, toda la ignominia, toda la miseria de tantos siglos estaban vengados. El pueblo no podía haberse mostrado más digno, dada su condición y su estado. Respetó la persona del rey, y si expresó su deseo en formas rudas y violentas, es porque no se le había enseñado a hablar de otra manera. Los sentimentales dirán que aquello fue una profanación salvaje; se llenarán de horror y cerrarán los ojos con repugnancia y asco al recordar los innobles vestidos de la muchedumbre, su falta de pulcritud y de cultura, el desenfado de las mujeres, las embriagadas voces, los aullidos, los pisotones, la hediondez, la espuma de los labios, el fulgor de los ojos, la insolente apostura de aquella gente desenfrenada. Los sentimentales clamarán al Cielo, y dirán: «¡Plebe soez, canalla, gentuza, mal nacida!». ¡Ah, malvados, pérfidos aristócratas, verdugos del pueblo! No sólo queréis atar nuestros brazos para que no os hieran, sino que intentáis también tapar nuestra boca para que no os maldigamos. Habéis considerado al pueblo durante siglos enteros como traílla de esclavos; os habéis enriquecido a sus expensas, guardándoles menos consideración que la que os merecen vuestros perros de caza y vuestros halcones. ¡Miserables aristócratas! Habéis formado una casta privilegiada, rodeada de inmunidades, de garantías, de riquezas, y queréis perpetuarla, vinculando en ella todo el poder de las naciones. La inteligencia, el valor, la sensibilidad que en los demás hombres pudiera existir, ha de quedar relegada al olvido; calidades y virtudes perdidas en el océano de la miseria general, como las perlas en la profundidad de los mares. No hay más vida que la vuestra. ¡Ah! ¡Viles aristócratas! La guillotina funcionando noche y día no bastará a vengar al mundo de vuestros atropellos. Robespierre, aún quedan muchos. Mata, mata sin cesar.

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El demente calló obligado por la fatiga que le debilitaba y enronquecía su voz. Muriel lo escuchaba con aterrados ojos. Creía tener delante al genio decrépito de la Revolución francesa expiando con una espantosa enfermedad del juicio sus grandes crímenes; genio a la vez elocuente y extraviado, sublime por las ideas y abominable por los hechos.




III

-Algunos -continuó La Zarza- entraron en el cuarto inmediato donde estaba la Austriaca. Yo no sé lo que allí pasó; pero, según me dijeron, hubo mujeres que se enternecieron ante la reina y otras que la insultaron. También el Capetillo hubo de ponerse el gorro frigio. ¡Qué irrisión del Destino! En otra ocasión, su madre hubiera creído que sólo el aliento de un hijo del pueblo haría daño al ilustre niño, y en aquella ocasión el desdichado se sofocaba entre la multitud, recibiendo de sus pulmones el aire plebeyo de la miseria en que vivimos. «Ya hemos destronado a Luis XVI», dije yo a Legendre, el carnicero, cuando bajábamos la escalera de las Tullerías. «Sí -contestó él-, le hemos puesto la caña en las manos y el Inri en la frente». -«¡Qué pequeña es la majestad mirada de cerca -decía Camilo-; es como las decoraciones de los teatros! Desde fuera, ¡cuán hermosas! Nosotros hemos entrado hoy entre bastidores, y nos hemos complacido en dar de puntapiés a los figurones de cartón que antes nos parecían magníficas estatuas».

Concluida la demostración, la muchedumbre se desbandó, no sin aclamar antes a Petión, al rey Petión, a quien llevamos en hombros un buen trecho. ¡Oh, qué días aquellos! Después han pasado muchas cosas, y algunos, no pocos, de los héroes de aquel acontecimiento, han perecido después por haber hecho traición al pueblo. Éste es inexorable. Sus largos sufrimientos lo disculpan del sistema de no perdonar. Aquel mismo Petión fue proscrito un año después. Los más eminentes de entre los girondinos, los héroes del 10 de agosto, subieron al cadalso. ¡Traidores! Yo recuerdo bien el día en que esto sucedió.

-Cuéntalo, cuéntalo -dijo vivamente Muriel, a quien impresionaba la relación del infeliz demente.

-No -contestó-. ¿Crees que puede perderse el tiempo en conversaciones? Tú eres un holgazán, Saint-Just; tú no tienes más que lengua. Te pasas el día charlando, cuando   —52→   la República está en peligro. Es preciso salir de esta situación. El informe de Robespierre que estoy escribiendo ha de poner término al Terror por el exceso del mismo. Todos los malos ciudadanos perecerán bien pronto. Es preciso escribir ese informe. Robespierre viene; ya siento sus pasos. Escucha.

Al decir esto, el infeliz prestaba atención señalando al exterior, donde no se sentía ruido alguno. Por el contrario, el silencio era grande, y unido a la obscuridad que allí reinaba, hacía más imponente la escena. Muriel no pudo menos de sentir cierto calofrío al ver que el loco, inmutado el rostro, se volvía hacia uno de los ángulos de la sala, como si hubiese allí alguna persona a quien miraba con atención.

-¡Ah, Robespierre! -exclamó el loco señalando hacia el sitio donde su enferma fantasía veía la imagen del célebre convencional-. Robespierre, el día ha llegado; no lo dejes pasar. No tiembles; coge con mano fuerte el Poder que está en las uñas de una Asamblea envilecida. ¿Estás airado, hombre divino?... ¿Qué tienes? Maximiliano, Maximiliano, valor. Es preciso un esfuerzo más; la guillotina espera las últimas víctimas.

Muriel observaba aquello con espanto, y los informes objetos que en el cuarto había, la escasa luz, la impresión causada en su ánimo por el anterior relato, parecían contribuir a hacerle partícipe de la alucinación del desdichado La Zarza. Éste continuaba hablando con el espacio y se paraba a intervalos escuchando, como si le contestara el supuesto fantasma.

-¡Hombre divino! -continuaba el viejo-. El pueblo te adora. No temas a esos infames de las Comisiones. Tú triunfarás. No lo crees, y me señalas tu cuello manchado de sangre. No, tú no irás a la guillotina. Si vas, yo te acompaño; morir contigo es asegurar la inmortalidad. Los jacobinos son tuyos. Aquella tribuna es tu trono. El pueblo correrá a defenderte. Preséntate en la Convención con tu informe, y ¡ay del que se atreva a ser tu enemigo!

Alzaba tanto la voz y se agitaba tanto en su diálogo con la sombra, que Muriel ya se sentía mortificado con aquel espectáculo. Solo en tan vasto y solitario edificio, cuyos únicos habitantes parecían ser una gallina, una vieja y un furioso; en aquella habitación sombría, ocupado por el recuerdo vivo de una época histórica interesante y terrible a la vez; oyendo las desentonadas voces de un hombre que hablaba con la Historia, con la muerte, con lo desconocido. Martín no pudo resistir a un sentimiento supersticioso.   —53→   Su imaginación creyó ver surgiendo de la ennegrecida pared del fondo la imagen de un hombre con desencajados ojos, ancha frente, puntiaguda nariz y labios rasgados y finos, que avanzaba lentamente sin que sus pasos se sintieran; mirándole con terrible expresión y señalando su propio cuello, del cual salía un chorro de sangre que inundaba la habitación. Muriel se levantó cubriéndose el rostro con las manos y salió de allí. No había dado dos pasos por el corredor, inundado de luz, cuando ya reía de su supersticioso miedo. La gallina cacareaba en el patio, y la vieja la reprendía por su desenvoltura.

Un rato estuvo apoyado en el antepecho del corredor, entregado a sus meditaciones. Desde allí oía los gritos del insensato, cuya manía más le causaba asombro que risa. Trataba de explicarse el origen de tan rara demencia, y al mismo tiempo quería representarse de nuevo las escenas que acababa de oír contar, cuando de pronto siente una mano sobre su espalda. Estremécese todo; se vuelve rápidamente, y ve una cara animada por dos ojos muy vivos, de nariz pequeña y puntiaguda, frente espaciosa y labios muy delgados, que se rasgaban en una singular sonrisa, la misma cara que creyó ver poco antes en el fondo obscuro de la habitación. Dio un grito de espanto, pero ¡ay!, ¡qué tontería!, era el Sr. de Rotondo.

Esta serie de impresiones fue rápida como un relámpago. Sentir el peso de la mano en el hombro, volverse, dar un grito de espanto al ver aquella cara y después reconocer a D. Buenaventura, fue obra de un segundo. ¡Cuántas veces nos ocurre que al primer golpe de vista no reconocemos la fisonomía que más acostumbrados estamos a ver! Estos errores son instantáneos, y cuando la aparición nos coge de improviso, que es cuando generalmente ocurre el fenómeno, nos preguntamos: «¿Quién es éste?». Y es nuestro amigo más conocido, tal vez es la persona en quien vamos pensando en aquel momento.




IV

Muriel había visto a Rotondo tan sólo una vez; pero recordaba bien su fisonomía. No sabemos si había relacionado ésta con la imagen de Robespierre, que conocía en estampa. Quizás.

-Le he asustado a usted -dijo sonriendo-. Ya sé que ha estado usted entretenido con las locuras del pobre Zarza.

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-Me ha impresionado, no puedo negarlo -dijo Martín-. Yo no había visto locos así. Me ha contado varias cosas con una elocuencia, con un calor...

-¡Oh!, sí: dentro de su manía es inimitable. No disparata sino cuando escribe el informe. Hace diez años lo está empezando. El infeliz me gasta algunas arrobas de papel y algunas azumbres de tinta al año. Ya habrá usted visto cómo emborrona un cuaderno sin escribir nada. Habla a todas horas con Robespierre, como usted ha oído, y así pasa la vida.

-¿Y este hombre, quién es?

-Su historia sería larga de contar. Es un desgraciado; yo le tengo ahí recogido por lástima; porque fui amigo de su familia hace muchos años. Si yo lo abandonara serviría de diversión a los chicos por esas calles.

-¿Pero él ha presenciado los sucesos que refiere? -dijo Martín.

-Ya lo creo: todos. Fue a Francia con Cabarrús. Este pobre Zarza tenía talento y mucha imaginación. Aquí fue siempre muy filósofo, y hasta llegó a escribir algunas obras. En Francia abandonó a Cabarrús. Aquellos acontecimientos le excitaron en extremo, y pocos tomaron parte con más calor que él en las sediciones y motines de tan afamada época. Fue primero gran amigo de Barbaraux y después de Robespierre, a quien sirvió mientras el uno tuvo razón y el otro vida. Furibundo jacobino, fue comprendido en las últimas proscripciones del Terror, y encerrado en la Abadía mucho tiempo, esperaba la muerte todos los días. La larga prisión, el pavor que le infundía la guillotina, la humedad del calabozo, le hicieron contraer una penosa dolencia. Cuando después de sano lo pusieron en libertad, estaba loco. Unos españoles le trajeron acá y en esta casa vive hace diez años.

-Es particular -dijo Muriel, preocupado con la historia del desdichado Zarza.

-Pero dejemos eso, y vamos a hablar de nuestras cosas -dijo Rotondo llevando al joven a una habitación algo decente, que abrió con llave-. Siéntese usted y hablemos. Fray Jerónimo de Matamala me decía que era usted un hombre de bríos y de ideas muy arraigadas. ¿Desea usted hacer fortuna?

-Nunca he sentido ambición de lucro -dijo Muriel-. Lo que me ha preocupado noche y día es un deseo muy grande de influir para que este país se transforme por completo y cambie parte de su antigua organización por otra más en armonía con la edad en que vivimos.

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-Eso es lo que yo deseo -contestó Rotondo-. Pero usted será de esos que quieren hacer las cosas a sangre y fuego. ¿Eh?

-No sé; creo que es difícil antes de hacer las revoluciones decir cómo se han de hacer. Los medios se vienen a las manos cuando se está con ellas sobre la masa.

-Bien dicho. ¿Pero usted no cree que la astucia es mejor que la fuerza?

-La astucia no sirve de nada cuando es preciso destruir -dijo Martín-. Si usted quisiera echar al suelo esta casa, ¿emplearía la astucia?

-Ciertamente que no -contestó riendo D. Buenaventura-. Pero quiero decir... Aquí hay enemigos terribles... los frailes, los aristócratas. ¿No le parece a usted que atacando de frente tales enemigos hay peligro de ser derrotado? ¿La insurrección, cree usted que por ese camino...?

-No sé -dijo Martín-; si en el orden natural de las cosas está que España se transforme por ese medio, así pasará. Si no...

-Supongamos -dijo Rotondo- que hay aquí un partido que desea esa transformación; supongamos que ese partido es numeroso; ¿no sería el mejor camino aspirar a apoderarse de las riendas del Estado, y después...?

-¡Qué ilusión! Aquí no se apoderan de las riendas del Estado sino los guardias de Corps, que han agradado a alguna elevada persona. Con el absolutismo no hay salvación posible. Es preciso que todo el edificio venga a tierra, y no por medio de la astucia, sino por medio de la fuerza.

-Veo que es usted un hombre atrevido -dijo Rotondo con complacencia, sin duda, porque Muriel era como él lo quería-. Vamos a ver: ¿cómo arreglaría usted este asunto?

-No aspiraría a que mis ideas principiaran por apoderarse del mando. Las haría cundir por el pueblo para que éste obligase al rey a aceptar una Constitución, y si el rey se oponía... La Zarza le diría a usted lo que era conveniente hacer.

-Pues es usted un hombre decidido, y por lo mismo creo que está usted llamado a figurar... Hay aquí muchos hombres de corazón que están dispuestos a... -dijo Rotondo deteniéndose, como si temiera ser demasiado explícito-, dispuestos a hacer esa transformación que todos deseamos.

Muriel comprendió ya que aquel hombre conspiraba. El objeto y el fin político es lo que aún no conocía.

-Ya usted debe comprender -continuó D. Buenaventura- que el primer obstáculo que ha de echarse a tierra   —56→   es ese miserable e insolente favorito que nos deshonra y nos arruina. Usted debe saber que hay un Príncipe de grandes esperanzas, que merece el respeto y la admiración de todo el reino. Carlos no puede seguir en el trono. Es preciso hacerle abdicar, y que se vaya con su mujer y su Manuel a otra parte. Es preciso acelerar el reinado del Príncipe.

Y se detuvo un momento leyendo en el rostro de Muriel el efecto que aquellas declaraciones le habían causado. El joven, que estaba silencioso y meditabundo, habló al fin, después de hacer esperar un breve rato a su interlocutor, y dijo:

-Bien; se trata de elevar al trono a Fernando. ¿Cree usted que con eso ganaremos algo? Todo quedará lo mismo. La cuestión es distinta. Esta gente no aprende nunca. Lo mismo Fernando que Carlos se opondrán a desprenderse de una parte de su poder. El absolutismo no abdica nunca. Hay que hacerle abdicar.

-Bien; pero poco a poco. Pongamos a Fernando en el trono, y después...

-Después quedará todo como está ahora.

-¿Quién sabe? El Príncipe es despabilado...

-¿Pero usted -dijo vivamente Muriel- está empeñado en algún complot? No puede ser menos. Las persecuciones de que me habló ayer, esto que ahora ha dicho...

-Diré a usted, amigo -indicó Rotondo cuando se hubo repuesto de la sorpresa que tan franca pregunta le produjo-. Yo deseo, como ninguno, el bien de mi patria. Yo no tengo ambición; soy medianamente rico. ¿En qué mejor cosa pudiera ocuparme que en procurar la caída del infame Godoy?

-¿Pero quién se ocupa seriamente en eso con plan fijo y ordenado? Porque yo creí que la animosidad que contra él existe no pasaría de la impopularidad para llegar a la insurrección.

-Sí llegará -dijo Rotondo-, llegará; por eso buscamos gente decidida; jóvenes que se asocien a tan grande idea.

-¿Luego hay conjuración? ¿Pero es simplemente para quitar al que nos gobierna y poner a otro, quizá peor? ¿No hay en eso ninguna idea política, ningún plan de reforma?

-Eso después se verá -dijo D. Buenaventura contrariado de encontrar a Muriel menos complaciente de lo que creyó al principio-. Por ahora...

-Yo creo que de ese modo no adelantamos un paso.

-¿No se asociaría usted al pensamiento? ¿No comprende usted que cuantos aspiren a reformas políticas deben empezar   —57→   por quitar de en medio la corrupción, la venalidad, la insolencia, la ignorancia, que están personificadas en ese ruin favorito?

-Así parece -repuso el joven, los ojos fijos en el suelo y como abstraído-. Pero... ¿y si no se consigue nada? ¿No sería mejor desde luego...?

-Usted sueña con un cataclismo: pues lo habrá. Se puede unir el nombre de Fernando a una idea de reformas. Bien; si usted lo quiere así...

Don Buenaventura se apresuraba, a cambiar de rumbo. Era preciso fingir cierta conformidad con las ideas exageradas del ardiente joven.

-En nuestra bandera -añadió- cabe todo eso. Como usted ha dicho antes muy bien, una vez que se está con las manos sobre la masa es cuando se sabe qué medios se han de emplear.

-Bien -dijo Martín con expresión que demostró a don Buenaventura la dificultad de que ambos llegaran a avenirse-. Pero todo hombre que toma parte en una conjuración, debe saber cuál es el objeto de ésta. Si hay unas cuantas personas decididas que trabajan con objeto de derribar a Godoy y para hacer aceptar al nuevo rey una Constitución, yo soy de ésos. Si no, tan sólo sería instrumento de ambiciosas miras, contribuyendo a conmover el país, sin hacerle beneficio alguno.

-Sí; deben hacerse esas reformas -afirmó Rotondo ya bastante atolondrado-; pero antes... ¿no le entusiasma a usted la idea de ver por tierra al célebre Manuel?

Muriel no contestó; estaba profundamente pensativo. D. Buenaventura casi se sentía inclinado, a pesar de su natural reserva, a ser más explicito, confiándole pormenores de la conspiración; pero temía revelar secretos importantes a una persona que no se había mostrado desde el principio muy favorable a la idea. Le mortificaba que Martín no se hubiera entusiasmado con su pequeño plan revolucionario, porque los informes que el padre Matamala le había dado del joven, hacían esperar que fuera más dócil a las sugestiones de quien le ofrecía posición, fortuna y gloria. Creía que la imaginación del filósofo provinciano se excitaría con facilidad ante un porvenir de luchas y triunfos. Su desengaño fue grande al ver que picaba más alto. Rotondo, en medio de su despecho, conoció la superioridad, y experimentó, respecto a él, un sentimiento en que se mezclaba cierto respeto a la conmiseración. Al mismo tiempo sentía el haber comenzado a tratar con un hombre que rechazaba sus proposiciones; no podía menos de deplorar la   —58→   impericia del padre Jerónimo, que le había mandado un filósofo, cuando no se le había pedido sino un charlatán. Quiso, sin embargo, hacer el último esfuerzo, y dijo:

-Estoy seguro de que le pesará no seguir mis consejos.

-Si usted me entera con más franqueza de ciertos pormenores; si usted me dice quiénes son las personas altas o bajas que se interesan en la misma causa; si usted me da noticia de las influencias extranjeras que pueden intervenir en semejante asunto, tal vez yo me comprometa.

-¡Oh! Me pide usted demasiado -replicó el otro en el colmo de la confusión, al ver que el que exploraba como instrumento quería ser motor.

Aquel orgullo irritó un poco al Sr. de Rotondo, que cada vez sentía crecer al humilde recomendando del padre Matamala. El brazo quería convertirse en cerebro. Lo que podía ser útil podía trocarse en un peligro. Era preciso batirse en retirada por haber dado un paso en falso.

-No puedo hacerle a usted ese gusto -continuó-. Lo que usted me pide es demasiado.

Parecía que era ya imposible la avenencia después de la pretensión de uno y de la negativa del otro. Arrepentíase Rotondo de su ligereza, y para no romper bruscamente sus frescas relaciones con el joven exaltado por temor de que su enemistad le perjudicara, le dio a entender que esperaba convencerle en una segunda conferencia.

-El no podernos arreglar hoy, no quiere decir que no lo intentemos otra vez -dijo con disimulada amabilidad-. Yo ando perseguido como usted sabe; no podré ir a su casa con frecuencia. Pero si usted quiere, aquí nos veremos. Esta casa no es mía; pero la tengo alquilada, y aquí me reúno con ciertos amigos para desorientar a mis perseguidores. Nadie me ve entrar ni salir. Estamos seguros. Si usted desease verme algún día... ¡Ah! Ya recuerdo que me necesita usted para que le recomiende al señor conde de Cerezuelo.

-Es verdad: hemos de vernos... -dijo Martín con frialdad.

-En la otra cuestión espero convencerle a usted -añadió D. Buenaventura levantándose, como para hacer ver a Martín que no había inconveniente en que se marchara.

-Lo veremos -murmuró Martín deseoso ya de salir de aquella casa.

Atravesaron el corredor en dirección de la escalera. Al pasar por delante de la puerta del cuarto donde se espaciaba en su magnífica y elocuente locura el desdichado La Zarza, el joven se detuvo a contemplar de nuevo aquel raro   —59→   ejemplar de la insensatez humana. El loco había cesado de perorar con la sombra de Robespierre, y se ocupaba en redactar su inacabable informe con la misma diligencia que antes. Cuando advirtió la presencia de aquellos dos bultos que le interceptaban la luz, se volvió hacia ellos, y con terrible voz exclamó: «¡Todos, todos a la guillotina!».






ArribaAbajoCapítulo IV

La escena campestre



I

-Acepta el brazo del Sr. D. Narciso y no seas tan desabridota -decía por lo bajo a su hija la buena de doña Bernarda al entrar por la alameda central del paseo de la Florida.

Obedeció la desventurada Engracia, más convencida por la elocuencia de un disimulado pellizco que su madre le dio en el brazo que por las palabras transcritas, fiel expresión de aquel espíritu intolerante y autoritario. La comitiva avanzaba, y todos estaban alegres, especialmente el citado D. Narciso, quien, como vulgarmente se dice, no cabía en su cuerpo de satisfacción. ¡Infeliz! Pocas veces contaba en el número de sus glorias la de llevar del brazo a la interesante y hermosa viuda. En el transcurso de su larga aspiración amorosa no había tenido ocasión de contemplar durante medio día, bajo los árboles y en delicioso y apartado sitio, la melancólica y dulce faz de la que él, fanático admirador de la poesía de Cadalso, llamaba su ingrata Filis. Pero la hija de doña Bernarda (digamos esto en honor suyo) no podía ver ni pintado a D. Narciso Pluma, a pesar de ser éste uno de los jóvenes de más etiqueta que había en su tiempo: pulcro en el vestir, poético en el hablar y en todo persona de muy buen gusto. Su apellido le sentaba perfectamente, y no porque fuese amigo de las letras, sino porque su persona era tan acriforme como su carácter, toda suavidad, toda refinamiento, toda sutileza. Así como otros tienen la vanidad de su talento o de sus riquezas, Pluma tenía la vanidad de su vestido, y blasonaba de usar los más delicados perfumes con la variedad   —60→   que la moda exigía; de peinarse con un esmero y pompa que recordaba el siglo anterior, fecundo en prodigios capilares, y de usar en sus corbatas y pecheras las más finas blondas de las fábricas nacionales y extranjeras. Pluma era rico y podía consagrar seis horas de cada día a los cuidados de su tocador, ocupando las restantes en pasear por Platerías o por el Prado y en visitar la gente de etiqueta en los principales estrados de la Corte. Aquí su influencia y prestigio era grande; adoraba al bello sexo y era admirado por los hombres como un apóstol de la moda, «Pluma, ¿hacia qué lado debe inclinarse el pico del sombrero, hacia el derecho o hacia, el izquierdo?». «Pluma, ¿deben las puntas de las orejas quedar dentro o fuera del corbatín?». «Pluma, ¿qué chupas son de más etiqueta, las de lista verde o las de lista encarnada?». Éstas eran las cuestiones que se sometían a la ortodoxia de D. Narciso, poniéndole a veces en gran aprieto. Si se trataba de organizar un minueto, las damas decían: «Eso Pluma es quien lo entiende». ¿Se trataba de dar un concierto? «Pluma dirá si se toca la jota o algo de El matrimonio secreto». En el juego de prendas, Pluma era un asombro, y por esta y otras cualidades el aéreo y sutil petimetre era denominado el Bonaparte de las tertulias.

-En verdad, doña Engracia -decía avanzando, como hemos dicho, por la alameda central de la Florida-, ya no sé qué pensar de tantas esquiveces. ¡Oh! ¡No hay hombre más desgraciado! Mi corazón es demasiado sensible para resistir a tantos rigores. Anoche no hubo desaire que no me hiciera usted en casa de Porreño.

-¿Sí? Pues no lo había reparado -dijo la viuda abanicándose con precipitación.

-Es imposible -continuó el amartelado petimetre- que no haya alguno que me dispute ese corazón, para mí de roca y para otro de alcorza. ¿Es cierta mi sospecha?

-Podrá ser -contestó la dama con evidente hastío y mirando las copas de los árboles, que encontraba sin duda más bellas que el rostro de su galán.

-¿Y ese pago tienen mis desvelos, mis lágrimas, el constante y religioso amor que...?

-Pluma, por Dios, ¡Sr. de Pluma! -exclamó doña Bernarda, que detrás y a poca distancia venía-, hágame usted el favor de darme el brazo, que no puedo dar un paso más. Este diablo de zapatero... ¡Oh! Dios me perdone la mala palabra, pero estos zapateros...

Diciendo esto tomó el brazo del enamorado mancebo, que renegó de verse en la precisión de remolcar la mole de doña Bernarda, cuyo andar, molesto y perezoso de suyo,   —61→   se había agravado aquel día por una torpeza del maestro de obra prima.

-De seguro no hubiera elegido este zapatero, si usted no me lo recomendara como el mejor de Madrid -dijo con avinagrado semblante la dama.

-Yo señora... Y la verdad es que tiene fama; ¿quién puede negarlo? Para hacer calzado de gusto...

-¿Le parece a usted que es de gusto el que yo tengo ahora? ¡Virgen del Tremedal! -exclamó sudando el quilo y echando todo el cuerpo sobre el brazo izquierdo del joven-. ¡Ha sido mucha ocurrencia la de estas niñas! Lo que estas criaturas no inventan... traerme a mí a estas fiestas de campo...

-Ya están allí Susana y Pepita -dijo Engracia impaciente porque había visto a sus amigas al extremo del paseo.

-¿Ya quieres echar a correr? ¡Tal criatura! Y yo que no puedo dar un paso. Por Dios, Pluma, no ande usted tan aprisa.

En el mismo momento Engracia desasió su brazo del de D. Narciso y se dirigió con paso muy ligero al encuentro de sus amigas, que se habían anticipado un poco y no llevaban en su compañía a una doña Bernarda que necesitara ser arrastrada.

-¿Ve usted qué retozona? -dijo ésta con mal humor-. ¡Oh!, no se la puede contener.

Pluma miró al cielo. Tenía el corazón lacerado por aquella violenta emancipación de la arisca y linda viuda. Resignose con su cruel destino y continuó tirando de doña Bernarda, que parecía haberse convertido en plomo.

-Don Lino nos prometió venir -dijo Salomé Porreño, joven celebrada por su belleza, si bien convenían muchos en que no despertaba su vista ningún sentimiento afectuoso.

-Sí -añadió Susana- y ha prometido traer a dos caballeros que dice vienen del extranjero.

-¡Cuánta cosa tendrán que contar! -dijo Engracia, sin duda por disimular cierta turbacioncilla, que de nadie fue reparada.

Daremos a conocer sucesivamente y conforme el diálogo lo exija, a estas damas y a las demás personas que concurrieron a aquella memorable escena campestre. Ya nos es conocida doña Bernarda con su hija, y el nunca bien ponderado Pluma, flor de los petimetres. Además estaba allí doña Susanita Cerezuelo, doña Salomé Porreño, jóvenes ambas que pertenecían a las más esclarecidas   —62→   familias. También era ilustre, aunque no tan bella como sus tres amigas, Pepita Sanahuja, poetisa fanática por Meléndez, la cual deliraba por la literatura pastoril; y completaban la fiesta una dama acartonada y severa de la familia de Cerezuelo, y un tal D. Santiago, marqués de no sabemos qué, hombre de edad madura e incurable idólatra del bello sexo. Algunas de estas personas tendrán participación muy principal en los sucesos de esta historia.

-¿Puede nada compararse a la hermosura del campo? -decía doña Pepita cuando, elegido el sitio de reposo, se sentaron todos sobre la hierba-. Y eso que aquí no vemos más que un mal remedo de los prados frescos y alegres de que hablan Garcilaso y Villegas. Aquí ni ovejas con sus corderos saltones y tímidos, ni pastores engalanados y discretos, aquí ni arroyos que van besando los pies de las flores, ni dulce son de los caramillos repetidos por la selva, ni...

-Yo creo que es preciso tomar una determinación -dijo Engracia, riendo:

-¿Qué?

-Prohibir que se hable de cosas pastoriles. Si ésta nos va a empalagar todo el día con sus cayados, sus recentales y arroyos, excusado es haber venido aquí y no habernos reunido en una Academia.

-¡Ay, Pepa! es verdad lo que ésta dice -declaró Susanita-; olvídate hoy de tus libros, y deja en paz a los pastores.

-¡Ay, hija! -dijo la literata con notable mal humor-, vuestro prosaísmo tiene disculpa, allá en las casas de Madrid; pero aquí, en presencia de la Naturaleza, debajo de estos árboles... No sé cómo no os dan ganas de exclamar:


    «Mira, Delio; yo tengo un corderillo
blanco, de rojas manchas salpicado,
cuya madre, al dejarle en un tomillo,
murió de un accidente no esperado;
apliquele a otra oveja...».

-¡Jesús! -exclamó Engracia, interrumpiéndola.

-Esto no se puede soportar. Ya tenemos el pastoreo en campaña. ¡Pepa, por Dios, no nos aburras ahora con tus zagalas y caramillos!

-No puedo prescindir de mi inclinación. El prosaísmo no ha entrado todavía en mi cabeza -contestó la apasionada   —63→   de Meléndez con un mohín desdeñoso-. La verdad es que no hay tormento mayor que la superioridad de cultura y de gusto.

-Yo no sé -observó la de Cerezuelo- de dónde han sacado los poetas esas pastoras que pintan tan finas, con tales vestidos y modales. Yo he vivido en el campo y no he visto en medio de los rebaños más que hombres zafios, tal vez menos racionales que las reses que cuidaban.

-¡Ah!, es mucho cuento la tal poesía pastoril -dijo Engracia, complaciéndose en mortificar a su discreta amiga-. ¿Y cuando se dicen aquellas ternuras y se ponen a llorar junto al tronco de una encina, diciendo tales tonterías que no se les puede aguantar?...

-¡Qué prosaísmo, qué deplorable gusto! -dijo la poetisa en tono despreciativo-. ¡No comprender la sutileza de la ficción! Pero a bien que estamos acostumbrados a oír disparates.

-Pluma, ¿le gusta a usted la poesía pastoril? -preguntó la de Porreño al atontado petimetre, que después del acarreo de doña Bernarda había cogido el suelo con mucha gana.

-¿Qué pienso? -contestó, perplejo entre aparecer prosaico, renegando de la poesía, o incurrir en el desagrado de la viuda, emitiendo una opinión contraria-. Pienso... Es cuestión delicada. El buen gusto de nuestra época -añadió, tratando de pasar por erudito y agradar a todos los presentes-, el buen gusto de nuestra época exige que esa cuestión sea estudiada con detenimiento. Yo he leído a Longo, Anacreonte, Teócrito, Gesner, Garcilaso, Villegas, y es fuerza confesar que hicieron églogas muy buenas. Estos de hoy no les llegan a la suela del zapato; y así, puedo decir que la poesía pastoril me gusta y no me gusta, según y cómo, pues... ya ustedes me entienden.

-Nos ha dejado enteradas -dijo Engracia-, y es lástima que no recuerde lo que decían esos señores Hongo, Acronte, Pancracio, para que se lo cuente ce por be a Pepita.

Pluma miró al cielo y apuró la burla sin atreverse a decir palabra.

Mientras el elemento joven se expresaba de este modo, el Marqués, doña Bernarda y la dama acartonada y severa, que dijimos era de la familia de Cerezuelo, habían formado corrillo aparte y trataban de muy diferente asunto. Es de advertir que aquella dama, de quien hasta ahora no conoce el lector ni el nombre, era mujer de muy elevado espíritu; y no porque fuera literata en la forma y modo de Pepita   —64→   Sanahuja, sino porque tenía pretensiones de desempeñar en el mundo un papel importante, influyendo en los negocios de Estado con su intriga y sus consejos. El ideal de la señora doña Antonia de Gibraleón era la princesa de los Ursinos. En vida de su esposo, que había sido consejero de Castilla, trataba a los personajes más eminentes de la corte de Carlos III y Carlos IV, y en su casa hallaba la gente grave de entonces un punto de reunión donde dar rienda suelta a la chismografía política. Ella había fortalecido con el frecuente trato de tales eminencias su aptitud para el gobierno de estos reinos, como solía decir; y más de una vez trató de poner en práctica su talento, urdiendo cualquier intriguilla en las antesalas de Palacio, si bien el éxito no correspondió a sus esperanzas. Cuando la política estaba en los camarines y en las alcobas, el papel de estas matronas era de gran importancia en la vida pública; hoy las riendas del Estado han pasado a mejores manos, y las Maintenon y las Tremouille viven condenadas a presidir desde el rincón de una sala de baile, bostezando de fastidio, las piruetas de sus hijas y los atrevimientos de sus futuros yernos. Doña Antonia de Gibraleón tuvo la desgracia de nacer un poco tarde, y sólo sirvió para que el siglo decimonono tuviera pruebas vivas del carácter de su antecesor. Nunca había logrado su objeto, nunca tuvo parte en los reales Consejos, que fue la aspiración de toda su vida, y pasaba ésta devorada por el fuego de su propia inteligencia, encontrando todo muy malo, y creyendo el mundo cercano a su perdición, porque ella no era llamada a dirigirle. Su vanidad era inmensa, y siempre que refería cosas pasadas, tenía en la boca estas o parecidas frases: «Aranda me dijo...». «Yo le dije a Floridablanca...». «Campomanes me preguntó...». «Si Esquilache hubiera seguido mis consejos...».

-¿Con que tendremos guerra con el inglés? -preguntó el Marqués, deseoso de oír la opinión de doña Antonia sobre tan importante asunto.

-Están los negocios en tales manos -contestó la Diplomática con afectación- que no digo yo con el inglés, pero hasta con el ruso hemos de tener guerra.

-¡Ay! -exclamó doña Bernarda, introduciendo su opinión en el elevado consejo del Marqués y doña Antonia-. El mundo está tan revuelto que no sé adónde vamos a parar con tanta herejía. Ese hombre que anda de ceca en meca trastornando los reinos, ese Sr. Napoleón es el mismo Patillas en persona, que todo lo enreda. Yo no sé cómo no le dan un escarmiento a esa buena pieza.

  —65→  

-¡Qué malo está todo! -dijo el Marqués-. Dios quiera que no nos metan a nosotros también en guerra.

-Mire usted, señor Marqués -dijo la de Gibraleón con la gravedad de un Jovellanos-: mientras subsistan los Tratados que ha celebrado con Bonaparte el ministro Godoy, estamos con un pie en la paz y otro en la guerra. ¿Quiere usted que le diga mi opinión? Pues España debía entrar en relaciones con Pitt y unirse a la Inglaterra para...

-¡Por los mártires de Alcalá, doña Antonia! -exclamó doña Bernarda, interrumpiendo la profunda opinión de la Diplomática, no me hable usted del inglés; ése es peor que todos. No quiero nada con esos luteranos ateos. ¡Que Mahoma cargue con ellos!

-Sin embargo, Albión... -declaró doña Antonia picada de la estrafalaria interrupción de aquella mujer profana, ajena a los grandes secretos de la diplomacia-. Albión es un país poderoso, y los ingleses muy buenos hombres de Estado. Mi esposo tenía relaciones con Pitt el mayor y con Burcke; y yo misma he tratado aquí en Madrid a...

-¡Por Dios, Antoñita! -replicó con evidente horror doña Bernarda-. ¿Usted ha recibido en su casa a esa gente anglicana? Yo tengo idea de que todos son perdidos, charlatanes y mentirosos. No hay más que oírles aquella lengua estropajosa para conocer que no pueden hablar verdad.

-¡Qué horror! -dijo la Diplomática, riendo de la ingeniosa ignorancia de su amiga.

-Es indudable que los ingleses saben lo que se hacen -añadió el Marqués, para que la de Gibraleón comprendiera que él también sabía quién era Pitt y Lord Chatam.

-¿Y el inglés va contra Napoleón? -preguntó impaciente doña Bernarda, ya interesada en la política europea.

-Son enemigos a muerte -repuso doña Antonia.

-Ellos todos son unos: el hambre y la necesidad. Pero que se entiendan allá en París y en Francia, y no vengan a revolver a España, que muy bien nos estamos aquí sin batallas. Pues el otro que se viene llamando emperador, porque le ganó a los turcos esas batallas de Mostrenco y de no sé qué, de que habla tanto la gente...

-De Marengo querrá usted decir -apuntó doña Antonia, riendo de muy buena gana-. En cuanto a los turcos, no creo que estuvieran en esa batalla.

-No entiendo yo de esas retóricas. Lo que es el tal señor   —66→   Napoleón sí que es una buena pieza. El padre Corchón, que es el que me ha contado las diabluras de ese hombre, no le llama sino Nembrón o no sé qué.

-Nembrot será -indicó doña Antonia, que tenía cierta complacencia benévola en corregir las patochadas de su amiga.

-Ahí viene el abate Paniagua con dos caballeros -dijo el Marqués señalando al extremo de la alameda, donde es distinguían los tres personajes indicados.

-Ya está ahí D. Lino -añadió la de Cerezuelo.

-Y vienen con él otros dos -observó Engracia, tratando de disimular la turbación, que, merced a sus esfuerzos, por ninguno fue notada.

-Me parece que a uno de ellos lo he visto yo en alguna parte -dijo Salomé-; aquel más bajo... El de alta estatura me es desconocido.




II

-Madamas -dijo D. Lino al llegar con sus dos amigos frente al grupo-, tengo el gusto de presentaros a estos dos caballeros que, aunque españoles de nacimiento, hace muchos años que viajan por el extranjero, y han visitado todas las Cortes de Europa. Ahora vienen a Madrid y me han sido recomendados para que les enseñe las cosas de esta villa, dándoles a conocer en los más célebres estrados.

-Nosotros -afirmó Leonardo-, ya desde este momento podríamos marcharnos, asegurando delante de tanta hermosura que habíamos visto lo mejor de Madrid. Pero más que a partir, este conocimiento que a D. Lino debemos nos induce a quedarnos.

-¿Y qué les parece a ustedes esta Corte? -preguntó el Marqués.

-¡Oh!, deliciosa, tónica. Ya está esta gente bastante adelantada -contestó Leonardo-. Las comidas, así tal cual; pero las casas veo que ya se adornan con cornucopias y lunas, y van desterrándose las armaduras y los cuadros.

-¿Y no les sorprende la belleza de las madrileñas? -preguntó Pluma deseoso de entablar con el forastero un diálogo que le permitiera sacar a relucir su rico arsenal de conceptos y frases galantes.

-En Madrid no hay hoy una cara que se pueda mirar. ¡Qué fealdades!, ¡qué groseros ademanes! -dijo Leonardo.

-Es cierto. Eso será favor... -dijeron las damas sin   —67→   comprender el sentido de la aparente barbaridad que acababan de oír.

-¿Cómo? ¿Que no hay hermosura? -dijo Pluma con afectado enojo; pero en realidad, contento de que el joven forastero, cuyo expansivo y simpático carácter podía agradar a las damas, se rebajase en el concepto de éstas por su falta de galantería.

-No -dijo Leonardo-. Hoy en Madrid no hay hermosura. Toda está en la Florida.

-¡Ah!, lo decía usted por... -murmuró Salomé, la última que comprendió tan culta y alambicada fineza.

-Pluma -dijo la de Cerezuelo-, ¿tiene usted el olor de azahar?

-¡Oh!, sí: ¿cómo podía olvidárseme? -contestó el petimetre sacando oficiosamente varios pañuelos y oliéndolos uno tras otro -Este es clavel, este jazmín... este... Aquí está el azahar.

Y se lo dio a la joven, que no bien hubo aspirado la esencia, se volvió hacia el Marqués diciéndole:

-Señor Marqués, ¿ha traído usted las pastillas?

-¿Las quieres de fresa, de goma, malvavisco, de rosa o membrillo? -dijo el viejo sacando una caja en que estaba aquel arsenal antiespasmódico refrigerante.

-De rosa -contestó la dama, tomándola.

Mientras este diálogo y otros parecidos tenían lugar en el primer corrillo del grupo, en el segundo la Diplomática hacia a Muriel la siguiente pregunta:

-¿Y cómo han dejado ustedes ese mundo? ¿Qué se dice por allá del Tratado de San Ildefonso? ¿Está todo tan revuelto como parece desde aquí?

-Sí, señora -contestó Muriel-. Lo más doloroso es que por la torpeza de Godoy nos veremos comprometidos en una guerra con Inglaterra, que ya anda en persecución de nuestros barcos. Napoleón prepara una nueva campaña contra Austria y Prusia.

-Ya me lo presumí -prosiguió doña Antonia, satisfecha de ver que la conversación se remontaba a la altura de su talento-. El año pasado por este tiempo dije que Napoleón no se contentaba con ser primer cónsul, sino que aspiraba a puesto más alto, y acerté. Hace tiempo que le veo emprender una nueva campaña, y no me equivoco.

-Ciertamente que no.

-Oiga usted, caballerito -dijo doña Bernarda, haciendo temblar a la Diplomática, que se preparó a oír una atrocidad-, ¿asistió usted, por desgracia, a la coronación de Napoleón?

  —68→  

-No, señora; Napoleón no se ha coronado todavía, ni se coronará hasta que vaya el Papa a París.

-Pues me habían contado de una ceremonia muy extravagante que hicieron cuando se convirtió en emperador. Dicen que como ha llegado a conseguir la corona por artes del demonio, celebró una función para el caso en una Iglesia de París, después de haber matado a todos los sacerdotes y quemado todos los santos. Napoleón se puso un manto hecho con pieles de sapo y una corona de un metal negro o no sé de qué color; después de haber hecho la parodia de quien dice una misa, alzando por cáliz un vaso lleno de brebajes, hizo varias cabriolas, y un paje vestido de demonio le alzaba la cola. Luego las damas, todas muy deshonestas y sin cubrirse el seno, adoraron un cabrón que había puesto en un altar, y todos bailaron con gran algazara, haciendo tales gestos...

-¡Jesús, qué cosa más horrible! ¡Qué indecencia! -exclamaron las damas.

-¿Quién le ha contado a usted esos despropósitos? -preguntó la Diplomática, avergonzada de que los dos forasteros oyeran tales majaderías.

-En eso no debe haber exageración -dijo Pluma, adoptando como siempre el justo medio.

-El padre Corchón me lo ha contado y él lo debe saber porque es persona de mucha lectura -contestó doña Bernarda.

-Señora -dijo Muriel con gravedad-, parece increíble que haya en estos tiempos superstición bastante para creer tales cosas. Ese padre Corchón que se lo ha contado a usted, debe ser uno de esos frailes soeces que se gozan en turbar el ánimo de las personas sencillas, llenándolas de supersticiones y extraviando su entendimiento con errores estúpidos.

-Pues se equivoca usted grandemente, señor extranjero o lo que sea -replicó con mucho enojo doña Bernarda-. El padre Pedro Regalado Corchón no es ningún fraile de misa de once, sino un padrazo que sabe más que los de Atocha. Pluma, Engracia, ¿no habéis oído las pestes que ha dicho este señor del venerable Corchón? ¿Cuándo se ha visto mayor atrevimiento? ¡Llamar bestial a semejante hombre, a un santo... a un sabio que tiene ya escritos catorce libros que pesan cada uno dos arrobas, sobre la Devoción al señor San José! Pero, Pluma -añadió más acalorada-, ¿no sale usted en su defensa? A fe que si el ofendido estuviera aquí no se dejaría maltratar.

-La verdad es -dijo Pluma tímidamente- que el   —69→   padre Corchón es un hombre eminente, es una lumbrera del Santo Oficio, a que pertenece.

-¡Ah!, ¿es inquisidor? -añadió Martín-. Perdonen ustedes si me ocupo de una persona a quien no conozco; pero esta señora ha atribuido a ese venerable la invención de la ceremonia que nos ha referido, y eso, con la circunstancia de ser inquisidor, me confirma en el juicio que he formado.

-Concluya la cuestión -dijo la Diplomática, a quien no desagradaba el brusco desenfado de Muriel-. Si inventó la ceremonia diabólica que usted nos ha contado, amiga mía, esos catorce tomos sobre San José no serán ninguna maravilla. La verdad es que esos señores suelen enseñarnos unas cosas...

-Pero, Antoñita -dijo la madre de Engracia-, ¿también usted está contaminada de herejía?

-No ha dicho sino que esos señores suelen enseñarnos cosas muy malas, y ha dicho muy bien -contestó Muriel, saliendo a la defensa de la Diplomática, como ésta había salido antes en defensa de él-. Ha dicho la verdad; porque la plaga enorme de clérigos y frailes que tenemos aquí, para desdicha y pobreza nuestra, no sirve para otra cosa que para divulgar los más dignos errores y envilecer al pueblo en la superstición. Turba de holgazanes, devoran la principal riqueza de la nación sin producirle beneficio alguno. No digo que no haya excepciones y que algunos entre ellos no sean modestos y sabios; pero, en general, son soberbios, ignorantes, lascivos, pérfidos y glotones. La religión en ellos no es más que una mercancía y Dios un pretexto para dominar al mundo.

Pronunciadas estas palabras, un solemne silencio reinó en aquella pequeña asamblea, dominada por el estupor. La primera que rompió aquel silencio fue doña Bernarda, que mirando a todos azorada y confusa para leer en los semblantes el efecto producido por tan heréticas y extranjeras palabras, dijo:

-¡Pero Señor, Dios mío! ¿Se ha escapado este hombre de alguna casa de orates? Pluma, ¿qué dice usted? ¿Señor Marqués?... Bendito Dios, ¡qué horror! Antoñita, ¿ha oído usted? Yo estoy temblando todavía. Dios nos ha castigado por haber venido a divertirnos en vez de estar haciendo penitencia. Engracia, ¿no te dijo que este día no podía acabar en bien? Estoy sofocada; si no fuera por este maldito zapato, ahora mismo me iba a rezar a la ermita de San Antonio.

-No se asusten ustedes -decía D. Lino por lo bajo a las muchachas-, este señor es algo extravagante. Habla mal   —70→   de los frailes; no lo puede remediar, ¡Que le hemos de hacer!

-Su compañero de usted es hombre atroz -dijo Pluma a Leonardo, con objeto de interrumpir la conversación que éste había entablado con la hermosa viuda.

-La verdad es que esta conversación sobre emperadores y sobre frailes no es propia de un día de campo -dijo a Salomé la literata doña Pepita-. Cuando el espectáculo de la Naturaleza y la belleza de los árboles convida a los entretenimientos poéticos y a recordar los bellos pasajes de los grandes escritores, nada más desagradable que escuchar a este hombre sombrío y brusco.

-Repara con qué atención le escucha Susana -dijo Salomé por lo bajo-. Parece que tiene gusto en oír tales desatinos.

-Ya sabes que a Susana le gusta todo lo raro -contestó la idólatra de Meléndez-. ¡Pero qué sosa está la reunión! Tengo unas ganas de saltar sobre la hierba... No sé yo para qué han traído la guitarra y las castañuelas.

-¿Y va usted a estar mucho por Madrid? -preguntó a Muriel la Diplomática, deseando mudar de conversación para que se calmaran los agitados nervios de doña Bernarda.

-Tal vez esté mucho tiempo.

-Aquí la vida es muy agradable, y los jóvenes que gustan de divertirse encuentran a cada paso mil ocasiones para ello -dijo el Marqués.

-Es cierto -contestó Muriel.

-Cuando usted conozca bien esta sociedad -dijo la de Gibraleón-, encontrará mil atractivos.

-¡Ojalá!, pero es lo cierto que cuanto más la conozco menos me gusta.

-¡Qué! ¿No le gusta a usted Madrid? -preguntó con viveza Susana, que estaba más cerca del corrillo de la gente grave.

-No, señora -repuso Martín-, no me gusta nada. La corrupción y el escándalo no pueden nunca serme agradables; el escándalo de la Corte me avergüenza como español y como hombre; la degradación de la gente oficial, la venalidad de la magistratura son cosas que repugnan a toda persona honrada. Superstición, frivolidad, ignorancia, holgazanería, mengua, esto y nada más es lo que veo aquí. Por un lado se me presenta una aristocracia superficial, sin talentos, sin carácter, o envilecida a los pies del trono, o rebajada en contacto con la plebe. Sólo se ocupa en indignas aventuras o en bárbaros ejercicios. Los jóvenes de   —71→   esa clase no pueden ser más dignos de desprecio. Ni las armas ni el estudio tiene para ellos atractivo, y sólo en modas ridículas y en toda clase de necedades buscan pasatiempo. En las clases acomodadas hallo iguales vicios y una inmoralidad nunca vista. Creen que son buenos porque son devotos, y juzgan que un imbécil fanatismo les absuelve de todo. Por otra parte, veo un clero que se encarga de sancionar tanta miseria con tal de tener a la sociedad entera bajo sus pies; y entretanto, sólo en la plebe hallo un resto de nobleza y de virtud. Hoy la plebe, con todos sus vicios, vale más que las otras clases, y con ella simpatizo más no sólo por lo que en ella encuentro de bueno, sino porque aborrece todo lo que yo aborrezco.

A estas palabras siguió igual silencio que a la invectiva contra los frailes. La Gibraleón no se atrevía ni a contradecir ni a aprobar aquella violenta y desusada opinión. No dejaba de agradarle la atrevida verbosidad del filósofo, aunque no participaba de sus ideas. Creyó que lo más propio en aquella ocasión no era contradecirle ni apoyarle, sino demostrar que ella también tenía talento, para lo cual estaba pensando una contestación y reconcentraba sus grandes ideas diplomáticas.

-Pluma, pero Pluma -exclamó doña Bernarda muy afligida-. ¿No oye usted lo que dice este caballero? ¿No le contesta usted, que tiene tanta chispa y sabe decir tan buenas cosas cuando viene al caso? Pluma, ¿para cuándo quiere usted ese pico de oro?

Pero el buen Pluma no se cuidaba ni de su presunta suegra ni de las herejías de Martín. Tenía fijos los cinco sentidos en la conversación que Leonardo sostenía con Engracia, sin que ésta mostrara la arisca repulsión que el petimetre lloraba sin consuelo desde mucho tiempo. Susana prestaba atención a las palabras de Muriel, sin duda porque encontraba en ellas el atractivo de la novedad.

-¿Quieres pastillas de goma o de tamarindo? -le dijo el Marqués presentándole la caja.

-No quiero nada -contestó bruscamente la dama.




III

Conviene que el lector conozca algunos pormenores del carácter de esta interesante joven, que ha de encontrar repetidas veces en el largo camino de esta historia. La hija única del conde de Cerezuelo era una hermosura majestuosa,   —72→   y si no fuera impropiedad, diríamos varonil. Su airoso y arrogante ademán recordaba las heroínas de la antigüedad, por cuyas venas corría mezclada la sangre humana con la de los dioses. En su rostro había cierta expresión provocativa, como si la superioridad de su belleza insultara perpetuamente a la vulgar y prosaica muchedumbre; y esta belleza era más severa que graciosa, pertenecía más al domino de la estatuaria que al de la pintura. De su madre, que era una dama valenciana de perfecta hermosura, había heredado el suave tinte oriental del rostro y la melancólica expresión propia de la raza que en la costa del Mediterráneo perpetúa el tipo de la familia arábiga; pero, en general, la joven a quien retratamos llevaba impreso en su frente el sello de la hermosura clásica. En su rostro se pintaba fielmente la fase principal de su carácter, que era el orgullo. Sus ojos, al mirar, parecían conceder especial favor, y el aliento que dilataba alternativamente las ventanas de su correcta nariz, sacaba de su pecho el desdén y la soberbia, lo único que allí había. El efecto causado en general por su presencia era grande, y más bien infundía admiración que agrado. Ninguna pasión inspiró que estuviera exenta de temor, y los idólatras de aquella insolente hermosura, los que habían explorado su corazón, experimentaban hacia ella un sentimiento que no podemos expresar mientras no haya una palabra en que se reúnan y confundan las dos ideas de amar y aborrecer.

Cautivaba especialmente a cuantos la veían por su elegante y esbelto cuerpo, cuyas actitudes, sin ninguna afectación ni artificio de su parte, sino por el instinto que acompaña a la elegancia ingénita, siempre se determinaban en artísticas y armoniosas líneas. Lo fundamental en el carácter de Susana era el orgullo de raza y de mujer que a nada se doblegaba. Acusábanla muchos de ser insensible a toda ternura, y hacían notar en ella una circunstancia espantosa, que de ser cierta daría muy mala idea de su alma: decían que ofrecía la singularidad, inconcebible en su sexo, de no amar ni a los niños. No hacían efecto en ella las preocupaciones, y tenía un despejo y una claridad de inteligencia que eran cosa rara en la época de las falsas ideas. Nadie le imponía su yugo; no se dejaba dominar por el amor, ni por la religión, y amaba la independencia física y moral, sin que por esto hubiera mancha alguna en su honor, ni en su conciencia, porque el orgullo era en ella tan fuerte que hacía las veces de virtud. Hija única, disipaba una gran parta de la fortuna de su padre, y vivía rara vez en Alcalá, donde se aburría, y casi siempre en Madrid,   —73→   en casa de su tío. Frecuentaba las más célebres tertulias y, rodeada por una corte de petimetres, se aventuraba de noche en los laberintos de Maravillas, porque le causaban particular agrado las fiestas y costumbres del pueblo. Vivía en medio de la frivolidad general, festejada por insulsos galanes, entre la gente afeminada o ridícula que componía aquella sociedad, no impelida hacia nada noble y alto por ninguna grande idea. Tal era la hija del conde de Cerezuelo.

-Pluma, cotorree usted a Engracia. ¿Qué hace usted ahí hecho un niño del Limbo? -decía doña Bernarda al desesperado-. ¿No ve usted cómo charla con ella el hombre ese que ha venido con este herejote? Y la muy pícara está cuajada oyéndole. Esto no se puede sufrir... Pero, Pluma, ¿qué hace usted?... Vaya, vaya. Buena gente nos ha traído aquí el bueno de D. Lino.

Mientras esto decía doña Bernarda, la Literata, que no había podido resistir mucho tiempo a la tentación de hacer algún idilio, corría entre las matas jugando al escondite con D. Lino y con la de Porreño. Había tejido con varias flores una corona, que puso en las sienes del complaciente abate, dándole el pastoril nombre de Dalmiro, y diciéndole con afectada entonación y un mover de ojos muy teatral:


    «¿Cómo, Dalmiro, tanto has retardado
tu vuelta a la majada
que aguardándote estoy desesperado?
sin dueño los tus terneros,
por las vegas y oteros
descarriados braman».

Y el pobre Paniagua, hecho un Juan Lanas, riendo como un simple y declamando con movimientos coreográficos, le contestaba:


«¡Ay, Coridón amigo! Si tú vieras
lo que yo he visto, más te detuvieras,
y acaso, tu redil abandonado,
trocaras el cayado
por cinceles sonoros...».

Esta escena grotesca hacía reír a los que desde alguna distancia la contemplaban. El abate, coronado de flores, con su traje negro, su rara figura y la risa convulsiva que   —74→   le producía la agitación del baile y lo necio del papel que cataba representando, parecía un verdadero payaso. La Literata no reía, sino que, por el contrario, tomaba muy por lo serio su papel de pastora. Había en ella una especie de iluminismo, y su imaginación tenía poder bastante para dar realidad a aquella farsa empalagosa. Alguien decía que estaba demente. Su manía la extravió aquel día hasta el punto de fingir que apacentaba un rebaño, y D. Lino fue tan sandiamente bueno que se prestó a hacer el papel de oveja, y era cosa que inspiraba a la vez risa y compasión oírle balar entre las ramas imitando con prodigiosa exactitud al manso animal.




IV

Dos pajes, que hasta entonces se habían mantenido a respetuosa distancia, sacaban de dos enormes cestas la comida, hábil y suntuosamente preparada de casa del tío de Susanita. Los corpulentos zaques preñados del mejor vino de Yepes y de Valdepeñas, salieron en compañía de las olorosas magras, que bien pronto ocuparon hasta media docena de grandes fuentes de plata. El agua serena, limpia y sutil de la fuente del Berro transpiraba por los poros de grandes alcazarras, y los dulces, las pastas, las tortas y las frutas, puestas en vistosos canastillos, alegraban la vista y el estómago. Un paje tendía los manteles sobre el césped, y en las manos de otro resplandecía un puñado de tenedores de plata, que a estar en la diestra del febeo Pluma, le hubieran asemejado al dios Apolo esgrimiendo los rayos del sol. Empleamos esta figura, porque algo parecido cruzó por la mente del aturdido joven en aquellos momentos. Él hubiera descargado mil rayos sobre la frente de Leonardo, cuya conversación con doña Engracia tocaba ya los peligrosos límites de la familiaridad. Don Narciso, durante la comida (que no relataremos porque los pormenores culinarios de la fiesta nada han de influir en los sucesos de esta historia), recordaba que había visto el semblante de su improvisado rival en alguna parte. Por más que se calentaba la sesera no podía recordar dónde le había visto. Al fin creyó recordarlo, y dijo:

-Sr. D. Leonardo, aquí estaba pensando... Me parece que esta no es la primera vez que nos vemos.

-No sé, no recuerdo. -contestó Leonardo temeroso de que se descubriera el pastel de su supuesta condición forastera.

  —75→  

-Sí; me parece que no estoy equivocado. ¿No vive usted en la calle de Jesús y María?

-Yo, ¡qué disparate! Jamás supe dónde está esa calle -dijo Leonardo esforzándose en aparecer sereno y consiguiéndolo sin gran trabajo.

-¡Qué casualidad! Pues he visto allí uno que se parece tanto a usted... Yo conozco unas costureras del piso tercero, que me hacen corbatas y bufandas, y algunos días que he ido allí, recuerdo... tengo una idea de cierto escándalo...

-¡Oh!, usted me confunde con algún... -repuso Leonardo volviendo el rostro dirigiendo la palabra a Engracia.

-Pero, Pluma, por Dios -dijo doña Bernarda en voz baja y tirándole de la casaca-. Esa niña merece que la desuellen viva: ¿no ve usted cómo cotorrea con ese mozalbete? ¡Ah! ¡Por el Santo Sudario! ¡Cuándo volveré yo a fiestecitas a la Florida!

-A ver quién templa la guitarra. Don Lino, usted -dijo una de las muchachas.

Don Lino, que contaba en el número de funciones la de templar las guitarras para que otros cantasen, cogió el instrumento, y rasgueando con mucho primor, estiró y aflojó las cuerdas, dejándolo en perfecto estado. Después comenzó la cuestión sobre quién cantaba primero, y más aún sobre qué canción merecía los honores de la preferencia. «Pluma, usted». «Susanita, tú». «Vamos, D. Lino». «Anímese usted, Pepita».

Todos se resistían a empezar. Además, cada cual quería una canción distinta. -El frondoso, decía uno. -No, es mejor El codicioso, decía otro. -¡Ay, qué tontería! -Cantemos El bartolillo. -La urna es mejor.

-Por Dios, canten La pájara pinta. Pluma, ¿no sabe usted La pájara pinta? -dijo doña Bernarda.

-No, señora. Si no estuviera ronco cantaría el Pria che spunti, de Cimarosa -contestó Narciso, que sólo admitía la música de etiqueta.

-Déjese usted de esos lenguarajos. No me canten en inglés. La pájara pinta. Susanita, usted.

-Que cante D. Narciso -dijo vivamente Engracia, entregando la guitarra al petimetre.

-¡Oh!, no; estoy ronco, no puedo...

-Vamos, Pluma, Pria che spunti -dijo Susana.

-¡Oh!, sí; no nos prive usted de oír su hermosa voz -dijo Leonardo, a quien hacía Engracia señas muy significativas sobre el espectáculo que se preparaba.

Por fin, que quieras que no, y haciéndose de rogar, para dar más calor a la complacencia, después de mil excusas y   —76→   de asegurar que iba a hacerlo muy mal, Pluma tomó la guitarra, limpió la garganta, miró al cielo luego a Engracia, y entonó el Pria che spunti. No podemos pintar los visajes, los movimientos del petimetre mientras sus exprimidos pulmones y su frágil garganta se esforzaban en emitir la inmortal canción. Él quería hacerlo de un modo tan fino, tan de etiqueta, tan clásico, que se convertía en verdadera caricatura. La viuda contenía con dificultad la risa, y Leonardo hacía demostraciones de gran admiración. La Diplomática no podía menos de dar a entender que aquello era muy superior a La pájara pinta, y el Marqués también hacía lo posible para pasar por culto, aunque en realidad prefería cualquier seguidilla. Cuando el músico concluyó, le aplaudieron a rabiar, especialmente Leonardo, que aseguró no haber oído nunca cosa semejante.

-Es bonito, sí -dijo doña Bernarda-; pero esa manía de cantar las cosas en inglés...

-No es sino italiano -se apresuró a decir doña Antonia-. ¡Oh! Mi padre alcanzó a Farinelli y decía que era una cosa... ¡ah!

Salomé cantó unas seguidillas después de mucho ruego, y la de Sanahuja, sin que se lo dijeran dos veces, cantó una larga y soporífera tonada pastoril, que no gustó más que al abate, el único que no se podía permitir estar descontento. Luego retozaron de lo lindo, volviendo Pepita a representar su farsa bucólica ayudada por el abate y la de Porreño.

El petimetre creía haber producido gran sensación en todos, mas no en la viuda, que después de haber oído a Cimarosa estaba más arisca que nunca. Pluma, desesperado al fin, se decidió a ser infiel después de meditarlo mucho, y fue derecho a Susanita para tomarla por pareja en el momento que se iba a bailar; pero ésta lo rechazó sin cumplimiento alguno, prefiriendo a Muriel, que en el mismo instante la invitaba. Corrido y confuso, Pluma no tuvo más remedio que bailar, ¡cielos!, con la Literata, que no cesaba de llamarle Dalmiro, Silvano, Liseno, Coridón.

-¿Quién es ese hombre ridículo? -preguntaba Martín a su hermosa pareja.

-Es uno de los primeros galanes de la Corte, un joven del mejor gusto -contestó Susana.

-¿Y en qué se ocupa?

-¿En qué se ocupa? Es rara pregunta. En nada. Pues qué, ¿las personas de etiqueta necesitan ocuparse en algo?

-No sé qué tienen para mí los jóvenes de esta clase -dijo Martín tratando de atenuar con una sonrisa la gravedad de lo que iba a decir-. Es tanto lo que les odio, que   —77→   les daría de bofetadas de buena gana y por el más ligero motivo. Les aplastaría como se aplasta no a las culebras dañinas y venenosas, sino a los sapos y a los gusanos que no hacen mal alguno.

La hija de Cerezuelo clavó sus ojos negros y vivos en el semblante de Muriel, escrutando con atenta curiosidad aquel carácter que se le presentaba con rasgos tan originales.

-Es usted una fiera -dijo con mucha seriedad.

-No -contestó Martín-. Pero la frivolidad de estos preciosos ridículos me irrita. Yo soy así. Aborrezco con mucha violencia; y no puedo negarlo, hay gentes que deberían desaparecer de la sociedad.

-Pues se va usted a quedar solo -dijo Susana riendo.

Muriel no pudo menos de meditar un buen rato en la profunda verdad que encerraba aquella respuesta. ¡Solo!

-Quisiera encontrarme frente a frente con todos los petimetres de Madrid -dijo después-. Les temería tanto como a un ejército de hormigas.

-Veo que les tiene usted tan mala voluntad como a los frailes.

-Sin duda.

El minueto comenzó, y fue bailado tónicamente.

-Pero Pluma -decía doña Bernarda-, está usted hoy hecho un majagranzas. ¡Y mi hija bailando con ese Juanenreda! ¿Pero usted consiente esto? Pues digo... ¡Y Susanita con el otro! ¡Santa Virgen del Tremedal, qué par de enemigos nos ha traído el tal D. Lino!

-¿Quieres pastilla de rosa o de fresa? -preguntó el Marqués a la de Cerezuelo, presentándole la cajita.

-No quiero sino de limón -repuso Susana.

-De limón no he traído, hija. ¡Mira qué casualidad!

-Nunca trae usted lo que yo deseo. No puedo fiarme de usted para nada, señor marqués -contestó con mal humor la dama.

Ya la conversación de Leonardo con Engracia llamaba la atención de todos. Discurrían por las alamedas inmediatas, aparentando tomar parte en el inocente juego de Pepita, que hacía becerrear al abate, obligándole a desempeñar el papel de ternera. Pluma cogía el cielo con las manos, y acudía a Susana; pero ésta gustaba más de la conversación de Martín, cuya feroz antipatía a los petimetres y a los frailes no le causaba mucho horror.



  —78→  
V

Muriel, paseando con ella a alguna distancia del Marqués, de doña Bernarda y de la Diplomática, que habían entablado de nuevo su debate sobre Napoleón, consideraba las vicisitudes humanas y los singulares cambios que se ven en la vida. Aquella dama, que tranquilamente iba a su lado, era hija de una de las personas a quien él más aborrecía; perpetuo enemigo y verdugo del desdichado mártir que expiró en la cárcel de Granada. Ella, que era el orgullo mismo, aceptaba el brazo de un desconocido, cuyo nombre era infamante para la familia, y tal vez le juzgaba persona de categoría. Muriel vio en la coincidencia algo de irrisorio, y se burlaba interiormente de tan extraño capricho del Destino, que se complacía en juntar por los lazos de la galantería y merced a un engaño, lo que en la sociedad no podía juntarse nunca: el amo y el siervo, el verdugo y la víctima. Al mismo tiempo, orgulloso de semejante escena, sentía aplazado o atenuado su rencor a la familia de Cerezuelo; y en el error de la dama, que conversaba con él como si fuera su igual, creía ver algo parecido a una humillación por parte de ella, o a una venganza por su parte. ¡Qué broma de la suerte había en aquel minueto bailado alegremente en un jardín por los dos jóvenes!

La impresión que la belleza de Susana le produjo más fue de sorpresa que de afecto. Contempló en silencio y con curiosidad a la persona de cuyo carácter tenía tan mala idea, y mientras más la veía, más deseaba tratarla. Por lo poco que la había oído hablar más bien le parecía tonta que soberbia, y no creía que su orgullo tan decantado fuera realmente temible. Paseando con ella fue cuando se fijó mejor en su rara y majestuosa belleza. Y por más que se diga, por más que él después haya contado que la presencia de la joven no le produjo efecto alguno, no es posible creerlo. Aún podría asegurarse que Muriel sintió, si no amor, una especie de presentimiento de un futuro afecto; presentimiento que el amor, como todas las desgracias, envía siempre por delante. Pero esto fue muy vago. Él no podía nunca sentir un verdadero cariño hacia ningún individuo de aquella familia. La belleza de Susana podía inducirle a perdonar, pero no a transigir. Como él no se arredraba por nada, y sabía arrostrar impasible lo mismo la indiferencia que el odio de las gentes, resolvió descubrirse a ella, más   —79→   por curiosidad que por deseo de humillarla. Quería saber cómo soportaría su orgullo la idea de haber hablado con el hijo de Pablo Muriel, muerto en la cárcel de Granada. La ocasión para descubrirse se la presentó ella misma cuando, un poco alejados en su paseo de los otros grupos, le preguntó:

-¿Y se detiene usted en Madrid para algún negocio? ¿Se va usted a estar mucho tiempo?

-Sí, traigo un asunto que arreglar. Ya otra vez estuve con una pretensión parecida, y nada logré.

-¡Ah! Ya comprendo; pretende usted en Palacio...

-No; no pretendo ningún destino. Sólo aspiro a que se me pague una deuda.

-¡Ah! Es un buen asunto si se consigue.

-A mi padre le debía cierta persona de aquí una gruesa cantidad; mi padre murió y vengo a cobrarla.

-Pues eso no será difícil.

-Sí, señora, es difícil. Necesito recomendaciones y amistades.

-Tal vez pueda yo recomendarle -dijo Susana con algún interés-. ¿Quién es la persona?

-El conde de Cerezuelo.

-¡Mi padre! -exclamó la dama parándose y fijando en Martín sus atónitos ojos.

-¡Ah! ¿Es que es usted su hija? -dijo Martín afectando sorpresa y separándose un poco de Susana.

-Sí -dijo con severidad la joven-. ¿Y usted quién es?

-Yo soy -contestó Martín fingiéndose humilde- hijo de aquel que fue encerrado en la cárcel de Granada por la maldad y la envidia de amigos oficiosos de la persona a quien servía. ¡Oh! ¡Nosotros hemos padecido mucho!

-¡Usted es hijo de Muriel! -exclamó Susana apartándose de Martín con cierta expresión que a éste le pareció de horror.

-Sí, yo soy. Cuando mi padre estaba preso, en vano pedí al señor a quien servíamos que fuera indulgente y bondadoso con quien no merecía ser igualado a los grandes criminales. Nada conseguí. Hemos sido tratados con mucha dureza, señora. Ustedes han sido tan crueles con mi familia, que hasta me preocupa la suerte de mi pobre hermanito, en poder hoy de los que tanto nos han perseguido. Usted no puede haber aprobado lo que han hecho con nosotros.

Sea que Muriel se dejara llevar de su apasionada condición, sea que tuviera de repente el propósito de aterrar a Susana, lo cierto es que se expresaba en un tono   —80→   de reprensión tal, que puso a la joven en el último punto de su indomable soberbia. Entre airada y atónita no supo en los primeros momentos qué contestar; mas repuesta bien pronto, dijo:

-¿Pero qué farsa es ésta? ¿Cómo había yo de figurarme que era usted un...?

-Dígalo usted todo -añadió Martín perdiendo su calma.

-Ya sabía yo que tenía usted el arte de embaucar a las gentes; en casa se sabía que el hijo era digno de su padre. ¿Cómo ha tenido usted valor para hablarme? Es preciso no tener idea de lo que son los respetos sociales para atreverse a... Sólo ocultando su nombre, sólo cubriéndose con la apariencia de persona... ¡Oh! ¡Esto es repugnante! ¿Usted me conocía?

-Sí -contestó Muriel complaciéndose en humillar todo lo posible a la hija de Cerezuelo-. Y si viera cuánto he disfrutado viéndola a usted a mi lado, hablando familiarmente conmigo, y sobre todo cuando bailábamos...

La entereza característica de Susana no pudo menos de vacilar un poco ante la insolencia de Martín. Acostumbrada al dominio moral, se turbó ante un orgullo mayor que el suyo.

-¿No es verdad -continuó Martín con sarcasmo-, no es verdad que se ven cosas muy raras en el mundo?

Susana se irritó más con aquella burla, y lanzó al joven una mirada de desprecio, que hubiera aturdido a otro menos sereno.

-Haga usted el favor de retirarse -dijo con cólera grave y solemne, como la cólera de los reyes de la leyenda-. Es terrible que una dama se vea insultada de este modo por un hombre irrespetuoso que así olvida su clase y se burla de las personas a quienes debe el pan que ha comido.

-¿Burlarme? No -dijo Muriel-; yo no me burlo de esas personas: las detesto o las desprecio.

-Su padre de usted falsificaba documentos y hacía desaparecer fondos ajenos, pero no insultaba a las personas de que dependía. Usted reúne a los crímenes de su padre la desvergüenza y la arrogancia. Felizmente no necesitamos los servicios de ningún Muriel, y puede usted buscar otros amos a quien engañar e insultar al mismo tiempo.

-¡Ah víbora! -gritó Martín con furor y ademán de amenaza-. Yo juro que me la habéis de pagar tú y tu padre, ¡raza de Caínes!

Y diciendo esto volvió la espalda y se marchó muy aprisa,   —81→   tomando el camino que conducía fuera del jardín, mientras Susanita se dirigía a sus amigas y pedía al Marqués para calmar su agitación, una pastilla de goma, y a Pluma el olor del azahar.