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ArribaAbajoCapítulo V

Pablillo



I

A muy corta distancia de Alcalá, y siguiendo hacia el Norte la carretera de Aragón, sola, imponente y triste, expuesta a todos los vientos, inundada de sol y constantemente envuelta en torbellinos de polvo, estaba la casa de Cerezuelo, donde en la época de esta historia vivía retirado de las gentes el Sr. D. Diego Gaspar Francisco de Paula Enríquez de Cárdenas y Ossorio, conde de Cerezuelo y del Arahal, marqués de la Mota de Medina, señor de la puebla de Villanueva del Arzobispo, etc., etc. Del ancho portalón, y mejor aún desde las ventanas altas, que sin ninguna simetría, y atendiendo más a la comodidad interior que al ornato, había puesto en la fachada el arquitecto de tan raro y sólido edificio, se veían perfectamente las inmensas llanuras, propiedad de la casa, que se extendían hacia el Norte en dirección de la sierra.

Sobre aquellas tierras, pautadas simétricamente por el arado, llanas, sin árboles, alguna vez recorridas por macilento rebaño, se espaciaban todas las mañanas los aburridos ojos del conde. Volviendo el rostro hacia la izquierda se abarcaba de un golpe de vista la ciudad de Alcalá de Henares, cuyas primeras casas apenas distarían de allí un tiro de ballesta. Las torres, las cúpulas y los campanarios de sus conventos e iglesias, los cubos almenados de la casa arzobispal, los arbotantes de San Justo, el frontón de San Ildefonso, extremidades más o menos altas de las construcciones elevadas allí por la piedad o la ciencia, daban magnífico aspecto a la ciudad célebre, que inmortalizaron Cisneros con su Universidad y Cervantes con su cuna.

El conde de Cerezuelo se había retirado de Madrid, buscando un término medio entre la soledad completa y el bullicio cortesano. Alcalá le ofreció un retiro agradable,   —82→   sin privarle del trato de las personas discretas, y allí se fijó, trabando gran amistad con los frailes de San Diego, los capitulares de San Justo y los famosos maestros de San Ildefonso. Pero al conde le entró invencible melancolía; fue poco a poco alejando de su casa a toda aquella ilustre muchedumbre que le visitaba, y al fin se aisló por completo, dando que murmurar a las gentes, y con especialidad a aquellos que se vieron privados del chocolate de la casa condal Cerezuelo; de cortesano y amable que era se fue trocando en áspero e hipocondríaco: trataba mal a sus sirvientes y reñía con todo el mundo, menos con su hija. En cuanto a su hermano D. Miguel, persona recomendable por su religiosidad y modestia, siempre conservó buenas relaciones con el primogénito. También aquél era rico, y según de público se decía, bastante avaro.

El conde pasaba de los sesenta años; su afición a la caza había desaparecido, y sólo mataba a ratos el fastidio de su existencia leyendo algún piadoso libro o revisando grandes legajos de cartas y cuentas para ponerlas en orden. Un clérigo de San Justo le decía la misa en su propia casa, y las pocas veces que salía apenas andaba cuarenta pasos por el camino de Aragón, apoyado en el brazo de su mayordomo o administrador, D. Lorenzo Segarra, persona importante, de quien es preciso dar al lector algunas noticias. Pues no se sabe qué arte empleó este hombre para poseer en absoluto la confianza del conde, que era el ser más receloso y suspicaz.

Sea que en realidad Segarra le sirvió bien, sea que, cansado y melancólico, el conde resignara con hastío su autoridad señorial en el mayordomo, lo cierto es que éste manejaba la casa en la época a que nos referimos, y cuanto hacía era aprobado sin el menor obstáculo. Los señores, como los reyes, tenían sus favoritos, y, como aquéllos, la flaqueza de entregar el poder en manos de un hombre habilidoso que supiera hacerse camino, ya por el mérito, ya por la adulación. No es de este lugar decir si Segarra administraba bien o mal; lo cierto era que aparentemente todo iba a pedir de boca; las deudas antiguas se habían pagado, las rentas se cobraban con puntualidad, y las arcas de la ilustre casa estaban repletas, como las del Erario en tiempos de Fernando VI.

Dos meses antes del día en que suponemos comenzada esta historia, Segarra se presentó ante su amo con unas cartas abiertas, y expresando en su semblante el mayor asombro.

-¿Qué hay? -preguntó el conde, alzando los ojos del   —83→   Flos sanctorum, donde leía los milagros y prodigios de San Benedicto, el que construyó el puente de Aviñón.

-La cuestión con Muriel ha terminado, señor -dijo Segarra sentándose.

-¿Ha terminado? ¿Cómo? ¿Ha sentenciado en su favor la Cancillería? No puede ser: todos los oidores están de parte mía.

-Es verdad; pero otro juez se ha encargado de fallar este asunto. Muriel ha muerto.

-¡En la cárcel! ¡Infeliz! -contestó el conde con la mayor sorpresa-. Ya es tiempo de perdonar. Segarra, un Padrenuestro.

Y ambos elevaron al Cielo la oración dominical, seguros, sobre todo el conde, de que Muriel necesitaba de ella.

-A ver, cuenta cómo ha sido eso.

-Nada más sencillo: amaneció difunto en la cárcel, imposibilitando así el golpe de la justicia.

-¿Y qué más justicia? En fin, malo ha sido -dijo Cerezuelo-; pero olvidémonos de sus faltas, puesto que Dios se le ha llevado. No quiero guardarle rencor, porque yo me muero mañana...

La melancolía fundamental del conde consistía en creer cercana su muerte, y su espíritu se apegaba a esta idea, sin que los consuelos de la religión bastasen a apartarle de ella. Verdad es que estaba bastante achacoso y vivía mortificado, si no por la gota, como todos los nobles de antigua raza, por unos alarmantes e invencibles ahogos que le confirmaban en su fatalismo. «Yo me muero mañana», decía todos los días, y el solícito mayordomo se esforzaba en convencerle de lo contrario, adulando su dudosa salud, después de haber adulado su innegable nobleza.

-Señor, siempre está usía con el mismo tema -dijo-. Yo quisiera tener su salud y disposición. ¡Hablar de muerte, cuando tiene las piernas más listas que un gamo y podría ir de aquí a Meco y volver sin sentarse!

-¡Ah! -repuso el conde tristemente-, no me puedo mover. Me parece que estoy ya en la sepultura y no pienso más que en mi Dios... Pero di, ¿no se sabe lo que Muriel decía de mí cuando estaba en la cárcel?

-No lo sé; pero supongo diría mil atrocidades. Basta recordar a aquella alma negra y cruel, que no conocía la gratitud, ni era capaz de ningún sentimiento bueno.

-Me maldeciría sin duda. ¿Sabes que lo siento?

-Eso prueba el buen corazón de usía -contestó el favorito-; pero, en verdad, D. Pablo no era digno de compasión. Si a tiempo no acudimos, él hubiera consumado la   —84→   ruina de todos los estados de Andalucía... ¿Mas para qué es hablar? No hay más que ver sus cuentas para comprender cuánta iniquidad, cuánta bribonada, cuánta mala fe había en aquel hombre.

-En fin, Lorenzo, ya se ha muerto: dejémosle en paz -dijo el conde, que sin duda quería estar bien con los manes del pobre difunto.

-Pero es que ese hombre es insolente hasta después de muerto. ¡Qué atrevimiento! Hay personas que no escarmientan nunca, a pesar de los más terribles castigos, ni tienen en cuenta la dignidad de la familia a quien sirven, ni...

-¿Pero qué es ello? -preguntó con viva inquietud el conde.

-La última irreverencia de ese hombre. Ya sabe usía que era lo más insolente del mundo. Usía recordará cuando tuvo el valor de estampar en una carta que él tenía «tanto honor como su amo...».

-Bien; ¿pero qué ha hecho?

-Usía sabrá que el más pequeño de sus dos hijos vivía con él en la cárcel. Parece que el más viejo ha muerto hace poco tiempo en Madrid: ya; era un hombre lleno de vicios. Pues bien: D. Pablo, conociendo cercano su fin, y considerando que el muchachejo iba a quedar solo en el mundo, lo manda... ¡a usía!, a usía mismo para que lo críe y lo eduque.

-Eso es muy singular.

-No parece sino que ya no hay hospicios en el mundo. Esto es un insulto.

-¿Sabes que no sé qué pensar de esto? -dijo Cerezuelo meditabundo y más inclinado a la compasión que a la cólera-. Me envía su hijo a mí, que le he perseguido, a mí que le he...

-Pues ni más ni menos. Los motivos que tuvo para semejante desacato, los dice en esta carta que dirige a usía, y que ha traído el mismo portador del muchacho, un arrendatario de Ugijar.

-¿Luego el chico está ahí? -preguntó el conde tomando la carta.

-Si; ahí está. Mandaré que le lleven al instante al asilo de Alcalá o al Hospicio de Madrid.

El conde leyó la carta, que decía así:

«Señor: Encerrado en esta cárcel hace cuatro meses, privado de todos los medios para poner en claro mi inocencia, conociendo que mi fin está cercano, y habiendo sabido que mi hijo Martín es muerto en Madrid, he cavilado   —85→   mucho tiempo sobre la suerte de este pobre niño que tiene parte en mi prisión y en mi miseria, aunque ninguna tiene por su corta edad en mi deshonra. Me hallo abandonado de todos, sin parientes ni amigos, y he pensado al fin que no debo pedir protección para esta criatura más que a usía, cuyo buen corazón no desconozco, aunque me ha perseguido, tal vez mal informado por las personas que le rodean. Si alguien se propuso perderme, nadie puede tener interés en que este niño sea desamparado. Seguro, y animado por una voz que sale de mi corazón, lo pongo en manos de usía para que no haya cosa alguna de mi propiedad que no esté en poder de mi señor. Muero en Dios y perdono a mis enemigos. -Pablo Muriel».

-¿Qué te parece esto? -preguntó el conde, que hacía tiempo había abdicado hasta su opinión en manos del favorito.

-Me parece muy insolente -contestó el mayordomo.

-Pues a mí me parece sobrado humilde. ¿No te llama la atención cómo ni me acusa, ni se queja de lo que se ha hecho con él? Bien sé que es merecido; pero...

-¿Y no cae usía en la intención de sus palabras?-dijo Segarra-. Da a entender que usía le ha quitado todo, cuando él es...

-Sea lo que quiera, yo no quisiera abandonar a ese muchacho. ¿Qué te parece?

-Lo que usía mande se hará.

-No falta en qué ocuparlo. ¿Qué edad tiene?

-Como unos diez años.

-Puede ocuparse en la labor. Se le puede dar a cualquiera de la casa para que lo haga trabajar. Aunque bien pudiera ser listo y servir para otra cosa.

-De torpe no pecará. Si saca las travesuras de su padre... Mala casta es ésta, señor.

-Con todo, educándole... No quiero abandonarle; porque ya ves, Lorenzo, su padre me sirvió, aunque mal; yo me muero mañana...

-Voy a traerle a usía esa buena pieza -dijo Segarra, y salió en busca del muchacho, que compareció al poco rato en presencia del señor conde de Cerezuelo.




II

Para comprender el terror y la angustia de que estaba poseída la inocente alma de Pablillo Muriel es preciso recordar que viviendo en la prisión con su padre, había   —86→   oído repetidas veces en boca de éste, mezclado siempre con sus dolorosas quejas, el nombre del conde de Cerezuelo. Cuando tomaban las declaraciones a la desdichada víctima, aquel nombre execrable iba unido a todas las preguntas, y el inocente niño lo oía resonar perfectamente en lo interior del calabozo como una maldición. Figurábase al conde como uno de aquellos malignos monstruos de los cuentos domésticos que habían sido su encanto y al mismo tiempo su pesadilla en los días de libertad. Por el camino no pensaba en otra cosa que en el espantable rostro de la persona a quien iba a ser entregado. Se lo representaba de descomunal estatura, con barbas enormes, ojos fieros y una bocaza capaz de engullirse a todos los niños habidos y por haber. El pequeño Muriel tenía el vestido hecho jirones, y su semblante demostraba a la vez hambre y tristeza. Miraba con atónitos ojos cuantos objetos y personas se le presentaban, y no se atrevía a contestar a ninguna de las preguntas que los criados le hacían en el patio, compadecidos unos, insensibles otros a su situación. Permanecía reconcentrado, con una expresión melancólica, más bien de hombre que de niño, porque la cárcel había adormecido en él la viveza pueril, y tenía toda la gravedad que puede dar una desventura de diez años.

Cuando D. Lorenzo le llevó a presencia del conde, su terror, que había subido de punto al entrar en la casa, se calmó un poco. Mordiendo el ala del sombrero, y con los ojos humedecidos y bajos, moviendo los labios como quien llora, apenas se atrevía a mirar a su señor. Interrogado repetidas veces por éste, alzó los ojos y no encontró al conde tan horrible como se había figurado. No pudo menos de considerar, sin embargo, que aquella era la persona cuyo nombre repetían sin cesar los leguleyos que iban a la cárcel; era el autor de todas las desgracias del anciano; el que éste llamaba cruel, ingrato, tirano, palabras que un niño encerrado en una prisión y consumido por la miseria y el hastío puede comprender como cualquier hombre. Mostrábase afable el conde; Pablillo lo miraba sin decir palabra, mordiendo siempre el ala del sombrero, hasta que al fin comenzó a llorar con tanta aflicción que parecía no tener consuelo.

-Señor, voy a sacar de aquí a este becerro -dijo el mayordomo, tratando de llevarle fuera.

-Déjale, déjale. El infeliz está asustado; ¿qué le hemos de hacer?

-Éste tiene cara de ser una buena pieza, señor.

Pablillo empezó a calmarse, y su llanto se fue poco a   —87→   poco resolviendo en un hipo angustioso. El conde le pasó la mano por el hombro, y le hizo nuevas preguntas, a que sólo contestó y no con movimientos de cabeza, que hacían precipitar de su rostro las gruesas lágrimas que lo surcaban. La niñez perdona pronto, y Pablillo dejó de ver en el conde el monstruo que se había figurado.

-¿Y qué quiere usía que se haga con este perillán? -preguntó Segarra-. ¿Le parece a usía bien que lo entreguemos al porquerizo de Torrelaguna?

-Hombre, no; dejémosle en casa -contestó el conde-. No quiero yo que se le maltrate...

-En la dehesa estará como un rey. Aquí no tenemos en qué ocuparle. Si fuera un poco mayor y sirviera para los carros... La verdad es que se nos ha entrado un engorro por las puertas...

-¿Y qué le hemos de hacer, Lorenzo? Yo no puedo rechazar... Ya ves que su padre... No quiero ser cruel; yo me muero mañana, y...

-Pues digo, ¡tendrá unas mañas el tal niño!... De tal palo tal astilla.

-¿Crees tú que saldrá malo? -preguntó el conde abdicando en el favorito no ya su opinión, sino hasta su lástima.

-Pues no hay motivos para suponer que sea un santo. Con poquito que se parezca a D. Pablo, que Dios haya perdonado...

-Dices bien -contestó el conde, tomando de nuevo su libro-. Hay que estar sobre aviso, no sea que este rapazuelo saque malas inclinaciones.

-¿Le parece bien a usía que le empleemos en arrear las mulas de la noria de arriba?

-Puede ser que Susana le quiera para su servicio.

-El muchacho es bastante tosco para paje; pero a bien que tirándole de las orejas para que aprenda... -dijo Segarra, haciendo lo que decía con tal puntualidad, que arrancó al rapaz un grito de dolor.

-Por de pronto que le den de comer, y ya se pensará lo que haremos con él.

Pablillo hubiera ido a consumir tristemente su existencia en compañía del porquerizo de Torrelaguna si Susana, que a la sazón estaba en Alcalá, no se hubiera propuesto hacer de él un paje. Aquel mismo día se determinó, cuando, después de alimentado, lo llevó D. Lorenzo al camarín de la señorita.

-A propósito, a propósito -dijo la joven contemplando al pobre muchacho, que aquel día no ganaba para sustos.

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-Pero advierto a usía que es preciso estar sobre aviso con este muñeco. Yo me figuro que debe ser aficionadillo a lo ajeno.

-¿Sí? ¡Pues hombre, tienes buena cualidad! -exclamó Susana, encarándose con el rapaz y asustándole con su mirada.

-¿A quién quieres servir más, pelambrón, al señor que has visto hace poco, o a la señorita? -le preguntó don Lorenzo, dando más fuerza a su interrogación con un pellizco.

-Vamos, di -añadió la joven-, ¿a quién quieres servir, al señor que has visto, o a mí?

Pablillo frunció el ceño, se rascó el brazo izquierdo, donde había dejado la señal de sus dedos el terrible Segarra, se puso rojo, miró a Susana, después al suelo, se sonrió, y al fin dijo:

-A usted.

-¡A usted! ¿Habrase visto borrico igual? -exclamó el mayordomo, sacudiendo a Pablillo por un brazo-. «A usía» se dice otra vez; «a usía», ¿lo entiendes? ¿Ha visto la señorita qué muchacho más incivil?

-Eso no tiene nada de particular -dijo Susana, riendo del excesivo celo que mostraba por la etiqueta el señor D. Lorenzo.

Quedó convenido que Pablillo serviría de paje o rodrigón a la señorita, y ésta imaginó la librea que había de ponerle, discurriendo lo más extravagante y tónico para el caso. Mientras estos atavíos se preparaban, veamos cómo pasó el pequeño los primeros días de su nueva vida. Se creerá que el enemigo más terrible que iba a tener en aquella casa sería el Sr. D. Lorenzo Segarra, y no es cierto: el verdadero y más cruel atormentador de Pablillo iba a ser la tía Nicolasa, mujer de uno de los principales sirvientes de la casa, y gobernadora absoluta del ramo de escalera abajo, superintendenta de las cocinas señoriales, lavandera mayor y gran chambelán de gallinas, pavos, gansos y demás tropa volátil que llenaban el vasto corral. Ella entendía también de todas las provisiones menudas, tales como legumbres, hortalizas, huevos, etc., y presidía la matanza de los cerdos por Navidad. La tía Nicolasa tenía dos hijos y una hija, los tres de corta edad, y no puede formarse idea de su disgusto cuando se le encargó el cuidado de Pablillo: ella disfrutaba, y sin rival para sus niños, del patrocinio del conde; tenía aspiraciones con respecto al futuro engrandecimiento del mayor, que esperaba ver salir del corral para entrar en algún Seminario o en la   —89→   Universidad cercana, y la idea de que un chicuelo advenedizo absorbiera la protección y el alto cariño de la señorita, la ponía furiosa. La circunstancia de ser elevado Pablillo a la encumbrada categoría de paje, cargo de que nunca fueron considerados dignos los rústicos engendros de la tía Nicolasa, acabó de exasperarla; pero no le fue posible manifestar su enojo, sino por medio de alguna reticencia en las barbas de Segarra.

A los pocos días le pusieron a Pablo una librea galonada, que Susana hizo llevar de Madrid; aprisionaron su pescuezo en un pequeño y rígido corbatín que no le permitía hacer movimiento alguno de cabeza; calzáronle lujosamente, completando el atavío con un gran sombrero, que el infeliz necesitaba sostener con las manos para que no se viniera al suelo. No sabía cómo manejar los brazos y las piernas; estaba metido en un potro y todo le estorbaba, especialmente el corbatín, que no le permitía mirar a los lados. Los chicos de doña Nicolasa estaban atónitos y confundidos contemplando tanta hermosura, y particularmente les deslumbraba el fulgor de los botones de la librea, que les parecían otros tantos soles colgados en el pecho de Pablillo. La madre se moría de envidia en presencia del paje, y le hubiera dado mil azotes si no se lo impidiera el respeto a los bordados escudos de la familia que llevaba en las solapas y en las mangas.

-Quítateme delante, espantajo -decía-. No parece sino que se ha entrado por las puertas el mico que traía el año pasado aquel de los títeres que vino de Madrid.

-¿No ve usted qué mal le sienta a este renacuajo un vestido tan lujoso? -decía D. Lorenzo.

-Ya lo creo. ¡Qué lástima de galones, que estarían mejor en la burra del tío Genillo!

Pero estas diatribas no pudieron calmar el estupor, el encanto de los chicos, que hubieran dado su existencia por ver sobre su cuerpo el más pequeño de aquellos resplandecientes botones. Sin hablar palabra lo rodeaban, con los ojos embelesados y exhalando tal cual suspiro, mientras Pablillo, en el centro del vasto círculo formado por toda la servidumbre, que había acudido a contemplarle, ya con burlas, ya con admiración, estaba lelo, estupefacto y trémulo, entre disgustado y orgulloso, sin mover brazo ni pierna, y cuidando de mantener derecha la cabeza para que el pesado alcázar de su sombrero no rodase por el suelo. ¡Infeliz, no sabía cuán caro había de costarle aquel repentino lujo!



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III

La primera vez que Susana se presentó en la misa de San Diego con su dueña y su paje, este último produjo, como ahora decimos, gran sensación. Muchos de los que concurrían al oficio divino se distrajeron contemplando el extraño vestido; los chicos no apartaron la vista de él ni un momento, a pesar de los frecuentes tirones de orejas de sus respectivos padres, y a la salida, los mozos, payos y estudiantes, que se situaron, como de costumbre, en la puerta, convinieron en que en Alcalá no se había visto librea tan lujosa. Pero Pablillo había desempeñado tan mal su misión aquel día, había tropezado tantas veces al poner y quitar el tapiz en que se hincaba la señora, había dejado caer el sombrero con tanta frecuencia, que al llegar a la casa oyó, temblando de miedo, una severa reprimenda. Sus funciones eran altamente fastidiosas, y el desdichado se consumía de fastidio dentro de su casacón, y deseaba trocar los botones y el monumental sombrero por los andrajos con que brincaban en el corral los hijos de la tía Nicolasa. Así van las cosas del mundo: la miseria suele envidiar a la ostentación, sin reparar que ésta a veces trocaría su deslumbrador aparato por una pobreza tranquila y libre. Figúrese el sensible lector lo que pasaría el pobre muchacho, esclavo de la etiqueta, después de haber pasado tanto tiempo en una cárcel, donde vio perecer de miseria y dolor a su anciano padre. No sabía lo que era peor, si el calabozo de Granada o el duro encierro de su corbatín y de su librea, claveteada con botones de metal dorado como para hacerla más fuerte. Es triste el espectáculo de la niñez que se consume en un servicio penoso y triste, privada de todo solaz. La travesura, propia de la edad, estaba aherrojada, y no tenía más recreo que contemplar al través de los cristales del camarín de la señorita los pájaros que volaban de rama en rama en la huerta, y el gato que iba y venía por lo alto de la tapia. Siempre en pie, siempre derecho, presenciaba las complicadas operaciones del tocador de su ama, y oía la charla del peluquero, venido de Madrid, el cual tenía la galantería de llamarlo el Sr. D. Pablo.

Además, Pablillo no hacía a derechas cosa alguna de las que se le mandaban: si se le pedía agua fría, la traía caliente; se le caían de las manos los vasos y platos, y puso fin a varias piezas de gran valor. Esto le valían reprensiones   —91→   enérgicas de Susana y tremendos mojicones de D. Lorenzo, que le hacían ver las estrellas. Contribuía a hacerlo más infeliz la circunstancia de que no se perdía cosa alguna en la casa sin que al momento se lo echara la culpa a él, para lo cual le registraban los profundos bolsillos de su casacón; y como le encontrasen una vez no sabemos qué insignificante baratija, D. Lorenzo puso el grito en el cielo, amenazándole con espantosos castigos si reincidía.

La tía Nicolasa le había jurado guerra a muerte, y le alimentaba lo peor que podía. Los inocentes chicos llegaron también a participar de aquel rencor, y así como en otras ocasiones se echaba la culpa de todo al gato, entonces la responsabilidad de cuanto acontecía de escaleras abajo caía sobre Pablillo. Si rodaban, haciéndose algún chichón, Pablillo les había pegado; si rompían los calzones, Pablillo lo había hecho; si se ensuciaban de lodo, era Pablillo el autor de tamaño desacato.

Entretanto, el triste huérfano se aburría y soñaba con la libertad dormido y despierto. Hubiera dado la mitad de su vida por poderse revolear con librea y sombrero en el montón de tierra y estiércol que había en la huerta; envidiaba la suerte de las gallinas que saltaban sin casaca en el corral, y se le iban los ojos detrás de todos los rapaces de ambos sexos que pasaban saltando y enredando por el camino. Nadie allí le demostraba cariño, y él por su parte estaba dispuesto a amar con delirio a quien lo dijese: «Pablillo, vete a jugar». No aborrecía mucho a la tía Nicolasa, sin duda porque hay en los niños un secreto instinto que les impide odiar a las mujeres; pero no podía ver ni pintado a D. Lorenzo Segarra. Al conde poquísimas veces lo veía, y la señorita le inspiraba un respeto supersticioso; la rigidez y frialdad de la dama, su despotismo y hasta su hermosura, eran causa de aquel respeto.

El niño sentía una vaga admiración, entusiasmo inexplicable por aquella deidad que presidía sus tristes destinos, y que jamás descendía hasta él, manteniéndose siempre a la altura de su posición social y de su belleza. Para el paje era la señorita un objeto de veneración más que de cariño, y la idea de que pudiera ofenderla le hacía estremecer. Cuando Susana estaba en su tocador, el paje se cansaba menos de estar en pie y con los brazos cruzados, porque entretenía sus ojos fijándolos en el espejo, donde aparecían reflejados el rostro y el cuello de la hermosa tirana. Sea que en su corta edad el sentimiento del arte estuviera en él muy desarrollado; sea que la contemplación de la señorita   —92→   le produjera un recreo instintivo e incomprensible, lo cierto es que se embobaba mirando en el cristal aquello que un austero benedictino del siglo pasado llamaba escándalos de nieve. La doncella de Susana era otro de sus enemigos, porque le ocultaba las más de las veces, interponiéndose entre él y el espejo, la sorprendente imagen.

Un día Susana debía asistir a un gran sarao que había en casa de otro noble rancio residente en Alcalá, para lo cual se puso de veinticinco alfileres, ostentando en traje y joyas una riqueza y un primor inauditos. Ya estaba preparada y se ofrecía a sus propias miradas puesta frente al espejo en el centro del camarín, cuando entró Pablillo trayendo una lámpara que había arreglado la tía Nicolasa, y a la vista de la señorita, el pobre muchacho se quedó extático y deslumbrado. Dio algunos pasos, sin apartar la vista de su ama, y al llegar cerca de ella tropezó, cayó y todo el aceite de la lámpara inundó las vistosas haldas del guardapiés de Susana, poniéndola como nueva. Al mismo tiempo, agarrándose instintivamente el infeliz caído a una de las blondas, abrió en canal la basquiña, dejando a su ama en un estado de furor indescriptible. Figúrate, piadoso lector, lo que pasaría Pablillo en aquel nefando día. En el camarín recibió un vapuleo a dúo por el ama y la doncella, y luego, de escaleras abajo, aquello fue un desastre que quedó presente en la imaginación del pobre chico durante toda su vida.

Con decir que D. Lorenzo le entregó a la ferocidad de la tía Nicolasa, autorizándola para imponerle el castigo que juzgara conveniente, previo despojo de las galas de la librea, se comprenderá todo el horror de aquel trágico suceso.

-¡Sapo! -gritaba Nicolasa en el colmo de la ira-, ven acá: ¿te has creído que el traje de la señorita es algún estropajo? No puede por menos de haberlo hecho de intento, Sr. D. Lorenzo; este muchacho tiene malas ideas.

-Es preciso quitarle la casaca, porque no creo que la señorita consienta en que le sirva más este sabandijo -dijo el mayordomo.

Esto era más de lo que había soñado la tía Nicolasa en el delirio de su venganza. ¡Despojar a Pablillo de su encantadora librea! ¡Quitarle una a una todas las prendas en presencia de los criados, de los niños, de las gallinas y pavos del corral! La ceremonia de la exoneración fue cruel para el pobre huérfano. Un chico le tiraba de una manga; otro satisfacía su deseo de tantos días quitándole el sombrero y poniéndoselo para dar dos paseos por la huerta; aquél le empujaba   —93→   hacia adelante; éste hacia atrás; uno le arrancaba un botón; estotro pugnaba para arrancar el corbatín, y la tía Nicolasa presidía este tormento riendo y acompañando cada estrujón con sus apodos y calificativos más usados, tales como «sapo, zamacuco, escuerzo, lagartija, avefría, D. Guindo, espantajo, etc.».

Los chicos se repartieron con febril alegría el botín. Tener en sus manos aquellos botones, entrar los brazos en aquellas mangas galonadas, era más de lo que los pobres vagabundos del corral podían soñar. Su madre les dejó gozar un momento de la posesión de aquellos ansiados objetos, y después los recogió y guardó, temiendo que el escudo de la casa se profanara con el fango y el estiércol.

Al huérfano se le puso su antiguo vestido, modificado con alguna prenda inútil de los hijos de la tía Nicolasa, y descendió a lo más bajo de la escala social entre la servidumbre. Esto, lejos de ser una pérdida habría sido ventaja si hubiera cobrado su libertad y si la mirada despótica de la arpía no estuviera constantemente fija en él, pidiéndole cuenta de todos sus actos. No podía entregarse al juego, porque los demás chicos le hacían objeto de burlas, sin duda por la capitis diminutio que había sufrido. Si rodaban por el suelo, venían todos en procesión lloriqueando para decir a su madre que Pablillo les había empujado. Se le obligaba a estar sentado en un rincón mientras saltaban los otros, y cuando se repartía alguna golosina nunca le tocaba a Pablillo más que el pezón o el hueso, si era fruta, o el papel que servía de envoltorio si era dulce o pastel.

En esta vida el pobrecillo no cesaba de mirar al cielo y a las ventanas del camarín de su señorita, echando de menos los instantes que pasaba allí metido dentro de su uniforme, preso, pero con dignidad y sin recibir ultrajes. Un domingo sintió bajar a Susanita para ir a misa; púsose junto a la escalera, esperando que al bajar le dijera alguna cosa; pero la dama ni siquiera miró al pobre muchacho, que sintió un dolor inmenso por este desaire, mucho más cuando vio que detrás bajaba el mayor y más antipático de los muchachos, sus rivales, vestido con la historiada librea, desempeñando el papel de paje con más gravedad que él. ¡Y el nuevo rodrigón pasearía las calles de Alcalá deslumbrando a todo el pueblo con el fulgor de sus botones! ¡Y extendería en San Diego el tapiz para que se sentara madama! ¡Y presenciaría en el silencio del camarín las operaciones del tocador, contemplando en el espejo la   —94→   divina imagen de la señorita! ¡Oh! Pablillo no pudo resistir la aflicción que estas consideraciones le producían, y fue a ocultar sus lágrimas en el último rincón del corral.




IV

El hijo del desgraciado Muriel no había pensado nunca en el límite que pudiera tener aquella triste y enfadosa existencia, ni en las probabilidades de cambiar de destino. Pero una mañana se paseaba por el corral, en el momento en que el tío Genillo abría la gran portada para salir con sus cuatro pares de mulas al campo. Pablo se asomó y extendió su vista por la llanura; a lo lejos vio la sierra; la carretera se extendía ondulando por el vasto terreno. El aire que refrescó su rostro en aquel momento le produjo agradable sensación; estaba extasiado contemplando la inmensidad que tenía ante la vista, y su deseo hubiera sido recorrerla toda hasta llegar a las montañas. Cerró el tío Genillo, dejándole dentro: mas no por eso se borró de la imaginación del pobre chico el espectáculo del campo, bajo cuya forma quedó grabada en su mente la idea de libertad. Desde entonces pensó mucho en aquello. Salir solo y sin estorbo, recorrer el camino, hablar con los transeúntes, dormir bajo un árbol, comer lo que encontrara, beber en los arroyos, no dar cuenta a nadie de sus acciones, saltar y brincar sin cansarse nunca, reírse a sus anchas de la tía Nicolasa; estas ideas se sucedían, repitiéndose en infinito encadenamiento y fatigando su fantasía. Quien no sentía el lazo de ningún afecto, quien era rechazado por todos y no conocía los goces del hogar, no podía menos de sentir inclinación a la vida vagabunda. Pablillo estaba entonces en condiciones para ingresar en la carrera de los saltimbanquis, de los mendigos, de los salteadores de caminos.

Mientras la idea de emancipación iba elaborándose en su entendimiento, le ocurrió un percance tan terrible como el de la mancha de aceite. Cierto día que vagaba por la huerta miró al suelo y vio un aro de metal. Recogiolo, y examinándolo atentamente creyó que era cosa de escaso valor, y lo hubiera arrojado de nuevo si no se le ocurriera jugar y enredar con él, como hacen los niños con todo objeto que se les viene a las manos. Mas cansándose luego, se lo guardó en el bolsillo, no acordándose más de aquella baratija en todo el día. Al siguiente, la tía Nicolasa amaneció   —95→   gritando y amenazándole con abrirle en canal si no renunciaba a sus raterías.

-¡Sapo, mal bicho! -exclamaba corriendo tras él-. Tú has sido, tú, que eres de casta de ladrones.

-¿Qué hay? ¿Qué es eso? -dijo D. Lorenzo, que a la sazón llegaba.

-¿Qué ha de ser? -contestó la mujer-, sino que echo de menos mi rosario de plata que me regaló la señorita el año pasado, y este hormiguilla debe habérmelo quitado. ¿Pues no sabe usted que anteayer le encontramos tres ochavos? ¿Y el otro día, que nos quitó cuatro almendras de las que tenía guardadas en el cajón, y después el seis de oros de la baraja? Es mucho sabandijo el que tenemos en casa. Un día nos quita hasta el modo de andar. Y eso que desde que entró aquí, todo lo tengo guardado bajo llave.

-A ver, zascandil, ¿has cogido tú el rosario de la tía Nicolasa? -dijo Segarra apoderándose de una de las orejas del rapaz como fianza para poderle imponer castigo en caso afirmativo.

-Yo, no señor -contestó Pablillo, preparándose a llorar.

-A ver: regístrele usted.

La tía Nicolasa metió su mano en la faltriquera de los desgarrados calzones que vestía el huérfano y lanzó un grito de horror al sacar de ella el aro que aquél se había encontrado en la huerta.

-¡El brazalete de la señorita! -exclamó.

-¡El brazalete de la señorita! -dijo D. Lorenzo, y ambos se quedaron con la boca abierta contemplando la fatal prenda.

-¡El brazalete que se le perdió la semana pasada!

-¡Y ella creyó que se le había caído en la calle!

-¿Qué le parece a usted, Sr. D. Lorenzo?

-¿Qué le parece a usted, tía Nicolasa?

Pablillo leyó en las miradas de uno y otro el más terrible y ejemplar castigo. Por de pronto, y sin esperar a que el mayordomo tomara la determinación que aquel grave caso requería, la tía Nicolasa se explayó, dándole tantos azotes, que los gritos obligaron a la señorita a asomarse a una ventana. Pablillo volvió hacia ella sus ojos inundados de lágrimas, esperando oír una palabra que le librara de tan inesperado tormento; pero la dama, informada de que su joya había parecido, se retiró de la ventana. Hasta los oídos del conde llegó la noticia del caso, y dijo que ya le mortificaba la presencia de aquel muchacho en su casa, y que era preciso, o imponerlo los fuertes castigos que merecía, o enviarle a un asilo. Don Lorenzo enseñaba a todos el   —96→   fatal cuerpo del delito, diciendo: «De tal palo tal astilla. Bien decía yo que éste tendría las mismas uñas que su padre».

Todo aquel día, la aflicción y desconsuelo de Pablillo no son para contados. Aunque niño, sentía lastimado su honor y no podía tolerar que le llamasen ladrón. La insolencia de los chicos no tenía ya límites; la tía Nicolasa no se aplacaba, ni aun viéndole abatido y humillado; y D. Lorenzo le hacía minuciosa reseña de los castigos que se le iban a imponer. Él hubiera deseado tener ocasión de arrojarse llorando a los pies de la señorita para decirle que él no había robado la alhaja, seguro de que le creería. Pero esto no fue posible, y por todas partes no escuchaba sino comentarios más o menos terribles de su supuesto crimen. No había bicho viviente en la casa que no le maltratara e injuriara, y hasta las gallinas le parecía que cacareaban su deshonra.

Hay, sin embargo, que hacer una excepción en los sentimientos de la servidumbre para con Pablillo; había un ser, uno sólo, que tenía amistad con el pequeñuelo, era el tío Genillo, viejo sexagenario y enfermo, intendente general de las mulas. Este infeliz, que era considerado como el último de los sirvientes, se ponía siempre de parte del niño Muriel, cuando se discutía su criminalidad en un círculo de arrieros y mozos; le trataba con cariño, y hasta le contaba algunos cuentos, cuando Pablillo iba por las mañanas a la cuadra a contemplarle en el desempeño de sus elevadas funciones.

La idea de la emancipación continuó fascinando al huérfano todo aquel día. Cada vez le era más insoportable la vida en aquella casa, y el campo con su prodigiosa y vasta extensión, la perspectiva de la sierra y la longitud del camino, que parecía no acabar nunca, lo atraían cada vez con más fuerza. Por la noche, en el momento de acostarse, todo esto le preocupó hasta el punto de quitarle el sueño, contrariando la común ley de la Naturaleza, que cierra los párpados de los niños y les quita en una noche todas las angustias del día. Pero también es cierto que en los niños, cuando se ven privados de todo afecto, cuando su destino les arroja al mundo solos y desamparados, se desarrolla una prematura actividad de espíritu. El instinto de buscar la vida y la felicidad que se les niega, les lleva a acometer empresas para ellos gigantescas, y que en situación normal jamás hubieran podido idear. Movido Pablillo, a pesar suyo, por aquella temprana actividad de su espíritu, hija del desamparo en que vivía, resolvió fugarse   —97→   al día siguiente. No pensó a qué punto iría, ni qué iba a ser de su existencia errante y sin techo; sólo pensó en echar a andar por aquel camino, y en alejarse mucho para no ver más a la tía Nicolasa, ni al monstruo del mayordomo.

Durmiose al fin el pequeño aventurero, y en su sueño no dejó de ver el inmenso campo, la sierra y el camino sin fin que había de recorrer al día siguiente. Soñaba con su libertad, que se lo representaba en mil formas diversas, pero siempre risueña y embellecida por la idea de una providencia que le daría pan que comer, agua que beber, sitios deliciosos en que retozar y maravillosos espectáculos en que recrear la vista. La imagen siempre hermosa de la señorita se mezclaba a este calidoscopio, que daba mil vueltas en la fantasía del huérfano durante toda la noche que precedió a su fuga.

Amaneció, y muy quedito se vistió y se fue derecho al corral. El fresco de la mañana le produjo un bienestar inefable. Con mucho trabajo desatrancó la puerta que daba al camino, y salió como los pájaros, solo, a recorrer la tierra en busca de libertad, sin saber adónde iba, ni dónde podría encontrar alimento; sin pensar en mañana, ni acordarse de ayer. El pequeño caballero andante corrió apresuradamente al salir de la casa, y no se detuvo hasta después de avanzar gran trecho. Entonces, seguro de que nadie le seguía, se paró, miró atrás, y se rió mentalmente de la tía Nicolasa y de la librea que había perdido; dio dos o tres brincos, saltó y retozó, emprendiendo después más tranquilo su marcha por el antiguo y conocido campo de Montiel (aunque no era verdad que por él caminaba).






ArribaAbajoCapítulo VI

De lo que Muriel vio y oyó en Alcalá de Henares



I

Veamos lo que pasaba en la ilustre casa de Cerezuelo cuando Martín se presentó en ella, es decir, un mes después de la escapatoria del pobre Pablillo y a los cinco días de ocurrir en la Florida la escena que referimos en el capítulo IV. Susana se había marchado a Madrid cansada de la soporífera vida de Alcalá, por lo cual estaba inconsolable   —98→   el conde, y muy contento, aunque en apariencia triste, el Sr. D. Lorenzo Segarra, que no gustaba de perder con la presencia de la señorita alguna de sus omnímodas funciones. El conde no cesaba de escribir a su hija un día y otro suplicándole fuese de nuevo a vivir con él; mas ésta creía cumplir con exceso los deberes filiales acompañando al pobre viejo algunos meses del año. ¿Cómo era posible que ella dejara sus estrados, sus tertulias, sus bailes, sus excursiones al Prado y a la Moncloa, el perpetuo triunfar de su existencia divertida y risueña por las soledades, de la antigua ciudad del Henares, donde no tenía otro motivo de ostentación que la misa de San Diego los domingos, y alguna que otra tertulia de confianza en la casa de tal prócer, reunión donde unos cuantos viejos iban a dormirse o a jugar un insulso mediator? Por estas consideraciones Susana no hacía caso de las epístolas paternales, y dejaba que el conde se aburriera de lo lindo en su palacio, viendo llegar con pavor y sobresalto aquel mañana de su muerte, que a fuerza de ser profetizado ya no podía estar lejos.

El anciano leía una tarde, como de costumbre, su Flos sanctorum y se extasiaba con los milagros de San José de Calasanz, cuando vio entrar azorado y con precipitación a D. Lorenzo Segarra, que le dijo:

-Señor, no sé si dar parte a usía de lo que ocurre.

-Pues qué, ¿qué hay? ¿Ha venido Susana? ¿Hay noticias de ella? -contestó con ansiedad Cerezuelo-. ¡Oh, Lorenzo, yo no puedo estar sin Susana, yo me muero de dolor cuando ella no está aquí!

-No, señor; no es nada de eso -dijo el mayordomo sin desarrugar el ceño.

-Nada me puede interesar. Déjame.

-¡Ah, señor: si usía supiera quién está ahí!

-¿Quién? Por vida de... ¿Quién está ahí?

-El hijo de Muriel, señor. ¡Ha visto usía mayor insolencia!

-¿Pablillo?

-No, señor, el otro, el mayor.

-¿Cuál? ¿Pues no había muerto? -dijo el amo con sorpresa.

-Así se creía; pero, o ha resucitado, o fue mentira que muriera. Ahí está y dice que no se marcha sin hablar con usía.

-¡Conmigo! -exclamó el conde con cierto terror.

-Sí, señor. Usía no recuerda la otra vez que estuvo en esta casa. Es la única ocasión en que le hemos visto, y por cierto que nos dio un mal rato.

  —99→  

-Y ¿qué busca? Si pide una limosna, dásela y que vaya con Dios.

-No quiere limosna; lo que quiere es hablar con usía para un asunto importante.

-¿Qué te parece? -preguntó perplejo Cerezuelo-. ¿Debo recibirle?

-Yo creo que usía debe ponerle de patitas en la calle. Con todo, como es tan bárbaro...

-Bien: le hablaremos; que entre. Si se obstina en que me ha de ver, todo sea por Dios. Tráele acá.

Fuese D. Lorenzo y al poco rato volvió con Muriel, que se inclinó con respeto ante el conde y permaneció en pie, esperando que se le mandara sentarse. Pero ni el conde ni su administrador le mandaron tal cosa.

-¿Qué es lo que usted me tiene que decir? -le preguntó Cerezuelo con altanería.

-Con dos objetos he venido -contestó gravemente y algo impresionado Martín-: a recoger a mi hermano y a suplicar a usted me pague los noventa mil reales que adelantó mi padre por las rentas de Ugíjar, y que no se lo pagaron ni antes ni después de ser preso.

Después de una breve pausa en que el conde consultó con la mirada a su mayordomo, delante de él sentado, respondió:

-Pablillo se fugó; era un rapaz de muy malas inclinaciones, y tan ingrato, que abandonó esta casa a pesar de que se le trataba a cuerpo de rey. Ni sabemos dónde para ni lo hemos averiguado, porque a la verdad el chico no es para buscado. En cuanto a lo segundo, yo no sé cómo viene usted a pedirme esa cantidad, cuando su padre debía haberme entregado a mí sumas cien veces mayores, por las pérdidas que tuve en su administración, y no quiero hablar de la causa que tuvimos que formarle por...

-Por... por... No creo que usted pueda decir fijamente por qué -dijo Muriel-. Pero, en fin, no hablemos de eso; yo no vengo a acusar a nadie.

-Y aunque viniera a eso -dijo en tono de reprensión Segarra-, no habíamos nosotros de permitírselo.

Muriel ni siquiera miró al que le había interrumpido, y continuó:

-Yo no vengo a acusar. Mi padre no aborreció jamás a sus perseguidores, y yo, aunque no perdono tan fácilmente como él, creo respetar su memoria no hablando del asunto de su causa.

-Hace usted bien; lo mejor que puede hacer usted es callar -dijo D. Lorenzo, interrumpiéndole de nuevo.

  —100→  

-Por lo tanto -prosiguió Martín sin mirarle-, yo dejo a un lado los motivos de su prisión y vengo a mi objeto. La deuda cuyo pago solicito está reconocida por una carta que escribió usted a mi padre hace cuatro años, y en la cual le da las gracias por su anticipo. Es anterior al proceso: entonces no tenía usted motivo alguno de queja; ¿qué razón hay para no pagarla?

-¿Oyes, Lorenzo? -preguntó el conde a su mayordomo.

-Oigo, señor, y me admiro de que usía tenga paciencia para oír tales cosas.

-¡Ah, señor conde! -dijo Martín con gravedad-; en un tiempo mi padre era muy querido de usted, que elogiaba su probidad y su desinterés. Nadie hubiera creído entonces la crueldad que más tarde había de emplearse en él, ni mucho menos que después de muerto se le negaría esta miserable cantidad, necesaria para pagar las pequeñas deudas que contrajo en su última desgracia.

-Pero hombre de Dios -repuso el conde, alterándose mucho-, ¿y las inmensas sumas que yo debí percibir de mis rentas de Granada, y que han desaparecido, dando ocasión a la sospecha de la criminalidad de D. Pablo, y, por lo tanto, de su prisión? ¿No es esto, Lorenzo?

-Hasta ahora, que yo sepa, la causa de su prisión fue la supuesta falsificación de un documento -contestó Martín.

-¡Ve usted! Ya va saliendo el enredo, y eso que se había usted propuesto no tocar ese asunto. Además de lo que usted ha dicho, hay también desfalcos y substracciones que espantan por lo... ¿No es verdad, Lorenzo?

A todas las preguntas de su amo, anunciando la abdicación que éste había hecho de su voluntad y hasta de su opinión, contestaba el mayordomo haciendo indicaciones afirmativas y gestos de impaciencia.

-Señor -dijo Martín con un esfuerzo de humildad- yo no contradiré a usted en eso, aunque mucho podría decirle sobre tales desfalcos y substracciones. Paso por todo; bajo la frente ante las injurias y pregunto a usía si cree justo, con la mano puesta sobre su corazón, negar el pago de una deuda como esa, enteramente extraña al proceso; a un proceso, entiéndase bien esto, que no ha sido sentenciado.

-Vamos, me ha de marcar usted hoy -dijo el conde con mal humor-. Yo no estoy para disputas. Ya me parece que he tenido bastante consideración con usted recibiéndole y oyéndole. ¿Qué te parece, Lorenzo?

-Muy bien dicho -contestó el intendente-. Este joven no sabemos qué se habrá figurado. Reclamar el pago de   —101→   una cantidad insignificante, cuando su administración quedó en descubierto por más de un millón. ¡Quién sabe dónde está ese dinero!

-Eso, eso. ¡Quién sabe dónde está ese dinero! -repitió el conde entusiasmado con el razonar de su celoso subalterno-. No extrañe usted que le llame a declarar la cancillería, porque es de suponer que usted estuviera enterado de los proyectos de su padre.

-Eso, eso, muy bien. Ándese usted con cuidado -añadió D. Lorenzo, admirado de ver tan elocuente al conde.

-¿También me quieren procesar a mí? -dijo Muriel con ironía-. Yo no soy tan bueno como mi padre; yo, inocente como él, no me dejaría conducir a una cárcel con tas manos atadas, a la manera de los ladrones y de los asesinos.

-Esto no se puede sufrir -exclamó D. Lorenzo-. ¿No ve usía, señor, cómo nos amenaza?

-Contéstale tú, Segarra, que yo me he acalorado y estoy fatal del ahogo -dijo Cerezuelo.

-Yo no he venido a hablar con el Sr. Segarra -dijo Martín-, sino con el señor conde. Al Sr. Segarra no le tengo nada que decir, ni sé por qué se toma la libertad de interrumpirme.

-¿Oye usía, señor? -preguntó el mayordomo a su amo, que rojo y convulso a causa de la tos, no podía contestarle.

-Usted es una persona a quien yo no deseaba encontrar aquí -prosiguió Martín con dignidad-. Al mismo tiempo, no sé cómo usted tiene valor para mirarme. ¿Es de tal naturaleza el Sr. Segarra, que al verme no trae a la memoria algún recuerdo que le atormente? Si es así, es preciso confesar que es usted peor de lo que yo me había figurado.

-¿Oye usía, señor, qué insolencia? -preguntó el intendente a su amo, que contestó con la cabeza.

-Al verme -continuó Martín-, ¿no recuerda usted que me conoció de niño, cuando mi padre le protegía y le daba tan grandes pruebas de amistad? ¡Cómo podía figurarse el pobre viejo que aquel amigo sería más tarde autor de su perdición y deshonra, valiéndose para esto y para extraviar el ánimo de su amo de las más bajas calumnias! No dude el señor conde que tiene una gran alhaja en su casa.

-Pero señor, ¿usía ha oído bien? -preguntó de nuevo D. Lorenzo a su amo, que después de la excitación del diálogo estaba profundamente abatido.

-Yo creía -añadió Martín- que usted, por ser don   —102→   Lorenzo Segarra, no dejaría de ser un hombre, y al verme tendría el decoro de sonrojarse; o por lo menos callar, ya que ha tenido el valor de insultar la memoria de mi padre poniéndoseme delante.

-¡Señor conde, señor conde!... -exclamó el aludido, volviéndose hacia su amo en ademán suplicante-. ¿Mando buscar al alcalde de Alcalá para que castigue a este hombre?

Pero el conde, sacudido por otro violento ataque de tos, se contraía y ahogaba en su sillón sin poder articular palabra.

-¿Y usted será tan imbécil -continuó Martín, más agitado cada vez-, usted será tan imbécil que no me tenga miedo? Cree usted que sólo Dios castiga a los perversos. No; no viva usted tranquilo, D. Lorenzo. Hará usted mal, habiendo cometido tantos crímenes. Envidie usted al que murió en la cárcel de Granada; no duerma usted, tiemble al menor rumor, y no crea que tan sólo merece desprecio como los reptiles asquerosos.

Segarra estaba aterrado; sentíase moralmente débil en presencia de Muriel, y mirando con sus espantados ojos ya al joven, ya al conde, pedía a éste el concurso de su benevolencia para confundir al insolente. Por fin, el conde pudo hablar, y con voz entrecortada, dijo:

-Yo creí que usted respetaría al señor como a mí mismo. Bien me dijo él que no debía recibirle. Marchese usted de aquí inmediatamente. Yo no tengo que pagarle a usted deuda ninguna. Bastantes desazones me dio su señor padre, y demasiado prudente soy cuando no mando a mis criados que le arrojen de aquí...

-Eso, eso es... muy bien dicho -dijo la víbora de don Lorenzo reanimándose.

-No sé cómo hemos tenido paciencia para escucharlo -continuó Cerezuelo-. ¡Qué manera tan singular de pedirme que le proteja! Viniendo de otra manera, yo le hubiera dado una limosna... Pero yo no puedo hablar; Lorenzo, contéstale tú.

-Señor -dijo Martín-, mi irritación ha sido con este miserable, autor de todas las desdichas de que hemos sido víctimas. Él ha forjado mil calumnias, ha fingido cartas, ha comprado testigos falsos, hizo creer a mi padre que yo había muerto, ha sobornado a los jueces, ha supuesto descubiertos que no existen, ha tejido una red espantosa en que usted, usted ha sido cogido el primero.

-¡Señor, señor! ¡Es preciso prender aquí mismo a este malvado! Voy en busca de la justicia -exclamó Segarra, levantándose con la mayor agitación.

  —103→  

-Aguarda -dijo Cerezuelo-. Salga usted de aquí. Échale, Lorenzo, échale.

-Sí, me voy -contestó Martín, con la imponente serenidad del verdadero encono-. Yo creí que jamás volvería a entrar en casa de los poderosos. He sido un necio al esperar justicia de quien nos ha oprimido y deshonrado. Vosotros sois capaces de prenderme, de perseguirme, de darme una muerte lenta y cruel en una cárcel, teniendo por verdugos a los infames curiales que corrompéis y compráis. Si yo no me creyera obligado a buscar al pobre niño que habéis desamparado, me entregaría a vosotros, fieras implacables. Es lo mejor que podría hacer quien no tiene fuerza para arrojaros de una sociedad que estáis envileciendo.

-¡Échale, Lorenzo, échale! -exclamó el conde, en un nuevo estremecimiento de tos convulsiva.

-Salga usted... Llamaré a los criados -dijo D. Lorenzo, haciendo prodigios de valor y desahogando su furor, contenido hasta entonces por la cobardía.

Temía el infeliz mayordomo (que en su persona como en su carácter tenía los caracteres de la zorra) que Muriel expresase en hechos su cólera vengativa; pero el joven, dirigiendo a uno y otro miradas de desprecio, les volvió la espalda y salió sin precipitación. Nadie le detuvo al recorrer los pasillos y el patio, porque a las regiones de la servidumbre no llegaron las desentonadas voces de los contendientes. El mayordomo no pudo seguir tras él porque la violenta tos del conde degeneró en un repentino ataque, y el pobre señor quedó tan sofocado como si invencible obstáculo impidiera en su garganta toda función respiratoria.




II

Martín se alejaba ya de la casa, cuando vio que por el ancho portal de la huerta salía un viejo, caballero en una mula y llevando otra del diestro. Acercose a él y le preguntó:

-¿Es usted de la casa?

-Sí señor, de la casa soy, para lo que guste mandar -contestó el tío Genillo-, y aunque no lo fuera no importaba gran cosa, porque va para treinta años que estoy en ella y maldito lo que he medrado.

-¿Conoció usted a un niño que enviaron aquí hará dos meses?... -preguntó Martín con mucho interés.

-Toma, Pablillo; ¿pues no le había de conocer? -contestó   —104→   el tío Genillo, moderando el paso de sus mulas-. ¡Y poco listo que era el rapaz, en gracia de Dios!

-Se marchó de la casa. ¿No sabe usted dónde se le podría encontrar? -preguntó Martín-. ¿No sabe dónde ha ido? ¿Nadie le ha visto?

-Le diré a usted: yo quise averiguarlo, y pregunté a varios conocidos que vinieron a la casa aquel día; nadie lo ha visto; sólo en la venta que está en el camino real como vamos a Meco, me dijeron que habían visto pasar un muchacho de las mismas señas, y que les había pedido agua; pero ni jota más supe. La verdad es que lo sentí, porque Pablillo se dejaba querer, y yo le tenía cierto aquel. Pero la perra de la tía Colasa y ese culebrón de D. Lorenzo le traían al retortero con un uniforme como de tropa que le pusieron... vamos al decir, una librea con botones de oro. Pues es el caso que, como iba diciendo, no pasaba día sin que le dieran dos o tres zurras en aquel cuerpecillo, como si fuera costal de paja, y el pobre, al fin, no quiso más palos y se fue a correrla por esos caminos.

-¿Y le trataban mal? -dijo Martín, volviendo el rostro para contemplar la casa, que ya estaba algo distante.

-¿Mal? Pues digo; todavía no se había perdido en la casa una barajita cualquiera, ya le estaban registrando para ver dónde la tenía, diciendo: «Este es de casta de ladrones». A bien que si usted conociera a D. Lorenzo Segarra no me había de preguntar cómo trataba a Pablillo. ¡Ah, mala landre se lo coma! Yo le conocí arreando estas mismas señoras mulas que llevo al abrevadero. ¡Y qué humos ha echado el tío Segarra! Si el amo no tuviera las seseras cuajadas, ya vería las artimañas de este hormiguilla. Como que según dicen, al amo le ciega los ojos, y allá a cencerros tapados hace él su negocio.

Muriel no contestaba ni con monosílabos a la charla abundante del tío Genillo, que tenía la cualidad de desahogarse con el primero que encontraba. Estaba Martín tan alterado por la entrevista anterior, era su cólera tan viva y tan profunda, que no podía atender a las desaliñadas razones del pobre labriego. Revolvía en su mente mil pensamientos; pasaba de la ira al dolor, del abatimiento a la furia, y sólo en rápidas miradas, en violentas contracciones de semblante, en gestos amenazadores, expresaba la honda tempestad de su alma, que casi estaba acostumbrada a no tener nunca bonanza.

-O yo me engaño mucho -dijo el tío Genillo-, o usted es hermano de Pablillo, e hijo del Sr. D. Pablo Muriel, que santa gloria haya.

  —105→  

-Sí, ese soy -contestó Martín sin mirar a su interlocutor.

-Pues como le iba diciendo a usted -prosiguió éste-, Pablillo era más bueno que el oro; sólo que a aquella caribe de la tía Colasa se la come la envidia, y pensaba que la señora iba a traer al muchacho en palmitas. ¡Aquí te quiero ver! Casi revienta cuando a Pablillo le pusieron la librea y andaba tan majo como un rey: que en Alcalá no se había visto otra cosa tan guapa. Pero la señorita no se cuidaba de su paje, y yo creo, acá para entre los dos, que no estaba de más... pues... vamos al decir, que hubiera puesto al chico en donde le enseñaran cosas de lecturas y escrituras; pero quiá... es mucha alma negra aquélla. La señorita tiene unas entrañas de cal y canto, y yo pienso que si viera a su padre asado en parrillas no había de decir ¡ay! No era así su madre la señora condesa, que en Dios está. Le digo a usted que la señorita, como no sea para ponerse rizos cuando viene ese zascandil del peluquero todas las semanas... ¿Creerá usted que en lo que la conozco jamás ha tenido un trapo que dar a los pobres niños de mi hermana la del molino? Ni en la vida se le ha caído de las manos ni esto, para decir, pongo por caso, vamos al decir: «Tío Genillo, tome esto, tome lo otro...». Pues... ni en los días del amo o de ella. En la casa ninguno de la servidumbre la puede ver ni en estampa... Pues no digo nada cuando manda... si parece que los demás no son gentes.

-¿Con que es orgullosa?... -dijo Muriel oyendo con algún interés la charla del tío Genillo, referente a una persona que dos días antes había conocido.

-Es más soberbia que un emperador de la China. El amo, si no fuera que D. Lorenzo le tiene sorbidos los sesos... el amo es bueno, sólo que con sus melancolías no sirve para nada y el otro lo hace todo, y sabe Dios cómo van las cosas; que si el señor conde falta algún día, van a salir sapos y culebras de la administración.

-¿Conque no será posible averiguar dónde ha ido a parar mi hermano? -preguntó Martín más sereno y pensando sólo en la más real de las contrariedades que en aquel momento sufría.

-¡Ca! ¡Sabe Dios dónde estará ese chico! Como alguien no lo haya recogido... ¡Y era tan lindillo! Yo lo decía: «Ten paciencia, Pablo; más que tú aguantan otros y no se quejan, porque les pondrían en la calle, y entonces, ¡ay de mí! Yo arriba y abajo con estas mulas, sin salir de pobre en treinta años. ¿Y qué remedio?... De esto vivimos, que el abad de lo que canta yanta».

  —106→  

-Pues yo no quiero salir de Alcalá sin informarme bien. Puede ser que alguien lo haya recogido.

-Puede; que hay muchas almas caritativas en Alcalá, y no son todos como esta gente de la casa. Le digo a usted, señor mío, que partía el corazón ver al bueno de Pablillo llorando en el corral, perseguido por los chicos y asustado por la tía Colasa, que es un infierno vivo.

-Y diga usted, ese D. Lorenzo, ¿cómo ha llegado a dominar tan completamente a su amo? -dijo Muriel, sin duda porque quería apartar la imaginación de los tormentos de su hermanito.

-El diablo lo sabe. Esta gente grande dicen que se deja engañar más pronto que nosotros. El tal D. Lorenzo tiene mucha trastienda. Lo cierto es que él se ha hecho rico.

-¿Se ha hecho rico?

-Sí; ¿pues no? El amo tiene amagos y vislumbres de loco y pasa en claro las noches rezando y leyendo. La señorita no piensa más que en gastar y en ponerse el petibú y en ir a los saraos. Todo está en manos del tío Segarra, que tiene unas uñas... Se agarra... bien se agarra.

-El conde antes atendía mucho a sus cosas, y aun dicen que era avaro -indicó Martín.

-Sí; pero se ha vuelto del revés. Hoy, como no sea para lamentarse de la señorita, no da señales de vida.

-Pues qué, ¿le da disgustos su hija?

-Toma, pues no sabe usted lo mejor -contestó con maligna sonrisa el tío Genillo-. Cuando doña Susanita marcha para Madrid, el señor conde se pone que parece que se nos va a morir en un tris. Hasta llora como un chiquillo, y los chillidos se sienten en toda la casa.

-¿Y por qué es eso?

-Porque la quiero tanto, que no le gusta sino que esté siempre con él; mas ella es tan perra, que no se halla bien sino dando zancajos por la Corte con los petimetres y las damiselas. Y el pobre viejo se muere aquí de tristeza. Como no hay quien la sujete y es un basilisco la tal señorita...

-¿Y la ama mucho su padre?

-Por demás, hombre. Como que no tiene otra, y ella es así, tan maja y zalamera. Pues había usted de verla cuando están juntos. Según ella le mira, parece que no es su padre y que ha venido al mundo como la hierba. El conde, eso sí, se muere por ella, y pajaritas del aire que se le antojaran...

-¿Y dice usted que la señorita trataba mal a mi hermano?

  —107→  

-¡Por San Justo y Pastor! Como si fuera un animalillo. Pues si le puso un corbatín que parecía, que el pobrecito se iba a ahogar. Y cada vez que hacía mal una cosa le sacudían el polvo, diciéndole mil cosas, sobre si su padre había sido esto o lo otro. Y por fin de fiesta lo echaban al corral para que se pudriera. Vaya, que si no es por el tío Genillo, el pobrecito echa el alma de necesidad y no lo vuelve a contar.

Martín estaba cada vez más abatido. Parecía que el violento arrebato de cólera de aquel día, que no olvidó nunca, lo había dejado insensible, y al oír contar las infamias de que su inocente hermano había sido víctima, inclinaba la frente como si tuviera la certidumbre de una fatal sentencia, escrita en lo alto contra su familia, y ante la cual no era posible más que una conformidad estoica, que él, a fuerza de contrariedades, comenzaba a tener. Algunos de los pensamientos que cruzaron en tropel por su mente serán conocidos tal vez en el transcurso de esta historia. Entonces el abatimiento y la desesperación, la sed de venganza y el recuerdo de su padre agitaban y sacudían su alma, no dejándole tomar determinación alguna.

La conversación del tío Genillo, que un momento inspiró curiosidad por los pormenores que le daba de aquella execrada familia, concluyó por aburrirle desde que comprendió la imposibilidad de adquirir por tal conducto noticias de su hermano. Así es que cuando menos lo esperaba el pobre arriero, y cuando más enfrascado estaba en su prolija charlatanería, Muriel se despidió de él, dejándole con la boca abierta y la palabra en ella, pesaroso de no poder desahogar toda su inquina contra el tío Segarra.

Pasó de nuevo Martín, ya anocheciendo, por la casa de Cerezuelo, y no es decible el horror que le inspiró la pesada y triste mole del edificio, solo en medio de la llanura, proyectando su sombra sobre el suelo; silencioso y obscuro como una tumba, sin la más débil luz en sus ventanas, sin el más insignificante ruido en los patios, a no ser el lejano ladrido del perro de la huerta, demasiado celoso de las riquezas de su amo, para ver un ladrón en las fugitivas penumbras de la noche. Pasó el pobre joven sin detenerse, deseoso de alejarse de aquellos muros que parecían pesarle sobre los hombros, y entró en la ciudad, dirigiéndose a la posada, donde no le fue posible reposar ni estar tranquilo. Toda aquella noche no dejó de articular palabras atropelladas e incoherentes, contestando sin duda a D. Lorenzo y al conde, cuyas voces oía sin cesar, y cuyos semblantes no se borraban de su vista. La enérgica virilidad de su carácter   —108→   determinó en su espíritu un movimiento activo de odio contra aquella gente. Despreciarlos le parecía algo semejante a disculparles. La resignación hubiera sido bajeza. Habían sido tan infames con su padre, tan descorteses con él, tan crueles con su hermano, que la imaginación se complacía en suponerles padeciendo tormentos iguales a los que habían causado. El alma más generosa y santa no se ha eximido en ocasiones iguales de esas venganzas imaginarias que adulan nuestra naturaleza, repitiendo en lo íntimo de nuestro cerebro los lamentos y quejas de los que aborrecemos. Los espíritus rebeldes e indisciplinados no saben sofocar en su pecho el anhelo de venganza; Muriel, a causa de sus raras especulaciones filosófico-políticas, justificaba aquella venganza hasta el punto de creer que respondería a un alto fin social, y era de los que pensaban que una mala pasión puede ser sublimada por el consorcio con una grande idea.

Al día siguiente se ocupó sin descanso en hacer averiguaciones sobre el paradero del errante Pablillo. Visitó los hospicios, los conventos, y especialmente los de mendicantes, porque esperaba que algún lego de los que recorren los caminos con la colecta podía haber encontrado a su hermano. Empleó en estas indagaciones dos días más: contó al alcalde el caso; dirigiose a algunos pastores que habían llegado la noche antes; habló con los panaderos de Meco; fue a este pueblo y preguntó a todos los vecinos uno a uno; recorrió las ventas del camino; volvió a Alcalá, exploró a cuantos trajineros, mozos de mulas y arrieros había en la ciudad, hasta que al fin, viendo que no adquiría la menor noticia ni el más insignificante dato, desesperado y aturdido se volvió a Madrid y a la casa de Leonardo, donde se encontró con una estupenda y tristísima nueva, que el lector no puede conocer en toda su gravedad e importancia sin ver antes los hechos consignados en el capítulo siguiente.






ArribaAbajoCapítulo VII

El consejero espiritual de doña Bernarda



I

Ha llegado el momento de que el lector se encare con la original y espantable efigie del padre Corchón, consejero áulico de doña Bernarda, autor de los catorce tomos sobre   —109→   el Señor San José, y de otras muchas obras que vieran en buen hora la luz pública, si el esclarecido inquisidor tuviera posibles para ello. El reverendo había logrado apoderarse de tal modo del ánimo de su sencilla e indocta amiga, que ésta no daba una puntada en la calceta sin previa consulta, ni echaba tres migas al gato sin resolución anticipada del padre Corchón. Todos los días entre tres y cuatro entraba el eminente teólogo en la casa, donde había adquirido gran confianza; tomaba el chocolate; se hablaba de cosas espirituales y mundanas, enredándolas unas con otras para formar el compuesto de misticismo y chismografía que es común en la gente mojigata. Pasaban revista a las funciones de la semana y a los asuntos de todas las familias conocidas, las cuales solían dejarse un jirón de su honra en las garras de doña Bernarda. Todos los murmullos de la vecindad pasaban al depósito de erudición social que el padre, como buen inquisidor, tenía en su cabeza, y todo esto al suave compás de las citas teológicas y de la devota elocuencia de uno y otro personaje.

Aquel día un acontecimiento extraordinario, inaudito, había perturbado la casa, poniendo en condiciones excepcionales el temperamento de doña Bernarda, y, por tanto, su coloquio con el padre Corchón se salió de la común medida y forma de los demás días. Cuando el grande hombre entró, Engracia estaba encerrada en su cuarto, no menos desconsolada que rabiosa, y su llanto no conseguía ablandar el duro corazón de su madre, que iba y venía de la cocina a la sala, y de la sala a la cocina como una loca. No bien el alto cuerpo del reverendo proyectó su siniestra sombra a lo largo del pasillo, la señora exclamó con ansia:

-¡Ah! Sr. D. Pedro Regalado; no veía la hora de que llegara usted. ¡Qué angustia! Si lo que a mí me pasa no lo cuenta mujer nacida. ¡Santo Dios, ampárame!

-¿Pero que le pasa a usted, señora doña Bernarda? -exclamó el padre sentándose en el canapé y estirando sus largas piernas-. ¿Qué ocurre? ¿Ha repetido el ataquillo? ¡Ah! Sí usted quisiera tomar el caldo de culebras que le he recomendado...

-No es nada de eso, Sr. D. Pedro Regalado -dijo con desesperación la vieja-. No digo yo mi salud, sino mi vida diera por quitarme de encima esta deshonra.

-¡Deshonra! -exclamó el padre con asombro-, deshonra ha dicho usted, señora. Pues eso sí que es cosa grave.

-Sí, señor -añadió su amiga con una especie de lloriqueo-. ¡Deshonra! ¿Quién me lo había de decir?... ¡La que   —110→   ha sido siempre la misma honradez, hija de padres honrados, como no los ha habido desde que el mundo es mundo, verse en este bochorno! ¡Ay, Sr. D. Pedro, consuéleme usted!

-Pero señora doña Bernarda, empiece usted por contarme el cómo, cuándo y de qué manera de ese bochorno para ver de ponerle remedio. ¿Qué ha sido eso?

-¿Qué ha de ser? ¡Engracia!...

-¡Ah!... -clamó el padre con repentino asombro y abriendo su boca, que tardó un buen rato en tomar su ordinaria posición.

-Sí, asústese usted, porque es cosa que da horror. Bien dijo usted que esa niña desventurada nos iba a dar un mal rato.

-En verdad confieso que me he quedado estupefacto, señora.

-¡Qué ingratitud, Sr. D. Pedro, yo que no tenía otro fin que hacerle el gusto en todo!

-Sin embargo, siempre le dije a usted que su hija tenía demasiada libertad. Es preciso atar corto a la juventud, doña Bernarda. Usted es demasiado bondadosa, demasiado tolerante -afirmó el padre abriendo de nuevo toda su boca.

-¡Ah! -dijo doña Bernarda, recordando algo que tenía olvidado-. Con estas angustias que paso, me había olvidado del chocolate. Figúrese usted cómo estará mi cabeza, cuando lo principal...

-Ciertamente, esas cosas...

Mientras la solícita dueña va en busca del chocolate, el lector se queda a solas con el padre Corchón y no podrá menos de fijar su vista observadora en tan insigne personaje, lumbrera de la Santa Inquisición. Era D. Pedro Regalado un hombre de gigantesca estatura, moreno, como de cuarenta y cinco años, algo cargado de espaldas; de cara larga, con fuertísima, espesa y mal afeitada barba obscura que le sombreaba los carrillos; de boca cavernosa, afeada por la más desagradable dentadura, grandes y negros ojos bajo pobladísimas cejas, y unas poderosas manos que pedían a toda prisa un azadón. Vestía con notable desaliño, y aunque no era poeta podía aplicársele el balnea vitat de Horacio, pues la transpiración, abundante de sus saludables y siempre activos poros no sólo daba a su cara un perenne barniz, sino que había puesto señales indelebles en su collarín invariable, comunicando a toda su persona, y especialmente a la sotana, sin duda por el roce de las palmas de las manos, un lustro no suficiente a disimular lo raído   —111→   y verdinegro de la tela. Añádase a esto el hábito de gastar tabaco en polvo, y la periódica exhibición de sus grandes pañuelos de cuadros rojos y negros, y se tendrá idea de la ordinaria y pringosa estampa de D. Pedro Regalado Corchón.

Nada diremos de su inteligencia, porque ésta la irá mostrando él mismo en el diálogo siguiente:

-Pues cuénteme usted, señora, cómo ha sido eso -dijo tomando de manos de su amiga el perfumado soconusco.

-Es preciso empezar de atrás, porque lo que hoy he descubierto... ¡sí, todavía estoy horrorizada!... lo que hoy he descubierto no se comprende sin saber... Es el caso que anteayer fuimos de merienda a la Florida. ¡Ah!, bien recuerdo que usted, aunque no me dijo nada, no puso buena cara al saber que íbamos de fiesta.

-Precisamente era día de San Miguel, en que Patillas anda suelto -contestó el padre tragándose el primer sorbo de chocolate, después de soplarlo.

-¡Ay!, no fui yo con gusto, porque me daba la corazonada de que algún castigo me había de dar el Señor. Pues bien: fuimos, y al poco rato de estar allí viene el abate don Lino con dos caballeritos... ¡qué par! Pero a mí... desde que les vi, dije: «Estos son cosa buena». Figúrese usted, Sr. D. Pedro Regalado, cómo me quedaría cuando oigo que uno de ellos empieza a soltar unas herejías por aquella boca... ¡Santo Cristo de Burgos! Yo no puedo repetir los horrores que oí aquel día. No sé qué dije yo de Napoleón, cuando el tal hombre, que juraría tiene el mismo enemigo en el cuerpo, vomitó tantas atrocidades... habló de los frailes y los puso de vuelta y media; y después de la santísima religión, y de qué sé yo... Pero cuando me horripilé fue cuando dijo que usted era un hombre bestial.

-¿Me conoce, me conoce? -dijo más orgulloso que indignado el padre Corchón.

-¿Pues yo lo sé? Ellos parecían así como ingleses.

-Es que habrán leído algunas de mis obras traducidas a esa lengua.

-Pero ¿las ha puesto usted en letras de molde?

-No, mas las he prestado manuscritas a algún amigo, que puede haber sacado alguna copia para mandarla a Inglaterra o a Londres.

-No sé; lo cierto es que dijo que era usted un hombre bestial. Esto no puede ser sino la envidia.

-Figúrese usted: esos protestantes hablan mal de nosotros y nos injurian porque no saben contestar a nuestros argumentos. ¿Y hablan el español?

  —112→  

-Como un oro, ya lo creo; y decían ser españoles que venían de todas las Cortes de Europa, de París y la Meca, y qué sé yo...

-Pues entonces traerán la peste de la Filosofía -dijo con ira, pero con serenidad el padre-. Si no tuviéramos un Gobierno tan descuidado para la religión como el de ese Sr. Godoy, ya veríamos dónde iban a parar sus filosofantes. Pero, en fin, aunque atado de pies y manos, el Santo Oficio hace todo lo que puede.

-Pues todavía falta lo peor -continuó doña Bernarda dando un suspiro-. Mientras aquel herejote excomulgado decía tales patochadas, el otro estaba cotorreando con Engracia; pero con tanta intimidad, que a mí un sudor se me iba y otro se me venía mirándoles. Luego, Pluma estaba tan alicaído que parecía una calandria, y no le decía una palabra a Engracia, dejando al otro charlar con mi hija, como si toda la vida se hubieran conocido. Yo estaba sobre ascuas, y tenía en todo el cuerpo una hormiguilla...

-¿Y no se ocultaron ni se perdieron entre los árboles? -preguntó con sumo interés Corchón, que en todos los casos amorosos buscaba siempre lo peor.

-Aguarde usted, no señor; aunque se retiraron yo no les perdí de vista. Bailaron juntos y se pasearon por las alamedas, apartados de los demás, pero... a la vista.

-Respiro -dijo el clérigo tranquilizándose.

-Aquella noche casi me como a Engracia en la reprimenda que le eché, y tal fue mi furia que no pude rezar mis oraciones de costumbre, por lo que espero ser absuelta en gracia de las penas que padezco.

El eclesiástico hizo con los ojos una mística señal que indicaba la transmisión del perdón divino.

-Yo me figuraba que allí había gato encerrado -continuó la señora-. ¡Figúrese usted cómo me quedaría esta mañana al adquirir la certeza de que aquel hombre era un novio que tiene Engracia desde hace algún tiempo, y que le escribe cartitas y le ve en las iglesias!

-¡Señora! -bramó Corchón con el mayor asombro.

-De modo que toda nuestra previsión y cautela en esta deshonra ha venido a parar.

-Sin embargo -añadió el clérigo-, cuando las personas son tan bondadosas como usted y tan tolerantes... Doña Engracita tenía demasiada libertad.

-¡Demasiada libertad! -dijo doña Bernarda-. Es que no hay cerrojos que valgan cuando hay inclinaciones... ¡Ah! -añadió vertiendo una lágrima-. ¡Si el que pudre levantara la cabeza y viera esta deshonra!... ¡Pobre esposo mío!   —113→   ¡Oh!, yo no puedo resistir esta agonía! Padre Corchón, consuéleme usted.

-¿Y cómo ha averiguado usted esos horrores?

-Por una carta que le he descubierto esta mañana a la niña. Ella se quedó como muerta. ¡Ah, cuando leí el tal papel no sé qué me dio!

-A ver, a ver esa carta.

Doña Bernarda puso en manos de su confesor y consejero el fatal documento, que a la letra leyó, haciendo caso omiso de las fórmulas amorosas.

«Ya me figuraba yo que esa acémila del padre Corchón (¡acémila!, ¡ha visto usted mayor irreverencia!) -repitió el clérigo interrumpiendo la lectura- es la causa de todas nuestras penas. Es terrible pensar que un clérigo soez, ignorante y glotón... (¡glotón yo -dijo-, que ayuno los siete reviernes!) se haya introducido en tu casa para embaucar a tu buena madre y martirizarte con sus mojigaterías. Pero no te dé cuidado, que yo pondré remedio a todo (no te dé cuidado a ti -dijo doña Bernarda-, tú sí que las vas a pagar todas juntas) si tú me ayudas y te resuelves a dejar tu apocamiento y timidez. A ese clerigón hambriento y necio es preciso espantarle de la casa, para lo cual yo y mi amigo vamos a inventar cualquier estratagema que te hará reír de lo lindo».

-Pero, señora -dijo D. Pedro suspendiendo la lectura-, esto es espantoso. Estamos sobre un volcán: las furias del infierno se han desatado sobre esta casa. ¿Qué estratagema es ésa contra mí?

-¡Ah!, yo estoy tan sobrecogida de espanto que no sé qué pensar. ¿Qué tramarán contra nosotros? ¿Si nos irán a pegar fuego a la casa, si nos envenenarán el chocolate?

El padre Corchón miró con aterrados ojos, el cangilón vacío, y se puso la mano en el estómago.

-¡Oh! -prosiguió la señora-, esto merece un castigo tal que no lo cuenten esos pelandingues. Siga usted.

-Sigamos: «Si no te decides a abandonar la casa, como te he dicho (¡qué horror!) es preciso hacer un escarmiento con ese animal. (¡Pero esto no tiene nombre! Llamarme animal a mí, que soy...) No creas que es sólo en tu casa donde pasan tales cosas. Esos hombres tienen dominadas a muchas familias por medio de la superstición, y yo espero llegue un día en que se haga un ejemplar con todos ellos, acabando de una vez con tan mala gente...».

-¿No se horripila usted? -gritó la madre de Engracia-. Pero esos hombres son ladrones y asesinos, de esos que andan por los caminos.

  —114→  

-No, señora; no son más que filósofos -contestó Corchón-. Ya les conozco; estas ideas contra el santo clero... Pero ya sé yo el medio de arreglarlos. Sigo leyendo: «Mi amigo, el que estuvo conmigo en la Florida, se atreve a todo, y si te decides a salir de tu casa, lo haremos de modo que nadie pueda contrariarnos. Esta noche voy a San Ginés, donde puedes darme la contestación; haz que doña Bernarda se ponga en la capilla de los Dolores, y ponte tú debajo del cuadro de las Ánimas, que esta noche no debe de estar encendido... (Ha visto usted qué irreverencia, ¡en la iglesia!, ¡en la santa iglesia!) Adiós, y piensa en tu Leonardo. -P. D. Si el asno del padre Corchón se va a Toledo, házmelo saber tocando, al entrar, con el abanico en el cepillo para la limosna de la santa Fábrica».

Concluida la lectura, los dos personajes de esta interesante escena callaron, mirándose un buen rato, para comunicarse mutuamente su estupor y su cólera. Al fin el varón rompió el silencio de este modo:

-De veras que esto pasa de maldad: en veinte años de confesonario no he visto depravación igual. Aquí tiene usted el resultado de dar libertad a las jóvenes.

-Pero Sr. D. Pedro, si no iba más que a la iglesia, y eso conmigo.

-¡En la santa iglesia! ¡En la santa iglesia semejantes escenas! Sabe Dios lo que habrán hecho allí. ¿Usted no ha observado nada?

-¿Qué había de observar, si ella se estaba como una marmota mirando al altar mayor?

-¡Ah! es que él se ponía debajo del púlpito. ¡Y yo cuando predicaba le tenía tan cerca, debajo! ¡El demonio a los pies de San Miguel!

-¿Y qué hacemos, Sr. D. Pedro? Esto merece que se dé parte a la justicia.

-Mejor es a la Inquisición, porque aquí hay un caso de herejía. Y si no, verá usted como se descubre que esos hombres se ocupan en propagar las malas doctrinas, como no hagan alguna brujería para embaucar a las jóvenes sencillas. Le digo a usted que éste es un ejemplo de lo más grave que se me ha presentado. Es preciso hacer averiguaciones mañana mismo. Yo me encargo de eso, y se les denunciará al Santo Oficio. ¡Oh! Si este Gobierno del Príncipe de la Paz fuera más solícito por la religión, vería usted qué pronto iban esos caballeros filosofantes adonde deben estar. Pero no se puede hacer gran cosa, y lo que pueda ser se hará. Lo malo es que yo me tengo que ir a Toledo, que si no...

  —115→  

-¿Va usted al fin a Toledo?

-El Supremo Consejo así lo ha decidido.

-¡Qué desdicha! Y nos quedamos solas... Mi hermana, que vive allá, me escribe todos los días diciéndome vaya a verla, y lo que es ahora no he de faltar. Veremos cómo salgo del asunto este. ¿Sabe usted que estoy por establecerme en Toledo?

-¡Feliz idea!

-Yo no puedo vivir sin sus consejos, Sr. D. Pedro. Creo que la falta de su santa compañía me había de abrir la sepultura.

-Pero vamos a ver -dijo Corchón, que era poco sensible a la galantería-, ¿qué se hace? Es preciso tomar una determinación. Esta casa está amenazada, señora doña Bernarda; ¿no tiembla usted?

-¿Pues no he de temblar, si tengo un hormigueo en todo el cuerpo?... Se me ha puesto la cabeza lo mismo que un farol, y los vapores me andan de aquí para allí. ¡Qué día! Yo no quise esperar a que usted viniese, y encargué a Pluma que tomara algunos informes de esos hombrejos. Veremos lo que dice; ¡el pobre D. Narciso tiene una amargura! Y crea usted que es hombre de armas tomar y de un genio como un cocodrilo. Si coge a uno de esos dos salteadores de caminos lo abre en canal... Pero en nombrando al ruin de Roma... Aquí está Narcisito.

En efecto, era Pluma el que entraba, y traía un semblante tan desconcertado, que fácil era adivinar la impresión que el descubrimiento de la malhadada carta le había causado. Como de ordinario era todo afectación, aquel suceso que hablaba directamente a la Naturaleza produjo en él un gran trastorno, y el petimetre dejó de serlo en aquel nefasto día.




II

-¿Qué hay? ¿Qué ha sabido usted? -preguntó con ansiedad la dama.

-No me había equivocado -contestó el petimetre-; ese D. Leonardo es el mismo que yo había visto en la calle de Jesús y María en casa de las escofieteras.

-¿Y no ha pedido usted informes? -preguntó Corchón.

-¡Ya lo creo; y me han contado horrores! Si son unos bandidos, Sr. D. Pedro.

-¿No lo dije?... ¿Y son ingleses?

-¡Quiá! Son españoles y nunca han estado en el extranjero,   —116→   al menos uno. Todo aquello de las Cortes de Europa es una farsa. ¡Cómo han engañado al pobre D. Lino!

-¿Y en qué se ocupan?

-En mil cosas raras y que nadie comprende. Tienen un criado que practica artes de brujería, según ha contado el ama de la casa. En fin, toda la vecindad está escandalizada, y tratan de mudarse algunos que allí viven. Todas las noches, Sr. D. Pedro, es tal el jaleo y la bulla dentro de la casa, que no se puede parar allí; y lo más escandaloso y horrible es que las noches de Jueves y Viernes Santo armaron tal gresca, que aquello parecía un infierno. El compañero de Leonardo, que es el que recientemente ha venido, dicen que se burla de los santos misterios de la religión con tal desvergüenza que parece increíble, y que la casa está atestada de libros malos e indecentes, llenos de estampas obscenas.

-¡Qué descubrimiento, qué hallazgo! -exclamó Corchón con el entusiasmo de un químico que encuentra una combinación nueva-. No hay mal que por bien no venga, doña Bernarda, y vea usted cómo el triste suceso nos proporciona la ocasión de hacer un gran servicio a la santa Iglesia descubriendo y castigando a esos pícaros. Siga usted, querido D. Narciso.

-Son tantas las atrocidades que me han contado...

-¡Alabado sea el santo nombre de...! -exclamó santiguándose doña Bernarda-. ¡Cuidado con los tales hombres! ¡Y han entrado en la iglesia!... ¡Y mi hija ha sido cortejada por...! ¡Estoy horrorizada! ¡Si el que pudre levantara la cabeza y viera esto!...

-Cálmese usted, señora -dijo con creciente animación el clérigo-, que esto es más motivo de regocijo que de tristeza, después del aspecto que toma el asunto. ¡Descubrir tal guarida de perdición y herejía! Esto, señora, no se ve todos los días. Admiremos la infinita sabiduría del Señor, que permite alguna vez sucesos tristes para que pueda llevarse a efecto su divina justicia. Siga usted, señor de Pluma.

Corchón tenía el entusiasmo de su oficio, que era también su pasión. Como alegra la caza al cazador, así el buen inquisidor sentía inaudito alborozo ante la aparición de un grave caso de dogma.

-Pues me han dicho más -continuó Pluma regocijado por la idea de que su rival iba a tener pronto castigo-. Parece que el otro día quemaron una estampa de la Virgen del Sagrario, dando aullidos y bailando alrededor de la hoguera.

  —117→  

-¡Jesús mil veces! -exclamó doña Bernarda-. ¿Y no les cayó un rayo encima?

-Parece que no -continuó Pluma-. Pero lo peor es que todos los días van allá otros jóvenes a aprender esas doctrinas que enseñan.

-Cathedra pestilentiae -dijo Corchón en el colmo de su entusiasmo-. ¿Pero no se regocija usted, amiga mía, con este magnífico hallazgo?

-Sí -prosiguió D. Narciso-, van muchos allí, y ellos les dan lecciones de Filosofía y les enseñan las estampas de los libros obscenos que han traído de fuera; el más alto de los dos es el que dijo tantas atrocidades.

En honor de la verdad diremos, y para que no se forme mala idea de las luces ni de la buena fe de D. Narciso Pluma, que no era invención suya lo que contaba, pues tal como lo dijo lo oyó de boca de sus amigas las costureras. También la imparcialidad nos obliga a hacer constar que no estaba él muy seguro de que aquello fuese cierto; y si no mediara la pasión y el deseo de venganza, de fijo el petimetre se hubiera reído de tan grosera superstición. Tal vez, a saber el partido que iba a sacar Corchón de su relato, hubiera sido prudente, ocultando las supuestas herejías de los dos desgraciados amigos.

-Bien, bien, bien -murmuró el clérigo levantándose-; ya sé lo que se ha de hacer. Corro a participar este feliz suceso a mis compañeros, que se alegrarán bastante.

-¿Y nos deja usted así, tan pronto -dijo la afligida vieja-, cuando más necesitamos de sus consejos?

-Señora, con esta ocupación repentina que me ha caído encima, ¿le parece a usted que hay que hacer pocas diligencias para dar los primeros pasos y escribir los primeros autos?

-Dios le dé a usted acierto, Sr. D. Pedro Regalado, para castigar tantos crímenes. Lo que D. Narciso ha dicho me ha dejado horripilada. ¡Qué hombres! ¡Qué demonios! Si no los sacan en cueros vivos azotándolos por eras calles, no hay justicia.

-La verdad es que ha sido un descubrimiento -dijo el padre Corchón en actitud de retirarse.

-¿Y no se reza el Rosario? -preguntó doña Bernarda desconsolada al verlo partir.

-Por esta noche, no. Pero mañana rezaremos dos. Eso puede hacerse, sobre todo cuando hay asuntos así, tan... Adiós, adiós.

Fuese el padre Corchón, y quedaron solos el petimetre y la que días antes consideraba como su futura suegra.

  —118→  

Ambos personajes quedaron muy pensativos un buen rato, y después se miraron; pero la congoja no les permitía decir palabra.

Pluma dirigió al techo los ojos, exhalando un hondo suspiro; doña Bernarda derramó una lágrima y contempló en silencio el elegante corbatín, los rizos, las chorreras, las botas, los sellos del reloj, los anillos y los alfileres del que ya no podía ser su yerno.