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ArribaAbajoCapítulo XI

Los dos orgullos



I

Después de la entrevista con los grandes señores de Enríquez, Muriel determinó volverse a su antigua casa de la calle de Jesús y María. Ya fuera porque no sentía temor alguno a las visitas de la Inquisición, después de aquella entrevista no explicada ni comprendida aún, ya porque no gustaba de ocultarse ni menos de habitar en compañía de D. Buenaventura, lo cierto es que abandonó la calle de San Opropio, a pesar de que su dueño le instaba a que se quedase.

El último día que Muriel estuvo allí, Rotondo le presentó dos caballeros de muy raro aspecto y traje, que se decían entusiasmados con las ideas filosóficas y revolucionarias. El uno, que era un joven mal vestido y de tristísimo semblante, habló largo rato con Muriel, exponiéndole su doctrina, que consistía en pegar fuego a todas las ciudades y llevar al cadalso a cuantos nobles, frailes y gente real se hallaran en la Península. Sotillo, que así se llamaba, era un hombre dominado por perpetua cólera. Su rabia insensata y su excitación le asemejaban al pobre La Zarza, más loco sin duda, pero menos repugnante. Muriel, después de hablar largamente con aquel que ahora llamaríamos demagogo o comunalista, y que era de los que entonces solían llamarse francmasones, comprendió que en espíritu tan extraviado por siniestras venganzas no había idea alguna política ni filosófica, sino tan sólo el despecho que suele verse en la inferioridad envidiosa, que no conoce otro medio de parecer grande sino rebajando a toda la sociedad hasta su nivel.

El otro era un vicio no menos rabioso y entusiasta, aunque de humor algo festivo a intervalos y muy satisfecho de su poder y travesura. Llamábase D. Frutos, y es cosa averiguada que anduvo en su juventud y por mucho tiempo jugando al escondite con la justicia, hasta que ésta al fin se dio tal arte que le echó mano y le envió a Ceuta por diez años. Tales antecedentes no le impedían que afectara en su conversación una rigidez de principios morales enteramente   —154→   catoniana; y si no diera espanto con sus planes de incendio y asesinato, parecía un santo varón. Ni uno ni otro lograron valer gran cosa, a pesar de sus exageraciones revolucionarias, en el ánimo de Martín, que tuvo bastante penetración para ver en ellos los perjudiciales elementos de acción que unen siempre a toda idea incipiente para deshonrarla. Ambos mostraron una gran admiración, no sabemos si real o artificiosa hacia Muriel, y no acababan de alabarle como el más sabio, el más profundo, el más atrevido de los revolucionarios. Martín no sintió, sin embargo, apego alguno a la confraternidad de aquellos hombres; la cabeza no quería valerse de dos brazos tan rudos y bárbaros; la idea no anhelaba el concurso de aquella acción frenética. Fuese, pues, a su casa con intención de no volver, y ellos no quedaron muy satisfechos de la entrevista. Como dato preciso, recordaremos lo que el Sr. Rotondo dijo al verle partir a sus dos originales y desalmados amigos:

-Me parece que todos mis esfuerzos son inútiles. Mientras no pierda esos aires de gran hombre...




II

Cuando doña Visitación (que en el momento de sonar la campanilla de la puerta se ocupaba en darse algunos disciplinazos en presencia de un Santo Cristo, que para tan devotos usos había comprado) se levantó, miró por el ventanillo y vio a Martín, hubo de caérsele el alma a los pies, según estaba de asustada y aturdida. Abrió, sin embargo, al oír las apremiantes razones del joven, y no se atrevió a dirigirle salutación ni cosa alguna de cortesía. Grandes ganas se le pasaron de traer una escudilla de agua bendita y un aspersorio para rociar el cuarto; pero como la cara de Muriel indicaba no tener humor de bromas, y la vieja le había mirado siempre con respeto, aplazó el poner en práctica su cristiano pensamiento para cuando saliera.

Pidiole Muriel la ropa suya y de Leonardo, la cual entregó puntualmente la dueña, pues aunque intolerable como mojigata, no hay noticia de que se le quedara entre las uñas cosa alguna en ningún tiempo. Diole también algún dinero, poco, salvado de las garras de la Inquisición por milagro, y con esto Martín se dio por reinstalado. Hizo llamar a Alifonso, refugiado aún en casa de los tintoreros,   —155→   y lo puso a su servicio; no las tenía el barbero todas consigo, y propuso a su amo el mudar de casa, propuesta que Muriel aceptó, disponiendo su ejecución para de allí a dos días.

El siguiente fue fecundo en acontecimientos, como verá el lector, pues desde que Martín abrió los ojos se encontró con una novedad tan peregrina, que por un momento se creyó personaje de novela. Doña Visitación entró muy temprano en su cuarto, después de cerciorarse de que no estaba desnudo ni descubierto, y le entregó una cajita o estuche que envuelta en multitud de papeles acababan de traer para él. Tomó Martín aquel envoltorio y vio que era una como cartera forrada en cuero fino y perfumado; en el papel en que venía envuelta estaba escrito su nombre con caracteres grandes y claros. Abriola y no pudo reprimir una exclamación de asombro al verla llena de monedas de oro. La vieja abrió sus ojos de tal modo, que parecía querer devorar aquel pequeño tesoro. Alifonso decía: «Todos los días no son días de penas, Sr. D. Martín. Si un día se nos meten por la puerta esos demonios de inquisidores, otros nos llueven escudos de oro, que nos vienen ahora como anillo al dedo».

Muriel examinó el dinero y lo sacó todo, por ver si venía en el fondo alguna carta; pero la incógnita providencia del desheredado filósofo tenía el pudor de la caridad, y se mantenía en el misterio, como si su desinterés llegara hasta no necesitar del agradecimiento. Mucho contrarió a Alifonso que con la llegada de aquel esfuerzo no ordenara Martín la compra de provisiones extraordinarias. Despidioles éste a una y otro, y una vez sólo contó de nuevo el dinero, que excedía de tres mil reales, y después se paseó muy agitado por la habitación, tratando de resolver el nuevo problema de adivinación que se añadía a los muchos que ya tenía en la cabeza. Es indudable que desde el instante en que abrió la caja un nombre vino a su imaginación y estuvo en ella todo el día: Susana. Pero no podía ser. La razón se resistía a creerlo. ¿Con qué objeto? Pero si ella no había sido, ¿quién podía ser? Ya estaba él bastante preocupado con el éxito de su visita y la inesperada complacencia de la dama, cuando aquella limosna le acabó de turbar y confundir. Pero estaba de Dios que aquel día lo sería de confusiones, porque se engolfaba nuestro hombre en un mar de conjeturas, cuando entró D. Lino Paniagua, para acabar de volverle loco con lo que le dijo.

-Sr. D. Martín Martínez de Muriel: gran pesadumbre me hubiera dado no hallarle a usted en casa, porque le   —156→   traigo un recadito que ya, ya... ¡Pero qué disgusto tengo, Sr. D. Martín! Si viera usted lo que me pasa...

-¿Qué recado me trae usted? -preguntó Martín con mucha curiosidad.

-Cosa importante, amiguito, y que le hará a usted bailar de gusto. Cuando yo le decía a usted que no le miraban con malos ojos... ¡Pero si usted supiera lo que me pasa! ¡Quién lo creería, después que soy tan complaciente y me presto a todo!... El diablo me tentó cuando me encargué del papel de Ulises. ¿Creerá usted que han hecho una caricatura que anda por ahí... dando que reír a las gentes, y unos versos que...?, la verdad es que son graciosos. ¡Pero cómo me han puesto en ridículo!... No hay perro ni gato en Madrid que no los haya leído. Me tienen aburrido, Sr. D. Martín. ¡Después que soy tan complaciente! ¡Caricatura!, ¡versos! ¿Lo creerá usted?

-Sí, lo creo -dijo Martín más impaciente-. ¿Pero no me dice usted qué recadillo?...

-Sí... contaré a usted... -repuso el abate-. Pero lo peor del caso es que la caricatura la ha hecho el diablo de D. Francisco Goya, y los versos Moratín en persona. Ambos son muy amigos míos; yo no me he de enfadar por eso. Pero no le gusta a uno ser comidilla de la gente. ¡Si viera usted el dibujo de Goya!... Estoy pintiparado con mi peluca, mi coturno y mi espada; pero tan grotesco, que es para morirse de risa. Pues ¿y los versos? Tanto los he oído recitar, que me los sé de memoria.

-¿Pero no tenía usted algo que decirme? -preguntó Martín, cansado ya de versos y caricaturas.

-¡Ah! Sí. Vamos a ello. Es el caso que anoche vi a Susanita Cerezuelo en casa de Castro-Limón, y me dijo... Le advierto a usted que primero se rió de mí cuanto quiso, obsequiándome con el romance de Leandro...

-Bien; dejemos a Moratín aparte por ahora -dijo Muriel.

-Pues bien; Susanita me dijo que ya había hablado por su amiguito D. Leonardo a aquella persona.

-¿Y qué ha dicho?

-Nada; parece que es cosa difícil. Sin embargo, según ella se expresaba, podrá conseguirse. Si digo que usted ha nacido con pie derecho. Pues si la madama se enternece con el Sr. D. Martín Martínez... ¡qué envidias, amigo, va a suscitar el que...!

-¿Conque hay esperanzas de conseguir eso?

-Yo creo que sí; se conoce que ella lo ha tomado con mucho empeño.

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-¿Y no le ha dado a usted seguridades? ¿No ha dicho lo que ha contestado ese señor consejero?

-No, eso se lo dirá ella a usted mismo.

-Sí, quedé en ir por allá.

-Esta noche, sí, a eso he venido.

-¿Esta noche? ¿Le ha dado a usted ese recado?

-Precisamente. «Don Lino -me dijo-, hágame usted el favor de decir a ese Sr. Muriel, que esta noche vaya a casa a las nueve en punto para darle la contestación de su asunto».

-Ya.

-Pero dice que no vaya usted ni antes ni después de las nueve, sino a esa hora en punto. ¿Lo entiende usted?

-Sí, ya entiendo; iré sin falta.

-Pero no necesito recomendar a usted, Sr. D. Martín, una cosa... y es que ha de haber mucho sigilo.

-¡Ah! Lo que es eso...

-Ya usted ve... yo soy persona grave, y sólo me encargo de hacer estos favores cuando sé que no es para escándalo. Yo sé que usted es persona formal, y en cuanto a ella... Figúrese usted que ya la gente se ocupa...

-¿De qué?

-De Susanita. ¡Como la ven tan abstraída, tan meditabunda, ella que siempre ha sido lo contrario! Ya he oído hacer comentarios sobre este cambio aparente en su carácter, y hacen mil cálculos y calendarios sobre quién es y quién no es. Por eso recomiendo que tenga usted la primera de las virtudes teologales en grado sumo, y alguna de las otras tampoco estaría de más.

-Descuide usted, que yo seré la misma prudencia.

-A usted le supongo loco de contento; porque aunque no saque de la cárcel a nuestro amigo, ¿le parece a usted poco el favor de una dama tan principal?

-En eso no hay nada de lo que usted se figura -contestó Martín-. Sólo me llama para enterarme del resultado de mi pretensión.

-A mí con ésas. La verdad es que si usted consigue ablandarla, puede considerarlo como un milagro. ¡Qué basilisco, amigo! Yo que la conozco desde hace tiempo sé lo que es eso. No hay criatura más antojadiza, Sr. D. Martín; ¡anoche precisamente tenía armada una gresca con el marqués de Fregenal, su pariente, ese que la acompaña a todas partes! Y todo ¿por qué? Porque ella gusta mucho de ir a los bailes de candil de Maravillas y Lavapiés, como es costumbre aquí entre la gente gorda. El Marqués quería disuadirla de su propósito, porque parece que otra vez fue   —158→   y no salieron muy bien librados. Pero ella en sus trece que ha de ir, porque no puede desairar a la Pintosilla, que la ha convidado.

-¿Y quién es esa Pintosilla?

-Una bodegonera de la calle de la Arganzuela, mujer de mucho donaire y grandemente obsequiada por los petimetres. Aquí es común que los señores de más tono se codeen con esa gentezuela, y la verdad es que al son de las castañuelas y de las guitarras no se pasan malos ratos.

-¿Y Susanita frecuenta esas sociedades?

-¡Ya lo creo! Allí suele ir acompañada de una plaga de jóvenes de etiqueta y de marqueses viejos y abates tiernos... Pero usted la conocerá mejor que yo y podrá apreciar su carácter. Conque esta noche, ¿eh? -añadió con sonrisa maliciosa-. Como usted es una persona de formalidad y ella una dama de alto nacimiento y que se estima, no me pesa de favorecer sus amores...

-¡Sus amores! -exclamó Muriel-. ¿Está usted loco? Eso sería el más grande de los contrasentidos. Hay cosas que por mucho que se crea en la veleidad de los acontecimientos y en las vueltas del mundo, no se pueden sospechar nunca.

-Usted quiere desorientarme -dijo con benevolencia el abate-, usted no sabe que yo soy la prudencia misma y que secretos de esta naturaleza a mí confiados quedan lo mismo que dichos a una pared... Pero yo me retiro, Sr. D. Martín; usted tendrá que hacer. Hoy es para mí un día de no poder descansar un momento. La señora de Valdeorras desea que su hijo más viejo tome mañana leche de burras, y voy a avisar al burrero. Después tengo que ir por la estampa de Goya a casa de Castro-Limón para llevarla a casa de Porreño... porque ha de saber usted que para mayor desgracia mía yo tengo que llevar de puerta en puerta esa malhadada caricatura que de mí ha hecho el truhán de D. Paco Goya. En todas partes la quieren ver, y no tengo más remedio que correrla, ofreciéndome a la chacota de todo el mundo. Pero ¿qué se ha de hacer? Yo no me puedo enfadar por eso... Y como en todas partes me aprecian, sería una tontería... ¡Pues y los versos! ¿Creerá usted que me los hacen recitar por dondequiera que voy? ¡Y cómo voy a decir que no! ¡Diablo de Moratín!... Pero no le entretengo a usted más, amiguito. No se olvide usted, a las nueve.

-Sí, a las nueve. Ni antes ni después; en punto.

-Eso es. Adiós, Sr. D. Martín, y mucha prudencia.

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Fuese D. Lino a casa del burrero, que quizás le haría recitar también los versos del famoso Inarco, y Muriel quedó solo otra vez en presencia de los escudos de oro y con la novedad y extrañeza de una cita para las nueve en la casa de aquella rara y ya misteriosa mujer. Misterio había sin duda en tal cita, pues ella, si le llamaba para contestarle en el asunto de la Inquisición, mostraba tener más interés por la libertad de Leonardo que él mismo. Al mismo tiempo no podía olvidar el recibimiento que le hizo el señor hermano del conde de Cerezuelo, y era imposible que en todos aquellos artificios de cortesanía no hubiera alguna intención torcida y muy difícil de adivinar. ¿Y el dinero? Pero no tratemos de expresar la cavilación incesante de nuestro desgraciado amigo, y asistamos desde luego a su conferencia con la petimetra, que es, a no dudarlo, uno de los acontecimientos capitales de la presente historia.




III

Contaba él con que iba a ser recibido en la tertulia de la casa, y que a aquella hora estarían allí reunidos los venerables personajes que anteriormente hemos dado a conocer. Por eso le causó sorpresa no ver en la puerta ninguna carroza, y mucho más no hallar en la portería paje alguno. El escaso alumbrado de la escalera le hizo comprender que aquella noche no había tertulia.

En el recibimiento encontró, en vez del paje que ordinariamente estaba allí, una mujer de mediana edad, que en el modo de mirarle y de sonreír al verle, indicó que estaba allí esperándole. No fue preciso que Martín hiciera pregunta alguna para que la mujer le dijera «pase usted»; pero en voz tan queda, que el tal comenzó a creer que su presencia allí era tan misteriosa como el dinero recibido. Confirmose en esta idea al avanzar por un corredor en que no se sentía el menor ruido, ni se veía el resplandor de ninguna luz, y hasta le parecía que la mujer aquella pisaba con afectada suavidad, circunstancia que a él le obligó también a andar con mucho sigilo, procurando apagar el ruido de sus tacones lo más posible. Entraron en una habitación donde había una lámpara de muy débil y macilenta luz. Entonces la mujer se paró, y le dijo:

-La señorita está mala. Voy a avisarle.

-¿Y el Sr. D. Miguel? -preguntó Martín.

-¡Quiá!... -murmuró la mujer, como si oyera una indiscreción-,   —160→   no está, no hay nadie. La señorita está sola, y un poco delicada, aunque no es de cuidado.

Desapareció la mujer, y al poco rato volvió diciendo a Martín otra vez: «Puede usted pasar». Ella tomó la luz que allí había y marchó delante alumbrando, porque la habitación donde entraron estaba completamente a obscuras. Todavía Muriel no se había dado cuenta del sitio donde estaba; todavía no se había hecho cargo de los objetos que tenía ante la vista, cuando ya la mujer había desaparecido. Tendió los ojos por la habitación, envuelta en una dulce obscuridad que vagamente sombreaba los cuadros y los muebles, dándoles tinte extraño. Creyó encontrarse solo. Miró a todos lados buscando a Susana, y no vio nada; a su mano derecha vio un retrato de hombre que le miraba con la inmutable atención de sus pintados ojos, y creyó reconocer las facciones del conde de Cerezuelo, más joven, hermoso y sin el lúgubre aspecto que le daba su enfermedad y su misantropía. Aquello era imponente; por otro lado, un gran Santo Cristo de marfil parecía mover sus brazos blancos y resbaladizos como un reptil de mármol escurriéndose a lo largo de la pared; y las grandes cornucopias doradas se le representaban como extraños seres, también animados, oscilantes y fosforescentes. Vio su imagen reflejada en un espejo y se estremeció; los toros reproducidos en los tapices de variados colores, le parecían alzar sus terribles testuces con la curiosidad insolente que es propia de aquellos brutos antes de romper la carrera, y unas majas que en otro tapiz levantaban sus brazos en actitud de tocar las castañuelas, parecía como que avanzaban vagamente acompañadas del áspero sonido de aquel primitivo instrumento. Esta alucinación y este examen del sitio donde se encontraba, apenas duró algunos segundos. Al cabo de ellos sintió una tos, y una voz femenina dijo: «Tome usted asiento».

Dirigió Martín la vista al punto donde la voz había resonado y vio a Susana, a quien antes no había distinguido por estar el resplandor de la lámpara interpuesto entre uno y otra. Acercose él, y entonces pudo distinguirla perfectamente: estaba tendida sobre un canapé y muy arrebujada en una especie de manto o gran chal que la cubría toda, excepto la cara y las extremidades de los pies. Su actitud era perezosa, y su voz como quejumbrosa y dolorida.

-Estoy enferma -dijo, señalando a Muriel una silla que cerca de ella había como preparada de antemano-. Pero puesto que le llamé a usted, no quise dejar de recibirle porque no perdiera el viaje.

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-Yo hubiera vuelto de muy buen grado -respondió Martín-, y me marcharé al instante si esta visita la puede molestar a usted.

-No, de ningún modo. Aguarde usted -dijo la dama-. Usted estará impaciente por saber de su amigo. Siento mucho no poder darle a usted mejores noticias de las que tengo.

-Yo no pido imposibles, señora; si las personas que pueden poner a Leonardo en libertad son insensibles a la justicia y a la compasión...

-Todavía no hay nada seguro. Yo espero, a pesar de todo, conseguirlo al fin.

-Hará usted la mejor obra de caridad que es posible imaginar. ¡Dichoso el que puede remediar por algún medio alguna de las infamias que en esta sociedad se cometen y que son base de ella misma!

-La dificultad que hay es que parece ha sido reclamado ese reo por la Inquisición de Toledo, por atribuírsele un desacato hecho a la Virgen del Sagrario y no sé qué correspondencia con unos masones o brujos, descubierta en esta ciudad.

-¡Masones o brujos! -exclamó Martín, sin poder reprimir un movimiento de cólera-, también a mí me acusaron de lo mismo. No se puede presenciar en calma la superstición y torpe ignorancia que se necesita para creer tales despropósitos. Se comprende que haya un pueblo ignorante que lo crea; ¡pero que haya una institución que lo legalice y una sociedad que lo tolere en estos tiempos!... Da vergüenza de pertenecer al linaje humano cuando se ven ciertas cosas.

-Ya comprendo yo que todos le teman a usted y le miren con recelo como un nombre extravagante y peligroso -dijo Susana con su seriedad acostumbrada-. Yo no he visto personas tan revolucionarias como usted, ni que se burlen con tanto descaro de las cosas santas.

-Es cierto; usted no había conocido otro como yo, y por eso sin duda le parezco tan raro. Mi dolor consiste en que veo a mi lado pocos así, lo cual me paraliza, obligándome a vivir a solas conmigo mismo.

-Ya encontrará usted -dijo Susana-, si no es que poco a poco se corrige usted de su furor, y le tenemos devoto y manso, en vez de fiero y atrevido como hoy es.

-No es fácil; yo soy muy desgraciado. Tendré al fin que irme lejos de mi patria, a otros países donde los hombres puedan decir públicamente lo que piensan sin ser encerrados en calabozos por un Tribunal de gente feroz y corrompida.

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-Vamos -indicó Susana, con un poco menos de seriedad de la que antes había tenido-. Trate usted de corregirse y le irá mejor. Sea usted como los demás, y tal vez sea feliz. Por lo que he podido entender, usted es una persona que podría ocupar un buen puesto en la sociedad si no fuera tan enemigo de ella. No le faltaría protección sin duda.

Martín no podía, a pesar de sus inveterados rencores, mostrarse repulsivo a tales pruebas de benevolencia, mucho más cuando la hija de Cerezuelo, con frases laterales y de soslayo, le había ofrecido su protección. No dejó de comprender el valor de aquella protección, a pesar de su arrogancia, y decidió no decir cosa alguna que trascendiera a ingratitud o descortesía.

-Pensar que yo intente medrar arrojándome a los pies de lo que más aborrezco, es locura. Eso no está en mi carácter.

-¡Ah! -dijo Susana, echando su cabeza fuera del manto en que la tenía arrebujada-, ya sé por qué dice usted eso: ¿que no se arrojará a los pies de lo que más aborrece? ¿Lo dice usted por nosotros?

-¡Ah!, no, señora; no me acordaba de resentimientos que, aunque siempre vivos, sé dejar a un lado en ciertas ocasiones.

-Nosotros -añadió la dama- no pretendemos que usted se arroje a nuestros pies, ni necesitamos para nada sus servicios.

-No me he referido a la familia de usted, de quien no espero nada y a quien tampoco estoy dispuesto a servir.

-¿Pero nos guarda usted un rencor tan grande?... -Preguntó Susana con sonrisa irónica que turbó a Muriel.

-Yo no quería hablar de lo pasado. Ahora, el propósito de usted de sacar de la prisión a mi amigo me impone un sentimiento de gratitud que yo no puedo sofocar. Pero antes de esto, usted dirá, con la mano puesta en su corazón, si tengo yo motivos para idolatrarles a ustedes.

-¡Ah!, usted se deja arrastrar por la pasión; en casa no ha habido crueldad ninguna con su padre de usted, y si fue preso, los Tribunales de Granada lo hicieron sin influjo ninguno de casa.

-Perdone usted si no lo creo, -dijo Martín-; yo estoy bien enterado de lo que pasó.

-También nos acusa usted de haber abandonado a su hermanito, cuando él se huyó de nuestra casa, arrastrado por su afición a la vida vagabunda. Pero se le encontrará, yo lo espero. He mandado que se haga toda clase de diligencias,   —163→   sin omitir gasto alguno, y espero que será encontrado.

-¿Sí? ¿Usted ha mandado?... -preguntó Martín, confuso-. ¿Cuándo?

-Hace dos días.

-Por Dios que ha sido algo tarde, señora; y si esas diligencias se hubieran hecho a su tiempo yo no lamentaría esta desgracia, una de las que más me han afectado.

-Yo no he tomado esa determinación hasta que he sabido que la pérdida de Pablillo era considerada como una desgracia.

-¡Ah, es verdad! -dijo Martín tristemente-; los grandes señores siempre ven desfigurado lo que está más bajo que ellos. La soledad y abandono de un huérfano, despreciado por todos los que en la casa vivían, desde el amo hasta el último criado, les parece cosa muy natural y que no merece la pena de pensar en ello. Era preciso que yo me lamentara de semejante conducta para que usted se convenciera de que mi hermano merecía algún agasajo. De todos modos, yo le agradezco a usted la resolución que ha tomado, aunque algo tardía. No dirá usted -añadió sonriendo- que esta ferocidad mía es completamente inútil.

-¡Ah! -dijo Susana, mirándolo con cierta expresión de burla-, ¿cree usted que le tengo miedo?

-No, miedo, no. Pero nadie puede librarse de la influencia de los demás. A veces no tenemos intención de hacer una cosa buena y la hacemos, impresionados por algo que vemos o que oímos.

-¡Ah!, no... Lo que usted haya podido decirme no me ha impresionado nada. ¡Si viera usted cómo me reí de usted aquel día, cuando me habló con un lenguaje que hasta entonces creo que dama alguna ha podido oír!...

-Yo quería olvidar eso -dijo Martín-. Es verdad que estuve violento; pero yo tenía motivos... Cuando supe quién era usted... no sé si sentí cólera o alegría... ¿No es verdad que aquello parecía una burla providencial? ¡Bailar juntos nosotros! ¡Yo que soy de humilde cuna y que llevo un nombre que no se pronuncia sin horror en la casa de Cerezuelo! ¡Usted de alto linaje, celebrada por su hermosura! ¡Y la casualidad nos juntó, y hablamos como si un abismo de rencores y de diferencias sociales no existiera entre nuestros dos nombres! ¿No es esto para sentirse orgulloso y poder hablar con algún desembarazo?

Susana se sentía humillada, y en vano trataba de dar sesgo festivo al asunto. Su forzada sonrisa no sirvió sino   —164→   para levantar a Muriel, cuyo orgullo iba tomando grandes vuelos.

-Tenga usted franqueza -añadió él-. ¿No se ha estremecido usted de indignación siempre que ha recordado aquel día y aquella conversación? Yo, seré sincero, lo considero como uno de los más gloriosos de mi vida.

-Usted quiso humillarme -dijo Susana, renunciando a quitar su sentido serio a aquel recuerdo.

-Y lo conseguí. Aquí, hablando con intimidad como hablamos, ¿podrá usted negarlo? Eso le probará a usted que sólo las circunstancias ensalzan o deprimen a las personas, y que la mejor posición social es la que dan las virtudes o el valor. Un accidente, un engaño, un disfraz junta lo que la sociedad quiere y ha querido siempre que no se junte.

-Y todo eso es para probar que fue una humillación haber bailado con usted -dijo Susana, con picante ironía-. Pues sepa usted, que varias veces he bailado con manolos y chisperos en las verbenas de Santiago y San Juan.

-Pero a ninguno de los que fueron sus honrosas parejas mandó llamar usted después, de noche, para hablar con él a solas en su casa.

Este rasgo de atrevimiento que Muriel no meditó bastante fue tal, que casi estuvo a punto de producir una de las explosiones de soberbia que en Susana eran frecuentes, y por la cual hubiera despedido bruscamente a Muriel como descortés y grosero; pero la misma audaz desenvoltura de la frase la contuvo. La sorpresa no le permitió incomodarse, y además su orgullo temblaba ante un orgullo mayor.

-Usted -añadió Martín, tratando de que su insinuación anterior fuese galante sin que dejara de ser enérgica- no trató de confirmar la humillación recibida, proporcionando a uno de esos manolos o chisperos la felicidad de verla y hablarla.

-No creía que fuera usted vanidoso hasta ese extremo -repuso Susana, que no encontró por más esfuerzos de imaginación que hizo, mejor ni más adecuada respuesta.

-¡Ah!, no; yo soy soberbio con los orgullosos, pero me empequeñezco y me confundo en presencia de los que descienden hasta mí. Yo, lejos de zaherir a usted por esta repentina deferencia que me muestra, me complazco en encontrarla digna de mayor estimación. Usted se ha engrandecido a mis ojos. En mi vida he despreciado más que aquel día, cuando tan violentamente reñimos en la Florida; después todo ha cambiado; los sentimientos sufren a veces asombrosas reacciones, y ¿quién sabe adónde podrán   —165→   llegar los míos respecto a personas que antes me inspiraron profunda aversión?

Susana callaba, mirándole con asombro; le veía crecer por grados. Él mismo a quien ella creyó deslumbrar con su favor repentino, obligándole a abdicar sus preocupaciones y su entereza, estaba allí más elevado que nunca, desafiando a la que quería empequeñecerle con inmerecidos obsequios.

-Usted no sabe apreciar la benevolencia que tengo por usted y el interés que me tomo por su amigo. Usted va más allá... -dijo Susana echando más atrás el manto y descubriendo todo su busto.

-No voy más allá; estoy en lo cierto. No veo en la bondad de usted otra cosa que lo que debo ver; una satisfacción por los ultrajes que ha recibido y una protesta contra la humildad de mi posición y de mi fortuna. Usted ha tenido el instinto de la justicia y me concede, tal vez sin saberlo, lo que yo merezco: consideración, aprecio, afecto todo lo que busco y no hallo en el mundo.

Susana estaba confundida. Sus grandes ojos negros habían renunciado a la afectación del dulce marasmo en que la encontró Martín, y recobraban la viveza y animación que a tantos espíritus habían turbado, y sin embargo, se sentía débil; Muriel no se arrastraba humillado y vencido a sus pies, sino que se presentaba tratando de igual a igual, de potencia a potencia. No contestó a las últimas palabras del joven y parecía meditarlas con la profundidad y fijeza del matemático que anda a vueltas con una ecuación. Después de un breve rato en que esperó en vano que Martín dijese algo más, Susanita, como si reanudara un concepto interrumpido, exclamó:

-Debe usted hacerlo, sí; debe usted hacerlo.

-¿Qué, qué debo hacer? -dijo Martín, sorprendido de aquellas palabras que eran la primera expresión de un largo razonamiento que la dama había hecho para sí.

-Lo que le he dicho.

-No recuerdo.

-Usted debe variar de ideas -afirmó Susana con un interés que no acertó o no quiso disimular-. Usted está llamado a ocupar un elevado puesto en el mundo, y puede llegar a él si tiene más prudencia.

-No sé qué puesto es ése ni cómo he de conseguirlo.

-¡Oh! Pues no hay cosa más sencilla -dijo la petimetra incorporándose y echando más atrás el manto, que dejó descubierto su cuerpo, vestido con elegante chaquetilla de terciopelo negro recamado de pasamanería-. Usted, por   —166→   su carácter y su entendimiento, debía procurar elevarse en vez de insistir en mantenerse a flor de tierra insultando a las clases altas. Si usted entrara en relaciones con las gentes que tanto aborrece y se convenciera de que sólo a su arrimo puede adquirir una buena posición; si olvidara al fin su humilde cuna, ¿quién sabe el porvenir que Dios le tendrá reservado?

-Lo que usted me aconseja es que me venda, como si dijéramos.

-No, usted no ha comprendido bien: inclinar sus talentos hacia otro fin, procurar asemejarse en costumbres a personas más altas de la sociedad, conquistar el favor de los poderosos, desempeñar algún cargo elevado, ganar reputación y aprecio, tal vez un título de nobleza.

-La oigo a usted con curiosidad -dijo Martín riendo-. Esto me divierte.

-No sé que haya dicho ningún despropósito -replicó la dama desconcertada.

-¡Yo pretendiendo un título de nobleza!... Eso es una burla... ¿Y me lo aconseja usted? Vamos, no creí yo merecer una burla tan fina y al mismo tiempo tan amena.

-No es broma, no; no le faltará a usted quien le proteja. Sea usted como los demás, como todos, y confíe en la Providencia.

Como se ve, Susana quería elevar a Muriel hasta ella, mientras éste, según aparece en el resto del diálogo, pretendía hacerla descender hasta él. Quién logró al fin su objeto es cuestión que se verá aclarada en el transcurso de esta historia. Por de pronto, Martín acogía con joviales respuestas las raras proposiciones de la petimetra, y decía:

-¿Si al fin me convertirá usted? ¡Oh! Si no me convierto no será porque el apóstol deje de tener elocuencia.

-¿Usted no siente halagada su imaginación por la idea de ver apreciados en el mundo su carácter y sus hechos? -dijo Susana echando más hacia abajo el manto, que ya parecía darle demasiado calor-. ¿Usted sacrificará todo a esas ideas extravagantes que nadie tiene más que usted y otros locos por el estilo?

-Sí, sí, señora -replicó Martín con cruel ironía-; yo hago todos los sacrificios imaginables por medrar, como usted dice, y me arrastraré a los pies de los poderosos y les pediré una triste ejecutoria y un escudo lleno de garabatos para vergüenza de los míos y satisfacción de mi persona. Yo soy a propósito para el caso, no lo dude usted.

-Veo que usted no toma en serio lo que le he dicho. Usted tiene más orgullo que los más insolentes señores.

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-Sí, no lo niego. Negarlo seria una hipocresía. Yo tengo orgullo, y muy grande; pero no es orgullo de raza ni fortuna, sino de sentimiento y de creencias. He aquí mis pergaminos. ¿Y usted me pide que los eche al fuego y los trueque por los que enaltecen a esos caballeros que le dan a usted las pastillas y los pañuelos empapados en esta o la otra esencia?

-Calle usted -dijo Susana, como despreciando aquel recuerdo.

-Entonces -continuó Martín- seré un hombre de valer y merecedor de lo que ahora no se me quiere dar. Entonces no habrá personas que se avergüencen de ser benévolas conmigo; entonces los que se sientan más o menos inclinados a mi compañía, podrán verme a la luz del día y no a hurtadillas y con sonrojo. Entonces no se me humillará ni habrá nadie que se crea exento de tener para conmigo y los míos aquellas consideraciones que la caridad exige. ¡Qué grande hombre seré el día en que me decida a seguir ese consejo! ¿No es verdad?

Susana se sintió otra vez débil ante este verdadero bofetón moral. No le era posible conseguir su objeto, que era quebrantar la entereza de aquel pobre joven, obligándole a poner su conciencia a los pies de una categoría y de una belleza. Él se crecía cada vez más a los ojos de la dama, acostumbrada a matar con alfilerazos los afeminados corazones de sus galanes. Aquél era fuerte y temible, y su espíritu no consentía extraño dominio.

Cuando el joven concluyó, bien porque Susana no supo contestar, bien porque entraba en su cálculo el silencio, no profirió palabra, y sólo después de largo rato arrojó lejos de sí el manto, diciendo:

-No se puede resistir este calor.

Martín pudo entonces mejor que antes observar la bella actitud de aquel cuerpo perezoso que se extendía sobre el sofá, sofocado por el calor y libre ya del abrigo que le cubría. ¡Qué rara escena aquella en pleno año de 1804, cuando el hogar doméstico no se había abierto aún a la audacia exterior por la relajación; cuando las escaleras de una casa, inspeccionadas por los cien ojos de un susceptible recato, eran inaccesibles a los galanes! Es preciso hacerse cargo de la independencia de carácter de Susana, de su desprecio a todas las prácticas sociales para que desaparezca la inverosimilitud de semejante entrevista que, si hoy podría parecer en extremo peligrosa, entonces era tal que habría merecido los más horrorosos castigos. La petimetra no se los hubiera dejado imponer, porque imperaba como   —168→   reina absoluta en la casa; pero el escándalo hubiera sido espantoso, y los Enríquez de Cárdenas se habrían creído deshonrados por saecula saeculorum.

-Veo que no se puede sacar partido de usted -dijo Susana buscando nueva posición en el sofá.

-Cierto es -contestó el joven-; de mí no se puede sacar partido. Es preciso dejarme entregado a la ventura. Probablemente yo seré siempre un extravagante, y nunca me seducirán las grandezas ni las ejecutorias. Es triste que para establecer ciertos lazos que la Naturaleza pide y exige, sea necesario a veces salvar los grandes desniveles que hay entre las personas. Pero no hay remedio, la sociedad, llena de aberraciones, así lo exige. Los que la Naturaleza ha hecho iguales, el mundo pone en tan diversas condiciones, que es necesario sucumbir y renunciar a todo lo que no sea vida enteramente ideal.

Estas palabras, aunque algo misteriosas, fueron perfectamente entendidas por Susana, que, fijos los ojos en Martín, contestó afirmativamente con la cabeza, mostrando gran convicción. Cansose de la postura que poco antes había tomado, y culebreaba en el sofá buscando nuevas actitudes a aquel cuerpo cansado de su cansancio. Había tomado un abanico y se daba aire lentamente. Ya se apoyaba en el codo izquierdo, ya se dejaba caer, tan pronto alzaba la cabeza como la inclinaba hacia atrás, dando la mayor latitud posible a su garganta; a veces su barba era el punto más alto de la cabeza, a veces la pegaba al seno como si la tuviera clavada; ya tomaba por base la cadera izquierda, ya se extendía de plano; a veces agitaba el pie derecho, sacudiendo el zapato puntiagudo y mal calzado; a veces recogía sus piernas, echando las rodillas fuera del sofá, y estaba tan inquieta, que a no saber nosotros que su enfermedad era puro artificio, la juzgáramos realmente atacada de algún ligero accidente nervioso.

El joven filósofo, a pesar del predominio que la inteligencia tenía en su espíritu sobre toda facultad, poseía también en alto grado, según la escuela revolucionaria de Rousseau, el sentimiento de la Naturaleza, y fuerza es confesarlo, en aquel momento la petimetra no le inspiraba ningún afecto puro. Aquella escena, que parecía ser el presagio del romanticismo, más tarde imperante, impresionó vivamente sus sentidos. No llegaba su rigorismo filosófico-político hasta el extremo de darle aquella entereza ascética que es propia de los que cultivan el alma a costa del cuerpo; mas a pesar de su fascinación, que era grande, la petimetra, como ser moral, había descendido bastante a sus ojos.

  —169→  

Es evidente que aquello halagaba su vanidad, porque ni aun estando las compensaciones y los castigos providenciales en manos de los hombres se podría obtener una venganza más atroz de la aborrecida familia que en contrapeso de tantas injusticias le entregaba su honor. Aun en tales momentos, aunque parezca extraño, la idea no se eclipsó por completo en su espíritu y quiso razonar en breves palabras una situación que por su índole especial debía ser lacónica.

-Yo no necesito elevarme. ¿Esto que pasa no le prueba a usted nada? Que me place ver aplacados a mis enemigos, no por la fuerza ni por el convencimiento, sino por la Naturaleza, que es mejor niveladora que la razón. Yo no puedo permanecer rencoroso cuando de esta manera se me confiesa que todos somos iguales.

Susana oyó estas palabras cuando se incorporaba en el sofá, cansada ya de estar con la cabeza atrás, rodeándola con sus brazos como si fuera un marco. Sentada, con una mano puesta en la rodilla y la otra sirviendo de apoyo al cuerpo, con la mirada fija y sin pestañear, semejaba una estatua antigua. La expresión de su semblante varió por completo. Parecía haber recobrado repentinamente el dominio sobre sí misma, perdido hacía poco, y haciendo un gesto de fastidio, dijo:

-Veo que usted abusa de mi bondad.

En el colmo de la confusión por aquel inesperado cambio de actitud, de palabras y de expresión, Muriel preguntó:

-¿Por qué, señora?

-Porque me dice usted cosas que no esperaba yo oír en boca de una persona que debía guardarme mayor respeto. Hay personas que desde el momento en que creen merecer algún servicio aspiran a... Retírese usted.

-¡Ah!, señora, no creí hacer otra cosa que contestar a lo que usted me decía.

-He tenido la debilidad de entretenerme un rato oyéndole... Pero ya me ha mareado usted bastante.

-Ciertamente, no valía la pena de que usted me hubiera detenido. Mi intención era tan sólo estar un momento.

-Petra, Petra -dijo Susana llamando.

La criada no tardó en venir. Susana, dirigiéndose al joven, añadió:

-Es usted demasiado exigente; yo no puedo hacer otra cosa que pedir que se haga. Salga usted de una vez.

Estaba muy agitada y se había levantado del sofá, donde su manto, aplastado y lleno de arrugas, hubiera sido un   —170→   fatal dato para cualquier malicioso que no conociera lo que allí había pasado.

-Señora -manifestó Martín sonriendo- le agradezco su empeño, pero no se tome grandes molestias por conseguirlo. Yo lo intentaré por otro conducto.

-¡Oh!, es usted lo más impertinente... Pero no esté usted más aquí. Petra, llévale fuera... ¡Oh, qué pesadez, tanto tiempo aquí!

-Ya me voy señora -dijo Martín-; deseo a usted mejor salud de la que ha tenido esta noche. Adiós.

Y salió, dejándola en un estado que no podemos decir si era de ira o de abatimiento, si de despecho o de dolor.

Entretanto, Muriel salía y tornaba el camino de su casa, creyendo que nadie reparaba en su persona. ¡Qué error! La confusión y aturdimiento de que iba poseído, le impidieron sin duda reparar que un hombre embozado, que a alguna distancia del portal de la casa estaba paseándose, le vio salir y le siguió después desde lejos por todas las calles que fue preciso recorrer para llegar a la de Jesús y María.






ArribaAbajoCapítulo XII

El doctor consternado



I

Dijimos que Martín no sospechaba, durante su largo trayecto, que una persona le veía y le seguía; pero esta persona sí lo observó muy bien y no paró hasta no quedar segura de la vivienda en que el joven penetró ya a hora bastante avanzada. El desconocido desanduvo al fin lo andado y se retiró a su casa, donde le dejaremos hasta el día siguiente, en que a la luz del día y sin embozo ni disfraz alguno salió, permitiéndonos conocerle. Era el famoso marqués a quien el lector conoce por el de las pastillas mejor que por otro título alguno.

No hagamos caso de la tristeza y abatimiento que en su semblante se retratan. Las causas de esto nos las va a revelar él mismo poco después, cuando, en casa del doctor Albarado, entabló con este grave funcionario un animadísimo diálogo. Era aún algo temprano, y el buen doctor saboreaba con sibaritismo su buen guayaquil.

  —171→  

-¿Qué hay, qué trae usted, señor marqués? -preguntó el doctor fijando los ojos en la alterada fisonomía del recién llegado.

-Lo que yo presumía, lo que yo lo dije a usted ayer; pero nunca creí que llegara a tal extremo... -contestó el marqués con agitación.

-Pero me está asustando usted -dijo el doctor-. Vamos, ¿los celos no le trastornarán la cabeza y se le antojarán los dedos huéspedes?

-Ya no se puede dudar, señor doctor amigo; es una gran desgracia y una gran vergüenza.

-Vamos por partes; cuénteme usted y yo decidiré en qué grado de ofuscación está esa cabeza.

-No, esto no es para reír -repuso con melancolía el pobre marqués, hombre de gastada y viciosa naturaleza, pero de espíritu en extremo sensible-. Esta noche he presenciado una cosa horrenda.

-A ver... -dijo el doctor sonriendo-, ¿ha sido algún terremoto, asesinato o cosa así?... Los celos, los celos, señor D. Félix, son muy malos anteojos. Con ellos se ven las cosas en gran aumento y tan desfiguradas que no las conocemos.

-Cuando usted esté bien enterado no lo tomará a broma. Esta noche he visto a ese hombre de quien hablé a usted, le he visto entrar en la casa.

-¿En qué casa? -preguntó Albarado con cierta disposición a tomar aquello en serio.

-¿En qué casa había de ser? ¡Por vida de!... En la suya. Ya usted sabe que anoche no quiso Susana asistir a la tertulia en casa de Porreño. Dijo que estaba mala y se quedó en casa. Pero yo sospechaba, salí, fui a observar y vi...

-¿Conque vio usted?

-Sí, vi a ese hombre salir de la casa a hora bastante avanzada. Yo me enteré bien y sé que estuvo dentro más de dos horas.

-¿Usted está seguro de lo que dice? -preguntó con más interés el buen inquisidor.

-Creo que hace usted mal en bromear sobre este asunto -indicó el marqués.

-¿Y ese hombre... es uno de esos por quienes se interesa tanto para que no les eche mano la Santa Inquisición?

-Justamente. ¿No le dije a usted que se hablaba mucho de eso y que todos los conocidos hacían mil comentarios?... Usted se rió entonces de mí. Pues ahí tiene usted cómo la cosa era cierta.

-Conque Susanilla... Pero es mucho carácter aquél. A   —172→   la verdad, señor marqués -añadió el Inquisidor-, si lo que usted me dice es cierto, ello es cosa tremenda.

Y dando un fuerte puñetazo en la mesa, se levantó y muy agitado principió a dar paseos por la habitación.

-Usted sabe el interés que Susana se toma por ese canalla -dijo el marqués con creciente aflicción-. ¡Oh!, desde que vi que ella no quería ir a casa de Porreño, precisamente en día de gran sarao, no las tuve todas conmigo. Me puse en acecho...

-¡Ah!, no lo puedo creer -aseguró Albarado deteniéndose y cerrando los ojos-. Si Susana fuera capaz de semejante infamia... ¡Pero qué deshonra! ¡Qué vergüenza! Y ese hombre, ¿quién es?

-Un endiablado francmasón. No está averiguada su clase y fines. Debe ser hombre perverso.

-Pero no nos confundamos, amigo D. Félix -dijo el doctor tratando de serenarse-, fijemos bien los términos del asunto. ¿Qué es a punto fijo lo que hay?

-Ni más ni menos que lo que ayer le dije a usted, señor doctor de mis pecados. Que la señorita doña Susana se ha prendado de ese hombre aborrecido, y con tanta violencia que anoche le ha recibido en su casa, a solas, cuando toda la familia estaba en casa de Porreño.

-¡Ah!, usted se ha equivocado, señor marqués. Usted viene a volverme loco -exclamó con repentina cólera el buen consejero de la Suprema-. Susana es incapaz de...

-Ya se convencerá usted, señor doctor. No es la pena de usted más intensa que la mía. ¿Pero usted mismo no me ha dicho que había notado con mucha extrañeza las miradas y el carácter de Susana en estos últimos días?

-Sí -dijo el Inquisidor, más irritado-. Sí, sí, yo había notado en ella... No la conocía... yo me preguntaba: «¿Qué diablos tiene esa muchacha?». ¡Oh!, pero nunca creí... ¡Qué tiempos!

-¿Y no le ocurre a usted lo que es preciso hacer? -preguntó el marqués.

-¿Qué?... no sé.

-Ya que el mal no puede evitarse, podrá al menos ocultarse.

-¡Ocultarse!, ustedes con eso quedan tan contentos. Eso no me satisface. Pero esta deshonra me desespera... Yo no sé qué pensar... Aún lo dudo, y espero que sea una equivocación de usted. Si llego a adquirir la certidumbre de esa... Explíquese usted mejor, deme usted detalles.

-¿Todavía no está usted convencido? Vayamos pensando el modo de hacer desaparecer a ese miserable, y ya que   —173→   la deshonra es imposible, ocultémosla mientras se pueda.

-¡Ah!, no lo puedo creer -expresó el inquisidor con angustia-. ¡Susana, Susanilla!... Pues yo juro que ese bribón nos las ha de pagar.

-¡Y pretendía que su compañero fuese puesto en libertad!

-Buena les espera a los dos.

-¡A la Inquisición! -dijo el marqués con ira.

-Sí, a la Inquisición. No puede decirse que nos valemos, de ese Tribunal para una venganza personal, pues esos jóvenes son acusados de muy negros delitos contra la sociedad y la religión. Pero yo quiero interrogar a Susana y espero que ella misma me ha de confesar... Si ella misma se obstina en negármelo, cuando yo se lo pregunte como yo sé preguntárselo, lo dudaré toda mi vida.

-¡Y en esto ha venido a parar, señor doctor de mi alma, una aspiración tan noble y santa como la mía! -manifestó el marqués casi con las lágrimas en los ojos-. ¡Yo que después de una vida agitada y borrascosa aspiraba a reposar de tanta fatiga!... ¡Yo que deseaba formar una familia y vivir tranquilo amando y amado!

-Es preciso hablar del caso a mi hermana y a mi cuñado. Ellos por fuerza han de tener antecedentes. Vamos allá.

-Permítame usted que no lo acompañe. ¡Siento una pena al pensar que entro en esa casa donde yo esperé!...Y he quedado en ir esta noche para llevar a Susana a ese baile de la Pintosilla.

-¿Ella se empeña en ir?

-Y con tal tenacidad que si no la acompaño se pondrá furiosa conmigo.

-¿Y será usted tan débil que la lleve a esos sitios?

-¡Oh!, sí -dijo compungido el pobre marqués-, soy débil, no puedo negarle nada; me tiene fascinado. Crea usted que he llegado a tenerla miedo.

-Es mucho carácter aquel -decía repetidas veces el inquisidor paseándose muy ensimismado-. Pero vamos allá.

-Pues vamos.




II

Poco tardaron los personajes citados en trasladarse a casa del Sr. D. Miguel Enríquez de Cárdenas el cual estaba encerrado en su despacho y en conversación muy calurosa con D. Buenaventura. Cuando sonaron en la puerta los   —174→   golpecitos que anunciaban la visita del buen doctor y del afligido marqués, Rotondo se ocultó muy aprisa en una pieza inmediata y D. Miguel abrió. Al ver a sus dos amigos, pintose en su semblante la mayor sorpresa; pero estamos autorizados para creer que sospechaba a qué venían.

-Venimos a enterarte de un grave asunto -dijo el inquisidor-. Doloroso es, Miguel, pero no debemos rehuirlo con timidez, sino abordarlo con valor.

-Pero ¿qué hay, qué es eso? -interrogó con apariencias de gran consternación el hermano del conde de Cerezuelo.

-Ya tú conoces el carácter de Susana -dijo el doctor-. Sabes cuánto la quiero; pero el amor que la tengo no es parte a ocultarme sus defectos, más bien hijos de una sensibilidad impresionable que de perversidad del corazón.

-¿Pero qué le pasa a Susana? ¿Qué ha hecho? Sacadme de una vez de esta espantosa duda -dijo D. Miguel.

-Susana, por triste que nos sea confesarlo, está agraviando con su conducta a tu familia y a la mía. Susana se ha prendado de un hombre indigno de ella, de un hombre despreciable por todas razones, ya se considere su condición y nacimiento, ya se considere su vida y oficio, su modo de vivir sus ideas.

-En verdal que es cosa horrorosa -manifestó D. Miguel abriendo los ojos y la boca del modo que a él le parecía más propio para expresar la estupefacción.

-Susana es una de las jóvenes más ricas de la Corte; su hermosura la hace digna de enlazarse a un individuo de familia regia. Pero esta ligereza suya la pone al nivel de... vamos, no quiero pensarlo.

-Ni yo tampoco -contestó después de una pausa melodramática el Sr. Enríquez de Cárdenas-. No quiero pensarlo; pero ¿cómo has sabido... quién ha descubierto?...

-Pues has de saber que ese hombre ha entrado anoche aquí... en tu casa -dijo Albarado.

-¡En mi casa!... ¡Oh! ¡Esto merece un castigo ejemplar!...

-Es preciso tomar pronto alguna determinación.

-¿La enviaremos a Alcalá?

-Ella no querrá ir. Conviene además que no haya el menor escándalo.

-¡Qué muchacha, santo Dios! -exclamó D. Miguel-. Por Dios, no digáis nada a mi esposa. ¿Pero cómo habéis sabido?... ¡Qué corrupción! ¡Cómo pierden las jóvenes el pudor!... Contadme...

  —175→  

El marqués, cada vez más tétrico, contó a D. Miguel lo que había visto la noche anterior, y con esto y las aclaraciones que dio el doctor, recordando palabras y hechos de la indomable doncella en aquellos días, el Sr. de Cárdenas aparentó no tener duda alguna acerca de la realidad de aquel desastre doméstico.

El doctor no esforzaba mucho en descrédito de Susana sus consideraciones sobre la honestidad y el decoro de las mujeres. Allí el inexorable era D. Miguel, que hasta llegó a asegurar que no esperaba menos de persona tan caprichosa y frívola. El marqués ardía en deseos de venganza, pero esta pasión era en él reconcentrada y sorda: habíase calmado, y sin duda meditaba algún plan de difícil ejecución, porque enmudeció, y sólo con algún que otro monosílabo expresaba su conformidad al oír los terribles apóstrofes de D. Miguel. El inquisidor al fin quiso hablar del asunto con la propia Susana, y salió, siendo su objeto emplear con ella la mayor delicadeza y habilidad, según exigía el áspero carácter de la nietecilla, a quien tanto amaba y tan bien conocía. Subió, pues, con este intento, y quedáronse solos el marqués y el noble hermano de Cerezuelo.

-Aún no vuelvo de mi asombro -dijo éste, esperando que su amigo se prestaría a entablar una conversación llena de digresiones sobre la moral y la condición de las hembras.

Pero el marqués calló, dejando a Cárdenas en la plenitud de su inspiración.

-¿Y qué noticias tenía usted de ese hombre? -preguntó luego.

-¡Ah! Detestables -contestó el marqués-. Pero nos las ha de pagar.

-¿Usted le conoce?

-¡Ah! No... Sólo de vista.

-Si se le pudiera alejar de aquí... Pues mandarle a Indias.

-No irá tan lejos por de pronto; pero al fin irá, irá más allá.

-¡Qué gente tan perversa está apareciendo por todas partes! Le digo a usted que estoy horrorizado. ¿Si será cierto que va a haber una revolución y que...? Mejor es no pensarlo.

-De ese hombre no tema usted nada, que le arreglaremos.

-¿Qué piensan ustedes hacer con él?... A ver.. Cuénteme usted... Quiero saber...

-Por de pronto la Inquisición se encargará...

  —176→  

-¿Sí?...

-¡Pues está poco furioso el buen consejero de la Suprema!

-¡Pobre joven! -dijo D. Miguel, distraído y sin reparar en la inconveniencia que de su boca salía.

-¿Qué dice usted?

-No... Quiero decir... Bien merecido le está.

-A la cárcel con él. ¡Bueno soy yo para tener lástima a semejantes pájaros!

-¿Y podrán ustedes echarle mano?

-Creo que sí; mejor dicho, seguro estoy de que sí, porque yo no he de parar hasta que lo consiga.

Y diciendo esto, el marqués se retiró sin más razones.

Ya D. Miguel estaba seguro de que había bajado la escalera y salía por el portal cuando abrió la puerta del cuarto inmediato y entró el Sr. de Rotondo.

-¿Ve usted? -le dijo Cárdenas con su sonrisa astuta y fría-. El marqués vio entrar a ese hombre. Si le dije a usted que éste tenía mucha travesura y experiencia para no caer de su burro. ¿No ha oído usted lo que ha dicho?

-Sí -contestó sentándose D. Buenaventura-. Me parece que podemos rezarle un Padrenuestro al pobre don Martín.

-¿Usted le prevendrá para que se ponga en salvo?

-Creo que debemos hacerlo así; porque, como usted me decía hace poco, el buen filósofo no podía haber hecho cosa mejor que agradar a Susanita. ¡Oh! Si él no fuera como es, es decir, un filósofo indomable lleno de preocupaciones, si él sintiera en su pecho las cosquillas del amor e hiciera un experimento revolucionario...

-¡Oh! -dijo D. Miguel-. Creo que eso es pensar en lo excusado. Y la verdad es que la chica se ha prendado de él.

-Por de pronto le pondré sobre aviso, porque a poco que se descuide me lo zampan en la Inquisición, y nos hace gran falta.

-¿Y después? -preguntó sonriendo el noble hermano de Cerezuelo-. Vamos, desarrolle usted su plan por completo. Yo me marco al ver esas admirables combinaciones de usted. Ya se ve, con esa grande imaginación que Dios le ha dado...

-Después... Es preciso ir con tiento. Si ese hombre tuviera un carácter más dócil y se dejara manejar, vería usted qué pronto estaba todo hecho; pero es intratable. Aun así yo pienso manejarme de tal modo que le meta de cabeza en nuestros asuntos, y así cuando intente salir del enredo no podrá: le tendremos en un puño y a merced   —177→   de nuestra voluntad. Ese hombre, domado, es de un valor inmenso.

A este punto habían llegado de su conversación, cuando se sintieron unos golpecitos en la puerta.

-Es Sotillo -dijo D. Miguel, corriendo a abrir.

La siniestra figura de aquel joven que en la casa de la calle de San Opropio vimos de paso en compañía de un D. Frutos, ex presidiario y francmasón, penetró en el cuarto, y bien claro demostraba su avinagrado semblante que traía malas noticias.

-¿Han venido las cartas? -le preguntó D. Buenaventura.

-Qué cartas ni qué ocho cuartos -contestó Sotillo sentándose sin ceremonia alguna-. Ocurren cosas muy gordas para pensar en cartas. Sepa usted, Sr. D. Buenaventura, que su libertad está en un tris y que a estas horas corren por Madrid diez o doce pájaros gordos encargados de llevarle a dormir a la cárcel de Villa.

-Ole, Ole, parece que me van perdiendo el miedo -dijo D. Buenaventura, más bien orgulloso que afligido de la persecución que sufría-; ya no se contentan con vigilarme, sino que me quieren echar mano.

-Pues parece que por altas influencias se ha decidido a todo trance llevarle a usted a la cárcel, y de allí... Dios sabe dónde.

-¡Ah! Yo tiemblo siempre que oigo hablar de estas cosas -dijo con timidez D. Miguel, que era poco fuerte de corazón-. Si yo pudiera esconder a usted en mi casa...

-Vamos, desembucha punto por punto todo lo que sepas -dijo D. Buenaventura, sin hacer caso de la aflicción de su ilustre amigo.

-Pues parece que en manos del prior del convento de Ocaña han caído una porción de papeles del padre Matamala. Figúrese usted... y entre ellos algunos que podían arder en un candil, como son los del arcediano de Alcaraz, que estaban en cifra, y los de los tres coroneles de Aranjuez... Vamos, que se va a armar un lío...

-Pues hombre, es terrible cosa... Y este santo varón ha sido tan necio que se ha dejado... ¡Oh! ¡Por qué me fié de frailes y canónigos!...

Al decir esto, el Sr. D. Buenaventura, dominado por violenta ira, dio un puñetazo en la mesa, y, levantándose, se paseó muy agitado por la habitación.

-Los papeles vinieron a toda prisa a Madrid; a fray Jerónimo creo que lo trasladan también para mandarle después no sé dónde, y a usted... Pues Godoy se jacta de haber   —178→   descubierto una conspiración contra él y el Trono, conspiración dirigida por los ingleses.

Rotondo hizo un gesto despreciativo, y D. Miguel abrió la boca en señal de un estupor indudablemente épico.

-Pues ésa es la cosa... -continuó Sotillo-. Han dicho que no hay más remedio que buscarle a usted a toda costa, ya que hasta hoy no ha sido posible echarle mano.

-¿Han descubierto la pista de la calle de San Opropio? -preguntó vivamente Rotondo.

-No estoy seguro; mas andan tras ella con mucha fe. Pero ha de saber usted que hay un alguacil que ha prometido llevarle a usted esta noche entre sus uñas a la cárcel de Villa.

-¿A mí? -dijo Rotondo sonriendo con desdén.

-Sí, eso lo he sabido en la taberna de la calle de Mira el Río... y a fe que me costó más de tres cuartillos de vino averiguar quién era ese guapo. ¡Ay, Sr. D. Buenaventura, después dirá usted que gasto mucho! No sabe usted lo que cuesta descubrir esas y otras cosas, tales como las que voy a decir.

-¿Qué?

-También sé el sitio donde le echarán a usted el anzuelo. No es la calle de San Opropio.

-¿Dónde, dónde como?

-No es donde come, ni donde cena, ni donde charla, ni donde conspira, sino donde duerme.

-¡En casa de...! -exclamó D. Buenaventura con el mayor asombro.

-¡En casa de...! -dijo Cárdenas no menos estupefacto.

-¿Y cómo saben que duermo allí?

-Ahí verá usted. El alguacil piensa cogerle a usted por sorpresa, sin resistencia alguna, entregado por las mismas personas en quienes usted tiene depositada toda su confianza.

-¡Por ella!... -dijo con violencia el Sr. de Rotondo-. Eso es imposible.

-Eso es imposible -repitió Cárdenas.

-En fin, de todos modos, ya usted está prevenido, y puede escurrir el bulto.

-No, ella no puede... -murmuró D. Buenaventura muy preocupado y meditabundo-. Y si fuera capaz la abriría en canal.

Para conocimiento de los sucesos que han de venir es preciso que el lector sepa dónde dormía el Sr. D. Buenaventura, lo cual será asunto del siguiente capítulo.





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ArribaAbajoCapítulo XIII

La maja



I

Acabado modelo de la maja era Vicenta Garduña, conocida por la Pintosilla, emperatriz de los barrios bajos, que ejercía dominio absoluto desde las Vistillas hasta el Salitre, temida en las tabernas, respetada en las zambras y festejos populares; mujer que había aterrado el barrio entero dando de puñetazos a su marido Pedro Potes, maestro de obra prima, y tan débil de carácter como largo de cuerpo. ¿Quién sería capaz de narrar las proezas de esta mujer ilustre, desde que descalabró a la castañera de la calle de la Esgrima hasta que dio de bofetadas a un duque muy grave en la Pradera del Corregidor, en medio del gentío y a las tres de la tarde? Lavapiés por un lado, y Maravillas y Barquillo por otro, fueron teatro de estas heroicidades que, tal vez más que sus naturales encantos, contribuyeron a hacerla interesante a los ojos de muchos personajes de la Corte de distintas clases y categorías.

El Zurdo, rey de los matuteros; Tres-Pelos, gran maestre de los tomadores del dos; el Ronquito, emperador de la ganzúa; Majoma, canciller de los barateros, y otros insignes héroes de aquellos tiempos, eran cronistas fieles de sus hechos y dichos, disputándose todos el honor de bailar en su casa, de tomar parte en sus meriendas y de meter ruido en sus frecuentes jaleos.

Pocas excursiones tenemos que hacer al campo de la historia para dar a conocer lo importante de la vida de esta heroína, que sólo entra en esta narración de pasada y como al acaso. Baste decir que la Pintosilla riñó por primera vez con Pedro Potes a los tres meses de casada, y que desde entonces, y a causa de las ruidosas victorias alcanzadas sobre el débil consorte, adquirió el prestigio de que disfrutaba en el barrio, y su nombre corrió de extremo a extremo por toda la coronada villa. Si su hermosura no era extraordinaria, su gracia era tan picante que ocultaba todos los defectos, razón por la cual era galanteada por personas de todas jerarquías, y hasta se contó que cierto señorito   —180→   de una principal familia fue desterrado y castigado por sus padres a causa de haber frecuentado más de la cuenta el bodegón de la Pintosilla.

Era en extremo generosa y hacía alarde de favorecer a los necesitados. Sus galanes, cuando los tuvo, gastaban más lujo del que correspondía a humildes menestrales de la clase popular. Los que procedían de más altas regiones sufrían sus desaires, pues cifraba todo su orgullo en humillar a los grandes señores.

No pasaba día sin que riñera con sus vecinas, y siempre con tal furor, que el altercado solía concluir con la intervención de la justicia. En una de estas epopeyas la Pintosilla fue a parar a la cárcel, donde descalabró a cuatro presas, estropeó a cinco, concluyendo por pasearle las costillas a la guardiana, que era una mujer como un templo. Estas y otras expansiones de su ardiente espíritu pusieron a la pobre Vicenta Garduña a las puertas del presidio, y allí hubiera ido si un ángel tutelar no la sacara de la cárcel a costa de algún desembolso y de muchos empeños. Recibió esta señalada protección de un hombre que la había galanteado en vano durante muchos meses y que había tenido la buena idea de alejar para siempre de Madrid a Pedro Potes, estorbo sempiterno de los adoradores de Vicenta. Pero si las ofertas de un buen menaje y de un corazón amante, aunque algo pasado, no la ablandaron, la gratitud y cierto deseo de reposo inclinaron su ánimo, y decidió arreglarse con aquel célibe pacífico, entrado en años, rico y de trato afable, aunque por demás reservado y frío. Éste fue el origen de las relaciones entre D. Buenaventura Rotondo y la Pintosilla.

En éste, como en todos los actos de nuestro personaje, la prudencia y la precaución fueron por delante. Nadie lo sabía; la Pintosilla se vio obligada a variar de conducta, renunciando a los escándalos diarios y a las epopeyas callejeras, con lo cual, si la moralidad pública ganó mucho, el barrio perdió en parte su principal animación. No renunció, sin embargo, a su taberna ni a sus grandes y ruidosos jaleos por Pascuas, San Isidro, ferias y otras solemnidades religiosas u oficiales, como, por ejemplo, cuando nacía un príncipe o princesa, ocasiones que el pueblo celebraba entonces con febril entusiasmo.

Cuando principió la persecución contra D. Buenaventura, acusado de emisario secreto de los ingleses para promover obstáculos a la administración de Godoy, y el pobre señor se vio obligado, a tener una casa para conferenciar con los suyos, y otra donde aparentaba residir, la amistad   —181→   de la Pintosilla le sirvió de mucho; el secreto en que había mantenido sus relaciones le permitía pernoctar descuidado en la calle de la Arganzuela, sin temor de traiciones ni sorpresas. Juzgue el lector cuál sería su asombro cuando Setillo le anunció que había el proyecto de aprehenderle en casa de Vicenta, entregado y vendido por ella misma. Aunque no tenía confianza en nadie, nunca creyó a la Pintosilla capaz de semejante infamia, y por eso exclamó abriendo la boca con tanto estupor como el Sr. de Cárdenas:

-¡Si fuera capaz... la abriría en canal!

Los alguaciles que se ocupaban noche y día en seguir la pista al emisario de la nación inglesa, descubrieron al fin donde dormía. Uno de ellos, que era parroquiano asiduo de la taberna, entabló con Pintosilla las primeras negociaciones para la entrega de D. Buenaventura, y Vicenta fingió condescender aceptando el soborno que se le ofrecía. Estas negociaciones cundieron de la taberna de la Arganzuela a la taberna de Mira el Río, donde Sotillo, que era de los que tienen medio cuerpo entre los malhechores y el otro medio entre los alguaciles, las adivinó con su finísimo olfato, adquiriendo después pormenores curiosos mediante el gasto de algunos cuartillos de vino.

Los alguaciles, cansados de las mil tentativas frustradas que constituían la historia de sus pesquisas tras D. Buenaventura, a causa de las muchas precauciones de éste, llegaron a cobrarle miedo y a creer que algún ente infernal le protegía. Juzgaron más fácil cogerle por la astucia que por la fuerza, y averiguado el sitio donde dormía, les pareció más hacedero el soborno que el asalto. Convinieron, pues, con Vicenta en que ésta cerraría cierta puerta de escape que a lo largo de un pasadizo daba salida por la Costanilla le la Arganzuela, y ellos entrarían de improviso por la taberna, subiendo a las habitaciones superiores para cogerle como en una ratonera.

Sotillo se enteró de este pequeño plan, que no hacía honor ciertamente a la policía española de aquellos tiempos, y esta falta de secreto lo hubiera hecho fracasar, si, por otra parte, la condescendencia de la Pintosilla no fuera una farsa ideada para burlarse de los ministriles y dar un bromazo a cualquiera de los que habían de asistir a su baile en aquella memorable noche.



  —182→  
II

Mientras se hacían los preparativos de esta fiesta, veamos lo que le pasaba a Martín Muriel, amenazado de caer, como su amigo, en las garras de la Inquisición, gracias al despecho del marqués de Fregenal, apasionado en sus maduros años de la famosa Susanita. El doctor no había oído sin cierta repugnancia el anuncio de que Martín iba a ser delatado al Santo Tribunal sin otro motivo patente que haber merecido la afición de la joven. Pero se consoló el buen consejero de la Suprema al oír de boca del marqués un fiel relato de los crímenes de la francmasonería, brujería y demás diabólicas artes que practicaba el joven. Esto le hizo creer que había motivos justos para no sofocar los ímpetus vengativos del marqués, y que la religión y la sociedad se libraban de un terrible enemigo con sólo atar corto a aquel hombre insolente que atrevidamente insultaba las cosas más santas y venerables. La delación fue hecha, y aquella tarde, cuando Martín se preparaba a salir, los esbirros del célebre Tribunal tocaron a la puerta de su casa.

Cuando Alifonso vio por el ventanillo las cruces verdes, su terror fue tal que a punto estuvo de caer redondo al suelo. Más muerto que vivo corrió al cuarto de su amo, y exclamó:

-¡Señor, señor, ahí están; ellos, ellos son!

-¿Quién está ahí, quién puede ser?

-Ésos... -contestó, temblando de miedo el barbero-, esos que vinieron por D. Leonardo... ¡Ah, la perra de la tía Visitación!...

-¡La Inquisición! -exclamó el otro-. Huyamos. ¿Por dónde?

-Venga usted -dijo Alifonso, dirigiéndose más rápido que una flecha a lo interior de la casa.

El miedo le daba alas, y Martín, que no creía fácil defenderse contra tal gente, le siguió sin esperar un momento. Al entrar precipitadamente en la cocina, doña Visitación, que acudía llamada por los campanillazos, recibió el violento impulso de la carrera de Alifonso, y cayó al suelo. Amo y criado pasaron sobre ella, y la infeliz quedó magullada y confusa, exclamando: «¡Ladrones, ladrones!».

Los fugitivos treparon por una escalera que conducía al desván; desde allí pasaron a una trastera, de ésta al tejado   —183→   y por aquí a la casa del tintorero, que ya había dado asilo a Alifonso en los tremendos días de la prisión de Leonardo; pero en vez de quedarse allí, seguros de que serían perseguidos, salieron a la calle inmediata, que era la de Lavapiés, y se alejaron a toda prisa, pero con el mayor disimulo. Esta vez los esbirros inquisitoriales erraron el golpe, y cuando la puerta de la casa habitada por la francmasonería se abrió, sólo encontraron el cuerpo inerte de doña Visitación, tendido en el mismo sitio de la caída, y no pudieron menos de mirarse unos a otros con asombro cuando la pobre mujer aseguró con voz entrecortada y angustiosa que Alifonso y D. Martín se habían ido por los aires caballeros en dos escobas, despidiendo llamas oliendo azufre y profiriendo mil maldiciones contra el Señor y su Santísima Madre. Los inquisidores no pudieron menos de exclamar: «¡Lo que se nos ha escapado!».

Registraron aquella casa y las inmediatas, pero los francmasones no parecieron. Alguien aseguró que se habían convertido en humo negro, hediondo y sofocante, que se difundió por los aires.




III

Al principio los fugitivos marcharon sin dirección fija, cuidándose tan sólo de alejarse lo más posible; pero cuando se juzgaron seguros, Martín pensó que convenía poner aquel suceso en conocimiento de D. Buenaventura, y con este propósito se dirigió a la calle de San Opropio, donde estaba Rotondo enfrascado en animadísima conversación con D. Frutos.

Martín dejó a Alifonso en la calle, encargándole que le aguardara, entró y subió.

-¡Cuánto me alegro de verle a usted, amiguito! -dijo D. Buenaventura-. Precisamente necesitaba hablar a usted para ponerle sobre aviso. Sé que le tienen destinado a pasar unos días en la Inquisición para que descanse allí tranquilamente de su agitada vida.

-Ya lo sé, pero felizmente...

-¿Por quién lo sabe usted?

-Por ellos, que ahora estarán registrando mi casa y mis papeles. He escapado por milagro.

-¡Ah! ¿Ya le han ido a visitar a usted? ¡Qué puntuales son!

  —184→  

-Puesto en salvo -afirmó Martín con ira-, yo les juro que he de vender cara mi vida.

-Pues, amiguito, a mí me pasa lo mismo -dijo Rotondo, cruzándose de brazos-; también a mí me persiguen, y hay quien ha prometido solemnemente entregarme esta noche misma vivo o muerto.

-¡Esto es horroroso! -observó Muriel-, soy inocente: nadie me puede acusar del más pequeño delito; no he ofendido a ningún ser vivo, y me veo perseguido, amenazado de muerte y de deshonra por ocultos enemigos. Nada puede garantizar al hombre su vida, su independencia, su tranquilidad. Es tal la condición de los tiempos presentes, que cualquier delación infame, hecha por boca de un desconocido, nos encierra tal vez para siempre en esos sepulcros de vivos que espantan más que la misma muerte.

-Sí -dijo Rotondo-, es horroroso. ¡Y se espantarán de que haya hombres de ánimo valeroso que se propongan acabar con todo esto! Ya recordará usted lo que habíamos aquí a poco de llegar usted a la Corte.

-Sí, y usted creía lo más oportuno llegar a ese fin por medio de la astucia, cuando yo le decía que no había otro recurso que la fuerza.

-Es verdad que entonces dije eso, y aún lo sostengo; no conoce usted, amigo mío, la tierra que pisa. Entonces usted, no consideró mis proyectos ni aun dignos de fijar su atención. ¡Oh!, si aquí nada se logra, consiste en que los que desean una misma cosa no se ponen de acuerdo en los medios para llegar a ella.

-Es cierto -dijo Martín-, que, por lo poco que usted me confió no comprendí que hubiera en sus propósitos una alta idea, sino tan sólo la satisfacción de mezquinos resentimientos. Usted quiere variar de personas dejando en pie todo lo demás.

-De cualquier manera que sea, en vez de discutir qué medio es mejor, ¿no sería más conveniente poner en práctica uno cualquiera? ¿Qué puede usted hacer solo? Los que piensan como usted son contadísimos, D. Martín, mientras yo puedo decir que entre los míos está media España.

-Si eso fuera así... -contestó el otro, profundamente pensativo.

-Desde que nos vimos comprendí que usted era un hombre de mérito y el más a propósito para poner término a una gran empresa que acabara con esta sociedad miserable y corrompida, echando los cimientos de otra nueva. Nada le falta a usted si no es un poco de docilidad para   —185→   ceñirse por algún tiempo a voluntades superiores encargadas de dar unidad al plan revolucionario.

-Pero usted no me quiso decir quiénes eran esas voluntades superiores, ni cuál el plan, ni... usted no me dijo nada -contestó Martín con cierto afán.

-No podía ni debía hacerlo sin estar seguro de su adhesión. Y ahora, después de tantas persecuciones, de tantos vejámenes, cuando vemos pendiente nuestra vida y nuestra libertad de la declaración de cualquier malintencionado, ¿vacilará usted en asociar su esfuerzo a los esfuerzos de los demás?

-¡Oh!, no -replicó Martín con creciente ira-, no; allí donde esté uno que jure el exterminio de tantas infamias, allí estaré yo, cualesquiera que sean los medios de que se ha de hacer uso. Las circunstancias me han reducido a la desesperación, tengo que vivir oculto, tengo que hacer la vida de los facinerosos y mentir por sistema engañando a cuantos me rodeen para poder burlar esta inicua persecución. ¡Y extrañarán que seamos atrevidos y violentos, que odiemos con todo nuestro espíritu, que seamos crueles o implacables con la muchedumbre supersticiosa, con los grandes, con el clero, con la Corte, con el Gobierno! Solo, sin recursos, perseguido injustamente, maltratado sin motivo, la sociedad me empuja hacia el bandolerismo. Si yo tuviera distintos sentimientos de los que tengo, mi vida futura estaría trazada, y no vacilaría; pero yo no puedo transigir con la maldad; yo soy bueno, yo soy honrado, y a pesar de toda la fuerza de mis odios, no mancharía con ningún crimen las ideas que profeso. ¡Malvados! ¡Después de corromper al pueblo y de inspirarle toda clase de delitos, rellenan con él los presidios y las cárceles de la Inquisición! ¿Qué podemos hacer en esta sociedad? Si luchar con ella es imposible, provoquémosla hasta que acabe de una vez con nosotros, o huyamos a tierra extranjera donde los hombres puedan existir sin ser cazados y enjaulados como fieras.

Esta elocuente protesta impresionó a D. Frutos, que no pudo contener su entusiasmo e hizo sonreír a D. Buenaventura con cierta expresión que quería decir: «Ya es de los nuestros». El joven estaba exaltado y lívido; su cólera era siempre tan comunicativa, que ninguno había más a propósito para transmitir a los demás sus propios sentimientos.

-Bien, bien -dijo Rotondo-, hombres de ese temple son los que hacen falta. Lo que conviene ahora es esperar, esperar. La obra es grande y menos difícil de lo que parece cuando hay hombres como usted.

  —186→  

-¡Esperar! -exclamó Martín con la misma alteración-. ¡Ah! ¡Y yo que creía conseguir de esa familia aborrecida la libertad de Leonardo! Usted se equivocó al aconsejarme que implorara su protección. Yo acerté al desconfiar de esa gente, a la cual debo la prisión y muerte de mi padre, el abandono de mi hermano. ¡Infames! Desde que entré en la casa me inspiró recelo aquella dama orgullosa y antojadiza, aquel viejo zalamero e hipócrita. ¡Y afectaron recibirme con benevolencia! ¡Y la taimada me prometió interceder con ese inquisidor que usted me pintara como modelo de humanidad! La verdad es que esa mujer obedece sólo a ciegos instintos y a los arrebatos de una naturaleza apasionada que puede fácilmente llevarla a los mayores crímenes. ¡De ella, de ella ha de proceder esta delación inicua; de ella, que no pudo hacer de mí un esclavo de sus livianos caprichos; de ella, que se goza con verme humillado por sus coqueterías y su hermosura, como si yo fuera un imbécil petimetre aturdido por la vanidad y la concupiscencia! ¡Ah! ¡Qué ruines sentimientos! Ella y la corte de ridículos seres que la rodean son autores de esta persecución. ¡Era preciso lavar la mancha caída en la familia por la supuesta afición de una dama como ella hacia un hombre como yo! ¡Desdichados de nosotros que no somos otra cosa que un vil juguete puesto a merced de sus caprichos o de sus rencores!

-¿Y usted está seguro que la delación procede de ella? -preguntó D. Buenaventura.

-Sí; no puede venir de otro lado este golpe infame. En pocos días de trato he podido conocer su carácter tornadizo, propenso a las resoluciones violentas, dispuesto a amar o aborrecer sin causas reales. La conozco; ella, ella ha sido.

-Pues mis informes son de que había concebido una repentina y fuerte pasión por usted.

-Hay seres en cuyos corazones no se puede deslindar el amor del odio. Más que amor, sienten pasajeras impresiones que suelen resolverse en un rencor despiadado y vengativo. Esas personas de extremado orgullo hacen pagar muy cara la flaqueza de haber sentido inclinación hacia alguno. ¡Ella, ella ha sido!

-No lo creo -dijo Rotondo con intención de escudriñar mejor sus sentimientos respecto a Susana.

-¡Ah! Pero ya sé lo que tengo que hacer -añadió Martín súbitamente y con decisión.

-¿Qué? -preguntaron con curiosidad D. Frutos y Rotondo.

  —187→  

-Irremisiblemente lo hará. Es una resolución inquebrantable.

-¿Qué piensa usted hacer?

-Puesto que me han traído a este extremo, ya sé lo que me corresponde hacer. A esta gente es preciso tratarla como se merece.

-¿Qué resolución es ésa? Alguna venganza.

-Si -afirmó Martín con la mayor entereza-. Pienso apoderarme de ella y anunciar a la familia que no podrá rescatarla mientras Leonardo no sea puesto en libertad.

-¿Secuestrarla? -preguntó D. Buenaventura.

-¡En rehenes! -dijo D. Frutos.

-Sí, yo sabré apoderarme de ella, aunque tenga que habérmelas con medio Madrid.

-¡Oh!... Ese medio... -apuntó D. Buenaventura tratando de disimular su complacencia-. Pero es peligroso, es dificilísimo.

-Será muy fácil si encuentro quien me ayude.

En aquel momento D. Frutos se levantó, y, poniéndose la mano en el pecho, dijo a Muriel con entereza:

-Cuente usted conmigo.

Martín no hizo caso, y continuó paseándose por la habitación.

-Si usted consigue llevar a cabo ese propósito con felicidad -dijo D. Buenaventura- es seguro que verá libre a D. Leonardo. ¿Se cree usted con fuerzas?...

-Sí, con fuerzas para eso y para más.

-Pues bien... -añadió Rotondo después de meditar un rato y aparentando que aquel asunto no le importaba gran cosa-; yo le voy a proporcionar a usted la ocasión.

-¿Cuándo?

-Esta misma noche.

-¿Dónde?

-En un sitio a que concurrirá Susanita, y donde será muy fácil lo que usted intenta. Seguro, segurísimo. Ni a pedir de boca.

-¿Y qué sitio es ése?

-Ella va esta noche a cierto baile de candil en los barrios bajos.

-¿Cómo lo sabe usted?

-Conozco las interioridades de esa casa tan bien como las de otras muchas de Madrid.

-Recuerdo, en efecto, que D. Lino me habló de ese baile... Pero la familia se oponía a que fuera.

-¡Irá!

-¿Irá? ¿Usted está seguro?

  —188→  

-Sí; vea usted cómo le proporciono la satisfacción de su deseo, no sin cierto egoísmo, se entiende. Desde hoy usted será de los míos. Usted es un tesoro inapreciable, Sr. D. Martín. Con hombres así no dudo ya de la regeneración de España. Pero vamos a ver. Es preciso buscar un sitio donde ocultarse y ocultarla.

-Ya lo encontraremos.

-No es preciso buscarlo. Yo también en este asunto salgo en su ayuda. Esta casa es a propósito. Tiene sus escondrijos para el caso de que los alguaciles se metieran en ella. Mi refugio ha sido desde hace mucho tiempo, y lo será más ahora, cuando hay quien ha prometido entregarme vivo o muerto.

-¿También a usted?

-Ya; yo soy la pesadilla de cierto elevado personaje. ¡Y qué gustazo le daría si me dejara coger! Pero no, no lo verán. No habían ellos concluido de arreglar el modo de prenderme, cuando ya lo sabía yo.

-¿Y qué hace usted para evitarlo?

-¡Oh! Ya tengo tomadas mis precauciones, y no me cogerán desprevenido.

-¿Piensan cogerle a usted?

-No, esta madriguera no la han descubierto todavía. Y si la descubren, ya tenemos por donde escapar.

El diálogo duró hasta la caída de la tarde, siempre animado y versando sobre el mismo tema. La noche arrojó sus sombras sobre aquella triste mansión; el loco callaba, retirado en su guarida, y sólo las voces agitadas de aquellos tres hombres turbaron el profundo silencio, hasta que al fin se les vio desfilar uno tras otro por el corredor, bajar y salir juntos, después de atravesar el patio interior por cierta puerta que daba a las afueras de Madrid, cerca de los Pozos de Nieve.






ArribaAbajoCapítulo XIV

El baile de candil



I

No hacía mucho que habían dado las ocho cuando la Pintosilla principió a recibir a sus numerosos convidados. Dos candiles pendientes del techo tenían la misión de alumbrar   —189→   el recinto, lo cual no hubieran podido realizar si no recibieran ayuda de un quinqué comprado ex profeso para que el humilde bodegón se pareciera lo más posible a los estrados de la gente de tono. Renunciamos a describir el buffet, como hoy decimos, que consistía en una especie de altar cubierto con una colcha encargada del papel de tapiz; ni nos ocuparemos del sinnúmero de botellas que sobre él había, puestas por orden como los potes de una farmacia, aunque sin letrero donde constara su contenido, que era vino de distintas variedades y colores.

El primero que entró fue Paco Perol, con su capa terciada, su gran sombrero de medio queso y su guitarra, que rasgueaba con mucha destreza. Siguió la elegante y simpática verdulera del Rastro Damiana Mochuelo, y después la distinguida y airosa Monifacia Colchón, comercianta en hígado, tripa y sangre de vaca, y después Gorio Rendija, opulento ropavejero de la calle del Oso, seguido de la interesante castañera denominada la Fraila, establecida en el Mesón de Paredes. Vino luego el discreto Meneos, majo devoto que se ocupaba en ayudar misas y en remendar trapos viejos, y después la elegantísima y majestuosa Andrea la Naranjera, que era una de las notabilidades de la Ribera de Curtidores. No tardó nada el aprovechado joven llamado Pocas-Bragas, que venía de viajar por las principales capitales de Europa, tales como Melilla y Ceuta, ni faltó el respetable y eminente hombre de Estado, llamado tío Suspiro, maestro de las escuelas establecidas en la Carrera de San Francisco para alivio de bolsillos y desconsuelo de caminantes. Estos y otros esclarecidos personajes de ambos sexos llenaron el bodegón; sonó la guitarra, tocada por el bizarro puntillero de la Plaza de Madrid, Blas Cuchara, y Rendija echó al viento con poderosa voz la primera tirana.

-Pero hay pocos estrumentos -dijo la Fraila-. ¡Eh!, tú, Pocas-Bragas, ¿por qué no te has traído la guitarra?

-Denguno toca como él -añadió Monifacia, haciendo fijar la atención en el aludido-. Sabe tocar hasta el minuete, que lo aprendió en el presillo...

-¿Qué es eso de presillos? -dijo el distinguido joven-. No me enriten, que cada uno tiene sus recovecos en la concencia... Pero este pelafustrán de Meneos, que sabe tocar el bajón y el clarinete... Tía Pintosilla, yo que usted trajera la orquesta de los tres coliseos de Madril.

-Vamos, vamos, que se impacienta el auditorio -observó con gravedad el tío Suspiro-. Música, y sáquense a bailar. ¡Ah! Cuchara, saca a Damiana, que es está pudriendo   —190→   por bailar. ¡Ah, piernecitas de mi alma! ¡Cómo me cosquillean dende que oigo el guitarreo!

-Baile usted conmigo, tío Suspirón -dijo la Naranjera-. Entodavía les hemos de enseñar cómo se menea la zanca.

-Menos disputas y a bailar -ordenó la dueña de la casa, poniendo en perfecto orden de batalla las botellas que estaban sobre el altarejo.

-Pero escucha, Pintosilla -dijo Damiana-, ¿ónde están los usías que dijiste venían a tu casa esta noche? Yo denguno veo.

-Ya vendrán, ya vendrán; oye, me parece que llaman.

En efecto; oyéronse algunos golpecitos en la puerta, abrieron y entró Susana, acompañada del marqués y del Sr. D. Narciso Pluma.




II

-Vengan usías muy enhorabuena a honrar esta casa -dijo Vicenta.

-¡Ay qué obscuro está esto! -indicó Susana dando algunos pasos hacia el centro del corrillo.

-Pus que le traigan el teneblario de Jueves Santo -dijo Paco Perol.

-Una silla, una silla pa la señora condesa. Naranjera, levántate tú.

-¡Miste!, que me levante. Pa eso hamos sido las primeras.

-Estos usías a la moderna me apestan -gruñó por lo bajo la Fraila.

-¿Me he de quedar en pie? Pluma, búsqueme usted una silla.

-¡Ah, señora, no la encuentro! -contestó el petimetre, escudriñando por todos lados.

-Caballero, ¿quiere usted quitarse del corrillo, que me estorba? -dijo Damiana, tirando a D. Narciso del faldón de su casaca.

-Vaya una silla -contestó el tío Suspiro, alargando el mueble por encima de las cabezas.

Susana se sentó. El marqués quedó en pie detrás de ella, y Pluma a su derecha, también en pie.

-No se acerque usted tanto -dijo éste a la Fraila-. Va usted a estropear el vestido de la señora.

-¡Pos me gusta! -contestó la castañera-. ¿Por qué no se está en su casa?

-¡Pos no está poco espetada la madamita!

  —191→  

-No sé cómo gustas de la compañía de esta gente -dijo el marqués a Susana.

-Esto me divierte -contestó ella sonriendo-. ¿Me da usted una pastilla?

-¿Eh? -dijo la Fraila empujando a Pluma-. ¿No ve usted, hombre de Dios, que me está pisando?

-Si usted no se arrimara tanto...

-Ya me ha dado usted dos pinchazos con el demonche del espadín.

-Pues aguante y baje la voz, que molesta a la señora.

-Dale con la señora -contestó la Fraila-, aquí toas somos señoras, porque caa uno es caa uno y denguno es mejor que naide.

-Caramba con los usías -murmuró Pocas-Bragas-, ¿y quién los meterá a venir a esta junción?

-Velay; y mosotros maldito si vamos a las suyas.

-¡Qué despreciable gentualla! -dijo Pluma a Susana en voz muy queda.

-¡Eh, so espantajo! -exclamó la Fraila, dirigiéndose a Pluma-. ¿Querrá usted quitarse de enfrente de la luz?

-¡Ah, ustedes perdonen! -repuso el petimetre devorando su enojo y temeroso de que aquella distinguida sociedad hiciera alguna de las suyas.

Y al apartarse a un lado, el movimiento le impelió hacia adelante con tal fuerza, que maquinalmente puso sus manos sobre los hombros de la Naranjera.

-¡Eh, eh! ¿Le parece a usted que tengo yo cara de bastón?

-Es que me caía -balbuceó el joven aturdido.

-Mucha facha y poca substancia -dijo Cuchara.

-Si tiene cara de espital.

En efecto; Pluma, sin duda a consecuencia de sus desastrosos amores, estaba tan pálido y ojeroso que daba compasión.

-No soples fuerte, Monifacia, que va a echar a volar ese caballero.

-Vamos, vamos a bailar y fuera disputas -dijo la Pintosilla, queriendo cortar la chacota que se disparaba contra D. Narciso.

-Pa otra vez estamos mejor sin usías -manifestó la Fralia, encarándose con la Pintosilla.

-Pues eso no es cuenta tuya -respondió la dueña del bodegón con mal humor-, que yo soy reina en mi casa y convío a quien me da la real gana; y el que no quiera verlo, que se plante en la calle.

-Es por el orgullo y el aquel de decir que viene a su   —192→   casa gente de tono -añadió la Fralia-. Si siempre has de ser Vicenta la Pintosilla, bodegonera y castañera, y estas visitas pa maldita de Dios la cosa sirven, si no es de estorbo.

-Poquito a poco, y cuidado con la lengua -dijo Vicenta, amoscada ya del descortés recibimiento hecho a sus comensales.

-Ya ves entre qué gente nos hemos metido -susurró el marqués al oído de Susana.

-Haya paz y no encharquemos la fiesta -exclamó el tío Suspiro.

-Es que ésta me anda siempre buscando la sin hueso -continuó la Fraila más agitada, porque entre ella y la Pintosilla existía un resentimiento antiguo.

-Vamos callando, que se me van llenando las narices de mostaza, y... arreparen que están en mi casa.

-Como que estoy por tomar la puerta de la calle -dijo la Fraila-, porque a una no le gusta que la falten, y más esta soberbiona, que hasta ayer era...

-Gomita, gomita la palabra, o si no aquí tengo yo unas tenazas... -contestó la Pintosilla poniéndose en medio del corrillo y amenazando con sus dedos a la castañera.

-Ponte en facha; ¡quiá!, si no tengo ganas de reñir contigo -dijo la otra con desprecio.

-¡Castañera de esquina! -exclamó la Pintosilla con mayor desdén.

-Y a mucha honra, que si no soy de portal es porque no tengo arrimos ni busco comenencias ajenas... Pero no quiero reñir contigo, que si quisiera aquí tengo esta manita derecha que sabe dar unos sopapos...

-Pues yo -dijo la Vicenta poniéndose en jarras-, con la izquierda que te hiciera un poco de viento, te había de echar fuera todas las muelas.

-¿Sí? Estoy bien aquí, Pintosilla, y no quiero echar un paseo por tus costillas.

-Ven si te atreves, y a mí en mi casa nadie me tose, porque soy yo muy reseñora.

-Y yo soy más -dijo la Fraila, levantándose y poniéndose también en jarras-. Y si te pie el cuerpo julepe, aquí estamos.

-Aguarda a que esté de humor, que esta noche no tengo ganas de despacharte al otro barrio -contestó Vicenta con insolente sonrisa y meneando el cuerpo con ademán provocativo.

-Sal, naaja -gritó la Fraila con repentino movimiento y sacando a relucir el reluciente acero de una navaja-. Sal pa darle un besito en la cara a mi señorona.

  —193→  

Un grito unánime resonó en el bodegón. La Fraila se colocó en actitud hostil frente a su rival; pero ésta, lejos de inmutarse, permaneció en la misma postura y dijo con cierta calma jovial, que era la desesperación de la castañera:

-Tente y guarda el alfiler, que el te disparo mis armas de fuego...

-¿Qué armas? -preguntaron algunos, creyendo que la Pintosilla iba a sacar un par de pistolas de debajo de sus enaguas.

-Mis ojos, bestia, que si disparan matan más que cuatro balas.

-No quiero vaciarte.

-Ni yo abrasarte viva.

-Vamos, vamos, se acabó la disputa. Dense las manos y pelillos a la mar, y cada uno se rasque su sarna, que las dos son buenas -dijo el tío Suspiro.

-¿Qué te parece? -dijo el marqués a Susana-. ¡A buena parte hemos venido!

-Si no se hacen nada... -contestó Susana, que no se había alterado gran cosa con aquel principio de epopeya.

-Me he quedado sin sangre en el cuerpo -declaró Pluma, serenándose un tanto cuando vio que la Fraila guardaba el arma homicida.

-Pues esto se acabó -dijo la Pintosilla-, y pues ya me sajogué, sepan que a mi casa viene quien yo quiero, y el que no esté a gusto cierre el pico o a la calle.

-Pues a ver, una tirana, Paco Perol, que esto se acabó.

-Unas seguidillas para que las oiga esta madama.

Ya Cuchara tenía la boca abierta para empezar la seguidilla, cuando se abrió la puerta y entró Sotillo; a poca distancia le seguían Martín Muriel, Alifonso y D. Frutos.




III

Susana creyó equivocarse al principio: miró con más atención y fijeza, porque el bodegón no estaba muy bien alumbrado, y al fin se convenció de que era Martín en persona. El marqués no pudo reprimir una exclamación de cólera y sorpresa, tanto más justificada cuanto que tenía la seguridad de que el joven estaría a aquellas horas muy guardado en las cárceles de la Inquisición, y Pluma dijo con expresión de candidez que hizo reír a Susana:

  —194→  

-Éste es uno de los que estuvieron aquel día en la Florida.

-Con su permiso, señora doña Vicenta -dijo Sotillo-, traigo aquí a estos dos amigos que desean conocer esta sociedad.

-Sean bien venidos en mi casa, y tomen asiento, si hallan dónde.

El marqués clavó sus ojos llenos de rencor en Martín, y tembló con la presencia de aquellos hombres en semejante sitio. Tuvo sospechas de que la noche no concluiría sin algo siniestro, y dijo a Susana:

-Vámonos, vámonos al momento.

La joven se volvió, y con una sonrisa que al marqués causó estremecimiento y calofrío, contestó:

-¿Irnos? Estoy muy bien aquí. Vea usted. Ya empiezan a bailar. Pluma, ¿no baila usted? Yo le escogeré pareja entre estas majas.

-¡A bailar, a bailar! -chillaron todos.

Formáronse varias parejas, y las guitarras y las palmadas aturdieron el recinto del bodegón. Todos se movieron: las dos heroínas, cuya contienda hemos descrito, olvidaron por aquel momento sus rencores, y hasta Pluma sintió deseos de salir al corro.

Martín se había sentado junto a Monifacia, y ésta le dijo:

-¿No baila usted, caballero?

-Sí, señora, voy a bailar -contestó el joven muy serio y con una resolución que hizo se fijaran en él las miradas de todos.

-¡Pues ya!, habiendo aquí tan buenas majas. ¿A cuál saca usted?

Muriel se levantó, atravesó el corrillo, y dirigiéndose a Susana, dijo:

-A ésta.

-¡Bravo, bueno!; eso se llama picar alto -observó el tío Suspiro, mientras los demás aplaudían con fuertes palmadas.

El asombro del marqués fue tal, que en el primer momento no se le ocurrió palabra ni ademán alguno para poner correctivo a tanta audacia. No profirió voz alguna hasta que vio a Susana sonreír, levantarse y dar su mano a Martín entre los aplausos de la concurrencia. Entonces se interpuso violentamente entre los dos, y rechazando al joven con fuerza, exclamó:

-¡Canalla!

En aquel instante se abrió la puerta, y una voz dijo desde ella:

  —195→  

-Ténganse a la justicia.

En efecto; la justicia humana, representada en aquella solemne ocasión por Gil Enredilla, Perico Zancas Largas y otros respetables alguaciles del servicio secreto de la policía, traspasaron el umbral de la casa, no con gran susto de los concurrentes, porque estaban acostumbrados a la intervención de aquellos elevados personajes siempre que había una disputa.

La Pintosilla había convenido con ellos en la manera de designar la persona a quien se trataba de aprehender, y la señal consistía en ponerle la mano en el hombro. Luego que los vio puso en práctica su comisión, y deseando no concretar el bromazo a una sola persona, señaló al marqués y a Narciso Pluma, que no tardaron en ser rodeados por aquella patulea.

Nadie se había aún dado cuenta de la situación, cuando uno de los candiles cayó al suelo de un palo, el otro murió de un fuerte soplo, y, por último, el quinqué rodó por el suelo, quedándose la escena en completa obscuridad. Gritaron las mujeres y las risotadas alternaron con los rugidos. Se oyeron gritos de angustia y juramentos como puños; llovían porrazos y mojicones, y los alguaciles no cesaban de invocar el nombre de la real justicia, con lo cual se aumentaba el alboroto y no cesaba la obscuridad. Por fin, uno de los emisarios de la ley trajo luz, y los demás se dedicaron a asegurarse bien de la persona de los delincuentes.

El marqués, cubierto de sudor, rugiendo de ira y sofocado por los esfuerzos que había hecho por desasirse del que le tenía agarrado, miró a todos lados con el mayor afán; pero no vio lo que buscaba. Susanita había desaparecido, lo mismo que Martín, D. Frutos y Sotillo.