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El autor de «El Peregrino» a los señores redactores de la «Gaceta Mercantil» de Buenos Aires1

José Mármol

Teodosio Fernández (ed. lit.)





Montevideo, octubre 20 de 1846

Señores:

Os debo, en justicia y en prueba de mi gratitud, una contestación a vuestros artículos críticos sobre el canto XII de mi poema; y ved aquí que voy a pagar esta deuda sagrada; cosa que, según vosotros, no es muy usual de parte mía.


Mi primera intención ha sido pagárosla en verso:
Pues escribir en verso como en prosa
es casi para mí la misma cosa.



Pero la idea de que mis versos os desagraden y el haberlos empleado más de una vez en honor de la libertad y de la patria, cosa por lo que vendrían a ser redundantes hasta el fastidio si los empleara en vosotros, me hace preferir la prosa. La prosa, por otra parte, ofrece más rápida inteligencia que los versos, y vosotros necesitáis del tiempo, que en Buenos aires es cosa que anda de prisa.


Que allí cuando los hombres amanecen,
dan las gracias, al tiempo, si anochecen.



Yo no tengo el honor de conoceros personalmente. Pero vosotros sois de esos hombres felices que se retratan maravillosamente en las producciones de su ingenio, y por las vuestras casi me atrevería a decir que conozco vuestra figura, como conozco vuestra alma; y casi también vuestros nombres. Por vuestra sabiduría, vosotros os debéis llamar Cicerones; pero por vuestro amor a la patria, por vuestro odio a la tiranía y por la fuerza estoica de vuestras voluntades para defender la libertad,


con tan altos romanos atributos
mejor me avengo con llamaros Brutos.



Además, con esa cultura y decencia que caracterizan vuestros escritos, enseñáis demasiado que el nombre del autor y sus condiciones personales nada tienen que hacer con sus obras, y evitando personalidades y desvergüenzas de taberna, purificáis la prensa argentina de esa tendencia inmoral a atacar las personas por atacar sus opiniones; cosa que por desgracia de la patria existió tantos años en la República, y que por felicidad de ella, con la ley de imprenta de la Restauración y con la aparición de vosotros en ese laboratorio de la ciencia y de la moral que se llama Gaceta Mercantil, vase cada día desvaneciendo.

Desde el año 37, la nueva generación argentina predicó la necesidad de dar a nuestra naciente literatura una idea, una tendencia y una expresión puramente argentinas, para formarnos una literatura nacional; y las semillas del Sr. Echeverría, del Sr. Alberdi y de otros muchos hombres de la nueva generación, vinieron al cabo de poco tiempo a fructificar en vosotros. Vosotros representáis una literatura, sin disputa, argentina, que no se reproduce en parte ninguna del mundo, que no tiene antecesores, ni tendrá, porque no puede tener, imitadores en lo futuro. Vuestra Gaceta, enciclopedia de toda la literatura moderna de la República, es un monumento histórico de originalidad y progreso. El fondo de vuestro periódico es invisible de profundo, y su expresión es un perfume del oriente, atendidas su levedad y su dulzura.

Todo eso hace resaltar más esos discursos ligerísimos y picantes, como un dicho de Fígaro, que escribís en política. Esas cuestiones de derecho internacional que tratáis sabiamente en diez renglones, sin cansar al lector con largos, interminables y fatigosos artículos de palabras soeces, o de palabras sandias, sin ninguna idea de provecho para el país ni para la ciencia,


en que a fuer de narcótico
nos dan a medio día un sueño exótico.



Esas cuestiones de principios con vuestros enemigos políticos, en que sin apartaros del círculo de la discusión los llamáis al convencimiento por medio de razonamientos ilustrados y decentes, atendiendo siempre a las opiniones y a los hechos en que se afianzan, sin cuidaros jamás de las personas. Descubriendo en ello ese espíritu de tolerancia y dignidad política que marca la fisonomía moral de la actual administración de la República.

Esos artículos literarios sin igual en gracia y coquetería, con que amenizáis las páginas de vuestro periódico, y dais solazamiento al espíritu público, fatigado en el árido terreno de la política.

Esa oposición valiente y llena de desinterés patriótico, con que ponéis dique a las medidas poco pensadas o peligrosas a la libertad pública que toma de vez en cuanto el ministerio responsable del Sr. Arana, ayudando de este modo a la oposición parlamentaria, presidenciada por Mr. Corvalán, a sostener en la República las prerrogativas del orden constitucional.

Ese espíritu de fraternidad humanitaria, que os hace perseverar en la propaganda de doctrinas sociales en beneficio de la alianza de los naturales del país con el hombre europeo, que ha de traer al país la industria, el comercio y todos los principios fundamentales de la civilización europea.

Sobre todo, ¡ese fondo de verdad, de moralidad y de cultura que caracterizan vuestros escritos! ¡Ese valor inaudito para decir la verdad frente a frente de los hechos que vuestros enemigos amontonan para oscurecerla! ¡Esa abnegación casi sublime para no descender jamás de la altura de la decencia y de la buena educación, a pesar del aguijón continuo de vuestros contrarios porque bajéis a la arena de la personalidad y digáis desvergüenzas!


Y el decir picardías,
y el hacerlas, que es más,
no veda en Buenos Aires
la nueva libertad.



Así pues; los principios y los fines de vuestro periódico, que lo hacen a mis ojos único y ejemplar como a los ojos de todo el mundo (por más que en las salas de comercio y gabinetes de lectura de París y del Janeiro no quieran recibirlo, regalado con instancias por los cónsules argentinos: cosa que debe ser por intriga de los unitarios), hacen también que repute yo el artículo crítico con que habéis honrado el canto XII de mi Peregrino, la hoja más bella que puede ostentar en lo futuro mi humilde corona de poeta. Si vosotros me consentís este nombre.

Después de las palabras del Comercio del Plata y de la venta de toda la copiosa edición de ese canto, no me faltaba para mi satisfacción de autor sino unas palabras en vuestro periódico: bien entendido, unas palabras como las que me habéis hecho el honor de dirigirme.

La galantería de vuestro lenguaje habitual, la profundidad de vuestro pensamiento y las ideas sanas y originales de vuestras bases de crítica, señores, enaltecen (perdón por el plagio de esta palabra), enaltecen digo, tanto vuestro periódico esta vez, como el canto XII del Peregrino todas las veces que se imprima.

Nada habla más alto en favor de vuestra inteligencia, pese lo que pese a vuestros antagonistas, que esa manera rápida y precisa de comprender las cosas, y esa hábil oportunidad para vuestras publicaciones. Apenas después de tres o cuatro rápidas lecturas, habéis comprendido maravillosamente la explicación de todo el poema que va al frente del canto publicado, y estancia por estancia, todas las de ese canto, a excepción de algunas pocas de que os hablaré más abajo, cuya torcida inteligencia creo que tiene origen en el entusiasmo con que habéis leído mis versos, o en esa picante y espirituosa crítica que hacéis a menudo de vuestro gobierno, y que más tarde o más temprano os habrá de costar alguna ligera desazón.


      Como morir de prisa
      o fugar en camisa,
cuando el populo os grite a la garganta:
sois bruta por mayor, gente non santa.



Porque en nuestro país, sabéis bien que el furor popular lo hace todo y no respetará ni la virtud ni la inteligencia personificadas en vosotros.

No hay más que leer vuestra crítica para conocer que sois hombres del arte; que la poesía y las meditaciones filosóficas os son tan familiares como al Sr. don Felipe las cuestiones internacionales; y no hay sino ver la reproducción que hacéis en vuestro periódico de algunas estancias de mi canto, para convencerse de esa habilidad de elección y de oportunidad de que hablé antes. Habéis reproducido en Buenos Aires y en la Gaceta Mercantil, entre otras, las siguientes estancias:



    Cuenta que has de pagar, redil de esclavos,
pueblo sumido en lodazal de crimen,
espúrea raza de los hombres bravos,
que hoy en la tumba de vergüenza gimen.
¡Ah, bien lo pagas ya! Sientes los clavos
y el son de las cadenas que te oprimen;
dentro del corazón la verdad sientes,
y, nuevo Galileo, crees y mientes.

    Diputados, ministros, generales,
¿qué hacéis? Corred; el bruto tiene fiebre,
arrastrad vuestras hijas virginales
como manjar nitroso a su pesebre.
Corred hasta las santas catedrales,
a vuestros pies la lápida se quiebre;
y llevad en el cráneo de Belgrano
sangre de vuestros hijos al tirano.

    Que su carro triunfal vuestras esposas
arrastren otra vez: dadlas al bruto,
para que os honre, si las halla hermosas,
con daros de su raza un noble fruto.
¿De qué no es amo y digno vuestro Rosas
si le disteis la patria por tributo?
Gracias, señores, gracias por la gloria
que dejáis de nuestra época en la historia.



Oh, señores, yo que reputo esos versos los mejores de todo el canto, ¿cómo no os estaré agradecido de su publicación en vuestro periódico, en el seno mismo de la sociedad para quienes iban dirigidos? Vosotros sabéis que por efecto de no sé qué circunstancias caprichosas de la vida de nuestras instituciones, la libertad de escribir está un poco coartada en la República de algunos días a esta parte; y que además, por algunos caprichos también de la policía, no es muy común en Buenos Aires la circulación de los libros que se imprimen en la imprenta del Comercio del Plata en Montevideo; imaginad, pues, el servicio que habéis hecho a vuestros amigos políticos en Montevideo con la publicación de esos versos en Buenos Aires; ¡que es de apostar que hoy los saben de memoria las tres cuartas partes de la población! Si vosotros fueseis de esos escritores miserables que con una conciencia cargada de remordimientos; que con un corazón encallecido por el vicio son incapaces de percibir el tacto suave de los sentimientos delicados; que, con una cabeza doblada ante el látigo de un amo que los embrutece infamándolos, no son capaces de mirar más alto que el polvo de que están cubiertos, y que sin convicciones, sin una idea propia, en la terrible necesidad de estudiar el gesto y la mirada de su señor para verter su palabra, suben a la prensa, a esa tribuna santa de los pueblos alzada por la civilización y sostenida por la libertad, a escupir maldicientes sobre el rostro de los hombres libres, cuya existencia revuelve en sus entrañas las hieles de la envidia y del odio; si fueseis vosotros de esos hombres de corazón cobarde, para quienes la patria es la casa en que duermen, la libertad el poder comer y tenderse como las bestias, y la ley el obedecer al que manda, simplemente porque manda y no los azote; y que sin valor para arrostrar ese infortunio santo de la proscripción, presentan desnudas sus espaldas al látigo de la tiranía, y por miedo, únicamente por miedo y por degradación progresiva de espíritu, van a los periódicos a proclamar una libertad que no conocen, y que infaman hasta con nombrarla sus labios; y como los demonios en el infierno, se extasían en arrojar maldiciones sobre los hombres de corazón, que mojan con el sudor de su rostro el pan de su destierro pero que viven libres, sobre hombres que jamás los han ofendido, que no hacen personalmente guerra a nadie, porque su cabeza no tiene otra ocupación que la libertad de su patria y su corazón tiene afecciones bien sentidas para dar lugar a las mezquinas individualidades de los hombres. Si de esos hombres fueseis vosotros, señores redactores de la Gaceta, yo os pediría que me llenaseis de insultos, que fiscalizaseis de mi vida hasta mis actos domésticos; que me calumnia seis, por tal de que por muchos días repitieseis en vuestro periódico los versos de mi Peregrino.

Pero vosotros no sois de esos hombres, ¿no es verdad? Y habéis repetido esas tres estancias porque las halláis razonables, ¿no es verdad?

Y ¿cómo no? Vosotros sois hombres de cabeza -lo que es algo peligroso en Buenos Aires- y no habéis desconocido el fondo de verdad que hay en mis versos. Y continuando esa guerra sorda y disfrazada que hacéis a la tiranía, los habéis arrojado palpitantes al seno de la sociedad, fingiendo disgustaros de ellos.


Y decís las verdades
fingiendo enemistades.



Sin embargo, mucho más me habríais dejado satisfecho y contento si hubieseis empleado otro cualquier medio para conseguir el pretexto de crítica que buscabais, en vez del que habéis elegido poniéndome mal con el bello sexo. Vosotros sabéis como yo, señores, que en mis versos no hay ni una palabra contra el sexo bello ni contra el sexo feo.

De esto ha nacido una equivocación, y es que vosotros pensáis que el bello sexo va a enojarse conmigo porque yo me he enojado con los maridos de las señoras del carro. No lo imaginéis; las mujeres tienen delirio con los versos, ¡ojalá lo tuvieran con el autor! Esas «blancas manos con anillos de blancura deslumbrante», como decís, hojean con placer las páginas de mis libros, y quién sabe si más de una vez han deseado jugar con los cabellos del autor, haciendo malísimamente en callarse la boca y no avisárselo.

Pero supuesto que os habéis valido de esta acusación como de un pretexto para poder publicar sin temor esas tres estancias del canto, yo os lo perdono. Y pues estamos en que conviene su publicación, hablemos sobre la verdad de ellas, como hombres que se entienden; y en la seguridad de que Rosas, ocupado de la toma de Montevideo y de resistir a la conquista extranjera, no está en tiempo de prestar su atención a nuestros escritos.

En la primera de esas estancias, yo me he dirigido al pueblo argentino; es decir, al pueblo entre quien vivís vosotros, señores redactores, pero, entendedlo bien, al pueblo de hoy; y lo he llamado pueblo de esclavos, pueblo criminal, y bien, ¿no he tenido razón? ¿No es verdad que ese pueblo ha renegado de sus gloriosas tradiciones y ha levantado con sus propias manos el monstruo de la tiranía que lo oprime? ¿No es verdad que por una reacción bárbara de su pasado ha suspendido el progreso de la Revolución de Mayo y, pisoteando sus primeros frutos, ha presentado su cuello al yugo de una tiranía nacional, como estaba antes bajo el de una tiranía extranjera? ¿No es verdad que él puede aniquilar de un solo golpe esa tiranía, y lejos de eso la robustece victoreándola? Porque no me habléis de Rosas, ni del poder de Rosas, Rosas no es más que un efecto del estado moral e inteligente del pueblo que domina. Los tiranos se remontan al poder por la destreza, o muchas veces por la reunión de circunstancias que las revoluciones improvisan, pero no se mantienen en el poder mucho tiempo, dieciséis años, por ejemplo, si el pueblo no tiene habitudes de esclavo y una moral poco escrupulosa, por una larga escuela de servidumbre. Y por eso el pensamiento de mejorar la condición moral del pueblo argentino, haciéndolo romper con su tradición de vasallaje por medio de una educación cívica y apropiada, estaba bien formulado en la Revolución de Mayo, que continuó en esa noble pero espinosa tarea hasta que los sucesos desgraciados de una revolución más desgraciada todavía dieron nacimiento a Rosas, a cuya sombra pudo el pueblo reaccionarse libremente y paralizar con un muro de puñales un progreso que él, el pueblo, era incapaz de comprender el fin santo a que lo conducía. Rosas entonces no hizo más que aguijonear esos instintos semibárbaros del pueblo de la metrópoli, que la civilización introducida en Mayo iba dulcificando poco a poco. Ved ahí el papel que juega Rosas en este drama. ¿Y su poder?, se me dirá. ¿Qué poder? El poder de Rosas es el pueblo mismo, sus soldados son del pueblo; sus oficiales y sus jefes, del pueblo; el oro que lo sostiene, del pueblo; y por último, para cada soldado hay cincuenta ciudadanos. ¿Queréis un hecho más elocuente? Desde que apareció la intervención europea en el Río de la Plata, Rosas, que conoce bien el pueblo que despotiza, por uno de esos cómicos aparatos que tanto le divierten, puso la provincia en armas. Convocó las milicias, y en las plazas de la ciudad de Buenos Aires, a dos cuadras de la morada del tirano que los azota, que los infama, que les degüella sus hermanos, cuatro mil cívicos, con su fusil con bayoneta, hacen el ejercicio militar dos veces por semana. ¿Sabéis cuántos soldados veteranos hay en Buenos Aires? Trescientos. Y ¿no es verdad que, aun que sea duro, cuando se ha nacido y se tiene un corazón argentino es necesario decir esto, si al mismo tiempo, como hago yo en mis versos, se muestra otra porción de ese pueblo que fiel a sus tradiciones gloriosas, a la libertad y a la patria, perece en los campos de batalla o en los azares del destierro, por regenerar la patria y con la punta de las lanzas conducir a la senda de la virtud y de las leyes esa parte espúrea de la familia argentina? Y ¿no es verdad que los hombres que al frente de la prensa periódica (ya sabéis que no me dirijo a vosotros porque vosotros sois mis cofrades políticos y me reimprimís mis versos; sea al Archivo, si gustáis) llaman respeto al poder lo que es esclavitud vergonzosa, virtud al crimen, valor a la cobardía, y justifican y defienden ante los ojos de ese pueblo que los oye como a sus tribunos, los excesos del despotismo y la relajación de esa sociedad, son unos hombres que con la espalda desnuda merecen ser marcados en las calles con el chicote del verdugo, como ladrones de la moral, como bandidos de la patria, como asesinos de la justicia, y últimamente, como unos grandísimos bribones? ¿No es verdad? Veis, pues, señores redactores de la Gaceta,


¡cuál título más bello
ni que más ponga en riesgo vuestro cuello!



Veis pues que la primera de las tres estancias no deja de tener un fondo de verdad exquisito.

Veamos las dos siguientes, si os parece. Ellas no contienen si no un solo pensamiento. Los representantes naturales de los altos poderes de Buenos Aires, es decir, los ministros, los legisladores, los generales, que han presenciado la progresiva decadencia de la República, la muerte de las instituciones políticas y civiles del país, y el nacimiento de una dictadura de sangre y de expoliación sin ejemplo, y que han cooperado a ello, los unos por una impasibilidad que les haría honor si en vez de hombres fueran otra cosa; los otros por un auxilio prolijo y laborioso de abyección y de crímenes, son provocados, en esas estancias, a prostituir sus familias ante los caprichos de su amo, del mismo modo que han prostituido la patria, primera familia y religión de todo hombre honrado, del mismo modo que se han prostituido ellos, poniendo cadena de siervo a sus convicciones, y sello infamante de la cobardía a todos los actos de su vida pública; y por último, del mismo modo como han envilecido a sus esposas conduciéndolas, no diré ya a tirar un carro en las calles, porque esto es muy repetido, sino a esas orgías de vino y sangre donde una canalla estúpida y fanática celebraba borracha los triunfos imaginarios de su amo, con las manos teñidas en la sangre de las víctimas que inmolaba a su desenfreno. ¡Oh, no se crea que esta es una figura de poeta! En el gran baile de la policía, en noviembre del año 40, había hombres con las camisas manchadas de sangre. Está en Buenos Aires, al lado vuestro, la hija de un general argentino que desmayose a la presencia de esos hombres, que osaban poner sus manos malditas sobre sus manos virginales, y pidió llorando a su madre que la sacara del baile. ¡Infeliz! ¿Queréis oír más? La madre se negó a ello diciendo que su padre se incomodaría... Comprendéis bien que yo no puedo nombrar a este general ni a sus hijas, porque viven en Buenos Aires, pero, tomadme, si gustáis, la palabra y reclamadme la verdad de este suceso cuando me encontréis en mi patria. Reclamádmela como gustéis, señores; yo soy hombre que afianzo de todos modos mis palabras y mis convicciones. Veis pues que no he dicho nada en esos versos, que ya no se haya hecho poco más o menos. Pero veo que continuamente me olvido que estoy hablando con mis cofrades políticos, que reimprimen mis versos en Buenos Aires. Y que cuando defienden la dignidad de esos hombres, no es sino por un sarcasmo más amargo todavía que mis versos. No es pues a vosotros mis cofrades políticos, que reimprimís mis versos, que me dirijo cuando hablo un poco serio; al Archivo, si gustáis:


¡El Archivo!
El albañal de cuánta inmundicia pasa
por los patios de la casa
de la prensa bacanal.



Los llamáis hombres de dignidad. ¡Dignidad en los diputados y en los generales de Rosas! Ah, no digamos que carecen de la dignidad de su rango social, esto podría ser efecto de no comprender las prerrogativas de ese rango; pero hasta carecen de la dignidad de hombres, lo que siempre supone un fondo de inmoralidad, que es un poco más que la falta de comprensión. No nos ocupemos, si gustáis, de los diputados de Rosas, porque sólo con el genio y la paciencia de Buffon puede un hombre avenirse al estudio de semejantes seres. Pero examinemos esos generales por cuya dignidad volvéis (vosotros no: el Archivo, si gustáis). Esos hombres de acción -de espada-, habituados a los vaivenes de la fortuna militar, y en quienes el humo de la pólvora parece que debió haber fortalecido sus corazones cuando jóvenes.

A esos hombres ha elevado la República desde la humilde condición de ciudadanos hasta los más altos rangos de la escala militar: los ha hecho brigadieres, generales; la mayor parte de ellos han presenciado y, seamos justos, han participado también de las glorias de la República. Han sido testigos de esos esfuerzos sublimes de sangre y sacrificios con que compró la patria su libertad y su existencia. Han visto a los héroes de nuestra regeneración política caer a las lanzadas españolas, gritando ¡viva la patria! y recomendando a sus hermanos -a ellos, a esos generales- la prosecución de la obra santa de la libertad argentina. Al cabo de quince años de combates han vuelto a la patria, libre y magnificada por la victoria, y la patria, llena de gratitud, ha hecho poner los bordados en el cuello de su casaca, les ha puesto ella misma medallas gloriosas en el pecho, y los ha llamado Héroes. Sin embargo, su misión no estaba terminada, porque la misión de un hombre, y sobre todo la de un soldado cuando se trata de la libertad y el honor de la patria, no termina sino con la muerte. Rosas se apoderó de la patria, no busquemos por qué se apoderó. En Rosas se personificó el crimen, el despotismo, la degradación de la patria, la prostitución de la sociedad, y a su sombra se desenfrenó sangrientamente la salvajería del gaucho. En una palabra: con Rosas vino la esclavitud de la patria y la necesidad de una segunda cruzada para extirpar del suelo argentino esas raíces del viejo régimen que tan de improviso florecían. De esos generales, muchos volvieron a desenvainar su espada y se pusieron al frente de los ejércitos libertadores, o, inhabilitados por los años, fueron al extranjero a ayudar desde allí con su inteligencia los nuevos y patriotas esfuerzos de sus hermanos; muchos quedaron en Buenos Aires: éstos son los de mis versos; cuidado con confundir las cosas. Bien pues: ¿a quién sirven estos generales, a la patria o a Rosas? Supongo que no podrán ser tan impávidos para decir: a la patria; porque la patria no está, en verdad, muy bien servida por sus hijos cuando está en el estado de la patria argentina. Sirven a Rosas, ¿no es verdad? Porque no habiendo ni instituciones, ni libertad, ni poderes, ni derechos públicos ni individuales, no hay patria, porque todo esto constituye la patria y no el terreno y los edificios. Y no habiendo en todo sino Rosas y la voluntad de Rosas, nada pueden hacer como hombres públicos que no recaiga en beneficio de Rosas, es decir, de la tiranía, de la afrenta, de la vergüenza de la patria. Y ¿creéis que lo sirven por vocación? No: doblemente criminales, lo sirven por miedo. Se tiene amor y aun fanatismo por el bravo general que participa de los peligros y de las glorias del soldado, aunque sea déspota; se tiene amor por todo lo que nos enseña algo grande en la naturaleza humana, pero no por aquello que nos veja, que nos denigra y pone nuestro espíritu en una penosa y constante incertidumbre sobre el destino de nuestra vida y de nuestra propiedad en el mundo. Se ama también a aquellos hombres que son la encarnación de nuestra conciencia, pero no a aquellos que interiormente maldecimos, porque su presencia mortifica nuestro honor y nuestra vida, lo que precisamente acontece con los hombres de que estamos ocupándonos: aborrecen a Rosas, porque le tiemblan; le sirven, sin embargo, y son por consiguiente más criminales aún.

¡Dignidad! Ellos han visto arrastrar a su patria al último linde de la degradación humana, y han bajado la cabeza. Han visto dos veces la degollación de sus compatriotas en las calles de su país, y se han escondido en sus casas; ninguno se ha puesto al frente de esos batallones educados por ellos, acostumbrados a respetar sus nombres y su palabra, y ha ido a hacerse matar al frente de los bandoleros de octubre y abril, que con el puñal en la mano escarnecían las tradiciones de esa ciudad gloriosa, testigo de los más bellos días de la patria. Han visto azotar a las señoras, a las hermanas o hijas de sus antiguos compañeros de armas, y un soldado defiende hasta el caballo de su compañero de peligros. Ellos no: se encerraban en sus casas o iban en corporación a dar las gracias al Restaurador de las leyes por la firmeza con que sostenía la honra y la dignidad nacional; y el Restaurador de las leyes los hacía recibir con sus locos, que los arengaban en su nombre. Aquí no hay figuras de poeta, señores, son los hechos, que tan bien como yo los conocéis vosotros.

Porque Rosas lo ha querido, ellos, esos señores que defendéis, han tomado a sus jóvenes hijas, han cubierto sus inocentes cabezas con moños rojos y adornado sus cuellos y sus vestidos con cintas y colores simbólicos -simbólicos de la desgracia de la patria-, y las han arrastrado a las orgías de la mashorca, a bailar con los ejecutores de Rosas. Ahí está el baile de la policía, los del general Mansilla en Barracas, los de la familia de Rosas en la casa de éste. Ahí están, en fin, los bailes que se daban en cada parroquia, cuando las famosas funciones parroquiales, que duraron un año. Un año de borrachera y desenfreno público, en que a los excesos se sucedían los excesos, cambiando el género cuando más. Todos los escándalos cometidos en la revolución francesa, durante los primeros tiempos de la República, no igualan a uno solo de los que se han cometido en Buenos Aires durante ese año de las funciones parroquiales. En Francia, el escándalo llevaba un fin político; en Buenos Aires, Rosas creaba el escándalo por el escándalo mismo. En Francia, la ley hacía guillotinar a la mujer aristócrata, pero el hombre la respetaba; la mazorca azotaba con sus propias manos a la mujer unitaria. ¡Oh, yo os hablaré alguna vez de las funciones parroquiales!

A esas funciones eran llevadas esas niñas. Y allí, hombro a hombro con los hombres más criminales y relajados, bebían por la muerte, por la sangre, por las cabezas cortadas de los salvajes unitarios, por la muerte del Pardejón Rivera y del rey guarda chanchos de los franceses.

Atónitas de espanto, el carmín de su rostro era reemplazado por la palidez del miedo, delante de aquellos hombres que hablaban de muerte solamente, con los ojos inyectados de sangre y con el puñal en la cintura; pero volvían ellas los ojos y se encontraban con sus padres que acompañaban esos brindis. Ellas se consolaban entonces, como si Dios dijera a su conciencia: «no sois vosotras, son ellos los que me darán cuenta».

¡Su dignidad! A esos generales, a esos diputados y ministros, Rosas les ha hecho pintar bigotes con corcho carbonizado, para que le sirvieran de irrisión en un baile.

¡Su dignidad! Rosas los ha hecho acompañar los restos fúnebres de su esposa, precedidos por su loco favorito.

¡Su dignidad! Dos de esos generales, veteranos los dos del tiempo de la independencia, han sido mandados por Rosas a colocar su retrato sobre el altar mayor en la iglesia de Nuestra Señora de Mercedes. ¿Por fanatismo, por pasión política todo esto? No: por miedo, por degradación progresiva de su espíritu, por esa enfermedad extravagante que se llama terror.

¿Cuál de ellos es el que no ha cometido un acto de cobardía cerca de Rosas? Esas satisfacciones públicas que les obliga a dar, llenas de explicación y protestas de fidelidad por los más sencillos actos de su vida pública, ¿qué son sino la obra del miedo, que, por el influjo de una tiranía que se ha hecho normal para ellos, ha llegado a apoderarse de todas sus voluntades, de todas sus acciones...? Esos discursos, esos juramentos repetidos de federalismo, de amor a Rosas, a Rosas, que ellos conocen como un grandísimo malvado -a quien así lo llaman en secreto-, ¿qué son sino miedo?

A estos argentinos a quienes llamáis «nobles en armas y en virtudes» se ha pedido en nombre de sus antecedentes, en nombre de la gloria, en nombre de la sangre vertida sobre los campos de nuestra independencia, que protestasen siquiera contra la tiranía de Rosas, conservándose neutrales en la lucha, si no querían ya desenvainar su espada en obsequio de la libertad de su patria. Los viejos generales, desde su humilde asilo de proscriptos, doblados ya por el peso de los años o por el embate de los infortunios nuevos de la patria, los han llamado en nombre de sus antiguos recuerdos a volver por el honor de ella, sufriendo antes los azares del destierro, las fatigas de nuevas campañas, que la vergüenza de permanecer encorvados bajo el yugo de la tiranía de Rosas.

El partido unitario les ha gritado años enteros: «ya no se trata de nuestro principio político, ni del principio federal; ya no se trata de los celos personales que el choque de esos principios hizo nacer en muchos de sus defensores; ya no se trata más que de la patria; de oponerse y dar en tierra con una tiranía que pesa sobre la frente de todos; ya no se trata sino de Rosas y de la libertad de la República; para esto no hay partidos federal ni unitario. Ayudadnos pues en la obra santa de la libertad de la patria».

La emigración que empezó desde el año 37, compuesta toda de la nueva generación argentina, que no era ni federal ni unitaria, que no hacía más que huir de la tiranía vergonzosa de Rosas, para ir a los ejércitos o la prensa a reclamar con el sable y la palabra esa libertad que había recibido por herencia de sus padres y que Rosas se la arrebataba, les dijo también: «esta generación que se levanta no tiene ni odios ni afecciones de partido por nadie; su amor es la libertad; su odio es Rosas, porque Rosas es la barbarie y el despotismo encarnados en un hombre. Aquí tenéis, señores que habéis creado y sostenéis a Rosas por odios personales con los hombres del partido unitario, una nueva entidad argentina, compuesta de toda una generación joven, que os convoca a una grande fusión de principios públicos y de intereses privados con vuestros antiguos contrarios, para formar de todos una nueva y poderosa potencia que aniquile esa tiranía bárbara, que se propaga como un incendio que va a devorar la patria, sin dar lugar al triunfo de ningún partido, ni de ningún interés particular. Aquí tenéis toda una generación nueva que garantiza vuestro destino, vuestros intereses, y sobre todo que os garantiza la patria y su libertad, porque ella será intransigible con todo aquello que tenga el carácter de partido o de monopolio político en los destinos de la patria. Ayudad pues en esta cruzada santa que se dirige a la regeneración argentina».

Pues bien, a sus antiguos compañeros de armas, a sus rivales políticos que hacían abnegación quizá hasta de sus convicciones en obsequio de la libertad de su patria, a la nueva generación, a todos, ¿qué contestaron esos hombres «eminentes en armas, en ciencia y en virtudes»? Vedlos pasando al filo de su espada esos pueblos bizarros que fieles a sus tradiciones levantaban su brazo contra la tiranía de Rosas. Vedlos en esa tribuna donde antes resonaban los nombres de la patria, de la libertad y de la ley, tirando bajo las espuelas del gaucho la ley y la libertad argentina. Vedlos ostentando en su pecho la marca roja de la vergüenza de su patria. Vedlos, en fin, enseñando a toda una generación naciente que la esclavitud y la cobardía son una virtud pública en la patria de San Martín y de Belgrano.

Convencidos por su conciencia misma de la criminalidad de su conducta pública, van a buscar su justificación en la moral política de sus enemigos: ataque brusco contra la lógica y el buen sentido. Pero suponiendo cierto cuanto imputan a sus enemigos, suponiendo cierta hasta la farsa, de que ellos mismos ríen, de conquistas y de alianzas con el extranjero, ¿justificarían de este modo su conducta para con la tiranía doméstica del país? ¿Les han pedido jamás sus enemigos que ayuden a derrocar a Rosas para colocar al frente de los destinos de la patria un unitario, ni un inglés, ni un francés? ¿No podrían ostentar ese mismo amor por la independencia argentina, haciendo antes rodar en un cadalso la cabeza de quien oprime la libertad argentina, que es un poco más cierto que el temor dudoso de una conquista ilusoria?

Y cuando en tal obcecación precipitan la patria, la precipitan ellos y precipitan a sus hijos, lo que es más, en ese abismo interminable de desgracias, de envilecimiento y de sangre, ¿mucho será que, cuando ya nada puede esperarse de ellos, se les grabe en la frente la marca indeleble de su criminalidad patria?

¡Oh, no los defiendan del sarcasmo de los hombres libres, no pregunten el porqué del anatema que arrojan sobre su cabeza, si no se quiere palpitante y viva la historia de su progresivo envilecimiento, y la responsabilidad terrible que han contraído con el porvenir, cuando la historia los llame apóstatas de la patria!

Los sucesos de la revolución pueden bien hacernos morir en el destierro y prolongar largo tiempo la dictadura de Rosas; pero si esos mismos sucesos nos llevan a la patria a los hombres que no tenemos para con ella una sola responsabilidad y que, luchando brazo a brazo con la desgracia, trabajamos con tesón por enseñar siquiera al pueblo argentino que aún tiene hombres que saben lo que ha costado y lo que vale este nombre, ¿cómo se presentarán esos ministros, esos diputados, esos generales de Rosas, cuando se hable de leyes y de libertad argentina? Su rol será poco envidiable, ¿no es verdad, señores redactores de la Gaceta?

Se me dirá que entre estos hombres, a quienes he apostrofado en mis versos, hay algunas excepciones honrosas que no he debido confundir con los demás. Sea, yo convendré con ello. Pero, ¿queréis, señores, conocer el estado infeliz a que ha llegado la patria de los argentinos en poder de Rosas? Pues sabed que hacer una excepción de un nombre es redactar la pérdida del hombre que lo lleva; llamarlo diferente de todos los demás que sirven a Rosas, es asesinarlo; es confiscarle sus bienes y expatriarlo cuando menos. Por mi parte yo no sé hacer la guerra a nadie personalmente, en política, ni podré ser infame jamás; de lo contrario, sería escritor en Buenos Aires.

¡Qué ejemplos tan bizarros para esa juventud tierna que está naciendo ahora para la vida futura de la patria! Pero, no; por ese soplo de Dios que fecundiza el corazón del hombre en sus primeras afecciones, por esa virginidad del alma que resiste instintivamente, como el tacto a la llama, a todo lo que se rebela contra lo bello y suave de la naturaleza, esa juventud reniega de la condición de sus padres, sin conocer bastante todavía la extensión de la responsabilidad que han contraído. ¿Queréis, en Buenos Aires, encontrar la polémica, la lucha continua entre la libertad y la esclavitud, entre el valor y el miedo, entre la nobleza y el vilipendio? No la busquéis en público: id al seno de las familias. Allí está el hijo preguntando a su padre ¿por qué? Allí está el padre con los ojos despavoridos de miedo, interrogando a las paredes si guardan algún testigo que haya podido escuchar ese por qué de su hijo, que encierra una cuestión de libertad o de derecho natural, y, con labios amarillos de miedo, lo engaña con palabras llenas de ambigüedad y de artificio. Allí está la conciencia del padre que torciéndole las entrañas le dice a gritos: «engañas a tu hijo, a tu hijo que noble y generoso, recordándote con su presencia los días primeros de tu vida, te demanda el porqué de los horrores que mira, de los lemas de muerte que le obligan a llevar sobre su pecho, que te pregunta por qué maldices a tus conciudadanos, por qué viven en el destierro, teniendo una patria bella y rica; lo engañas, y tienes que reconvenir con el labio lo que aplaudes quizá dentro de tu alma; lo engañas, e impones silencio a esas interrogaciones bizarras que hoy provocan los remordimientos de tu corazón, y que habrían podido ensancharlo de orgullo si no hubieras creado tú mismo el monstruo que ha devorado tu libertad».

En esos jóvenes está el castigo de los opresores de la patria y sus más bellas esperanzas. Adolescentes, todavía no comprenden bastante la situación que los rodea; pero si la dictadura de Rosas por castigo de la humanidad durase algunos años más, dentro de poco veréis a esos jóvenes abandonar la patria para venir a ayudarnos en la obra santa de su regeneración, como la abandonamos tantos otros para venir a ayudar en ella a los que nos habían precedido, y habrá tres generaciones de mártires, consagradas a la libertad argentina.

¿Y cómo no suceder esto? ¿Cómo pensar que puedan vivir hombres jóvenes, con corazones puros y bellas y nobles aspiraciones, bajo una dictadura como la de Rosas, y entre las escenas de sangre y vicio en que se desenvuelve el drama de la existencia actual de Buenos Aires? Si de la generación nueva que empezó a emigrar desde el año 37 quedaron algunos jóvenes en Buenos Aires -respetamos sus compañeros las obligaciones de familia o la debilidad de su voluntad que les obligaron a quedar segregados de sus contemporáneos, bajo un yugo que también abominan-, puede que algunos se hayan prostituido a la influencia de los ejemplos o aburridos de una vida sofocadora y sin esperanza, porque no a todos ha dado Dios en la desgracia un mismo temple de resignación; pero serán pocos: sus amigos de colegio tenemos con fianza en las disposiciones de su alma, y sobre todo en su edad; y alguna vez trabajaremos juntos en nuestra patria para curar en sus miembros las úlceras que le formaron sus cadenas. ¡Oh, y cuán merecedores serán del aprecio de sus amigos si los hallamos puros! ¡Cuánto no habrá costado luchar consigo mismo, para no precipitarse hasta en el suicidio, en una sociedad organizada y regida como lo está la Argentina desde tantos años, especialmente desde el año 40! ¡Donde la conciencia está en constante guerra con el labio y la acción; donde hay que disfrazar hasta el gesto y la mirada para no despertar una sospecha! ¡En que no hay medio entre el fingimiento y el crimen de conciencia! ¡En que hasta el aire que se respira debe ser fatigoso para el alma, en esa constante opresión de las ideas y de los afectos! Grandes son, en efecto, las pruebas por que hace pasar Dios el corazón de los hombres.

Hace muy poco tiempo que un joven ha escrito en Buenos Aires las siguientes palabras, en una colección de versos que con el nombre de Lira del Plata se publica semanalmente en esa ciudad: «Pues que nuestras más bellas ilusiones sólo son fantásticos abortos de la imaginación; pues que no nos es dado recoger de esta cínica sociedad más que desencanto y amargura; pues que nuestra misión en la tierra es una misión de dolor y sufrimiento, bebamos, amigo; bebamos hasta que la embriaguez del vino adormezca nuestros sentidos...». He aquí una de esas espontaneidades del corazón que dicen muchas veces lo que no ha querido decir la inteligencia. Este joven no quiso hacer una alusión a la sociedad argentina, sino a la sociedad humana, pero a ésta, midiéndola el corazón por las impresiones que recibía de aquella, abortó este breve pero exacto compendio de esa filosofía desesperante que nace en el alma a la contemplación de grandes y dolorosas verdades. He ahí el estado del espíritu del hombre en Buenos Aires: abrumado por la tiranía, desesperanzado hasta de la justicia de Dios por esa larga serie de desgracias que pesa sobre la frente de la patria, se abandona a las impresiones rudas de los sentidos y busca en la embriaguez -en el vicio- el olvido de sus padecimientos y su vergüenza. Un poco de más valor en ese joven, y aplicadas directamente esas palabras a la sociedad argentina, le habrían valido esos cuatro renglones lo que otros no han podido conseguir en volúmenes de filosofía.

A este estado han conducido la patria los hombres que acabo de bosquejar apenas. ¿No hay, pues, en mis versos un fondo de verdad exquisita, señores redactores de la Gaceta Mercantil?

Decidme ahora. Los escritores públicos que los patrocinan ante la opinión del pueblo -tened siempre entendido que no me dirijo a vosotros, que sois mis cofrades políticos y reimprimís mis versos (vosotros los defendéis en chanza); al Archivo si gustáis-, los escritores que los llaman padres de la patria, eminentes en virtudes y es clarecidos por su amor a la libertad, ¿no son unos hombres que con la espalda desnuda merecen ser marcados en las calles con el chicote del verdugo, como ladrones de la moral, como bandidos de la patria, como asesinos de la justicia, y últimamente como unos grandísimos bribones? ¿No es verdad?

Ya veis pues que las tres estancias eran buenas en cuanto a la exactitud de su idea. En cuanto a su valor artístico, no soy yo quien ha de hablar de él, ni del que pueda tener el canto, ni todo el poema. Yo no defiendo mis versos. Sostengo mis opiniones sobre Rosas y sus amigos -esto es todo-, porque yo no perderé jamás ocasión de hacer con ellos- un poco menos, es verdad -que lo que ellos harían de buena gana con mi garganta si cayera en sus manos.

Os lo repito, no defiendo mis versos. Digo solamente que vuestros defendidos son hombres indefendibles.

Ya es tiempo, para terminar esta carta -porque todo tiene su fin en este mundo, lo que muy presente debéis tener vosotros-, de hablaros de mi descontento sobre algunas chanzas de vuestra crítica. Yo comprendo bien que en vuestro espíritu, y con vuestro deseo de punzar a Rosas en cuanto lo permite la situación del país, vosotros aprovecháis toda oportunidad que se os presenta, como, por ejemplo, la de la publicación que habéis hecho de mis versos; pero lo que no comprendo es que, por satisfacer vuestro prurito de hacer daño a vuestro gobierno, me hayáis querido poner mal con el general Rosas, a quien esta vez no he tenido el deseo de incomodar. ¿Qué demonio de inspiración ha sido ésa de llamar potro al general Rosas, metiéndome a mí en semejante enredo; a mí que no he soñado en tal epíteto? Tomad las cosas por vuestra cuenta, cofrades, pero no me carguéis, cerca de Rosas, con la responsabilidad de ellas, que harto trabajo tengo con las mías. La estancia dice así:


Ese nieto imperial de veinte abuelos,
hijo pigmeo de gigante padre,
manda tender del águila los vuelos
luego que al potro de la pampa cuadre;
y tú, rama del pasto de los suelos,
gaucho sin Dios ni ley, de oscura madre,
haces que lleve un puntapié consigo
y te llame el monarca grande amigo.



Esta estancia es desgraciadísima. Un comandante de estación naval brasilera y la Gaceta Mercantil de Buenos Aires han hecho un tratado de alianza ofensiva contra ella. ¡Dios los ayude e ilumine su inteligencia!

Es probable que ya no se hablará de potros en Buenos Aires sin acordarse de Rosas, y a mí, inocente de semejante invención, me carguen con la responsabilidad de ella.


Vosotros no andáis con tino
en la guerra periodista:
si os coge Rosas la pista
os costará el pescuezo un desatino.



Como aquello de llamar bardos de Satanás a los señores López y Medrano. ¡Diablo! Llamadlos así por vuestra cuenta todas las veces que os dé gana -por eso no hemos de reñir-, pero no me metáis en enredos con esos hermanos de arte, de quienes yo no me acordé en mis versos, ni me acuerdo nunca. Yo comprendo que su poesía puede no gustaros, porque esto no es difícil de comprender, pero lo que no comprendo es la razón por la que ponéis en mi boca vuestra crítica, ¡y friolera con la crítica!: poetas del infierno los habéis llamado.

Sin embargo, yo admiro la manera ingeniosa con que me hacéis decir las cosas que no he dicho:


Pues imitando el FEDERAL oficio
mis versos degolláis con artificio.



No se repitan más estas bromas, pues, mis cofrades políticos, que reimprimís mis versos en Buenos Aires, y concluyamos esta carta.

Yo sé, señores, que ésta es la primera, y será la última vez, que tengo el honor de entenderme con la Gaceta Mercantil de Buenos Aires. Yo sé a cuánto expongo la reputación que pueda tener mi sensatez, con haber entrado en explicaciones con vosotros, que me lleváis tan conocida ventaja. Yo sé hasta dónde alcanzan los artículos de vuestro periódico, y hasta dónde se desconoce al que osa rebatir vuestras ilustradas opiniones y vuestro culto lenguaje. Yo sé que la pérdida está en todo esto de parte mía; pero esta carta es un nuevo sacrificio que hago en obsequio de mis convicciones políticas. Una, dos, mil veces que se negara a mío a mis amigos políticos la justicia con que acriminamos a Rosas y a sus amigos, una, dos, mil veces se me hallara en la arena de la discusión; excepto con vosotros, señores, porque no puede haber discusión entre vosotros y el resto de los hombres: vosotros ganáis siempre.

Los enemigos de Rosas -no esos enemigos que se vuelven a Buenos Aires- comprenden hasta dónde alcanza la responsabilidad que han contraído con su patria cuando han tomado a su cargo la defensa, con la palabra y el fusil, de esos derechos sacrosantos que les legó la sangre bendita de nuestros padres, y que han sido violados por la más bárbara de las dictaduras, para retroceder un solo paso delante de sus enemigos, sea en los campos de batalla, sea en esa arena de ilustración que se llama la prensa. Pero comprenden también hasta dónde necesitan velar por la reputación de ellos mismos para consentir, por un entusiasmo mal entendido, en encenagarse en la polémica inmoral de las personalidades con hombres que habiendo empezado por romper con los lazos sagrados de la patria, han acabado, por una lógica natural, por romper con los lazos de la decencia y del honor; y que haciendo de la prensa pública el banco de una taberna, hacen de los tipos los dados y los naipes en que juegan el honor y la decencia pública y privada, por un poco de oro que codician ganar.

Estas palabras no son para vosotros, mis cofrades políticos, que reimprimís mis versos, serán para quien gustéis. Para vosotros yo no tengo sino un íntimo agradecimiento por el honor que me habéis hecho con vuestros artículos y por el gusto que me dais en poder probaros por medio de esta carta, cuán lejos he estado de no decir la verdad en las estancias XL, XLI y XLII del canto XII de El Peregrino, que tanto parece que han disgustado en Buenos Aires; y al mismo tiempo el honor de saludaros por la primera y última vez, con la más enaltecida benevolencia (perdón por el plagio) con que os saluda, vuestro humilde servidor,

Mármol.

P. D. Vosotros sabéis, mis cofrades políticos, que reimprimís mis versos en Buenos Aires, que por algunas etiquetas de familia mis relaciones con Rosas no están hace algún tiempo en el mejor estado; y que él, por ese prurito que tiene de cortar, ha cortado con migo su comunicación epistolar. Si vosotros, pues, queréis prestarme el servicio de solicitar de S. E. el permiso de vender en las librerías públicas de Buenos Aires la 3.ª edición del canto XII, avisádmelo para hacer inmediatamente su impresión aquí, o mandaros 1000 ejemplares de la 2.ª que me llegará de París, en todo el mes de enero. También me podríais hacer este servicio en punto mayor, solicitando el permiso de vender la edición de los doce cantos del poema, que por instancias de algunas docenas de personas que los han leído, me ocupo actualmente en preparar su publicación. Vosotros en cambio me podéis mandar ejemplares de la Gaceta, que yo haré vender. Lo que produzca vuestro periódico os lo enviaré íntegro; aborrezco las deudas, porque ellas suponen que se ha gastado el dinero, y estad seguros que no hallaríais en Buenos Aires, en todas mis deudas de estudiante, la suma de una docena de duros. Perdón por haber empleado tres renglones en mi persona.

VALE




NOTA

Esta carta es propiedad de su autor, que perseguirá ante los tribunales al que la reimprima, excepto a sus cofrades políticos que le reimprimen sus versos en Buenos Aires.





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