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El autor en el canon. Historia y crítica de «De los nombres de Cristo» de fray Luis de León en su tradición antigua

Javier San José Lera





De entre la admirable obra crítica de Cristóbal Cuevas, quiero destacar en este homenaje su ingente tarea llevada a cabo con un autor en el centro del canon del Renacimiento español: fray Luis de León. Y de entre sus trabajos ocupa lugar destacado en nuestra historia literaria la ejemplar edición de uno de los textos más difíciles del siglo XVI y uno de los más necesitados de aproximación crítica ajustada y moderna, De los nombres de Cristo. Con su edición entraba Cristóbal Cuevas en la historia de valoraciones críticas de la obra del agustino que debieron hacerse desde el mismo momento de la aparición del texto de fray Luis en el siglo XVI.

Cuevas cierra su introducción al texto con un apartado dedicado a su «Valor literario» en el que pone las bases de esta historia y crítica que ahora quiero completar sin pretensiones de ser exhaustivo, sino con la intención de mostrar cómo el proceso de recepción y valoración del autor le convierte casi en un clásico en vida y en autor canónico sin apenas altibajos1.

El mismo texto de fray Luis contiene la primera noticia de la acogida crítica de la obra; la Dedicatoria del Libro III se convierte en un documento excepcional al incorporar datos sobre la recepción del texto en su primera edición en dos libros de 1583. Por debajo de cierta estructura tópica que calca el prólogo del De doctrina christiana2, se percibe la tensión entre el sentido pretendido por el autor y el sentido percibido por los destinatarios, de tal forma que el texto se convierte en discurso de defensa y explicación de intenciones. El deseo del autor de reconducir la lectura e intelección de su obra motiva un texto metapoético clave para entenderla desde la perspectiva del autor; nos hace saber, como texto vivo que muestra el proceso dinámico de construcción del sentido, que ha habido críticas a la edición de 1583, quizá en los mismos círculos universitarios salmantinos, acerca de los contenidos, de la elección de una lengua vulgar y del estilo «novedoso». La misma estructura en dos libros de la edición de 1583 podría justificarse como un deseo de pulsar la opinión antes de la edición definitiva en tres libros de 1585 corregida en 1587.

La defensa de fray Luis debió resultar eficaz, pues a partir de ese momento, la crítica se vuelca en elogios casi unánimes de la obra del agustino, y particularmente de los dos aspectos que constituyen la base de su argumentación: la erudición («en la Teología... [no] se tratan ningunas ni mayores [cosas] que las que tratamos aquí ni más dificultosas ni menos sabidas, ni más dignas de serlo», p. 494) y el estilo («el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio», p. 497). Ciertamente, el aluvión de elogios y el prestigio alcanzado por fray Luis como erudito teólogo y cumbre de la escritura en lengua castellana, solamente pudo fundarse sobre la apreciación crítica de De los nombres de Cristo, ya que es el único texto castellano del agustino publicado y divulgado durante el siglo XVI, -con la salvedad de La perfecta casada que circuló impresa en el mismo volumen que el diálogo hasta la quinta edición de 1603.

Uno de los primeros indicios del prestigio creciente de fray Luis como teólogo y escritor nos lo proporciona la opinión de sus compañeros de Orden, que le reconocen por maestro, el primero de ellos Pedro de Aragón, en un texto salido de las prensas salmantinas casi al tiempo que el De los nombres de Cristo. Allí, Pedro de Aragón alaba el magisterio admirable de fray Luis ya en el prólogo al lector, y reconoce su erudición en cuestiones de Sagrada Escritura3. Aunque no cita explícitamente la obra, fray Pedro de Aragón parece tener delante el texto cuando elogia la sabiduría de fray Luis en materias de Sagrada Escritura o de otras muchas cosas que le pertenecen de aliis pluribus ad sacram scripturam pertinentibus eruditissimos parat edere tractatus»), como si dijésemos con palabras de De los nombres, «algunas cosas o como nacidas de las Sagradas Letras, o como allegadas y conformes a ellas» (p. 144). O bien cuando recuerda que el nombre de Cristo significa toda la doctrina de la fe nomine Christi significare totam doctrinam fidei», 146b), como fray Luis: «las cuales perfectiones todas se entenderá si entendiéremos la fuerza y la significación de los nombres...» (p. 147).

Fruto de este prestigio de biblista es su relación especial con la Madre Teresa de Jesús, o mejor, con sus obras. Cuando las carmelitas inician en 1586 el proceso de edición de las obras de Teresa, y solicitan a la Inquisición que les devuelva algunos de sus escritos allí depositados, como el Libro de la Vida, deciden también que se remitan como encargado de preparar una edición filológica «al muy reverendo y doctísimo Padre Fray Luis de León [...] uno de los más insignes en todas letras y erudición que ha tenido aquella Orden sagrada»4. El encargo permite iniciar desde 1586 una estrecha relación con la sucesora de Teresa de Jesús, la Madre Ana de Jesús, que sin duda encarga la edición a fray Luis por su prestigio como teólogo y humanista, pero sin duda también por el reconocimiento de su valía como escritor espiritual; valía que, a esas alturas, sólo podía cimentarse en el terreno de la literatura romance en De los Nombres de Cristo. La intervención de la Madre Ana de Jesús en la conclusión de la Exposición del Libro de Job y los esfuerzos realizados desde Bruselas para su edición están claramente motivados en el mismo reconocimiento de «tan gran autor»5. A ello se refiere Diego de Yepes en su Vida de Santa Teresa de Jesús (Libro III, cap. 19), cuando llama a fray Luis «luz y gloria de España» (p. 170) y «excelente y doctísimo varón» (p. 174).

La dedicatoria del Libro III de De los nombres de Cristo se convierte desde pronto en texto de referencia para las argumentaciones en defensa del vulgar. Conocidos son los elogiosos comentarios de otro compañero de hábito, Malón de Chaide en el prólogo del autor a los lectores de su tratado La conversión de la Magdalena6. Publicado en 1588, el texto del agustino alude al de su compañero de Orden para justificar sus propias opiniones acerca del uso del romance en cuestiones de teología, con la referencia inequívoca a la dedicatoria del Libro III:

«un librito, impreso de tres años, y aun de menos, a esta parte, puesto por un muy curioso y levantado estilo, y con términos tan pulidos y limados y asentados con extremado artificio, en quien se verá la grandeza y majestad de palabras, de que nuestra lengua castellana está como preñada, y que tiene gran riqueza, y copia y mineros, que no se pueden acabar, de luces y flores y gala y rodeos en el decir; y que en aquel libro está el adorno, que los celosos del lenguaje español pueden desear, (Libro de los Nombres de Dios, del Padre Maestro fray Luis de León, de quien digo)».


(ed. cit., p. 66-67)                


Malón de Chaide se equivoca al citar el título de la obra de fray Luis, lo que indica que no tiene delante el libro cuando escribe, que cita de memoria, como cosa ya recibida y asentada: fray Luis de León alcanza la cumbre estilística de la prosa castellana.

El agustino Cristóbal de Fonseca, (de cuya gran difusión da cuenta Cervantes en el prólogo del Quijote de 1605), en el «Prólogo al lector» de su Tratado del amor de Dios de 1592, hace una tipología de los prólogos de los libros áureos, y escribe con el texto de la Dedicatoria del Libro III en mente:

«Otros dan causas y razones por que escribieron en nuestra lengua vulgar, aunque no vulgarmente ni cosas vulgares, y por qué escribieron en diálogos y no en capítulos»


(subrayo dos coincidencias expresivas con el texto de fray Luis), y más abajo se refiere al «doctísimo Maestro fray Luis de León, Vicario General desta Provincia de Castilla» como el autor que más causas ha dado para la defensa de la lengua castellana. En este texto quizá pensaba también Cervantes, cuando elogia a fray Luis en el Canto a Calíope de La Galatea, de 1585, aunque el contexto invita a suponer que el recuerdo y el elogio cervantino se refiere al fray Luis poeta, que habría circulado ampliamente en copias manuscritas en esa fecha7.

Juan Fragoso, médico de Felipe II en la Dedicatoria Al Pío Lector de su Cirujía universal (Alcalá, 1592), desarrolla una justificación del romance en la que calca impúdicamente, palabra por palabra, con escasas e insignificantes variaciones el texto de la Dedicatoria del Libro III de De los nombres de Cristo de fray Luis:

«Y si porque a nuestra lengua la llamamos vulgar, imaginan algunos que no podemos escrebir en ella sino vulgar y baxamente, es grandísimo error, que Platón escribió no cosas vulgares en su lengua vulgar, y no menores ni menos levantadamente las escrebió Cicerón en la lengua que era vulgar en su tiempo. Pues qué diremos de S. Basilio, y Crisóstomo, y Gregorio Nazianceno, y Cirilo, con toda la antigüedad de los griegos, que en su lengua materna griega (que cuando ellos vivían, la mamaban en la leche de los niños y la hablaban en la plaza las vendederas), escribieron los misterios más divinos de nuestra fe»8.


Y continúa con ejemplos de médicos (Celso y Avicena). Es quizá el primer testimonio explícito de recepción del texto de fray Luis, convertido ya en 1592, al año escaso de morir fray Luis, en autoridad absoluta acerca de la defensa del uso del romance para cualquier asunto.

El mismo año de 1592, fray Marco Antonio de Camós, en su Microcosmía y govierno universal del hombre christiano para todos los estados y cualquiera dellos, elogia el libro y da cuenta de la extraordinaria recepción que ha tenido la obra:

«son ellos [los Nombres de Cristo] muy buenos: a buen seguro que no se pierde el tiempo que se gasta en leerlos: todo ello es escriptura, traída con galano artificio a propósito: pues ¿qué lenguage? Deve de ser el mejor que se habla: bien parece traslado de aquel acendrado entendimiento de su autor: no sé de los libros que han salido en nuestros tiempos en romance, haya sido alguno con tan justa razón tan bien recebido»9.


En 1599, en Sevilla, ve la luz el más difundido de los elogios antiguos de fray Luis y de su obra, el que incorpora Francisco Pacheco a su Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones. Allí se alaba el estilo, a partir de la afirmación de la Dedicatoria del Libro III, por el mérito de haber conseguido escribir con «número y elegancia»10.

Convertido en referencia canónica entra fray Luis en el siglo XVII. De hacia 1600 es el Discurso sobre los estatutos de limpieza de sangre de fray Agustín Salucio. En varios pasajes de la obra, el dominico da cuenta de su lectura de De los nombres y particularmente de un pasaje controvertido del nombre «Rey de Dios». Le cita en el capítulo X (fol. 20v): «no es menester alegar extranjeros [...] ni tampoco a los que no favorecen mucho a los estatutos, como fray Luis de León en el nombre de Rey»11. Más adelante (cap. XII, fol. 26) vuelve al texto, en esta ocasión citando literalmente (lo que hace suponer la presencia de un ejemplar a la vista) el pasaje de «Rey de Dios» que poco después sería denunciado a la Inquisición por el doctor Picaño de Palacios por oponerse a la nobleza y sangre limpia12. Salucio ha llevado a cabo una lectura cuidadosa del nombre de fray Luis, al que vuelve a referirse en el cap. XIII, (fol. 27): «No es ajeno al rey mirar por la honra de su reino, como muy bien pondera fray Luis de León...». Y por último, en el cap. XIV, fol. 29, sin citarlo, recoge el espíritu general del pasaje que antes ha citado literalmente y escribe: «no hay cosa que más apure la paciencia de sus vasallos y los aúne a desobediencia que el sentirse muchos agraviados»13.

A la alabanza de erudición y estilo regresa Antonio Possevino, que en su Bibliotheca Selecta de 1607, tratando de las cuestiones relacionadas con el estudio de la Divina Escritura, y con los que han escrito a propósito de los nombres de Cristo, no olvida a «Ludovicus Leo Augustinianus Theologus lingua Hispanica et pereleganti, et sensu erudito ac profundo interpretatus est»; la elegancia en el estilo y la erudición se han convertido ya en los elementos de alabanza de De los nombres de Cristo; hace además, un recorrido por el contenido de la obra, en donde falta el nombre «Cordero» lo que nos permite suponer que no ha conocido aún la cuarta edición de 1595, cuando se incorpora este nombre14. Además, Possevino muestra no sólo haber visto el libro, sino haberlo leído, ya que es el primero que relaciona el nombre «Esposo» con la explicación del Cantar de los Cantares, y valora la incorporación de versiones poéticas de los salmos al final de cada libro15.

No parece haber leído la obra, en cambio, Andreas Schottus, que en su Hispaniae Bibliotheca (1608, vol. II, p. 266) cita a Ludovicus Legionensis como autor de un docto tratado De divinis nominibus a la manera de Dionisio Areopagita. Ni parece conocerlo tampoco Roberto Belarmino, que en el De Scriptoribus Ecclesiasticis liber unus de 1613, en el «Index Explanatorum Sacrae Scripturae» cita entre los comentaristas actuales del Cantar de los Cantares a «Ludovicus Legionensis», pero no da noticia de su diálogo De los nombres de Cristo, a pesar de que el mismo Cardenal había tratado de la materia en la segunda de sus Controversiae. Ni lo cita el jesuita Francisco Suárez, pese a que le reconoce como maestro en sus Commentariorum ac disputationum in Tertiam partem Divi Thomae (1592). Allí (tomo segundo, q. XXXVII, disputatio XV sectio II, pp. 278a-282b) el jesuita trata de los nombres de Cristo y específicamente y más por extenso del nombre «Jesús», sin mencionar nunca el escrito de fray Luis de León (aunque sí cita trabajos contemporáneos, de Melchor Cano o León de Castro). Ni lo cita el también jesuita Antonio de Balinghem, que trata de la materia de los Varia Nomina Christi en su Scriptura Sacra in Locos communes..., (1621, p. 136a-137a), ni le incluye entre los escritores del tiempo que predican explicando la Escritura, donde sí cita a fray Luis de Granada (Pars Prior, cap. 22, p. 51). Otro jesuita, Jacobus Tirinus, publica unos In Sacram Scripturam Commentarios (Amberes, 1632), con un impresionantes índice de autores citados, donde aparece «Ludovicus Legionensis in Hispania Eremita Augustinianus Salmanticae SS. Litterarum professor», pero de él sólo incorpora las ediciones de 1580 de los comentarios latinos al Cantar de los Cantares y al salmo XXVI16. Estas ausencias parecen mostrar por qué se quejaba fray Luis en la Dedicatoria del Libro III de aquellos que quisieran ver el asunto tratado en latín; parece que teólogo conspicuos como Belarmino, o la escuela teológica de los jesuitas (Suárez, Balinghem, Tirinus) no consideran autoridad un texto en romance sobre materia teológica y por eso no lo citan en sus tratados escolásticos, aunque tratan asuntos similares (y quizá conozcan el texto) y aunque reconozcan la autoridad de fray Luis en otras materias teológicas.

Tampoco lo cita explícitamente fray Antonio de Molina en su Instrucción de sacerdotes (Burgos, 1608) aunque en el Tratado Segundo (cap. XIII, p. 189) le reconoce como su maestro doctísimo, y aunque en el Tratado Sexto cap. V (p. 560) escribe un fragmento donde parece estar leyendo a fray Luis:

«son así innumerables los nombres y títulos que se atribuyen a Cristo nuestro Señor en la Sagrada Escritura, porque él es para el alma todo lo que ella ha menester y que puede desear. Y por esto se llama Dios, y Rey, Maestro, Pastor, Sacerdote, Médico, Amigo, Padre, Esposo, Luz y Fuente y otros semejantes nombres innumerables»;


Y así vienen a ser casi innumerables los nombres que la Escritura Divina da a Cristo, porque se llama León, y Cordero, y Puerta, y Camino, y Pastor, y Sacerdote, y Sacrificio, y Esposo, y Vd., y Pimpollo, y Rey de Dios, y Cara suya, y Piedra, y Lucero, y Oriente, y Padre, y Príncipe de Paz, y Salud, y Vida y Verdad, y así otros nombres sin cuento».


(Libro I, «De los nombres en general», p. 169)                


Y es llamarle, como también la Escritura le llama, Pastor y Oveja, Hostia y Sacerdote, León y Cordero, Vid, Puerta, Médico, Luz, Verdad y Sol de Justicia.


(Libro III, «Jesús», p. 627)                


Y parece resonar aquí también otro texto de fray Luis:

«Cristo Nuestro Señor [...] comprehende en sí todo lo provechoso y lo dulce que se reparte en los hombres, así el tratar dél, y como si dijésemos, el desenvolver aqueste tesoro, es conocimiento dulce y provechoso más que otro ninguno [...] Y así, a lo primero que debemos dar asiento en el ánima es a su deseo...».


(Libro I, Dedicatoria, p. 146-147)                


La reivindicación de la obra vuelve a recaer sobre los teólogos de su orden, amigos o familiares, como fray Basilio Ponce de León, su sobrino, que cita con mucha frecuencia a fray Luis como su maestro en cuestiones teológicas tanto escolásticas como bíblicas, pero que además explícitamente elogia «aureus illi liber de nominibus Christi», que muestra cómo fray Luis era «Christi gloriae amantissimus»17.

De las doctrinas de fray Luis en De los nombres se aprovecha también su compañero de convento y de universidad fray Agustín Antolínez para su comentario a los poemas de san Juan de la Cruz que titula Amores de Dios y el alma, redactado seguramente hacia 1618 al publicarse las obras del carmelita. Sin citarlo nunca, Antolínez tiene presente el texto de fray Luis como se trasluce en pasajes como este:

Llama Amado a su Esposo, no sólo por serlo de su alma, que le ama, y como ella misma había dicho antes, estaba toda derretida en su amor, sino también porque era este un nombre de los de su Esposo, que entre otros tuvo por nombre El Amado.


(p. 22)                


«El Amado», con el artículo que en la tradición editorial posterior de De los nombres se ha suprimido, es el nombre con que se encabezan los folios correspondientes a este nombre de Cristo en la obra de fray Luis en las ediciones antiguas y la forma con que fray Luis menciona este nombre en el Libro III de su obra («quiero decir de un otro nombre de Cristo ... y es "El Amado", que así le llama la Sagrada Escritura en diferentes lugares [...] Digo, pues -prosiguió luego Marcelo-, que es llamado Cristo "El Amado" en la Santa Escritura, como parece por lo que diré. En el libro de los Cantares, la aficionada Esposa le llama con este nombre casi todas las veces», p. 587). Tiene razón el editor de Antolínez cuando comenta que parece una alusión a los Nombres de Cristo cuya doctrina utiliza aunque no le cite nunca18. También el otro nombre relacionado con el Cantar de los Cantares, el de «Esposo» en el Libro II, resuena en el comentario de Antolínez.

Hacia las mismas fechas, primera década del siglo XVII, debió de elaborarse el Cathalogus Librorum Hispanicorum por un estudiante tirolés que se encuentra en Salamanca, y que Pedro M. Cátedra presenta como muestra de la necesidad de incorporar las glorias de las letras a la corografía nacional; allí figura un «Los nombres de Dios» y en entrada más explícita, un «Nombres de Christo y perfecta cassada», este último, claro, el volumen de ambas obras de fray Luis, en alguna de las ediciones del XVI. Esta cita del catálogo es indicio de la temprana incorporación de la obra al canon áureo, incluso entre los libros que un extranjero debía conocer de España19.

Luis Cabrera de Córdoba, en la Historia de Felipe II, rey de España, (Libro XII, cap. VI) hace el repaso de los sucesos relevantes de 1591 y entre ellos destaca la muerte de fray Luis, a quien elogia en términos que ya casi resultan tópicos, y que están, sin duda, tomados de la Dedicatoria del Libro III de De los nombres:

«también murió el padre maestro fray Luis de León, agustino catedrático de teología de Salamanca, insigne en la inteligencia de la Escritura y conocimiento de las lenguas, que puso la castellana en grande exaltación...»20.


En 1630 publica Lope de Vega su El laurel de Apolo, en cuya silva IV incorpora el célebre elogio al agustino en su doble vertiente de poeta y prosista, del «honor de la lengua castellana», capaz de igualarla con la romana; todo el elogio de la prosa remite, claro, a su De los nombres de Cristo: «tu prosa y verso iguales/ conservarán la gloria de tu nombre,/ y los Nombres de Cristo soberano/ te le darán eterno, porque asombre/ la dulce pluma de tu heroica mano».

El año siguiente, 1631 aparece la edición de Quevedo de las poesías del agustino; todavía entre los materiales protocolarios preliminares se pueden encontrar referencias a la cima expresiva alcanzada por fray Luis en la prosa castellana; así por ejemplo en la licencia de José de Valdivielso, firmada a 20 de octubre de 1629, le llama «el Maestro de la eloquencia castellana», «la primera pluma que en nuestro idioma enseño a bien escribir» y alaba explícitamente su obra: «sean desempeños desta verdad sus libros de los nombres de Christo...»; la Aprobación de Lorenzo Vander Hammen y León, firmada el 14 de septiembre de 1629, se expresa igualmente en alabanzas: «sus obras son celebradas de proprios y extraños, con no gozarse todas [...] pero conocemos y admiramos lo que escribió (aunque no todo) en las profesiones debidas a sus letras y estado», y referencia evidente a lo escrito por el agustino en la Dedicatoria del Libro III de De los nombres: «su autor [fue] el primero que abrió camino para escribir en nuestra lengua vulgar cosas altas y grandes con gravedad y alteza, número y proporción». Sin embargo, la edición de Quevedo de 1631 pone las bases para la tendencia de la crítica a privilegiar al fray Luis poeta21.

No cita la obra, pero la conoce22 y parece tenerla presente, Luis Muñoz (Vida y Virtudes del Venerable Varón el P. M. Fr. Luis de Granada, Madrid, 1639) en sus elogios del estilo del Padre Granada y de su papel en el crecimiento de la lengua española para expresar cualquier contenido. Por ejemplo, donde escribe Luis Muñoz:

«Para hablar con propiedad en la lengua en que se nace, piden algunos más estudios y conocimiento que el que se alcanza con el tiempo y costumbre de hablar común a todos»


(Lib. I, cap. 30, p. 75)                


parece haber una cita implícita de fray Luis de León: «piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio...» (p. 497). Y parece estar pensando también en el agustino, -al que más adelante llamará «varón de un siglo» (Lib. III, cap. 1, p. 163)- cuando escribe:

«La lengua española, como hoy se halla cultivada por tan excelentes escritores, que han puesto en ella cuantas materias pueden ser sujeto de los mayores espíritus, está en grande majestad, y puede compararse con las lenguas mejores, y las vence en muchas cosas, tiene hoy su adorno mayor, sus galas más (sic), ha crecido en número de voces, ya naturalizadas, en pureza de artificio, y nunca estuvo tan vestida de hermosura ni tan rica de adorno y artificio, purificada de sus primeros desaseos; pudiera nombrar los que con esta admirable propiedad [...] han llenado sus escritos conocidos a los doctos».


(Lib. I, cap. 30, pp. 75-76)                


Quizá el deseo de glorificar al dominico fray Luis de Granada, obligaba al P. Muñoz a no ser más explícito en el elogio del agustino. Pero, en el fondo, son los suyos los mismos elogios al prosista, convertidos ya en materia tópica, que volvemos a encontrar en 1672 en la Bibliotheca Hispana Nova, de Nicolás Antonio:

«Vulgaris sermonem proprietatem cum concinna verborum compositione, totiusque orationis structura sic conjunxit ut inter primores Hispanae Linguae vindices cum dissertissimo quoque ac eloquentissimo de palma contendat».


En 1652 aparece la Historia del Convento de San Agustín de Salamanca, de fray Thomas de Herrera donde da noticia del «asombro universal de todos los que las han leído» (p. 393), que provocan las obras de fray Luis, y particularmente

«el de los Nombres de Christo es celebrado con universal admiración. Bien podemos por él decir de su autor lo que Veleyo Paterculo en el Libro I dixo de Homero: [...] en el qual esto es mayor que grande, que ni se halló antes dél a quien él imitasse, ni después dél quien le imitasse a él»23.


Sin embargo, salvo la lógica mención en el libro de fray Thomás de Herrera y el artículo de Nicolás Antonio en la Bibliotheca, el interés por fray Luis parece decaer en la segunda mitad del siglo XVII, desde la edición de Quevedo.

En el siglo XVIII se produce un redescubrimiento de la figura de fray Luis de León; a partir de la segunda mitad del siglo, se lleva a cabo el auténtico proceso de canonización de fray Luis como prosista ejemplar, no sin algunas voces en contra, que se inicia con varias impresiones de sus obras24. La voluntad consciente de llevar a cabo un establecimiento canónico ejemplar mediante las ediciones de clásicos españoles se constata en lo escrito por P. Rodríguez Mohedano en su Historia literaria de España (Madrid, 1766, cito por la segunda ed. 1769, p. 47):

«El rumbo que escogió Don Gregorio Mayáns sin duda era uno de los mejores partidos que se podían tomar para la renovación del buen gusto [...] Este era recomendar nuestros mejores autores antiguos, reimprimir sus obras más selectas y poniendo tan bellos ejemplares a la vista, desterrar su olvido y despertar en nosotros su memoria para la imitación»25.


La edición en 1761 de sus poesías por Gregorio Mayáns y Vicente Blasco supone el punto de partida para una presencia editorial considerable del agustino26. Antes de esa fecha parece haber existido un cierto corte en la difusión de las obras clásicas, a juzgar por lo opinado por Rodríguez Mohedano (op. cit., 1769, p. 55) se queja varias veces de lo difícil que resulta encontrar ejemplares de algunas obras:

«Muchas de las que se imprimieron, por no haberse reiterado la primera impresión, son ya rarísimas y tan dificultosas de encontrar como si nunca se hubieran impreso. Esta desgracia ha tocado a las mejores obras, especialmente del siglo XVI que es el tiempo más glorioso de nuestra Historia Literaria».


Esto es lo que debió pasar con las de fray Luis, y específicamente de De los nombres de Cristo; la última edición disponible era de 1603, y por eso no es extraño que Vicente Blasco confiese en 1760 no haber visto nunca la obra de fray Luis27. Pero en 1770 salen en Valencia dos ediciones distintas de la «utilísima obra»28, una a cargo de Salvador Faulí y la otra, de Benito Monfort29. Precisamente a propósito de los preparativos de esta última edición, recibimos el testimonio de la valoración que deja Francisco Pérez Bayer, bibliotecario de Carlos III y preceptor de los Infantes, a quien se pide opinión sobre el proyecto de la edición y la intención de su editor, Benito Monfort, de dedicar la obra a su Alteza Real el Infante Francisco Xavier. Pérez Bayer firma en San Ildefonso a 9 de agosto de 1770 una breve nota en que leemos:

«digo por lo que toca a la obra que ha sido por espacio de dos siglos constantemente aplaudida por los varones más sabios y piadosos como digna de la profunda sabiduría, erudición y eloquencia de su ilustre Autor, tenido con gran razón por uno de los Maestros de a Lengua Española».


(Archivo Nacional de Simancas, leg. 979 Gracia y Justicia; sub. mío)                


Sabiduría, erudición y elocuencia acompañan nuevamente la apreciación crítica de la obra de fray Luis; sabiduría y erudición que se relacionan ahora, por parte de los ilustrados valencianos responsables de su «redescubrimiento», con la importancia de De los nombres de Cristo para suplir la falta de buenos libros morales, y con el papel del agustino en la reivindicación de la lectura de la Biblia en romance, ideas ambas esenciales en la discusión de la Dedicatoria del Libro I30; y elocuencia, como creador del más alto estilo literario, cuya lectura y conocimiento debía devolver el buen gusto en el uso del castellano31. Es el ideal estético del «Buen Gusto» lo que convierte a fray Luis de León en autoridad de estilo, y uno de los autores de cita predilecta entre los tratadistas de retórica y poética (Antonio Capmany, Mariano Madramany, Jovellanos, Munárriz, Sánchez Barbero, Alberto Lista, José Marchena), entre los apologistas de la cultura española (Forner), o entre los imitadores conscientes de su obra como fray Diego González. Este último permite recordar la otra vertiente de recuperación dieciochesca de la figura de fray Luis, por parte de sus compañeros de Orden: las ediciones de La perfecta casada por Fray Luis Galiana (1765, 1773, 1786, 1799), de la Exposición del Libro de Job por el mismo fray Diego Tadeo González (1779) y de la Declaración del Cantar de los Cantares (1798), junto con el inicio en 1804 de la primera edición de las obras completas a cargo de fray Antolín Merino, son muestras del interés agustiniano por recuperar las obras del insigne maestro de su Orden.

Juan Pablo Forner, en sus Exequias de la lengua castellana -obra que Menéndez Pelayo considera «entre lo más selecto del siglo XVIII»32- hace aparecer a fray Luis cuatro veces en la procesión de ilustres literatos: entre los poetas (junto con Herrera y Rioja), entre los teólogos (con Granada y santa Teresa), capitaneando la procesión (junto con Bartolomé de Argensola) entre los «varones sabios de España que con su talento y doctrina habían cultivado, hermoseado y perfeccionado la lengua de su patria»; y por último, entre los prosistas elocuentes (con Juan de Ávila, Luis de Granada, Lanuza, Fonseca y Alfonso de Cabrera) caminando con majestuosidad y gravedad que es imagen exterior del genio de su elocuencia33. También Mariano Madramany (Tratado de la elocución, 1785) se muestra completamente elogioso respecto a De los nombres de Cristo y su «número artificioso» seguido por pocos por falta de su aplicación o de su genio. Fray Luis queda así convertido a finales del siglo XVIII en máximo autor canónico34.

Sin embargo, junto con esta labor de recuperación y alabanza de la elocuencia y de la erudición, ya la Vida y juicio crítico de Mayáns incorpora en 1761 una tacha del estilo que se va a convertir, también, durante un tiempo en reproche común en la apreciación de De los nombres de Cristo. Junto con el reconocimiento de haber procurado introducir la armonía del número en nuestra prosa, a Mayáns le hubiese gustado «que algunas veces no fuesen sus cláusulas tan largas» (op. cit., p. vii). Antonio Capmany, que enjuicia De los nombres de Cristo como «obra grave y sólida por la materia y por el estilo»35, sin embargo, incorpora varias páginas en que insiste en la idea de Mayáns; parece Capmany preferir la recién editada Exposición del libro de Job, «a mi juicio el mejor testimonio del saber y eloqüencia castellana de su autor»36. José Luis Munárriz (Lecciones sobre retórica y las Bellas Letras, 1798-1801) al complementar los modelos ingleses del original que traduce de Hugo Blair, por otros correspondientes de la literatura española, recurre a fray Luis. Y lo hace en el capítulo dedicado a la estructura de las sentencias y la «harmonía»: «fue el primero que procuró introducir en nuestra lengua la harmonía del número» (lección XIII, vol. I, p. 362), y a pesar de reconocer su trabajo excepcional con la lengua, acusa la violencia de los giros «porque su sistema no era acertado» (ibidem). La crítica más dura de Munárriz se encuentra en el capítulo dedicado al estilo sencillo (Lección XIX, vol. II, p. 190-194), donde reconoce la fama de fray Luis, ya autor canónico como prosista al final del XVIII, pero declara deberse más a la labor de panegiristas, incapaces de juzgar los defectos y con evidente falta de gusto. El estilo de De los Nombres de Cristo, no es para Munárriz ni sencillo ni vehemente, ni llano ni árido, ¿elegante? ¿florido? «Paréceme que solo él comprendió su estilo. Él abrió un camino no usado por los que escribían entonces su lengua. Así su locución es toda suya» (p. 193); por ello le considera más digno de estudio que de imitación37.

Del ya citado Antonio Capmany procede igualmente otra línea de aproximación a la obra en prosa de fray Luis y en concreto a De los nombres de Cristo, que es la comparación de su elocuencia con la del otro Luis, el de Granada. Granada y León aparecen con frecuencia juntos como modelos de oratoria sagrada, tal y como les vemos procesionar en las Exequias de Forner; pero el deseo de comparar los estilos de ambos reaparece en el siglo XIX en los Clásicos españoles de Pablo Piferrer (1846), convertida ya, según su autor, en materia tópica38, y llega hasta el célebre ensayo de Azorín, Los dos luises (1921).

El siglo XIX recoge el canon fijado en el XVIII y recibe De los nombres de Cristo convertido en texto de referencia habitual en los estudios literarios de fray Luis y en la valoración del estilo elocuente. José Marchena, (Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia, 1820) había alabado en la introducción el estilo poético y la prosa, pero repudiado «la poca importancia de la materia» y el «platonismo dogmático» de De los nombres de Cristo39. Sin embargo, Milá i Fontanals, (1842) en una breve nota crítica sobre la figura y la obra del agustino, destaca de nuevo el modelo elocuente de sus obras, donde parece que «la afluencia de palabras salga de la abundancia del corazón y como que acaricien y rodeen amorosamente el concepto»40; además, convierte a fray Luis en luchador fuerte contra la adversidad, y de la fortaleza de su carácter da muestra, dice, «la composición del ingenioso y profundo Tratado de los Nombres de Cristo» (sic, op. cit., p. 24). Antonio Gil de Zárate (Manual de literatura, Madrid, 1844), eleva a fray Luis al grado de príncipe de la elocuencia sagrada por su perfección en el manejo de la lengua41. Pablo Piferrer (op. cit., pp. 70-71) juzga la prosa de fray Luis en De los nombres «limpia, armoniosa, correcta y elegante», y precursora de la madurez de la de Cervantes, aunque vuelve a criticar, como Capmany, el exceso y lo prolijo de la composición. Alberto Lista (1844) a propósito de las alteraciones del orden en la colocación, desliza un juicio adverso a «nuestro Luis de León», que «arrostró una empresa superior a las fuerzas de la lengua castellana, cuando en los Nombres de Cristo se empeñó en comunicarles el genio traspositivo de la latina», empresa en la que el fracaso, dice, era inevitable42. Juan Valera (1862) valora al tiempo el contenido teológico universal y el casticismo español del lenguaje y del estilo43. González de Tejada (1863) califica el libro, parafraseando a Lope, como «el honor de las letras españolas y que basta por sí solo para acreditarle de teólogo profundo», y afirma de los diálogos de fray Luis que «enaltecen la época en que se escribieron»44. Arango y Escandón (1866) convierte el libro en prueba de la fe cristiana ortodoxa de su autor («sin un amor tan ardiente como el suyo, era imposible escribir páginas tan elocuentes»)45; y desde el punto de vista estrictamente literario alaba la perfección y belleza de la lengua castellana que en ellos se consigue. En 1867 se publica el trabajo de Paul Rousselot, que valora «le Traité des noms du Christ, le plus important des ouvrages de Louis de Leon», y estudia su tradición filosófica y metafísica, en particular la que se desprende de la teoría del nombre (Platón y el neoplatonismo plotiniano y agustiniano)46.

Todos estos trabajos van poniendo la base sobre la que construye su valoración Menéndez Pelayo, que se convierte desde 1881 en el gran defensor, no ya sólo del estilo, sino del contenido de la obra, que difunde «serena luz platónica» y muestra la capacidad de la lengua castellana para la expresión elocuente de abstracciones y sutiles conceptos (para mostrar lo cual cita con admiración el pasaje del Libro I de De los nombres de Cristo, «De los nombres en general», p. 156: «Pues siendo nuestra perfección...»)47. El polígrafo santanderino vuelve en 1883 más por extenso a la alabanza de los diálogos luisianos «que sólo con los de Platón admiten paralelo por lo artísticos y luminosos»48; alabanza que, de nuevo, no sólo recala en el estilo «de calidad superior al de cualquier otro libro castellano», sino en «el temple armónico de las ideas, y en el misterioso y sereno fulgor del pensamiento»; es, en fin, el más acabado modelo de belleza intelectual.

José Ignacio Valentí, volcado en el panegírico del agustino, cita a Muñoz y Gárnica, Lectoral de Jaén, en un Estudio sobre la elocuencia sagrada (Jaén, 1882, cap. XI, p. 178), que nuevamente valora al fray Luis: «teólogo eminente, esclarecido literato, poeta insigne y el primer escritor vulgar que dio a nuestro romance la entonación número y hermosura de una lengua tan rica»49. El mismo Valentí, movido por el afán apologista que inspira toda su obra, incorpora una alabanza del estilo de fray Luis, que vuelve a remitir a la dedicatoria del Libro III: «Él vindicó mejor que nadie la honra de nuestra lengua, levantándola del decaimiento ordinario...» (op. cit., p. 43); sin embargo, no duda en hacerse eco de la crítica que incorpora el colector de la edición de la BAE (vid. n. 37) aunque salva su afán apologista recurriendo a la opinión de Milá i Fontanals (vid. n. 39). Centrado en el elogio de De los nombres, Valentí (op. cit., p. 45) alaba el «admirable tratado de teología, libre de sutilezas y puesto al alcance de todo el mundo, sobresaliente por el estilo, y tan rico de ingenio, de imaginación y de doctrina, que al escritor más holgado y más puesto en el goce de toda satisfacción y ventura hubiera hecho afamado y glorioso».

Más personal es la aproximación a la obra que lleva a cabo don Miguel de Unamuno (1895). En su repaso al casticismo de místicos y humanistas, destaca Unamuno en De los nombres de Cristo el «profundísimo sentimiento de la naturaleza», pero sobre todo la idea de armonía cósmica que representa su visión de Cristo, la humanidad de Dios, como camino para deificar a las criaturas y conseguir así un reino espiritual de gracia, paz, solidaridad y concierto universal, condensación de su platonismo y cifra de todo renacimiento50.

A partir de la mitad del siglo XIX se produce la incorporación de los estudiosos extranjeros a la valoración del autor y su obra; atraídos quizá en muchos casos por el resonante episodio inquisitorial de fray Luis51, se suceden las obras de los ya citados hispanistas franceses y de, entre otros, George Ticknor (1851), y James Fitzmaurice Kelly, (1898, ed. española 1901 y 1921)52. Ticknor, para quien la obra fue preparada en prisión, alaba la elocuencia y la erudición teológica y relaciona la forma dialogal con los sentimientos devotos que pretende inspirar en sus lectores; sin embargo, más que una auténtica discusión, dice, la obra es una sucesión de sermones elocuentes sobre Cristo53. Fitzmaurice Kelly, (op. cit. 1898, p. 196) también opina que la obra se escribió en parte en prisión, y destaca su pureza de expresión que le coloca entre los maestros de la prosa castellana. En su otra obra dedicada a fray Luis (op. cit., 1921, pp. 205-208) participa de la polémica sobre la obra de Alonso de Orozco, De los nueve nombres de Cristo, pero concede mayor interés a la de fray Luis; señala la imbricación de elementos autobiográficos en el personaje de Marcelo y en el escenario de La Flecha, y apunta a la mezcla de la influencia platónica, del espíritu hebreo y del estilo ciceroniano; sin embargo, dice, la influencia predominante es cristiana y bíblica; concluye con la alabanza general a su prosa, cuya madurez culmina en De los nombres de Cristo54.

El siglo XX recibe, pues, la valoración de De los nombres de Cristo asentada en una larga tradición crítica, construida sobre la estimación de unos elementos estilísticos y de contenido ya muy fijados de largo, y que la crítica desarrollará con enfoques muy diversos, cuyo repaso debe quedar para otra ocasión.

Es cierto que para hablar de esta obra dignamente «sería preciso ser un gran teólogo, un pensador profundísimo y un excelso poeta»55. Por eso ante ella no cabe muchas veces sino recorrer los caminos que otros han ido desbrozando, poniendo los pies sobre sus huellas, para acceder más fácilmente a un texto tan complejo, pero tan rico. Y en ese camino, la edición de Cristóbal Cuevas se ha convertido en guía imprescindible y en sendero de tránsito obligado para este trabajo y para tantos otros. De ella partía en este repaso al proceso de canonización histórico literaria de fray Luis y a ella será preciso volver tantas veces como se quiera hablar de esta «obra maestra del humanismo cristiano y culminación de la literatura espiritual de la España postridentina» (Cuevas, ed. cit., p. 114).

Sancionaba así Cristóbal Cuevas el proceso de canonización de la obra, iniciado ya en vida del autor. Fray Luis reivindicó con su arrogante defensa de De los nombres de Cristo, el derecho a convertirse en autor de referencia, poniéndose en línea con «muchos sabios y santos» (p. 498) y reclamando con orgullo su «yo» creador («el cual camino quise yo abrir...», p. 497), fundado en la altura de la materia teológica y la creación de una lengua literaria romance madura. La eficacia de la defensa luisiana de su obra se comprueba en el proceso -casi inmediato- de canonización, que se inicia en vida del autor y llega con escasas variaciones y pequeños altibajos, pero con significativas y diversas motivaciones, hasta nuestros días: el autor inserto en el canon literario (en el Parnaso Español hubiese él quizá escrito) tal y como él mismo deseó y diseñó, convertido en cumbre de erudición espiritual y patrón de estilo literario.





 
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