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El «baile» de Edgar Neville: un tiempo dormido

Víctor García Ruiz





También pudieran titularse estas páginas mías del homenaje a Edgar Neville Et in Arcadia ego. El célebre cuadro de Nicolas Poussin (1594-1665) conservado en el Louvre (Les Bergers d'Arcadie; conocido también como Et in Arcadia ego, 1637-39) presenta unos pastores en un paisaje arcádico, asombrados ante el descubrimiento de una tumba donde está escrita la frase latina. La composición es austera, contemplativa, geométrica. La interpretación habitual, que ha tenido una larga descendencia literaria que llega, por ejemplo, hasta la novela Brideshead revisited(1946) de Evelyn Waugh, consiste básicamente en un memento mori. Una primera versión de este mismo cuadro por Poussin, u otro Et in Arcadia ego anterior (1618-22) debido a «El Guercino» (Giovanni Francesco Barbieri, 1591-1666) plantean igualmente la tensión entre la feliz vida de los pastores, del todo idealizada, y la muerte, escondida pero implacable. Con más o menos sensualidad, con más o menos sentido de lo barroco, la idea es la misma: el conocimiento de la muerte empaña el gozo de esta vida terrena, y finalmente lo arrebata.

A mí me parece que, en el fondo, El baile (1952) de Edgar Neville habla de eso mismo: ojalá pudiéramos detener el tiempo, ojalá no hubiera muerte ni corrupción, ojalá pudiéramos hacer realidad el bolero contemporáneo «Reloj, no marques la horas». En alguna otra ocasión, al hablar de la obra teatral de Neville, he destacado que en realidad no hay en ella más que ese único tema, el Tiempo y sus efectos en el hombre. También he hecho notar que, a mi juicio, alcanzó solo una obra valiosa, El baile, y que el resto de sus comedias están penosamente afeadas por el descuido y la falta de trabajo, a pesar de aciertos ocasionales y de su talento e ingenio, indudables.

El problema de Neville como hombre de letras es que su vida es mucho más interesante que su obra. Neville fue un personaje muy representativo de un cierto momento literario: polifacético, bien dotado, afortunado, pero que apenas se esforzó, frivolizó demasiado y tenía muy poco que decir. Un autor que dictaba sus comedias a su secretaria y luego no las corregía se merece cien veces el reproche de su querida y fiel compañera Conchita Montes: «¡Que no rematas, Edgar, que no rematas!». No remataba porque le aburría ese tipo de trabajo; o sea, el trabajo. No es de extrañar que precisamente el aburrimiento sea tema constante en toda su obra; el aburrimiento y sus derivados, por donde llegamos siempre a lo mismo: el tiempo, el amor otoñal, la melancolía, la frivolidad...

De ese monotema Neville hubiera podido sacar algo más importante, pero no lo hizo. Los ultrajes del tiempo son, en primer término, el tedio, el aburrimiento del presente; de donde viene la sátira de la rutina, lo tópico, que llega a ser cruel cuando se trata de los convencionalismos de la clase media. En segundo término, el error existencial, el paso del tiempo como sucesión de elecciones que van condicionándonos sin posible rectificación ni vuelta atrás. En el teatro de Neville hay una romántica rebelión contra ese límite ontológico del ser humano. Su acre humor es síntoma de un peculiar inconformismo que quiere librarse de lo establecido a pequeña escala: el convencionalismo burgués, y de lo establecido a gran escala: la irreversibilidad del tiempo. Con variable proporción de irrealismo, el resto del teatro de Neville insiste en la denuncia del tópico, la liberación de los convencionalismos, el humor como medio de rebeldía y la quimera de anular el tiempo.

Como suele ocurrir, cuando algún motivo adquiere una tradición fuerte, surge alguna interpretación contraria al sentido de esa tradición. También esto ha ocurrido con el Et in Arcadia ego. Según esa otra interpretación, Et in Arcadia ego no sería un memento mori, sino más bien al contrario, un memento vivisti. La voz que emite la frase no sería la de la Muerte, personificada en la tumba, en la calavera o en el propio difunto, que irrumpe en el gozo y el esplendor de la vida y los sentidos, sino la voz del difunto que habla individualmente a los pastores y les recuerda que también él gozó de la vida, y que por tanto ellos no deben dejar de hacerlo. Pasamos al carpe diem. Un vitalismo que está bien presente en la obra teatral y novelística de nuestro Edgar Neville.

Todo este preámbulo tiene como fin llamar la atención sobre un estreno teatral poco recordado que tuvo lugar en el teatro Español de Madrid el 23 de mayo de 1947. La obra se titulaba El tiempo dormido y me parece que tiene múltiples puntos de contacto con el pequeño universo nevilliano, y en especial con El baile, que se estrenaría cinco años más tarde y de la que podría considerarse, en cierto sentido, como un antecedente. El objeto principal de estas páginas es tratar de concretar ese paralelo o esa influencia trazando una comparación entre El baile y El tiempo dormido, cuya versión española no llegó a publicarse y que solo está accesible en el libreto que se entregó a censura.

El tiempo dormido es el título que dio José López Rubio al original inglés estrenado en 1929 por Benn Wolfe Levy (1900-1973) y titulado Mrs. Moonlight. Este dramaturgo inglés hoy olvidado y que había hecho las dos guerras mundiales, era en 1947 diputado en Westminster por el partido laborista. Desde allí intentó abolir la censura teatral en Inglaterra, cosa que no ocurrió hasta 1968. López Rubio era buen amigo y viejo compadre de Neville en aquellos años, tan recordados, de trabajo cinematográfico en Hollywood a finales de los veinte y primeros treinta. Dedicado al cine en la España de los cuarenta, hacia 1947 López Rubio debía de estar pensando ya en volver al teatro, cosa que ocurrirá pronto con el estreno de Alberto (María Guerrero, 29-4-1949). Probablemente, este reingreso en el mundo del teatro, abandonado por López Rubio desde los primeros y ya viejos estrenos de De la noche a la mañana (1929) y La casa de naipes (1930), ambos al alimón con Eduardo Ugarte, lo fue preparando a base de versiones de teatro anglosajón, una presencia notable en nuestros escenarios a partir de 1945, de la que fue responsable en muy buena medida Luis Escobar, que entonces dirigía el teatro María Guerrero. Desde luego, López Rubio, aparte de su propia obra original como comediógrafo, fue un verdadero mediador en la recepción española del teatro inglés y americano de esos años. Cabría destacar su versión de un hito teatral muy influyente, La muerte de un viajante de Arthur Miller, que promovió y dirigió José Tamayo en la Comedia (10-1-1952). Esa actividad de traductor se inició precisamente con El tiempo dormido, obra a la que seguirán El burgués gentilhombre de Molière (Español 6-5-48), La loba de Lilian Hellman (Español 7-7-50) y bastantes otras.

Antes de entrar a la comparación de El tiempo dormido y El baile, importa tener en cuenta varios aspectos del contexto teatral e histórico de los años entre 1947 y 1952.

1. El primero de ellos es la abundante presencia del tema del Tiempo en el teatro de los años cuarenta. Ya Jardiel, a su modo peculiar, había tocado ese tema y su melancolía aneja en su primera gran comedia Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936), repuesta nada más terminar la guerra (Infanta Isabel, 28-4-39). Muy tempranamente, en la inmediata posguerra, el infortunado Samuel Ros estrenó En el otro cuarto, una tragedia en un acto (Alkázar, 23-11-40) cuyo interés radica en tratar el tema del tiempo en sentido cíclico; es decir, como lo hará pronto La herida del tiempo (1942) y algo más tarde Historia de una escalera (1949). La historia de En el otro cuarto, localizada en el cuarto rosa de la pensión de un puerto cualquiera, reproduce otra ocurrida veinte años antes al viajero que ocupa el cuarto azul y cuya desgraciada experiencia, finalmente, no aprovecha a los jóvenes amantes protagonistas: la historia se repite fatalmente.

Fue, sin duda, el memorable estreno de La herida del tiempo del dramaturgo inglés John B. Priestley (María Guerrero, 17-11-42) quien puso de moda el tema del tiempo. La dirigió y tradujo Luis Escobar, que transformó el título original Time and the Conways, más bien plano, en otro metafórico y sugerente. Como es sabido, se trata de una de las «Tres piezas sobre el tiempo» (junto a Curva peligrosa o Esquina peligrosa y Yo estuve aquí una vez), especie de trilogía en que Priestley experimentaba acerca de diversas teorías temporales. En lugar de tratar el tema al modo simbólico, La herida del tiempo lo hace como si fuera una comedia de costumbres acerca de una acomodada familia en la que, sin embargo, se infunde un extraño halo poético y melancólico que procede de la gran anticipación del acto II, donde el espectador asiste al oscuro futuro de los Conways, antes que a su pasado (acto III). La sensación de fatalidad queda así hondamente realzada, sin llegar a la angustia existencial.

El otro gran estreno sobre el tema del tiempo fue Nuestra ciudad (Our town), de Thornton Wilder (María Guerrero, 29-12-44). Su montaje impresionó al joven José Luis Alonso, que decidió esa noche que su vocación en la vida consistía en crear cosas bellas como aquella. El público conocía la trama por la versión cinematográfica, más realista. La versión escénica, en cambio, destacó los aspectos simbólicos y abstractos del tema en un montaje esquemático donde unos sobrios andamiajes fingen ser casas transparentes, o unas cruces portátiles nos transportan a la ultratumba en el impresionante tercer acto. La visión panorámica, casi teológica, de las vidas de un pueblecito americano a comienzos del siglo XX se subraya por la acción distanciadora del Narrador, encarnado magníficamente por un sobrio Guillermo Marín, que, como un demiurgo, nos saca de la ceguera y el dolor en que consiste nuestra vida. Espléndida obra llena de melancolía y de buen melodrama.

Yo diría que estos dos estrenos, La herida del tiempo y Nuestra ciudad, en los primeros años cuarenta engendraron, en un cierto sentido, otros tres estrenos posteriores en los que el Tiempo es sumamente importante: Plaza de Oriente, El landó de seis caballos e Historia de una escalera.

Plaza de Oriente (24-1-47), de Joaquín Calvo Sotelo, fue probablemente el mayor éxito de estos años en el María Guerrero -unas doscientas representaciones, cuatro meses y medio-, y coincidió precisamente con El tiempo dormido (Español, 23-5-47). Torrente Ballester se quejaba en Escorial de que el éxito no se debía ni al teatro ni a la literatura, sino a «otras razones», o sea su orientación monárquica. Plaza de Oriente es una «comedia romántico-monárquico-sentimental-histórica» centrada en la historia de los Ardanaz, una familia de leales militares que vive en un buen piso de la Plaza de Oriente -como la familia del propio Calvo Sotelo-. Lo más interesante es el género o técnica narrativa mixta de relato y escenificación, con retrocesos temporales entre las elecciones de abril del 31 y el nacimiento de Alfonso XIII (1886) y enlace final con el presente del 31, repitiendo incluso la misma escena del comienzo. Los tres actos se desgranan en cuadros, más o menos breves. Objetos como el reloj o el diario de don Gabriel, más el juego de oscuros, funcionan eficazmente a la vez como mecanismos y como símbolos del transcurso temporal. También la foto de época, tomada en 1910 y finalmente «completada» cuando todos sus componentes mueren, es un recurso de fuerte impacto sentimental y patriótico. Es comprensible que la obra triunfara: el mecanismo narrativo funciona con precisión, amalgamado por el planteamiento cíclico del tiempo que apura las emociones y aporta cierta angustia. Por su parte, el asunto histórico-nostálgico conlleva innegable atractivo, lo mismo que el despliegue de decoración y vestuario elegantes.

Historia de una escalera (Español, 14-10-49) ha pasado a los anales teatrales como una obra que trae «la Realidad» española a escena. Además de eso, Historia de una escalera es también una tragedia sobre la condición temporal del ser humano. Buero dijo en alguna ocasión que en su gestación fue clave el planteamiento cíclico del relato de Azorín -tan asiduo al tema del Tiempo- «Las nubes» incluido en Castilla. Me parece incluso que la escena final de Historia..., también en su configuración espacial, debe mucho a la escena final de «Las nubes» cuando Calisto, desde lo alto de la solana contempla a su hija en el jardín y un halcón aparece revolando, y tras él, persiguiéndole, un mancebo que «al llegar frente a Alisa, se detiene absorto, sonríe y comienza a hablarla. Calisto lo ve desde el carasol y adivina sus palabras».

Cada uno de los tres actos de Historia de una escalera sucede en un momento temporal distinto: hacia 1917, hacia 1927 y hacia 1947. El espacio, en cambio, es fijo: la escalera, espacio semipúblico y semiprivado donde unas cuantas familias de clase baja ventilan sus apariencias sociales y sus realidades íntimas. Los nobles proyectos de Fernando y Carmina en el primer acto se frustran mezquinamente en el segundo: Fernando se ha casado con Elvira por un dinero efímero mientras Carmina acepta a Urbano simplemente por no caer en la miseria. En el tercero todos pasean su infelicidad hasta que una bronca en la escalera ajusta entre los cuatro personajes décadas de cuentas y frustraciones pendientes. Pero, en un final calculadamente ambiguo, Carmina hija y Fernando hijo, enamorados como la Alisa y el mancebo azorinianos, repiten cíclicamente las palabras, entonces esperanzadas, de sus padres treinta años antes.

El landó de seis caballos (María Guerrero, 26-5-50) es, según la historiografía teatral de posguerra, el epítome de la «comedia de la felicidad». Una comedia cuyo juego consiste en el conflicto entre el ámbito de la realidad ordinaria que aportan los invitados a la remota finca de Las Colinas y el ámbito de la imaginación que ha levantado allí una anciana próxima a la muerte, llamada -como en El baile- Adelita. Esta es una servidora de un difunto duque que ha convertido Las Colinas en un espacio donde el tiempo se ha detenido: ella y los demás criados viven a comienzos del siglo XX, que es cuando Chapete, el cochero, sufrió un accidente y perdió el sentido de la realidad; el resto de la servidumbre también lo fue perdiendo y ahora Adelita busca, entre los invitados, un relevo para su benemérita misión de preservar aquella Arcadia inmune al tiempo y a la muerte. El paso por aquel reino de ficción eleva a todos ellos y llena de sentido la vida de Isabel, que ingresa definitivamente en ese mundo y esa lógica distintas donde el tiempo y la muerte no cuentan. En la escena final, Isabel, que al principio había contemplado incrédula los «paseos» de los viejos chiflados por el Hipódromo, al frente del supuesto landó -que no es más que un viejo sillón en medio de una vetusta sala-, conduce a los ancianos «¡A la felicidad!».

Hay una excelente comedia de humor donde el tema del tiempo es central: El caso de la mujer asesinadita de Mihura y Álvaro de Laiglesia (María Guerrero 20-2-46). El primer acto es, en realidad, una parodia seria de La herida del tiempo. Cuando Lorenzo llega a casa y comunica con toda naturalidad a su mujer Mercedes que va a contratar a una mecanógrafa comprendemos que las extrañas escenas anteriores eran un sueño premonitorio de Mercedes, una anticipación temporal a lo Priestley. El desarrollo de la comedia -en la que Marqueríe encontró «evasiones llenas de audacia y de osadía hacia lo grotesco»- lleva a que Mercedes se aproxime a Norton, que tiene sentimientos e intuiciones del todo complementarios a los de Mercedes; mientras, Lorenzo y la mecanógrafa caen en la vulgaridad de hacerse amantes. El contraste entre ambas parejas culmina cuando Lorenzo envenena a Mercedes y Norton es atropellado por un coche de bomberos. Ya pueden ser felices en el más allá. Antes de todo esto ha habido un segundo guiño a Priestley en la visita de los señores Llopis que vienen a alquilar la casa: les habían dicho que esta donde se envenenó a la dueña estaba libre.

Es una comedia de humor pero se aproxima, por voluntad confesa de Mihura, a las futuras comedias de Neville o López Rubio en puntos como el binomio entre la imaginación y la vulgaridad, el juego con el más allá, la sátira de actitudes vitales burguesas y, en especial, el matrimonio como estado de tedio insuperable. Hay un subyacente sentido poético, esa suave tragedia de quienes, ante la ausencia de amor lo buscan, inalcanzablemente, en el más allá, protestando contra la vulgaridad del más acá. La protesta es leve, pero no deja de tener una amargura latente que se puede vincular al juego de las dos anticipaciones temporales, que van más allá de una parodia cómica. Todo esto aparta de lo meramente recreativo a esta comedia, sumamente divertida.

Hubo más obras sobre el tiempo, menos relevantes en sí mismas o menos significativas desde este punto de vista temático que me interesa en este trabajo; algunas están más centradas en una fórmula narrativa, de estirpe cinematográfica, que recurre a la combinación de planos temporales. En esta última línea destaca Hotel Terminus (Infanta Beatriz, 15-1-44), un excelente drama de Claudio de la Torre en torno a las consecuencias de la guerra, estructurado integradoramente sobre un juego con el tiempo muy efectivo, «en cualquier ciudad de la Europa en guerra durante el año 1940». La abundancia de personajes y la simultaneidad de sus historias, marcada por una sirena antiaérea, crea un fuerte sentido de colectividad en unos refugiados que se reúnen en el hotel Terminus. Una explosión, en lugar de la ya rutinaria sirena, lo cierra todo. El epílogo rezuma melancolía y antibelicismo: el hotel, bombardeado, es ahora un solar donde merodean mendigos y se encuentran, dos años más tarde, Elvira, que salió a buscar una medicina para su madre en el momento de la explosión, y Andrés, que iba a llegar esa noche al Terminus para ver a su hermana. A ambos los acerca ahora hasta allí el mismo horror a la guerra.

Otras fueron Navidades en la casa Bayard de Thornton Wilder (Español, 6-5-42, por el grupo universitario del TEU), La última travesía de Joaquín Calvo Sotelo (Comedia, 28-10-43) o El pirata (María Guerrro, 10-4-45), del francés Marcel Achard, que conecta con todo este asunto por varios lados. Primero porque Achard era buen amigo personal de Neville; segundo porque la versión la hizo Conchita Montes; tercero porque el tema se estructuraba, una vez más, a través del tiempo, con muertos y vivos que conviven, esta vez en un plató de cine donde se rueda una película de piratas. Y cuarto, por el asunto cinematográfico. Al parecer, funcionó bien la alianza de elementos poéticos y humorísticos, bañados por una ironía muy francesa. A través de este juego teatral entre la verdad y la fantasía, la realidad y la ficción, se abrían espacios hacia el cultivo de una comedia de tipo europeo. Historias de una casa (María Guerrero, 12-1-49), de Joaquín Calvo Sotelo, comparte técnica narrativa con la muy exitosa Plaza de Oriente y relata escénicamente tres historias ocurridas a lo largo de los años en una casa, a base de oscuros y una cortina en la fachada que cubre y descubre el interior de la casa.

Teniendo el cuenta lo que ocurrirá en 1952 con El baile, conviene destacar que Conchita Montes, dirigida por Edgar, estrenó con su Compañía de Teatro Moderno, otra obra de las «Tres piezas sobre el tiempo» de Priestley: Esquina peligrosa (Benavente, 27-1-50). Creo que tenía razón el autor cuando consideraba esta obra, su primera comedia (1932), una simple caja de sorpresas donde se divide el tiempo en dos partes para mostrar lo que podría haber sucedido. En realidad es una «pieza bien hecha», demasiado bien hecha y efectista pero, sin duda, absorbente para el espectador. Sin embargo, el tiempo como tema o motivo importa poco o nada. Por su parte, la elegante dama Julia Maura estrenó Siempre (María Guerrero, 19-1-51), ambientada en Francia, sobre tres planos temporales correspondientes a las tres guerras francoalemanas (1871, 1914, 1940), enhebrados por el personaje de la criada Rosa. El juego de los tres planos temporales, coordinado por un grito de horror o por oscuros, funciona correctamente en esta pieza sobre el tiempo, estrenada ya a destiempo, cuando habían quedado atrás los aspectos existenciales que suscita ese tema: el amor florece junto a la desgracia, dentro ambos de la dimensión más amplia que representa el tiempo, una dimensión que -parece decirnos Maura- en realidad sólo existe aparentemente.

Aparte de comedias puramente miméticas en el tratamiento de lo temporal como Diario íntimo de la tía Angélica (Infanta Isabel 20-11-46) de Pemán o Nocturno (Reina Victoria 20-12-46) de Enrique Suárez de Deza, ya solo habría que mencionar La Plaza de Berkeley (María Guerrero, 12-4-52) de John L. Balderston y J.C. Squire, en versión de José López Rubio. El texto se inspiraba en una obra póstuma de Henry James de significativo título: El sentido del pasado. La obra fue bien recibida por el público, pero el texto me resulta algo confuso en el tratamiento del tiempo. El vaivén entre lo ocurrido en 1784 y en 1951 en la misma habitación de una casa londinense permite a Peter conocer el futuro cuando está en el pasado y el pasado cuando está en el siglo XX. El Peter de 1951, atormentado por el pasado, termina enfermo de melancolía por el amor de Helen, un bello amor del siglo XVIII, que le impide ser feliz en el siglo XX. La idea de fondo es la insatisfacción permanente del hombre atrapado en el tiempo, pero el tema no resulta especialmente novedoso ni tampoco demasiado problemático desde el punto de vista intelectual sino más bien sentimental y en exceso discursivo en algunos tramos del texto.

El sentido de este primer aspecto del contexto teatral entre 1947 y 1952, la recurrencia en el tema del tiempo, podría cifrarse en el paralelismo muy visible entre los títulos originales -Time and the Conways de Priestley, Mrs. Moonligth de Levy- y sus respectivas traducciones por parte de Escobar y López Rubio: La herida del tiempo y El tiempo dormido. Se diría que López Rubio imita la traducción libre y de apertura semántica convirtiendo, lo mismo que Escobar, un mero patronímico en una metáfora acerca de las dimensiones poéticas del tiempo.

2. Un segundo aspecto contextual es el del teatro extranjero en la segunda mitad de los años cuarenta. Simplificando un tanto, podría decirse que todo empezó con una estancia de Luis Escobar en Londres en la primavera del 46, de donde se trajo el repertorio del West End. La estancia se la pagó el British Council y era un pago de la embajada británica de Madrid, agradecida por el éxito de La herida del tiempo en el 43 cuando la propaganda luchaba con armas de todo tipo y el éxito teatral de «lo inglés» puso nervioso al numeroso personal germano acreditado en una capital que contemplaban como afín -es sabido que en los primeros cuarenta la embajada alemana en Madrid tenía el control de la prensa española-. Escobar, que era Kirkpatrick por parte de madre, hablaba inglés y había visto teatro en el continente, volvió con el convencimiento de que el teatro inglés era el mejor y más cuidado del mundo. Este giro, que fue audaz en 1943, resultaba sumamente conveniente en 1946 cuando el panorama internacional había obligado a Franco a un giro espectacular que disimulara sus pasadas alianzas con la Alemania nazi y la Italia fascista. Que en los escenarios españoles se pusiera de moda lo inglés, con sus ecos de elegancia y distinción tan bien acogidas por los habitantes del barrio de Salamanca e imitadores, tenía una dimensión tan política como el arrinconamiento de los rituales y prendas falangistas, ambos en curso. En otro orden de cosas, más importante, el distinguido gentleman Winston Churchill apoyaba a la España de Franco en el concierto internacional por la sencilla razón de que el Reino Unido, al borde del desabastecimiento en aquellos duros años de posguerra -la posguerra fue dura en todas partes-, necesitaba determinados suministros estratégicos de materias primas que procedían de la península. Además, Churchill supo ver en Franco un anticomunista casi tan inquebrantable como él, antes que un taimado exfascista que se afanaba en abrillantar el confesionalismo católico del país.

En el terreno de lo teatral, esto suponía divulgar entre nosotros el teatro nada experimental del West End londinense, con sus buenos actores, sus educados personajes de clase alta, cultos e ingeniosos, ácidos y sin ideales de ningún tipo, que conversan en una lengua escueta y sin retórica que insinúa y no discute los problemas. Más que Wilde, demasiado chispeante, el tono lo daría Somerset Maugham, muy traducido entonces en España, con su mezcla de frivolidad brillante y amargura cosmopolita. En suma, ese teatro inglés aportaba un ejemplo de teatro elegante, amable, ilustrador o levemente cínico, un teatro burgués muy fuerte y muy profesional donde las obras podían durar años.

En los Teatros Nacionales, la proporción de autores ingleses entre los estrenos extranjeros fue alta entre 1946 y 1950. Los autores más importantes, dentro y fuera de los Nacionales, fueron Noel Coward, John B. Priestley y William Somerset Maugham. Muy ocasionalmente, James M. Barrie, Bernard Shaw y Oscar Wilde. El resto tiene menos relieve: Rudolf Besier, Robert Morley, Peter Blackmore, Levy, C.S. Forester, Walter Ellis, Emilyn Williams.

Este teatro inglés del María Guerrero reforzó además una tendencia que ya se daba en esa compañía que dirigía Escobar junto a Huberto Pérez de la Ossa: la tendencia a lo que podríamos llamar el esplendor visual de las puestas en escena, tanto en la escenografía como en el vestuario. A buenos actores y buenos textos se sumaron artistas plásticos de excelente nivel como Víctor Cortezo (1908-78). Cortezo fue el prototipo de pintor con pasado izquierdista que encontró refugio en los Teatros Nacionales. Nieto del doctor Cortezo, miembro de una familia acomodada con institutriz francesa, alumno del Liceo Francés, marchó al París de las vanguardias, después a la Alemania de la bohemia y el nazismo, y regresó a España en el 36; durante la guerra hizo amistad con Cernuda en Valencia y se ganó un emocionado poema que este destinó a Desolación de la quimera. Desde niño y a escondidas de sus padres copiaba dibujos de revistas de moda como Vogue, Harper's Bazaar y Vanity Fair, de cuyo decorativismo postmodernista procede seguramente la elegancia anglosajona de sus figurines, unida a la tendencia algo surrealista a la estilización y el humor de sus escenografías, que a veces deriva hacia lo caricaturesco. Se ha dicho que de todos los escenógrafos de esta época, Cortezo fue, si no el más profesional, sí el más imaginativo y con mayor capacidad de invención. Seguramente a él se deben éxitos quizá poco explicables desde otros puntos de vista como El galeón y el milagro (María Guerrero, 3-1-46) de Marquina o El anticuario (María Guerrero, 22-12-47) de Suárez de Deza. Cosa semejante podría decirse de otros escenógrafos y pintores como Vicente Viudes, Sigfrido Burmann o Emilio Burgos, igualmente responsables del prestigio visual de tantos espectáculos que deslumbraron al público de los Nacionales en aquellos años. Aunque pueda extrañar, fueron precisamente estas escenografías de obras en principio poco aptas para deslumbrar, como Miss Ba o Crimen y castigo, las que deslumbraron al joven Francisco Nieva, como había deslumbrado La herida del tiempo al joven José Luis Alonso unos años antes. El montaje en sí mismo empieza a ser un espacio para la creatividad, proceso que culmina con el Tenorio «de Dalí», que se estrenó en el María Guerrero (1-11-49), distinto de otra segunda versión escenográfica, también de Dalí, que se estrenó al año siguiente, también en el María Guerrero (3-11-50), menos acertado estéticamente y del que se suele pensar que fue una reposición del primer Tenorio del año 49.

En suma, en relación con el teatro norteamericano y francés que también se pudo ver en Madrid en esos años, el teatro inglés va unido a la idea de un teatro burgués sólido, elegante y plásticamente suntuoso, mientras que el norteamericano -Eugene O'Neill, Tennessee Williams, Arthur Miller- y cierto teatro francés -el de Sartre- comparten una tendencia a lo intelectual, minoritario y problemático; por eso se representaron mayormente en teatros de cámara. Se veía ahí un camino para la tragedia y a los jóvenes dramaturgos españoles se les ponían los dientes largos con la evidencia de que cabía un teatro diferente al que tan críticamente veían en nuestros escenarios, un teatro profundamente moderno, ambicioso temáticamente y arraigado en preocupaciones contemporáneas.

3. Y con ello pasamos al tercer aspecto contextual: la reacción, muy adversa, de jóvenes como Alfonso Sastre ante ese teatro extranjero que aportaba mejoras estéticas y formales, y quizá suaves reflexiones vitales de ámbito individual, pero no contenidos críticos desde un punto de vista social. El «Manifiesto del T.A.S (Teatro de Agitación Social)» firmado por Sastre y José María de Quinto (La Hora 63 (1 oct. 1950): s.p.), suponía la radicalización de una actitud teatralmente inconformista que Sastre, junto a Alfonso Paso y otros, había mantenido desde el grupo Arte Nuevo entre 1946 y 1948. Arte Nuevo presentó una veintena de obras originales de los miembros del grupo en las que se acusaban influencias extranjeras semejantes a las que se recibían en el María Guerrero, en especial Thornton Wilder. El lector de Teatro de vanguardia: quince obras de Arte Nuevo (Madrid: Perman, 1949) podrá comprobar que en aquellas obras se perciben tensiones en dos líneas: primero, entre lo local español (lo saineteril, el humor renovado, la vanguardia española de preguerra) y lo extranjero (temas como el existencialismo o la guerra europea; los Estados Unidos como espacio; el narrador wilderiano como recurso). Segundo: la tensión entre lo trágico existencial de unas obras y lo cómico farsesco de otras. Al final, Alfonso Paso se dedicó a lo fácil, los demás se dispersaron y Sastre se radicalizó firmemente hacia un realismo dogmático como estética absoluta.

De ahí las duras formulaciones de los puntos 7 y 8 del Manifiesto del TAS. El 7 reza provocadoramente: «Lo social, en nuestro tiempo, es un categoría superior a lo artístico». Se repudia, por tanto, la ambición estética en que se estaban esforzando los Teatros Nacionales a lo Escobar y Luca de Tena. El punto 8 marca la pauta concreta: el drama como único camino para que las grandes masas vuelvan al teatro. Para esta batalla, Sastre convocaba a un extraño aliado: Enrique Jardiel Poncela. En un artículo de La Hora (55 (mayo 1950): s.p.), «Jardiel Poncela con nosotros frente al teatro extranjero», Sastre denunciaba el papanatismo que se había producido ante un teatro foráneo que le parecía sumamente «malo», y cerraba filas por unas «campañas tozudamente españolas», embarcando en el empeño al anglófobo Jardiel.

En realidad, el enemigo del TAS no era el Benavente casi póstumo, el melodrama torradesco, el postastracán, los espectáculos seudofolclóricos o el teatro versificado de Marquina, bien presentes en la cartelera de los años cuarenta. Estos eran más bien aliados, en el sentido de que justificaban tanto el diagnóstico como la crítica de Sastre al teatro español de ese momento. El verdadero enemigo del tas era el teatro bello, riguroso y de calidad con el que Escobar y Luca de Tena atraían un público creciente y debilitaban la visión que Sastre tenía de las cosas; un Alfonso Sastre que, antes de su giro político-estético había admirado en el María Guerrero los montajes de Nuestra ciudad y La herida del tiempo, y que ahora minaba toda esa digna labor hablando de «ensayar truquitos escenográficos (muy ensayados ya)» y otras violencias verbales «antiburguesas».

4. Creo que entre el estreno de El tiempo dormido en 1947 y el de El baile en 1952, se da en nuestro teatro de posguerra un hito historiográfico, que cabría situar hacia 1950. Es en torno a este año cuando se acumulan algunos hechos significativos, en especial el surgimiento de autores nuevos que marcan tendencias frente a la confusión, inestabilidad y liquidación de viejos géneros que se percibe a lo largo de la década anterior. Surge Buero, y surge un tipo de comedia, más fina y europea y menos benaventina, como la de Ruiz Iriarte, en la que terminan convergiendo López Rubio, Mihura y Neville, fugitivos del cine y del humor cuando comprenden, hacia 1950, que ese humor que tanto les ilusionó ha muerto, como Jardiel, o peor aún, se ha trivializado. También es significativo que la radicalización de Alfonso Sastre tenga lugar entonces y se exprese, mucho más moderadamente, poco después en Escuadra hacia la muerte (1953).

El tiempo dormido, de B.W. Levy. Según la reseña de Alfredo Marqueríe en el ABC (24-5-47) el estreno de esta comedia se verificó «con gran éxito en el Español». Los «bellos decorados» de Emilio Burgos fueron un «prodigio de ambiente», al igual que los figurines, seleccionados y armonizados por Marta Font. El reparto incluyó a Mercedes Prendes en el papel protagonista -Marqueríe le atribuye «sobriedad y emoción contenida»-, Aurora Bautista como Edith y Porfiria Sanchiz, que hizo bien el difícil personaje de la criada escocesa. Los personajes masculinos tenían menos campo en esta comedia: José Rivero en el señor Moonlight, «digno y humanísimo» y Manuel Dicenta haciendo de «seductor 1900». Todos «marcaron el paso del tiempo y la transición de sucesivas edades, clave de la obra, con una honradez y una verdad dignas del mayor encomio». Por su parte, la dirección de Cayetano Luca de Tena desarrolló con «un rigor y una perfección impecables» el clima propio de esta comedia. El montaje parece, pues, más que correcto. Las fechas no fueron especialmente buenas, pero el rendimiento frente al público fue aceptable. Le calculo unas cincuenta funciones, ya que se mantuvo en cartel, con alguna interrupción y unas representaciones extraordinarias de Fuenteovejuna (14-6-47), desde el 23 de mayo hasta el 29 de junio, día en que se cerró la temporada. La obra no se repuso, como era habitual con los buenos éxitos.

Marqueríe señala que Luca de Tena «ha querido demostrar, al tener el acierto de ofrecer esta bellísima comedia, que lo mismo es capaz de dirigir y realizar espectacularmente una tragedia clásica que cuidar hasta en sus menores y más delicados detalles una comedia moderna». Este comentario se explica por lo indicado anteriormente acerca de la oferta de teatro británico que ofrecía Escobar en el María Guerrero, con el que, al parecer, Luca de Tena se decidió a competir. El Español llevaba desde sus inicios en 1940 ofreciendo un repertorio que incluía teatro español áureo, romántico y del XIX; del XX solo teatro poético, con algún Benavente y alguna otra excepción. De autores extranjeros había ofrecido solo clásicos. Con Mrs. Moonlight el Español de Luca de Tena entraba en la liza de los autores extranjeros contemporáneos, empezando con uno inglés, que era lo que privaba en 1947.

En concreto, esa temporada de 1946-47 en el Español habían predominado los montajes de clásicos un tanto sombríos y dramáticos, lo cual no era tónica general ya que Luca de Tena creía en la modernidad y chispa cómica de la comedia áurea y sabía sacarle punta a esos valores. El médico de su honra de Calderón (5-10-46) abrió la temporada hasta la llegada del acostumbrado Don Juan (25-10-46), que Luca de Tena acompasó con un tenebrismo de cuadro del Greco y una sobriedad escenográfica general. El tono tenebrista se extendió al montaje de Ricardo III (13-12-46). Con La malcasada de Lope (14-2-47) regresa Luca de Tena al mundo de la comedia áurea divertida y de enredo, y además algo picante y vodevilesca. El estreno primaveral fue María Tudor de Victor Hugo (19-4-46) cuyo primer acto insiste en la nota lúgubre; el tercero se va a lo funéreo de la Torre de Londres. A continuación vino el cambio de ambiente y tono con El tiempo dormido de Levy-López Rubio, que cerró la temporada. En las siguientes temporadas Luca de Tena insistió en el teatro extranjero contemporáneo. Edgar y Conchita Montes se implicaron un tanto en alguno de esos proyectos de aire británico. La ampliación de la línea artística en el Español se remata en la temporada 1949-50, que a mí me parece del todo simbólica, con los estrenos, consecutivos, de Historia de una escalera de Buero y Celos del aire de López Rubio, dos obras que hablan de un punto de inflexión en el teatro español de posguerra.

Por su parte, el tándem Luis Escobar-Víctor Cortezo tuvo un éxito espectacular en el María Guerrero con Plaza de Oriente (24-1-47) de Joaquín Calvo Sotelo, que cumplía doscientas funciones justo el mismo día del estreno de El tiempo dormido. Me parece que esos cuatro meses de éxito debieron de decidir a Luca de Tena a dar el salto a ese tipo de teatro que representaba de manera paradigmática la campaña 46-47 de Escobar en el María Guerrero, en la cual solo hubo otros dos montajes, perfectamente homogéneos, ambos ingleses y con toda esa carga socio-teatral que desesperaba a Alfonso Sastre: Un espíritu burlón (25-10-46), comedia de humor -sumamente ácido en el original- donde conviven vivos y muertos, de Noel Coward, todo un clásico del West End; y Miss Ba (11-6-47; orig. The Barretts of Wimpole Street) del angloholandés Rudolf Bésier (1878-1942). Luis Escobar atribuyó al decorado y figurines de Fernando Rivero y Vicente Viudes el éxito de esta comedia sobre un episodio victoriano, famoso en Inglaterra: el amor y fuga de dos importantes poetas, Elizabeth Barrett (1806-61) y Robert Browning (1812-89).

En el resto de la veintena de teatros madrileños de 1946-47 hubo revistas, espectáculos folclóricos, algún Benavente y teatro cómico en el que todavía había algún ocasional resto de ingenio.

El tiempo dormido maneja tres momentos (1881, 1901, 1928) del matrimonio de Tom y Sara Moonligth. En el primer acto asistimos al cumpleaños y al extraño caso de Sara, angustiada por un fenómeno anormal: no envejece. La causa parece residir en un misterioso collar al que pidió no envejecer. Aprovechando la marcha dominical de todos a la iglesia, Sara abandona el hogar haciendo creer que se ha suicidado. Todo es apertura, incógnitas teatrales.

Veinte años más tarde (acto II), Jane, la hija de Tom y Sara, desprecia a un pretendiente soso y honrado, por otro, atractivo pero inmoral. La pugna de los novios coincide con la llegada de Joy, una prima que vive en Italia, y que en realidad es la misma Sara que, como sigue sin envejecer, vela por su hija al poner en funcionamiento sus ardides femeninos, con los que logra librar a Jane de tan estúpido pretendiente. La extraña situación de madre y rival amorosa se completa con la que desempeña ante Tom como sobrina-esposa.

Un nuevo cambio de decoración en la única estancia nos indica que ha vuelto a pasar el tiempo y han llegado las bombillas, la radio y la Gillette. Estamos en 1928. El tercer acto es la apoteosis sentimental, la vuelta atrás en el tiempo, la recuperación de aquel cumpleaños de 1881, gracias a una pordiosera del barrio, que resulta ser la propia Sara, todavía joven y capaz de escuchar a Tom, enfermo y senil, que dice tiernas palabras sin saber que son verdad. Tom y la pordiosera mueren y nadie en la familia llega a saber lo que ha ocurrido realmente en la escena que han contemplado como espectadores, excepto Minnie, la ya anciana criada escocesa que juró a Sara guardar su secreto a todo trance. Nosotros, espectadores por partida doble, también sabemos la verdad y justamente ahí -en el Amor Constante y Oculto- radica el poder infaliblemente sentimental de este digno melodrama.

Hay una serie de elementos que me parecen comunes entre El tiempo dormido y El baile comedias. En primer lugar: el centro absoluto de la escena lo ocupa la actriz, que encarna varios personajes. En El tiempo... la Sara del primer acto, es la Joy del segundo y la Visitante del tercero. Aunque sería más exacto decir que en los actos 2 y 3 el personaje se duplica encarnando a Joy-Sara y a Visitante-Sara. En El baile Conchita Montes hace de Adela (1 y 2) y de nieta de Adela (acto 3) -lo cual es un plato de gusto para una actriz.

Ambas comedias están distribuidas en tres etapas temporales distintas, con periodos intermedios de unos veinte años hasta alcanzar la actualidad. El tiempo... va de 1881 a 1901 y a 1928, que era la actualidad en el momento del estreno de Mrs Moonlight (1929). El baile (1952) va de 1900 a 1925 y a una posguerra que Edgar prefiere no concretar, pero que remite al propio presente.

En una y otra comedia el espacio es fijo, puesto que la acción sucede en los mismos sendos salones, pero a la vez es dinámico porque cambia la decoración, al igual que cambian la indumentaria y las modas capilares de los personajes. Modo sencillo pero eficaz de indicar la tensión fundamental de ambas obras entre el cambio y la permanencia.

El reparto es escaso, lo cual facilita la intensidad de relaciones entre el grupo que se forma. El baile, con solo tres personajes, lleva este rasgo al extremo. El tiempo... tiene, en cambio, un reparto más amplio, de ocho papeles, que en términos generales es corto para la época. No obstante, en este reparto se percibe un grupo de personajes secundarios y otro central donde tienen lugar una serie de relaciones muy semejantes a las del trío de El baile. Lo gracioso y algo fantástico de El baile es el insólito menage á trois en que una mujer, Adela, que vive «casada» con dos hombres que la adoran, Pedro, el marido, y el amigo de este, Julián. La gruñona relación que preside la relación entre los tres procede de otro elemento de ese inverosímil «mundo al revés»: el celoso es el amigo y el indulgente es el marido.

En El tiempo..., tenemos, en cambio, a dos mujeres enamoradas del mismo hombre. Sara, la esposa, y Edith, su hermana adoptiva, aman a Tom Moonlight. Hay también aquí tanto la graciosa relación de gruñona rivalidad como la tensión entre el carácter indulgente y el puritano. El centro de ambas es el bondadoso Tom, pero están disociadas: la rivalidad la tiene con Minnie, la respondona y seca sirviente escocesa que crió a Sara y que actúa como una suegra; y la tensión moralizante con la cuñada, la soltera, algo resentida y algo cursi Edith.

El gran tema en ambas comedias es el Tiempo, que viene expresado en el motivo del cumpleaños y en el del baile, respectivamente. Ese tema principal se centra en uno de los tópicos más arraigados del teatro burgués: la edad de la mujer. En ambas comedias la vulgaridad del tópico da paso a cosas de más interés que desembocan, cada una por su lado, en el gran asunto con que abrí estas páginas, Et in Arcadia ego: la muerte, el dolor y el ansia de lo perdido, la corrupción del amor, la nostalgia. Es decir, la tensión entre el deseo de infinito y la inevitable limitación de la naturaleza humana: el paraíso perdido. Sara y Adela afrontan un conflicto que solo en apariencia es femenino. El de Sara presenta una carga moral más evidente, que remite en cierto modo al Dorian Gray wildeano, con toda su dimensión fantástica.

Puesto que el texto de El tiempo dormido no ha sido publicado, ni lo será previsiblemente, me permitiré citar con cierta generosidad algunos pasajes. También aclaro que no conozco el original inglés ni me parece relevante en absoluto para mi propósito. El conflicto de Sara se plantea así (primer acto):

EDITH.-  Puesto que me lo preguntas, tengo que decirte que sí. Te vistes, te arreglas, te conduces de un modo demasiado juvenil. Mucha gente lo comenta.

TOM.-  ¡Bah! La gente siempre tiene ganas de murmurar... Sara no se viste ni se arregla como una joven... Es que está joven.

EDITH.-  Tómalo como quieras. Pero, dime, ¿te parece que representa Sara un día más que hace diez años?

TOM.-  No. Pero, ¿eso es un crimen?

EDITH.-  Yo no he dicho que lo sea.

SARA.-    (Extrañamente seria.) . Pero lo piensas.

EDITH.-  Si lo pienso o no es cuenta mía.

SARA.-   (Con interés.)  Por favor, contéstame, Edith.

EDITH.-  No creo que sea ningún crimen, pero... me parece de mal gusto. Alguien decía, hace poco, que te compones demasiado... que te das polvos, o cosméticos, o sabe Dios qué...

SARA.-   (Seria.)  ¿Y si no? ¿Es culpa mía el no haber cambiado en estos años?

EDITH.-  ¿Qué culpa puedes tener tú?

SARA.-  Si yo no he hecho nada por conservarme así, no será de mal gusto como tú dices.

EDITH.-   (Intranquila.) . No, pero entonces, es raro.

SARA.-  ¿Qué quieres decir con eso de «raro»?

EDITH.-  Raro, nada más.

 

(TOM ha hecho inúltilmente gestos a SARA de que deje la conversación.)

 

SARA.-  Ya  (El silencio se hace un poco difícil. SARA queda pensativa.) .



Poco más adelante:

SARA.-    (Acariciándole el pelo.) . Sabes muy bien que cualquier muchacha que hace quince años se llamase como yo, Sara Jones, lo daría todo por llamarse Sara Moonlight.

TOM.-   (La mira radiante. En voz baja.) . ¡Sara Moonlight!

SARA.-  Dí, vida mía.

TOM.-    (Rendidamente.) . ¡Te adoro!

SARA.-  ¡Señor Moonlight!

TOM.-  ¡Te adoro como nunca!

SARA.-  ¿Después de tantos años?

TOM.-  Más que el primer día.

SARA.-  ¿Te acuerdas del primer día? [...] Tom...

TOM.-  ¿Qué, mi vida?

SARA.-  Estoy aterrada...

TOM.-   (Riendo.) . Pero, ¿por qué? vamos a ver...

SARA.-  Ven aquí siéntate a mi lado  (SARA está temblando.)  Supón... Supongamos que alguien... una mujer... naciera para no envejecer jamás... Que llegado un momento, no envejeciera... ¿Qué le sucedería?

TOM.-  Que haría su fortuna exhibiéndose en un circo ambulante...

SARA.-  Por favor, Tom, te hablo en serio.

TOM.-  ¿Cómo se puede hablar en serio de semejante disparate?

SARA.-  Suponlo por un momento... ¿Qué crees que le sucedería?

TOM.-  En otros tiempos la hubieran quemado por bruja.

SARA.-  ¿Y ahora?

TOM.-  Ahora contamos con otros métodos para acabar con las brujas... No tan radicales, pero no menos expeditivos.

SARA.-  Y tú... ¿qué pensarías de una persona así?

TOM.-  Yo pensaría que era un monstruo.

SARA.-  Debe ser terrible ser un monstruo... Nadie puede querer a un monstruo.

TOM.-  Ninguna persona normal y decente, calculo.

SARA.-  ¡Qué soledad, qué espantosa soledad.

TOM.-  Pero, mujer, ¿serás tonta?, ¡estás temblando!  (Amable.) Señora Moonlight, es preciso que dejes de pensar en eso... ¿Te crees un monstruo porque la gente dice que estás joven, a pesar de tu edad?

SARA.-  Tú has oído lo que se dice de mí. ¿No es más que eso?

TOM.-  Casi nunca es más.

SARA.-  ¿Casi nunca?

TOM.-  Nunca, más bien.

SARA.-  Pues Edith no piensa así.

TOM.-  Hemos quedado en que Edith está celosa.

SARA.-  No, no es eso... Es que se murmura, que todos dicen que no es normal...  (Casi sin voz.)  Yo también lo creo. Me miro al espejo y estoy lo mismo que hace cinco años. Antes, yo le pedía a Dios, más que otra cosa, que me conservase joven. Era una tontería, si quieres, pero pensaba que, al ponerme vieja, iba a perder tu cariño... Ahora, temo perderlo si no envejezco...

TOM.-  Vamos, tranquilízate, ¡qué simple eres! Te irás volviendo vieja cuando sea... Te saldrán arrugas...

SARA.-  Tú lo estás deseando, ¿verdad?

TOM.-  Sí. Ya es mi mujer bastante milagro, sin necesidad de más.

SARA.-   (Tratando de dominarse.)  Me doy cuenta de que resulta estúpido cuando hablo contigo. Pero cuando estoy sola... a veces me estremezco, casi no puedo contener un grito... Es como una pesadilla constante... Me despierto llorando, a media noche... Está siempre en el fondo de mi pensamiento, arañándome en el cerebro. Hay momentos en que creo que voy a volverme loca, que no voy a poder resistirlo. Y, ya ves, en lugar de disminuir cada vez crece más esta obsesión, cada año es más angustiosa..., y más desde que nació nuestra hija.  (En voz muy baja.)  No sé lo que me va a pasar... Un día, este horror va a obligarme a... [...] Tom...

TOM.-  Dime...

SARA.-  Tú estarás siempre, pase lo que pase, seguro de que te quiero con toda mi alma.

TOM.-  Sí, amor mío. Pero no puede pasar nada, ni va a pasar tampoco. Y ya verás cómo vas a estar hecha una pasita cuando cumplas los cien años, tal día como hoy.



Este conflicto, unido al motivo del cumpleaños, llena de significación dos objetos: el vestido de terciopelo rosa que Tom regala a Sara ese día y el misterioso collar que Minnie le regaló por su boda. En el acto tercero ambos objetos serán la base de la recuperación del pasado. El mismo mecanismo funcionará en El baile con la clámide, la pulsera regalo de bodas y la mesita que tanto gustaba a Adela -también se puede incluir la colilla que los muy «adanes» dejaban encendida encima. Por cierto, Sara decide probarse inmediatamente el vestido, ahí mismo, dando lugar a una escena que también encontramos en El baile. La acotación de El tiempo... dice: «El vestido está ya en el suelo y de él emerge Sara, pero hasta el menos tolerante no podrá evitar una sonrisa. Numerosas enaguas con lazos, cubrecorset, etc. Está tan vestida con antes». En El baile, Adela «vuelve sin el vestido, con la abundante ropa interior de 1900, con su ceñido corsé y todo» (acto 1).

El vestido da paso al collar:

SARA.-  No hay en el mundo vestido más bonito.

TOM.-  Fue idea mía. Se me ocurrió que te gustaría ese color.

SARA.-  ¿Y los adornos azules?

TOM.-  Fueron idea de la modista.

MINNIE.-  Son lo mejor de todo. [...] ¿Qué chucherías te vas a poner con él?

SARA.-  ¡Es verdad, Tom! ¿Mis corales?

EDITH.-  Iría mejor un toque azul.

SARA.-  Azul no tengo nada.

TOM.-  Sí, mujer, el collar... Hace mucho tiempo que no te lo pones.

SARA.-    (Dando casi un grito de horror.)  ¡No!

TOM.-  ¿Qué te pasa?

 

(SARA elude su mirada. Quisiera eludir las miradas de todos)

 

EDITH.-  ¿Qué collar?

SARA.-  Uno de turquesas. Es muy bonito y muy antiguo. Me lo regaló Minnie. Había pertenecido a su familia durante siglos. Y ella me lo dio el día de mi boda.

EDITH.-  ¿Y por qué no te lo pones?

SARA.-   (Obstinada.)  No.

TOM.-  Es lo que te iría mejor.

SARA.-  No.

TOM.-  De recién casada te lo ponías mucho.

MINNIE.-  Pero ahora no. ¿Quiere usted callarse ya?

TOM.-  Pues el azul es lo que le iría mejor.

MINNIE.-  Entonces, ya que tanto habla cómprele usted unos zafiros.

TOM.-  ¡Nada menos! ¿Tú te crees que yo invento el dinero?

MINNIE.-  Es verdad. Sería la primera vez que inventase usted nada.

Más tarde, en diálogo confidencial de Sara y su vieja ama, conocemos más detalles:



SARA.-  ¿Y su historia?

MINNIE.-  Yo no he dicho nada de ninguna historia...

SARA.-  ... que concede un deseo a cada persona que lo lleva...

MINNIE.-  ¿Quién te ha llenado la cabeza con esas fantasías?

SARA.-  Yo lo deseé, Minnie... con toda mi alma... Antes de nacer Jane... cuando yo llevaba siempre tu collar... Tenía miedo a que cuando naciera mi hija iba a quedarme estropeada... y que entonces, Tom me querría menos... que hasta podría enamorarse de otra más joven que yo... Deseé, pedí no envejecer nunca. [...]] Fui mala al desear una cosa así... que no podía ser natural... Y ahora... Ahora, mi castigo es ser una especie de monstruo.



El conflicto paralelo de Adela en El baile es que quiere apurar su juventud, marchándose sola: «Me falta el vivir estos últimos años de vida activa conociendo gentes y experiencias que dentro de poco no podré conocer. Siento un tremendo deseo de irme. Es como si me fuera... -¿qué te diré yo?- a morir y entonces me gustase pasarle revista a todo lo que he visto y conocido. Me despido de mi juventud, que se ha prolongado en mí milagrosamente hasta esta edad» (acto 2). La enfermedad y la muerte, como ser recordará, estaban ya asediando a Adela. Et in Arcadia...

El acto segundo de El tiempo... aporta un elemento de ironía dramática que también está presente en El baile. Cuando Joy-Sara se despide de Tom, el espectador sabe mucho más que los personajes, lo cual engendra, infaliblemente, la emoción: «Tom la golpea suavemente en el hombro, como calmándola, y como olvidando su parentesco, la besa. La besa como habría besado a la primera señora Moonlight. Se escuchan los cascabeles y las pisadas de un caballo. Joy escucha un momento y se abraza a su tío Tom con todas sus fuerzas». Adela, por su parte, descubre accidentalmente que está enferma de muerte, pero oculta ese descubrimiento a Pedro y Julián, que no saben que Adela sabe. Solo el espectador lo sabe todo: el desnivel en la información pone en marcha el melodrama.

El último gran paralelo entre ambas comedias es la metateatralidad, que es el centro de las respectivas escenas-cumbre, ambas en el tercer acto. En El tiempo... el nieto Peter trae una día a casa a una anciana:

PETER.-  No sé quién es. No sé más que está enferma y que es una mujer extraña. La he observado durante estos últimos días. Se ha estado paseando alrededor de la casa, y siempre me miraba de un modo raro. Tiene aspecto de cansada y está como ausente. Esta noche estaba muerta de frío y exhausta... [...] Me preguntó: «¿Cómo te llamas?» Yo le dije que Peter, y entonces vino lo más curioso. Miró hacia la casa como si yo no estuviera a su lado y repitió como para sí misma... «Peter... Peter Middling...» [...] «¿Cómo lo sabe usted?» Tampoco me constestó a eso... Pero me preguntó cuánto tiempo hace que vivimos en esta casa. Se lo dije y entonces, casi sin voz, añadió: «¿Tu abuelo ha muerto?». Cuando le dije que no, me miró un momento fijamente y echó a andar. [...] Va andrajosa y no muy limpia. Da pena. No creo que sea guapa.



Sigue una escena ambigua entre la visitante y los habitantes de la casa: Jane, que es su hija, Percy, el marido de esta, Peter, el nieto, y Minnie, que -fiel a su juramento, como buena escocesa, nunca reveló la verdad- es la única que empieza a sospechar quién es la visitante. El viejo Tom aún vive pero, enfermo, senil y sin memoria, no reconoce a nadie. La llegada de Tom, traído por la cascarrabias de Minnie, transforma la acción en una escena metateatral en la que los demás personajes pasan a ser espectadores de un diálogo entre la Visitante-Sara y Tom que actualiza y recupera aquel cumpleaños del primer acto, 60 años atrás. La demencia de Tom hace verosímil la resurrección del pasado. Sí, el tiempo se ha detenido; o mejor dicho, hay dos tiempos simultáneos en escena: 1928 y aquel fatídico domingo de 1881. El motivo del vestido cumple ahora toda su función.

TOM.-  Oye, oye... ¿Qué has hecho de tu vestido nuevo?

VISITANTE.-  ¿Qué vestido?

TOM.-  ¡Qué vestido! El que te he regalado por tu cumpleaños... Mi vestido.

VISITANTE.-  ¡Ah! Lo tengo guardado.

TOM.-   (Un poco triste.) ¿No te gusta?

 

(En ese momento MINNIE comienza a sacar misteriosamente de un cajón un paquete envuelto en papel de seda.)

 

VISITANTE.-  ¡Claro que me gusta, pero no lo voy a llevar a todas horas...!

TOM.-  Esta mañana te lo pusiste enseguida.

VISITANTE.-  Sí, ya me acuerdo.

TOM.-  Sara...

VISITANTE.-  Di, mi amor...

TOM.-  Por favor, vuelve a ponerte el vestido rosa...

VISITANTE.-  No puedo ahora... Otro día.

MINNIE.-  ¿Por qué no? Aquí lo tienes  (Efectivamente, allí está un poco arrugado y oliendo a alcanfor.) 

VISITANTE.-  ¿Es ese, Minnie?

MINNIE.-  Sí.

TOM.-  No es ese.

MINNIE.-  ¡Claro que es!

TOM.-  Los lazos eran azules.

MINNIE.-  No los lazos eran crema, y los adornos azules. [...]

TOM.-  ¡Ah! Es verdad. Los lazos azules fueron idea de la modista. Yo me opuse.

MINNIE.-  Y el color rosa fue idea de usted. Es lo mejor de todo. Voy a ayudarla  (Sale por donde salio la VISITANTE.) 

PETER.-  Abuelo... ¿quién es?

TOM.-  ¡Eh! ¿Quién va a ser, joven? Mi mujer. ¿Quién va a ser? [...] No voy a conocer yo a mi mujer...! Y ¿tú quién eres? [...]

PETER.-  Es muy guapa tu mujer, abuelo.

TOM.-   (Conquistado por PETER.) ¿Verdad, Peter? Sí que lo es. Todos lo dicen. Y lo mejor es que no cambia... ¿no lo sabías? No cambia nunca.  (Como para sí.) No cambia... A ella le preocupa mucho... Y a mí un poco, también... [...]

 

(Aparece la VISITANTE otra vez. Ahora con el vestido rosa de SARA Moonlight y tan hermosa como ella. Viene seguida de MINNIE. Con un dedo en los labios la VISITANTE indica a los demás que guarden silencio y no adviertan a Tom de su presencia [...] TOM le toma una mano.)

 

TOM.-   (En voz muy baja.)  No se lo digas a nadie pero soy el más feliz de los hombres, señora Moonlight. [...]

VISITANTE.-  Buenas noches, amor.

 

(Ayudado por MINNIE, TOM sale. Cuando ha salido hay un corto silencio [...])

 


La salida del anciano cierra este «teatro dentro del teatro» y precipita el final: fuera de escena, Tom muere en brazos de la Visitante-Sara, la cual también muere enseguida, no sin relatar la despedida de su amado esposo:

VISITANTE.-  Ha sido... ha sido tan maravilloso que parecería un pecado estar triste... Estoy, solo... un poco cansada.  (Vacila un instante, se lleva la mano al corazón.)  No comprendo por qué estoy tan cansada...  (PETER, cariñosamente, la conduce a su butaca. Ella se sienta, reclina la cabeza y cierra los ojos.)  Gracias, Peter. Me abrazó... y me dijo... «Señora Moonlight, ¡te quiero tanto, tanto, tanto...!». No dijo más. ¡Y era tan feliz! [...]  (Un silencio.)  «Te quiero, señora Moonlight... te quiero mucho»... [...]  (Suspira.)  Estoy tan cansada. «Señora Moonlight, ¡te quiero tanto, tanto, tanto...!». Jane, ¿se nota que soy feliz?

JANE.-  Sí. ¿Lo es usted?

VISITANTE.-  ¡Muy feliz! Es curioso que esté tan cansada... Quizá... Quizá... ¡Qué maravilla! Ahora... Señor... Puedes llevarme cuando quieras... Mis ojos ya han visto... Mis ojos ya han visto...



El efecto sentimental de toda esta larga escena, claro está, es intoxicante. El «Señora Moonlight, ¡te quiero tanto, tanto, tanto...!» es otro paralelo entre ambas obras, que no puede dejar de recordar la frase-clave de El baile: al final del segundo acto, en 1925, cuando Adela, ya próxima a la muerte, va a ponerse aquella clámide que no pudo lucir en el baile de 1900, sale despidiéndose de Pedro y Julián, para siempre, con «Gracias por vuestro amor, gracias...». Las mismas palabras con que Adelita, la nieta, cierra la comedia, cuando se dispone a resucitar a Adela vistiendo aquella clámide y reviviendo ese baile de 1900 al que la verdadera Adela no pudo acudir: «Gracias por vuestro amor, gracias».

Al comienzo de El baile pueden señalarse algún juego metateatral, como los saludos de Adela a Javierito, el general Weyler o Sagasta -parecidos a los de El landó de seis caballos de Ruiz Iriarte (1950)- o las escenas del primer acto en que bailan los tres personajes. Pero es en la apoteosis sentimental del final del tercer acto cuando lo metateatral gana más cuerpo en El baile: «Será como si se repitiera aquel momento» dice Pedro. Cambian la decoración moderna y el salón vuelve a lucir igual que en 1900: la mesita, la pulsera y, sobre todo, la provocativa clámide que frustró aquel baile hace cincuenta años. Cuando ya lo han preparado todo en una regocijante escena y Adelita aún no ha hecho su entrada, Pedro se emociona tanto que proliferan las copulativas como en una égloga de Garcilaso:

A veces, como te digo, me parece que todo ha sido una pesadilla y que de pronto me voy a despertar a la realidad, y que no va a ser la nieta la que va a aparecer por la puerta, sino Adela, y que todo este tiempo que ha pasado, todos estos años, han sido un sueño, y que no es ahora cuando estamos aquí, en pie, esperándola, sino entonces, y que no hay ninguna enfermedad ni ningún peligro, y que va a aparecer... [...]

 

(Se quedan en silencio y aparece ADELITA. Viene vestida de griega, igual que su abuela.)

 


También aquí, el tiempo se ha detenido y, al menos durante unos momentos, prevalece la Arcadia.

Un último paralelo resultará ya casi obvio: la fantasía poética inherente a unas situaciones irreales, inverosímiles, imposibles, propias de eso que se llama la «comedia de la felicidad». En El tiempo... la historia de collar crea una verdadera Dorian Gray. El baile levanta un mundo donde el tiempo no hace daño a los hombres ni marchita el amor; donde, entre ternura y un cierto lirismo, se consuma una peculiar protesta contra la realidad.

Hacia 1947 Edgar andaba bastante ocupado con su cine. Acababa de hacer La vida en un hilo (1945) y El crimen de la calle Bordadores (1946); hizo ese año El traje de luces (estr. 19-5-47) y Nada (estr. 11-11-47), que también produjo. Al año siguiente El Marqués de Salamanca para el centenario de los Ferrocarriles, y a continuación El señor Esteve (1949), El último caballo (1950), Cuento de hadas (1951), El cerco del diablo (1952) y Duende y misterio del flamenco (1952). No volvió al cine hasta 1959 con La ironía del dinero y El baile. Por tanto, no sé si Edgar se fijó demasiado en El tiempo dormido; la que sí se pudo fijar fue Conchita Montes, que al captar la afinidad quizá se ilusionaría con un papel tan sumamente lucido para una actriz distinguida como ella y tan aficionada a doblar varios papeles en una misma comedia.

El baile (Comedia, 26-9-52) fue el único gran éxito de Neville. Desde la perspectiva de su comparación con El tiempo dormido, Edgar -o Conchita Montes, o los dos- tuvo el acierto de concentrar los materiales que ofrecía la comedia de Levy, eliminando la acción secundaria y la intriga en torno a la hija Jane y su frustrado matrimonio con el elegante sinvergüenza Willie Ragg; casi podría decirse que sobra el segundo cuadro del segundo acto de El tiempo... Neville dejó un único personaje femenino, al que adjudicó el conflicto dramático fundamental, y desarrolló, en cambio, el personaje masculino Tom, poco relevante en El tiempo... Lo cual, unido a la transformación de la criada Minnie en varón, suministró dos personajes, Pedro y Julián, para dar la réplica al gran papel femenino de la comedia. Todo lo cual resultó un acierto.

Haré constar que cuanto he escrito es pura hipótesis. Doy por supuesto que los Neville vieron la comedia traducida por su amigo López Rubio, que les interesó y que les motivó seriamente. Si hubo algo de todo ello, creo El baile rescató lo mejor que había en una comedia muy digna, pero no redonda. En ese caso El tiempo perdido sirvió para que Edgar Neville expresara memorablemente sus preocupaciones personales en torno al deprimente paso del tiempo.





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