El caballero de las botas azules
Rosalía de Castro
[Nota preliminar: Edición digital a partir de Lugo, Impta. de Soto Freire, 1867, cotejada con la edición de Ana Rodríguez-Fischer (Madrid, Cátedra, 1995) y la de Mauro Armiño (Obra completa, Madrid, Akal, 1980, t. II, pp. 241-566).]
PERSONAJES | |
HOMBRE. | |
MUSA. |
Hay en Madrid un palacio extenso y magnífico, como los que en otro tiempo levantaba el diablo para encantar a las damas hermosas y andantes caballeros. Vense en él habitaciones que por su elegante coquetería pudieran llamarse nidos del amor, y salones grandes como plazas públicas cuya austera belleza hiela de espanto el corazón y hace crispar los cabellos. Todo allí es agradable y artístico, todo impresiona de una manera extraña produciendo en el ánimo efectos mágicos que no se olvidan jamás.
A pesar de esto, hubo un día no lejano en que ni el amor ni la franca alegría encontraban allí asilo, y en que el llanto y la desgracia pasaban a prisa ante aquellas doradas puertas, sin atreverse a traspasar su dintel.
¡Mansión de paz... afortunada mansión!
El que la poseía en toda la plenitud de su regia belleza era rico como Creso, sibarita como Lúculo, filósofo como Platón, y a pesar de sus principios basados en una moral austera entendía como ninguno el arte de pasar la vida lo más apacible y dulcemente que puede alcanzar criatura mortal.
¡Oh, qué mañanas suavemente arrastrado en una carretela de blanco movimiento, mientras un sol templado y cariñoso resplandecía en la altura! ¡Oh, qué tardes pasadas al grato calor de un fuego aromático y viendo, a través de los anchos cristales, la muchedumbre que se tropieza en las fangosas calles, que sopla los dedos y tirita de frío!... y, ¡oh, qué tranquilas noches oyendo resonar en alguna habitación lejana los ecos del piano, mientras el viento pasaba rebramando por entre la hojarasca de los solitarios jardines y humeaba en la tacilla de oro el rico café de Moka! Tales hechos, como diría cualquier periodista, no necesitan comentarios.
El señor de la Albuérniga -así se llamaba tan dichoso mortal-, conocido, y no sin razón, por una de las notabilidades más ricas y más raras de la corte, se trataba como una tierra madre trata a su hijo predilecto, queriendo sin duda probar en sí mismo cuánto podía durar en estos tiempos de decadencia física un hombre cuidado a la perfección. Por eso, y a fin de que ninguna sedosa o torpe mano viniese a turbar de cualquier modo que fuera su apacible existencia, había empezado por cerrar su alma al sentimiento y la ternura.
Vivía célibe, sin amistades íntimas, sin amores, desligado de todo lo que no era su propia persona y ajeno a toda ambición. Filósofo por entretenimiento, amaba instintivamente el bien y aborrecía el mal; pero en vano se hubiera esperado que hiciese por el prójimo ni mal ni bien.
Antes que todo estaba él después él siempre él; lo demás, era cuestión de los demás. Verdadero anacoreta del siglo en que vivimos, su casa, cuajada de mármoles y obras de arte, era la encantada Tebaida donde vivía en sí y para sí. ¿Qué podía echársele en cara? ¿Conspiraba nunca contra el gobierno? ¿Había dado o negado su voto, fuesen o viniesen leyes?
-¡Paz!... ¡Reposo!... ¡Bienes sin precio que me ha concedido el cielo..., yo os bendigo!
Esto solía repetir con mesura y recogimiento en los momentos más caros a su existencia: la hora de la siesta. ¡Hora de castas delicias!... ¡Hora dulcísima! Sin ella, ¿qué hubiera sido, qué se hubieran hecho después de la suculenta comida los espíritus apacibles?
Era ésta la hora suprema en que el gran caballero, después de haber comido con excelente apetito, se levantaba de la mesa para ir a gozar del más dulce reposo en un ancho y mullido sillón. Allí entre despierto y dormido, veía al silencio tender sus alas sobre aquella mansión afortunada, y soñaba tranquilo ya con lo vano y lo pasajero de los goces de esta vida, ya con la insuperable amargura que la idea de la muerte debe prestar a las conciencias non sanctas, de cuyo número excluía la suya. Y el buen caballero tenía razón en este punto, porque pasaba sus días en una balsa de aceite.
¡Ay de quien entonces osara interrumpirle en su sueño!...
Pero... ¿pudiera eso acontecer? Admirado, acatado y respetado siempre como una notabilidad riquísima, ninguno había osado jamás contradecir a la singularidad rarísima, muy dueña, por otra parte, de dormir cuando y como quisiera a la extensa sombra de su mansión encantada. Pagárala, era suya, y amén.
Tres fieles y leales servidores velaban y cuidaban día y noche al poderoso caballero que se hacía entender de ellos por medio de un gesto o de una mirada. ¡Oh! ¿Y quién como él vio nunca cumplidos sus menores caprichos? Atentos a la más leve insinuación de aquella dichosa criatura, sus servidores no cesaban de repetir con un entusiasmo siempre igual: «Que esté el señor contento, y desquíciese el universo».
¡Mas no vayamos a formarnos ilusiones vanas! Este extraño razonamiento en un criado, y sobre todo en un criado de nuestros días, no provenía ni de benevolencia, ni de instintos de afecto o mansedumbre. El caballero de la Albuérniga pagaba con desusada magnificencia un buen servicio, haciendo que el oro ocupase el lugar de la gratitud y de las consideraciones, y tenía una puerta franca a toda hora para el que cometía la primera falta, ¡la primera sin apelación!, porque, perdonada ésta, solía decir el rico-filósofo-sibarita, quedaba ancho y fácil camino para la segunda. He aquí por qué sus tres criados eran los mejores criados del mundo, y por qué hubieran consentido en sufrir el tormento antes que pronunciar una palabra en voz alta cuando su amo y señor dormía.
Después que el reloj del gran salón de mármol negro había dado las tres de la tarde, el palacio más silencioso del mundo se convertía en una tumba. Ni el zumbido de un insecto turbaba aquel reposo de muerte.
Como se ve bien claramente, el de la Albuérniga amaba sobre todo la quietud y la buena concordia entre su cuerpo y su espíritu: era idólatra de esa paz interior y exterior que hace del hombre el ser más perfecto, y gustaba de encontrar lisa y llana la senda de la vida, lo cual había conseguido y pensaba conseguir hasta el fin de sus días.
Mas para probar sin duda que no hay nada en la tierra ni estable ni duradero, y que todo lo que es obra del hombre cambia y perece al menor soplo, un acontecimiento inaudito y no conocido todavía en los anales del palacio de la Albuérniga vino a turbar tan pura y serena existencia.
En una calurosa tarde de agosto, a la hora en que las mismas flores parecen languidecer de fatiga y cuando el de la Albuérniga sentía que los cansados párpados se le cerraban blandamente para hacerle gustar las incomparables delicias de la siesta, en una tarde de verano, un ruido estrepitoso y agudo al mismo tiempo llegó hasta él, haciéndole dar un salto en su asiento como si hubiese sentido la picadura de un áspid.
Era el de una campanilla de las antecámaras, cuyo repiqueteo prolongado y maldecido hería los oídos, irritaba los nervios y se extendía por todo el palacio semejante a un trueno.
Tan conmovido quedó el caballero que pensó por un instante si aquel estruendo atronador sería delirio o alucinación de su mente... pero no cabía duda: alguna mano nerviosa, o endemoniada acaso, agitaba la fatal campanilla cuyo timbre desgarraba sin compasión el delicado tímpano del hombre más pacífico de la tierra y hacía estremecer su alma como si fuese el eco de la trompeta final.
Los criados, en tanto, llenos de asombro, pálidos como la misma muerte y dando traspiés como beodos, se habían encaminado hacia la puerta para saber quién era el que osaba cometer tan deplorable, tan inconcebible escándalo.
Un joven y elegante caballero, vestido de negro, que calzaba unas botas azules que le llegaban hasta la rodilla, y cuyo fulgor se asemejaba al fósforo que brilla entre las sombras, se hallaba en pie a la entrada de la antecámara, agitando en una mano el cordón de la campanilla mientras con la otra daba vueltas a una varita de ébano cubierta de brillantes y en cuya extremidad se veía un enorme cascabel.
Era el singularísimo y nunca bien ponderado personaje de elevada talla y arrogante apostura, de negra, crespa y un tanto revuelta, si bien perfumada cabellera. Tenía el semblante tan uniformemente blanco como si fuese hecho de un pedazo de mármol, y la expresión irónica de su mirada y de su boca era tal que turbaba al primer golpe el ánimo más sereno. Sobre su negro chaleco resaltaba además una corbata blanca que al mismo tiempo era y no era corbata, pues tenía la forma exacta de un aguilucho de feroces ojos con las alas abiertas y garras que parecían próximas a clavarse en su presa. A pesar de todo esto, el conjunto de aquel ser extraño era, aunque extraordinario en demasía, armonioso y simpático. Sus botas, maravilla no vista jamás, parecían hechas de un pedazo del mismo cielo, y el aguilucho que por corbata llevaba hacía un efecto admirable y fantástico: podía, pues, decirse de aquel personaje que, más bien hombre, era una hermosa visión.
Acometidos de una doble sorpresa, los criados retrocedieron al verle; mas él les preguntó enseguida:
-¿El señor de la Albuérniga?
-Duerme... -respondió uno con inseguro acento.
-Sírvase usted despertarle.
-¡Despertarle...! -exclamó otro temblando-. Antes dejaríamos que el palacio se desplomase sobre nosotros. Nadie despierta al señor de la Albuérniga cuando duerme... Es cosa que sabe todo el mundo.
-Y yo también -añadió el caballero con indefinible sonrisa-; pero necesito verle en este instante, y si ustedes no me anuncian, lo haré yo mismo. Soy el duque de la Gloria.
Con la voz añudada en la garganta, el más valiente de los criados se atrevió a responder todavía:
-Perdónenos el señor duque... pero... nos es absolutamente imposible anunciarle ni permitir que lo haga su señoría.
-¡Ah...!, no necesito permiso -dijo entonces el caballero con naturalidad. Y cogiendo de nuevo el cordón de la campanilla hizo que la tormenta anterior volviese a empezar en el grado más sublime de las tempestades. El escándalo no podía ser mayor; el palacio parecía estremecerse, y los criados con el espanto retratado en el semblante y mesándose los cabellos pedían en vano piedad a aquel asesino de su fortuna, por causa de quien iban a ser despedidos de la mejor casa del mundo.
-¡Caballero...! ¡Caballero...! -repetían con voz sofocada-. Usted nos provoca a que hagamos uso de nuestro derecho... No nos pagan para que permitamos esto... ¿Qué dirá Madrid de semejante atropello?
Y como el duque de la Gloria se mostraba tan sordo a sus lamentaciones cual si se hallase realmente en el lugar de los bienaventurados, los leales servidores de la mejor casa del mundo iban, aunque temblando, a arrojarse sobre el duque, cuando el mismo señor de la Albuérniga apareció de repente en la estancia.
Medio envuelto en una ligera bata de seda negra, al través de la cual dejaba entrever unos calzoncillos de color carne perfectamente ajustados, hubiérase creído a primera vista que había equivocado el gran señor la antecámara con la sala de baño. Entre su delicado pie y la alfombra sólo se interponían unos calcetines, hermanos de aquellos hermosos calzoncillos, digna invención de la industria inglesa; cubríale la cabeza un gorro de cachemira blanco y concluyendo en punta, bajo del cual salían con profusión hermosos rizos de cabellos castaños, y como la cólera había tornado pálido y hosco el semblante siempre sereno del caballero, excusado es decir que tenía el aire más notable y distinguido que imaginarse pueda.
Un tinte sombrío pareció extenderse con su presencia por aquella singular escena, a pesar del resplandor brillante y azulado con que la iluminaban las botas del duque de la Gloria.
Alto y corpulento como un hijo del Cáucaso, la hermosa cabeza del caballero parecía fulminar rayos, mientras lanzaba sobre sus aterrados servidores interrogadoras miradas que encerraban un tratado de disciplina doméstica. El rico-filósofo-sibarita estaba imponente como Neptuno cuando fruncía las arqueadas cejas.
A pesar de esto, el duque de la Gloria le miró de alto a bajo con una casi inocente curiosidad, parándose a contemplar con suma complacencia ya el gorro cómico, ya los calzones, ya los casi descalzos pies del irritado caballero... y... ¡cosa extraña!, mientras éste se puso a contemplar, a su vez, la corbata, la varita negra y las deslumbradoras botas azules del duque, la cólera que antes le había tornado tan pálido el semblante pareció reconcentrarse en lo profundo de su corazón para dejar paso a la admiración y al asombro.
Un silencio profundo reinaba en la estancia, tomando así aquella escena, nueva en el colorido y en la forma, un interés creciente.
¡Cómo, a medida que el duque agitaba distraídamente la varita con el cascabel, la graciosa nariz del señor de la Albuérniga iba dilatándose... dilatándose... semejante a una amenaza que se ignora hasta dónde... puede alcanzar!
Fue el duque quien, interponiendo su argentina voz entre las extrañas iras de un cascabel sonoro y de una hermosa nariz, dijo el primero:
-Sospecho que me hallo en presencia del señor de la Albuérniga.
-¡De sospechar es! -repuso éste, con pausa aterradora.
-En efecto -añadió el duque, con un tono frío y cortés-; sólo este caballero podría usar un traje tan adecuado a su persona y a la estación reinante.
Miróle el de la Albuérniga, al oír tal, como una dama aristocrática miraría un insecto desconocido, que de repente se le hubiese posado en la blanca falda. Adelantó después un paso, rascó una ceja, echó hacia atrás el gorro descubriendo una frente espaciosa y lisa como una plancha de acero, y plantándose frente a frente del duque, como si pretendiese medir su altura, dijo con una calma tras de la cual parece que debía haber o un abismo o muchísimo sueño:
-Sepamos, caballero, ¡o lo que usted sea!, qué motivo de vida o muerte pudo obligar a una persona nacida a hacer tan insolente protesta contra mi voluntad, ¡¡aquí!!, en el seno de mi propio hogar.
-No me ocupo de protestar contra ajenas voluntades... Otros asuntos más graves llenan mis horas -respondió el duque con llaneza.
Un silencio más largo que el primero se siguió a estas palabras. El de la Albuérniga no acertaba a creer que las hubiese oído y le hubiesen sido dichas en un tono que, ¡vive el cielo!, no había sufrido nunca en ningún otro hombre. En el colmo, pues, de la más sorda cólera, y de un asombro siempre creciente, añadió por fin en voz tan baja que costaba trabajo percibirla:
-¿Sabe usted que estoy en mi casa? ¿Que amo el silencio y el reposo como el mayor bien de la vida? ¿Que no permito ¡jamás!, ¡jamás! que se me interrumpa en mi sueño?
-Ése fue precisamente el motivo que me trajo aquí antes de que pasase la hora en la cual, sin excepción alguna, se excluye de esta morada a todo ser que tenga vida y respire.
-¡¡¡Cómo!!! ¡preci... sa... men... te... por eso...! ¡¡¡Ah!!!
Con verdaderas e inequívocas muestras de un pasmo profundo, hizo el de la Albuérniga estas exclamaciones, y, por un instante, hubiérase creído que iba a devorar o convertir en polvo a su adversario... Mas no sucedió así.
Su mirada se fijó indistintamente ya en la corbata, ya en la varita, ya en las botas del duque, y con un acento que ya no revelaba cólera sino ardiente curiosidad, exclamó después:
-Tan estupendo me parece lo que acabo de oír con mis propios oídos y ver con mis propios ojos, en mi propia casa, a la hora de mi reposo, me hace un efecto tan extraordinariamente nuevo y singular que... se hace forzosa una explicación entre nosotros. Sírvase acompañarme.
El duque siguió al de la Albuérniga, y al ver los criados el inesperado giro que había tomado aquel suceso, para ellos aterrador, tomaron aliento diciendo:
-Fuego mata fuego. Es un refrán que no engaña.
Después de atravesar, sin detenerse, galerías y corredores, llegaron al inmenso salón, cuya mayor belleza consistía en su severa desnudez.
Nada viene a turbar la enlutada monotonía del negro mármol que reflejaba entonces por todas partes, como un bruñido espejo, la gran figura del señor de la Albuérniga, y la no menos alta, si bien aún más notable, del duque de la Gloria. Y en verdad que al ver el caprichoso efecto que sobre la lisa superficie del pavimento formaban los calcetines color de rosa del primero y las luminosas botas azules del segundo, mientras los dos caballeros caminaban el uno en pos del otro, mejor que criaturas humanas creyéraselas extrañas visiones evocadas por el espíritu misterioso de aquella habitación silenciosa y negra como la noche.
Callados la recorrieron del uno al otro extremo en donde, abierta una colosal ventana, se distinguía un vastísimo jardín, fresco como una gruta, silencioso como un cementerio. Sólo se veía en él una fuente de alabastro con una ninfa dormida mientras rosas blancas asomaban por dondequiera su lánguida corola rompiendo la monotonía de la menuda yerba que verde y espesa, como el terciopelo, brotaba en todas partes cubriendo la superficie.
Butacas de una piel fina y blanca como la espuma y altos taburetes para colocar los pies se hallaban esparcidos en desorden al pie de la monstruosa ventana, hasta la cual llegaba, en alas de un viento suave, el agreste aroma de la yerba mezclado al de las rosas, y el rumor de la fuente que regalaba el oído con su cadencia monótona y dulce, la más a propósito para producir tranquilos sueños.
Imposible hubiera sido encontrar un sitio más apetecible que aquél para gozar en el estío de un fresco reparador. Mas era al mismo tiempo tan callado y silencioso, tan triste y tan sombrío que un espíritu aprensivo o una mujer nerviosa hubiera experimentado allí congojas mortales.
El de la Albuérniga se sentó negligentemente, colocando en el más alto de los taburetes los pequeños y delicados pies, que vinieron a quedar a nivel de su hermosa cabeza. ¡Postura impolítica y por demás extraña! Pero el duque de la Gloria, sin aguardar a ser invitado, se sentó asimismo, imitándole, mientras decía:
-¡Delicias de las delicias! He aquí la postura más confortable y más espiritual que han discurrido los hombres que saben discurrir de estas cosas, y la más a propósito para que el pensamiento tome en sus aspiraciones el vuelo del águila.
Más asombrado que nunca, el de la Albuérniga, al ver tan singular arrogancia, nada respondió al duque, contentándose con dirigirle una mirada a la corbata...
-Sí, caballero -prosiguió diciendo éste como si estuviese en su propia casa-; cuando descanso de esta manera, me hallo más empeñado en marchar con ánimo sereno por el camino que he emprendido, camino áspero y escabroso, como todos los buenos caminos, pues tal pintan en el cielo. Pero he aquí, señor mío, cómo en donde quiera que existe la más leve simpatía entre dos personas se conoce al punto. Ya es imposible que usted y yo dejemos de ser simpáticos, ambos preferimos hacer la figura de una A vuelta al revés.
Cuando dejó de hablar el duque, el de la Albuérniga se revolvió en su asiento como si le pinchasen, y sin dejar de mirar, casi con espanto, a su huésped, repuso:
-Prosiga usted... prosiga usted explicándose como le acomode... ¡Hace usted bien! Imagínese usted que nos hallamos en medio del desierto, y que este salón es el interior de una de sus pirámides, o lo que es lo mismo, una vastísima tumba. Sí, por mis días; podemos hablar sin que nadie nos oiga, matamos sin que nadie lo perciba...
-Entiendo... entiendo... y por consecuencia, acceder usted a mis exigencias sin que nadie lo sepa -concluyó el duque con la más ingenua naturalidad.
-¡Exigencias...! -repuso el de la Albuérniga riendo de una manera como de seguro nadie le habría visto reír-. ¡Exigencias...! ¿Usted sabe quién soy? ¿Me conoce usted?
-¡Así tuviera usted la satisfacción de conocerme!
-Si no le conozco todavía, le conoceré muy pronto, lo aseguro.
-Me llamo el duque de la Gloria. He aquí todo lo que por ahora puedo decir.
-¡Oh! Juro que no he de contentarme con eso. Usted ha venido a provocarme a mi propia casa de una manera que ninguno hubiera osado, porque saben todos que la reparación seguiría inmediatamente a la ofensa...
-Y sin embargo -le interrumpió el duque-, he aquí que permanecemos deliciosa y tranquilamente sentados en la forma de una A vuelta al revés, el uno en frente del otro sin ceremonia alguna, como buenos amigos que seremos a lo futuro y fieles aliados.
-¡Silencio!, ni una palabra más sobre este punto -dijo el de la Albuérniga con ira mal reprimida-. Aun cuando por un acto extraordinario y caprichoso de mi voluntad, le permita a usted hablar cuanto se le antoje, para después obrar yo como me parezca conveniente, todo lo que toca a mis afecciones es sagrado. Ni tengo amigos, ni formo alianzas con nadie... ni quiero que ninguno...
-Dispense usted, caballero -le interrumpió el duque-: precisamente he ahí el principio del fin, yo quiero que usted quiera lo que no ha querido nunca... Nada, señor mío; no vaya usted tampoco a extrañarse de lo que estoy diciendo, porque además de ser una verdad innegable no encierra nada de ofensivo. Este mundo es un abismo en donde el que entre no sabe ni lo que llegará a ser, ni lo que llegará a hacer, ni lo que llegará a ver.
-¡A fe que empiezo a creerlo...!
-¿Cómo no? Dígnese usted, por lo mismo, descender o ascender, como mejor le agrade, al terreno de la filosofía, y bajo este punto de vista oírme con la calma y la paciencia de los sabios, y responderme como ellos, es decir, franca, sencilla y noblemente. ¿No es verdad que soy el ser más extraño que ha pisado jamás las calles de esta corte, ni de otra alguna del mundo?
Tan extraña pregunta dejó completamente parado al de la Albuérniga, quien, vencido al mismo tiempo por la fuerza de la verdad, respondió calándose el gorro hasta las narices:
-No hay duda. Nada puede haber existido que a usted se le asemeje.
-Que haya o no existido, no lo discutiremos; pero lo que puede afirmarse es que no existe, y que en Europa es usted el primero que tiene la fortuna y el alto honor de contemplarme de cerca y de oír el eco de mi voz.
-¿Cómo no adiviné que hablaba con un loco? -pensó entonces el de la Albuérniga-; pero, vive el cielo, prosiguió que si por mí no vuelvo, en loco me convierte también. Su rostro pálido se me figura el de un espíritu sutil y burlón; la varita negra que agita entre las manos, haciendo resonar el cascabel más impertinente de todos los cascabeles del mundo, dijérase la de un mago, y respecto de esa corbata y de esas botas azules, de tal modo excitan mi curiosidad y trastornan mi cabeza que me hacen soportar a mi enemigo, pese a su locura, a su desfachatez digna de un látigo, y a sus trazas de duende.
-No, no vaya usted a creerme ni espíritu, ni persona demente -dijo el duque dando en el blanco de los pensamientos del de la Albuérniga y confundiéndole con una fría y severa mirada-. Mis modales son aquellos que me he complacido en adoptar, prosiguió, y mi persona y mi traje lo más maravilloso que encontrarse pudiera, como usted ha confesado con toda sinceridad. Pero, gracias al cielo, nunca la razón de ningún mortal se ha mostrado más lúcida y clara que la mía, pues todo me lo hace ver, aun lo más secreto y misterioso, como al través de un trasparente cristal. De ahí el que yo contemple satisfecho la justa admiración que mi persona produce en su ánimo, y...
El de la Albuérniga, dudando ya de su propia razón y convencido casi de la doble vista del duque, le interrumpió exclamando:
-¿Sin duda es usted Míster Hume, a quien nunca he querido conocer? ¿Quizá ha penetrado usted en mi casa con esa apariencia verdaderamente fantástica en venganza de mi desdén? Pues sepa que no me amedrentan los espíritus, en los cuales no creo, ni los fantasmas que, como el que tengo delante, alientan y respiran. Sírvase usted, pues, alejarse ahora mismo con el firme propósito de no volver jamás, o juro por mi honor que haré con usted el escarmiento más grande que haya recibido un mágico a la moderna.
A pesar de que el de la Albuérniga, al decir esto, se había levantado con aire altanero y amenazador, el duque, mientras lanzaba la más fina carcajada del mundo, no se movió de su asiento sino para colocarse mejor en él.
-He dicho que me llamaba el duque de la Gloria, dijo después, nombre español e infinitamente más bello que el del célebre espiritista. No, caballero, nada de espíritus ni de duendes. ¿Quién piensa en eso en nuestros días? Convengo en que hay apariencias deslumbradoras que fingen historias peregrinas, y pedazos de cristal caídos en el lodo que heridos por un rayo de luz parecen diamantes finísimos, pero ya nadie se engaña con tan vulgares supercherías. Por lo demás, es indudable que esta corbata y estas botas no son una ilusión engañosa, sino obra relevante y artística del Asia, que dará mucho que decir a la civilizada Europa. Sí, en verdad. Para que los triunfos que me esperan fuesen seguros y saliesen de la esfera vulgar, empecé por mandar hacer esta corbata y estas botas, mito hasta ahora incomprensible y germen fecundo de prodigios, naturales sin duda, pero asombrosos... Mas... ya hablaremos de eso...
-Pues hablemos -exclamó el de la Albuérniga, aguijoneado por una curiosidad irresistible que le hacía olvidarse de sí mismo.
-Y bien -prosiguió el duque con un acento de convicción que no dejaba lugar a la duda-. Estas botas tan hermosas, tan especiales y tan caras, que bastarían por sí solas para hacer una fortuna, llegarán a causar profundas e inolvidables emociones, a producir trastornos de graves trascendencias, y escenas cuyo indescriptible colorido será esencialmente conmovedor. Respecto a mi corbata... ¡Misterio sublime! En las orillas del Jordán, en aquellas místicas aguas cuyas gruesas ondas multiplican las bellezas del cielo que en ellas se refleja, fue en donde por primera vez su fino plumaje se tiñó del color de la nieve, así como estas botas del éter trasparente y azul. ¡Oh, aquella escena estará siempre presente en mi memoria! Un árabe del desierto me acompañaba y mientras nuestros caballos pacían la hierba de las praderas cercanas, un hijo del Egipto daba fuertes golpes en el yunque sobre aquel hierro candente que debía servir para la prueba.
-¿Cuál prueba?
-Aquella cuya memoria no se apartará de mí; dura ha sido en verdad, pero no me arrepiento, pues henos aquí, de enemigos mortales que debiéramos ser a juzgar por engañosas apariencias, convertidos en hombres pacíficos, soportándonos con una paciencia heroica, admirándonos sin envidia, y, usted sobre todo, haciendo como es natural, respecto de mi persona, consideraciones que si no le conducen directamente a la verdad, cosa imposible por ahora, disipan por lo menos en su alma la indigna pasión de la cólera que ciega al hombre y le induce a error y a ser injusto y brutal.
Con la extraña conversación del duque, el de la Albuérniga se hallaba, en efecto, absorto y como desorientado, ya no se atrevía a creer que el extraño ser que tenía delante fuese realmente un loco, ni menos un hombre como los demás: así, aun cuando tuviese al mismo tiempo vivos deseos de arrojarle por la ventana, reprimióse muy cuerdamente, y dijo.
-¿Qué puedo sacar en consecuencia de cuanto acaba usted de decir? ¿Habló usted únicamente para sí mismo, o para los dos?
-Para mí mismo y para los dos.
-Pues explíquese usted más claro y pronto en todo lo que haya hablado para mí, porque no he comprendido nada y necesito comprender...
-Quise decir para los dos que nuestras singularidades se atraen como dos cuerpos simpáticos, y si no dígalo la breve cuanto larga historia de nuestra entrevista. Llego, me anuncio sin preámbulos como persona que sabe no han de negarle el paso, usted sale a recibirme.
-Nada de eso, a arrojarle a usted aun cuando fuese por la ventana si se hiciese preciso.
-Si yo me dejaba arrojar... pero adelante. Usted me ve, yo le veo; mi corbata, mis botas y mi varita negra le dejan a usted absorto en medio de la ira que le domina; yo contemplo asimismo con deleite esos pies sin zapatillas, esos bellos calzones y ese gorro cónico tan perfectamente calado sobre una cabeza inteligente, y henos aquí, a mí, dispuesto a perdonarle a usted sus inconvenientes calificaciones, y a usted sin valor para separarse de mí antes de haberme conocido mejor.
Semejante a una bomba que estalla, así el de la Albuérniga bramó entonces, más bien que dijo:
-¡Por la felicidad de mis días! Que si a tales palabras no contestara de la manera que lo piden, mereciera no volver a gozar las delicias del sueño. Acabemos... ¿Es usted loco? En ese caso, mandaré a mis criados que se entiendan con su señoría. ¿Es usted cuerdo? Elija las armas y el lugar en que habremos de batirnos. Cuanto antes mejor...
-¡Cómo...! Usted, el hombre de recta conciencia, usted, cuya rígida moral y espíritu apacible, le impedirían volverse contra una hormiga, ¿quiere batirse, quiere ponerse ahora a derramar la sangre de un hombre inocente?
-¡Hola! ¿Es usted un cobarde? ¿Tiene usted miedo? -replicó el de la Albuérniga sonrojándose.
-¡Miedo...! ¡Bah! Todo eso es vana palabrería, que demasiado sabemos de qué barro son hechos los hijos de Eva... ¡Miedo! Y bien, señor mío, añadió el duque con risa burlona y frente a frente del de la Albuérniga. Yo me he batido más de una vez, y con gloria; pero a la conciencia no se le ocultan nuestras debilidades y flaquezas. La serenidad en el rostro, el miedo en el corazón, el escándalo y la desgracia sirviendo de fúnebre cortejo a una comparsa de graves apariencias y horribles resultados; los demonios del orgullo y de la vanidad, batiendo sus alas sobre una tumba llorada..., he aquí la gran farsa -demos a las cosas su verdadero nombre-, la farsa más ridícula y cruel que se conoce entre las gentes cultas, y también la más abominable y vana que han discurrido las quisquillosas criaturas.
-¡Qué verdades dicen a veces los locos...! -pensó el de la Albuérniga, tosiendo. El duque prosiguió:
-Y ahora meditemos. Nosotros que sobrenadamos entre la multitud como el aceite sobre el agua, usted moralista y yo moralista, usted filósofo y yo filósofo, usted notable y yo infinitamente más notable todavía, ¿hablamos de descender como cualquiera a ese terreno vulgar? ¡Nunca! Al menos hasta que no nos conozcamos mejor.
El de la Albuérniga, que no había nacido cobarde pero que, como ya hemos dicho, amaba sobre todas las cosas de la tierra la paz y el reposo y detestaba el duelo sobre todas las cosas detestables, pensó si le era realmente lícito batirse con un ser desconocido y extraño hasta el punto de haberle parecido un loco o un diabólico espíritu. Además, ¿cómo, si llegaba a matarle, podría saber el profundo misterio que encerraban aquella corbata, aquellas hermosas y resplandecientes botas azules y aquella varita con un cascabel? Tomó, pues, su partido, y dijo:
-No sé hasta qué punto le será lícito a un hombre en circunstancias como la presente pedir concesiones o admitirlas... mas... ¡sea! Aun cuando yo juzgue la proposición de usted hija del miedo, no nos batiremos hasta que conozca mejor a mi singular adversario. Usted va a decirme, no obstante, ahora mismo a qué ha venido aquí. Lo exijo absolutamente... tengo derecho a ello.
-Y yo tengo sobrado valor para oír con toda la calma filosófica que a usted le ha abandonado esta tarde, esas palabras que en su ofuscación me dirige. ¿Desearía usted que le matara? Pues yo no quiero.
-Lo que usted no quiere, sin duda, es morir.
-Y usted mucho menos, caballero, como que no es un bocado sabroso; pero no sucederá. ¿Había yo de matar a una persona tan estimable y que ha de consagrarme algunos días de su cara existencia? ¡No puede ser! Usted vivirá, porque en cuestiones de honor tengo mi doctrina, y, además, he hecho solemnes juramentos a los cuales no puedo faltar ahora. Lo que sí le aseguro a usted, bajo mi palabra de caballero, es que, al venir aquí, no traje la menor intención de ofenderle.
-Basta ya de palabras... ¡basta, por quien soy! ¿A qué ha venido usted?
-A verle a usted, y a que usted me viera. Necesitaba dejar un indeleble recuerdo de mi persona en la mente siempre despejada y serena del señor de la Albuérniga, y hacerle así consentir buenamente en consagrarme algunos días de su apacible existencia, porque... ¿Cómo después de haberme contemplado de cerca había de negarse a una exigencia tan justa y que tanto le honra?
-¡Conque sí...!, para que yo... accediese... pues. ¡A una... exigencia de usted!
-Y estoy seguro de que usted accederá y anhelará que llegue el momento de cumplir mis deseos, porque hasta entonces el recuerdo de mi persona, el de mis botas y el de este cascabel perturbará su sueño, y no le dejará gozar momento de reposo. Usted pensará en mí más todavía que una mujer enamorada... y esto me basta. ¡Adiós, pues, caballero, hasta que volvamos a vernos!
El duque se alejó entonces con la ligereza de una sombra, pero aun después que había desaparecido veía el de la Albuérniga danzar delante de sí aquellas botas y aquella corbata al compás del cascabel sonoro como si el demonio estuviese en ellas.
-¡Oh mundo! -exclamó entonces con el doliente acento del que se siente herido en medio del corazón-. Tus inquietas oleadas llegan a turbar la más apacible ribera. Mi palacio ha sido profanado... interrumpido mi reposo en el momento en que mis párpados cedían a la más dulce influencia que domina al hombre. ¡Vida perdurable! ¡Y unas botas azules, una corbata blanca y una varita con un cascabel, danzan ahora delante de mí, como si yo fuese dado a las sutilezas del baile...!
El de la Albuérniga se interrumpió de repente por algunos segundos, después de los cuales, como si el fuego de un volcán hubiese subido de repente a su cabeza, gritó dando un fuerte campanillazo:
-¡Chis! ¡Pum! -así llamaba a los criados para ser más breve-. ¡Pronto, un baño tibio! ¡que me abraso!
Murmurábase algunos días después que acababa de llegar a Madrid el esperado, un personaje lo más raro, lo más insolente, lo más fino, lo más extravagante, burlón y maravilloso del mundo. ¡Raro conjunto de diversas cualidades...!
Sepamos algo de lo que en la corte se murmuraba de él.
Pelasgo, director de un afamado periódico y osado crítico que falla sin miedo toda cuestión de ciencia, de política, o de honra, habla con uno de sus emisarios secretos.
-¿Qué pasa, Pedro? ¿Qué se dice del gran duque? ¿Es hombre o duende? ¿En qué quedamos?
-Es muy rico, señor, inmensamente rico... riquísimo... diez veces poderoso. ¡Oh...!
-Eso ya se sabe: un pobre no hace tanto ruido. Pero esas botas... ¿qué hemos de decir de esas botas?
-Que son el infierno, señor, que han sido hechas para quitar a los hombres el poco juicio que les queda... para apurar la paciencia de los mortales.
-A un lado las chanzas... Antes que nada ¿procuraste indagar si le será grato al duque que se hable de ellas? Esos hombres excesivamente ricos suelen ser excesivamente caprichosos, y alguno hay que se convertiría en nuestro mortal enemigo si alabásemos su persona antes que su casa de campo o su caballo. Es preciso, en fin, saber cuál es su cuerda...
-No tiene cuerda ese duque...
-¿Quién no la tiene en este mundo...?
-Tanto y tanto se dice... por de pronto aseguran que detesta el baile y que se ríe de los que bailan...
-Pues he ahí ya un buen tema...
-Si no detestase más todavía a los periódicos y a los periodistas...
-¿Vuelves a chancearte?
-No lo acostumbro, señor Pelasgo; pero es lo cierto que los detesta hasta el punto de no querer siquiera mirarles el rostro, ni más ni menos que a las mujeres, a quienes aborrece mortalmente y de las cuales se burla.
-¡Loco de atar! Burlarse de ellas, lo comprendo; pero aborrecerlas... ¿Qué es lo que le place entonces al buen señor?
-Personas bien enteradas me han afirmado que no le place nada.
-¡Peste contigo! ¿Es eso cuanto sabes?
-Repetir todo lo que de él se murmura sería cuento de nunca acabar.
-Que lo sea... lo que quede de hoy se deja para mañana. ¡Habla ya! Cumple tu obligación.
-Pues bien, murmúrase a la callada, entre otras cosas, que ese duende de duque va a publicar el libro de los libros...
-¡Hola...! ¡Hola...! ¡También el duque se mete a escritorcillo! Pero dime, ¿qué tienen que ver esas botas con el libro de los libros? ¿De qué son esas botas?
-Madrid entero no se ocupa de otra cosa, llegando a sospecharse muy formalmente que son hechas de cuero de diablo...
-¡Que te lleve...! sin alma, porque no la tienes.
Indignado contra la torpeza de Pedro, Pelasgo se salió entonces a la calle, esperando que la casualidad viniese a mostrársele propicia.
En efecto, al entrar en uno de esos cafés llamados aristocráticos, porque ciertas personas distinguidas se dignan entrar en ellos para escanciar alguna botella mientras aguardan a un amigo, el nombre del duque vino a resonar en sus oídos...
Hallábase el salón completamente lleno, y las barbas relucientes, los rostros perfectamente afeitados, las manos delicadas, con larguísimas uñas, los vientres aristocráticamente obesos, los botitos con punta de anguila y las levitas cortas -¡ay, demasiado cortas!-, se dejaban admirar por todas partes. No; nada había allí de plebeyo, y aquel olor que se notaba a cigarros habanos, a esencia de rosas y violeta, decía bien claramente por qué cada uno que entraba traía el aire grave y ceremonioso, cual si fuese a tratar de negocios de Estado.
Pelasgo, cuya persona fea, pero almizclada y lavada con jabón de lechuga en nada desdecía por su aspecto de las que allí se encontraban, después de lanzar en torno una mirada desdeñosa fue a sentarse con circunspección en un rinconcito, a quien la brisa que penetraba por un cristal roto hacía permanecer comúnmente vacío.
-He aquí una conversación en que yo no pensaba -dijo al sentir el aire demasiado fresco que vino a saludarle...-. Mas ¿por qué hemos de ser los hombres tan quisquillosos y descontentadizos?, añadió luego con filosófica resignación. Hubo una época tormentosa en la cual me pasaba las nocturnas horas al raso, contemplando la luna, hasta que llegaba el día y el día hasta que volvía a aparecer la luna, y vuelta a deleitarme con la aparición de la aurora, sin que por eso me lamentase demasiado de mi adverso destino... mientras que ahora, se me hace insoportable la brisa más ligera. ¡Paciencia, Pelasgo, y escuchemos! Si no doy el primero algunas noticias ciertas sobre ese duque o diablo, quedaré mal parado y mis adversarios me morderán de lo lindo.
-Yo le he visto, decía uno, y puedo asegurar que difícilmente existirá un rostro más pálido, más irónico y burlón que el suyo. A no ser por aquella corbata y por aquellas botas maravillosas que llenan de asombroso el espíritu más impasible y sereno, no podría soportársele un solo instante... su mirada es penetrante como la punta de un puñal...
-¿Te ha pinchado?
-Casi lo creí.
-¡Cáspita!, en ese caso huiré de él para que no alcancen a verme sus peligrosísimos y asesinos ojos...
-Haz lo que gustes, pero hablemos despacio de estas cosas...
Y prosiguieron murmurando en un tono ininteligible para Pelasgo, pero, en cambio, dos editores nuevos en el comercio de las letras decían en voz alta y sentenciosamente:
-El que le diese cien duros por su decantado libro haría una peligrosa aventura, y, por mi parte, ni aun ofreciéndome el triple, consentiría en ser su editor.
-Ni yo lo fuera por todos los tesoros del mundo.
-¿No has oído que el tal duque es un pequeño Voltaire, un Voltaire de mal género?
-Pues ¿qué? ¿Existe algún género peor que el de ese francés, maestro de la impudicia y de la desvergüenza? -dijo al pasar un anciano en cuyo rostro se leía una adusta severidad.
-Estos vejetes jamás progresan como no sea hacia el sepulcro -replicó riendo uno de los editores. Pero Pelasgo fijó su atención en lo que decían dos jóvenes diputados que acababan de tomar asiento casi a su lado.
-¿No oyes cómo sólo se habla de él? -repuso uno.
-Sueño o cuento parece -contestó el otro-. La policía tampoco descansa, pero, a pesar de eso, nada cierto se sabe sino que se llama el duque de la Gloria y que con los tesoros que posee puede comprar la Europa y conmover el universo. ¡Oh!, los millones son unos conspiradores invencibles.
-¿Pero conspiran?
-¿Quién lo sabe? Si viviera Job en estos tiempos, también se diría que conspiraba. Mas lo que yo haría es llamar a Macallister, y mandar que le quitase al duque esas botas mágicas, a ver si se convertían en humo, o se descubría que el misterioso personaje tiene una pata de cabra..., porque, no es broma, las notabilidades más célebres quedan oscurecidas por la maravillosa claridad de esas botas que rodean al que las lleva con el brillo fantástico de los cuentos de hadas. Henos, pues, aplastados bajo la fuerza de un poder desconocido y perturbador, que todo lo conmueve. Madrid hierve a tal hora de impaciencia, se abrasa de ansiedad por saber quién es el ser extraño que osa deslumbrarle con unas botas azules. El mundo es una mascarada.
-Yo conozco a muchas damas que no cesan de preguntar en dónde se verá al duque, a qué paseos concurre el duque, a qué teatros asistirá el duque...
-¡Ah! Las mujeres, y sobre todo ciertas mujeres se encantan de lo que brilla, ni más ni menos que las urracas.
-¿Hablas por ella?
-Por la condesa Pampa, quieres decir, ¿por Laura...? ¡Oh!, nada de eso...
-Puedo asegurarte que no ha sido de las curiosas, que ni siquiera ha despegado los labios para pronunciar el nombre del duende azul.
-Gracias... mas eso es peor todavía...
-¿Estás celoso? Carlos... va a perderte ese amor.
-Quizá... las pasiones son como los ríos que se desbordan... dejemos eso.
-¿Se ocupan ustedes de él? -les interrumpió cierto general, que antes de echar los primeros dientes se había encontrado con los galones de coronel pegados a su chaqueta y con un morrión por chichonera.
-De él hablamos -repuso Carlos-. ¿Sabe usted algo nuevo?
-Lo sé todo... Viene a hacer una gran reforma en el ejército, viene a devolvernos el poder que hemos ejercido en tiempo de Alejandro.
-¿Cómo es eso, general...? Palabras sospechosas... van a prenderle por conspirador... Me hallo mejor enterado.
Esto dijo el secretario particular de un opulento banquero que acababa de formar parte del grupo, y añadió:
-Lo que pretende el duque es establecer en España un Banco universal, y acaso... dar a la propiedad un golpe maestro... Muchas otras cosas se cuentan, es verdad: dícese también que es el autor y el propagandista de cierto credo político cuyos principios entrañan la colosal ambición de Napoleón I, y el mancomunismo de los cuáqueros... Mas, ¡locura!, el banco... ¡ahí está el quid!
-Pero, señores... ¿qué tienen que ver el banco, y la propiedad, y el ejército, con la corbata y las botas que tan célebre hacen al duque, y que no dejan en sosiego ninguna cabeza? -replicó riendo el diputado Carlos.
-Y tiene razón -dijo para sí Pelasgo, encaminándose más que de prisa hacia la calle.
Mas estaba escrito que el nombre del duque había de resonar todavía en sus oídos.
Delante iban dos jóvenes, uno de ellos muy conocido suyo, conversando de este modo:
-Llevo tres días de una impaciencia cruel. Pero no descansaré, no me permitiré reposo hasta ver de cerca esas botas y ese ente singular.
-¿Qué has oído de su vida...? Cuenta, mi querido noticiero.
-¡Oh!, yo he bebido en buenas fuentes y sé que ha desenterrado en la India interesantes manuscritos y descifrado jeroglíficos ininteligibles para todos.
-¿Qué nos importan a nosotros los jeroglíficos y la India?
-Poeta, al fin, para dejar de ser fútil.
-¡Ah... perdona!, me olvidaba de que sabes griego y de que quieres alistarte en el número de los anticuarios. Mas ¿por qué te afanas? Dentro de cuarenta años todas las niñas de quince abriles te darán ese título, u otro que se le asemeje.
-Déjate de bromas y escucha. Ese hombre es la inmensidad. En él se hallan personificados los adelantos de nuestro siglo.
-¿Por qué?
-Las ciencias ocultas le han revelado en la China profundos secretos, y un gran genio, un ilustre y sabio escritor de la Moravia le ha legado con cincuenta millones de pesos fuertes...
-¡Demonio! ¡Qué falta nos hacían! ¡Pertrechado viene...!
-¡Cállate! Le ha legado cincuenta millones de pesos fuertes.
-Ya lo he oído. ¿Si querrás que le envidie?
-Y su último libro, para que lo publique y reparta él mismo por toda la tierra.
-Pues trabajo le mandó.
-Y así lo ha jurado el duque en el lecho de muerte del sabio moribundo.
-¿Qué contendrá, pues, ese librito?
-Parece que en él se echa por tierra todo género de literatura y se abren nuevas y desconocidas sendas al pensamiento humano.
-¡No digo nada con el sabio de la Moravia! No se andaba en pelillos. ¿Qué zurra no le daría Pelasgo si le alcanzara, eh? Y pregunto, ¿le ha legado también el difunto a su buen amigo la corbata y las botas, esas dos rarísimas prendas que convierten al duque en el ente más notable del mundo?
-Pregúntaselo, si puedes, que yo lo ignoro, aun cuando por saberlo daría un ojo de la cara.
-No perderías gran cosa, si era el que tienes bizco.
-Anda, burlón, que el sabio de la Moravia me vengará de ti. Tus versos serán sepultados en el abismo. Adiós, Ambrosio, que es lo mismo, que no decir nada.
Y el primero entró en un portal oscuro, y el segundo siguió calle arriba cantando una copla, no muy digna, por su poca modestia, de ser trasladada a estas páginas.
Mas he aquí que cuando menos lo esperaba Pelasgo, dio la vuelta el poeta y se encaró con él.
-¿Tú por aquí? ¿Qué se busca? -le preguntó.
-Tomo el fresco aun cuando ya es rocío -repuso Pelasgo haciéndose el disimulado.
-En efecto, hora es ya de irse cada mochuelo a su olivo... pero... ¡qué diantre!, ese agujero que llamamos casa, no ha sido hecho para los hijos de España, que amamos, más que una techumbre de oro, el puro azul del cielo.
-Menos cuando nieva o llueve, ¿no es verdad? Lo mismo les acontece a los habitantes de otros países.
-Lo mismo no.
-¡Bah! Como te acostumbraste a hacer odas y elegías, todo lo ves de color de rosa.
-Y tú como te acostumbraste a rebajarlo todo, haciendo excepción de ti mismo, todo lo ves de color de cieno.
-No vayamos ya a regañar...
-Te empeñas siempre en hacerme la oposición.
-Tú has empezado ahora, y como es una diversión que me agrada...
-Pues a mí no... pero atiende, ¿no reparas cuántas damas encubiertas pasan por aquí? Me parece que conozco a algunas.
-Y yo; sigamos a aquellas donairosas. Probemos si necesitan de nuestra ayuda para atravesar tan desiertas calles.
-¡Qué soledad...! -dijo Pelasgo aproximándose-. ¿Paseamos juntos?
-Más vale ir solas que mal acompañadas -respondieron ellas apretando el paso.
-Gracias... Prefiero tan dura respuesta a un pretencioso silencio, bellas -contestó Pelasgo, que era más docto ciertamente en conversar con las mujeres que en escribir para ilustrar, como solía decir pomposamente.
-También preferimos la flexible galantería a la vidriosidad quisquillosa -respondieron ellas riendo y rebujándose más en sus largas capas.
-¡Bravo...! ¡Bravo! -exclamó Ambrosio-. ¡Viva la franqueza española!
-¿Tienen ustedes tanta hermosura como talento? -volvió a decirles Pelasgo, poniéndose a su lado.
-¡Quizá mucho menos talento que hermosura!
-Veámoslo.
-¡No puede ser!
-¿Por qué?
-Porque no.
-Y basta; que no tiene vuelta la frase. Pero aunque sea tapadas, deben ustedes admitir la compañía.
-¿Por qué?
-Porque sí.
-Presto vuelve el caballero lo que adeuda.
-Amo la libertad, y siempre vive encadenado el que debe.
-Vamos, señoras -dijo Ambrosio-; mi amigo tiene razón. He aquí una hermosa noche para entretenimientos amorosos. La luna no se muestra ahora demasiado indiscreta.
-¿Qué importa que sea discreta la luna si no lo son los hombres? -dijo una de las damas con altivez; y añadió, después de haber hablado en voz baja al oído de su compañera-: ¡Por favor! Necesitamos caminar solas. Con Dios, caballeros.
-¿Es posible?
-Y tan posible. A no ser que pudiesen ustedes decimos en dónde se encuentra lo que andamos buscando.
-¿Qué es ello?
-Un astro que brilla como el azul del cielo y que es nuevo en el mundo, un ser extraño que huye de todos mientras todos van en pos de él.
-¡¡¡Ah!!! ¿También ustedes?
-Por curiosidad, es tan extraño el caso...
Y cual si las damas se hubiesen arrepentido de haber dicho tanto, añadió una de ellas rápidamente:
-Basta de chanzas... Desde aquí marcha cada cual por su camino.
Y cogidas del brazo echaron a correr por una estrecha y oscura travesía, diciendo entre sí:
-¡Dios eterno! Qué sátira nos harían si nos hubiesen conocido..., huyamos, el coche aún está lejos.
-Son ellas -decían a su vez Pelasgo y el poeta Ambrosio-. Es la condesa Pampa y Casimira. Esos dos demonios aventureros que a nada temen y que desafían las murmuraciones del mundo: ¿por qué no las hemos seguido?
-Es tarde y necesito volverme -dijo Pelasgo-. Mas ¿qué rumor de voces es ese que se siente? Oigamos.
-Son zapateros... zapateros que se han reunido para tratar acerca de las botas del duque.
-Demonio de hombre...
-A propósito. ¿Sabes que detesta los periódicos?
-¿Qué me importa? Nos veremos... ¡Agur!
-Agur y no romper lanzas.
Cuando Pelasgo llegó a su casa y se sentó al velador para refrigerar el estómago con una copa de Jerez y un bizcocho, halló en la bandeja un billete perfumado; abriólo enseguida, y vio que escrito con letras de oro decía así:
«El muy grande y poderoso señor duque de la Gloria no quiere que se hable de él en los periódicos. Semejante tarea corresponde únicamente a Las Tinieblas».
Los demás directores de periódicos habían recibido aquella noche un billete igual al que acababa de leer Pelasgo.
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¡¡La Corredera del perro!! ¿Sabe alguno de nuestros lectores en dónde existe esa calle de nombre tan poco armonioso? Es posible que no; imagínense, pues, que se halla situada allá en las afueras de Madrid, próxima a algún elegante cementerio; que es larga y angosta, un tanto sucia, siempre desierta, económicamente alumbrada por algún rayo de sol a la hora más alegre del día y adornada de cuando en cuando por algún rostro juvenil que asoma a través de una puerta o de una ventana entornadas, como asoma una rosa por entre la grieta de una losa sepulcral.
Y he aquí cómo, en guerra con el sentimentalismo, puerta de escape de todos los escritores tan ramplones como el autor de El caballero de las botas azules y de otros muchos aficionados a las novelas terriblemente histórico-españolas, nos inclinamos a escribir ahora algún parrafillo melancólico-poético, tomando por tema nada menos que la Corredera del perro.
¡Ay! No en vano nos dio el cielo | |||
corazón para sentir. |
Larga es la vida, corta la juventud, y sus flores son de una fugitiva belleza, a las cuales hacen guerra tempestades que con ellas viven y mueren. No; no hay primavera para las flores juveniles del alma, sólo hay estío y otoño; por eso cuando se han marchitado no queda de ellas ni tallo ni cenizas. Sólo queda el recuerdo en tanto no se debilita la memoria.
Y tal le acontecía también a las flores del alma de las jóvenes de la Corredera del perro que no por vivir en tan apartado retiro están exentas de gozar en la tierra las delicias concedidas al resto de la humanidad por nuestros enemigos más encarnizados.
Por aquella triste y silenciosa calle se ven pasar cada día carros fúnebres cuyos perezosos caballos agitan con lentitud sobre la cabeza, en honor de la muerte, altos penachos negros, y los vecinos de la Corredera del perro siguen muchas veces el triste convoy para contemplar cómo el féretro cubierto de nobles insignias, o bien ostentando cruzadas espadas, emblema de honor y mando, penetra silencioso en su estrecho agujero de piedra para no salir jamás a la luz del día.
Otros caminan silenciosos tras de la negra y humilde caja de la Misericordia, llevada sin pompa ni ruido, por tres hombres groseramente vestidos de negro, quienes dejan caer pesadamente el cuerpo muerto en el hoyo profundo abierto en la madre tierra.
Cuando esto acontece, los vecinos de la Corredera del perro se retiran tristes, diciendo: «Así hemos de ser enterrados nosotros».
Tales son los acontecimientos más notables que en el transcurso del año ocurren en aquella olvidada calle, y por esto, sin duda, las pocas jóvenes que por allí se encuentran tienen un aire lánguido y meditabundo en demasía.
Cuando se las ve salir, en bien escaso número por cierto, del colegio de doña Dorotea, algunas cantan, otras ríen, saltan y cuchichean, pero siempre con cierta timidez que inspira simpatía y compasión al que las contempla, siempre mirando hacia la ventana por donde una cabeza enjuta y metida en una especie de escofieta blanca y almidonada, como las que en algunos pueblos ponen a los muertos, aparece fisgoneando huraña:
-Silencio, revoltosas... ¿Cómo se atreven mis discípulas a caminar tan descocadamente por la calle? ¿Qué dirán las gentes de su siempre respetada directora?
Así les grita a lo mejor una voz seca y cascada que sale de la escofieta, y las niñas, semejantes entonces a corderillos, se juntan, se aprietan y con la cabeza humildemente inclinada se dirigen a la verja del cementerio para rezar un Padre nuestro, lo más devotamente que pueden.
Después, ya lejos de la vista de doña Dorotea, se atreven a jugar a los alfileres sobre la blanca arena del camino hasta que suena la primera campanada de la oración, que las hace correr hacia sus tristes nidos, diciendo al despedirse: ¡Hasta mañana!
Algunos domingos suelen bajar a la gran babel de la corte, sobre todo en tiempo de ferias; pero sus madres las acompañan siempre y las llevan de la mano aun cuando hayan pasado de la niñez y sean ya pequeñas mujercitas.
-No hay que enamorarse, queridas niñas -les dicen-, de tantas cosas como por aquí se ven. Todas estas fruslerías han sido hechas para hacerles gastar dinero a los ricos, y a nosotros los pobres nos sentarían como a una vieja una moña colorada...
-¡Oh Dios! ¿Qué dirían en nuestra calle si os vieran con esos cintajos y adornos?
-¿Y por qué, madre, nadie se ríe en Madrid de las muchachas que los llevan?
-¡Vaya! ¿Si querríais compararos con las gentes de por aquí? Contádselo a doña Dorotea y veréis qué os contesta. Cada cual es quien es.
El nombre de doña Dorotea basta para poner un sello a los labios de las pobres niñas y para que lo contemplen todo como a través de un velo que oculta a medias lo que se anhela conocer. Quizá por la noche sueñan con lo que han admirado en las espaciosas calles y plazas de la gran población y aun se imaginan ser ellas mismas alguna de tantas engalanadas y preciosas jóvenes como por allí transitan; pero al otro día la planchada escofieta de doña Dorotea disipa todas aquellas impresiones como un viento fuerte las espesas nieblas de la mañana. Esta rígida señora funde las almas de sus discípulas -si así podemos decirlo- en unos principios de austeridad tan fuertes que aquellas almas, dócilmente sometidas a su yugo, siguen, con cortas excepciones, una marcha igual hasta la muerte... ¡Quizá la única que debiera seguirse en este mundo...!
Erguida y fuerte todavía como un cedro, doña Dorotea, que cuenta con especial economía sus pasados años, dice que casi... casi... tiene sesenta cumplidos y que recuerda los buenos tiempos de la modestia y del recato, tiempos en que ninguna dama ni mujer se faltaba ni a sí misma ni a los demás. Considérese, pues, hasta dónde tendríamos que remontar la época de su dichosa juventud, a juzgar por la prueba que aduce, sin admitir la menor réplica.
Pero sea como quiera, aconteció que el cielo, bondadoso, le había concedido una hermosa sobrina, en la cual pusiera todo su afecto de solterona, proponiéndose hacer de tan bella criatura un modelo de todas las virtudes, un retrato, en fin, de sí misma, y en sus aspiraciones había llegado a tanto la buena señora que hasta recomendaba a la niña las escofietas blancas como el adorno más lindo y modesto que podía usar una joven hacendosa y digna del aprecio de todos.
Y henos, pues, a la espiritual, a la inocente Mariquita viendo pasar los mejores días de su juventud entre una escofieta almidonada, el gato de la casa y la verja del cementerio.
Sin huerto ni jardín en donde poder pasar alguna hora del día, Mariquita amaba las flores nacidas al pie de las tumbas, y el rumor que hacía el viento al agitar los sauces la impresionaba tan melancólica y dulcemente que siempre que podía robaba algunos momentos para ir a contemplar el jardín de los muertos. ¡Extraño placer, sólo propio, sin duda, de una joven vecina de la Corredera del perro y acostumbrada a la modesta sociedad de doña Dorotea!
Cuando una lluvia benéfica se había derramado sobre las losas de mármol negro, que brillaban entonces como espejos sombríos, y sobre las humildes cruces torcidas por el huracán, pensamientos vagos y misteriosos como el primer rayo del alba vagaban errantes por la mente de la pobre Mariquita... Aquel inmenso silencio que se extendía en torno, aquellos pájaros que venían a piar lenta y cadenciosamente sobre la punta de los cipreses y aquel sol que brillaba tras de una gruesa nube, descolorido como la luna... la hacían permanecer muda y sobrecogida, con el oído atento y la mirada incierta... Las ramas de los sauces barrían desmelenadas el polvo de los sepulcros cobijados bajo su sombra, las rosas deshojándose a cada soplo del viento parecían conversar misteriosamente entre sí, y las blancas arcadas que ocultan millares de esqueletos iban a perderse de una manera vaga allá en donde un ángel, con la cabeza medio oculta entre los pliegues del ropaje, meditaba tristemente sobre un alto mausoleo rodeado de mirtos y enverjados...
¡Oh...!, la contemplación de aquel cuadro en donde la naturaleza, siempre alegre y hermosa, parece luchar con la muerte para vivir y florecer, producía en el impresionable espíritu de Mariquita una angustia indefinible. Sin saber por qué, derramaba entonces copiosas lágrimas y tornaba después al lado de su tía con los ojos enrojecidos y el rostro más pálido que de costumbre.
-¿Te sientes mal? -le preguntó la vieja una tarde al notar la melancólica expresión de su semblante.
-¡Quizá! -le contestó la niña con extraño acento-; tía, ¿es muy doloroso morir...?
-¿No ha de ser?
-Me parece, sin embargo, que debe uno hallarse muy bien en el sepulcro... A mí me gusta el cementerio, aunque es triste. Sí, me gusta más el cementerio que el novio con quien quieren casarme.
Doña Dorotea la miró con asombro y exclamó después:
-¡Qué destino! ¡Mocosuela de chica, lo que ella sueña...! ¡No he oído otra jamás! Ni me admira que no le guste el novio que a mí tampoco me gustó nunca ninguno, aun cuando me buscaban a centenares, pero de esto a enamorarse del cementerio, diferencia va, y no pequeña. ¿Sabes, criatura, que allí sólo hay gusanos y despojos de cadáveres?
-También hay mármoles y flores...
-¡Flores de muerto...! ¡Qué horror...!, flores cuyo pernicioso aroma marchita la juventud... y sobre todo, señorita, le prohíbo a usted ocuparse de esas cosas impropias de una niña y hasta impías en un alma cristiana. Sólo debemos pensar en la muerte para librarnos de obrar mal, y en el cementerio para rezar por las almas de los que ya no son de este mundo.
Tan justas razones aterrorizaron por un momento a Mariquita, pero sin quitarle su afición a contemplar el mundo de las tumbas, vasto campo para ella de informes ilusiones, hijas quizá de una imaginación ensoñadora y ardiente, pero comprimida por la estrechez de la Corredera del perro y la escofieta de doña Dorotea. Todo cuanto se presentaba a los ojos de Mariquita estaba desierto y árido. Todo era mezquino y sin horizontes menos el cementerio. Allí había flores, sol y espacio.
Por otra parte, Mariquita, a quien su siempre respetada tía se había esforzado en darle una educación demasiado insociable y huraña, y que a los dieciséis años no sabía más que leer torpemente en el catecismo, escribir sin ortografía, coser un poco y jugar a los alfileres, se halló en extremo mortificada el día en que su padre, después de presentarle un joven de lánguido aspecto, tímido y de lasos cabellos rubios, le dijo:
-Éste ha de ser tu marido.
-¡Mi marido...! -se atrevió a murmurar tan pronto como se halló sola-. ¿Para qué quiero yo marido?
Y habiéndole preguntado a su tía sobre el particular, ésta le contestó:
-Un marido viene a ser lo que es tu padre para tu madre.
-¿Y qué es mi padre para mi madre?
-¡Qué tontona has nacido! ¿Pues no lo ves?
Ignoramos por qué doña Dorotea dio tan ambigua respuesta a la inocente Mariquita; pero es el caso que, poco satisfecha la chica, se atrevió un día a repetir la pregunta a cierta vecina que pasaba por discreta y charlatana, cualidades que a decir verdad no se hermanan muy bien que digamos.
-Atiende, niña, y atiende como es debido -le dijo aquélla por complacerla y complacerse a sí misma con aquel ratito de conversación-. Un marido, hija mía, es o puede ser muchas cosas a la vez: amparo y desamparo, amigo y enemigo, mala o buena fortuna... Verdad es que la Iglesia nos le da siempre por compañero cariñoso, pero el pícaro mundo, por compañero y por tirano como me lo ha dado a mí ¡Perdónele Dios al mundo, y, porque no diga, perdónele también a mi difunto, ya que después de haber sido tan tornadizo y peleón se aquietó al fin con la muerte! Porque has de saber, Mariquita, que cada cual habla de la feria como le va en ella. Algunas dicen que un marido es la gracia del cielo, la sal del pan; otras..., yo las conozco y tú también, aún le hacen la cruz después de muerto. Pero es el caso que se manda que la mujer ame y respete al que se le ha dado para ser apoyo de su debilidad (yo siempre he pensado, niña mía, que mejor que eso fueran dinero y buena salud) y, en fin, que le obedezca y le cuide y mil cosas más que sólo la práctica enseña..., pero...¡que si quieres! Todo ello, muy bueno para contado y malísimo para cumplido, pues por más que yo procuraba portarme bien con el mío, niña, nunca pude alcanzarlo. El muy hijo de su madre todo lo entendía a trompicones, y erre y más erre con que habíamos de arañarnos; ya se ve: como él mandaba, yo no me podía negar. ¿Entendiste, Mariquita? Pues bien, te diré todavía, porque te quiero, que si el matrimonio es cruz vale más andar sin cruz que con ella, que el buey suelto bien se lame y que para una boca basta una sopa.
El discurso de la charlatana vecina, que tan sin conciencia aborrecía los lazos de himeneo, hizo su efecto en Mariquita que sintió aumentarse en su corazón el instintivo horror que el joven lánguido y de lasos cabellos le inspiraba.
Además, su tía doña Dorotea le había hecho formar una idea muy elevada de las mujeres y, no pudiendo comprender la muchacha en su verdadera acepción la palabra debilidad aplicada a su sexo, pensó muy razonablemente que no habiéndose sentido nunca ni enferma ni débil podía muy bien rehusar un apoyo que no necesitaba. Permaneció, pues, tranquila con esta idea, si bien, faltando algo a su existencia monótona y uniforme, iba a buscar ese algo al cementerio. Como ya hemos dicho, el sol, los mármoles y las flores del fúnebre recinto halagaban melancólicamente aquella imaginación ensoñadora.
Era un domingo por la tarde. Las niñas de la Corredera del perro jugaban juntas en un corral vecino, doña Dorotea había salido a visitar a una amiga enferma, y Mariquita, como pocas veces le acontecía, quedó sola en casa.
-Hoy sí que podré permanecer mucho tiempo en el cementerio -pensó enseguida. Y echando la llave a la puerta se encaminó ligera hacia el asilo de los muertos. Para mayor fortuna, la puerta estaba entornada, pero Mariquita oyó allá dentro ruido de voces, y como era en extremo tímida se retiró un poco lejos, tomando asiento en una piedra del camino esperando ansiosa que dejasen libre aquel triste recinto.
Sus deseos se vieron al punto cumplidos. Bien pronto un caballero, alto y delgado como un álamo joven, pálido... pálido... vestido de negro... y con unas botas azules y brillantísimas que le llegaban hasta la rodilla, se presentó a los ojos de Mariquita. Deslumbrada quedó al pronto cual si hubiese mirado al sol, y al notar la uniforme blancura del rostro del desconocido, y aquel resplandor que le rodeaba, llegó a imaginarse que era aquél el fantasma de los sepulcros... mas el fantasma hablaba y reía, y como no hablan ni ríen los fantasmas se convenció de que tan maravillosa visión pertenecía al mundo de los vivos.
El caballero en tanto, sin cuidarse de quien tan atentamente le miraba, prosiguió hablando con el sepulturero, y así pudo Mariquita contemplarle a su gusto, desde los pies a la cabeza y desde la cabeza a los pies sin pestañear siquiera y sin tomar apenas aliento. Sucedíale a la niña que cuanto más le miraba, mayor placer y encanto le causaba verle, al contrario de lo que le pasaba a su presunto marido, que cuanto más le veía menos gusto tenía en mirarle produciéndole enojos el solo recuerdo de sus lasos cabellos.
No se crea que Mariquita dejó de hacer al punto tan notable comparación. Al contrario, muy deprisa se le vino a las mientes, y con ella una así como aversión profunda a la sombría y estrecha calle de la Corredera del perro juntamente con la escofieta de doña Dorotea. Y no hablemos ya de su prometido, infeliz víctima de un ciego destino: ¡ay!, quizá en aquellos instantes, para él de ignorada desventura, soñaba amoroso con la adorada de su corazón. ¡Vosotros los que veis tranquilos a una pobre hormiga perecer bajo vuestra planta, pensad en las incertidumbres del porvenir y no os fiéis de las sonrisas de la felicidad!
Después que el caballero de las botas azules se despidió del sepulturero, fuese alejando hacia la corte por caminos extraviados y solitarios, y fuele Mariquita siguiendo como si la atrajese con su resplandor hasta que ya cerca de Madrid entró el caballero en un coche y desapareció.
La muchacha volvió entonces en sí como asustada y, tornando presurosa a desandar lo andado, no cesaba de decir cual si estuviese loca:
-Pobre de mí, ¿por qué he venido tan lejos? Y mi tía que me estará esperando a la puerta... ¡loca que soy! ¡La culpa de todo esto la tiene ese marido con quien quieren casarme!
¡Razonamiento extraño el de Mariquita! Él prueba cuán injusto es, a veces, el corazón del hombre. Por fortuna, la siempre respetada directora doña Dorotea, ocupada en hacer horchatas para la enferma, no había llegado aún y Mariquita no sufrió el castigo de la primera falta, quedando por ello muy contenta. Mas la conciencia, que no duerme si es que no está tranquila, tuvo despierta a la niña toda la noche haciéndole sentir remordimientos y agitaciones que nunca había conocido.
-Una vez que es preciso casarse -pensaba-, ¿por qué mi padre no me dará por marido a aquel caballero?
Esta idea no la abandonó ni un instante en los días que transcurrieron siendo para ella como una fiebre ardiente que consume la vida. Sin poder gozar momento de reposo, soñando, despierta y dormida, con el caballero de las botas azules, empezó a enflaquecer rápidamente.
-¡Si volviese a verle! -repetía sin cesar. Y corría hacia la verja del cementerio.
Quince días de estas luchas bastaran para tornarla pálida y ojerosa como una verdadera enferma. Las vecinas le decían riendo que se había quedado sin sangre, y, muy inquieta su tía por tal mudanza, avisó al padre de la niña, el cual determinó casarla antes de lo que había pensado a ver si con la alegría de las bodas se le curaba la melancolía.
-Melchor -le dijo al novio-, ponte de tiros largos y ve a ver a Mariquita para decirle algo que la contente y te haga mayor lugar en su corazón; por casta y modesta que sea una joven, siempre gusta de arrumacos y de galanterías.
¡Qué más quiso Melchor! Vistióse al punto el pantalón color de avellana, el chaleco verde y la levita negra de los domingos, hizo que le cortasen los cabellos, y, afeitado como un colegial, calóse el sombrero y se encaminó hacia la Corredera del perro pensando en el amorosísimo discurso con que iba a herir de medio a medio el corazón de su prometida.
-¿Cómo ha de estar contenta -iba diciendo el desdichado-, si nunca han permitido que le declarase mi sentir? Pero cuando sepa que no hay momento que no me acuerde de ella hasta olvidarme del bocado que llevo a la boca, cuando sepa que tengo hecho para ella un lindo nido de rosas..., y cogiéndole la mano derecha -que esto está permitido entre dos que se van a casar- le repita: quiérote... quiérote... Mariquita mía, quiérote más que a todos y no hablemos de ello... ¡oh, cómo entonces, de descolorida que está ahora, se tornará coloradilla como una manzana!
Loco con tanta felicidad como le esperaba, Melchor no aguardó siquiera a que las discípulas de doña Dorotea hubiesen salido, sino que en su aturdimiento se coló de rondón en donde se hallaban reunidas, quedándose al punto en extremo avergonzado y dejando a Mariquita más muerta que viva.
¡Ay! su novio vestido de gala la horrorizó, haciéndole lanzar un grito que no pudo reprimir.
-¿Qué te sucede? -le preguntó su tía.
-Me he pinchado -repuso ella tartamudeando.
Doña Dorotea, a pesar de su suspicacia, pareció quedar convencida y se dirigió a sus discípulas con complaciente sonrisa, diciéndolas:
-Vamos, niñas, hoy os permito salir un cuarto de hora antes de lo acostumbrado, aunque mañana lo estaréis de más, porque vuestros padres no me pagan para que os conceda indebidas vacaciones.
Obedientes las chicas, se levantaron unas tras otras, pero mientras doblaban la labor y fingían buscar algo que se les había perdido iban aproximándose disimuladamente a Mariquita y diciéndole en voz baja:
-¡Qué feo es Melchorcillo, Virgen de Atocha!
-Parece un lagarto.
-Mariquita... ¡Puf!, huele a cera este chico.
-Te casas con la pared y no asistiré a tu boda.
Y otras mil cosas a este tenor que de rechazo llegaban a oídos del infeliz amante, cuyos ojos se hallaban casi preñados de lágrimas.
-¿Qué cuchicheos son esos, señoritas? -gruñó por fin la anciana cuyo oído no estaba ya muy experto.
-Rezábamos a la hora.
-Pues ¿da hora?
-Ha de dar, y lo mismo ganarán las ánimas benditas con que recemos antes. Beso a usted la mano, doña Dorotea, hasta mañana si Dios quiere; doña Dorotea, usted descanse. Adiós, don Melchor; que usted quede con Dios.
Tenían casi siempre todas aquellas niñas el aire grave, modesto y melancólico que ya hemos descrito; pero al despedirse esta tarde del pobre mozo vagaba en sus labios una sonrisa que hubiera hecho honor a la más experta y burlona cortesana... ¡Pícara malicia que con nosotros naces!
-Tome usted asiento a mi lado, Melchor -le dijo la vieja al novio tan pronto como quedaron solos-, y tú, Mariquita, levanta esa cabeza que yo te lo permito. Usted no extrañará que se muestre tan tímida y ruborosa, porque, como yo la he educado a mi manera, apenas se atreve a alzar los ojos para mirar a nadie como yo no se lo diga. Mejor esposa no podría usted encontrarla en diez leguas a la redonda, porque, aun cuando yo fuera su propia madre, no se me parecería más de lo que se me parece. Eso sí; no sabe nada de nada y no como otras, que en todo quieren meterse y aprender lo que no les conviene. De casa a la iglesia y de la iglesia a casa, siempre a mi lado y siempre a la sombra de mi brazo; tal fue su vida y lo mismo entiende de las cosas del mundo que si no existiesen. Cieguita la tengo, como un gatito recién nacido... ¿qué más se le puede pedir? Pues de cuerpo y de rostro bien se la ve, pero ahí la tiene usted, Melchor amigo, ¡hace algún tiempo parece que se le acaba la vida!... A ver si usted la contenta, ¿eh?
De un tirón echó doña Dorotea este discurso, y tan poseída estaba de su papel de tía y directora, y tan metida en su almidonada escofieta que no podía ver que así el novio como la novia se hallaban cual sobre espinas y muy lejos de atender a sus palabras.
Sólo Dios sabe cómo hubieran salido de tal atolladero Mariquita y Melchor cuando ocurrió que el gato, que no entendía de bodas, pasó corriendo por la escalera llevándose en la boca la salchicha reservada para la cena.
Doña Dorotea no pudo entonces conservar su habitual serenidad. Era aquel un lance imprevisto, de esos que vienen a sorprendernos traidoramente en medio de una ignorancia feliz; por eso, fuera de sí la buena señora, se levantó acongojada de su gran sillón exclamando:
-¡Cógelo! ¡Mariquita, cógelo, que se huye!... ¡A él! ¡Mariquita... a él!
Obedeció al punto Mariquita lanzándose rápidamente en pos del minino ladrón; pero dos horas después no habían aparecido todavía ni Mariquita ni la salchicha, ni el gato...
Desgraciado Melchor... ¡Melchor naciste!