Tanto había corrido Mariquita tras del duque que lograra alcanzarlo.
-Tu ángel guardián te envía, pobre niña -le dijo al verla-; mucho tengo que decirte, pero será preciso que subas conmigo al coche que me aguarda a algunos pasos de aquí.
Mariquita, tan ciega como su señora tía y directora la había criado, obedeció sin reflexionar en lo que hacía y por la primera vez de su vida se halló bien pronto en el fondo de una magnífica carretela cuyas ruedas se deslizaban suave y muellemente sobre la arena de un camino solitario.
La noche estaba hermosa, era una de esas noches de verano, a quien la brisa presta el misterioso lenguaje de los susurros y de los besos de las hojas, la luna su serena claridad y las hierbas de los campos el perfume que nunca se olvida cuando lo hemos aspirado en momento de felicidad. El último rayo del sol resplandecía aún en lo más lejano del horizonte, cantaban los grillos y la llanura blanqueaba en torno silenciosa, igual y convidando a correr por ella hasta tocar otros mundos y otros cielos.
Jamás hasta entonces Mariquita había visto realmente la transparencia del firmamento, el fulgor de las estrellas, la inmensidad del espacio y la hermosa vaguedad de la campiña alumbrada a un tiempo por la luna y el último resplandor del crepúsculo. ¡Qué hermoso le pareció el mundo!
Arrebatada en rápida carrera, suavemente mecida como un niño en la cuna, respirando ansiosa el aire fresco y embalsamado de la noche, ¿qué nombre dar al sentimiento que llenaba su corazón? ¡Felicidad inmensa!... El sueño del poeta cuando se cree llevado por la blanca nube que pesa sobre las verdes y azuladas cumbres, o bien resbalándose suavemente con la onda cristalina por un lecho de sonrosada arena, no es más dulce ni más halagador.
El duque guardó silencio contemplándola, mientras la niña permanecía inmóvil.
Mariquita escuchaba absorta revelaciones que le hablaban de cosas nuevas, de realidades veladas por la bruma de una ignorancia virginal, de otro mundo y de otro porvenir cuyas turbias oleadas parecían rodar ante ella incomprensibles pero avasalladoras. Visiones confusas turbaban su entendimiento; Madrid cuajado de palacios, sembrado de jardines, lleno de lujosas damas y rebosando alegría se presentó de repente a sus ojos semejante a una nube de fuego... y después, tal como una brisa glacial del norte que disipa todo calor vio también la Corredera del perro, vio a su tía, con su escofieta y sus grandes anteojos, a Melchor que vestido de gala le alargaba los brazos y el cementerio enlosado de tumbas uniformemente colocadas.
Presa de tan diversas emociones, el corazón de la pobre niña podía compararse al arpa cuyas tirantes cuerdas suspiran y gimen dolorosamente a cada soplo que las hiere: sus latidos eran rudos golpes que lastimaban el pecho que les servían de nido, y el cual veía el duque agitarse con agonía bajo los pliegues de una bata de percal.
-¡Desdichada niña! -dijo entonces con compasión, y cogiéndole una mano que estrechó cariñosamente entre las suyas le preguntó-: ¿Qué tienes?
-No sé qué cosa hay en mí que no cabe en el mundo! -exclamó Mariquita lanzando un profundo suspiro.
-Son pensamientos locos que trastornan tu cabeza y quieren devorarte el corazón -contestó el duque mientras al verla caer acongojada sobre los almohadones del coche le desató el pañuelito que le sofocara el rostro para que el fresco de la noche la reanimase.
-¡Ya empiezas a perder los suaves contornos que son el más bello distintivo de la juventud! -le dijo-: Mariquita, hablemos pronto, antes que llegue la hora en la cual ninguna muchacha honrada debe hallarse lejos de su hogar. Que tu buen padre no tenga nuevos motivos de queja contra ti.
Estas palabras despertaron a Mariquita de su sueño.
-¡Mi pobre padre! -exclamó entonces con pena-. ¡Dios mío!, ¿no estoy realmente loca cuando así me he olvidado del motivo que me trajo aquí? ¿Qué mal espíritu me guía y en dónde está mi ángel guardián que no me libra de él? ¡Ay! Yo le he dado un gran pesar al padrecito de mi alma, caballero, pero fue sin saberlo, lo juro, ¡y sin embargo acabo de permitir otra vez que me cogiese usted la mano! Eso fue bastante para que los vecinos de la calle murmurasen de mí y me llamasen descocada, sinvergüenza y mala hija. Pasaban diciéndolo por debajo de mi ventana, y doña Mercedes, como usted pudo oír, habló de eso también con mi tía y mi padre, que al escucharla tenía el rostro descolorido y ojeroso como cuando estuvo enfermo. Mas a pesar de lo que todos me despreciaban, aún dijo que había de perdonarle a la hija de su corazón. ¡Pobre padre mío! ¡Cómo entonces quise arrojarme a sus pies y besárselos mil veces! Pero me faltó el valor, y al verle a usted tras de la esquina a espaldas de mi tía pensé que ninguno mejor que el que tanto mal me ha causado podría darme remedio. Sí, caballero, usted me ha cogido la mano, dígame, pues, qué he de hacer para aliviar la pena que mi padre siente por ello. ¡Dios mío! ¡Dios mío!, la culpa la tuve yo en escribirle a usted la carta; pero no, la culpa la tiene usted porque... no, no; usted tampoco tiene la culpa, sino Melchor, por querer casarse conmigo.
Mariquita habló sin parar y lloró hasta anegarse en lágrimas.
-No te aflijas -le dijo el duque, lleno de emoción-, las gentes habrán de juzgarte otra vez honrada y tu padre volverá a creer en tu inocencia.
Mariquita miró entonces al duque con desconfianza y bajando la voz preguntó ruborosa:
-¿Y es verdad que soy todavía inocente?
-¡Todavía! -repuso aquél, sonriendo-, si bien es cierto que hiciste mal en escribirme aquella carta de la cual no debes volver a hablar a nadie.
-Sí, sí -murmuró Mariquita en voz aún más baja, escondiendo el rostro bajo una punta del delantal-; lo adivinaba, y por eso me llené de vergüenza cuando usted me sorprendió dentro de la sepultura en donde quería quedar dormida para siempre. ¡Oh!, aún me avergüenzo ahora.
Mariquita empezó a sollozar de nuevo y el duque le hizo comprender que no le diría lo que tenía que decirle si proseguía afligiéndose de aquel modo.
-Bien, señor -repuso ella procurando sofocar el llanto que la ahogaba-, haré por no llorar más y aun cuando suspire un poco no haga usted caso, pues es que no lo puedo remediar.
-Suspira cuanto quieras, pero óyeme atentamente. Ya te he advertido que no debes volver a hablar de la carta, pero aún es preciso además que no reveles nunca lo que ahora vamos a hablar; de lo contrario, causarías doble pena a tu buen padre y quedarías perdida.
-¡Oh, antes me dejaría matar que decir la menor palabra!
-Bien, ahora empezaré por asegurarte que no te casarás con Melchor contra tu voluntad.
Mariquita miró entonces al duque con expresión investigadora y ardiente, y comprendiéndola, él le preguntó:
-Dime, niña, ¿te parezco un hombre como los demás?
-¡Oh!, no señor, ninguno me agrada tanto.
-¿Y por qué?
-¿Lo sé yo acaso?
-¡Pobre loca! ¿Y no adivinaste que un ser como yo no puede hacer feliz a una criatura como tú?
-Al contrario, ¿con quién podría ser más dichosa?
-Te engañas.
-¿Qué he de engañarme? ¿No sé por ventura lo que pasa dento de mí? Cuando no lo veo a usted sólo tengo deseos de morir, mas si como ahora le tengo a mi lado, ¡qué alegría siento en el corazón, qué contento, en fin, pues estaría siempre así y nada más que así!
-¡Amor mío! -murmuró el duque conmovido, pero, mudando de tono, añadió enseguida-: Y si tuvieses que dejar de verme, si no volviese a hablarte jamás, ¿qué harías?
-Morir, quiero morir.
-Ese deseo es un crimen.
-Dios me ampare entonces y me libre de tales pensamientos, que a decir verdad me hacen sufrir de una manera horrible.
-Más sufrirías al ver que yo sólo podía darte tormentos y pesares en vez de la dicha que esperabas. ¿Sabes lo que yo soy? Soy un duende inquieto y tornadizo que se complace en reírse de sí mismo y de los que se le parecen, un mal espíritu que no ama el reposo que una honrada medianía proporciona, ni el fuego amoroso del hogar doméstico, y que sólo pasaría a tu lado breves instantes porque iría en busca de los combates y emociones del mundo, ¿qué sería entonces de ti, pobre niña? Esa alma ardiente con que has nacido y ese impresionable corazón, que, llevado al extremo de las pasiones, o tiene que ser víctima o verdugo, se marchitaría al contacto de mis abrazos de esposo, como una tierna planta a quien el hielo ha cubierto sin compasión con sus hilos cristalinos.
Mariquita empezó a mirar con espanto la pálida figura del duque y le preguntó con voz trémula:
-¿Por qué había de hacerme usted tanto daño?
-Porque tu alma y la mía son distintas; ni podrían vivir unidas en la tierra ni ocupar un mismo lugar en el cielo.
-¡Dios mío!... ¿es eso cierto?
-Tan cierto como que el mayor bien que puedo hacerte es huir de ti y que no vuelvas a verme.
Mariquita inclinó la cabeza sobre el pecho y abundantes lágrimas empezaron a correr de sus ojos. Ya no sollozaba como antes; aquel llanto brotaba sin esfuerzo, y se dijera que era tan frío como amargo: era el llanto del primer desengaño. El duque prosiguió diciéndole:
-Además, yo no soy siempre el mismo y te horrorizarías si pudieras verme en las diferentes formas que toma mi extraña naturaleza. Algunas veces soy, como ahora, joven y bello, otras me convierto en un viejo de rostro de hielo y mirada de cadáver...
-¡Dios mío!... eso es horrible... eso no es cierto... -exclamó Mariquita horrorizada.
-Quizá antes de separarnos llegues a convencerte por ti misma de lo que te digo.
-No, no, me moriría de miedo.
-Nada temas: voy ahora a darte un consejo. No digas que me has hablado porque te seguirían desgracias sin cuento. Si te preguntan adónde has ido, responde que a rezar, o que te detuviste en casa de alguna vecina, u otra mentirilla que Dios te perdonará porque es para salvar tu honor. Y como han de hablarte de mí, sólo debes contestar que no me conoces, que te cogí la mano aquella tarde llamándote Dorotea...
-¿El nombre de mi tía?
-El mismo, no te olvides; y añadirás que te he parecido un duende y no un hombre como los que por el mundo andan.
-En eso sí que no mentiré, los demás hombres no son así. ¿Pero está usted seguro de que Dios me perdonará todo lo demás?
-Segurísimo, haciendo el firme propósito de no volver a escribir a otro hombre como me has escrito a mí.
-¡Oh!, antes quemaría las manos...
-Ni a querer casarte con duendes ni con ninguno que no te haya dicho antes que te quiere.
-Casarme... ¿para qué? Y querer a otro... ¡me parece que son muy malos los hombres!
-Tienes razón. Ahora, amor mío, digámonos ¡adiós!
-¿Tan pronto, señor?
-Es preciso, al fin, y tu tardanza causaría a tu padre doble pesar.
-Adiós, entonces, ¡adiós! Pero, señor, ¿qué va a ser de mí? Estaba aquí tan contenta que si no fuese por mi padre, ¡le pediría a usted que me dejase correr así un poquito más!
-No puede ser, querida niña. Si llegase el momento de volverme viejo...
-Viejo y todo, si era usted el mismo, ya pienso que no le temería.
-Si me vieras arrugado, cadavérico...
-¡Oh, no! ¡No quiero ver nada de eso!
-¡Adiós, pues!
-¿Hasta cuándo?... No me abandone usted para siempre... ¡me siento tan triste!... parece que la sangre se me ha enfriado toda dentro del corazón.
-¿Me prometes no visitar más el cementerio?
-¿Y dónde he de ir los domingos cuando quede sola?
-Unas veces a Madrid y otras a casa de tus amigas.
-A Madrid bien iría si me llevaran, pero a ver a mis amigas... ¡pts!, tan triste es su casa como la mía.
-No importa... el cementerio es la habitación de los muertos, y cuando los vivos penetran allí parece que dentro de los sepulcros se oye un eco de descontento.
-Nunca he oído nada de eso.
-No habrás puesto atención -repuso el duque, mientras añadía para sí: «no hay nada tan brutalmente material como la realidad», y prosiguió diciendo en voz alta- de cualquier modo, Mariquita, es preciso que no visites como hasta ahora el cementerio si quieres volver a verme.
-Lo prometo.
-Pero ¿me conocerás después de mucho tiempo?
-El día del juicio le distinguiré a usted entre todos los hombres. ¡No, jamás me olvidaré!...
Y Mariquita volvió a llorar. El duque no pudo menos de exclamar entonces:
-Juro que he de hacerte tan dichosa como puedas serlo.
Y le besó la mano; pero Mariquita la retiró presurosa, añadiendo con energía:
-¡Eso no! No me toque usted más; si mi padre me viera...
-Tienes razón -repuso el duque-; perdóname, a nadie se niega una última caricia.
Paró entonces el coche y, aunque como por fuerza, Mariquita salió de él.
-¡Adiós! -le dijo otra vez el duque-; tampoco me olvidaré de ti.
Mariquita no respondió: un nudo le apretaba la garganta y, aunque sintió que el carruaje se alejaba, no se atrevía a moverse.
Cuando al fin se decidió a dirigirse a su casa, notó que era demasiado tarde y, cogiendo una piedra de buen tamaño, la dejó caer sobre el pie, para poder decir que se había lastimado y que ése había sido el motivo que la detuviera tanto tiempo. En efecto, el pie se le hinchó y nadie pudo decir que Mariquita mentía ni extrañar de que llorase.
¡Pobre Mariquita! ¡No le había valido nacer en la retirada y desierta calle de la Corredera del perro! La primera flor que había brotado en su alma nació y murió en el torbellino de una tempestad sin que quedase de ella ni cenizas. Sólo quedó el recuerdo. ¡Y en verdad que la memoria de Mariquita no era de las que se olvidan presto!
-Como si me fuese posible creer en la duración de los sentimientos humanos le hubiera dicho ahora a esa pobre niña: ¡deténte a mi lado, amor mío, y no nos separemos jamás! Pero después de la alborada de ilusiones que ahora llama tan afanosa a las puertas de su corazón, después de este primer día de esperanzas, de sueños y de velados deseos que el pudor y la ignorancia más casta embellecen, ¡qué abismo de ambiciones!, ¡qué seguro arrojo para marchar por las oscuras sendas de la vida en las cuales la planta se detiene apenas por temor a la mirada implacable, escudriñadora y siempre alerta con que la sigue el mundo! ¡Qué eterna batalla entre el duro y frío razonar del entendimiento y el ciego empuje de las pasiones! ¡Pasa!... pasa, mentira candorosa que, como todas, has de convertirte en olvidado recuerdo. Aquel ¡ya fue!, que es tumba desolada de cuanto en el mundo ha existido, resonará también para ti en su hora... y, ¡ay!, ¿qué hubieras sido entonces para el ser descontentadizo y turbulento en quien los primeros albores de tu amor primero han venido a reflejarse? Una Mariquita y nada más.
Razonando de esta manera, tan propia de los héroes de nuestro tiempo, y envuelto en la ya conocida capa negra, llegó el duque de la Gloria a casa de Melchorcillo, a cuya puerta llamó suavemente. El mismo mozo, pálido y demudado, salió a abrir, como tiene que hacerlo el que no puede pagar porteros ni criados; mas a la vista de su rival, a quien reconoció a pesar de que iba embozado hasta los ojos, retrocedió lleno de horror. El duque, con tono afable aunque sin descuidar el rostro, le dijo:
-Crea, amigo, que mi visita es de paz y aun provechosa para alivio de los males que le afligen.
-¿Qué podía venirme de usted que me fuese provechoso? -repuso Melchor con abatimiento y reconcentrada desesperación.
-¿Podemos hablar solos un momento? -le preguntó el duque sin hacer caso de sus palabras.
-Si viene usted a hablarme de ella, bástele saber que ya no la quiero.
-No puedo creerlo.
-Hace usted bien; en verdad, la quiero todavía, la querré siempre, pero no nos casaremos.
-¿Y por qué?
-¡Se atreve a preguntarlo! -murmuró el pobre Melchor con profunda amargura. Clavó después en su rival una mirada terrible, y, con ceño tan adusto que convertía en fiero y casi salvaje aquel rostro comúnmente lánguido y doliente, añadió:
-¿Se imagina usted que no le conozco?
-Lo creo, que es aún más. ¿Por ventura me ha visto usted nunca si no fue una vez al caer de la tarde? ¿Y esa vez pudo distinguir siquiera mi fisonomía o saber mi nombre?
-Cierto que no, pero tampoco lo he menester.
-Es mucho decir, amigo. ¿Quién puede asegurar en este pícaro mundo engañador que no ha menester de esto o aquello, aun cuando aquello o esto sean nuestro propio enemigo?
-Por lo que veo, tiene usted mucha gana de conversación, y es lástima porque se encuentra muy débil mi cabeza. Mas, si quiere usted algo de mí, venga a buscarlo en mejor ocasión, que aunque siempre fui enemigo de contiendas, a fe que no he de negarme esta vez.
-No se trata de eso, hombre de Dios. ¿Cómo se lo he de decir? Mi visita es de paz. ¿Será preciso advertirle que no me alejaré sin que hayamos hablado?
Después de reflexionar algunos momentos, Melchor entreabrió la puerta de su cuarto para que pasara el duque.
Vio éste entonces con asombro que aquella habitación humilde exteriormente era en el interior no rica, pero hermosa y elegante, una especie de oasis escondido en el desierto de la calle de la Corredera del perro. Cuadros, flores, pájaros, mariposas y perfumes se hermanaban en ella, con tal gusto y armonía, que el duque creyó contemplar alguna de esas viñetas en que la mano del artista se dejó correr, guiada por la más fantástica inspiración.
-¿Es usted pintor? -le preguntó.
-Soy sacristán -respondió el mozo secamente.
-Ahora comprendo por qué ella no le ama. Nunca los sacristanes han sabido conquistar corazones; pero lo que no puedo comprender es que un hombre que debe hallarse ocupado la mayor parte del día en tocar campanas pueda habitar en tan delicioso nido.
Tornóse sombrío el semblante de Melchor al oír estas palabras y con el mismo aire feroz que antes había cambiado su doliente fisonomía, dijo:
-Abusa usted indignamente de mi posición. Me hallo débil, enfermo, lleno de pesadumbre..., me cuesta, en fin, trabajo sostenerme de pie; mas juro que otro día contestaré como es debido a tales insultos.
-Me alegro infinito de que se halle usted débil y enfermo hasta el punto de no poder tenerse en pie.
-¡Caballero!
-Sí, hombre, me alegro, porque esto nos evitará un lance desagradable, que ciertamente no deseo.
Por única respuesta, Melchor miró en torno suyo como si buscase alguna cosa, suspiró después profundamente y, lleno de desaliento, se dejó caer al fin sobre un diván.
El duque comprendió entonces cuán profundamente hería con sus palabras aquel corazón ya lacerado.
-Amigo mío -le dijo con acento franco y afectuoso, mientras tomaba asiento a su lado-, tenga usted la paciencia y la bondad de escucharme algunos momentos más, que, aunque mis palabras son comúnmente burlonas, no soy tan malo como parezco. Yo he venido aquí para probarle de una manera indudable que las sospechas que abriga usted contra ella...
-¡Sospechas! -rugió sordamente el mozo.
-Sí; que esas sospechas son completamente infundadas.
Al mismo tiempo que esto decía, el duque dejó caer el embozo de la capa, descubriendo un rostro viejo, escueto y acartonado. Melchor retrocedió lleno de asombro.
-¿Es que no le parezco a usted bastante joven y hermoso para ser amado por una niña de dieciséis abriles? -le preguntó el duque riendo-. En verdad -prosiguió-, que tampoco hubiera yo tenido tal pretensión: pero las apariencias nos sumen muchas veces en la desventura, si es que la casualidad no viene a alejarnos del error, y ¡esto es precisamente lo que yo quiero que no le suceda! He aquí lo que ha pasado. Vuelto a Madrid después de una ausencia de cuarenta años, y al entrar lleno de alegría en la calle de la Corredera del perro, veo una linda niña, hacia la cual corrí apoderándome al instante de una de sus manos que estreché entre las mías con ciega pasión. Había creído reconocer en aquella criatura a mi dulce, a mi encantadora Dorotea, por lo mucho que se le parece; mas no era ella, sino su sobrina, que huyó con enojo asombrada de mi osadía. ¿Comprende usted ahora el error en que todos nos hemos visto envueltos?
-Pero, señor, dijérase que todo eso es un cuento, o sueño, del cual no acierto a despertar. Doña Dorotea es tan vieja que fuera imposible confundirla con...
-¡Oh! -le interrumpió el duque-, para usted y para el mundo es vieja Dorotea, mas no para mí que la veo fresca y joven como en sus mejores tiempos. Yo la contemplaré siempre igual hasta que me la robe el sepulcro. Veo que mis palabras producen en usted grande extrañeza, pero al menos le devolverán, como deseo, la paz que involuntariamente le he arrebatado. Sí, mi Dorotea es hoy a mis ojos tan bella que Mariquita no la excede en hermosura, si bien existe entre ambas esa marcada semejanza que me ha obcecado por un momento. En vano, sin embargo, hablaríamos de estas cosas que usted no comprende, y únicamente le advierto, para que se sorprenda y asombre menos de lo que vaya viendo y oyendo, que no soy un hombre como los demás.
-Ya se conoce.
-Bien. No le ocultaré a usted ahora que, como tengo una recta conciencia, me hallaré intranquilo mientras no remedie el mal que involuntariamente he causado a la inocente niña que usted ama. Sí, ¡por mi vida!, antes que todo quiero dejar las cosas en el mismo lugar en que se encontraban y aun mejor si es posible. Tratemos, pues, de esto.
El duque tomó entonces un tono grave y con pausado y misterioso acento añadió:
-Como nada se oculta a mi penetración, yo sé que la sobrina de mi Dorotea no consentía gustosa en casarse con un sacristán. Los cabellos rasurados y los rostros sin barba no enamoran demasiado a las mujeres.
-¡Ay!, lo sospeché un día en que se burló de mí con sus compañeras, ¡pero yo la amaba tanto!, y, por otra parte, ¿qué determinación tomar?
-Hacerse amar. Si un hombre se empeña, a la corta o a la larga, se hace al fin dueño del corazón de una mujer.
-¡Oh!, para amar de ese modo se necesitan sin duda fuerzas que no poseo; jamás podré ser más de lo que soy ahora.
-¡Gravísimo error! Veamos, ¿no acertaría usted a vestirse con tan delicado gusto como el que ha tenido para adornar esta hermosísima habitación?
-¡Oh!, todo esto lo había comprado y hecho para ella con lo que he ganado por los lugares vecinos.
-¿Quizá tiene usted entonces otros medios de ganar la vida más que los que ha dicho ya?
Antes de responder, Melchor vaciló algunos momentos; pero lleno de cortedad dijo por fin:
-Hago flores y santos de cera, que vendo después por donde puedo.
-¡Hola!, soy también aficionado a esas cosas y precisamente me convendría comprar algunas si fuese de mi agrado. ¿Podría usted enseñarme sus trabajos?
-He aquí lo que tengo por ahora -dijo Melchor señalando en torno.
El duque le miró por algunos instantes como si no le hubiese comprendido, mas no pudo dudar al fin de lo que realmente veía. Aquel ser humilde y lánguido como una mujer era sin duda uno de esos artistas nacidos para asombrar a los siglos con sus obras inmortales.
Todas aquellas flores, al parecer frescas y llenas de rocío, que tapizaban como en un sueño de hadas las blancas paredes; todo aquel agrupamiento de brillantes y entrelazadas hojas, que convertían en misteriosa gruta aquella habitación engalanada para el amor... eran obra del inimitable artista... éranlo asimismo las guirnaldas que caían graciosamente en torno de cada ventana; éranlo aquellas mariposas que parecían agitar coquetas las brillantes alas rivalizando en sus finísimos colores con los de las rosas, y éranlo, en fin, los pájaros y todo cuanto el duque había creído fruto de la hermosa naturaleza.
Melchor no pareció, sin embargo, sentir halagado su orgullo al ver que el duque había cambiado en respetuosa admiración la compasiva deferencia que antes le demostrara.
De alma afectuosa y sencilla, aquella extraña criatura, cuya única ambición se cifraba en ser amado de Mariquita y cuyo genio de artista había nacido y desarrollado a la sombra de la soledad más olvidada, ni comprendía aún las aspiraciones de gloria que lastiman el corazón a la par que lo engrandecen, ni los orgullos de la lisonja resonaban en sus oídos sino como una música extraña que escuchamos sin comprenderla.
Grande lo encontró el duque en medio de aquella ignorante sencillez que había apartado de su alma de artista el pecado de la vanidad; por eso, con una expresión casi paternal, le dijo:
-Permítame usted que estreche su mano. Es usted más digno de Mariquita de lo que yo creía; pero será forzoso que, abandonando la Corredera del perro, viva usted en Madrid y trabaje allí algún tiempo para volver regenerado ante ella.
-¿Alejarme de la Corredera del perro... es decir, no verla ya? ¿Qué dice, caballero? Eso es un delirio... ni puedo hacerlo ni lo haría aunque pudiera.
-¿Por qué no? Madrid está a un paso, allí llevaría usted a cabo magníficos trabajos que rivalizasen con las más alabadas obras de arte y en ello ganaríamos usted, ella y yo.
-No comprendo...
-Óigame usted con atención. La sensatez de los mortales puede caber a veces en la cáscara de una avellana; no hay que extrañar, pues, que las mujeres se enamoren casi siempre la mitad del rostro de un hombre y la otra mitad de su vestido.
-¡Oh!, eso es insoportable.
-Y bien, amigo, son flaquezas humanas. A nosotros que, según se asegura, no hemos nacido frívolos, nos pasa lo mismo respecto de ellas. Comprenderá usted así que Mariquita, al verle elegantemente vestido, ya no podrá reírse ni del pantalón color canela ni del chaleco verde que ahora se interponen entre usted y su amor. La envoltura, dice un adagio, si no lo es todo, ayuda; y a mi ver, digo yo, que el amor vive a veces revoloteando como un fuego fatuo en torno de algunas apariencias más vanas que una sombra. Inútilmente se apela entonces a la lealtad, a los juramentos y a las eternas promesas para retenerlo con cadenas. Dejémosle al principio tan inseguro como se presenta, vagando aquí y allá como errante llama que busca a donde asirse; después que esa llama haya prendido realmente, sea por donde quiera, lo que antes era menos que un sueño se realizará por fin.
-Esas ideas me confunden y lo que veo al través de ellas parece darme alguna esperanza, mientras por otro lado deja vacío dentro de mi corazón un hueco que yo llenara con ilusiones y creencias bien distintas por cierto.
-Eso le pasa a cada hombre cien veces en la vida. La existencia no es más que un cielo que presenta a cada instante diferentes celajes cuya eterna mudanza nos sorprende al principio, pero a la cual nos acostumbramos al fin. Valor, pues, amigo mío. Trasládese usted al centro de la corte, dése a conocer allí por sus relevantes dotes de artista, vístase con la elegancia propia de un hombre de mundo, y Mariquita, amando al mismo Melchor, contemplará en usted extasiada un hombre nuevo. Respecto a mí, podré proporcionarme de ese modo magníficos modelos que añadir a la rara colección de ciertos objetos artísticos que yo poseo. He aquí cómo usted, ella y yo ganaremos a un tiempo con que usted se aleje de la Corredera del perro.
Hablando de este modo, el duque casi llegó a convencer a Melchor, cuya imaginación se exaltó por fin con la idea de que llegaría a ser realmente amado y a hacer rica y feliz a Mariquita.
-No me alejaré de aquí -añadió el duque después de haber observado detenidamente los trabajos de Melchor- sin que usted me venda estos dos magníficos ramilletes con los cuales adornaré mi chimenea. He aquí doce mil reales. Si le pareciese a usted poco...
-¡Poco!... -repuso Melchor asombrado-; mis ramilletes no valen tanto, ni la tercera parte siquiera.
-De cualquier modo, podrían valerlo para mí, y aun cuando fuesen realmente caros en ese precio, lo que no creo, mañana podría cobrarme en los demás trabajos que espero ha de hacerme. Dos cosas voy ahora a pedirle antes de retirarme. Deseo que sepa el mundo la inocencia de Mariquita, aunque sin mentar para nada el nombre de mi Dorotea, y que se sepa asimismo que usted sigue amándola como siempre; puede usted añadir, sin temor a ofenderme, que el caballerete que por equivocación la detuvo en medio de la calle era viejo y feo como las muecas de un ogro. Lo principal de esto es que la honra de Mariquita quede tan limpia como lo merece.
-Eso corre de mi cuenta.
-Gracias... mas otra corre de la mía, y es que para indemnizarle los daños que involuntariamente he causado a esa pobre niña, quisiera que para el día en que ésta se case, sea con quien fuere, reserve su tía esta pequeña bolsa. Ni tengo hijos ni parientes cercanos, y, siendo dueño de una inmensa fortuna, no me parece fuera del caso hacer este pequeño dispendio en favor de la sobrina de mi amada.
-Caballero, veo que es usted generoso, mas no sé si doña Dorotea consentirá, y valiera más que usted mismo...
-No me he atrevido a presentarme delante de ella por el lance de Mariquita. Sin embargo, entréguele la bolsa y dígale que, si en compañía de usted quiere presentarse en el palacio de la Albuérniga el domingo por la noche, le daré explicaciones que a ambos nos convienen.
-A esa hora recelará acaso...
-Por mi honor que no debe recelar. Hasta entonces no me hallará en Madrid, y después de esa noche, en la cual me visitarán también otras personas, me ausentaré otra vez no sé por cuánto tiempo. Tal es la causa que me obliga a pedirle tan gran sacrificio.
Aturdido Melchor con lo que le pasaba, consintió en cuanto le propuso el duque, que se despidió al fin añadiendo:
-Y díganle lo que quieran de cierto duende que trae revuelta a la corte, no olvide usted que ese duende tiene un corazón noble y que su dinero es realmente dinero contante y sonante.
El duque llegó a su casa y tendiéndose fatigado sobre un diván dijo:
-¿Acabará esto pronto? A fe que me voy cansando de reírme. Felices nuestros primeros padres, que pasaban la vida alabando a Dios, cuidando de sus rebaños y vestidos con pieles de oveja; ¡maldito el efecto que les hubieran hecho mis botas azules! Mas tu poder, querida Musa, sólo alcanza a añadir nuevas locuras y vanidades a las vanidades y locuras de los hombres. El día que les hicieses cambiar un palacio por una cabaña, te volverían la espalda murmurando que habías discurrido una moda inconveniente. Pero mándales que sobre un palacio edifiquen otro, que intenten levantar una nueva torre de Babel y exclamarán unánimes: ¡éste sí que es un bello adelanto! Diles, en fin, a algunos que, calzando unas botas azules, harán el primer papel en el mundo o la primera figura, siquiera sea ésta la más ridícula entre todas; y hételos con botas azules anunciándose por donde quiera con un cascabel. ¡Aún no he perdido completamente la vergüenza, Musa, aún existe dentro de mí un resto de amor propio que me hace ruborizarme aquí, en donde nadie me ve!... Lo conozco: yo mereciera, el primero, ser arrojado en el pozo de la moderna ciencia en compañía de las historias inspiradas, de los malos versos, de las zarzuelas sublimes y de las novelas que se publican por entregas de a dos cuartos. ¡Concluyamos de una vez!
El duque agitó el cascabel de la varita negra y apareció Zuma, a quien dijo:
-Es preciso acabar pronto la tarea... me aburro ya de mi poder...
-Todo se ha arreglado, dueño mío. Las librerías se hallan casi vacías, los sótanos están llenos, el jardín admirablemente dispuesto y el señor de la Albuérniga al borde de la desesperación. En vano ha viajado, en vano ha ido buscando los lugares más apartados: en todas partes le salían al encuentro para preguntarle por el singularísimo duque de la Gloria su particular amigo. Siguiéronle además en su camino agentes de la policía, empleados del gobierno, hombres de negocios, zapateros y fabricantes de corbatas, editores y escritores. Exigíanle los unos revelaciones que al buen señor no le era posible hacer, secretos que no conocía, y pedíanle otros cartas de recomendación y su influencia para con el hombre más poderoso. Así importunado, vigilado, volvió a tomar el camino de la corte, esperando hallarse en ella más tranquilo que en todos esos pueblecillos y ciudades a donde ha llegado ya la fama del duende azul. Aquí le tenemos, pues, lleno de desaliento, aburrido y desconfiando de volver a recobrar la perdida felicidad.
-Es decir que el fruto ha madurado... perfectamente. ¿Y la de Vinca-Rúa?
-La tertulia económica progresaba rápidamente. Damas hubo, amo mío, que llevaron la sencillez en el vestir hasta el extremo de presentarse con gruesas batas de lino, mientras brillaban en sus cabezas aquellas herraduras de diamantes con cuyo modelo la de Vinca-Rúa fue en el Prado, un día memorable, el asombro de todos. Pues bien, ninguna quiso en esto desmerecer a su lado y se empeñaron fincas, y se pidió dinero a un interés ruinoso, a fin de rivalizar con ella dignamente. La tertulia económica exigía en verdad este sacrificio, pues la diadema era el distintivo más digno de las que formaban tan moralizadora sociedad. Nadie se negó a asistir a ellas, pues, según decían, era preciso que las damas de alto rango enseñasen a las gentes la modestia en el vestir: así se desterrarían las exageraciones del lujo, y las clases acomodadas aprenderían de ellas la virtud del trabajo. ¡He aquí, pues, por qué para todo esto se reunían y hacían calcetas cuyo producto, después de vendidas, debían dedicarse a los necesitados y a los establecimientos de beneficencia!
-¡Sociedad celestial!...
-Cuando el misionero, vuestro amigo, les hizo comprender que mejor que hacer calcetas y vestir batas de lino hubiera sido ceder, para bien de muchos desgraciados, el importe de las diademas, las damas no ocultaron lo indiscreta que les parecía semejante indicación. La de Vinca-Rúa tomó, pues, la palabra para atajar aquellos murmullos y dijo: «Padre, cuanto dice es muy santo y muy bueno, mañana nos reuniremos para deliberar sobre ello y le daremos parte de lo que hayamos acordado». Y, en efecto, diéronle parte al otro día de que, por indisposición de varias damas, no había podido efectuarse la reunión... Las señoras siguieron indispuestas por algunas semanas y la tertulia económica economizó así sus reuniones, hallándose casi extinguida como lámpara sin aceite.
-Ése era su destino... ¿Y las de la calle de Atocha?
-No hay nada comparable a su despecho cuando recuerdan que han sido humilladas por el hombre más notable del siglo. Sueñan, no obstante, con los gorros de dormir, si pudiesen calcetarlos sin que lo supieran las gentes, ¡qué magníficos vestidos estrenarían con los miles de duros que el poderoso duque de la Gloria ofrece por ellos!...
-He aquí cómo es incurable la enfermedad de esas criaturas... más se arraiga en su corazón cuando más se procura arrancarla... Los hombres no saben hacer perfectos actos de contricción sino cuando van a morir, es decir, cuando ya no les es posible pecar más... ¡Oh, Dios... si no fueras tan misericordioso!... ¿Y las viejas?
-Viven cada vez más atormentadas por el demonio de la curiosidad, y ellas, que desde su magnífico escondrijo murmuraban de las locuras de sus semejantes, darán al fin su resbalón, y ya no se conceptuarán más dignas de ser respetadas que las demás mujeres. Asistirán al convite con la librea, amo mío, y aun consentirán en bajar al infierno, por saber los secretos que encierra la vida del señor duque. Respecto a los editores, se arrastran casi a mis pies, para que les revele algo de lo que el gran libro encierra; mas yo, fiel a mi magnífico señor, hago lo que debo mostrándoles el tesoro y escondiéndolo cuando se imaginan que van a tocarlo.
-Mereces mis alabanzas.
-¿Qué más puedo ambicionar?
-Bien; dame ahora las llaves. Es preciso que hoy vea a mi mejor amigo.
-Helas aquí, amo mío... ¡pobre señor!...
-Áspero es el camino de la gloria.
-¡Ay! ¡Si pudiera convertirme en asesino del que me roba la paz y el sosiego! Mas diome Dios una conciencia justa, y ella no sentencia a muerte a mi verdugo. Sólo Dios es el árbitro de la vida. Y he aquí cómo, cuando pensaba acabar mis días en la calma y el reposo, reconcentrándome en mí mismo para gozar mejor la paz prometida a los hombres de espíritu tranquilo, tengo que concluir diciendo con todos los humanos: «No es este mundo lugar de descanso, sino pasaje penoso en donde inquietudes y temores nos van abriendo el sendero de la tumba. No huyas, pues, miserable mortal, de conocer como tus hermanos las espinas sembradas para todos en el camino de la vida. Tus plantas quedarán al fin ensangrentadas y tarde o temprano tendrás que llevar sobre los hombros el pesado hatillo, patrimonio del peregrino que camina hacia la eternidad». ¿Nos estará prohibido, a pesar de esto, llorar las pasadas dichas? No; que propio es del corazón del hombre alegrarse con la felicidad y gemir con la desventura. Y yo también gimiera, si así el llanto como la alegría no fuesen un exceso, al cual mi madura sensatez no me permitirá jamás abandonarme. ¿Quizá no es bastante haber perdido lo que más amamos sin que hayamos de añadir la inútil cuanto amarga ocupación de llorarlo? Pero, ¡qué apacibles, qué tranquilas mis noches antes de haberle visto? Y ahora no puedo estar nunca seguro de que no aparecerá delante de mí... No hallo lugar en donde no me hablen de él, en donde no me busquen por causa suya. Su recuerdo, su sombra me seguiría hasta la eternidad y hasta no podría morir tranquilo, lo confieso, antes de saber de qué son hechas aquellas botas y lo que significan aquel cascabel y aquella corbata maldita... esta idea no me abandona. ¡Triste condición la del hombre! Un ángel vela a su derecha, un demonio a su izquierda; y aun cuando yo no había llegado a creer sino en el primero, siento ahora que el segundo se hallaba traidoramente escondido dentro de mí para sorprender mi buena fe y presentárseme más tentador y más invencible. No; yo no me hubiera entretenido como Fausto en querer comprender la esencia de la vida, el espíritu que anima el universo, el más allá de la tumba, ni en evocar la sombra de la encantadora Elena o hacer morir de amor a la inocente Margarita; pero mi demonio se mete en una corbata y en unas botas azules, y heme aquí loco, atormentado y sin sueño. Y creía, ¡necio de mí!, no pertenecer al siglo XIX.
Así, medio sepultado en un gran sillón y con la cabeza oculta entre las manos, se lamentaba el señor de la Albuérniga de su azarosa cuanto cambiada suerte. Y no es que hubiese exageración en sus palabras, porque su bello rostro estaba pálido y ojeroso como el de una joven que se muere de amor. De cuando en cuando volvía los lánguidos ojos hacia el lecho de bronce que se veía a algunos pasos, y los apartaba después con expresión doliente y repitiendo con triste voz estos versos:
¡Oh, si como algún tiempo en ti durmiera, | |||
feliz y venturoso me llamara! | |||
¡Oh, si tal dicha recobrar pudiera! |
La aguda voz del reloj dejó oír las tres y allá por una gran ventana que desde la misma habitación del caballero se veía, a través de varias entornadas puertas, en el fondo lejano de una galería, empezaba a notarse una leve claridad, que bien pudiera ser producida por el postrer resplandor de la luna o por el primer rayo de la aurora. Creyó entonces el buen señor que podría tomarse la libertad de descansar un momento y se hizo desnudar por uno de sus imponderables servidores. Solo ya, había metido entre las sábanas la pierna derecha cuando oyó decir muy cerca:
-En vano es cerrar las puertas a un amigo con el cual se ha hecho un contrato sagrado, y en verdad que no podré desearle a usted buena noche o buena mañana hasta que hayamos tenido un instante de conversación.
La pierna que el de la Albuérniga acababa de deslizar suavemente entre las sábanas, volvió a caer al lado de su compañera con dolorosa lentitud.
-¡Qué fardo pesado es la conciencia! -exclamó el de la Albuérniga con voz sorda; y volviéndose hacia el duque añadió-: ¡Qué cosa me fuera más fácil que quitarle a usted la vida!
-Tan fácil como a mí me sería quitarle a usted la suya, porque no hay barro más propenso a quebrarse que este de que somos hechos los mortales. Pero no se trata ahora de esas cosas, se trata de que ha llegado el momento en que necesito de un aliado.
-¿A estas horas? -replicó el de la Albuérniga con el amargo acento de la víctima que se ve obligada a hacer concesiones a su verdugo.
-Por el espacio de tres días y tres noches será preciso que usted se convierta en un ser activo y dispuesto a todo lo que pueda sobrevenir.
-Está visto que quiere usted convertirme en asesino.
-Siempre he huido de eso, así como también de verme en la dura necesidad de dejar sin vida al que como usted sabe aprovecharse tan perfectamente de las delicias que la suya le proporciona. Pero éstas son palabras inútiles y el tiempo urge. Caballero, usted no podrá olvidar que le he dado cumplida satisfacción por los que juzgaba agravios premeditados; no soy, pues, exigente, al pedir lo que me ha sido prometido y me pertenece de derecho; desde un principio he pensado elegirle a usted como columna de apoyo para mis triunfos, y usted ha consentido. Además, sólo accediendo a mis deseos podrá usted gozar después el perdido sosiego y saber de qué son hechas esta corbata y estas botas azules que no ha de volver a ver lo mismo que al que las lleva.
-No volverle a ver... ¡y saber de qué son! -murmuró el de la Albuérniga lleno de gozo-. ¿Me lo promete usted bajo solemne juramento?
-Si no cumpliese lo que digo, le doy a usted el derecho a castigarme como lo desee.
-Dispuesto estoy a todo, pero ¡una hora o dos de reposo antes de empezar la lucha! ¿No ve usted que las vigilias y la inquietud me han vuelto pálido y flaco, que sufro?
-¿Quién sin penitencias y sufrimientos ha podido ganar el cielo?
-He aquí unas palabras que no he comprendido hasta ahora -murmuró el de la Albuérniga con reflexiva lentitud.
-Pues aún no es tarde -añadió el duque gravemente-; pero no olvide usted que la hora se acerca.
Y se alejó del caballero, quien en vano quiso entonces dormir para olvidar por un instante sus pesares. Volvió, pues, a vestirse y, para distraer la amarga inquietud que le devoraba al alma, se sentó en un sillón y se puso a leer lo más devotamente que pudo en las Consideraciones sobre la brevedad de la vida humana.
Esta lectura le dejó sin duda mejor dispuesto a cumplir la penitencia que le había impuesto el duque. «¿Quién vive sin pesares? ¿Quién no encuentra algunos abrojos sembrados entre las rosas más bellas? ¿Quién no ha sentido pesar alguna vez sobre su corazón la mano de la fatalidad o del dolor?».
-No hay duda -concluyó pensando el caballero-, esa vez llegó también para mí, y en vano es oponerse al destino. ¡Sea, pues, lo que ha de ser!
Y sucedió que en una de las calles más principales de la corte se presentó cierta mañana un ciego de semblante enjuto y marmóreo. Acompañándose con una guitarra, cantaba o recitaba, en son extraño y monótono, lo que sigue:
«¡Oíd!, ¡Oíd!, y meditad después.
Yo soy el nuevo profeta de lo que se desea y se siente, aunque no se conoce.
Yo soy el que ha escrito con letras de oro el libro de los libros y los triunfos de un nuevo porvenir.
Cuando ese libro aparezca, yo habré muerto, pero queda un heredero de mi ciencia, que extenderá por la tierra los frutos de mi sabiduría, empezando por las tierras de Occidente.
Ese hombre llevará en pos de sí la atención de las gentes, porque en sus pasos brillará el resplandor del cielo y ostentará en su pecho el símbolo del espíritu que le anima.
Él hará lo que ninguno ha hecho en nuestros tiempos... ¡Él es! Reconocedle y buscadle... apresuraos a reuniros en torno suyo, para ver lucir la nueva aurora que ha de salir de las tinieblas.
Así un Moravo, profundo | |||
sabio y profeta eminente, | |||
dijo la morava gente | |||
antes de irse al otro mundo. |
Y, al acabar el recitado y la copla, rascaba el ciego de tal modo las cuerdas de la guitarra, que se dijera quería rascar asimismo los oídos de cuantos le rodeaban.
-¡Jesús! -exclamaban algunos-, tiene garras y no uñas el hombre. A ¡vaya con lo que reza!... ¿quién le entiende?
-¡Oh!... mucho quiere decir con lo que dice -añadía otro-, y de buena gana le haría yo preguntillas a no haber aquí tanta gente que las oyera. ¿Habráse visto tanta boca abierta?
-Lo mismo que la de usted que, a fe, no se ha quedado corta -respondía chillando alguna mujer, que se daba por aludida.
Multitud de damas y caballeros se apeaban también de sus carruajes para oír al dichoso ciego, diciendo, después que le habían examinado de cerca:
-Preciso será que llamemos a este hombre para que nos explique el significado de sus palabras: además, parece que su rostro no es desconocido aquí.
De este modo, la fama del ciego cundió aquel mismo día por toda la corte, mientras el periódico Las Tinieblas decía a la tarde, con su acostumbrada malicia, que encontraba cierta afinidad directa entre el ciego y el duque de la Gloria; notabilidad única en su género y muy semejante en su aparición a la invención de los fósforos.
Ninguna prueba aducía el periódico Las Tinieblas para afirmar tan extraña suposición; pero las gentes creyeron sus palabras y el ciego fue buscado aquella misma noche y presentado en varios círculos políticos y aristocráticos, en donde se le aguardaba con una impaciencia digna de mejor causa. El ciego era al parecer más taimado que aquel a quien servía el Lazarillo de Tormes.
-Poseo secretos -decía-, que no me los arrancarían ni el fuego ni el hierro. Pero el que ha de ponerle el cascabel al gato los publicará sin esfuerzo ni violencia, bajo el dominio de su absoluta voluntad.
-Y, ¿quién es el dichoso que ha de poner el cascabel al gato? -le preguntaban.
-Es el que el Moravo anuncia.
-Pero, ¿quién es ese que el Moravo anuncia?
-Es el que anuncia.
-Por supuesto; mas su nombre, ¿cuál es?
-Él lo sabe.
-¿Él? ¿Quién es él?
-El que el Moravo anuncia.
-¿Si querrá burlarse? Amigo, gringo se llama tal juego de palabras y no contestaciones: diga, si quiere, si es verdad, como se asegura, que conoce usted al duque de la Gloria.
-El Moravo sí...
-O es loco de atar o malicioso como una zorra. ¡Dejémosle!
En efecto; era imposible luchar contra la mala intención o la falta de juicio de aquel hombre cuyo semblante, lleno al mismo tiempo de una misteriosa impasibilidad, imponía respeto, casi miedo al que lo contemplaba.
-Aquí hay misterio -decían algunos, temerosos de su propia sombra-. Lo que el ciego dice de ese libro maravilloso y del Moravo y del que ha de poner el cascabel al gato... es sospechoso: ¿por qué dejar ese hombre en libertad?
Mas a pesar de todo esto, el ciego se alejaba tan libremente como había venido y no bien salía de un sitio cuando ya le aguardaban para conducirle a otro.
Celebrábase aquella noche una de las reuniones literarias más brillantes y escogidas. En ella, escritores mimados por la gloria rendían culto a editores, que se dignaban mostrarse amables con aquella juventud, mina inagotable de su risueña prosperidad, y directores de periódicos, cuya posición social era cada vez más respetable, ostentaban su poderío en medio de su corte de redactores, gente ilustrada y tan generosamente modesta que aparentaba no notar siquiera cómo su digno director hacía pasar por propios ajenos pensamientos. ¡Sin duda creía que en sus labios parecerían más delicados y profundos, o que el que compra un escrito se hace absoluto posesor de la idea que ese escrito entraña!
Todo era animación y entusiasmo. Habíanse leído muchas poesías, buenas y malas, aunque siempre aplaudidas, y varios trozos de novelas que ponían a prueba el empedernido corazón de los editores. Pero atentos éstos al buen éxito más bien que al mérito de la obra, guardaban una prudente reserva, por aquello de que nunca el que compra debe alabar los géneros del mercader.
-Lo pensaré -decía alguno con diplomática sonrisa al infeliz que imploraba una esperanza-, tengo grandes compromisos con el autor de La mujer honrada y El amor sacrificado, del cual estoy imprimiendo ahora La pobreza sin mancilla. ¡Oh!... es un éxito fabuloso el que estas novelas obtienen. Casi todos los maestros y maestras de primera enseñanza, casi todas las obreras de Madrid se han suscrito, sin contar las directoras del Hospicio, de la Inclusa y de otros colegios particulares, que las compran para que las niñas, al mismo tiempo que se entretienen los días de fiesta con su amena lectura, se instruyan y aprendan en ellas a ser virtuosas.
-¡Desgraciadas niñas!... ¿No hubiera sido mejor un catecismo? -respondía el paciente con ironía.
-No hay catecismo mejor que las novelas de..., además de estar llenas de escenas tiernas y conmovedoras, además de que el movimiento y la acción no cesa en ellas ni un instante, encierran al mismo tiempo una moral que la misma inquisición no hubiera reprobado.
-Quizá; pero, en cambio, la gramática reprueba su lenguaje, y el buen sentido, sus dislates, reñidos con la bella literatura.
-¿Qué importa todo eso? ¡Aprensiones!... Las mujeres que son las que realmente aman y se impresionan con esa clase de libros, no saben gramática en nuestro país, y muy pocos son los hombres que tienen buen sentido desde que han muerto los Cervantes y Quevedos.
-No tanto: aquí estamos viendo una juventud que promete.
-¡Oh, vaya usted a aventurarse con lo que promete! Y por otra parte, amigo mío, no está probado que los buenos libros hagan los buenos negocios. Pero aun cuando yo desee, más que mi propia conveniencia, ilustrar el país, no siempre las circunstancias que me rodean son favorables a mis patrióticos deseos. En fin, más adelante, se servirá usted, si gusta, pasar por mi casa y hablaremos largamente.
El desdichado, se iba entonces con la música a otra parte, o, lo que es lo mismo, hacia otro grupo en donde se peroraba de este modo, sin duda para ensayarse en la oratoria.
-Señores, difícilmente, aun en aquellos tiempos oscuros en que la literatura se hallaba en mantillas y se esforzaba el poeta en dar una forma a las nebulosas creaciones de su fantasía, pudieran verse abortos literarios como los que hoy se admiran, vilipendio del arte y de las musas. ¿Por qué ese criminal silencio, por qué esa injusta tolerancia con todo lo que es malo? ¿Por qué los hombres de verdadero talento no lanzan sus anatemas contra los dislates y aberraciones de ciertos entendimientos? Pero en vez de esto, señores, la moda, o más bien dicho, el mal gusto, hace a todos los escritores, buenos o malos, ¡distinguidos!, ésta es la palabra sacramental. Por favor, señores y amigos míos, jamás me hagan ustedes distinguido, lo pido en nombre de mi dignidad. Tampoco me digan ustedes ¡inspirado!, porque desde que existen ciertos libros inspirados me parece abominable esta palabra. Ya no les basta a algunos que falte el buen gusto por completo en sus obras, ni que la idea sea tan pobre y mezquina que se pierda a cada paso entre la despilfarrada acumulación de ampulosas frases, sino que, traspasando los límites de la paciencia humana, se ven aparecer descaradamente y sin pudor y -lo que es más- con pretensiones de ser conservados para mejores tiempos, libros cuyo monstruoso conjunto pudiera llamarse el sueño de un demente; libros escritos en una especie de jerigonza que no pertenece a ningún idioma ni dialecto, y cuyas frases incoherentes y retorcidos giros -no podemos hallar una palabra que exprese mejor aquel estilo sin nombre- pueden compararse por su desaliño al sonido de un instrumento roto. En cambio, llenan otros páginas y páginas de no sabemos qué insustancial clasicismo, indigno de corazones poetas y que pudiera decirse inspirado por una momia egipcia: mas es lo cierto que unos y otros pretenden sin pudor ocupar los primeros puestos, reservados a los genios inmortales: ¡Irritante iniquidad, contra la cual es preciso que se proteste con energía! Hablo de este modo, señora, porque me ha indignado la reciente lectura de una novela desconocida que lleva por epígrafe: El caballero de las botas azules. En ella, una gracia bellaca, como diría Cervantes, unas pretensiones que se pierden en lo infinito, una audacia inconcebible y un pensamiento, si es que alguno encierra, que nadie acierta a adivinar, se hermanan lastimosamente con una falta absoluta de ingenio; he leído la mitad, y no puedo saber todavía en qué capítulo empieza, puesto que es en todos a la vez.
-¡Singular ocurrencia! Sin duda el autor habrá juzgado más cómodo no acabar nunca, método que no dejarán de seguir algunos.
-Leeré esa novela, y con su crítica divertiré a mis lectores ávidos siempre de cosas nuevas -dijo Pelasgo.
-No admite crítica -replicó el orador-. Sólo puede decirse de tal novedad que le falta todo para serlo. Argumento, pensamiento, moral..., en fin es una simple monstruosidad, lo peor entre lo peor.
-Sólo por ser tan mala la leeré -añadió otro-; casi la prefiero a muchas otras que no salen nunca de su pasito clásico... ¿y Las Tinieblas le echó su andanada?
-Ayer decía de ella entre otras cosas. «Érase una novela titulada El caballero de las botas azules, éranse unas botas azules en los pies de un caballero, érase un caballero que no se sabe lo que era». ¡Oh, qué espíritu burlón debe animar a quien discurrió todo eso, cuando no vaciló en ridiculizar su propio ingenio con tan mala caricatura!
-Está bien, ya que lo merece. ¿Y qué más dice?
-Se ocupa con preferencia del nuevo libro anunciado por el ciego que llamó hoy la atención de Madrid con su rostro de mármol, sus salmodias y su Moravo, que antes de irse al otro mundo les dijo a sus compatriotas no sé qué profecías sobre el que después de su muerte había de publicar el libro de los libros, y ponerle el cascabel al gato. Y añaden Las Tinieblas que el ciego, el Moravo y el duque de la Gloria, son una cosa muy semejante al laberinto de Creta.
-Y tiene razón, pues si Madrid tuviese una sola cabeza ya se la hubieran vuelto loca.
-Háblase de semejante libro desde que ese señor duque apareció en el palenque de las notabilidades del siglo, como campeón invencible. El buen caballero hace, deshace, rompe cuando quiere con las costumbres sociales, se burla descaradamente de ellas, habla a las mujeres como un sultán a sus concubinas y a los hombres como si tuviese el poder de vencerlos con su sola palabra.
-¡Mentira! -dijeron algunos a una voz-; ninguno ha logrado todavía tener con él una pequeña conversación, no da audiencias a nadie, absolutamente a nadie.
-Es íntimo amigo del de la Albuérniga.
-O su enemigo, pues, según cuentan no le deja reposar tranquilo, y el apacible señor se halla con esto fuera de sí... ya es otro hombre.
-En efecto, aseguran que el duque de la Gloria maneja al rico sibarita como se le antoja.
-A no verlo, no lo creyera; pero ese duque es un verdadero duende puesto que no hay medio de descubrir el misterio que le rodea. Grandes diplomáticos y personajes de diversas naciones, celosos de su popularidad, que amenaza hacerse universal como su gloria, han ofrecido ya cantidades fabulosas al que haga unas botas y una corbata como las suyas. Mas ninguno se atreve: todos confiesan su impotencia para el caso.
-Entre esos personajes se cuenta un lord inglés y un cercano pariente del emperador de las Rusias.
-Ítem más, un título francés que dará al contado cincuenta mil francos al que consiga hacerse editor y saber antes de su publicación lo que contiene el gran libro que va a publicar el duque; pues no es otro, señores, el que el Moravo anuncia en su profecía.
-Negocio no despreciable -dijo uno.
-Renuncio al premio y a la gloria de adquirirlo -repuso con cándida indiferencia cierto editor descontentadizo.
-Tampoco aspiro a tamaña honra -repuso otro sonriendo irónicamente.
-Ni yo -añadió un tercero-, temería que esa fabulosa fortuna, a imitación de las que, según dicen, proporciona el diablo, desapareciese de entre mis manos al tocarla.
-¿Cuál será entonces el que se digne recoger la piña de oro que tantos desprecian?
-Aquí traigo quien puede saberlo -gritó una voz alegre-. Y se vio entrar a un joven de esos que llevan la travesura pintada en el semblante, dando el brazo a un hombre muy alto y envuelto en una capa burda.
-¡Es el ciego!... ¡el ciego!... -exclamaron todos-. ¿A dónde le ha ido a buscar el demonio de Jorge?
-A donde pudo -replicó el joven, que pertenecía a esa clase de criaturas siempre dispuestas a hacer algo que no aciertan a hacer los demás-. Y dirigiéndose al ciego le preguntó:
-Buen hombre, ¿podrá usted decir a estos señores quién es el editor del libro que anuncia?
-Sábelo él -repuso el ciego con su acostumbrado laconismo y severidad.
-¿Y quién es él?
-El que ha de poner el cascabel al gato.
Al oír estas palabras, Pelasgo, que las tenía grabadas en su corazón, se levantó de un salto y acercándose al ciego le dijo:
-Bienvenido el amigo del que ha de poner el cascabel al gato.
-Bienhallado el gato -repuso impasible el taimado ciego.
Esta respuesta produjo grandes carcajadas y aplausos que partieron de un grupo en donde se hallaba Ambrosio, quien añadió al punto:
Nacen en opuestos polos, | |||
y los acerca al destino. |
-Pelasgo -añadió enseguida-, en donde menos lo esperamos nos sale al paso un adversario.
-No los temo -dijo el crítico con byroniana ironía, y dirigiéndose otra vez al ciego prosiguió-: A través del blanco de los ojos, ¿puede usted verme, amigo?
-Si el ciego no ve, siente cuando le arañan.
-¡Hola! Porque comprendí que era el ciego el cabo de una madeja que quiero desenredar, fue porque le dejé sentir mis uñas.
-Pequeñas son -contestó el ciego pausadamente.
-Las tengo mayores. Se lo probaré a usted si lo desea.
-¿Al ciego?... es ridículo.
Al decir esto, el ciego se rió de tal modo que cuantos le miraban experimentaron cierto rubor, semejante al que nos cubre el rostro cuando un enemigo invencible se burla de nosotros traidoramente, sin que podamos tomarle por ello satisfacción. Después de haberse reído, el viejo añadió.
-El que ha de poner el cascabel al gato sabe resistir las garras de los leones.
-¿Es domador de fieras? -contestó Pelasgo, con grandes deseos de arrojarse sobre el ciego.
-Y de hombres -repuso aquél.
-No me domará a mí...
-Él lo dirá.
-¿Por qué no ha declarado que era gitano y le hablaríamos en su jerga?
-Todos los gatos la hablan.
No bien el ciego acabó de pronunciar estas palabras cuando en la puerta del salón apareció un lacayo con librea azul, diciendo:
-El muy alto y magnífico señor duque de la Gloria se conceptuará muy honrado si los individuos de esta reunión se dignan asistir a una cena que dará esta noche en el palacio de la Albuérniga.
Y dejando algunos cientos de papeletas de convite sobre la mesa, se alejó saludando respetuosamente. La reunión se deshizo al punto mientras un leve chubasco rociaba las calles y templaba el calor de la atmósfera.
Uno de aquellos editores que habían hablado con desdén del gran libro del duque de la Gloria, se acercó entonces al ciego y le dijo:
-Mi amigo, no permitiré que usted se moje. Sírvase entrar en mi coche, pues tenemos que hablar.
-¿Quién es usted, señor?
-Uno de los editores más ricos y conocidos en la corte. Soy N***.
-¡Ah!... pues no acepto. ¿He de ir yo en coche cuando tantos literatos esperan humildemente en el portal a que pase el chubasco?
-¿Qué tiene usted que ver con ellos? Cada uno cuida de sí.
-No es precisamente por ellos, sino por mí el que yo no acepte.
-Pues, ¿cómo?
-Un ejemplo -replicó el ciego, con el rostro más impasible y severo que nunca-, así peca el usurpador, disfrutando lo que no es realmente suyo, como el que le ayuda a disfrutarlo.
-¡Insolente! -murmuró el editor, justamente indignado, y, poniendo el pie en el estribo del carruaje que partió al galope, dejó plantado al taimado ciego en medio del arroyo.
Serían las ocho de la mañana, y ya se notaba en Madrid una animación desusada a tales horas. Los coches rodaban en todas direcciones, en cada ventana aparecían multitud de cabezas, la gente se apiñaba en las calles y algunos agentes de policía recorrían los puntos más céntricos.
-¿Hay revolución? -preguntaban algunos con sobresalto.
-No se sabe lo que va a suceder, mas es indudable que se espera una cosa.
-¿Ignora usted lo que esta noche ha pasado?
-Por completo: he dormido como un patriarca.
-Pues amigo, el duende de las botas azules ha hecho una memorable.
-Pero ¿qué ha sido?
-Por poco se lleva al infierno a cuantos malos escritores hay en Madrid.
-Poca cosa... de ir hoy a ir mañana, poco va.
-Es que también ha querido llevarse a su amigo de usted, aquel escritor de zarzuelas...
-¿Cómo es eso?
-Y al autor de aquella novela que le hace a usted llorar a mares.
-¡Habráse visto!, pues si ese escritor es de los buenos que hay en el mundo.
-Pues sí, señor... fue de los primeritos que hubieron de conocer a Lucifer.
-¿Por qué no le ponen grillos a ese duque?
-Y vaya usted pensando en dónde ha de esconder aquellas tonterías que se llaman El amor culpable y El hijo generoso, y aquéllas otras que hablan del castillo de la dama negra, etc.
-¿Tiene usted ganas de chanzas?
-Lo dicho, dicho. Cuantos libros de esos se vendían en las librerías los ha comprado el duque y enterrado en un pozo que asombra por su profundidad. Para mayor desgracia, se asegura ahora que está dispuesto a escamotear cuantos quedan en poder de los aficionados, para hacerlos desaparecer por completo.
-¿Y el dinero que me han costado?
-¿Quién le ha mandado a usted emplearlo tan mal?
-¡¡¡También usted!!!
-También. Por mi nombre, como ya me canso de tan estupendas mentiras como por ahí se escriben para engañarnos; de tantas espadas y puñales, y de tantos avaros que siempre se alumbran con un candil, y de aquellas virtudes que siempre están gimiendo porque quieren casarse con quien no quieren los demás, y de aquellos millonarios que reparten dinero como si fuesen granitos de anís, en fin, ¡otras cosas, otras cosas!, que esas empalagan ya. Dicen que va a aparecer ahora un libro cual no se ha visto otro todavía... por ése, por ése aguardo yo.
-¿Por dónde va a venir? -preguntaban otros.
-Por Recoletos.
-No, señor, que es por Atocha.
-¿Qué Atocha, si me consta que es por Fuencarral?
-¿Te ha mandado parte?
-Como a ti, por no desairarme, pero ¿qué es ello?
-Lo sabremos cuando suceda, pues por ahora nada se trasluce.
-Vaya, vaya, me parece que andamos buscando el hilo, cuando aún no se ha hilado el lino.
-Todos estamos aguardando a ver qué sale.
-También aguardaremos a que nos zurren como han zurrado ayer a los malos escritores que hay en Madrid. ¿No sabéis? Dicen que fue lo que hubo que ver. Los dejaron a oscuras en una cueva, y, mientras ellos chillaban a más no poder, caía sobre sus costillas cada palo como una torre.
-Buenas... buenas.
-Y dicen que eran tantos los malditos... Ya se ve, hoy todo el mundo quiere escribir su librito y así sale ello... Veremos ahora con qué va a venir hoy ese demonio de duque.
-¿Sabéis que tarda? ¿Si pretenderá pegarle otro chasco a Madrid?
En efecto, ya iba andada la mañana y el duque no parecía; pero acostumbradas las gentes a sus extrañas chanzas, se habían propuesto perder el día, como decirse suele, y no cesaban de pasear las calles aguardando la bienvenida.
Su empeño fue en vano. Llegó la tarde y agotada la paciencia del pueblo, que no quería, fuera de cuaresma, darse al ayuno, cada cual se retiró para refrigerar el desfallecido estómago, murmurando del duque de la Gloria como del ser más perverso y burlón que pudiera existir.
-Que se ría de los malos escritores -decían-, y de otras cosas que lo merecen, está muy bien hecho, pero de nosotros, gentes honradas que ahora queríamos divertirnos con algo nuevo, esto sí que no se tolera... ¡Nada, nada!, aun cuando ahora pasase por debajo de estas ventanas, no nos moveríamos para verle.
Sin embargo, estaba escrito que el duque vencería en la lucha y que la curiosidad arrastraría a las gentes en pos suyo. No bien habían tomado algunos las primeras cucharadas de sopa cuando se oyeron tres fuertes cañonazos.
-Ésta sí que es la señal... ¡Ésta es!
Y todos volvieron a lanzarse a la calle con el estómago vacío. Empezaron entonces los atropellos y las corridas, cada cual caminaba aprisa y sin saber adónde. Los polizontes eran arrollados por los grupos, y muchos gritaban: «¡A las armas!».
En medio de esta confusión vino la noche sin que apareciese el duque: cerráronse las tiendas y no pudieron encenderse los faroles.
La indignación contra el engañoso duende creció entonces en la multitud, que determinó buscarle por donde quiera para vengarse de él.
-¡Al palacio de la Albuérniga! ¡Al palacio! -gritaron.
Y cuando allí llegaron los primeros, vieron ya que el palacio resplandecía de tal manera que semejaba un vasto incendio, y que desde los balcones se arrojaba a la muchedumbre multitud de pequeños objetos, que caían en torno de ella semejantes a una granizada interminable.
-¡Hurra!, ¡hurra! -gritaban mientras recogían en tropel lo que caía a sus pies.
Eran libros del tamaño de tres pulgadas, encuadernados en terciopelo y con broches de oro.
-He ahí el libro de la sabiduría... recójalo el que quiera... el libro de los libros, helo ahí... ¡A él, a él!
Así les decía una voz por medio de una bocina, y la muchedumbre cogía y cogía sin parar y sin que la edición se agotase...
Hubo con esto cabezas rotas, magullamientos, riñas..., vino la guardia... mas ¿quién contenía aquella oleada de furiosos? Los libritos encuadernados en terciopelo y con broches de oro encerraban un encanto irresistible para todos... ¡Como que eran tan lindos y se daban de balde!
Las puertas del palacio se abrieron después de par en par, y comprendiendo la multitud que se abrían para ella, se precipitó dentro como una horda salvaje.
Las habitaciones se hallaban solitarias y despojadas de sus muebles, pero en cambio estaban llenas de aquellos libritos tan ricos y preciosos.
La curiosidad, que es en este mundo la palanca de Arquímedes, arrastraba a todos aquellos hombres que a través de galerías y corredores subieron, bajaron y volvieron a subir hasta que la suerte los llevó al gran salón de mármol negro... ¡Oh! ¡Lo que entonces se presentó a sus ojos!
Sobre un elevado catafalco se hallaba tendida la imagen del duque de la Gloria, pero sin corbata y sin botas. A sus pies se veía un enorme gato con una pluma en los dientes y un cascabel colgado al cuello, y a su cabecera un gran letrero escrito con letras blancas sobre fondo negro, que decía así:
«Todo lo malo ha sido confundido en Las Tinieblas, y el espíritu del duque de la Gloria, en compañía de la varita mágica y de las botas azules, acaba de remontarse en alas de su corbata a las elevadas regiones en donde habita el Moravo para decirle que la necia vanidad ha sido burlada por sí misma, que los malos libros se hallan sepultados en el abismo y que su obra prevalecerá en la tierra».
¡Oh! ¡Musa incomparable! El librito de tres pulgadas y con broches de oro ha obtenido una fama universal, causando la desesperación de los editores avaros, curando a los brutos y a algunos listos del mal de escribir y haciendo la felicidad del universo. ¡Ay, ninguno ha sido más leído en la tierra que aquel libro feliz!