Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

El canon o el corpus modélico: historia y literatura

Iris M. Zavala

Si la crítica nace en el momento en que la escisión alcanza su punto extremo, está llamada aquí a dar un testimonio de la urgencia, para nuestra cultura, de examinar la transfiguración de los objetos humanos operada por la mercancía. En mi tentativa, la perspectiva será volver sobre la herencia que representa un canon que puede expresarse en la fórmula según la cual este no representa, sino que conoce la representación. Una mirada incluso apresurada descubre que el modelo reproduce la apropiación. Al situarme en dos frentes el canon en cuanto escritura y en cuanto interpretación -intento mostrar cómo esa construcción se puede identificar totalmente con el valor de uso. En la relectura que ofrezco a debate, hemos de recordar el discutible libro de Harold Bloom, El canon occidental, que hace evidente para un ojo sagaz que la monumentalización no es un acto inocente. Permite hacer de la obra el vehículo mismo de lo inasible y construir los lugares y los objetos en los cuales se pretende cumplir la incesante soldadura entre pasado y presente. Equivale a la apropiación misma; recreada y exaltada hasta el máximo, se carga de un nuevo valor, perfectamente análogo al valor de cambio que la mercancía añade al objeto. El ingreso de una obra en la esfera del canon es la aceptación de una regla que asigna a cada cosa su uso apropiado.

Este mapa dibuja el sistema de las reglas que codifican un género de represión del que las teorías de la diversidad y la diferencia no se han ocupado todavía: la represión que se ejerce sobre los objetos fijando las normas de su uso.

Que las culturas estén modeladas en base a una determinada canonización nos revela que este es uno de sus soportes materiales, y la superposición de un particular valor simbólico. La ilusión de la solidaridad de la interpretación -que apoya toda lectura canónica- forma parte de la historia metafísica, y se basa en la idea del estatuto privilegiado del significado y en clausurar definitivamente los significados en potencia de cada texto. Un canon estable e inamovible justifica estas tiranías, de tal manera, que este reciente interés por el canon, en una cultura que hace de él la base de toda génesis analítica y punto clave, puede releerse de una manera asimétrica, lectura que poco a poco dejará de ser lateral y obligará a examinar ese flamante paradigma que se denomina canon occidental. Intentaré hacerles ver a qué callejones sin salida conduce toda tentativa de ignorarlo; a fin de cuentas es inevitable referirse al canon cuando se busca el origen de toda la dialéctica de la historia literaria. Quizá el paso más inquisitivo y abarcador sea perseguir la repetición que entraña necesariamente una diferencia, en medio del cambio irreversible de los últimos años.

Hay más de una forma de abordar esta cuestión, puesto que, en cuanto la abordamos, vemos que si examinamos cuidadosamente qué corrientes toma como conflictivas y como amenazas que se combinan y se construyen, y dan al canon y a la interpretación un alcance energético muy distinto. Bloom mantiene como realidad homogénea un corpus de autores occidentales -y occidental debe interpretarse como la cultura del occidente industrial que impone universalmente sus formas de comunicación y consumo como norma de selección de individuos y legitimación de jerarquías sociales. Esta selección de autores podría o no discutirse; su fundamento responde tan solo a una especie de necesidad de seguridad que lleva a Bloom, una y otra vez, a entonar la misma cantinela, como quien toca madera, contra las siete plagas que ofrecen nuevas alternativas de interpretación sobre los mismos textos: el feminismo, el deconstruccionismo, el lacanismo, el marxismo el nuevo historicismo, la semiótica y el culturalismo. ¿Qué es lo que se repite?, ¿qué tienen en común todas estas teorías? y recordemos que teoría significa un conjunto coherente de hipótesis generales que da cuenta de un objeto de conocimiento. Teorizar no es algo ajeno al pensamiento, pues todos (y todas) andamos inmersos en los metalenguajes teóricos; es decir, en la reflexión.

¿Qué es lo que repiten, entonces, estas teorías reactualizadas en nuestra posmodernidad?

Conviene, como un inciso en bólido, aclarar esta sopa de signos y definir, aunque solo sea parcialmente, estas teorías. Toda una encrucijada de laberintos nos conduce al feminismo, que por una parte propone la interpretación de textos dirigida a exponer los clisés, estereotipos e imágenes negativas de la mujer, que por lo regular se encuentran en los textos literarios o críticos escritos por hombres. Al mismo tiempo llama la atención sobre los vacíos y huecos de exclusión; hacia 1979-1981, se ocupó de las mujeres escritoras, y sus propias estrategias, valores, métodos y tradiciones. Para esa época también se comenzaron a elaborar teorías sobre la mujer lectora, de tal forma que la teoría feminista se transformó en instrumento poderoso para desenmascarar el sexismo o el racismo inherente en las culturas y sociedades. Me parece necesarísimo un brevísimo inciso: hoy día debemos distinguir entre el «racismo diferencialista» y el racismo vinculado al colonialismo (Taguieff, 1988). En el primero, el dispositivo racista se apoya en la heterogeneidad radical de todas las culturas, que deben preservarse y no «mezclarse». Surge contra la inclusión de individuos en culturas «diferentes», y se intenta impedir la contaminación que produciría reacciones de defensa y agresividad. El racismo de inclusión-explotación, vinculado al colonialismo, establece una jerarquía de razas que naturaliza el imaginario de la desigualdad y establece una escala de segregación en el interior de una misma sociedad. Me parece evidente que interpretar los textos desde estas mutaciones ha sido un factor imprescindible para desarrollar las lecturas multiculturalistas, poscoloniales y posmodernas actuales. Pero retomo las formas del feminismo: una rama, denominada feminismo cultural, se centra en los valores culturales y comunitarios de la mujer como rasgos positivos. Su debilidad radica en que reitera o reproduce los estereotipos genéricos convencionales adscritos a la mujer históricamente. Otra vertiente hacia 1980 ha tomado la forma de estudios de género, y parte de la premisa de que la identidad genérica es una construcción, y por tanto intenta distinguir la «masculinidad» y «feminidad» con funciones definibles por determinadas coordenadas socioculturales elaboradas como relaciones recíprocas. A esto se consagra buena parte del feminismo interdisciplinario, y tiende a ocupar cada vez más el centro de la teoría.

El deconstruccionismo -filosofía de Jacques Derrida- intenta desembarazamos de las estructuras binarias y la idea de un centro estabilizador, legitimador y jerárquico, desmontando sus aporías y contradicciones. Para algunos críticos, equivale a un método de lectura; desde luego es mucho más, pues supone un análisis crítico del sistema metafísico de Occidente. A Jacques Lacan se debe el desarrollo del psicoanálisis de inspiración neofreudiana, basado en los postulados semióticos de Ferdinand de Saussure. El lacanismo amplía los términos freudianos a un plano lingüístico y social, donde el inconsciente, estructurado como un lenguaje, la sexualidad y el deseo son espacios de producción y transgresión de significados. El sujeto descentrado, en primer lugar por un inconsciente estructurado como el lenguaje y gobernado por los polos de la metáfora condensatoria y la metonimia desplazativa, es también un sujeto sexuado. El lacanismo supone a su vez, un pormenorizado análisis de los registros de la estructuración del insconsciente: lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico mediante los cuales el sujeto se constituye. El psicoanálisis lacaniano es piedra angular de las teorías contemporáneas, a tal punto que obliga a incorporar todo un metalenguaje crítico en cada una de las disciplinas de las ciencias humanas.

El marxismo tiene hoy día varias vertientes; por un lado, el análisis sociológico, por otro -y es lo que se denomina ahora postmarxismo- analiza los textos como artefactos históricos producto de fuerzas materiales contradictorias y en pugna, que han de ser analizadas. El post-marxismo actual se apoya en las nociones de sujeto, de imaginario, real y simbólico de Lacan, al mismo tiempo que estudia el lenguaje y el discurso como producciones simbólicas. De tal forma que el discurso ha de entenderse como capital cultural, capital simbólico en pugna. O, como diría Mijail Bajtin- otro puntal de las teorías actuales- la «lucha por el signo»: lo que no debemos olvidar es que el signo es siempre institucional, y la lucha por el signo no significa otra cosa que la pugna ideológica contra el sentido reductivo que adquieren los signos institucionalizados.

Otra posición articulada desde supuestos de discurso, retórica y sujeto es el nuevo historicismo que, a su vez, implica el análisis histórico para comprender los fenómenos culturales; la historia debe ser entendida como relato y texto mediado por el intérprete, y no como un cuerpo indiscutible e indisputable de verdades. La aportación de M. Foucault ha sido paradigmática. Al aludir a textos, formaciones discursivas, nos lleva a preguntamos por los signos, a que se entrega la semiótica. Aquí la noción de signo es compleja y merece ser destacada en todo momento la forma en que estos funcionan socialmente, cómo se organizan en sistemas lingüísticos y códigos, y cómo estos comunican sentido. Finalmente, el culturalismo o los estudios culturales se centran en los aspectos desatendidos de la cultura, haciendo énfasis en la relación entre lo culto y lo popular, y muchos de los binarismos que la deconstrucción ha desmontado, además de hacer intervenir el centro de la relación hegemónica. No hay nada más preciso que las formulaciones del marxista italiano Antonio Gramsci al respecto; su estudio de las hegemonías ha sido fundamental para explicar las relaciones entre clases sociales, y cómo las clases dominantes subordinan estas relaciones estableciendo criterios de normalidad y de «sentido común» para dar la idea de la cultura como un objeto armónico. La experiencia lo contradice perfectamente: si la armonía no fuese un asunto problemático, no habría teoría crítica en absoluto. ¿Cómo podemos traducir todo esto a nuestro punto de partida? Este largo excurso era necesario.

Retomo el hilo. El factor común de todas estas teorías es proponer aproximaciones a las situaciones «colonizadas», en particular, la colonización del lenguaje. Este paso abrió las puertas a la comprensión de los procesos de colonización y a la construcción también de la idea del Otro. El Otro comienza a concebirse como una relación móvil que, como los pronombres personales, distribuye los roles de emisor y receptor en relación a quién ejerce la palabra y se designa con el pronombre en primera persona o con el lugar del si-mismo. Lo que estas teorías mencionadas -tan dispares- tienen en común es justamente hablar desde el otro lado, predicando la multiplicidad y la heterogeneidad contra la colonización del lenguaje y de la interpretación.

En este punto, quiero retomar y citar a Claude Lévi-Strauss, que nos plantea teóricamente los problemas de la lectura y el texto de manera que toca la fibra del edificio simbólico. Nos dice:

Pero la mujer nunca llega a ser un signo y nada más pues aun en el mundo del hombre, ella es todavía una persona y, en el momento mismo en que es definida como signo, pasa también a ser reconocida como matriz generadora de signos.


¿En qué términos se debe articular la posición del problema? Lo que nos importa retener es la idea de signo, y de producción de signos. El antropólogo francés pone en tela de juicio de manera radical la noción de la historia como hipótesis de dominio; parte de una idea de sujeto a través de esa forma especial que es la producción de un discurso organizado y de las ideologías. Justamente los feminismos han introducido ya irreversiblemente el estudio de la mujer como signo, y como productora de signos. En este sentido preciso, el espectro de los códigos resulta de tal densidad, que analizar esta producción de signos está fuera del alcance de cualquier disciplina aislada. En esta relectura del canon y lo canónico, e historia y literatura, nos dejaremos llevar por las nuevas teorías del Caos; Caos en su perspectiva científica actual, que consiste en la noción de que dentro del des-orden es posible encontrar estados de regularidades que se repiten globalmente. Supone, por tanto, otra forma de leer los conceptos de particularidad y universalidad. Veamos las razones de semejante peso; el cambio de signo (y de signos) ocurre cuando la literatura escrita por mujer deja de ser un arte solitario, privado y silencioso como una plegaria, y se convierte en el exhibicionismo que seduce al Otro: los lectores. Pero para que esto ocurra, han sido necesarios muchos caminos.

A medida que han ido cambiando las organizaciones políticas y las circunstancias históricas y económicas, el signo mujer se transforma en un nuevo significante. Un análisis de los procesos de construcción del Otro colonizado (que mencioné) hace evidente que el sujeto colonizador crea una imagen estereotipada, inamovible, fragmentada. Es decir, una representación distorsionada, que le permiten sobrevalorar sus propios atributos. Si aludimos al feminismo -en sentido amplio, pues hay muchos proyectos- por un lado se intenta desvelar la exclusión sistemática a que la cultura patriarcal ha reducido a la mujer, mediante una interpretación sostenida que controla la producción y transmisión de conocimientos. Y por otro, pone de manifiesto la «lucha por el signo» -por el capital simbólico- y las estrategias que le han permitido ser productora de signos dentro de un campo cultural hegemónico, establecido por criterios jerárquicos y patriarcales. El cuestionamiento de la hegemonía y la dominación intelectual o discursiva ha inducido a sospechar de la idea reguladora de la «literatura» en su forma clásica.

Volvemos con todo esto a enroscamos en el punto de partida: el canon. El contenido religioso del concepto produce estremecimientos al poner en evidencia el juicio valorativo. El término cafzoh surgió en el siglo IV a. de C. para significar una lista de autores y libros, en especial la Biblia y los primeros teólogos del cristianismo. Kanon (regla o medida) se convierte por extrapolación en lo «correcto» y lo «autorizado», y se estableció como «selección de autores» en el siglo XVIII. El «siglo de la razón» no solo estipuló lo canónico, sino que creó la «historia literaria». ¿Cabe mayor confluencia? Ambos son inseparables, y dependen el uno de la otra. El capítulo XIV del indispensable (¿canónico?) texto de Ernst Robert Curtius, Literatura europea y edad media latina, ofrece una mina de ejemplos de la formación de cánones, que para lo «moderno» enlaza con «lo clásico». El canon connota, pues, un principio de selección mediante el cual una serie de textos o autores merecen preservarse más que otros; se les suele denominar también clásicos, puesto que el canon bíblico conduce a la clausura de los textos, mientras que el canon literario implícitamente permite añadidos de obras nuevas o de obras re-valoradas. Hoy día se les llama también textos maestros. Precisemos: son aquellos que, más que ser revestidos de atributos por la veneración humana, soportan la prueba del comentario, no sólo para volver a situar una palabra en el contexto de su tiempo, sino para medir si la respuesta que aporta a las preguntas que plantea ha sido o no rebasada por la respuesta que se encuentra en ella a las preguntas de lo actual. El perspicaz comentario no es de Bajtin -aunque podría serlo- es de Lacan (1989; pp. 386-87).

La formación de cánones implica la participación de una serie de agentes, mediadores e instituciones: las historias literarias, las ediciones, las monografías, los diccionarios, las enciclopedias, las reseñas, los premios, las academias -«de las academias, líbrenos señor!» En fin, todo el mundo académico, editorial y cultural que ayuda a diseminar y reproducir la cultura, entendida como el repertorio de creencias, prácticas, modelos, signos y símbolos que conforman y limitan el comportamiento social del individuo. Lo cánonico se enlaza con la lectura, y con la historia de sus concreciones históricas.

Hilemos y bordemos fino. Existe multiplicidad de cánones -o sea, juicios valorativos de los textos literarios, que son productos históricos organizados según criterios retóricos. Por lo pronto, se ha aceptado la discriminación de Alastaire Fowler (1979) en seis tipos: el potencial, que incluye la totalidad del corpus escrito, con toda la literatura oral sobreviviente; el accesible, que incluye aquella parte del canon potencial dispuesto en momentos determinados; el selectivo, que se encuentra en las listas de autores, las antologías, programas educativos y los libros reseñados; el oficial, que es la opción incluida en las anteriores; el personal, es aquel que cada lector o lectora valora; el crítico, que está formado por aquellas obras que se interpretan con mayor frecuencia. En todo caso, lo que salta a la vista es que lo canónico, o el establecimiento del canon, es una operación ideológica concertada. La función social e institucional que cumple el sistema educativo puede ser significado como el mediador que preserva, reproduce y disemina las formaciones canónicas para las generaciones futuras. El sistema educativo distribuye y regula el capital cultural; en términos más claros, la escuela tiene jurisdicción sobre el acceso a los medios de producción y consumo literario. Lo que es evidente, es que la institución de la enseñanza regula y distribuye de manera desigual el capital cultural y el capital simbólico -siempre conflictivos-, puesto que en cuanto institución, al excluir textos debido a valoraciones jerarquizadas, reproduce el orden social establecido, con todas sus desigualdades. De tal forma, que las mismas instituciones mediadoras son las portadoras de sentido de los textos: dicho en crudo, que la interpretación ideológica que adquieren los textos en la enseñanza determina su sentido y su jerarquía en el canon. Lo que queda claro de todo este entramado es el compromiso entre lo canonizado y el juego de intereses.

Dentro de este espacio de turbulencias, retengamos al menos dos puntos: que la formación de un canon equivale a un conjunto de valores, y lo que sea el valor estético es relativo. Si bien la obra de arte en sí es autónoma y desinteresada, convertido en objeto de la industria cultural, es utilizable: tiene un valor de uso. Detengámonos un instante en esta interposición que nos permite entender lo no-canónico como producto de la exclusión o el silenciamiento. Estoy de acuerdo con la propuesta, aunque solo sea en términos de una primera lectura. Por debajo de la turbulencia, la consigna es institucionalizar, y cerrar el canon a la multiplicidad y heterogeneidad sociales. Esta pax occidentalis que representa el canon occidental ignora la obra en su heterogeneidad; el canon es su monumentación. Admitamos, a continuación, que es un problema de autoridad lo que determina el verdadero núcleo del conflicto.

El canon es siempre conflictivo porque entraña valores (socioeconómicos, étnicos): más claro, que toda evaluación cultural -lo aceptado como literatura, un clásico, o lo rechazado como mala literatura- no es simplemente un aspecto formal de la crítica académica [nosotros, que somos mediadores] -sino una compleja red de actividades sociales y culturales, que se revelan además en las relaciones de poder existentes dentro de una comunidad determinada, en su enfrentamiento con otras sociedades. La sabia explicación proviene de Barbara Herrstein-Smith. Solo el conservadurismo crítico concibe la comprensión como sumisión a la autoridad de la tradición y del canon. Frente al canon, la reacentuación nos aleja de la «visión y la ceguera» (empleando un título demaniano) del hábito resignado a aceptar las lecturas como verdades fijas, y una exégesis que sacraliza la función del autor canonizado. Si el signo literario es siempre otra cosa, puesto que un signo engendra otro signo, que hace de interpretante y que ha de ser a su vez interpretado (en enseñanza de Pierce), lo que se nos revela es el conflicto. Y algo más: que lo que llamamos interpretación es de hecho historia literaria o, en términos más amplios, historia cultural. Solo por esto, ya valdría la pena que nos preguntáramos qué quiere decir esta dialéctica. Si tenemos presente que todo signo es ideológico -es decir, saturado de valoraciones y coloraciones emocionales- la literatura es un proceso de transformación productiva de otras formas de conocimiento y -ahora sigo a Tony Bennet (1979) -el consumo completa el proceso de producción, y si bien un texto cultural lleva inscrito para su lector social concreto las líneas interpretativas (cómo debe ser leído o consumido), este proceso es uno de continuada re-producción (o re-acentuación), y de re-activarse con diferentes proyectos.

Con lo dicho, ¿no es evidente que lo que se considera canónico o establecer un canon equivale a juicios valorativos nacionales? Toda historia literaria crea su propio canon mediante el proceso de lectura y las múltiples situaciones lectoras: es decir, que no existe canon sin lectores. Dentro de este conjunto de proposiciones, vale entender el feminismo como una especie de crítica lateral de desagravio, destinada a la doble tarea de desmitificación de la ideología patriarcal, y a la arqueología literaria. Volvamos ahora a otro aspecto, retomando a la mujer escritora, excluida históricamente del canon autorizado. Pero no hemos de homologar todos los textos, de todas las latitudes y geografías. En mi relectura concibo las escrituras de mujeres como un flujo de textos en fuga en intensa diferenciación, dentro de una compleja coexistencia con vagas regularidades, por lo regular paradójicas. Podría decirse que buena parte de la escritura más notable ironiza un conjunto de valores tenidos por universales. Una escritura no se repite, y al interpretar la escritura de las mujeres, hemos de tomar muy en cuenta las experiencias coloniales distintas, las lenguas distintas, los discursos distintos que no deben ser agrupados bajo una misma denominación. El principal obstáculo que hemos de vencer es precisamente la fragmentación de esta escritura, su inestabilidad, su recíproco aislamiento, su complejidad cultural, su dispersa historiografía, su contingencia y su provisionalidad. Comencemos por subrayar que, en esta unión de lo diverso que sería el análisis feminista, no es posible partir de reducciones para examinar la relación entre el canon y la exclusión.

¿Hemos de suponer que los textos escritos por mujer permiten la correspondencia entre los feminismos y una estética moderna sublime y nostálgica? El propósito ha sido más bien todo lo contrario. No es nostalgia de una diferencia lo que evocan los textos que se intentan re-insertar en el canon, sino la pluralidad de los mundos y los mundos paralelos que conviven en cada época. Cualquiera que consulte una historia literaria tradicional desde que se institucionalizó la literatura, ha de encontrarse con un vacío de nombres propios de mujeres escritoras. Por tanto, se intenta comenzar a re-nombrar. Este es nuestro diferendo; se trata de construir una empresa distinta de la crítica como institución juzgadora, jerarquizante, mediadora entre un lenguaje creador, un autor creador y un público consumidor -en certeras palabras de Foucault (1996; p. 82).

Si toda historia es diégesis -narración, relato (y aquí hablo desde una posición de sujeto posmodemo)- no resulta excéntrico identificar el conocimiento con las formas de relatar, y la necesidad urgente de re-lectura de los textos culturales. Nuestra toma de posición ante el trabajo constituye un replanteamiento ante las estructuras político-institucionales que forman y regulan nuestras actividades. De tal forma, que el objetivo principal de una nueva empresa crítica radica no solo en ofrecer nuevas alternativas de interpretación de la historia cultural, sino exponer el potencial de historia múltiple que significa re-insertar la aportación de las mujeres a esa historia. He de resaltar ahora que el propósito es re-acentuar la aportación de las mujeres a una comunidad de individuos que participan en conjunto de la misma cultura y se inscriben en el mismo sistema de convenciones. No quiero, sin embargo, dejar de reconocer una identidad propia, una singularidad, que nos obligan a agudizar las preguntas, en particular aquello que entendemos bajo el nombre de literatura.

Re-insertar la escritura de la mujer a una historia literaria nacional supone múltiples cuestionamientos. En particular, enfrentar los conflictos de la lucha por el signo en pluma empuñada por mujer (como certeramente subraya María Mercedes Carrión en su Teresa), nos permiten hoy día leer el discurso (o los discursos) hegemónico que condiciona de manera opresiva el cuerpo de la escritura. Cuerpo que no solo remite al cuerpo físico, sino que también articula una figuración literaria de otredad. En este punto nos sirve de apoyo aquella primera incursión de Bajtin en torno al valor estético (y ético), donde afirma que el autor es un yo que al decir yo dice otro («Autor y personaje en la actividad estética», ca. 1920-1924, en 1985). No he de recoger aquí la dimensión «tradicional» en que se puede leer el texto bajtiniano sobre el autor y el héroe; tradicional en tanto su centro de reflexión es la naturaleza y configuración de «lo bello», cuando la pregunta forzosa hoy día es qué sucede con el arte y con la literatura y a qué usos se pone. Evidentemente lo que re-leemos en los textos escritos por mujer son relaciones de identidad y emergencia del yo. No todas las mujeres escritoras construyen su subjetividad de la misma forma, ni mediante los mismos recursos tropológicos ni estrategias textuales -que el hecho de ser mujer no supone una identidad colectiva, ni una forma de escritura, y mucho menos una esencia. Si a lo largo de la historia el proceso de constitución textual de las escritoras se ha hecho del espacio doméstico un locus con dimensiones representacionales y simbólicas cuando a convenido- aquello de «los pucheros» de Teresa, y si «Aristóteles hubiera guisado» de Juana existen potencialmente muchas formas de transgredir el orden patriarcal, bien sea como reinscripciones culturales de lo doméstico o por medio de elaboradísimos juegos intertextuales polémicos, irónicos, paródicos en la relación con la autoridad; estas estrategias no excluyen el don del «silencio», tarea que nos dificulta la relectura. El «hilar» y el «rezar» abren camino al «orar» y «leer o escribir».

En este complicado proceso de relectura que planteo, el objetivo principal es intentar nuevas perspectivas de interpretación, y los problemas de escritura y autoría que desencadenan toda una teoría del signo son centrales. ¿Qué es una autora? Plantea otras preguntas, pues enfrenta procesos de lucha contra la autoridad que son diferentes de los que atraviesa un autor. Para ejercer autoridad, poder e influencia los recursos varían; a veces la autoridad es silente, otras, inscribirse en el canon supone luchar con una tradición literaria que tiene el poder de invalidar los textos. Abundan los ejemplos. Lo que me parece factible -desde diversas miras y perspectivas- es perseguir la construcción de figura autorial ligada al cuerpo y al género sexual. Pero sin caer en el hipérbaton histórico que consiste en representar como existente en el pasado lo que solo puede o debe ser realizado en el futuro (Bajtin 1989, p. 299). Entre otras categorías, naturalmente, que la de sujeto, de factura reciente; imposible, por tanto, sostener que la escritura medieval, o Teresa de Jesús, o la escritura conventual, o doña Oliva de Sabuco, o Juana Inés de la Cruz, o María de Zayas, o las «ilustradas», o Rosalía de Castro, o Emilia Pardo Bazán o Gabriela Mistral, Juana de Ibarborou, Alfonsina Stomi o Julia de Burgos, o Dulce María Loynaz o Rosa Chacel o María Zambrano o Rosario Castellanos o Carmen Martín Gaite nos permitan dibujar el desarrollo del sujeto femenino -al menos, yo no lo creo. Pero hemos de retomar con cuidado de no resbalar la clasificación necesariamente arbitraria y conjetural que he establecido, puesto que no sabemos nada de la totalidad o universo que precede en jerarquía y contiene el conjunto que estamos clasificando. Pues lo que hace absurda esta lista es su función excluyente, es decir, que separamos las «canonizadas» o aceptadas en cada literatura nacional, de las otras, las excluidas. Que no debemos olvidar que el canon es plural, y siempre será objeto de interpretaciones y reinterpretaciones. Así expuesto, ¿qué espacio coherente podría contener esta clasificación? Ciertamente ninguno que no fuera el lenguaje: espacio sin lugar.

Sin embargo, lo que se implica en una re-lectura del canon es una tradición de modernidad, un modo de pensar, una forma de enunciar, una manera de sentir. Si Eric Auerbach lo veía despuntar en el Obispo de Hipona -San Agustín-, que destruye la arquitectura del discurso clásico, adoptando frases breves y encadenadas; modo de enunciar que Bajtin encuentra en Rabelais, y se pueden trazar en Montaigne, y en la primera persona cartesiana, muchas de las mujeres mencionadas parten de este núcleo -ese yo- para re-acentuar sus signos. Doble empresa la de la mujer, para decir yo como autora, desde una otredad que acepta como heterogénea.

Heterogénea, por necesidad, poco convencional, los textos escritos y firmados por mujer revelan las múltiples luchas por el signo, a lo largo de diversas etapas históricas, en las cuales se han ido configurando formas de identidad, mediante instituciones y arbitrajes jurídicos. Una vez más he de darle peso a las reflexiones de J. F. Lyotard que nos cautela sobre el «duelo» que pesa sobre nuestra modernidad. Duelo por una emancipación prometida, que debemos «trabajar» o «elaborar» (en el sentido freudiano), no solo por la pérdida de este objeto, sino también por la pérdida del sujeto a quien se le había prometido aquel horizonte (1994, pp. 38-39). Finalizaremos el «duelo», restituyendo a la vida las voces silenciadas y si intentamos borrar el edificio de las representaciones que en cada cultura lo simbólico ofrece a la credibilidad y a la monumentalización, y ponemos en cuestión todas las obras que la historia literaria ordena y orienta como realidad subjetiva.

Pero quisiera dejar en claro que el hecho de hacer una relectura del canon no da licencia para caer en idealizaciones. Y aquí hemos de retomar la noción de capital simbólico y de asimetría; en otras palabras, del patriarcado como noción inestable y fluida, nada estática. La relación de la mujer en cuanto signo y el modelo femenino histórico son evidentes en la representación literaria. Si bien un texto literario tiene una dimensión sustitutiva metafórica compleja y heterogénea, los personajes literarios femeninos se nutren de la historia oficial y de los discursos hegemónicos dominantes. Cuando digo personaje literario quiero incluir, al mismo tiempo, a la escritora en cuanto personaje de la crítica interpretativa. Retomaré este punto, no sin antes subrayar que incluso en los textos disidentes y ellos mismos marginales (aludo, por ejemplo, a Alejandro Sawa o Valle-Inclán) el personaje literario femenino se elabora mediante el proceso de inversión o inversión anatrópica, invirtiendo, deformando, ironizando, parodiando los modelos y paradigmas de la construcción imaginaria de la mujer como Otro.

Al mismo tiempo, y regreso ahora a la mujer escritora, una vez estamos bajo el signo de la «muerte del autor» -la palabra «autor» ha caído justamente en desuso. Son múltiples los motivos: primero, que el autor/a no se concibe ya como centro teológico (podríamos decir) de autoridad, que controla el significado, y por tanto la interpretación. Luego, que desmitificar el concepto de autora significa a su vez borrar la aureola de «creadora»; para la crítica deconstructivista, la autora (puesto que de escritura de mujeres hablamos) deja de ser creadora de mundos, y es una artesana cuyo oficio está orientado y dirigido dentro de una práctica o discurso preexistente. Es simplemente una escritora.

El enunciado encuentra sólido apoyo en el nombre del autor, y la función de autor es más o menos vacilante, depende de la participación de un lector supuesto en un discurso. Estos dos registros constituyen el medio con el que interviene la interpretación. Y esta vacilante función del autor significa para el lector dos funciones activas de la interpretación. La autora y la escritora son dos entidades distintas que dependen de la circunstancia de lectura; este complejo problema llevó a Barthes (1967) a sostener la «muerte del autor» en favor del lenguaje. La muerte autorial significa así la desaparición de un significante «teológico», de un «mensaje» que proviene del «yo» poético o histórico, el Autor-Dios. Michel Foucault (1969), combina otros elementos: advierte que el emisor del enunciado no debe tomarse a la ligera (lo mismo sostiene Bajtin), y no se puede suplantar por écriture, concepto que designa el proceso de concepción, composición y redacción de texto.

Si un texto nace cuando es leído por el Otro, hemos de pensar qué funciones cumple la noción de autor. ¿Qué es lo que allí se contiene? Lo podríamos ilustrar con Juana Inés de la Cruz, la musa mexicana, y su enredo de nombres: nombre monacal y nombre de pluma, máscara travestí bajo la que oculta alguno de sus rostros (el de hija ilegítima y mestiza, por ejemplo, aspectos de su persona jurídica). Esta proliferación de sujetos y de nombres son metonimias y sinécdoques que emergen como elementos grotescos que erosionan y contaminan una definición simple de autor. La escritora novohispana, criolla y mestiza no es solo un sujeto múltiple, de organización heterogénea; concretamente, adquiere diferentes posiciones en el discurso, dependiendo de quien escucha o lee, y se convierte en signo de posiciones institucionales, hegemonías discursivas, identificaciones ideológicas o de divergencias. Incluso nos provee un espacio para establecer una relación suplementaria entre el canon y la interpretación. Merece recordarse la página del título del tomo primero de sus poemas, publicado en Madrid (1714), que metafóricamente le adjudica rasgos varoniles a la escritora:

Poemas de la única Poetisa Americana, Musa Décima, Soror Juana Inés de la Cruz, religiosa professa en el Monasterio de San Gerónimo de la Imperical Ciudad de México. Que en varios metros, idiomas, y estilos, fertiliza varios assumptos. Con elegantes, sutiles, claros, ingeniosos, y útiles versos, para enseñanza, recreo y admiración. TOMO PRIMERO. Dedicado al glorioso Patriarca Señor San Joseph, y a la Doctora Mystica, y Fecunda Madre, Santa Teresa.


El retrato no podría ser más fálico. Pero, no menos fálica es la referencia a Teresa de Ahumada. Hemos de tener en cuenta que hasta fecha muy reciente (si bien todavía quedan residuos), la inteligencia en la mujer ha sido denotada con adjetivos masculinos, o connotada como «virago» y «viril». Como con otras categorías marginadas, esta tendencia revela una expropiación del saber. No puedo resistir coger al vuelo una explícita frase de Lope de Vega: «Palabras de mujer llevan la firma del viento». No embalde las «tretas del débil» que empuñan Teresa de Ahumada, Juana de Asbaje y tantas otras aún por descubrir.

Pero, Juana de Asbaje no es el único ejemplar que nos obliga a repensar la historia literaria, la función del autor y la muerte de autor: habría que convenir que el tipo de aproximamiento analítico en el que intervienen enunciados propios de las más variadas disciplinas nos hace difícil aceptar íntegramente, sin escepticismo, esa función, que ha sido producto de las más rudas manipulaciones. Pero hemos de llevar aún más lejos este problema. Si el «autor» ha muerto, ¿qué criterio nos permite hoy día denominar a un texto femenino o feminista, y en qué medida se puede ahora distinguir un texto feminista del patriarcal o falocéntrico? Elizabeth Grosz ( 1995) -crítica filosófica y lacaniana- nos ofrece algunas distinciones que hemos de tomar en cuenta: si un texto es el producto de cualquier práctica discursiva, hemos de establecer diferencias entre los textos escritos y firmados por mujer; los textos femeninos (escritos desde el punto de vista de la experiencia o del estilo cultural designado como femenino); y los textos feministas, aquellos que conscientemente hacen una recusación de los métodos, objetivos y principios de los cánones patriarcales.

El camino es laberíntico, pues escritoras hay que adoptan la identidad masculina, y defienden los valores del patriarcado (Fernán Caballero, Gabriela Mistral serían casos ejemplares). Y a la inversa, hombres que hacen visible los presupuestos y paradigmas patriarcales o falocéntricos (y no solamente San Juan, por cierto). El quid de la cuestión radica en la posición discursiva que se adopta; no existen prototipos, y lo que sí me importa establecer es que ningún texto es feminista para siempre, ni gozará de un prestigio incuestionable por toda la eternidad. Todo discurso es contingente, y solo provisionalmente se puede interpretar un texto con criterios políticos. Dicho con otros ritmos: que el texto feminista es lo que construimos con el relato zurcido por nuestros deseos y con el discurso común. Así, el cuestionamiento de unidad, de centro, de autoridad, nos conduce a entender toda oposición como una mera estrategia del discurso, y no como una ley. Un texto de mujer, o un texto femenino o un texto feminista no existen autónomamente, sino que flotan como volantines y se arriman a quienes tiren del hilo. Y nos induce a buscar verdades provisorias; pero, desde luego, la posición discursiva o la «posición de sujeto» en el discurso son centrales para retomar el acertijo del canon.

Si no hay destino profético, ni categorías o verdades fijas, lo canónico está siempre en desplazamiento, en lucha por el capital simbólico, y la historia literaria será paradójica, y cualquier cosa menos evidente, lejos de esos monumentos de significaciones compartidas que nutren el sentido común. De tal manera que lo canónico -incluyendo el canon feminista- es un orden pragmático y por tanto provisorio. Y si volvemos al principio y recordamos cómo se establecen los cánones, siempre habrá escrituras en desplazamiento, excluidas, porque no se adaptan o adoptan al discurso maestro establecido o solo identifican identidades locales. Que en este punto, las hegemonías nacionales cumplen su función, al apoyarse en el hecho arbitrario de tomar como centro genealógico alguno de los grandes relatos del pasado, tal como el eurocentrismo o el castellanismo.

Actos simbólicos que participan en las luchas por la definición y dominio de lo real, los textos «mundanos» de las mujeres no solo han sido producto de la realidad particular en la que se inscriben, sino que han sido y son agentes productores si bien agentes desiguales de esa misma realidad. Para aportarles una última pincelada, un rasgo más en mi descripción, digamos, para terminar, que cierta forma de discurso que adopta la escritura de mujer introduce a menudo una «ciencia del otro» -una heterología, por emplear factura posmoderna- para ordenar el caos de la experiencia. En los resquicios textuales, esta heterología pone en entredicho los principios que rigen la vida familiar, sexual, el panoptismo, la vigilancia y la disciplina. Solo la diversidad metodológica podrá abordar los matices de insubordinación formal, temática e ideológica que esta heterología a veces puede arrastrar consigo.

Referencias

  • Bajtin, M., Estética de la creación verbal, trad. Tatiana Bubovna, México: Siglo XXI, 1985.
  • ——, Teoría y estética de la novela, trad. Helena S. Kriukova y Vicente Cacarra, Madrid: Taurus, 1989.
  • Barthes, Roland, «La morte de l'auteur», Manteia V ( 1967), pp. 12-18.
  • Bennet, Tony, Formalism and Marxism, London: Methuen, 1979.
  • Carrión, María M., Arquitectura y cuerpo en la figura autorial de Teresa de Jesús, Barcelona: Anthropos, 1994.
  • Foucault, Michel, «Que-est-ce-que c'est un auteur?», Bulletin de la Société française de Philosophie 63, 3 (1969), pp. 73-104.
  • ——, Del lenguaje y la literatura, Intr. Angel Gabilondo, Barcelona: Paidós, 1996.
  • Fowler, Alistair, «Genre and the Literary Canon», New Literary History 11 (1979), pp. 97-119.
  • Grosz, Elizabeth, Space, Time, and Perversion, London: Routledge, 1995.
  • Guillory, John, Cultural Capital, University of Chicago Press, 1993. Lacan, Jacques, Escritos I, México: Siglo XXI, 1989.
  • Lyotard, J. F., La posmodernidad. (Explicada a los ninos), Barcelona: Gedisa, 1994.
  • Smith, Barbara Herrnstein, «Contingencies of Value», Critical Inquiry 10 (1983), pp. 1-35.
  • Taguieff, Pierre-André, La force du préjugé. Essai sur le racisme et ses doubles, Paris: Ed. La Découverte, 1988.