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ArribaAbajoJosé Kozer

José Kozer es un poeta cubano que reside en Nueva York. Poesía y conciencia poética se maravillan ante la adquisición del exilio traspuesto. Exilio no evidente, sino de fondo, que permea cualquier situación cotidiana o mística inmediata. Exilio traspuesto. Doloroso exilio, no evidente, salvo en la palabra quebrada, obstinada.

Para empezar, Kozer insiste en usar la lengua de origen, no la extraña. Y como lengua propia la dice y la desdice. Como propia la hace sonar en un altar, pero también la arroja a un rincón. Lo que cuenta es el eco: el poderoso eco de la voz perdida.

Es, entonces, la palabra poética la encargada de rescatar los elementos del exilio, entendido el exilio en sus términos más amplios.

Acude, por principio, José Kozer a la preservación de la lengua en tierra extraña, a borrar el olvido mediante el poema de cada día. Fija, así, las fronteras entre el mundo externo y el interno. Crea una isla de sonidos que le ganan terreno al mar. La batalla es con la letra, con la sílaba, con la arena.

Después, en un segundo paso, convierte la oración en una decoración, cuyas partes convencionales se trasforman en partes plenas de movimiento, intercambiables, fichas de un dominó derrumbado.   —98→   Y, sin embargo, con el orden del número de juego que busca su complemento:




Epitafio


Suplantó
el error de la insularidad con la variable opulencia del lenguaje.
Dos, tres palabras (hilván) la mano a la garganta.
Resonaron
sus bruces en la habitación: sílabas
y hormigas86.



Una vez que la oración-desoración se descompone en una nueva recomposición, las palabras clave son islas apenas unidas por un hilván. La fragilidad de los elementos sólo puede acarrear su fin o muerte: la palabra se concentra al máximo: «resonaron sus bruces», en lugar del sonido al caer de bruces. El fin, es el fin reducido: «sílabas y hormigas».

Otro paso dado, tercero en orden, es el de la equiparación entre situación existencial y metáfora en exilio. La ruptura ocurre en el mundo real y en el metafórico: no se pueden separar una ruptura de la otra y, entre sí, el anhelo es enmendar las resquebrajaduras. Como en la corriente cabalística luriana, la única redención es la de reparar la ruptura de los recipientes. La armonía cósmica sólo se logra por el concepto redentor: la potente luz no se derramará inútilmente aunque quede de ello una cicatriz. Es así, como la herida del exilio se regenera. En el poema «Periferia» (La garza sin sombras), las metáforas han sido rotas:

  —99→  



Periferia


Íbamos
de brote en brote y nos alimentamos de las
excrecencias de la oruga, ovillos
y el filamento
de la seda fueron nuestra alimentación: tiernos
retoños, piñones que se perdían en
los bolsillos y el amarillo
más vetusto
de las ciudades, nos alimentaron87.



Se trata de una experiencia periférica, soslayada, en la que el alimento es lo inconcebible, lo frágil, lo diminuto. Las metáforas son vulnerables, tangenciales, con el nostálgico dolor de una periferia, de un exilio de la ciudad. Un triste abandono que se recupera en imágenes guardadas de la infancia perdida: donde todo sucede al margen del centro y de la materialidad.

La corrección de la ruptura, la redención, aparece en la armonía final, cuando el mundo recurre a la imagen materna:


...Y la ciudad se hizo muy
pequeña
y nosotros
crecimos grandes y desprovistos, nuestras madres riendo
a la altura
de los muebles88.



El exilio sigue un suave cauce metafísico cuando descubre la revelación, el equivalente laico a una experiencia mística, siempre   —100→   al margen, en entredicho. Del judaísmo a las revelaciones de otras maneras de religión, José Kozer escoge el leve intenso momento en que la luz todo lo invade, no importa sobre qué: un jarrón, una piel, un pájaro del amanecer, el dedo del abuelo que señala el versículo sagrado. O bien es la nieve, preámbulo del ángel que pasa. Leve intenso momento en que acaece la comunión:




Pietà


¿Nevó? ¿Qué tierra es ésta qué canteras blancas los accidentes del
       terreno? ¿Labran? Su fiebre, un arrecife:
       encima, el arcángel de alas policromadas
       (debajo) pausado en su dirección el manto
       de la noche89.



El curso de la mística acopla su paso al curso del exilio. El ímpetu asceta se desprende de sus vestiduras. José Kozer nombra uno de sus libros: Carece de causa. El abandonado, el extranjero, el eremita, todos ellos carecen de causa. Es decir, de tanta causa, carecen de ella. Es el vaciamiento que todo lo llena. La palabra, una por una, que adquiere infinita carga semántica. Impostergable encrucijada de significados. En realidad, el poeta también «carece de causa».

El libro de poesía, Carece de causa, es el proceso de la unión mística otorgado a los hechos cotidianos. Las partes que abarca son las del ritual: un ritual que se aferra a la terrenalidad que se ha escapado y que sólo queda recordar. La sacralización es el olvido. Las partes son: Introitus, Dies irae, Offertorium, Miserere, Graduale, Communio. Así principia el camino místico entre   —101→   las palabras exiliadas. Entre la humildad de lo cotidiano religioso, en su sentido primigenio de «religado». De nuevo, el afán de unir las pérdidas es lo que marca la poesía del exilio. Judaísmo y cristianismo se mezclan: o más bien el exilio del judaísmo en medio del cristianismo:




Indicios, del inscrito


El dedo de mi abuelo Isaac o Ismael o rey ahora sin nombre
       o de nombre Katz o de nombre Lev
       o corazón de Judá (señala) la
       palabra donde se detuvo la recta
       maraña de las palabras, rey
       extranjero: el dedo, sobre la boca
       del hormiguero90.



Las múltiples evocaciones son un compendio de historia del pueblo de Israel: del abuelo y el dedo índice que marca la lectura de la Biblia (por algo el poema se llama «Indicios, del inscrito»), a las genealogías, al rey David, a la extranjería.

Un poema de la parte Communio, lleva el mejor de los títulos: «Uno de los modos de resarcir las formas». Y las formas no son sino el lenguaje lejano, la tierra perdida, la infancia áurea, la presencia del pequeño mundo judeoeuropeo en el clima tropical de la isla de Cuba. Qué de formas esparcidas, qué de ambientes encontrados, qué de idiomas, señas, temperaturas: la nieve en la memoria y el ciclón ganado. Todo ello redimido por un verso, en donde «blasona estearinas de lis, / flor hebrea»91. O por otro:

  —102→  

El sobresalto es una ventolera ciclón del '44 ya se armó92.



Pero, sobre todo, el final es la recuperación y comunión del idioma de la isla:


Da por mí yo he vuelto, somos turba de la flor saqueada:
masticadora, ni tú ni la flora
padecemos: ya se alteró déjalo
hablar es viento huracanado por
él reconozco la pubertad de las
palabras cierra tapia solavaya
el viento93.



La poesía de José Kozer reúne las experiencias de los múltiples exilios en rupturas, fragmentos y restituciones: el mundo no termina si se rehace por medio de la palabra heredada y de la poesía en tránsito. Leer y releer las señas sagradas es la posibilidad de volver a crear el mundo.




ArribaAbajoDos retratos sicológicos: Cioran y Kristeva

También se ha escrito del exiliado como sujeto sicológico y sociológico. Emil M. Cioran y Julia Kristeva hablan por carne propia. Cioran, con su lenguaje extremo y su atractivo cinismo, define al exilio como una situación ventajosa:

Es equivocado hacerse del exiliado la imagen del que abdica, se retira y se oculta, resignado a sus miserias, a su condición de desecho. Al observarlo, se descubre en él un ambicioso, un decepcionado agresivo, un amargado que, además, es un conquistador. Cuanto más desposeídos   —103→   estamos, más se exacerban nuestros apetitos y nuestras ilusiones. Incluso discierno alguna relación entre la desdicha y la megalomanía. El que lo ha perdido todo conserva, como último recurso, la esperanza de la gloria o del escándalo literario94.



Cioran, centrado en el ejercicio crítico, elige la desmitificación del exilio. Acusa al desterrado de aprovechar su situación solitaria y sus pasiones ocultas. De abusar y explotar su marginación: de señalarse como centro de la desgracia. De ser un iluso o un desesperado.

Cada exiliado defiende un terreno por él dado a luz. Para Cioran, la defensa del terreno literario es la defensa de la prosa. Avisa sobre el peligro del predominio de la poesía entre los exiliados, género que «brota, es directa, o completamente fabricada; privilegio de los trogloditas y de los refinados, sólo florece más allá o más acá, pero siempre al margen de la civilización»95. En cambio, la prosa es deliberada y construida; exige rigor, «un genio reflexivo y una lengua cristalizada». En pocas palabras, para Emil M. Cioran, «crear una literatura es crear una prosa».

De este modo, Cioran mismo adopta la posición del exiliado escandaloso, aunque se encierre en su soledad y niegue el exhibicionismo. En lo que sí acierta es en que la primera manifestación del exiliado, la espontánea o la «brotante», la que surge con abundancia, es la poética. Y esto lo veremos, con gran claridad, en el caso del exilio español de 1939, tanto en su primera como segunda generaciones.

Cioran advierte de los peligros del exilio, en primer lugar, el de la autocomplacencia o falta de maduración en el concepto mismo y aferramiento a una situación que, a lo largo de los años, es difícil de mantener si no se trasciende y no da lugar a una nueva forma de la imaginación. A quien se duerme sobre sus laureles,   —104→   en palabras de Cioran: «Le espera una decadencia honrosa. Falta de diversidad, de inquietudes originales, su inspiración se seca»96. Éste sería el caso extremo en que una poética del exilio dejaría de serlo.

Julia Kristeva mantiene otra posición. En su libro Extranjeros ante nosotros mismos, revisa los términos extranjero y exiliado, sociológica, sicológica y literariamente, a lo largo de los tiempos.

Parte de la idea de que el extranjero habita en nuestro interior. Lo define como: «la cara oculta de nuestra identidad, el espacio que arruina nuestra morada, el tiempo en el que comprensión y afinidad se van a pique»97.

En las sociedades primitivas el extranjero era el enemigo, el ser diferente del que había que cuidarse o al que había que destruir. Con el advenimiento de la religión y la ética, la situación cambia y es aceptado si se asimila al grupo. La aceptación o rechazo del extranjero varía según las épocas. Con el surgimiento del nacionalismo, en los siglos XIX y XX, el extranjero se encuentra en desventaja. Ha perdido el espacio, el tiempo y el origen del amor. Adquiere la transitoriedad y la movilidad. Siempre en otra parte, no pertenece a ninguna. Es un triste soñador enamorado del paraíso perdido y de las ausencias. Puede llegar a convertirse en un descreído, en un ironista, en un cínico, como defensa contra el medio. Su pasión más profunda es la soledad, porque ha sido empujado a ella, pero, sobre todo, porque llega a amarla desesperadamente.

El extranjero carece de ataduras, salvo las que pueda tener con su grupo, y es libre y esclavo a la vez. Está dentro y fuera. Es un huérfano auténtico: sin padres a su lado: con padres en el recuerdo. El cordón umbilical se ha roto de una vez y por todas.

Para Julia Kristeva, dentro de la corriente sicoanalítica, el énfasis   —105→   radica en la posibilidad de curar el señalamiento del exiliado. Por eso, concluye que si aceptamos que la extranjería vive en nuestro interior, no la perseguiremos en el exterior. «El extranjero está dentro de mí, por lo tanto, todos somos extranjeros. Si soy extranjero no hay extranjeros»98.

En contraposición al análisis del extranjero según Julia Kristeva, me parece que el caso del exiliado es diferente. Generalmente ha sido expulsado de su país por una poderosa razón política, religiosa, ideológica. Tiene un sustento tras de él: es una víctima de la incomprensión y siente que la justicia está de su lado. A donde llega es bien recibido, por lo menos por un sector simpatizante, y se le considera un defensor de sus principios. Los peligros en los que puede caer, ya han sido mencionados.




ArribaAbajoOtra manera de ver el exilio: Witold Gombrowicz

Si hay una manera específica de sufrir el exilio y de poseer ciertas cualidades o defectos generales, hay también el sello extrapolado de la individualidad. En este caso, es interesante observar la estética que desarrolla el escritor polaco Witold Gombrowicz.

Witold Gombrowicz (1904-1969) vivió veinticinco años como exiliado en Argentina, a partir de 1939. El origen de su exilio es fuera de lo común. Había llegado como escritor triunfante después del éxito de su novela Ferdydurke e invitado de honor del recién estrenado trasatlántico Boleslaw Chrobry. A los pocos días, Hitler invade Polonia y empieza la Segunda Guerra Mundial. El capitán del barco recibe órdenes de regresar de inmediato y Gombrowicz se ve obligado a obedecerle. El barco empezaba a soltar amarras, cuando se aparece corriendo, con una maleta en cada mano, el mismo Gombrowicz y de un arriesgado salto regresa a tierra firme. Casi fue una imitación de lo mismo que   —106→   hizo Lord Jim, personaje de otro autor polaco, Joseph Conrad. Y al igual que el personaje, cambió su destino. De este modo, Witold Gombrowicz eligió el exilio, la soledad y la creación de una obra que escapa a cualquier convencionalismo.

Trans-Atlantyk, suma de veinticinco años de destierro, no sólo representa la separación de su país natal, sino de la lengua moderna. Si bien se negó a escribir en otra lengua que no fuera la suya, trasladó su expresión a un género propio de la literatura polaca del siglo XVIII. Empleó una forma narrativa tradicional conocida como gaweda, especie de cuento barroco oral perteneciente a la hidalguía caracterizado por hipérboles mordaces y efusivas, así como inversiones sintácticas99.

La novela fue publicada en París en 1953 por una imprenta de exiliados polacos y debido a las dificultades del estilo no había sido traducida sino hasta recientemente, al inglés. Tiempo después de haberla escrito, Gombrowicz hacía esta confesión:

Trans-Atlantyk fue una locura desde cualquier punto de vista. Pensar que escribí algo así, justo cuando me encontraba aislado en el continente americano, sin un centavo, abandonado de Dios y los hombres. En mi situación, lo adecuado hubiera sido escribir algo rápido que pudiera ser traducido y publicado en lenguas extranjeras. O, si prefería escribir algo para los polacos, que no ofendiera su orgullo nacional. Pero me atreví, ¡en el colmo de la irresponsabilidad!, a urdir una novela inaccesible a los extranjeros por sus dificultades lingüísticas y que era una deliberada provocación a los emigrados polacos, mis únicos posibles lectores100.



Es decir, Gombrowicz se aísla aún más en su exilio por la búsqueda de un estilo único. Y si bien parece un suicidio literario,   —107→   de lo que se trata es de una afirmación desesperada de la identidad individual.

El crítico John Bayley afirma: «Gombrowicz, igual que Joyce, siempre poseyó, en cierto sentido, el temperamento del exiliado, que se nutre y depende, paradójicamente, de su idea de la patria... Ambos escritores se burlan sin piedad de la imagen de 'lo irlandés' y 'lo polaco', veneradas por sus compatriotas...»101.

En la literatura española contemporánea, el caso de Juan Goytisolo y sus años de exilio se manifiesta de forma parecida: la historia de España deja de ser sagrada. En la novela Juan sin tierra, cuyo título es significativo, se expresa lo siguiente:

...el exilio te ha convertido en un ser distinto, que nada tiene que ver con el que conocieron: su ley ya no es tu ley: su fuero ya no es tu fuero: nadie te espera en Ítaca: anónimo como cualquier forastero, visitarás tu propia mansión y te ladrarán los perros102.



Es decir, hay una fluctuación entre imagen ideal e imagen crítica, orden y caos, abandono y pertenencia, que se manifiesta por formas extremas de la poética.




ArribaAbajoCzeslaw Milosz

Después de medio siglo de exilio, Czeslaw Milosz fue invitado a regresar a su Lituania natal. Mucho de lo que vio, de lo que encontró o ya no encontró, de la memoria destruida, de la presencia atrapada, del tiempo que fluye, fue la materia de su libro, De cara al río103.

  —108→  

Czeslaw Milosz, ganador del Premio Nobel en 1980, es un poeta testigo que cree en la poesía no porque sea la salvación ni porque pueda cambiar nada, sino porque comunicar es menos inhumano que el silencio. O porque el silencio se atenúa con la poesía. O porque son otros sus silencios.

Si bien el exilio (¿negación del silencio?) fue parte conformadora de su poesía no lo es en su aspecto nostálgico, sino como detonante, como golpe arrítmico que desató la creatividad. Medio siglo fuera de su patria le llevó a reflexionar sobre la pérdida del idioma nativo y la necesidad de ser traducido (¿antisilencio?). Sabe que su poesía siempre estará en tránsito: de un lugar a otro: de un idioma a otro. Por eso, regresar a su tierra y escribir lo que vio habría de convertirse en una necesidad más de la imaginación. Anticipaba las calles, las casas, el paisaje, ¿pero encontraría a un solo sobreviviente? No estaba seguro. Más bien lo que encontró fue la exacta medida del exilio: resquicios aún no explorados de la memoria que todo lo guarda para la ocasión precisa. Formas del olvido que se manifiestan en un reconocimiento soterrado. El poeta se pregunta si acaso la separación no fue un pecado y con quién habría de confesarse. Mas si el pecado fue de los demás no le interesa planteárselo. Tal vez, el pecado consistió en el regreso a una ciudad que ya no era la suya.

Milosz niega la sensación de pérdida y acepta, en cambio, al retornar a Vilna, la inevitabilidad de todas las cosas. Quisiera apartar la nostalgia o un llanto a destiempo, pero la nostalgia aparece ahí donde no puede borrarse: en el centro de la naturaleza. El poeta había querido ser naturalista y su ambición de juventud era ser guardabosques. Ahora alcanza la verdadera comunión:


Era una pradera a la orilla del río, lozana, antes de la cosecha del heno,
en un día inmaculado de sol de junio.
La busqué, la encontré, la reconocí.
—109→
Allí crecieron hierbas y flores familiares en mi infancia.
Con los ojos entornados absorbí la luminiscencia.
Y el olor se me almacenaba, cesando todo conocimiento.
De repente, me sentí desaparecer y llorar de gozo104.



Tal vez, el regreso es el perdón: el perdón que otorga el exiliado a quienes dañaron y desgarraron para siempre su vida. Que también perdonar porta su aureola.

A Milosz no le interesa recriminar: prefiere la introspección de los diversos lugares mentales y su pertenencia interna. El exilio redime y da fuerzas. El regreso temporal a Vilna es la síntesis de la memoria amada. El puente de medio siglo se establece cuando se le revela que la ciudad y él envejecieron del mismo modo, a pesar de la separación:


Este lugar y yo, aunque distantes,
año tras año, al mismo tiempo,
estábamos perdiendo hojas.
Estábamos cubiertos de nieve,
estábamos decayendo.
Y de nuevo nos hemos reunido
en nuestra común edad avanzada105.



Pero el regreso no puede lavar la sangre del dolor. Cuando se es exiliado se es para siempre. Se adquiere la cualidad de la levedad. El silencio recuperado es no hablar de la vida antigua: no mencionar que se pertenecía a ese lugar, ahora, habitado por extraños:


No le dije a nadie que ese barrio me era familiar.
¿Por qué habría de hacerlo? Como si se materializara
—110→
un cazador con su lanza, en busca de algo que una vez había conocido106.



La manera que encuentra Czeslaw Milosz de recuperar el pasado y a los muertos es por su presencia. Pero esa presencia le parece vana: «Sería más decoroso no vivir» (p. 20), antes que caminar por la ciudad que no ha guardado el paso de los amigos perdidos. El poeta se arrepiente de vivir y su único consuelo ante el vacío es prestarle sus ojos a los desaparecidos. La luz y las lilas en flor que ellos ya no verán son doblemente visibles para él. Sus piernas torpes valen más porque sustituyen a las de los otros. Sus pulmones respiran y su corazón palpita por ellos. Poco a poco siente que da vida a los demás y que es una maraña de órganos y sensaciones que pertenecen a todos. Logra la comunión con los muertos:


Cuando lo que me separaba de ellos desaparece
y de un ramo de lilas cae una lluvia de gotas
que resbala por mi cara y las suyas al mismo tiempo107.



El retorno de Milosz no es órfico. No se trae nada de regreso y no importa si vuelve la cabeza o no, porque tampoco hay nada. Es una maldición provocada por los hombres en la que ni siquiera existe la esperanza: Orfeo pudo haber rescatado a Eurídice si hubiera tenido voluntad. La voluntad del poeta es un gesto imaginario: encarnar en sí las almas desvanecidas: dibujar el sueño de lo perecedero.

Tal es el fin ilusionado de todas las cosas: tal es la devastación de toda tiranía. Ahí donde se borra al individuo por el peso de una maquinaria estatal y dogmática, el precio es la obliteración, el desengaño, la agobiante igualdad del miedo.

  —111→  

Es fácil negar la historia, desvirtuarla, inclusive no escribirla. Lo que siente Czeslaw Milosz al regresar a su país es la muerte de la historia, esparcida sin orden ni concierto. Es la inutilidad del acto humano, es la caída no de monumentos ni de muros, sino del misterioso y oculto engarce de la pasión y del amor por la vida.

Milosz comprende, por fin, que cualquier ideología es tan aberrante como la pretensión de ordenar la naturaleza, de cambiar el signo del tiempo, de impedir que el río corra hacia la mar. Aquello que no puede ser ordenado nunca entrará en ley alguna.

Si el hombre se rige por leyes, la primera es la de su libertad incondicional. La segunda es la sencilla alegría de dormir en paz. Leyes difíciles sí, pero que no opacan ni desdeñan y exaltan, en cambio, el rigor de una ética de la bondad.

Lo que el poeta encuentra, después de cincuenta años de ausencia obligada, es el vacío de la incredulidad, de la desideología, de la fe en el acto humano. Una tristeza que ha desbordado los corazones. Un desconcierto. Un crimen que ni siquiera sabe cómo pagarse. Por su parte, se conformaría con hallar la palabra que pudiera borrar el dolor y en la que la vida abrazara también a los muertos.

Tal vez sea en el derrumbe del marxismo donde la más profunda melancolía del exilio se resintió. Milosz luchó por no caer en el patrón lastimero del exilio, pero no pudo evitar, con su retorno temporal a la patria perdida, conocer el mayor descenso al abismo de la futilidad y entonces, sí, cerrar para siempre la puerta del exilio.




ArribaAbajoEl exilio como estética de la modernidad

Existe el problema de la valoración estética de la obra del exiliado. Quisiera insistir en la claridad de juicio necesaria para que puedan ser separados los terrenos de la obra literaria en sí   —112→   y el de las causas del destierro. Con frecuencia se confunden fronteras y se aplican criterios extraliterarios a la obra de arte, siendo ésta alabada o denigrada según el carácter de la expulsión del exiliado. Pareciera que, también en este caso, las ataduras se hacen y deshacen según la fuente del exilio y que el tema de la singularidad, la diferencia y la universalidad acompañan al autor en su constante desarraigo y movilidad.

Época de fragmentación y de ruptura de moldes, el siglo XX descubre en la tradición el centro de la innovación. De ciertas parcelas de la historia del arte, vistas al microscopio, o mejor aún, en espejos distorsionantes, las imágenes cambian los puntos de vista y utilizan partes del olvido para resaltar una nueva óptica, un nuevo lenguaje, una nueva escala musical.

Nuestro siglo, siglo de caminantes sobre todo, de desplazados, de perseguidos, de señalados, elige el exilio o bien el exilio interno como medio exacerbante de la tensión pasional. Un caso al margen será el del exilio imaginario o exilio heredado, representado por la generación hispanomexicana de 1939.

En otras artes, Picasso, Paul Klee, Kandinsky, Stravinsky ponen a prueba una expresión desplazada del trazo o del sonido esperado. Aspiran a encontrar la línea o la flecha en movimiento, o la integración-desintegración de los sonidos en aparente desorden. Aspiran, sobre todo, a la recuperación del paraíso perdido: la imagen de frente y de perfil al mismo tiempo: el sonido que es, a la vez, melodía y acompañamiento.

Manifestaciones, todas ellas, de realidades fracturadas, obliteradas primero y más tarde expuestas, con el desenfado de quien viene de otro mundo. De quien, toda atadura perdida, se arriesga hasta las últimas consecuencias.

Exilio es exilio también de la divinidad, y el arte se centra en su propia soberbia. Es exilio del amor, que sólo se realiza en los extremos: grandes entregas o migajas y situaciones marginales.

  —113→  

El exilio en el arte es la imposibilidad de haber sido fiel a los orígenes, a los estilos, a los géneros. Es, pues, una venganza contra sí y contra el destino. Es ya no creer en la historia. Empezar desde cero. Sentirse tan abatido que sea lo mismo que sentirse en el cenit.

Casi, casi, es alcanzar la fórmula mágica de los filósofos del hermetismo, según la Tabla de Esmeralda: lo de arriba es como lo de abajo y lo de abajo es como lo de arriba.





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ArribaAbajoIII.- El exilio español de 1939

Mucho se ha escrito y mucho se seguirá escribiendo sobre el exilio español de 1939. Escogeré algunos aspectos, algunos autores, algunos momentos derivados de esa gran rama de la historia española que siguió viviendo en tierras mexicanas. De la primera generación, me centraré en la obra de María Zambrano, por su manera entre poética, filosófica y mística de abarcar el problema. Luego, aunque menos estudiada, la obra del poeta Enrique Díez-Canedo ofrece, en su última etapa, aspectos de una peculiar reflexión. Por último, la segunda generación o la de los hispanomexicanos es interesante porque en ella afloran mejor los rasgos del exilio y adquieren un matiz crítico.


ArribaAbajoMaría Zambrano: castillo de razones y sueño de la inocencia108

Dos imágenes de María Zambrano: «castillo de razones» y «sueño de la inocencia», hacen crecer las dos ramas de su árbol de la sabiduría: pensamiento y poética. El castillo se forma de   —116→   cámaras y pasadizos por la arquitectura de la razón. Del sueño y de la inocencia se deriva la creación poética. Así es como se erige la obra de María Zambrano. Con pilares de piedra, mosaicos de sueño y una primera visión de todas las cosas. Inserta, dentro de la reflexión filosófica, la pasión de la poesía. O en la poesía, la serenidad de la filosofía. Su lenguaje convierte el método en un ritmo metafórico. De tal modo, que la lectura de cada página es el placer de la belleza de la idea. Su juicio crítico, siempre entre lo humano y lo divino, como podría ser el título general que abarcase su obra, posee la magia del hallazgo creativo. Después de todo, escribir no es otra cosa sino imitar al dios creado y al dios creador.

De la confesión, género que mucho atrae a María Zambrano, a veces podemos ir sobrehilando algunos de sus rasgos vitales. Algo podemos imaginar de su permanencia en México. Algo nos dice ella, apenas esbozado, con cierto pudor que se adivina. El exilio español, después de la guerra civil, remueve la mente en busca de explicaciones, de respuestas a porqués, de reflexiones con el tinte de la emoción, de lamentos, de palabra que se desbarata. El exilio lleva en sí la idea de fin de los tiempos, de justicia violada, de apocalipsis cercano. Quien piensa, quien escribe, centra sus obsesiones en una pregunta hacia la trascendencia, hacia el eterno absoluto. El exilio tiene otra dimensión que no es ni la religiosa ni la política. Esta dimensión es la que agrega María Zambrano: la histórico-filosófica o bien la mística. Que, en poesía, tuvo su derivación intuitiva tal vez en el llanto de León Felipe. Si el exilio se vive como una experiencia que propicia la meditación y el análisis, como un ajustar cuentas, como una búsqueda de causas, como una interrogante más de las irresolutas del hombre, el despojo de lo anecdótico y el eje de la esencia conducen a esta posición que es la elegida por María Zambrano. Y a ello, no poco contribuye su estancia en México.

  —117→  

Efectivamente, las primeras conferencias que pronuncia en la Casa de España a poco de arribar, reúnen sus reflexiones en torno a Pensamiento y poesía en la vida española. La guerra, la dispersión, la distancia, la apartan de sus temas universales para concentrarse, en cambio, en las «peculiaridades extremas del pensar español, es decir, de la función real y efectiva del pensamiento en la vida española»109. Así, bajo la ley de que el conocimiento es una forma del amor y una forma de actuar, emprende una labor exegética de temas hispánicos. La gran diferencia entre España y el resto de Europa radica en la especial forma de desarrollo de pensamiento y poesía. Si bien los grandes sistemas filosóficos están ausentes en la cultura española porque su método conceptual es otro, en cambio el discurso literario, ya sea narrativo o poético, suple esa carencia y propone una visión del mundo más fresca y original, con sus exclusivos patrones y perspectivas. Si la filosofía surge de dos contrarios: la admiración y la violencia, la primera por la relación del hombre con las cosas y la segunda por la manera como violenta y desvela las cosas: «¿No será tal vez que el pensamiento español no sea hijo de la violencia sino únicamente de la admiración, o que haya intervenido la violencia en forma más débil que en el pensamiento clásico ejemplar, o que en lugar de la violencia haya intervenido quizá, algún ingrediente distinto: algo que confiera a nuestro modesto y humilde pensamiento su manera de ser específica?», se pregunta María Zambrano110. Y si el pensamiento español se ha desarraigado de la violencia y de la voluntad, será un pensamiento no absoluto, no unitario; sino libre, disperso, anárquico. Por lo tanto, la manera de satisfacer la necesidad de conocimiento se obtendrá por el desarrollo de otras formas genéricas, tales como la novela y la poesía, donde no se establecen ni dogmas   —118→   ni métodos. Este acercamiento al vivir y al pensar está entreverado con la preferencia por el llamado realismo o materialismo español. Las raíces que rastrea María Zambrano llegan hasta el contexto religioso más antiguo, incluso precristiano, o bien a la propensión heterodoxa y a la falta de asimilación de la tradición griega. Coincidiría, relativamente, con la teoría que, en ese tiempo, venía ya elaborando Américo Castro y que habría de publicar casi en simultaneidad, también en México. Con la aclaración de que este último destacaría la influencia del pensamiento semita sobre la cultura hispánica. Lo interesante de subrayar en ambos casos es la búsqueda de raíces en fuentes no utilizadas hasta ese momento. Por este camino, María Zambrano se interna en el análisis del irreductible e inasible realismo que caracteriza a la cultura española. Ante la dificultad de establecer alguna fórmula o algún tipo de teoría, acude al término de «lo otro», es decir, todo aquello que no puede ser incluido en un sistema. Y no sólo no incluido en ningún sistema, sino imposible de ser atrapado, porque nos encontraríamos ante un hueco o un vacío. En palabras suyas: «No hay fórmula, no hay sistema que compendie el realismo, nuestro arisco e indómito realismo y nos permita traerlo como un cadáver a la sala de disección del pensamiento; nos hemos de contentar, si es que la fortuna nos ayuda, con evocarlo»111.

Otro paso más en este análisis que ha de establecerse con el mayor de los cuidados, porque la materia se compone y descompone según reglas que no son reglas, es el de ir vislumbrando ciertos motivos, ciertas constantes. Este realismo tan peculiar que se introduce en todas las formas literarias y artísticas, que suple al conocimiento sistemático, que se atreve a permear la mística y la lírica, y que le hace decir a Santa Teresa que Dios está entre las ollas. Que se deja dibujar en los bufones de Velázquez   —119→   o en los sueños desbordados de Goya. Que aparece en el ritmo del habla y en su sonoridad rotunda, en el tono del canto punteado, en su melancolía o en su desgarramiento, en lo que se mueve y en lo que está quieto. En suma, una esencia, y como tal inaprehensible aunque inamovible. Y, sin embargo, tan cercana que la sabemos y sentimos en su espontaneidad y en su inmediatez. Nos arrolla con una presencia que todo lo penetra, que todo lo exige en términos de integridad. Y su lenguaje es un lenguaje de veraz descripción de cosas y seres: «palabra dura, compacta y trasparente, vivo cristal de roca de nuestro idioma»112.

Es decir, una esencia tan enteramente establecida tiene que llevar aparejada consigo una forma de conocimiento. El realismo es, entonces, esa forma de conocimiento: «una manera de mirar al mundo admirándose, sin pretender reducirle en nada»113. Que, en otras palabras, no es sino la manera de amar. Y quien ama ni explica, ni se plantea la libertad. Amar todo lo abarca y es en sí un absoluto. Por lo que, si se me permite una digresión, un libro como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust sería excepcional en la literatura española, como podría ser el caso de La Regenta de Leopoldo Alas. El amor en su forma absoluta no puede ser vivido como objeto de análisis racional.

El amor (el terrenal y el místico) es un todo abarcador, imbuido de la presencia del mundo y de sus criaturas prodigiosas. Por el amor todo puede ser consagrado, hasta lo más pequeño y despreciable, como aquellas golosas y familiares moscas que a Antonio Machado le evocaban todas las cosas.

Este carácter de amor tan cercano, tan palpable, otorga al conocimiento su rasgo de saber popular. En el pensamiento español no hay manera de separar el más alto saber del saber popular. Góngora cultivaba su poesía culta frente a los romancillos del pueblo, al igual que Sor Juana Inés de la Cruz, en herencia.   —120→   O Lope de Vega y San Juan de la Cruz tomaban la forma del villancico y otros cantares a lo divino. Aun Ortega y Gasset, maestro de María Zambrano, sobrepasa su formación neokantiana y crea la base de su filosofía sobre la «razón vital» o «razón histórica», de tan marcado sello hispánico. En otras palabras, el centro de la creación está afincado en la tierra y en la realidad. Lo sagrado se concibe como percepción sensorial. Si bien se exalta la naturaleza, ésta es suficiente per se: no se convierte en doctrina del panteísmo porque el punto de atracción radica en las cosas o en la vida misma.

De este modo, hemos llegado, según María Zambrano en su análisis de 1939, a la gran diferencia que existe entre la cultura española y la del resto de Europa. El racionalismo derivado de la herencia griega no le afecta, porque el mundo es una instancia que no ha sido reducida y es un lugar para vivir inmerso en él, mas nunca será una instancia racional. Lo que conduce a un sentimiento fundamental de la vida española: el de la melancolía. Pero tampoco se tratará de una melancolía dubitativa o paralizante, sino de «una forma de sentir la vida, de sentirla ante todo como tiempo irreversible»114. Si la muerte es el término de la temporalidad, se tratará de agotar la vida en el gozo del instante por el instante o en su totalidad abarcadora. Tal el pícaro o don Juan; tal el místico. «Problemas vivientes, no teóricas delimitaciones», como dice María Zambrano115.

La conclusión no se deja esperar. Frente al conocimiento teórico y racional, el español propone otro conocimiento: el poético. Aunque esto, sabemos hoy que puede ser matizado. Las divisiones no son tan acusadas. El pensar, más que el pensamiento, hay que ir recogiéndolo en las formas literarias en las que se ha volcado, de manera dispersa y ametódica, pero de manera fiel. «Es siempre sin abstracción, es siempre sin fundamentación,   —121→   sin principios, como nuestra más honda verdad se revela. No por la pura razón, sino por la razón poética»116. Por ese «castillo» que eleva razones de la sinrazón.

Luego de estas primeras conferencias, recién llegada a la ciudad de México, María Zambrano se traslada, en el cálido otoño de 1939, según nos describe, a la ciudad de Morelia. Ahí, alterna sus clases en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo con la elaboración de otro libro cuyo título, Filosofía y poesía, responde a la búsqueda de esencias que la acucia. En esos lejanos días, en soledad, María Zambrano escribe con el placer y la rebeldía que emanan de sus palabras. Ante la ventana abierta, dibujada por Ramón Gaya, que le muestra el paisaje michoacano, ofrece su pensamiento, su pensar más bien, como una retribución, como una fe recuperada. Como un orden que se instaura, luego del caos y de la guerra. En el exilio. Como una necesidad de volver a conocer la medida del mundo y la armonía de la creación. Ella misma explica la génesis del libro, desde las páginas iniciales que van imprimiéndose, casi sin medios, en una imprenta que sólo podía tirar unos cuantos pliegos. Luego, el primer capítulo aparece en la revista Taller, dirigida por Octavio Paz. Hasta que el libro va conformándose y creciendo, al amparo de un «ángel invisible e implacable»117, que le exige a la autora seguir adelante.

Esta obra, escrita en tierra mexicana y con el dolor constante del exilio y de la lejanía de España, responde al esfuerzo de crear algo palpable ante la realidad que se le escapa. Diluye, de este modo, la melancolía en la reflexión y en la voluntad de escribir. Su tristeza debió ser tan notoria, que se cuenta que Alfonso Reyes, con su fina sensibilidad, le dijo un día que el mundo   —122→   entero lloraba por ella. Y ella siguió adelante y se enfrascó en el estudio de los límites, si es que los hay, de la poesía y de la filosofía, de la poesía y de la ética, de la poesía y de la mística, de la poesía y de la metafísica.

Para María Zambrano, el tema es obsesivo, tan obsesivo como lo pueda ser cualquier intento de dividir al hombre para mejor comprenderlo. El hombre que no debe ser dividido y que nunca debió separar pensamiento de poesía. Ante dos métodos que, cada uno por su parte, son insuficientes, el sueño perfecto sería integrar en uno al filósofo y al poeta. Tal es la labor de María Zambrano no sólo en su teoría, sino, lo más importante, en su praxis. La polémica es una polémica clásica. Arranca de Platón, cuya filosofía decide desprenderse de la carga órfica y pitagórica, a pesar de lo cercana que le es, apartando, paradójicamente, el predominio de la poesía. Escoge la filosofía como centro de la razón y condena a la poesía por ficticia y carente de ética. A los poetas los envía extramuros y les otorga una aureola maldita que llega hasta nuestros días.

Y, sin embargo, debió ser una operación dolorosa la de amputar la poesía: hay señas de ese dolor en muchos de los diálogos platónicos. Una vez que la filosofía vence al sustentarse en el logos y en la verdad, la poesía se queda con la multiplicidad y la heterogeneidad. Iris Murdoch, una figura afín a la escritora española, como ella formada en la filosofía, pero atraída por la expresión literaria, en un breve libro que se refiere a la expulsión de los poetas de la ideal república platónica118, afirma que el arte proporciona mayor conocimiento que la filosofía. Tesis ya sustentada por nuestra autora.

Nos encontramos, pues, en esa otra capacidad de conocer que ha tenido que ser recuperada para la poesía por la mancha de nacimiento que le fue atribuida. En un libro posterior, El hombre   —123→   y lo divino, María Zambrano analiza aún más el porqué de la condenación de los poetas y de los pitagóricos al triunfo de la razón aristotélica. Lo que marcó de manera definitiva la cultura occidental, a excepción de la española. Esta otra manera de conocimiento, poética y matemático-musical, propia del pitagorismo y del orfismo, recobra su verdadero lugar en el momento en que desplaza al racionalismo.

La oposición entre filosofía y poesía se marca artificialmente. Los campos quedan establecidos: la filosofía es clara, verdadera, compacta, unitaria. La poesía es múltiple, ama todas las cosas, es irreductible, posee su propio vuelo. En estos primeros pasos, los dos logoi fueron divergentes, y como el poético no pretende polemizar ni está en su ser la definición, fue avasallado por el filosófico. «No es polémica la poesía, pero puede desesperarse y confundirse bajo el imperio de la fría claridad del logos filosófico, y aun sentir tentaciones de cobijarse en su recinto. Recinto que nunca ha podido contenerla ni definirla. Y al sentir el filósofo que se le escapaba, la confinó. Vagabunda, errante, la poesía pasó largos siglos. Y hoy mismo, apena y angustia el contemplar su limitada fecundidad, porque la poesía nació para ser la sal de la tierra»119.

La relación entre poesía y ética también parte del concepto platónico, al otorgarle un grave pecado: el de la mentira, porque finge lo que no hay y finge lo que no es. En cambio, la filosofía, ajustada a la razón, no puede engañar. La poesía traiciona a la palabra al usarla en los sentidos que la filosofía rechaza: cae en el delirio, en la embriaguez, en la locura y se lanza al infierno. Ante la belleza y la muerte, el filósofo y el poeta actúan de manera diferente. Mientras que el primero desdeña las apariencias por perecederas y obtiene el consuelo por la razón, el segundo se aferra a ellas y las convierte en la obsesión a la que nunca renunciará. Afirma María Zambrano: «El filósofo quiere poseer la palabra, convertirse   —124→   en su dueño. El poeta es su esclavo; se consagra y se consume en ella»120. Pero lo que le cuesta trabajo a María Zambrano es tener que reconocer la injusta condena de Platón a los poetas, de la que ni siquiera Homero se salva. Y termina su exposición con una paradoja al asentar que, ciertamente, la poesía es inmoral, tan inmoral como lo pueda ser la carne misma. De este modo, declara la terrenalidad de la poesía y el don que proviene más allá de la justicia: su eterna generosidad.

¿Cómo se unen la mística y la poesía? Pues por la encarnación de la palabra. Peligro grande para los griegos que, aunque no repudiaban la carne como lo iban a hacer siglos después los cristianos, sí la consideraban la tumba o la cárcel del alma. En el esfuerzo por liberar el alma para que recobre su integridad divina, la teoría de Platón muestra su aspecto poético, por más que quiera separarse de él. Por la mística, Platón recuperará la poesía, pues, como lo expresa María Zambrano, aunque Platón abandonó a la poesía, la poesía no lo abandonó a él.

El término del amor surge en un contexto de redención. Pero surge también como una categoría social e intelectual, de la que habrá de derivarse la lírica de Occidente. En el caso de España, las fuentes no sólo provienen de la línea platónica o neoplatónica, sino que, además, se incorpora la erótica semita, tanto árabe como hebrea. El amor como ausencia, que es el amor místico, del Cantar de los Cantares a San Juan de la Cruz, se desvela en la búsqueda y en la distancia. La poesía, por su conocimiento del amor, por no temerle y hundirse en él, de nuevo gana otra batalla contra la filosofía. «Con más fuerza que el pensamiento, ha sabido, hasta ahora, sacar su virtud de su flaqueza; su existencia de su contradicción, de su pecado»121.

El camino del platonismo, que se alejó de la poesía por preferir la razón, pero que aspiraba a la unidad y que no se conformaba   —125→   con la mera filosofía, se detuvo en el recodo teológico y encontró la mística. Y claro que aquí surge una cuestión difícil de dirimir, pues toda poesía es, a fin de cuentas, una mística; y toda mística es inseparable de la poesía. Por lo tanto, el camino platónico desembocó en un callejón sin salida. Callejón sin salida puede ser, pero que permitió elevar la vista a los caminos del cielo.

Luego, a lo largo de los siglos, la poesía entró en su fase metafísica, expuesta en obras que, como la Divina Comedia, unen felizmente poesía, religión y filosofía. El paso siguiente, sin embargo, es el del hombre que se libera y se centra en sí mismo. En el Renacimiento, se descubre la metafísica de la creación, en cuanto que el acto creador es un acto estético. Se vuelve extraña y lejana la idea del arte entre sombras y fantasmas, y surge el arte como revelador, como emanación de lo absoluto. El Romanticismo permite, de nuevo, la reconciliación entre las dos disciplinas, pero casi como un abrazo de muerte. Después, Baudelaire en la poesía y Kierkegaard en la filosofía aportan la precisión y recobran la mesura. Sobre todo, han tomado conciencia de cada una de sus disciplinas. El poeta teoriza. Baudelaire afirma: «La inspiración es trabajar todos los días». El sueño se vuelve consciente y el delirio preciso. Ha habido un giro de ciento ochenta grados del poeta griego, catalogado como irracional y fuera de la ética, al poeta moderno que analiza y crea su ética y teoría propias, sin la intervención del filósofo. Si la filosofía representa el sentido verdadero de la historia, la poesía expresa lo que el hombre es, sin que le haya sucedido nada. La pregunta, como algo que caracteriza a María Zambrano, es: «¿No será posible que algún día afortunado la poesía recoja lo que la filosofía sabe, todo lo que aprendió en su alejamiento y en su duda, para fijar lúcidamente y para todos su sueño?»122.

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Y de esta palabra, el sueño, o más bien, El sueño creador, María Zambrano elabora otro libro. Otro libro también publicado por vez primera en México. En el que los castillos aparecen y tienen un significado no sólo de lugar alto, de símbolo de montaña, sino de espejismo, de irrealidad, como ocurre en la obra de Kafka. Donde el sueño es un despertar, un descubrir lo que la vigilia deja oculto: «la oscura raíz de la sustancia»123. El sueño es, en definitiva, «un despertar trascendente»124. Pero además, se revela como una investigación sobre la estructura del tiempo en la vida del hombre. El sueño, por su atemporalidad, es el núcleo del proceso de la creación literaria; elabora un argumento y pone en marcha lo que parecería mera imagen inmóvil. Es, desde luego, un anhelo de libertad, un llamado a la palabra creadora, a la fuente de la inocencia.

Así, castillos y sueños van conformando el estilo de María Zambrano que, a veces, se vuelve mimético de los autores que estudia y resulta difícil de separar sus propias palabras de cadencias poéticas que le son cercanas. Pero en esto reside, también, el hechizo de su palabra, la gracia de su expresión.

Si me he detenido en estas obras publicadas en el exilio, ha sido porque en ellas se encuentran las vías principales que sustentan el pensamiento de nuestra autora: el problema de España, los temas fronterizos entre filosofía y poesía, la reflexión del conocimiento literario. Pero sobre todo, porque el paréntesis mexicano en su vagar de país en país propició la situación de ajuste de cuentas que conlleva todo exilio. Como escribir es un acto de claridad y de liberación, sus más profundas preocupaciones salieron a la luz y encontraron modo de expresión.

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El exilio es un fenómeno consustancial con el ser humano. Desde el primer exilio, que lo fue de carácter divino (la expulsión del Edén) hasta los que le siguieron, de carácter histórico, han sido la piedra de toque de pueblos y personas. Se ha considerado un castigo más refinadamente cruel que la prisión o la muerte. Ha acentuado la temporalidad del hombre al negarle un espacio propio. Adán y Eva adquieren la muerte al perder el paraíso. Quien sale al exilio, sale en busca de una muerte sin tierra. La condena es el eterno vagabundeo y la conciencia precisa del paso del tiempo. A la vez, adquiere una esperanza inviolable: el anhelo del retorno. De lo que se trata, entonces, es de llenar el tiempo, un tiempo que no vale, en un espacio ajeno, para recuperar el verdadero tiempo y el verdadero espacio. Y he aquí que la manera perfecta de llenar ese tiempo y ese espacio es por la preservación de la memoria. Y quienes son especialistas en esto, el poeta y el filósofo, se dan la mano.

En el caso del exilio español, filosofía y poesía fueron las ramas encargadas de hallar algún sustento, alguna explicación. Abundaron los pensadores, los ensayistas y los poetas, más que los autores de otros géneros literarios. Tal vez porque el camino tuvo que rehacerse, porque hubo que acudir a las disciplinas básicas para encontrarle algún sentido al sinsentido. Se partió de cero para repetir el orden del mundo. Es uno de los sentires del exiliado la idea de recrear la vida, del ciclo que se vuelve a empezar, de la rueda de la fortuna incesante. Debe probar ante sí y ante los demás que lo desconocen su propio valor, su propio signo vital. Cada día que pasa rehace su identidad. Es un solitario señalado, un Caín inocente.

Y, sin embargo, aunque Emil M. Cioran acierte en su estudio de los exiliados y ponga de relieve su deseo de admiración y de causar lástima, considero que hay otra circunstancia más que debe ser tenida en cuenta. El estado de exilio es un estado privilegiado que pone a prueba lo mejor de cada mente: exacerba la reflexión y la imaginación. El exiliado se sabe sobreviviente   —128→   y como tal debe cumplir con ciertas obligaciones: una de ellas es recoger y transmitir su tradición, su historia, y otra es dejar huella de su paso. Se convierte en un ejemplo de lo que María Zambrano llama el vencido que vence. Y vence con la mejor arma: la inteligencia, la lucidez, la lejanía. Poco a poco se despoja de la pasión y le seducen la serenidad y la armonía que sólo un trance extremo procuran. Podríamos decir que el exiliado es un aprendiz de Job que se ampara bajo su sombra. Por algo María Zambrano lo escoge como el símbolo de lo que habrá de perdurar cuando llegue el momento, al igual que las simientes del extraño pájaro abandonadas en la arena que luego habrán de crecer y elevar su vuelo sobre los demás seres, cum tempus fuerit. La apuesta del exiliado es con Job y con el tiempo.

El concepto de exilio ha sufrido modificaciones a lo largo de la obra de María Zambrano. En Delirio y destino, escrito hacia 1950, aunque publicado en 1989, la conciencia del exilio empieza a separarse como una nueva forma de ser. Pero es en Los bienaventurados (1990), y cerca ya de la muerte, cuando el concepto se matiza aún más. Las palabras son eco de la cadencia mística y reflejo de la vía de la depuración. El exiliado ya no es el exiliado en esta tierra. Es el exiliado que llega a trascender. Es decir, el que forma parte de los bienaventurados. Que ha sido visitado por un rayo iluminador y que ha aprendido a vivir el abandono. Para escalar la cima de la sabiduría y conocer cuál es el sentido de su vida. Desplazado y despojado continúa desprendiéndose de cada una de las capas de la incongruencia y de la insensatez. Aspira a un recóndito momento de plenitud. Goza con la soledad que se ha impuesto y su espacio ideal sería una isla. No elabora utopías porque las ha perdido. En el silencio es donde mejor resuena su memoria.

Por pasos, como es la actividad primera que ejecuta el exiliado en su imparable deambular, María Zambrano describe el camino del destierro. La primera señal es la de una revelación: el sueño del hombre en la historia. Sólo el exiliado hace historia,   —129→   inaugura la historia, desde los padres primeros hasta el más reciente heredero. Se recrea en el nacimiento del ser: el ser que es historia fuera de la matriz. Rompimiento doloroso del cual nadie se repone. Principio de toda narración: érase que se era.

El exilio es el punto final con el pasado: el congelamiento de una forma de la conjugación verbal: es el espejo de la mortalidad reflejada a su alrededor. Mas nunca será la pérdida de la memoria: el pasado es una negación, no un olvido. Y la condena es, precisamente, conservar la memoria. El paliativo, desarrollar el principio de la esperanza y proyectarlo hacia otra forma verbal inexistente: la del futuro, donde cabe cualquier sueño de la inocencia. Es decir, todo exilio repite la pérdida del paraíso y exacerba la conciencia de un presente desconocido. Sobre todo, expone una herida incicatrizable: la identidad ha sido perdida. En el término mismo, exiliado, está cancelado el concepto de nacionalidad, de patria. Ha perdido su identidad y no ha encontrado una nueva: llegue a donde llegue quedará fuera de lugar. Su ser es un ser expuesto a la vista de los demás. En palabras de María Zambrano: «El exiliado es el que más se asemeja al desconocido, el que llega, a fuerza de apurar su condición, a ser ese desconocido que hay en todo hombre y al que el poeta y el artista no logran sino muy raramente llegar a descubrir»125. Carece de geografía, de sociedad, de política y hasta de ontología. O, más bien, acomoda en el interior de su ser todo lo perdido como una posesión inviolable, la única permitida. En el mejor de los casos, lo trasmuta por medio del lenguaje simbólico. Para Luis Cernuda, muere la vida en ajeno rincón126.

Pero también podría decirse que quien nada tiene lo tiene todo. Puesto que los extremos son intercambiables. Y puesto que aparece   —130→   la dimensión mística. Ante la debilidad y el desamparo, restan, sin embargo, las grandes extensiones, físicas y síquicas. El firmamento, el desierto, la inmensidad, el alma desolada. Nada hay mayor que estas proporciones.

¿Quiénes habrían de ser «los bienaventurados» sino los exiliados? Sólo a María Zambrano podía ocurrírsele. De la desgracia, obtener la prueba de fe. De la dimensión terrena, saltar a la divina. Y, sin embargo, no trazar el círculo: dios-hombre-dios, sino habitar la espiral, que no encierra, que no constriñe, que semeja alas para el vuelo.

Los bienaventurados son como los «pájaros impensables» que ama María Zambrano. Los pájaros de la madrugada que anuncian la revelación. El exilio no es la pequeña y temporal salida. El exilio es la pérdida del universo y de lo sagrado. Se acompaña de la sensación de abandono, esa sensación de abandono que hizo cubrirse al pueblo judío bajo la shejiná: la sombra de la divinidad que ofrece la redención.

Un abandono total. No la pérdida del refugiado que es acogido y tolerado con mayor o menor simpatía, pero al que se le ofrece, después de todo, un refugio. No la condena del desterrado, que se siente injusta, inmerecida, violenta.

Un algo más. Una revelación. Un borde que si se cruza es irreversible. Un paso del que no hay posibilidad de retroceso. Irremediable. Un filo entre la vida y la muerte. «Sostenerse en ese filo es la primera exigencia que al exiliado se le presenta como ineludible»127.

La condición de exiliado hay que saber ganársela. No es fácil querer entrar en el reino de los bienaventurados. Tal vez sea un atrevimiento. Entrar en el lugar de nadie. Pensar que no se tiene un lugar en el mundo y que el sufrimiento redime. ¿Por qué?   —131→   «Haberlo dejado de ser todo para seguir manteniéndose en el punto sin apoyo ninguno, el perderse en el fondo de la historia, de la suya también, para encontrarse un día, en un solo instante, sobrenadándolas todas»128.

El escritor exiliado sobrenada las historias si quiere sobrevivir. Elige los amplios espacios sin fin, mares, horizontes inexistentes, desiertos. Niega la vista y prefiere el oído. Ha limpiado el paisaje y se queda con el solo sonido del viento. Prefiere las voces, que las voces hablan desde dentro. Puebla las páginas escritas con sonidos interiores, en silencio.

Camina y camina y no siempre alcanzará el lugar del exilio. Para María Zambrano el exilio es el lugar del misticismo: donde se encuentra el espacio de sí mismo pero despojado del yo. Cuando el alma se funde con el infinito. Es, pues, camino de bienaventurados.

El universo de María Zambrano es un universo abierto, es decir, sobrepasa límites y medidas, circunscripciones y todo intento de enclaustramiento. Su obra ha ido puliéndose como diamante cada vez más perfecto, con más aristas, con más brillos. Ha logrado fundir en un metal de estilo los varios elementos de lo inefable, como lo son la filosofía poético-mística. Concepto y palabra no pueden disociarse de una manifestación hallada o fundida con precisión. La expresión ha ido despojándose en un afán de ascetismo cumplido. Hay cierto franciscanismo en este su amor de una por una cada palabra, una por una en respeto, desde la más sencilla hasta la más complicada. Todas ellas humildes y hermanas palabras. Humildad y hermandad sólo por el exilio encarnadas. Las imágenes en las que vuela el alma de María Zambrano son los castillos interiores en los que la vida ya es sueño.



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ArribaAbajoMaría Zambrano y el Libro de Job129

¿Por qué se ocuparía María Zambrano de la historia de Job? ¿Qué misterio, qué aliento oculto intuyó? ¿Qué pensamiento fugaz se le desató? ¿Cómo se encadenaron las palabras en orden de construcción y de exégesis?

Mucho debió significarle la compleja historia de un hombre como Job debatiéndose entre lo humano y lo divino, lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Horas de reflexión para crear uno de los ensayos más profundos, más crípticos, más piadosos también.

Examina María Zambrano la forma literaria elegida para narrar esta historia y se le asemeja una forma dramática. Tal vez, tenga en mente un auto sacramental a la manera de Calderón de la Barca. Tal vez, le atraiga el poder convocante del teatro: «vean, oigan, escuchen, he aquí una historia maravillosa». Pero, seguramente, no dejó de pensar que podría ser una «novela metafísica», como la juzga André Chouraqui130 o un poema esotérico o un enigmático canto para iniciados y, desde luego y ante todo, un libro de sabiduría. Como sabiduría, en el camino radiante que va y viene entre lo filosófico y lo ético, en el centro del problema ontológico del bien y del mal.

La historia de Job es una historia difícil de clasificar, con mucha tela de donde cortar. Por lo que se convierte en el interés de María Zambrano. Job no es un héroe, ni un sacerdote, ni un rey. Es un hombre simplemente, y de ahí la fascinación de su relato.

Si a María Zambrano le atrae la claridad y la luminosidad, por eso mismo, la espiritualidad oculta es también un polo de su preferencia. Orfeo y los pitagóricos, el mundo doliente de Antígona,   —133→   Job el paciente y Job el impaciente. Para todos ellos se vuelca su pensamiento en un afán de comprender la palabra más allá de lo que ha elegido significar.

Porque hay textos crípticos se vuelve necesaria la clarificación. Porque la palabra se ha envuelto en un nuevo orden creado especialmente para la historia que habrá de narrarse, esa misma palabra deberá desnudarse hasta exponer el meollo. Así como Job pierde sus riquezas, sus vestimentas y la piel se le pega al hueso, así la palabra debe tocar fondo y ser nervio puro.

Sólo al latigazo del nervio expuesto puede compararse ese sentido único de la palabra reveladora.

Y esa palabra reveladora es la que obsesiona a María Zambrano.

¿Cuál es el sentido de la vida de Job?

Job el paciente o el justo es el objeto de una apuesta entre Dios y el Diablo: ¿cuánto podrá aguantar Job sin maldecir a su creador? Y Job padece y aguanta, hasta que se decide a preguntarle a Dios por su grandeza. Y es ahora Dios, a la defensiva, quien le da una lección de los términos originales, del paso del caos al orden, de las tinieblas a la luz, de los elementos, de la escala del ser.

Job ha repetido en su vida el tránsito del paraíso: su edad de bonanza ha sido interrumpida por el ansia de conocimiento, por la duda que implanta la raíz diabólica del mal. Pero él ha sido ajeno: no ha desobedecido ni se ha sentido tentado, como lo fuera Adán. La decisión le ha sido impuesta: Satán le dice a Dios que si Job es un hombre justo se debe a que no ha conocido el sufrimiento ni la desdicha. Dios le contesta que aun en situación adversa, Job mantendrá su pacto de fidelidad con la divinidad. Así, un reto, un juego, una apuesta ponen en entredicho la felicidad del ser humano.

Pero lo que se pone en juego también es la grandeza de Dios: si ese hombre condenado injustamente no corta su relación humano-divina, su triunfo será infinitamente el triunfo de Dios.

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El patrón está trazado: aun la rebeldía de Job no hará sino probar el orden perfecto de las dignidades divinas: bondad, sabiduría, poder, gloria, justicia, voluntad.

Para María Zambrano el drama de Job es un drama de la voluntad. O mejor aún de las voluntades divina y humana. «El arcano que a Job se le presenta insondable es lo que en la teología y aun fuera de ella, dentro del pensamiento occidental, se nombra voluntad»131. Pero voluntad divina también, si puede llamársele así, a ese insistir y a ese arriesgar el máximo sobre la persona de Job, siempre y cuando se respete su vida. ¿Y si Job hubiera flaqueado?

De la tensión de voluntades surge la grandeza tanto divina como humana. Job es el espejo de la voluntad de Dios y no puede flaquear, porque sería la imagen de Dios la que se desvanecería.

Tal vez, la oculta fortaleza de Job era la chispa divina que mantenía el fuego de su persistencia. Lo que Satán no tomó en cuenta es que las pérdidas de Job no apagaron, sino que inflamaron esa oculta chispa divina. Hecho que Dios, en cambio, conocía en su omnisciencia.

Pareciera que se tratase de un constante fluctuar entre luz y oscuridad, conocimiento e ignorancia, pero que la paradoja se basara en ese saber y no saber, incluidas las presencias y las intuiciones del lector y del autor del Libro de Job. La técnica narrativa es de una sutileza contemporánea. O mejor dicho, como si el libro pudiera saltarse las ataduras de tiempo y espacio. Y eso es lo que le atrae a María Zambrano: un caso que se pierde en las épocas míticas, pero perfectamente aplicable en la nuestra. ¿Comprensible también? Sí, comprensible también.

María Zambrano equipara ese deseo de ver y oír a la divinidad con la ceguera y el silencio que sufre el hombre moderno. De ahí que dos extremos pudieran tocarse.

  —135→  

El juego o «sueño de voces» abarca no sólo la de Job y Dios, la de Job y sus amigos, la de Job y su mujer, sino las suyas propias: las «voces de su razonamiento discursivo»132. Job se convierte en su propio dialogante, en su escucha, en su ser otro: se ve y se ve otro: sujeto y objeto al mismo tiempo: inmanencia y trascendencia fusionadas.

Es pues, el Libro de Job un libro de sabiduría y de revelación. Para María Zambrano de triple revelación: «La del Dios omnipotente y hacedor, Señor del hombre, y la revelación del hombre. Mas queda la tercera en que se conjugan las dos: la revelación del Señor de la palabra presentándose tan cabalmente como autor, que a los oídos de los hombres a quienes una semejante directa revelación les es impensable que les llegue, les suene en los confines de una justificación»133.

Aquí es donde se comprende la cercanía, la mezcla, quizá la dificultad de separar el entretejido de hombre y divinidad. La unión de las voluntades, del deseo de ejercer la más alta comprensión. Job no quiebra su fortaleza: en la soledad, desarrolla la memoria, invoca la nada: no haber nacido. No invoca la muerte, como dice María Zambrano, sino el des-nacimiento: «¿Por qué no morí yo desde la matriz, o fui traspasado en saliendo del vientre?»134.

En realidad, lo que pide Job es el vacío, el abismo de su ser, no ocupar el lugar del hombre. Y éste es Job el justo. Pero cuando se vuelva Job el sabio evolucionará y habrá de necesitar el diálogo con Dios. Luego de este diálogo y de la revelación de la palabra vendrá, por fin, la comprensión última de las cosas. El lugar preciso de cada objeto y de cada sujeto. La naturaleza será recreada de nuevo por medio de la palabra de Dios para beneficio de Job. El lenguaje críptico es el propio de la divinidad y   —136→   éste es el libro, dentro de los incluidos en el corpus bíblico, donde aparecen animales misteriosos cargados de simbolismo. Animales que intrigan a María Zambrano, uno de los cuales, el extraño pájaro (avestruz), de difícil traducción, dará pie a su teoría del misticismo jobiano. Pero también aparecen el unicornio (toro salvaje), el behemot (hipopótamo), el leviatán (cocodrilo), como fuerzas apocalípticas.

Y entre esos simbolismos de los animales extraños, María Zambrano recuerda a un autor judío en la tradición de la parábola y el apocalipsis, de lo humano en metamorfosis animal y de la soledad y la impotencia ante la autoridad todopoderosa. Kafka, indudablemente, conoce y vive a Job. Lo padece en sí y lo trasforma en el José K. de El proceso: «No pregunta ni preguntará nunca a lo largo de la paciente obra; no reclama a esos grises burócratas como él, que se han deslizado en su cámara en la intimidad de su despertar al día, según hace Job a su Señor que es el mismo Hacedor de todas las cosas y su propio autor»135.

Coincidencia de María Zambrano con la ensayista y poetisa Margarete Susman, quien en un estudio sobre Job encuentra un correlato natural en la obra de Franz Kafka donde la presencia oculta de un dios omnipotente es la base del diálogo implícito humano-divino en torno a padecimiento, culpa, justicia, castigo136.

Mas nuestra autora, en su visión de claridades, aspira en este ensayo a darle alas a Job, a permitirle un vuelo liberador y por eso lo titula «El Libro de Job y el pájaro». El extraño pájaro, junto a los otros animales emblemáticos, manifiesta la grandeza de Dios, en los capítulos finales del texto bíblico. De ellos, el escogido es el avestruz, cuya cita textual es:

  —137→  

¿Diste tú hermosas alas al pavo real, o alas y plumas al avestruz?
El cual desampara en la tierra sus huevos, y sobre el polvo los calienta.
Y olvídase de que los pisará el pie, y que los quebrará bestia del campo137.



Esta imagen de la semilla abandonada y de la pérdida que puede sufrir, obsesiona a María Zambrano. Revierte los términos al padre engendrador, al dios todopoderoso, que se permite abandonar su criatura a todos los males y peligros del mundo. El símil con Job es inmediato: también él ha sido abandonado en el instante de la creación. La pregunta latente que nadie se atreve a hacer, incluyendo a María Zambrano, es la de: ¿cuál es el sentido de la creación? Éste es el arcano que inunda a Job. Ésta es la medida de la humildad, de la pequeñez que se aferra al polvo del que se nace y al polvo al que se reintegrará. La creación toda y los animales como emblemas divinos vuelven a ser enumerados para que Job no olvide su lugar preciso. Para que recuerde el orden que le corresponde y la fragilidad de la que pende su vida. Dios se exalta a sí, recalcando las fuerzas en las que se manifiesta y su carácter poético se expresa en los misteriosos animales que rodearán al hombre. Poco le queda a Job por hacer o por comprender.

La solución, para María Zambrano, ocurre cuando Job acepta su propio ser, «un ser creado como los otros, el animal, la planta, los astros, en el lugar que es ahora la tierra desconocida. El 'ser así' entre el nacimiento y la muerte, en la incertidumbre de su suerte en medio de un universo de arcanos»138.

El secreto del misterioso pájaro o, más bien, de su misteriosa actitud es otra de las pruebas para que Job entienda. Si Job no descifra el mensaje oculto seguirá sin comprender.

  —138→  

Mas no se trata de comprender, sino de acceder a la revelación. Y la revelación se da cuando, por fin, Job recurre al silencio y tapa su boca con la mano: el arcano no necesita de palabras. El ave misteriosa tampoco necesita explicar el abandono de sus crías y, en cambio, se ríe porque sabe que prosperarán.

En esta equivalencia que hace María Zambrano entre Job y el embrión de pájaro, en su aparente abandono, la risa divina es la prueba de que el sentido de la creación puede conllevar en sí una ironía que escapa a la comprensión humana.

Si así fuera, llegaría el momento en que Job podría levantar sus alas y volar, volver a nacer en una nueva creación que cumpliría la profecía de un mundo perfecto por venir:

Y después de esto vivió Job ciento y cuarenta años, y vio a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación. Murió, pues, Job, viejo y lleno de días139.



Aunque, tal vez, nos quedaría una duda que nace de esta historia: ¿era necesaria una segunda creación del mundo, para reafirmar a Dios? Así parece. Si el hombre se debate entre el bien y el mal sin llegar a la explicación última, la necesidad de múltiples creaciones y recreaciones será el ejemplo vivo del puente de unión entre lo humano y las fuerzas de la divinidad.

Job, un hombre simple, que no era ni rey, ni sacerdote, ni héroe, sino un exiliado de Dios y de los hombres, forma parte del reino de los bienaventurados que tanto amó María Zambrano: «Desde el fondo de la soledad y aún más de la desdicha, si es dado que una ventana se abra, se puede, asomándose a ella, ver, pues que andan lejos e intangibles, a los bienaventurados»140.



  —139→  

ArribaAbajoEnrique Díez-Canedo, el americano de España

La historia de la crítica iberoamericana contemporánea no puede dejar de lado el nombre de una de las personalidades más interesantes de la primera mitad del siglo XX, Enrique Díez-Canedo (1879-1944). Su constante ejercicio periodístico dio a conocer al público lector, tanto de España como de Iberoamérica, la obra de autores del presente y del pasado dentro del ámbito internacional.

Su labor consistió en difundir los valores culturales existentes y en exponer un tipo de crítica novedosa y moderna. En algunos aspectos se acerca a los conceptos teóricos de la literatura comparada y, en este terreno, se adelanta a la labor de críticos posteriores. Establece bases para temas de investigación futura.

A la par de su labor crítica, destaca la de traducción, convirtiéndose así en el difusor de la cultura europea dentro de España e Iberoamérica. Su antología de poesía francesa fue lectura obligada para los poetas contemporáneos141. Muchos de ellos conocieron por su intermedio la obra de los románticos, los parnasianos, los simbolistas, los vanguardistas. Según José Emilio Pacheco: «Sin la antología de Díez-Canedo otra hubiera sido la poesía en castellano del siglo XX»142. Entre los autores que tradujo en cuidadas y hermosas versiones destacan Lamartine, De Vigny, Victor Hugo, De Mussett, Aloysius Bertrand, Desbordes-Valmore, Gautier, Baudelaire, De Banville, Sully Prudhomme, Catulle Mendès, Efrhaïm Mikhael, Edmond Rostand, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Maeterlink, Francis Jammes, Péguy, Gide, Claudel, Valéry, Duhamel, Saint-John Perse, Pierre Drieu La Rochelle, Max Jacob, Apollinaire, André Breton, Tristan Tzara, Louis Aragon y muchos más.

  —140→  

No sólo se preocupó por la fidelidad y belleza de las traducciones sino por elaborar una teoría de la traducción, a lo largo de sus diversos artículos y libros. En este caso, también utilizó procedimientos del comparatismo o literatura comparada. Le interesó contraponer traducciones de un mismo autor en diversas lenguas para observar el proceso del arte de traducir. Insiste no sólo en la fidelidad, la originalidad y la estética sino en que «toda traducción es, al mismo tiempo y quizá ante todo, obra de crítica»143. Dos de sus ensayos más importantes sobre este tema son: «Traductores españoles de poesía extranjera» y «La traducción como arte y como práctica»144. En este último, analiza y ejemplifica las dificultades del arte de traducir, el método a seguir, la elección, la legislación en la materia y, el problema más espinoso: la existencia en toda obra literaria de una parte no traducible que suele corresponder a su esencia. Sin embargo, cree firmemente en la traducción: «Traducir equivale a entregar»145.

Revoluciona la crítica moderna incorporando técnicas que recibió por la influencia del historiador de la literatura comparada Eugène-Melchior Viconte de Vogüé. Su conocimiento de la literatura rusa y de las versiones al francés lo sitúan como experto en hallar los aciertos y los errores de las traducciones. Sigue el desarrollo de la literatura rusa gracias a la introducción que de ella hace Vogüé y la presenta al público hispanohablante. Combina elementos de otras artes -la música, la pintura- para mejor entender el fenómeno literario y correlacionarlo con un todo histórico. Sus estudios de crítica de arte se refirieron tanto a pintores del pasado como a los contemporáneos.

  —141→  

Su crítica teatral recoge la historia del teatro español de 1914 a 1936 y es indispensable consulta para quien quiera conocer el desarrollo del drama de esa época desde el punto de vista del espectador que reseña las primeras representaciones. Analiza las raíces del teatro español desde sus más antiguos orígenes: el auto de Los tres reyes magos, los autores del Siglo de Oro, el teatro romántico y el teatro del siglo XX. Las obras de García Lorca son reseñadas en sus noches de estreno.

Merece ser mencionada, como capítulo aparte, la relación de Díez-Canedo con Iberoamérica, así como el significado e importancia de sus últimos años en tierras mexicanas. El que fuera llamado «el americano de España» por Alfonso Reyes, colaboró entre 1938 y 1944 en los principales periódicos y revistas de México. Su labor docente, en esa misma época, fue primordial para la educación de jóvenes universitarios.

Además, fue autor de varios libros de una depurada poesía de alto valor dentro del primer posmodernismo, según la literatura española de entre guerras.

En 1907, había publicado sus primeras colaboraciones en la Revista latina y en la Revista crítica de Madrid. Pero ya antes había logrado su primer éxito como poeta de calidad al ser el ganador del certamen literario convocado por El Liberal en 1903, con el poema: «Oración de los débiles al comenzar el año nuevo». A partir de entonces, su actividad poética será constante y paralela a la de crítico y traductor, si bien con un número de libros más limitado. En 1906 publica su primer libro de poesía: Versos de las horas y en 1907, La visita del sol. Empieza a darse a conocer como traductor al publicar Del cercado ajeno, que consiste en cincuenta y nueve versiones poéticas del francés, del italiano, del portugués y del inglés.

Entre 1909 y 1911, permanece en Francia como secretario del ministro del Ecuador y de esa fecha datan sus relaciones con   —142→   los integrantes del Mercure de France y de la Nouvelle Révue Française. Continúa su producción poética con La sombra del ensueño e Imágenes, en 1910. En el periódico El Sol comienza a publicar artículos literarios al lado de autores como Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, Emilia Pardo Bazán, Enrique de Mesa, Ramón Pérez de Ayala, Francisco A. de Icaza y otros más.

En 1924, publica Algunos versos. Se relaciona con la Institución Libre de Enseñanza, cuyos postulados se resumen en: educación para todos, secularización de la vida, tolerancia y respeto, desarrollo de las ciencias y humanidades y, sobre todo, de la conciencia individual. Díez-Canedo ocupa un lugar prominente en la Institución y aporta su trabajo como profesor, poeta y crítico literario. De esta fecha data su amistad con Manuel Azaña, con Juan Ramón Jiménez y con Alfonso Reyes, que continuará por el resto de su vida.

Es colaborador de las editoriales Espasa-Calpe y Calleja, así como de las revistas Índice, La Pluma, Revista de Occidente, entre otras.

El año de 1927 es muy importante en la vida de Enrique Díez-Canedo porque viaja por primera vez al continente americano. Durante su recorrido por Chile, Brasil, Uruguay, Argentina, Ecuador, Panamá y Puerto Rico dará conferencias y participará en reuniones con escritores que no habrán de olvidar sus enseñanzas y sobre quienes ejercerá su influencia, como hombre erudito y, a la vez, de extrema sencillez.

A partir de entonces, se siente ligado a la vida y la cultura iberoamericanas y los lazos que establece se irán estrechando aún más con el correr del tiempo. A su regreso a España escribe los Epigramas americanos. En 1931 vuelve al continente americano e imparte una serie de conferencias en la Universidad de Columbia en Nueva York y en la Universidad Nacional Autónoma de México. Después marcha a Uruguay como ministro de la República   —143→   Española en ese país, en donde permanece hasta 1934. Dos años más tarde ocupa otro cargo diplomático en Argentina.

En 1935 ingresa en la Academia Española de la Lengua con el discurso «Unidad y diversidad de las letras hispánicas», donde ahonda en su idea de establecer semejanzas y diferencias en el gran tronco de la hispanidad:

¡Diversidad de América, pareja en su ser físico y en su expresión literaria! Diversidad que es, por encima de todo, aspiración a la personalidad propia y distinta, nunca lograda a expensas de la profunda unidad. Diversidad correspondiente a la diversidad de España misma, tan varia en su área reducida, cortada por las cadenas montañosas, acariciada por tres mares que le marcan diversos caminos. Diversidad en que influye, acaso, la procedencia peninsular de los primitivos grupos dominantes. Diversidad que hoy trata de hacerse más honda por los cultores de la modalidad criolla, no distinta de lo hispano, en esencia, o de un indianismo que busca las fuentes precolombinas, saltando por el dominio español, como si tomara partido por unos átomos de sangre a costa de otros; como si el español quisiera olvidarse del romano para volver al tartesio. Como de toda lucha, puede salir de ésta la más noble fecundidad. [...] Todo ello para enriquecimiento mayor del tesoro literario común146.



Durante la guerra civil regresó a España, pero en 1938 recibe una invitación del gobierno de México, la cual acepta, y arriba a tierras mexicanas en fecha famosa: 12 de octubre.

En los años de exilio, compartió la creación literaria y crítica con la cátedra. Impartió la materia de poesía moderna en la Facultad de Filosofía y Letras y, entre sus alumnos, destacaron los que habrían de ser famosos hombres de letras: José Luis Martínez y   —144→   Xavier Villaurrutia. Desarrolló una labor primordial como conferenciante y fue colaborador de los periódicos y revistas más importantes de la época. Su labor como impulsor de la industria editorial mexicana fue muy valiosa.

Aquejado de un mal cardiaco se fue a vivir a Cuernavaca y el 6 de junio de 1944 falleció, el mismo día en que se terminaba de imprimir su último libro: Letras de América. Enrique González Martínez pronunció la oración fúnebre: «De no ser en su España -en su España ya victoriosa y purificada-, era en México donde debía morir. [...] Las letras españolas lo lloran y glorifican; las mexicanas dejan hoy sobre su tumba el homenaje más cordial y la admiración más justa y debida».

El «americano de España» había demostrado su interés por las literaturas hispanoamericana y lusobrasileña desde los comienzos de su carrera como crítico. Este interés le permitió enlazar vínculos entre los dos continentes y aun ampliarlos hasta un tercer continente, el asiático, representado por las islas Filipinas. Por eso, cuando pronunció su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua, el tema ya era materia conocida gracias a su interés. A esto se aunó el hecho de que escritores mexicanos o de otros países, exiliados en España a principios de siglo, con quienes trabó profunda amistad, como Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, le llevaran a conocer y comprender muchas de las características de los pueblos americanos. Su propensión a desarrollar estudios dentro del campo de la literatura comparada encontró un terreno fértil para analizar problemas de índole teórica, de búsqueda de fuentes, influencias, analogías, movimientos.

Se preocupó, junto con algunos de los escritores de la generación del 98, por los límites y definiciones de raíces comunes y de identidades nacionales. De este modo, afirmaba el amplio panorama de la cultura española e iberoamericana en general; y destacaba, en particular, las especificidades de cada caso: la unidad y la diversidad de las letras.

  —145→  

Como un proceso vivo de flujo y reflujo de las corrientes literarias, Díez-Canedo acuñó el término de «influencia de retorno», que se refiere al movimiento de la periferia al centro con la consiguiente fecundación de nuevas ideas americanas en el viejo continente. Tal sería el caso de Rubén Darío.

Asimismo, Díez-Canedo compartió el estudio de temas y autores del pasado con intelectuales hispanoamericanos, dando como resultado la revaloración de la poesía gongorina, por ejemplo, y del barroco en las artes. Cuando, a su vez, fue el turno del exilio para Díez-Canedo, pudo continuar con su vasta obra, ya madura, en tierra mexicana y al amparo de figuras tales como Alfonso Reyes. Quedando saldada, de este modo, la deuda.

Sus estudios sobre temas americanos están recogidos en Letras de América y a lo largo de los volúmenes de las Conversaciones literarias. Con su amplitud característica no olvidó países, asuntos, géneros ni movimientos. Estudió e introdujo, en muchos casos, para el público español autores como José Martí, Amado Nervo, Santos Chocano, Alfonso Reyes, Ramón López Velarde, Andrés Eloy Blanco, Leopoldo Lugones, Ricardo Güiraldes, Alfonsina Storni, Jorge Luis Borges y muchos más. Rubén Darío fue uno de sus autores preferidos y al que le dedicó varios ensayos. La gran cantidad de notas que había recopilado sobre este poeta indican que pensaba en un futuro libro que, desgraciadamente, no llegó a ser escrito.

Enrique Díez-Canedo, por la gran variedad de intereses que tenía, no olvidó el estudio de las literaturas peninsulares en otros idiomas. De este modo, restituyó la importancia de otras lenguas romances que se hablan en España y que habían sido dejadas de lado con frecuencia. «Nada más desconocido, en efecto, que la literatura portuguesa para un español», escribía en 1919147.   —146→   Se ocupa de difundir y analizar las traducciones de Eça de Queiroz. A raíz de unas conferencias que impartió Leonardo Coimbra en la Residencia de Estudiantes, en el Ateneo y en la Universidad, repasa los principales autores de la literatura portuguesa. De Anthero de Quental anota que «su tragedia está en un afán de eternidad incompatible con su concepto de la vida, forjado en las ideas de su tiempo»148. De Camilo Castello-Branco destaca su novela Amor de perdición, ya ensalzada por Miguel de Unamuno. Considera a Teixeira de Pascoaes uno de los máximos poetas. Las literaturas gallega y catalana ocuparon buen espacio en sus estudios. Sus traducciones de poetas catalanes son ejemplo de excelencia. Entre sus artículos escribe sobre las letras catalanas y su importancia desde Ausiàs March hasta Piferrer y Cabanyes, Balmes y Quadrado, Pi i Margall.

La relación de la literatura y otras artes fue asunto que destacó Díez-Canedo en sus ensayos. Con frecuencia compara o enlaza movimientos literarios con pictóricos o musicales. Destacó la importancia de movimientos pictóricos de vanguardia, como el cubismo y su relación con la poesía. La influencia de Velázquez y Goya en los novelistas. La relación de tópicos musicales con el fluir de la poesía o de la prosa, como en el caso de Marcel Proust. Los estudios musicológicos y las nuevas ideas musicales de la época, según la obra de Adolfo Salazar.

Las artes plásticas y arquitectónicas medievales y su simbolismo tampoco escaparon a la sensibilidad de nuestro autor. «El simbolismo del claustro de Silos» es uno de sus más bellos ensayos en donde logra reunir su estilo poético-descriptivo del paisaje en vivo con la historia y el significado de los símbolos cristianos tallados en las antiguas piedras del monasterio del siglo XI. «Luego se sale de la historia y se entra en una soledad campestre, y   —147→   de pronto, entre el haz de casas acogidas a su amparo, sin llamativa silueta, sin moles imponentes, sin soberbia ninguna, aparece el monasterio»149. El ensayo se vuelve vívido cuando describe a Ramiro de Pinedo, fraile de palabra fluida y sonrisa insinuante, experto en arte cristiano que habrá de dar las explicaciones de las figuras, animales, árboles, monstruos, quimeras, de las tallas y esculturas. «El más bello claustro románico español se anima y espiritualiza en estas interpretaciones. La piedra no es ya filigrana de arte, trabajada a veces con la técnica precisa y exigente del metal y otras con el valor decorativo de los tejidos coptos o persas. Así le nacen alas»150.




ArribaAbajoObra poética: tradición y modernidad

Es siempre caso de interés el que un crítico y estudioso de la literatura, de tanto amarla, se convierta, a su vez, en creador. Que de vivir a diario inmerso en ella, saque fuerzas para darle nueva forma y expresión. Que de observarla -amante celoso- en sus mínimos movimientos, en sus brotes primerizos o en sus destellos de madurez, a lo largo del tiempo y del espacio, quede tan prendado que, a la manera de tributo, le ofrezca también frutos de su cosecha, esencias de su saber y sentir. Éste fue el caso de Enrique Díez-Canedo, más conocido como crítico, más amado como poeta.

Su obra poética incluye los siguientes títulos: Versos de las horas (1906), La visita del sol (1907), La sombra del ensueño (1910), Algunos versos (1924), Epigramas americanos (1928), El desterrado (1940). En 1944 se publicó Jardinillos de Navidad y Año Nuevo, y en 1945, Epigramas americanos (segunda serie), en   —148→   donde se reunieron poesías ya publicadas y otras inéditas, en edición preparada por sus hijos. Como ya ha sido mencionado, es importante destacar su labor como traductor de poesía (del inglés, francés, alemán, italiano, portugués, catalán), no sólo por la belleza de sus versiones, sino por su labor de difusión. Entre dichas traducciones se cuentan: La buena canción (Verlaine), Fábulas (La Fontaine), Poemas en prosa (Baudelaire), Hojas de hierba (Whitman), Las nueve musas (Claudel), Del toque de alba al toque de oración (Francis Jammes).

A pesar de que Díez-Canedo cultivó estilos de diversos movimientos, desde el modernismo hasta el noventayochismo, es en su obra de carácter intimista en donde mejor refleja su actitud poética. Parece como si volcara en la poesía la verdadera esencia de su quehacer literario y de su propia vida. Podríamos considerar su poesía como su diario, como la anotación de la experiencia, del recuerdo, de la emoción, del deseo, del instante vital que va moldeando su posición humana ante el cosmos. Toman forma, se desenvuelven y crecen el niño, el hombre, el poeta, el desterrado.

Para Díez-Canedo, la tradición es un elemento vivo y primordial que se integra de modo armónico y mesurado en el momento actual. En su «Oración de los débiles al comenzar el año», poema que obtuviera el segundo premio en el concurso literario de El Liberal, en 1903, partiendo de la invocación divina hace presentes las preocupaciones de dolor y sufrimiento en el hombre, dejando entrever la luz de la verdad, «la luz inmortal, Señor, luz de los cielos, / fuente de amor, y causa de la vida».

Así, podemos entender la integración perfecta entre tradición y modernidad, meollo de la poesía de Enrique Díez-Canedo. A partir de una tradición literaria asimilada y amada el poeta incorpora su criterio de selección, de combinación y de innovación. De selección, por los tópicos que escoge dentro de la tradición   —149→   poética española y universal. De combinación, por la manera como los plasma dentro de su poesía. Y de innovación, por el enfoque o adecuación de asuntos clásicos revertidos en una situación actual o moderna, personal o intimista; o bien, por el juego de estructuras, lenguaje e imágenes. El propio Díez-Canedo expresó, en su discurso de recepción ante la Academia de la Lengua Española, que:

Nadie renuncia a su propia tradición por la ajena; pero nadie hipoteca tampoco su propia, humilde personalidad, a la de los antepasados gloriosos.



Es, por lo tanto, irremediable incorporar la tradición, pero lograr originalidad es igual de imperativo.

Enrique Díez-Canedo aplica su teoría literaria dentro de su obra poética, de una manera depurada y plena de refinamiento. En uno de sus romances, «El peine, la esclava y las rosas», se representan los tres criterios arriba mencionados. Los elementos de la tradición: el verso octosílabo, el diálogo, las peticiones difíciles por parte de la amada, el ponerse a prueba del que ama, el lenguaje arcaizante (formas del subjuntivo, diminutivos), los símbolos del peine y el cabello, se entrelazan con elementos ajenos al romancero español -los seres fantásticos, el hada, el dragón, la princesa oriental, el opio-, que corresponden a la parte innovadora u original, con marcado sabor modernista. En otro caso, puede ocurrir que el asunto provenga de la tradición europea (por ejemplo, de los romances carolingios) y la forma corresponda a otra época histórica. Esto es lo que ocurre con el soneto titulado «Roncesvalles», donde el tema medieval se traslada a una estructura de preferencia renacentista.

La tradición puede provenir no sólo de fuentes librescas, sino también del gusto por lo castizo y por el costumbrismo. A estos   —150→   rasgos populares se le puede agregar un tono reflexivo o meditativo. Esto es lo que sucede con poemas como «El merendero».

También puede ocurrir que lo tradicional se refiera al mundo de las artes y que se aspire a la fusión entre poesía, música y pintura, como son los casos de los poemas: «Caprichos goyescos», «Fra Angélico», «Velázquez», «Watteau». Este último, auténtico ejemplo de armónica comunión de las artes, donde imagen y ritmo, tonalidades suaves y realidad idealizada se condensan en un mínimo espacio con un máximo de perspectivismo.

En la obra poética de Enrique Díez-Canedo el tono personal tiene cabida en la forma de consejos a su hijo pequeño. El poema «Letras» combina tradición, cuento, folclore, relación padre-hijo con un tono autobiográfico y filosófico:


Ya sabrás, ya sabrás, cuando la vida
te lleve por sus áridos caminos,
que unas letras, AMOR, lo inician todo,
que todo para en unas letras: MUERTE.






ArribaAbajoEl desterrado

La idea del éxodo, de hondas raíces bíblicas, se vuelve presente en la obra de Díez-Canedo en su poema final, «El desterrado», referido a la situación histórica del exilio español después de la guerra civil de 1936-1939.

En este poema, el autor alcanza la verdadera concentración artística de toda una vida aunada a la extrema amarga experiencia del destierro. Creación y ética fundamentan un nuevo proceso en su desarrollo poético. La búsqueda quedó atrás y ahora el hallazgo es el del ser perenne. Nace la nostalgia de la tierra ausente y el amor por la nueva tierra. El presentimiento de la muerte no impide, sin embargo, que la palabra final «germen»   —151→   sea una promesa de resurrección y, a la vez, una negación del horror al vacío del barroco. Como en Yehudá ha-Leví, se cierra el círculo del exilio con una herencia que fructificará.

En Díez-Canedo el exilio como arte poética proviene de un enfrentamiento entre el todo y la nada. El todo pierde su valor real y la nada es el poder imaginativo, memorativo y origen de la creación. La posesión del exiliado es el propio exilio. La poesía colinda con la mística y sólo por el proceso interno de vaciamiento se logra la verdadera ascesis del alma: «Todo lo llevas contigo, / tú que nada tienes»151.

Este proceso ascético une exilio y lengua al ir desnudando también ésta, hasta lograr la mínima expresión y el máximo significado. La evolución de la poesía es hacia la madurez exílica. La palabra dolorosamente interna se vierte al exterior en un vuelo de mariposa que ya no necesita de sonido, de aire, ni de color. La crisálida ha sido trascendida. Quien menos tiene es quien más tiene. Todo y nada, posesión y desposesión, tierra circunscrita y universo carecen de realidad. Hay entonces que buscar cuál es la realidad.

La realidad es la del exilio que luego de la luz iluminadora, de la ruptura para siempre de los recipientes, sólo le queda reflejarse en el equilibrio precario de la poderosa y sencilla palabra. En el último poema de Díez-Canedo ni siquiera el espejo podría reflejar una imagen equívoca: el espejo también ha sido roto porque es una engañosa inversión de la imagen. Ni imagen ni metáfora aparecerán en el poema. La poesía tendrá que valer por su absoluto desprendimiento, por la encarnación del silencio: es decir, el silencio en la propia carne: el eco revertido o la falta de eco.

La prueba que se pone a sí mismo Díez-Canedo es la más severa en el camino iniciático. El exilio es la última prueba, ya casi   —152→   dándose la mano con la muerte, la gran reveladora. El descenso órfico no promete la salida del Hades. No existe ya la necesidad de la tentación: la cabeza está vuelta: no se anhela la salida. De ahí que todo pueda apostarse a la misma carta: lo que ofrece el poeta es la mano desnuda y limpia con su firma por última vez.

En el viaje final, el poeta no tiene nada que perder: los reveses son la gracia alcanzada, el sustento trasmutado:


Lo que no te han de quitar
los reveses
porque es tuyo y sólo tuyo,
porque es íntimo y perenne,
y es raíz, es tallo, es hoja,
flor y fruto, aroma y jugo,
todo a la vez, para siempre152.



La vuelta es al origen de todas las cosas, a la palabra primigenia: al único verdadero ser de la creación. Entonces, en ese no regreso final, el recuerdo no tiene necesidad de permanecer. La memoria, que es el pilar del exilio, puede darse el lujo de ser borrada: en el camino que emprende el poeta ya no es necesaria. Y si la memoria puede ser borrada, la esperanza deja de ser tormento.

Imagen, memoria y ficción, sustento del exilio, en la poesía de Díez-Canedo pueden ser eliminadas por el intenso acercamiento al final. El concepto del exilio ya no es tal concepto: se ha convertido en la realidad última. La muerte es tan presente que rige en su impávida sabiduría. El poeta lo sabe y, por eso, el exilio está asumido en él y puede borrar en el último instante toda la historia, toda la memoria y toda la imaginación.

  —153→  

En el poema «El desterrado» el paso es definitivo: se asume la muerte propia en plenitud de creación. No sólo no importan las pérdidas, sino que se desconoce la existencia de ellas: lo ganado es algo tan propio que es el ser mismo del destierro:


nada se pierde:
lo pasado y lo abolido,
se halla, vivo y presente,
se hace materia en tu cuerpo,
carne en tu carne se vuelve,
carne de la carne tuya,
ser del ser que eres153.



El exilio encarnado se viste de bienes que no existen, a la manera de la antigua doncella del Zohar. Adorna su desnudez con lo invisible y el tiempo adquirido ya no se mide por horas. Es decir, gana la trasparencia y la des-medida. Aun la palabra eternidad es poca y pareciera ignorar la armonía: «no hay una urdimbre quebrada / ni un matiz más débil...»154.

La purificación ha despojado la vida y la palabra del exilio. Sólo entonces, se puede comprender su imposibilidad. El exilio no existe. En todo caso es un espejismo. Un vano artificio de la fragilidad histórica. El ciclo de la vida es un ciclo natural que no se detiene por el exilio. Es el ciclo de la muerte el que fecunda y el que promete el eterno retorno:


Nadie podrá desterrarte
de estos continentes
que son carne y tierra tuya:
don sin trueque,
conquista sin despojo,
—154→
prenda de vida sin muerte.
Nadie podrá desterrarte;
tierra fuiste, tierra fértil,
y serás tierra, y más tierra
cuando te entierren.
No desterrado, enterrado,
serás tierra, polvo y germen155.