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El caso Artaud

Ricardo Gullón





El caso de Antonin Artaud, muerto loco en un manicomio francés, ilustra con dramático ejemplo el angustiado destino del escritor de nuestro tiempo. Aquel hombre para quien ni siquiera la demencia llegó a ser un enajenamiento, porque hasta última hora conservó, bajo la anormalidad de la conducta, una coherencia de sentimientos verdaderamente fascinante y una furiosa aversión lógica contra los fantasmas de la vida, convertidos por los médicos en los fantasmas de una pesadilla, aquel hombre, digo, da testimonio de la fuerza con que puede el alma comprometerse en la obra y al mismo tiempo tratar de trascenderla, de la plenitud con que esencia y existencia se identifican en la búsqueda, no ya de nuevas vías para el arte, sino de verdaderos caminos de salvación.

El caso Artaud es importante, no por lo que en sí representa, sino por cuanto tiene de revelador de una actitud colectiva, de la actitud presente de gran número de hombres de letras, cuya ambición consiste menos en crear obras de arte que en superar su situación de artistas, participando en la vida e influyendo en ella, con el propósito de ser algo más -digamos, algo distinto- que tales artistas. Puede hacerse una primera observación a esta actitud: ¿no revela cierta falta de fe en su genuino ser creador? ¿No será la conciencia del fracaso la que les impele a buscar una eficacia extraestética en la obra de arte? Responder afirmativamente, sin más, se me antoja injusto. Sería, por lo menos, una ligereza. Analizando la posición de los situados en tal postura, reconoceremos su buena fe, su tremenda sinceridad, la legítima calidad de su angustia ante un desgarramiento que sienten, como suele decirse, y nunca con más verdad, en carne viva, en vivo espíritu. Con su trabajo quieren servir, y no a un partido ni a una causa, sino al hombre mismo, iluminando zonas tenebrosas y lanzándose de aventura (la palabra aventura es justamente la adecuada para calificar tentativas que, como la de Artaud, pueden acabar en la demencia y la muerte) en ámbitos inexplorados. Quieren ser artistas, pero inspirados, reveladores, eficaces, en territorios ajenos al arte. ¿Podrían serlo de otra manera? ¿Podría Artaud haberlo sido al modo de Mallarmé o de Juan Ramón?

En ciertos núcleos de las letras contemporáneas, el deseo de que la obra sobrepase -o reduzca; la cuestión está por discutir- sus límites naturales y sea un medio en vez de un fin, es tan poderoso, que ha bastado a darles carácter. Excluyo a cuantos ponen la pluma al servicio de grupos, partidos o intereses políticos o sociales. Para ellos nu hay problema, una vez escogido el puesto de combate. Entran en la batalla con el arma que creen adecuada. Me refiero, en cambio, a los afectados por afanes más hondos, por la preocupación de cambiar al hombre y descubrir el mecanismo de las impulsiones y los pensamientos que determinan su vida. Para ellos la obra será medio de conocimiento, medio de penetrar en territorios secretos; será también testimonio de su incorporación a la corriente del tiempo y de su participación en una empresa común.

¡Qué lejos, aunque cercana y familiar, la figura del escritor entregado a su obra, cautivo de su obra y distante de los demás! ¡Qué lejos Flaubert y Galdós y aun Dostoiewsky! Todos ellos participaban de las preocupaciones de su tiempo, las sentían y las vivían como hombres, y las trasladaron a sus escritos; pero al trasladarlas situábanse en posición especial, un tanto al margen, cuidando de proceder con objetividad, sin mezclarse demasiado en aquellas polémicas y enredos que describían o querían describir imparcialmente. Llevaban el espejo en la mano y lo paseaban sobre el camino, como pedía Stendhal, a cierta distancia. Ahora no. La posibilidad de mantenerse en un punto de casi milagroso e inestable equilibrio, participando con alguna perspectiva en los acontecimientos de la época, puede darse por perdida. Queda -si todavía queda- la llamada poesía pura, pero, dado su carácter de excepción, más sirve para confirmar, por su rareza, la regla, que para invalidarla. Lo frecuente es el escritor lanzado, como Artaud lo hizo, a perseguir en la vida los elementos integrantes de la obra, y a perseguirlos con denodada resolución de encontrar en ellos gracias a ellos la clave mágica que ha servir para descifrar el mensaje, maravilloso sin duda, oculto ¡aún! en los entresijos del alma. La busca de esos elementos vitales, realizada en el material más a mano, en el espíritu del propio escritor, les incita a constante diálogo consigo mismos, a una inquisición despiadada y a una sinceridad sin confines. El interés de la obra de Artaud consiste en gran parte en ser una confesión que permite descubrir las imposibilidades contra las cuales chocó y las causas de su fracaso.

Se podía pensar si en la tentativa de sobrepasar la obra literaria, en la tentativa de trascender, no hay acaso un pecado original imposible de borrar sin un Jordán de angustia y desesperación. Ese pecado es la exaltación de lo espontáneo, de lo no sujeto a traba racional, y el desdén, cuando no el olvido, de la inteligencia. (Y ruego no se entienda la expresión de modo tajante y absoluto, sino en términos de cierta latitud y relatividad). Ese pecado consiste en situar la inteligencia en rango subalterno entre los medios de conocimiento, y, so pretexto de su limitación para aprehender algunas últimas realidades -o irrealidades-, preferir y adoptar otros senderos de más incierto y peligroso tránsito. Por la vía irracional y sentimental se intenta llegar hasta lejanías abismáticas, hasta el inconsciente colectivo, esperando hallar en él elementos útiles al propósito de descubrir el contenido del alma y por ahí de establecer mejores principios de comprensión y de acercamiento entre hombres. Mas, al prescindir de la inteligencia, al renunciar a ella, o al perderla, se pierde también la razón. Y sin razón, como vemos en Artaud, pueden conseguirse fulgurantes atisbos, no construcciones definitivas.

Artaud era un visionario cuyas comunicaciones tendían a mostrar lo que habitualmente no se ve. La pretensión de crear con lenguaje nuevo, formaba parte de su delirio, y quizá fuera expresión subconsciente de la imposibilidad de hallar palabras para transcribir los objetos de su mundo interior. Cuando refiere experiencias reales, siquiera sean tan extraordinarias como las de su muerte aparente (a causa del sistema curativo del electro-choque, en el manicomio), el idioma común le basta para narrarlas con alucinante fuerza. Lo invisible y misterioso pugna por ser expresado, y aflorar una y otra vez en su obra, mostrando la persistencia de la gran quimera en que Artaud se había empeñado: la tentativa de vivir en un plano estrictamente creador, desechando cualquier posibilidad de aportar a la literatura y al arte motivos ajenos a la vida, recusando, como él decía, a «quien no ha querido sufrir su obra antes de escribirla».

Su demonio le presentaba un universo enemiga, concitado en contra suya por artes de hechicería. Las Cartas de Rodez explican su Van Gogh, el hombre suicidado por la sociedad y la fusión, seguramente espontánea y oscura, que operaba el inconsciente del escritor entre el caso Van Gogh y el suyo propio. Su deseo de evasión a otros mundos, abandonando éste, donde se sentía precariamente instalado, le llevó a considerar enemigo a quienes le retenían violentamente en él, en un «entre tiempos» -como dice en alguno de sus fragmentos póstumos- cae era un «entre tanto», en espera de alcanzar una identidad consigo, una plenitud (si así cabe decirlo; pero estoy refiriéndome a un delirante) imposible de obtener sobre la tierra.

Retrato_1

Antonin Artaud

Que Artaud fuera un gran escritor, un gran poeta, y que viviera y muriera desconocido -relativamente desconocido-, no es sorprendente. Ni lo es que la desesperación y la locura se fundan tan estrechamente que pueda discutirse en cuál de ellas estaba la raíz del mal. El tema cargado de implicaciones -y de incitaciones- es el relativo al origen de esa desesperación que, como una crecida incontenible, aumenta progresivamente de nivel y alcanza de hora en hora nuevas zonas, nuevas posiciones en el alma del hombre y, por más sensible -indicador que registra por adelantado el curso de las corrientes de pensamiento y de sentimiento-, sobre todo en la del artista.

La desesperación, ¿es consecuencia de la falta de fe en el hombre? Es consecuencia, por lo menos, de su desesperanza. Escritores y artistas sienten con acuidad que su obra se enfrenta hoy con riesgos antes ignorados. Esto es una evidencia. Un principio de solución pudiera encontrarse en el retorno al espíritu «artesano», al espíritu de modestia, si no de humildad, de los artistas medievales, olvidando las claves salvadoras que proponen a los enigmas del tiempo presente. Artistas y poetas renuncian a creerse portadores de una palabra decisiva para «la sociedad», de una palabra que tiene necesariamente que ser dicha y escuchada, pues de no ser oída el mundo puede perderse definitivamente. A pecados de soberbia, penitencia de renunciamiento. Quieran ser y sean, nada menos, creadores de belleza al servicio del hombre. ¿Es posible vivir en la vida, sufrir la obra antes de escribirla, como quería Artaud, y no desesperar? ¿La «mala conciencia» del artista actual no le conduce en algunos casos a considerar deseable la pérdida de su lucidez? No sé siquiera si estas preguntas tienen respuesta, pero creo que quien acertara a contestarlas válidamente, nos daría la solución del caso Artaud y la de algunos graves fenómenos de nuestro tiempo. Y no se olvide que la obra novelesca más importante de este siglo, la de Franz Kafka, está enteramente compuesta bajo el signo de la desesperación.





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