Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

El castillo de Montsoliu1

Pablo Piferrer y Fábregas

María José Alonso Seoane (ed. lit.)

«Como me lo contaron, os lo cuento...»2.


A la falda de Monseny por el lado que mira a Hostalrich, elévase un montecito de muy rápida pendiente. Parece que la naturaleza le aisló de las colinas cercanas, como si él solo fuese morada de terror y espanto. Pocos hay que sepan la verdadera senda para llegar a la cumbre, pues el terreno está sembrado de rocas blanquecinas que forman un contraste muy particular con la sombría oscuridad que sobre ellas esparcen encinas añosas y corpulentos robles. Ocupa la cima un vasto castillo gótico, del cual subsisten aún algunos lienzos de muro con dos torrecillas, al paso que una completa desolación confunde en las habitaciones interiores columnas derribadas, corredores en pie y arcos góticos que se dibujan en la atmósfera al resplandor de la luna, como el puente aéreo de misteriosas apariciones.

Es inexplicable el espanto que su presencia produce en aquellas comarcas... y no piensen mis lectores que ese terror sea sin fundamento. Todas las noches, mayormente cuando las nubes yacen sobre la cumbre de Monseny y los árboles agitados por el huracán producen un bramido semejante al de los mares; al mismo punto en que el reloj de la vecina aldea con moribundo compás marca las doce..., se ve brillar el resplandor de una luz trémula, débil, sumamente roja, como la hoguera que ilumina las infernales y caprichosas facciones de las brujas en sus conciliábulos. Esa luz brilla un minuto inmóvil, y después... impulsada por mano invisible cruza los aires trazando un semicírculo... Un grito prolongado sigue a su elevación... un alarido sobrenatural, un gemido del infierno que los vientos desencadenados conducen retemblando de eco en eco... La luz desaparece, y todo queda en silencio.

Muchas son las tradiciones del país acerca de esta visión nocturna. Unos dicen que el último señor de Monsoliu saqueó al vecino monasterio de monjes de san Benito3, y que su alma divaga privada del reposo de la otra vida en expiación de crimen tan horrendo. Otros que Monsoliu fue la cárcel de las doncellas más hermosas precisadas allí dentro, como se deja suponer, a satisfacer los brutales apetitos de un señor feudal. Pero lo que se saca en limpio de tanta narración es que hubo en aquellos tiempos, no sé el año, un barón llamado Roberto, señor de este castillo, conocido por su genio violento e impío corazón. En fin, el lector tendrá la bondad de trasladarse conmigo al castillo de Monsoliu como estaba en aquellos días, y sabrá la historia verídica de tantos misterios.

I

Era una tarde de invierno... Los últimos rayos de un sol amortiguado reflejaban en las pintadas góticas vidrieras de Monsoliu, dormían las tinieblas sobre la haz de los valles. Allá lejos en el horizonte iban apiñándose cargadas nubes negrísimas precursoras de próxima tempestad: un frío mortal helaba a los animales en sus guaridas...

Dos mujeres se encontraban a la sazón en la sala principal del castillo. Una de las dos ofrecía en los asquerosos rasgos de su rostro todos los horrores de la senectud. Por entre dos cejuzas blanqueadas por los años brillaban dos ojos con la maligna expresión del basilisco. Sus manos huesosas y descarnadas, sus enjutas mejillas, y denegridos brazos le daban la semejanza de un esqueleto, o de una de esas viejas que dicen salen por la noche a chupar la sangre de los niños. Un vestido que algún día se pudo llamar terciopelo carmesí, descolorido, roto, mugriento, dejaba entrever que esa vieja ocupó un tiempo lugar distinguido entre la nobleza. Su hediondez formaba una contraposición muy marcada con la otra mujer arrimada frente de ella a la larga y estrecha ventana que daba luz al aposento. Era una joven como de dieciocho años, morenita pero con unos ojos en que estaba pintada la perspicacia y sentimiento. Una languidez... aquella languidez que embriaga el corazón cuando se está cerca del objeto que se ama... la languidez que regularmente anuncia exaltación de pasiones adormecidas, pero a las cuales la menor chispa inflama como la mecha suele inflamar la destructora mina; esa languidez medio cerraba sus párpados coronados por dos arcos de ébano formados por el amor. Sus mejillas estaban pálidas con aquella palidez tan dulce compañera del placer, con la palidez de la luna. No era muy alta, era de aquella estatura que ordinariamente presupone en las mujeres mucha constancia, talento y calor. Una especie de turbante amarillo iba mezclado con sus cabellos negros, una túnica verde, corta hasta las rodillas dejaba asomar los asiáticos pliegues de otro vestido que cubría lo restante de su cuerpo.

-¿Creéis vos, Ana, que pueda tardar? -preguntó la joven Rosemunda a la deforme vieja que se entretenía en atizar el fuego que ardía en la chimenea.

-Cuando el águila se prepara de mañana y remontando su vuelo deja las rocas que la abrigan, ¿pensáis vos, Rosemunda, que volverá a su nido, sin haber ensangrentado sus uñas en alguna presa?

-Según esto vos conceptuáis habrá salido para alguna peligrosa expedición.

A estas palabras alzó la vieja su cabeza y por un espacio fijó sus ojos en las graciosas facciones de Rosemunda.

-¿Según eso... es falso cuanto de vosotros se dice? ¿Según eso de nada le sirve a vuestro diabólico padre el pacto que dicen hizo con Satanás? ¿Por qué, pues, está quemándose sus pestañas absorto en la contemplación de aquellos instrumentos en donde alambica4 los elementos de las sustancias precisas para formar sangre? ¡Embusteros! ¿A qué afanarse tanto si los amortiguados ojos de la vieja Ana pueden más que todos vuestros conjuros?... ¡Oh! En cuanto a él...

-Sí, Roberto ha salido; Roberto tiene las garras del águila, y el águila sale muchas veces para arrebatar la consorte del palomo

-¡Oh, Dios! ¡qué extraño lenguaje! ¡pues jamás lo habíais usado conmigo!

-¡Oh! Es que la nube pasa sobre Monsoliu. Tres noches ha que al dar las doce se levanta de la torre del reloj una lechuza horrenda... Apenas ha cesado la vibración de la campana, tres veces sacude perezosamente sus alas, lanza un graznido muy fúnebre, y desaparece entre los vapores que se alzan del fondo de los valles.

-¡Ana! Vos tratáis de aterrarme contándome todo el día esos casos de brujas y esas diabólicas apariciones. Vos...

-¡Escuchad! -Y se quedó la vieja con el dedo levantado, con la cabeza inclinada como si escuchase la voz de algún espíritu. Oíase el estrépito de la lluvia que caía entonces a torrentes; de cuando en cuando revolviendo el huracán con indecible furia sacudía violentamente los postigos de las ventanas, mientras el rechinido de las veletas parecía acompañar esa música del infierno.

En esto se oyeron pasos precipitados en la antesala: abrióse la puerta con estruendo y apareció Roberto alumbrado por dos pajes... ¡Una mujer desmayada en sus brazos! Tenía los vestidos empapados en agua, su luenga cabellera rubia colgaba en trenzas y aun chorreaban.

-¡Pronto! -dijo Roberto-: la silla aquí...

Teníale las dos manos apretadas con su derecha, la otra aplicada sobre el corazón de la desmayada...

-¡Matilde! ¡Matilde! -exclamaba con el acento de la desesperación-: abre esos ojos que me daban la vida... ¡Oh! Torne el carmín a colorar esos labios marchitos. ¿Para eso habré despreciado la muerte, para que mi castillo sirva de tumba a tu cuerpo inanimado? ¡Oh Matilde! ¡Torna en ti!... ¡Dónde se ha metido ese viejo! ¿Dónde está tu padre Rosemunda?

La persona a quien iba dirigida esta interrogación se hallaba en un extremo de la sala, ahogándola los sollozos y derramando abundante llanto.

-Habla... ¿Dónde está tu padre? ¡Parece que todos os conjuráis contra mí! ¿Dónde se ha metido ese brujo de los demonios, que no acude cuando más le necesito? ¡Vive Dios! que he de colgar su cuerpo en la veleta de la torre, para que pueda contemplar las  constelaciones, y en una noche como esta lleve el compás de la armonía de los huracanes... ¡Oh!...

Un bulto envuelto en una especie de capa negra detúvose en la puerta de la sala. Ancho sombrero negro sombreaba dos ojos ardientes con una expresión aterradora...

-Y bien, ¿por qué se ha parado el señor de Monsoliu? -dijo una voz hueca y sepulcral salida del embozo de la capa-. ¿Por qué no prosigue sus piadosas amenazas? ¡Necio! ¿Osas amenazarme, cuando debieras saber que puedo hacer cumplir esa amenaza contigo? ¿Osas maldecirme cuando sabes que mi boca puede impedir los efectos de tu maldición, y hacer que el veneno que ella encierra recaiga gota a gota sobre tu corazón despedazado?

-¡Maldición! -gritó el barón-; ¡y vos me ultrajáis! ¡vos holláis el respeto que me debéis!

-¿Qué respeto te debo, insensato? Escuchad, Roberto de Monsoliu: perseguido por el infortunio, acosado por Manfredo vine a refugiarme en estas cercanías. Yo estaba seguro, mis enemigos no hubieran penetrado el secreto de mi asilo. Vos os presentasteis, me ofrecisteis la protección en vuestro castillo, no por mí... Vos sabéis bien por qué. (A estas palabras redobló Rosemunda sus sollozos). ¿Oís señor de Monsoliu? ¿Conocéis ese llanto?... La rosa fue hollada, y un padre no conociendo otro remedio devoró el dolor de su corazón, porque la esperanza le consolaba...

-¡Cómo! ¿y pudisteis jamás presumir que yo, el barón de Monsoliu manchase mi sangre con la hija de un gitano?

-Yo sé bien que no ha dos meses estabais dispuesto a efectuarlo..., pero ahora... ¡Roberto! ¿visteis jamás al águila contemplando la pelea del lobo y el jabalí? ¿No conocéis que si ella quisiera podría decidir el combate? ¡Roberto! Yo he estado en la punta de una roca contemplando el horrible combate que sostenían cinco contra cinco..., más bien cuatro contra vosotros cinco, porque esta mujer que hacía parte de ellos estaba desmayada... y débil resistencia podía oponer a los robustos brazos que la levantaron del suelo... ¿Sabéis que yo presentándome hubiera decidido la pelea? Dos veces la hoja de mi espada abandonó su vaina, pero ¡mi hija! ¡mi hija! Yo pensé que haciéndoos entrar en reflexión, conoceríais vuestro deber. ¡Roberto! Yo no os maté teniendo vuestra vida en mis manos... Por piedad no destrocéis mi corazón cuando tenéis mi suerte en las vuestras...

-¿Oyes, Pablo, lo que dice ese viejo? -preguntó el barón con irónica risa a un paje...- ¿Sabes que nos podía matar a todos? ¡Oh! Y tal vez hubiera desgajado para ello sobre nosotros media montaña dejándonos allí enterrados... Vive Dios, viejo presumido, que si no salís de mi presencia, me vienen tentaciones...

-No será sino después de haber pronunciado quien es esa mujer desmayada... Sabed...

-¡Perro! La  punta de mi espada hará retroceder las palabras de tu boca.

Cruzó el aire una línea brillante en dirección a la cabeza del hombre negro... Pero ¡qué horror! La tierra se abrió, el hombre se hundió, y una nube de vapores sulfúreos oscureció toda la sala. La espada solo hendió el aire, y se hizo pedazos en aquel puesto mismo, donde fijara los pies el hombre misterioso. El reloj dio entonces las doce..., una lechuza graznó tres veces apenas extinguida la vibración de las campanas. Cuajóse la sangre en las venas  de los que estaban en la sala..., un temblor horrible agitaba sus miembros... Mirábanse unos a otros como si esperasen que el mismo Lucifer en persona viniese a completar aquel cuadro de pavor. El paje fue el que rompió este silencio.

-¡Ea!, bella Rosamunda, ¿no podríamos entre los dos trasladar esta señora a vuestra cama?

Entonces levantó su cabeza Roberto, y mirando a la desmayada,

-¡Pobre Matilde! -dijo-. Sí, mi querido Pablo, has dicho muy bien..., no..., dejad, ya la llevaré yo. Alumbrad...

Y cogiéndola en sus brazos la trasladó a un pequeño aposento muy gracioso, depositándola en una cama guarnecida de tapices encarnados. Dejémosla al cuidado de las mujeres del castillo, que lograron volviese en sí al amanecer.

II

Matilde estuvo en la cama hasta el mediodía de la mañana siguiente. Durante las horas de ella, Roberto no cesó de preguntar a las mujeres que la cuidaban, acerca del estado de su salud. La cara del barón estaba sumamente pálida, una agitación extraordinaria se notaba en sus facciones. Le contemplaba su paje Pablo mientras con los brazos cruzados y la cabeza caída se paseaba en descompensados pasos por la sala que hemos descrito ya.

-¿Estabas aquí mi buen Pablo? -preguntó el señor de Monsoliu, saliendo de su profunda distracción.

-Sí, mi señor: veía padecer a mi amo, y ¿pensáis vos que yo abandone?

-Gracias, mi buen Pablo: tú no eres mi criado, eres mi amigo, que has sellado tu amistad con la sangre derramada en mi defensa en cuantas expediciones me sugirió mi osadía. Ayer mismo a no ser por tu serenidad... ¿crees tú que hubiéramos llevado a cabo nuestro arrojado intento?

-Señor...

-¡No! Yo estaba deslumbrado por los ojos de Matilde, yo no sabía dirigir las estocadas... Una que di dejó con vida a quien la recibió... ¡Ah! ¡He aquí lo que pensaba! ¿Juzgas que aquel soldado herido por mi mano vivirá bastante tiempo para contar a Manfredo de Monseny el rapto de su esposa ejecutado por Roberto de Monsoliu?

-Él cayó en tierra anegado en su sangre; yo le vi luchar con las bascas de la muerte y no creo... ¿Sabéis quien me da cuidado? Ese demonio de Isachar que en buena hora vino a estas cercanías. Nadie sabe que fue de él desde ayer noche... Alguna de las suyas tramará.

-Bien, cuando empiece a anochecer doblarás las centinelas, y tú mismo velaras hasta las once en la poterna que comunica con el foso. Recomienda el silencio... Vete por ahora.

El paje hizo un ligero saludo y marchóse de la sala.

Distante cinco horas de Monsoliu, entre rocas colosales levantábanse los feudales torreones de Manfredo, conde de Monseny. El día mismo en que Roberto salió de su castillo, saliera de Monseny Matilde, la esposa de Manfredo, con cuatro pajes a visitar la cercana ermita. En el castillo se la esperó por largo tiempo, hasta que impaciente Manfredo despachó varios criados en su busca, mientras él mismo se encaminó a la ermita. Al llegar a una altura donde el terreno formaba una pequeña plaza, detúvose su caballo sin que valiese la espuela para hacerle dar un paso adelante. A través de la niebla divisó un bulto tendido en el suelo... probó a levantarlo con la lanza, pero la punta chocó con hierro... echó pie a tierra, y la sangre refluyó a su corazón al conocer el cadáver de su escudero Astolfo. Otros dos yacían al lado suyo. Un ligero ruido le hizo volver la cabeza, y vio otro hombre que, clavadas las uñas en el suelo, revolcábase aún entre los horrores de una lenta agonía... Acercósele... entreabrió el moribundo sus ojos, que se escapaban de la frente, y clavólos en Manfredo. Un sordo murmullo parecía indicar que su lengua se esforzaba en articular las últimas expresiones. He aquí lo que se pronunció... Señor, Ma... til... de... el... am... el... ami... go... y una última convulsión desencajó sus facciones lívidas ya con el dolor de la agonía. El infeliz acababa de espirar... Volvió el señor de Monseny a montar su caballo, y con desesperado galope partió a su castillo. Llegó... precipitóse del caballo... encerróse en su aposento, revolviendo toda la noche en su imaginación las palabras del moribundo: Matilde... el amigo... Al amanecer el sonido de una bocina lo saco de su meditación. Subió el mismo el muro... y vio a la otra parte un hombre alto embozado en una capa negra...

-Abre, Manfredo -decía.

-¿Quién eres tú?

-Isachar.

-¡Perro! ¿Vienes a gozarte en mi dolor?

-No; vengo a aliviarlo.

-¿Qué me traes?

-Matilde y venganza...

El puente levadizo rechinó, dio entrada al hombre negro, y alzóse otra vez, cerrados dentro del castillo, como la lápida cierra los cadáveres en la tumba.

III

Anochecía ya; la reina de los trovadores melancólicamente envolvía en vapores plateados las torres de Monsoliu. Misteriosas estrellas oscilaban en un azul purísimo, en aquel azul con que tal vez brillan los pensamientos de un infante. El frío más horrible que suele seguir a las tempestades de invierno helaba al centinela, que se paseaba en las almenas, como se pasean los espectros entre la niebla que oscurece la atmósfera... Matilde estaba en su aposento reclinada en dos almohadones a la usanza mora, en su mano tristemente apoyada la mejilla. Una mujer que entraba con una luz la distrajo de sus lúgubres pensamientos. Era Rosemunda. Dejó la luz en una mesita de nogal, y suspirando paró indecisa en medio de la habitación. Matilde compadecida la llamó.

-Y bien, joven, ¿por qué no os sentáis a mi lado? Parece que desde mi llegada a Monsoliu una suma tristeza invadió vuestro corazón.

-Dos meses ha que la sonrisa de la alegría no ha animado mis facciones. Pensareis vos que se puede estar alegre amando y viéndose aborrecida, después de haber entregado al objeto que se ama cuanto puede entregar una mujer?

-No comprendo...

-Escuchad, vos sois una mujer desgraciada según veo: los desgraciados conocen las infelicidades de los demás mejor que los felices: escuchadme pues, y tal vez os doleréis de mis infortunios: mi padre desciende de aquella raza cuyo principio, decían, dimana del sol. Creo que sus abuelos moraron en una tierra que se llama Egipto. Mi padre lee en las estrellas. Manfredo de Monseny quiso aprender esa ciencia, y con muchas dádivas atrajo a su castillo a mi padre. El conde tenía una hermana muy hermosa, entendía en eso de hacer trovas5; abandonaba las tareas propias de una mujer, para darse a la lectura de los cantos de los romanceros... Por eso todos le tenían mucho respeto, porque decían que hablaba a solas, y que la visión descendía a su espíritu; quiso también aprender la adivinación. Mi padre y ella se amaron con extraordinaria ternura, tanto, que a poco tiempo ella conoció que otra Rosamunda latía en su seno... Entretanto el conde y un hijo marcharon a la tierra de la Palestina. Mi padre continuó en el castillo... El día llegó... yo nací, y mi madre me crio ocultamente criándome una discreta doncella. Una carta venida de Jerusalén nos hizo saber la muerte del conde que dejaba sus posesiones y sus títulos al actual Manfredo. Un día vimos llegar una comitiva de caballeros... era Manfredo, que en su compañía traía un tal Enrique Maristany... Quiso casar a mi madre con el amigo... mis padres se fugaron del castillo, y nos marchamos a vivir a los márgenes del Betis6. Mi madre perdió su hermosura... una negra melancolía minaba su existencia... Todo el día me enseñaba canciones de su patria. Su vida se iba apagando, como se apaga la lámpara que arde junto a un féretro. Pidió a mi padre morir en su país natal, poder extasiar su alma en la contemplación de las rocas de Monseny. Dos meses después mi madre agonizaba en un lecho de paja mirando las torres del castillo de sus padres... Nada te dejo, me dijo: yo te he enseñado a amar y a llorar..., y murió... Manfredo supo toda nuestra historia por aquella camarera que me cuidaba en mi niñez, así es que persiguió de muerte a mi padre. Tuvimos que refugiarnos cerca de este castillo. Vino a vernos Roberto: dijo a mi padre que en Monsoliu encontraría protección, y podría dedicarse allí a su ciencia favorita... Pero mientras me decía esto, me miraba con un fuego... ¡ay! Nadie me había mirado jamás de aquel modo; mis venas se encendieron a sus miradas. Yo no sabía lo que era amar y le amaba. ¡Madre mía! Yo no sabía que el amor turbase la razón, yo no sabía que amando sólo se tuviese un deseo, un querer, un pensar, un dios, el objeto amado. Pero... dos meses ha que Roberto no me dice aquellas dulces expresiones que embelesaban mi alma. Roberto no me ama..., ¡Roberto ama a otra y esta otra sois vos! » Soltó la rienda al llanto, mientras en vano Matilde procuraba consolarla.

-¡Oh! Yo conozco que debo morir -prosiguió Rosamunda-. Mirad, entre las canciones que me enseñaba mi madre... -«Debajo de un manzano te desperté, allí fue corrompida tu madre, allí fue violada tu engendradora...»7 Esas palabras pronunciadas por una voz sepulcral, que salía de un rincón del aposento, helaron de espanto a las dos mujeres. Levantóse un bulto... y a la luz de la lámpara, reconocieron las facciones de la vieja Ana. Al verlas temblar de miedo soltó estrepitosa carcajada.

-¿Lloráis al mirarme Rosamunda? Tiempo hubo en que reíais al saltar entre mis brazos. ¿Vos no os acordáis ya de aquella mujer, que os cuidaba cuando niña? ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! Las arrugas de la vejez han desfigurado a la pobre Ana. Tiempo hubo en el que el señor de Monsoliu besó estas facciones, ahora lívidas... ¡Oh! En cuanto a vuestra madre Rosemunda... Yo la iniciaba en mis visiones nocturnas; yo le contaba la historia de nuestras danzas en el valle de Aseph8 ¿La queréis oír? Transformada en mochuelo, llevada por un viento arrebatador yo me reunía a mis compañeras. Una encina negra se levantaba en medio: Astarot9 con ese grito llevaba el compás colocado debajo de la encina. Todas quedábamos vestidas de blanca gasa, con una tea encendida en la mano. Hacíamos un círculo alrededor del árbol... ¡Oh! Hubierais visto al señor demonio echar espumarajos, reventando de risa... y luego aquella canción...

Las nubes con su negrísimo

capuz...

Y los fuegos de la noche...

Los valles y las honduras

sin luz

Tumbas de un castillo fúnebre

feudal...

La sangre de los [infelices]...

Besos del rey del infierno

Baal10...

La...



-¿Qué estás cantando bruja? -dijo Roberto entrando en el aposento-. Ve a espantar los búhos que duermen en las grietas de la torre. ¿Ves cuán azoradas has puesto a estas damas?

La vieja, murmurando, contestó:

-Voyme, porque ya viene el que ha de venir. He ido a la torre... La luna despedía rayos de sangre: vuelvo a ella a esperar mi lechuza.

Abrió la ventana, y mostrando con el dedo las lejanas rocas ocultas por la niebla...

-¿Qué veis allá bajo? -preguntó.

-¿Qué hemos de ver? -contestó Roberto-, sino que tus visitas a la bodega te trastornaron el cerebro? Vamos, vete a esperar tu lechuza... quizá el fresco disipará tus visiones...

La vieja clavó su vista atónita en el barón y se fue murmurando restos de una canción.

La lumbre de los sepulcros

azul...

Y... las velas...



Aquí se perdió su voz.

-Bella Rosemunda -dijo el barón- Id..., preguntad si ha parecido ya vuestro padre. Quizá esté en su laboratorio y no quiera abrir... al conocer vuestra voz...

-Señor barón -contestó Matilde con dignidad-, ¿hasta tal extremo puede llegar vuestra infamia, que no contento con haber robado una mujer a su marido abusando de su amistad, queréis aun completar su infortunio? Sabed, señor barón, que esa mujer se mostrará más fuerte de lo que parece: Rosamunda no saldrá.

-¡Cómo! -dijo el barón, rechinando sus dientes y avanzando para coger el brazo de Rosemunda. Pero más rápida que él, Matilde asió con ambos brazos la cintura de la joven decidida a no quedarse sola o a salir arrastrando con Rosemunda. El barón iba a hacer un violento esfuerzo para separarlas, iba a lograrlo... y he aquí que la trompeta del puente anunció la llegada de un forastero. Detúvose Roberto: la voz de Pablo que llamaba a su señor se hizo oír, y el barón salió de la sala arrojando una fogosa mirada a la infeliz Matilde.

IV

-¿Qué novedad ocurre? -preguntó Roberto saliendo del aposento de Matilde.

-Un forastero -contestó Pablo, rendido de cansancio, helado de frío, habiendo perdido el camino pide hospitalidad por esta noche.

-¿Y no le has despachado aún?

-Es que... a decir la verdad, yo ya lo hubiera hecho; ¡pero es tan viejecito!

-Bien; dile que se vaya...

-Voy, pero es una lástima porque aquel laúd.

-¿Qué dices? Espera. ¿Trae un laúd?

-Y lo toca a las mil maravillas, y canta que no hay más que oír. Dicen que Matilde es muy aficionada a la música; podría ser que, oyendo a este Trovador perdiese esa tristeza que aja su rostro.

-Ve, Pablo; introdúcele tú mismo, y luego pasa a avisar a Matilde, para que, si gusta, salga a esta sala a oír una buena voz.

Fuese el paje, y pocos minutos después entró acompañando un hombre como de unos cincuenta años. Una capa azul, larga hasta los talones envolvía su sencilla figura; un gorro del mismo color dejaba asomar sobre dos ojos perspicaces madejas de cabello gris, una barba igualmente gris delatábase hasta su pecho. Entraron entonces Matilde y Rosemunda.

-La paz y la abundancia sean en Monsoliu -dijo el Trovador con voz algo trémula.

-Buen trovador -contestó Roberto-; pocas veces la melodía de los romanceros ha resonado en estas salas, porque a decir la verdad más se nos ha llevado la atención el estrépito de los combates, que la armonía del laúd. Pero creo que estas damas serán de diferente gusto. Hacedme el favor de cantar alguna trova.

-¿Os placerá tal vez la de Berenguer11 asesinado?

-No; esa ya anda de boca en boca; ¿no sabéis otra nueva?

-Una he aprendido en Castilla, ¡pero es tan fría!

-¿Y cómo se titula?

-Cautiverio de doña Rosaura en la torre del mágico Sajor, y su rescate por el caballero Rodrigo.

-Ese título no me gusta..., no la cantéis.

-Al contrario -dijo Matilde-; yo os suplico, buen trovador, que no me privéis del placer de oír una canción que tantos atractivos tiene para mí.

-Si es de vuestro agrado... -dijo Roberto mordiéndose los labios, y, al mismo tiempo, un ligero preludio se dejó percibir. Si Roberto no hubiese estado tan embebido en sus pensamientos, quizás el temblor que se apoderó de las manos del músico hubiera despertado en su corazón más de una sospecha. En esto se preparó el trovador, para soltar la voz al canto.

I

Por entre un espeso bosque

de los espectros asilo,

entre negruzcas encinas

caminaba D. Rodrigo.

Suelta la rienda al caballo

silencioso y pensativo:

fija la barba en el pecho

los ojos en tierra fijos...

un negro pesar le abruma,

y en roedores martirios

revuelve la triste mente...

busca, mas no halla el alivio.

Seis meses ha que la hermosa

que encantaba sus sentidos,

con misterioso silencio

despareció12 del castillo.

Nadie sabe do13 la ocultan...

y en busca de su retiro

frenético día y noche

corriendo va D. Rodrigo.

II

Un triste gemido del bosque en lo oscuro

temblando en los aires en esto se oyó:

gemido de infierno. Gemir condenado

que al buen caballero la sangre le heló.

El casco bruñido se alzó en su cabeza,

el pelo erizado... su frente glacial,

escucha... y un sordo crujir de cadenas

hirió sus oídos con triste sonar.

Impávido avanza la lanza en el ristre

y un lago de fuego descubre... y ¡horror!

del centro del agua se alzaba una torre,

de dentro la torre salía una voz.

III

Tú, caballero, decía,

que mirando al lago estás,

no temas; oye y sabrás

la fatal historia mía.

Presa me tiene Sajor...

Robóme al buen caballero

Rodrigo el aventurero,

en las lides vencedor.

si le encontrares... y luego

una fantasma horrorosa

clamó con voz lastimosa

saliendo del rojo fuego.

Al ver su aspecto nefando,

Rodrigo se persignó...

Los aires un trueno hendió

horriblemente bramando.

Y con terrible mugido

las negras hondas bulleron...

lago y castillo se hundieron

con infernal estampido.

IV

Por entre un espeso bosque,

de los amores asilo,

sobre una alfombra de céspedes

caminaba D. Rodrigo.

Suelta la rienda al caballo,

de su Rosaura va asido:

fija la barba en su seno,

los ojos en ella fijos.

Un dulce placer le anima,

y entre besos y cariños,

ni del caballo se cura,

ni se cura del camino;

seis meses ha que la hermosa

que embelesa sus sentidos,

con misterioso silencio

despareció del castillo.

Ocultábala Sejor...

y él descubrió su retiro:

por esto tan placentero

corriendo va D. Rodrigo.



No se oía ya la voz del trovador, y un profundo silencio reinaba en la sala, interrumpido tan solo por los delicados puntos escapados de los últimos sonidos del arpa, dulces como son dulces las entrecortadas expresiones proferidas en el colmo de la alegría. Mientras cantaba, más de una vez Roberto fijó sus ojos en los de Matilde, y más de una vez quedó admirado al notar en ellos cierta expresión inexplicable de alegría, de ternura y de mil sentimientos a la par... y quizás creyera que los motivaba el trovador, a no ser este tan viejo, y a no tener la canción tantas relaciones con el estado de Matilde, que no cesaba de mirar al anciano. Este se hallaba como turbado; pero difícil fuera notar su turbación, supuesto que desde que acabó de cantar tuvo la cabeza inclinada al instrumento en ademán de templar. Levantóse en fin, y con aire humilde pidió permiso para retirarse, pretextando el cansancio y las fatigas que había soportado aquel día.

-Sí... -contestó el barón-; ¡podéis retiraros! Pablo, le acompañarás a la cocina, y procurarás no le falte nada, no te olvides de la poterna.

Saludáronse y cada uno se fue a su aposento.

V

En la parte occidental de Monsoliu, un espeso bosque dilatábase hasta el foso, de modo que uno podía acercarse al castillo sin temor de ser visto por los centinelas. Frente de esta arboleda descubríase en el muro una poterna defendida por un torreón, cuya sombra parecía unir el foso con el bosque. En lo interior un corredor estrecho guiaba desde la cocina a la poterna, alumbrado hasta la mitad por el reflejo de las luces que ardían en la despensa. Al lado de la poterna, una oscurísima escalera de caracol conducía a lo alto del muro... La noche estaba muy adelantada.

Una sombra atravesó el rayo de luz que iluminaba parte del corredor, y con ligero y silencioso paso se perdió entre la poterna y escalera de caracol. El choque de los vasos y vajilla daba a entender que en la cocina duraba aún la cena de la gente del castillo. Estrepitosas risotadas se oían de cuando en cuando... La voz de Pablo las interrumpió.

-¿Ha de durar eso toda la noche? Este maldito viejo trovador os ha puesto más alegres de lo regular. ¡Ea! El amo descansa ya, los que deban entrar de centinela estén prontos... A dormir, locos.

Dicho esto entró en el corredor, y con mesurado paso empezó a pasearse. La soledad, el silencio de aquel sitio y la hora convidaban a sumergir el alma en la meditación. Pablo poco a poco perdió de vista los arcos que sostenían la bóveda del corredor... Los pilares se transformaron en los objetos que llenaban entonces la mente del joven. El amor era la principal idea que ocupaba a nuestro centinela: la imagen de Rosemunda se le ofrecía do quier14... Pensaba él que el barón cautivo, enamorado de Matilde, no volvería a amar a Rosemunda; entonces él a fuerza de cariño lograría enamorar a la joven, pediría permiso al barón para casarse, permiso que él no negaría, y si lo negase la fuga fuera el mejor medio de llevar a cabo sus proyectos. Una casita entonces les ofrecería murada, segura; allí estaría continuamente en los brazos de su Rosemunda. Una prenda de amor vendría muy pronto a estrechar esta unión y...

Una especie de gemido se oyó en la parte del bosque, y paró el curso de las ideas de Pablo. Detúvose este con el oído aplicado a la poterna15... No se oía nada.

-¿Qué será esto? -se preguntó el paje-. He oído decir que el alma del abuelo de Roberto aparece en estos bosques. Dicen que en esta torre fue asesinada su amante..., pero el viejo mayordomo que me contaba esta historia decía que una luz azul como de una sepultura... Vamos arriba por si divisáramos algo.

Metióse en la escalera.

-Qué oscuro está esto -decía-; y eso que les encargue que...

La punta de un puñal detuvo sus pasos partiéndole el corazón... un ay apagado se dejó percibir. El cadáver de Pablo cayó tendido al pie de la escalera, y una sombra se deslizó hacia la poterna. Con mucho tiento tiró los cerrojos, y dio entrada a un hombre envuelto en una capa negra seguido de muchedumbre de guerreros. Quitóse la sombra una barba y peluca que llevaba y dejó ver las varoniles facciones de un guerrero en la flor de su edad. Un casco cubrió su cabeza, ciñóse su espada, embrazó un escudo, y con terrible mirada levantó el dedo en señal de silencio. Luego extendiendo el brazo, emprendió la marcha hacia la cocina, seguido de sus silenciosos compañeros, que semejaban otros tantos espíritus malignos cuando invisiblemente se congregan para atacar a un pecador en su agonía.

Estaba Roberto reposando en su aposento: un sueño horrible agitaba todos sus miembros. Veía él a Matilde en los brazos de una fantasma, que horriblemente la miraba; el cielo estaba ardiendo; destrozos de un campo de batalla se veían dispersados por todas partes; un horroroso estrépito... Los cabellos del barón se erizaron al sentir una mano que le tocaba; levantóse sobresaltado y vio a un escudero con la espada desnuda. Un estruendo terrible, el estruendo de un combate retumbaba los corredores.

-¿Qué es esto, Wifredo? -preguntó el barón.

-Pronto, señor, una multitud de guerreros capitaneados por un demonio vestido de negro han entrado en el castillo.

-¿Pero cómo?

-Eso es lo que no sabemos, estábamos dando la guardia en el puente y nos han atacado con una furia. Bajaron el puente y entraron muchísimos más.

-¡Pronto! Dame aquel escudo..., sígueme.

La voz de su señor reanimó a los habitantes de Monsoliu vueltos apenas de su primera sorpresa. Peleaban horriblemente en todos los ángulos del castillo: cada aposento, cada corredor era un campo de batalla que resonaba con el choque de las espadas y denuestos que se arrojaban los combatientes... Los que caían, con sus gemidos agonizantes completaban ese cuadro de desolación...

¡Fuego! ¡Fuego! Oyóse gritar, y un rojo resplandor salido del centro del castillo anunció que Monsoliu era presa de las llamas. Oíase aquel bramido sordo que produce un incendio; bramido semejante al del mar, escuchado en las honduras de una montaña. Corría entretanto frenético el joven guerrero que abrió la poterna seguido de algunos de los suyos. Llega al cuarto de Matilde, derriba la puerta..., una mujer arrodillada lloraba en medio del aposento...

-¡Matilde! -exclamó.

-¡Manfredo! -dijo ella, precipitándose en sus brazos, y los sollozos le embargaron la voz.

-Salgamos de aquí, amor mío -decía Manfredo-; este castillo pronto se hundirá... ¿Me conociste con el disfraz de trovador?

-¿Crees tú, dijo Matilde caminando apoyada en su esposo, que una vez vistos tus ojos se pueden desconocer bajo cualquier disfraz?

-¡Oh! Más de una vez temí que Roberto sospechase..., pero entonces la punta de mi puñal hubiera terminado su existencia.

Entraban entonces en el corredor de la poterna; salieron al foso, y encontráronse frente a frente de Roberto con algunos guerreros.

-¡Infame raptor!, ¡mal caballero! -le gritó Manfredo- ¡Salteador de castillos, trovador afeminado! Ahora vas a cantar la última trova -gritó el barón y sus espadas se cruzaron, arrojando centellantes chispas

-¡Por piedad! -clamó Matilde, y se arrojó en medio de los combatientes...

Una estocada que Roberto dirigía a su adversario atravesó a la infeliz Matilde que cayó anegada en su sangre. Su esposo precipitóse sobre ella. Roberto iba a hacer sufrir igual muerte a Manfredo..., pero... Una flecha partiendo de una almena vecina cruzó el espacio, y silbando clavóse en Roberto.

-¡Maldición! -exclamó, y las bascas de la muerte ahogaron las palabras en su garganta. Un bulto vestido de blanco precipitóse del torreón y reventó hecho pedazos en las losas del foso... Entonces el incendio estaba en su colmo: negras columnas de humo levantábanse en la atmósfera; el resplandor de las llamas amortiguaba los rayos de la luna.

-Salvemos a Manfredo -decía el hombre alto vestido de negro, saliendo de la poterna con una tea encendida en la mano: era Isachar. Llenóse el foso de soldados de Manfredo que yertos miraban a su señor estrechar con la mayor desesperación el cadáver de Matilde. La campana del reloj marcó entonces las doce...

-¡Y mi Rosemunda! -gritaba Isachar arrancándose los cabellos; volvió entonces la cabeza... Mira el bulto blanco bañado en un mar de sangre... ¡Una mujer! Acércase y a la luz de la tea reconoce a su hija Rosemunda... Arroja la tea a los aires y lanzando un horroroso grito cae sin sentido junto al cadáver de su hija.

Un estruendo infernal retumbó hasta los últimos valles de Monseny: las torres del castillo hundíanse. Los combatientes huían despavoridos entre las ruinas lanzando aullidos de desesperación, como aúlla el tigre cuando los indios pegan fuego a la yerba que le abrigaba. Los soldados de Manfredo arrancan a su señor de aquel lugar de exterminio. El torreón se desplomó y sepultó con su caída los que yacían en el foso; las llamas entretanto elevábanse silenciosas esparciendo un color rojizo por toda la comarca y silenciosas las estrellas con trémulo resplandor según su curso. ¡Era el fuego de las pasiones al lado del brillo diamantino de la pura inocencia!... Durante muchos días los restos de Monsoliu presentaban de lejos el espectáculo de un volcán humeando después de una erupción.

Manfredo, después de muchos años de delirio, bajó a la tumba llamando a Matilde. Desde entonces, luego que han dado las doce, óyese en Monsoliu aquel grito, y brilla aquella luz misteriosa. Muchos llevados de la curiosidad han llegado al pie del castillo: cuentan que allí la luna despide un color de sangre, y que a su horrible resplandor se ve un bulto como de mujer que da vueltas por las ruinas murmurando unas palabras desconocidas. Hace algunos años que un joven atrevido se empeñó en averiguar estos misterios. Una noche subió al castillo, metióse entre los corredores y al entrar en un patio iluminado por la luna, se encontró con una vieja feísima que tenía la cara como de esqueleto. Clavó en el atónito joven unos ojos abiertos y centellantes... murmuró roncamente con una risa sardónica echando espumarajos por la boca. ¡Era la vieja Ana! El joven huyó despavorido después de dos días de esta nocturna visión. Por esto nadie en aquellas comarcas se atreve a entrar en Monsoliu.

FUENTE

Piferrer y Fábregas, Pablo, «El castillo de Monsoliu»», publicado en El Vapor, 12, 13, 15 y 16 de enero de 1837. Fue reproducido en el Diario de Madrid, el 18, 19, 21 y 22 de abril de 1840.

Edición: María José Alonso Seoane.