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El «Cicerón» del Padre Isla como parodia épico-burlesca

José María Balcells





En nuestro trabajo «La epopeya burlesca española en el siglo XVIII»1, establecíamos las características, la significación, el aprecio, apogeo y ocaso de uno de los subgéneros épicos más relevantes en aquella centuria, el de la epopeya en clave de burlas, cuya última y a la vez más importante obra apareció cuando ya dicho siglo tocaba a su fin. Nos estamos refiriendo a la Quicaida, de Gaspar María de Nava Álvarez, conde de Noroña, quien insertó su texto en el volumen titulado Poesías líricas, aparecido en 1799-1800, y por ende en el umbral mismo del XIX. En el estudio de referencia se incluyó asimismo un epígrafe en torno al corpus de que consta esa modalidad poética en el XVIII, un corpus culminado con la referida obra de Noroña, según acabamos de decir, pero que daba comienzo en 1744 con La Burromaquia de Gabriel Álvarez de Toledo. El elenco de textos de esa índole no es muy numeroso, dándose la circunstancia de que de algunas de esas creaciones tan sólo se conservan fragmentos.

Puntualicemos que el recuento de tales epopeyas burlescas se hizo atendiendo a las que lo eran en sentido estricto, y por consiguiente sin incorporar textos catalogados como traducciones. Sin embargo, y con posterioridad a nuestra aportación citada al principio, decidíamos que era pertinente la ampliación del campo de la pesquisa a aquellos textos cuya naturaleza de escritura traducida no fuese óbice para que conllevasen una sensible vertiente creacional. En su virtud, y tras diversos considerandos, concluimos que también debe figurar en la relación del subgénero que nos ocupa el poema de Alberto Lista El imperio de la estupidez, composición a la que su autor subtituló «Poema satírico en cuatro cantos; traducción libre, en verso suelto, de la Dunciad de Alejandro Pope». Y procede que ese traslado se conceptúe como otra epopeya de burlas de la serie dieciochesca porque, más que una mera versión del inglés al castellano, se trata de una recreación con muchas e importantes modificaciones respecto al original. Esta obra de Lista fue leída el 22 de julio de 1798 en la Academia de Letras Humanas de Sevilla, y permaneció inédita, hasta su publicación por Leopoldo Augusto de Cueto, en el tercero de los volúmenes de Poetas líricos del siglo XVIII2.

Eran pertinentes estas explicaciones previas como introducción a la pregunta que vamos a plantear a partir de ahora, y que formulamos así: La traducción que el Padre Isla realizó de Il Cicerone de Gian Carlo Passeroni ¿puede añadirse también a la serie de epopeyas burlescas del «Siglo de las Luces»? Con precedencia a dar respuesta a la cuestión, toca que proporcionemos diversas noticias ad hoc sobre Passeroni y su obra Il Cicerone, y asimismo sobre Isla y su traducción, sólo muy parcial, de ese texto.




Datos mínimos sobre Passeroni

Empecemos por informar que Gian Carlo Passeroni nació en el condado de Niza en 1713, en la región de Lantosca, y concretamente en el caserío de Condomine. En Milán cursó la carrera sacerdotal en escuelas de jesuitas, regresando a sus lares nativos en 1737 con el fin de ser ordenado, y asimismo con el de recibir un beneficio eclesiástico restringido a su familia. Tras su retorno a Milán, empezó a darse a conocer como poeta, colaborando en la Academia de los Transformati a raíz de solicitárselo los Imbonati, cuya estima había logrado granjearse. En casa del marqués Lucini ejercería funciones de preceptor hasta que empezó a desempeñar la tarea de secretario, primero en Roma y después en Colonia, de su ex-alumno y ahora nuncio apostólico Lucini. De vuelta a la urbe milanesa, se empleó de nuevo como preceptor, esta vez del más joven de los hijos del mencionado noble.

Al fallecer su protector, Passeroni optó por una vida decidida y ostensiblemente sencilla, retirándose a un pequeño habitáculo, ajustándose a una exigua renta procedente de las misas, y declinando aceptar las ocupaciones que le ofrecía el conde de Firmian. Sí se avino en 1770, en cambio, a percibir la pensión de 500 liras milanesas que le concedió la emperatriz María Teresa, una cantidad nada elevada, y que ya no recibiría una vez consumado el traspaso de su protectora. Prescindiendo de abundar en otros beneficios, tan modestos como aleatorios, que pudo allegarse, pero que no tardaron en serle retirados, debemos consignar que su pobreza no iba a ser paliada por la pensión que, en 1802, le otorgaría la República italiana, ni tampoco por la asignación que le daba el Instituto Nacional, del que había sido nombrado miembro, un cargo que apenas desempeñaría, al sorprenderle la muerte en diciembre de 1803.

Si dejamos a un lado su actividad como traductor, de la que son digna muestra sus Epigramas griegos (1786), la producción de Gian Carlo Passeroni comprende una colección de Rime giocose, satiriche e morali (1776), y siete tomos de Favole Esopiane (1778-1788). Pero indudablemente su obra mayor fue Il Cicerone, extensísima epopeya burlesca que se publicó a lo largo de casi cuatro lustros, desde 1755 a 1774. Esta vasta creación alcanzó un notable éxito desde el primer momento, reimprimiéndose repetidas veces, y enriqueciendo económicamente a sus editores, aunque en modo alguno a su autor.




Noticia de Il Cicerone

Esta descomunal epopeya, escrita desde una óptica burlesca, se distingue por su increíble longitud, no sin acaso Passeroni intentó que fuese la creación literaria más dilatada de toda la literatura italiana. Da idea cabal de la prolijidad del texto el dato de que asciende a 11.097 octavas, y por tanto la cifra de sus versos es de 88.776. Estos guarismos son alucinantes, ciertamente, lo mismo que el esfuerzo poético desplegado por el autor, tan enorme como inaudito dentro del marco de una misma obra.

Tocante al contenido, este jesuita se propuso recrear la existencia del celebérrimo orador romano Marco Tulio Cicerón desde una perspectiva burlesca, y concibiendo su plan en tres partes, desde el repaso a su genealogía más inmediata hasta su muerte, pasando por sus estudios y por referir otras circunstancias de su vida privada, así como sus actuaciones públicas, con el desempeño del Consulado, entre otros cargos políticos de gran relieve. Pero el hecho de que el enfoque sea el de una biografía parodiada no será obstáculo para que el lector pueda captar una lección moral en la obra, lección que no es incompatible con el subgénero de la epopeya burlesca, y que se desprende del comportamiento del protagonista, comportamiento siempre sincero y subordinado a la práctica de la virtud.

Compuesto en octavas reales, tipología métrica que constituye la fórmula habitual en las epopeyas desde el Renacimiento, y tanto las graves como las burlescas, como punto de partida narrativo utiliza Passeroni el pretexto del «manuscrito encontrado», y finge que Il Cicerone resulta traducción de un texto caldeo de esa naturaleza, y sobre la vida del orador latino. La autoría se la atribuye a un tal Giambartolomeo. Uno de los rasgos más llamativos y singularizadores de esta epopeya estriba en la copiosísima presencia de digresiones, hasta el punto de que, a juicio nuestro, no estamos en realidad ante excursos intercalados en el tejido biográfico, sino al contrario, puesto que la digresión prima sobre el hilo de la trayectoria vital, de modo que es ésta la que a menudo se diría intercalada en aquél. Un número tan ingente de digresiones ocasiona que, casi al término de la obra, el poeta apenas haya entrado de veras en materia, lo que va a obligarle a narrar la biografía de Cicerón en las últimas fases del texto, y siguiendo como fuente un relato biográfico ad hoc elaborado por el historiador inglés Conyers Middleton. Ahora bien, y volviendo a calibrar el caudal digresivo, reconozcamos que, de no ser tan alto, de no valerse el autor tanto del recurso, le hubiera sido prácticamente imposible situarse tan cerca de los ochenta y nueve mil versos.

Las digresiones son variadas, aludiendo la mayoría a costumbres coetáneas de diversa índole, entre ellas las relativas a escritores de la época, las concernientes a modas sociales, las que reprueban dedicaciones monásticas forzadas, las que desestiman la murmuración y sobre todo las que tienen que ver con el supuesto «natural» de la mujer, y las conductas de las mujeres.

Los momentos humorísticos de Il Cicerone son abundantes, si bien el tedio acecha en no pocas ocasiones, máxime a causa de los imponderables derivados de las extraordinarias longitudes de la obra.




Circunstancias y límites de una versión

A tenor de los años en que se encuadra la vida de Passeroni, puede considerarse coetáneo de José Francisco de Isla, cuya cronología abarca desde 1703 hasta 1781, año de su fallecimiento en Bolonia, ciudad en la que vivió el último periodo de su vida, como huésped de los condes de Tedeschi. En 1775 iría a vivir el escritor leonés con los antedichos nobles boloñeses, y desde entonces su actividad intelectual preferente consistió en tareas de traducción. La más temprana de las que emprendió en tierra italiana fue precisamente la de Il Cicerone, una obra que debió traducir ya en 1774, y por consiguiente antes de acogerse a la hospitalidad de aquellos próceres.

El proyecto de realizar esta tarea en la que puso tanta creatividad por su parte, como demostraremos más adelante, se ha especulado que pudo deberse a una propuesta de su amigo Giuseppe Baretti, escritor de Turín cuyas actividades literarias, principalmente dentro del campo de la crítica, lograron gran eco en su país. Con el turinés se había encontrado por última vez en 1771, en la aldea de Crespelano, próxima a Bolonia, y pudo ser allí donde acaso se generase el estímulo para traducir la obra más celebrada de Passeroni. Sin embargo, pudieron darse otros acicates igualmente con vistas a esta empresa, entre ellos la identificación de Isla con el talante del autor de Il Cicerone, y con sus planteamientos paródicos, amén de su interés en adquirir más competencia en lengua italiana. Y a acabar de decidirse a acometer la versión tal vez contribuyese el protagonismo que en el texto tiene la ciudad de Bolonia, lugar donde entonces residía.

Con el título de El Cicerón, el traslado de Isla de Il Cicerone iba a permanecer inédito por espacio de casi dos siglos, hasta que vio la luz en 1966, a cargo de la Real Academia Española, y en edición de Giuseppe de Gennaro3. En este prolongadísimo lapso de tiempo al texto le sobrevinieron las siguientes vicisitudes: De estar en poder de Isla pasó a sus herederos, quienes instarían su publicación en Madrid, hacia 1826, aunque sin lograrla, a causa de la censura, que alegó para su obstat argumentos de carácter religioso, de carácter moral y aun otros relativos al lenguaje empleado. La obra fue vendida años después, pasando desde 1844 a ser propiedad del Boston Atheneum, donde actualmente se encuentra.

Consta el manuscrito, que es autógrafo del propio Isla, de dieciséis cantos encauzados en octavas reales, la misma métrica del original italiano. El número de octavas de los respectivos cantos oscila en una horquilla que va desde 79 hasta 116. Por lo que hace al número de versos de las octavas, no siempre se ajustan cumplidamente a las exigencias de la preceptiva, que establece en ocho las líneas de las mismas, y así hasta quince octavas los reducen a siete, mientras tres los elevan a nueve. El total de versos de la traducción es de 13.155, lo que supone que el de Vidanes vierte al castellano una sexta parte del poema de Passeroni, la que corresponde casi completamente al primer tomo del mismo, que contiene diecisiete cantos. Por tanto, Il Cicerone comprende setenta y cinco mil seiscientos veintiún versos más que el texto traducido.




Recreación versus obra propia

Y ahora toca puntualizar ya que, para que sea admisible dar cabida a este texto en la serie literaria de referencia que se creó en el XVIII, habrá que solventar previamente el escollo de si este traslado reviste un grado de creación propia suficiente como para que, en adelante, insertemos la obra en la cartografía dieciochesca de las series paródicas. Este es el punto sobre el que discurriremos a continuación.

En su Historia de la Literatura Española, Ticknor cita El Cicerón de Isla como título original del jesuita leonés, pero se trata de una flagrante equivocación, ya que desconoce su procedencia de Il Cicerone. Este error pudo estar causado por dos notas hechas a mano que se superpusieron al texto manuscrito, en la primera de las cuales se lee: «Original del P. Isla. El Cicerón en verso castellano. Esta es la última obra que escribió poco antes de su muerte; consta de 16 cantos y cada canto de 92, 95 y algunos de más octavas: toma por texto la vida de Marco Tulio Cicerón, la que describe en sentido burlesco, y al propio tiempo, por el mismo orden que va refiriendo la vida y circunstancias de aquel orador, va haciendo una crítica en general de todas las costumbres y estados, condiciones y profesiones. El estilo es jocoso y satírico». La segunda nota, más escueta, dice así: «Crítica de la vida de Cicerón y de las costumbres en general escrita en estilo jocoso por el célebre P. Isla, y de su propia letra y puño, cuya obra no se ha publicado nunca»4. A la luz de ambas descripciones, no extraña que Ticknor se confundiese, porque quien redactó esas noticias tampoco alude para nada a la obra de Passeroni, de lo que se desprendería, implícitamente, que El Cicerón era otra obra debida al creador del Fray Gerundio.

Pero evidentemente que no fue fruto suyo y exclusivo El Cicerón, certeza que no obsta para que en el texto existan diversas vertientes que remiten al Padre Isla, como señalaba Ramón Menéndez Pidal cuando apadrinó la edición de la obra, resaltando en ella algunos de sus valores histórico-literarios. He aquí el parecer pidaliano: «La Academia acogió con gusto la publicación del hasta ahora inédito poema Cicerón del Padre Isla porque, si bien es traducción del escrito por Gian Carlo Passeroni, contiene muchos elementos originales y posee valor propio. Es necesario para conocer la labor poética del jesuita leonés, así como importantes aspectos de la vida de relación entre las literaturas italiana y española, las dos más hermanas entre las neolatinas»5.

En el estudio preliminar antepuesto a su edición del traslado al castellano, por Isla, de la obra de Passeroni, Giuseppe de Gennaro proporciona pruebas suficientes para demostrar que la labor realizada por el leonés, a partir de Il Cicerone, no fue la correspondiente a un traductor literal, pero tampoco la de quien hace una traducción libre sin más alcance. La suya es una versión recreadora de esa epopeya burlesca italiana, sobre la que efectúa constantes variaciones de diferente entidad y cariz, hasta el punto de que el antecitado editor precisa que entre Il Cicerone y El Cicerón...: «existe una sola semejanza real y es la del argumento del poema»6.

De Gennaro contrastó el texto original con el llevado a cabo por Isla, y subrayaba en éste una dosis de ironía más fuerte, además de una pluma socarrona más palmaria, de una capacidad más eficaz de divertir al lector, y asimismo de una férula satírica más contundente. Se tomó también la libertad, el jesuita español, de rehacer la finalización del canto XVI de la fuente, rematándolo de guisa que semeja que Il Cicerone finaliza en ese canto, cuando con él ni siquiera acaba el tomo primero de la serie, el cual no concluye hasta el XVII, según dijimos arriba. Pero donde más énfasis pone el editor de El Cicerón es en destacar las diferencias de lenguaje poético entre Passeroni y el de Vidanes, unas diferencias que básicamente consisten en que en la obra española se rebaja de manera drástica el afectado engolamiento académico que rezuma el texto de partida.

Isla debió pretender popularizar o, si se quiere, vulgarizar, aquella creación italiana, sin importarle lo más mínimo el empleo de expresiones chabacanas y ramplonas, y muy posiblemente con la mira puesta en el logro de una interpretación personal del subgénero de la epopeya burlesca. De ser así, habría que admitir, como corolario lógico, la pertinencia de la tesis de De Gennaro según la cual «...Isla vio en Il Cicerone de Passeroni tan sólo un pretexto para ensayar su arte y humor...»7.

Con ser fehacientes y significativas las peculiaridades introducidas por Isla y allegadas hasta aquí, vamos a consignar todavía alguna más que hace al caso, como por ejemplo la españolización a que somete el texto de Passeroni, una españolización que de vez en vez adquiere marchamo leonés. Este trazo estriba en hacer referencias frecuentes a escritores españoles clásicos, así como a ciudades y regiones de España. Y hemos de peraltar que entre estas referencias resaltan las que tienen que ver con la tierra leonesa, de las que transcribiré dos muestras por el orden de aparición en el texto. En la octava XIV del canto sexto dice el autor, con no poca gracia, y refiriéndose al orador cuando era niño, que:


No es razón dispertar a Cicerón,
Y assí no hablaré de él en un gran rato,
Porque sería grande indiscreción
Dispertar, aunque fuera a un Maragato,
Que se tuviera durmiendo en un rincón.
Y assí Chitón, Señores, que ahora trato,
De no inquietar el sueño al buen Rapaz,
Y dejarle dormir en santa paz8.



Y en la octava XVI del canto octavo vuelve a surgir el pretexto leonés:


Sin duda que tenía gran cabeza,
Y de las cosas gran discernimiento,
Aquél, a quien un hombre en la Bañeza
Daba de palos porque andaba lento.
Y diciéndole otro con presteza
Camina, y ahorrarás de palos ciento;
Mas él le respondió (era italiano):
Signor no, che va sano, chi va piano9.



Al final del recorrido argumentativo que nos ha deparado el texto del P. Isla, estimamos que puede darse una respuesta positiva al problema que se planteó al comienzo, y que estriba en preguntarse si es de recibo, o no lo es, que esta obra se incorpore al elenco de las epopeyas paródicas dieciochescas. Al respecto, y dadas las ostensibles evidencias de que la labor del jesuita de Vidanes, lejos de apegarse a la letra de Passeroni, la sobrepasó ampliamente, infundiendo a la obra un sello muy propio y genuino, nos creemos autorizados a conferir estatuto de epopeya burlesca a El Cicerón, que así se convierte en la epopeya burlesca más extensa de las letras españolas, aun estando harto incompleta.





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