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El cielo y el desierto como soportes textuales de los actos poéticos de Raúl Zurita

Benoît Santini1





Desde que irrumpió en el mundo de las letras, el poeta chileno Raúl Zurita (1950) siempre se ha valido de soportes originales, y ha creado documentos poéticos anómalos, raros, peculiares. Así, en 1979, en su poemario Purgatorio, insertó electroencefalogramas o un informe médico, considerados como nuevos soportes textuales fuertemente anti-poéticos, capaces de transmitir su mensaje de desesperación2. Raúl Zurita parece nutrirse de las diferentes corrientes que pueden considerarse como experimentales, que juegan con el lenguaje y sus potencialidades expresivas, al abarcar «manifestaciones literarias que rompen con la estética anterior y presentan violentas innovaciones y rupturas» (Moreno Martínez 144)3. En la poesía experimental y visual de Raúl Zurita, se asocian imagen y texto para suscitar un nuevo modo de lectura y crear textos eficaces.

Esta nueva manera de poetizar se acentúa en el poemario Anteparaíso (1982), en el cual el poeta incluye fotografías de un texto en castellano, escrito en el cielo de Nueva York, con letras de humo, y en La vida nueva (1993), obra en la cual se descubre la foto de una frase breve, un micropoema, cavado en el desierto de Atacama. En ambos casos, el poema desborda la página, va invadiendo el espacio geográfico (cielo, desierto), para crear una fuerte impresión en el espectador. Al inmortalizar estos actos poéticos4 en unas fotografías, el autor hace hincapié en la estrecha relación que une las artes (poesía, arte visual), y en el diálogo que entablan entre sí con fines expresivos5.

Así, nos podemos preguntar en qué manera los poemas «La vida nueva» y «Ni pena ni miedo», vinculados con la literatura experimental, la poesía visual y la poesía acción, pueden considerarse como fuertemente comprometidos e incluso políticos. Insistiendo en la rareza, la novedad, el sentido de la mezcla de estas artes, dividiremos nuestro trabajo en tres ejes: unos soportes textuales inéditos: el cielo y el desierto; la brevedad y concisión formal al servicio del mensaje del poeta, y la elección de la fotografía para inmortalizar estos actos poéticos.




Soportes textuales inéditos: el cielo, el desierto

El poeta no elige al azar estos dos espacios geográficos inmensos: el cielo y el desierto, Nueva York y Atacama6. En efecto, como explicó en varias ocasiones, «desde los tiempos más inmemoriales todas las comunidades han dirigido sus miradas hacia el cielo porque han creído que allí se encuentran las señas de sus destinos» (en entrevista con Neustadt 89). Por lo tanto, el cielo posee una fuerte carga simbólica7. Tras obtener ayudas financieras de varias universidades norteamericanas, y ayudas materiales del Departamento de Estudios Audiovisuales del Instituto Tecnológico de Massachussets, el poeta mandó trazar este poema en el cielo de Nueva York el 2 de junio de 1982, con letras de humo, a más de 4.500 metros de altitud8. Algunos calificaron este acto novedoso, original, destinado a llevar a cabo un combate ético y de justicia social, de «ambicioso proyecto, hasta ese momento inédito en la poesía contemporánea» (Lafuente 7). Este poema es el siguiente:


MI DIOS ES HAMBRE
MI DIOS ES NIEVE
MI DIOS ES NO
MI DIOS ES DESENGAÑO
MI DIOS ES CARROÑA
MI DIOS ES PARAÍSO
MI DIOS ES PAMPA
MI DIOS ES CHICANO
MI DIOS ES CÁNCER
MI DIOS ES VACÍO
MI DIOS ES HERIDA
MI DIOS ES GHETTO
MI DIOS ES DOLOR
MI DIOS ES
MI AMOR DE DIOS


(Zurita «La vida nueva» Anteparaíso 31)                


A lo largo de estos 15 versos, Raúl Zurita manifiesta su deseo de dar de nuevo esperanza a sus compatriotas, que podrían descubrir su poema gracias a las fotos insertas en el poemario, pero también a las poblaciones hispanoparlantes a menudo humildes, fracturadas, emigradas a Nueva York9. Las frases, brevísimas, van al grano y dan en el blanco. El poeta rechaza la página como soporte textual único y considera que abrir el poema al espacio significa oponerse a la marginación y a la injusticia, dirigiéndose a la colectividad, rompiendo las barreras del poema escrito en el papel. Así pues, los versos de «La vida nueva» constituyen lo que Gaston Bachelard llamó una «ensoñación aérea» (216). Todo en este poema fuertemente visual es simbólico: el humo simboliza la elevación de las oraciones hacia Dios. En las antiguas civilizaciones, como en la China, juega un rol de purificación ritual, y entre los indios de América del Norte, las columnas de humo vinculan la tierra y el cielo. En cuanto al cielo, es una manifestación de lo trascendente, regula el orden cósmico y simboliza el orden sagrado del universo. Por último, el color azul es el color de la Virgen, de la verdad entre los egipcios y crea un ambiente de irrealidad y de paz (Chevalier 129-32). Entre los mapuches y las poblaciones vernáculas, es el color del cosmos10. Este poema da entonces una impresión de sosiego, de elevación espiritual, de unión entre los seres, de pureza, como cuando se consume el incienso. Al descubrirlo en el cielo, o al imaginárselo trazándose por el espacio azul, el lector cambia sus modos de lectura, relaciona su cuerpo con el espacio circundante, se siente formar parte del texto y de una comunidad; este poema incita implícitamente a una toma de conciencia de las injusticias del mundo, y a una lucha por establecer mayor equidad social.

En cuanto al desierto, en el que el poeta manda cavar su micropoema «Ni pena ni miedo», es, según el mismo autor, «la imagen más profunda y exacta de lo que es el alma contemporánea: su aparente nada, pero para la cual basta un cambio de luz al ponerse al sol para que se transforme absolutamente en otra cosa. Aridez total, y al mismo tiempo una cierta grandeza que sobrecoge» (Piña 227). El desierto cobra una dimensión simbólica: suele corresponder al mundo atravesado por el ser humano ciego y al lugar de la tentación (Jesús). Otra vez, es también el mundo alejado de Dios, y es ambivalente ya que significa la esterilidad y la fecundidad debida al Ser Supremo (Chevalier 349-50). Raúl Zurita elige este espacio ya que conoce su riqueza simbólica y quiere hacer de él un lugar de dramas y de renacimiento, acabar con lo desértico y crear mediante la palabra un florecimiento. Según Óscar González Villarroel, el poeta quiere «materializar lo casi irrealizable: la travesía bíblica del desierto de la vida con sus sueños y esperanzas» (B14). Entonces, Raúl Zurita le da vida a un lugar árido y vacío, lo llena con la palabra y la confianza. La palabra lo riega y alimenta los anhelos de los seres desanimados11. El autor graba el dolor del pueblo chileno y de la humanidad en el desierto, tal y como él mismo imprime su propio sufrimiento en la mejilla cuando se la quema en 1975 con un hierro candente. En sus actos poéticos, efímeros o duraderos, realizados fuera de las galerías de arte, desprovistos de interés financiero, se esconde un vínculo estrecho entre las experiencias personales y colectivas, así como entre el cuerpo y el espacio12.




Brevedad y concisión formal al servicio del mensaje del poeta

Cabe notar en el poema «La vida nueva« una alternancia de vocablos monosilábicos («NO»), bisilábicos («HAMBRE, NIEVE»), trisilábicos («CARROÑA, CHICANO»), o de cuatro sílabas («DESENGAÑO»), lo cual le confiere un ritmo y una fluidez, una ligereza idéntica a la del humo y del espacio celeste. Esta aparente sencillez semántica facilita la comprensión de las poblaciones marginales que, en su mayoría no tuvieron acceso a la escuela. Este texto juega en una «modificación correlativa del significado», ya que cada palabra remite a un dominio y una noción distintos (Courtès 57). Así, el poeta se vale de una equivalencia y de una anáfora, modificando el nombre atributo. Los términos pertenecen a las isotopías del sufrimiento físico y moral, de la miseria, de la esperanza, del espacio geográfico y del clima, y su punto común es la reivindicación de una identidad. Le permiten al lector ubicarse en un contexto peculiar, a la sazón América Latina, los años 80, la emigración a Estados Unidos. Se trata de un mensaje fugaz, se desvanecen las letras de humo; el impacto tiene que ser inmediato, y el lector se ve abocado a comprender en el acto dicho mensaje. Raúl Zurita, mediante una enunciación en primera persona, insiste en el valor de los que se enfrentan a una realidad difícil, sin esconderse detrás de utopías vanas: ésa es su verdadera religión, como lo sugiere la etimología latina del verbo «re-ligere». Por tanto, el yo poético se hace el portavoz de esta comunidad en este texto, que se parece a una serie de constataciones amargas, pero cuyo objetivo principal será el deseo del poeta de colmar el vacío existencial, y el silencio forzado de estas poblaciones marginales: se sienten abandonadas por Dios, por la sociedad, viven en la precariedad, el desarraigo, y muchos no tienen acceso a condiciones de vida decentes. El poeta les lanza un mensaje desde el firmamento, y explica unos años antes en su texto «Mein Kampf»: «El cielo es el lugar que hemos ido llenando siempre con las carencias de la vida» («¿Qué es el Paraíso?» 20). Su objetivo está claramente definido: «Entendamos entonces nuestra propia actividad productora como una práctica para el Paraíso» (20)13. Raúl Zurita llena entonces de forma simbólica el espacio, tal como lo hace Miguel Ángel en sus pinturas al fresco de la Capilla Sixtina, y al lector le toca hacer lo mismo en la página, al interpretar el significado, al buscar en cada palabra y en la brevedad el sentido profundo del poema. Por último, este poema escrito en el cielo es un lazo entre los hispanohablantes y su Historia, su pasado, como lo explica el mismo autor:

Yo no soy creyente, pero eso significa muy poco, la palabra Dios es una palabra incrustada en las lenguas romances y el castellano es el idioma de la contra reforma y de la evangelización de América, las lenguas tienen una memoria diferente que la de los hombres que las hablan y quitar el catolicismo de la lengua castellana es imposible, no sería este idioma [...] En la poesía que yo escribo dejo hablar esa memoria de la lengua, ella es mucho más fuerte que yo.


(Santini xxx-lvii)                


Según el poeta, el catolicismo representó un trauma para los habitantes originales de América, y por tanto quiere darle a la palabra «Dios» un valor de protección y optimismo, muy lejos de los estragos cometidos por los conquistadores en nombre del cristianismo. Además, la Biblia contiene la memoria histórica y lingüística de los pueblos y las utopías del ser humano, mediante profecías. El poeta, en su texto celeste, quiere también conservar la memoria de pueblos traumatizados y alejados de su país de origen, y evocar los sueños de dichas poblaciones. Para conseguirlo, se vale de palabras llanas asonantes que se sitúan en la rima («hambre, nieve, carroña») y de agudas asonantes («No, Dios»), que ponen de realce los temas claves del poema y crean efectos sonoros variados y suaves. El hablante se presenta como un ser sensible («mi amor de Dios»), determinado («no»), consciente de las plagas del mundo («ghetto, cáncer»). Su Dios es su fe en el ser latinoamericano, es su conciencia aguda de los dramas; propone una crítica implícita de Dios, al asimilarlo al cáncer, al ghetto, ya que abandona al ser humano, y parece carecer de benevolencia. El Yo lírico parece profundamente desengañado.

El poema «Ni pena ni miedo», por su parte, se caracteriza también, y aún más, por su brevedad y su rica expresividad. Este acto poético, llevado a cabo en agosto de 1993, consiste en la excavación de una frase gigantesca en el desierto de Atacama14. Este geoglífico se dirige a aquellos cuya vida es desesperada, y no sólo a los chilenos que sufrieron la dictadura15. Esta frase mide unos 3 kilómetros y sólo se puede ver desde el cielo; Raúl Zurita juega con la oposición entre el cielo y la tierra, la verticalidad y la horizontalidad; le propone al lector o al espectador un juego visual y corporal para alcanzar a leer este texto. La dialéctica de la grandeza y de la nada le interesa al poeta, quiere incitarle al lector a que elabore una interpretación plural de un enunciado único. El horizonte poético de Raúl Zurita se ensancha, superando los límites de la página. Este verso único y nominal, basado en una anáfora, sintetiza el dolor de los pueblos oprimidos que, como Chile entre 1973 y 1990, vivieron experiencias terribles. La inmensidad del desierto se opone a la extrema brevedad del poema, compuesto de seis sílabas y cortado por una cesura que separa los dos sintagmas. Los dos términos «pena, miedo» van unidos y parecen indisociables, pero la doble negación «ni, ni» rechaza el resurgimiento de tales situaciones, tal como lo hace el título del poema celeste, «La vida nueva», que anuncia un porvenir mejor, librado de sus dramas. El efecto de eco, la división regular del verso le permiten a Raúl Zurita explotar todas las capacidades expresivas de la palabra16.




Elección de la fotografía para inmortalizar estos actos poéticos

La fotografía le permite a Raúl Zurita inmortalizar un acto poético efímero («La vida nueva») o difícilmente visible, excepto desde el aire («Ni pena ni miedo»). De este modo, pasa de la extensión geográfica al espacio reducido de la página y confirma lo que afirmó Julia Kristeva: «el lenguaje con la escritura pasa a través del tiempo presentándose como una configuración espacial» (31). Este poema atraviesa el tiempo gracias al soporte fotográfico duradero, valiéndose así del espacio en el sentido propio, ya que se escribe en el cielo neoyorquino o el desierto atacameño. En las fotografías, realizadas a partir del video del artista chileno Juan Downey, los versos están hechos con puntos de humo que trazan letras y frases. Se alargan y destacan en el cielo azul, lo cual le confiere al poema un fuerte valor visual17. Éste posee un objetivo ético también, ya que se dirige en su desmesura a las poblaciones hispanas pobres de Nueva York18. Además, estas fotos le dan al poemario Anteparaíso una estructura equilibrada, como nos lo explicó el mismo poeta: «En Anteparaíso [...] son cuatro partes donde la estructura la dan las fotografías de la escritura en el cielo, separando una parte de la otra. Entonces, el diseño me importa muchísimo» (Santini XXXIV). Con el uso de la fotografía, el poeta enseña sin filtro la realidad (geográfica, política, social), mediante una presentación de un espacio azul o de un lugar fragmentado (el desierto), a través de versos breves y sumamente significativos19. Texto e imagen se combinan. El poema celeste y el verso escrito en el desierto tienen la misma función: denunciar mediante lo implícito y el laconismo, para esperar un futuro más floreciente. Se esparce el mensaje del poeta a lo largo de Anteparaíso puesto que las fotos están repartidas a lo largo del libro, de este modo el lector tiene que desplegar la foto de la escritura en el desierto, contenida en La vida nueva, para que el efecto sea más impactante. El color ocre, o casi rojizo, del desierto y el azul visibles en las fotografías, intensifican la fuerza del mensaje, saltando a la vista del lector cual cuadro de colores vivos20. Además, el azul del cielo, el blanco del humo y el rojo del desierto, colores primarios en su mayoría, se relacionan con los de la bandera chilena, es decir, que el poeta recupera discretamente este símbolo patrio, devolviéndole su verdadero significado, cantando así su amor a Chile. Lo llano que es el cielo y los relieves del desierto se ponen al servicio del compromiso del poeta: a pesar de los obstáculos o barreras que cada uno encuentra a lo largo de su camino, algún día se llegará a una etapa más mansa y suave de su propia existencia.






Conclusión

Hemos intentado demostrar que los poemas «La vida nueva» y «Ni pena ni miedo» son poemas visuales, fotográficos, híbridos, breves y polisémicos. La importancia concedida al cielo y a la sequedad, en ambos poemas, se prolonga en 2007, en In memoriam, obra en la cual el autor se vale de forma recurrente de estas palabras: «las quemadas estrellas», «el cielo de las cordilleras» (92 y 70). Intenta unir dos espacios opuestos, reconstruir el abrazo perdido entre los seres y representar simbólicamente los dolores y esperanzas del ser humano. Además, el poeta, mediante estos actos poéticos experimentales y visuales, le rinde homenaje al universo, como lo explica al decir que «hay que ver de nuevo la tierra sobre la que caminamos, las calles, el cielo, las montañas, como un gran memorial, que vivimos sobre un memorial, y que nosotros tenemos que reconocerlo como tal» («La poesía entierra a todas las víctimas» 5-6). El cielo y el desierto fueron testigos de las atrocidades del mundo, de los deseos profundos del ser humano, por tanto le es natural al autor introducirlos en sus versos. El autor mezcla texto con visualidad, el poema es fotografía y la imagen se vuelve lírica21. Al fin y al cabo, tanto «La vida nueva» como «Ni pena ni miedo» constituyen una quintaesencia de poesía visual, land art y literatura experimental: en efecto, Raúl Zurita se apropia estas corrientes renovadoras haciéndolas suyas, demostrando que su gran logro es crear una escritura poética extremadamente original e inédita.




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