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El «Cisne de Vilamorta», de E. Pardo Bazán, los modelos vivos y la internacionalidad lectora

Ermitas Penas





Sin duda la crítica literaria ha avanzado mucho desde que en el siglo XIX, y por un excesivo afán positivista, cifraba parte de sus intereses en desentrañar los llamados «modelos vivos» que, se suponía, eran trasladados a los textos de ficción. Las obsesiones, tan poco rentables para el avance del estudio de la literatura, por descubrir el correlato real de personajes inmortales como Alonso Quijano o Emma Bovary fueron paradigmáticas.

Este tipo de crítica de marcados acentos decimonónicos y aparente erudito, ha llegado con frecuencia a conclusiones cuando menos pintorescas. Así ocurrió El Cisne de Vilamorta (Madrid, Ricardo Fe, s. a. [1885]), de E. Pardo Bazán, sobre cuyo protagonista, Segundo García, escribía E. González López en relación con su creadora: «acumula sobre él tal cantidad de rasgos románticos, que la pintura se transforma en una caricatura que obedece a un propósito de sátira de los poetas regionales»1.

En otro lugar2 planteamos cómo la autora de La cuestión palpitante construye su criatura literaria siguiendo el modelo, degradado, del héroe romántico que, además, es poeta. Mediante un procedimiento de acumulación de rasgos físicos, psíquicos y de conducta se caracteriza a Segundo García, aunque privado de la grandeza del original. Y a esto contribuye, al ampararse doña Emilia en un nuevo modelo cervantino y flaubertiano, la confrontación irónica entre fantasía y realidad, entre belleza ideal y prosaica fealdad, que alimenta no sólo el diseño del protagonista, sino muchas de las situaciones que centra.

El autor Cantos nostálgicos resulta ser un personaje plano, monocorde, que no se modifica a pesar de los continuos choques con el mundo vilamortino. La única excepción será el doble fracaso amoroso y literario que le llevará -ahora sí- a reaccionar marchándose a América para buscarse la vida como tantos gallegos de la época.

El que Segundo sea natural de la villita, evocadora del Carballiño orensano, no debe llevar a calificarlo de «poeta regional», pues no escribe en Sigue la estela del autor Rimas y la falta de éxito de su empresa sólo puede achacarse a la mediocridad de sus versos. Como se dice en la reseña a Cantos nostálgicos, publicada en El Día: «Es pecado que se le falte al respeto imitándole torpemente [a Bécquer], y estropeando y contrahaciendo sus pensamientos mejores [...] es de sentir que jóvenes muy estimables, dotados quizá de felicísimas disposiciones para el comercio o para la carrera del Notariado y Farmacia, gasten el dinero de sus papás en ediciones lujosas de versos que nadie comprará y leerá»3.

Por todo ello, pues, no debe establecerse un correlato satírico entre el protagonista de la novela pardobazaniana y los poetas regionales gallegos. Sin embargo, en el texto existen algunas referencias a ellos que pueden provocar cierta ambigüedad en el lector.

Entre los autores románticos que Segundo Zorrilla, Heine, Musset, Lamartine, Proudhon, Victor Hugo y «obras de poetas regionales» (24). D. Victoriano de la Comba, buena persona aunque ingenuo, dice al imitador de Bécquer que sueña con publicar sus versos: «Yo he notado en este país una cosa curiosa, y voy a comunicar a usted mis observaciones. Aquí los versos se leen todavía con mucho interés, y parece que las chicas se los aprenden de memoria... Pues allá, en la corte, le aseguro que apenas hay quien se entretenga en eso. Por acá viven veinte o treinta años atrasados: en pleno romanticismo» (103). Y, en efecto, en el capítulo XVII, el lector asiste a una velada poética en el Pazo de las Vides, donde Elvira Molende recita versos de los poetas regionales gallegos: «Ganaban las poesías en dialecto y parecía aumentarse su frescura y agreste aroma al decirlas una mujer, con blanda pronunciación, en la linde de un pinar o bajo la sombra de un emparrado, en serenas noches de luna; y el ritmo pasaba a ser melopea vaga y soñadora como la de algunas baladas alemanas, música labial, salpicado de muelles diptongos, de eñes cariñosas, de equis moduladas con otro tono más meloso que el de la silbadora ch castellana» (158).

Estas referencias deben ser, obviamente, relacionadas y estudiadas con el contexto general de la novela sobre el que conviene hacer algunas precisiones. En primer lugar, en ella existe una crítica al Romanticismo si se tienen en cuenta las inclinaciones lectoras de Segundo, que influyen negativamente en su personalidad y conducta porque es una literatura idealista, de carácter subjetivo, exaltadora de los sentimientos. Lo cual pone de manifiesto el narrador cuando precisa que las consecuencias serían diferentes si el poeta fuese aficionado a otros textos realistas y objetivos: «las ciencias graves y positivas, las lecturas sólidas y serias, nodrizas del vigor mental, la era clásica, la literatura castiza, las severas enseñanzas de la historia» (25).

Por otro lado, el que en exclusiva un personaje como Elvira Molende, remilgada romántica, sepa de memoria versos gallegos provoca, de rechazo, una nota negativa. Parece destacarse el carácter femenil, ya mencionado por don Victoriano, de este tipo de poesía, perteneciente al «género tristón, erótico y elegiaco» (158). Pero, además, la descripción que la voz narradora hace del recitado de la también poetisa resulta de una evidente cursilería, en consonancia con el personaje: «[...] no ignoraba ninguna de las flores y ternezas que constituyen el dulce tesoro de la poesía regional; y al pasar por sus delgados labios, por su voz suave, timbrada con timbre cristalino, al entonarlas con su mimoso acento del país, los versos gallegos adquirían algo de lo que la saeta andaluza en la boca sensual de la gitana: una belleza íntima y penetrante, la concreción del alma de una raza en una perla poética, en una lágrima de amor» (158).

Estas referencias deben ser, obviamente, relacionadas y estudiadas con el contexto general de la novela sobre el que conviene hacer algunas precisiones. En primer lugar, en ella existe una crítica al Romanticismo si se tienen en cuenta las inclinaciones lectoras de Segundo, que influyen negativamente en su personalidad y conducta porque es una literatura idealista, de carácter subjetivo, exaltadora de los sentimientos. Lo cual pone de manifiesto el narrador cuando precisa que las consecuencias serían diferentes si el poeta fuese aficionado a otros textos realistas y objetivos: «[...] las ciencias graves y positivas, las lecturas sólidas y serias, nodrizas del vigor mental, la era clásica, la literatura castiza, las severas enseñanzas de la historia» (25).

Por otro lado, el que en exclusiva un personaje como Elvira Molende, remilgada romántica, sepa de memoria versos gallegos provoca, de rechazo, una nota negativa. Parece destacarse el carácter femenil, ya mencionado por don Victoriano, de este tipo de poesía, perteneciente al «género tristón, erótico y elegíaco» (158). Pero, además, la descripción que la voz narradora hace del recitado de la también poetisa resulta de una evidente cursilería, en consonancia con el personaje: «[...] no ignoraba ninguna de las flores y ternezas que constituyen el dulce tesoro de la poesía regional; y al pasar por sus delgados labios, por su voz suave, timbrada con timbre cristalino, al entonarlas con su mimoso acento del país, los versos gallegos adquirían algo de lo que la saeta andaluza en la boca sensual de la gitana: una belleza íntima y penetrante, la concreción del alma de una raza en una perla poética, en una lágrima de amor» (158).

Es muy posible que estas ironías no fuesen bien recibidas, sobre todo si se tiene en cuenta que en el mismo año de publicación de la novela (1885), unos meses más tarde -2 de septiembre-, doña Emilia pronuncia en el Círculo de Artesanos de La Coruña su conferencia «La poesía regional gallega», en el transcurso de un acto para celebrar la memoria de Rosalía de Castro. En el volumen De mi tierra (1888), considerado por B. Vareta Jácome «el mejor homenaje que se ha rendido a los poetas gallegos de la segunda mitad del siglo XIX», se publicó junto a otros trabajos, alguno de los cuales versaba sobre Lamas Carvajal, Pondal y Benito Losada4. En este discurso, las personales consideraciones de la autora no resultan del todo meridianas, y más si no se circunscriben a sus preferencias estéticas e ideológicas. No puede dudarse de la sincera cercanía con que Pardo Bazán escribe sobre el «Rexurdimento» gallego. Ahora bien, ese acercamiento es más sentimental que intelectual. Le atrae sobre todo lo que significa pintoresquismo costumbrista y tradiciones populares, pero abriga «dudas acerca de su utilidad y porvenir» (9). Estas dudas no las aclara cuando pronuncia su conferencia -sí lo hará, en cinco notas explicatorias, en la publicación de 1888-, lo que debió producir perplejidad en su momento, coincidente como ya se ha indicado con la salida a la luz de El Cisne.

Más adelante, sin embargo, sus referencias al hecho cultural catalán, que contrapone al gallego, iluminan algo esa declaración elusiva. Observa aspectos negativos: la lengua gallega no se usa en la conversación «entre gentes instruidas» (11), en la correspondencia, conferencias, sermones, administración, pues «en Galicia esto se hace en castellano» (11). En la «Renaixença» se cultivan todos los géneros literarios, en su tierra poesía lírica sobre todo (16). Tampoco se publican libros y revistas de bella tipografía (14). Se lamenta doña Emilia de cómo han degenerado los Juegos florales, iniciados en 1862 en La Coruña y convertidos «en insulsos Certámenes» (15). Llega a hacer contundentes afirmaciones: «Dígase lo que se quiera, el estado material de los países se refleja tarde o temprano en la intensidad de su vida literaria, y ésta, en Galicia, ha sido y es lánguida y trabajosa, no por incapacidad de la raza, sino por consecuencia ineludible del abatimiento general en que la desventura, y la apatía que engendrar suele, nos tiene sumidos» (14).

A ello añade que los escritores de Galicia hacen una «reconstrucción artificiosa» (16) de una lengua olvidada por la cultura y tienen que someterse a la operación de «construir en gallego lo que pensaron en distinta lengua» (16).

Entra dentro de lo verosímil que todas estas declaraciones, no del todo falsas, pudieran ser interpretadas como falta de sensibilidad por parte de Pardo Bazán para reconocer el enorme esfuerzo cultural, literario y lingüístico que suponía la empresa del «Rexurdimento». Lo cual no debía resultar disonante, para el lector, con las referencias, arriba mencionadas, a los poetas regionales gallegos en El Cisne de Vilamorta.

Por otro lado, no puede prescindirse en las valoraciones -equivocadas a veces- y silencios de doña Emilia, que tantas enemistades le ocasionaron5, de ciertas ideas dominantes en su estética. Entre ellas, la postergación de la lírica intimista, todavía anclada en el Romanticismo, en favor de una literatura objetiva, observadora y espejo de la sociedad, reino vedado de la novela. O también, el rechazo a toda expresión civil, utilitarista, reivindicativa y, en cierto modo, didáctica de la obra de arte, cuyo fin considera únicamente la belleza.

Desde la ladera de lo personal y poco amistoso, Curros Enríquez creyó verse retratado en El Cisne6. Nada hay, sin embargo, en la novela que pueda dar lugar a semejante lectura. Existe, no obstante, una referencia al autor de Aires da miña terra (1880) para la que cabe la interpretación dada anteriormente a otras menciones de poetas gallegos. En la velada poética del capítulo XVII, el narrador señala que «Elvira se pintaba sola para entonar aquella popularísima y saudosa cantiga de Curros, que parece hecha para las noches druídicas, de luna» (158)7. Pero el poeta de Celanova (Orense), al que no debió gustarle tampoco el tratamiento que doña Emilia le daba en su discurso «La poesía regional gallega», contestó con una innominada inclusión en el vagón segundo, el de la envidia, del tren de su poema burlesco O divino sainete (1888)8. Pero el malestar de Curros era por fuerza anterior a la salida de la novela vilamortina. Se remontaba a cinco años atrás, a raíz de la publicación de una reseña de Pardo Bazán sobre el poemario, arriba indicado, en la Revista de Galicia (10-VII-1880, 181-183). En ella se afirmaba, entre otras cosas, que el libro tenía «lunares de los que no agracian, lastimosamente confundidos con bellezas de las que no abundan» (183). Esos «lunares» que afean Aires da miña terra, según nuestra escritora, son las poesías «político-sociales» que rebajan la valía del autor cuando «olvidándose de que hay en el mundo democracias, libre-pensamientos, socialismos y comunismos, se resigna a ser poeta y no más que poeta» (182).

Sin embargo, Segundo García, protagonista de El Cisne de Vilamorta, se siente atraído constantemente por la luna y el rumor de los pinos. Y estos dos motivos poéticos son fundamentales, como es bien conocido, en Queixumes dos pinos (1886) y Rumores de los pinos, edición bilingüe, (1879), de Eduardo Pondal, siempre admirado por Pardo Bazán. A él, precisamente, dedica en De mi tierra un trabajo titulado «Luz de luna» (73-91).

En relación con este sugestivo tema de la lectura intencional, y conectado también con la novela de la escritora coruñesa, podría considerarse la inconclusa Cuesta abajo, de L. Alas, que se publicó en La Ilustración Ibérica entre el 15 de enero de 1890 y el 25 de junio de 1891. En ella, Narciso Arroyo, de 36 años, decide «escribir las memorias de mi vida»9, en las que ocupa un relevante lugar su conocimiento de las hermanas Pondal y posterior elección de una de ellas como esposa.

Con frecuencia se ha destacado el carácter autobiográfico de esta novela, amén de su variedad de tonos -lírico, irónico y satírico-, y hasta su parentesco proustiano al ser captadas determinadas realidades por los sentidos, evocadores del pasado10.

Cuando se redacta y publica, el enfrentamiento de Alas y Pardo Bazán era notorio. La anécdota desencadenante de tal enemistad es conocida: Lázaro Galdiano, director de La España Moderna, reclamaba a Clarín, en carta del 20 de mayo de 1890, unas reseñas sobre las más recientes novelas de la autora de Los Pazos de Ulloa, pues los colaboradores de la revista -y doña Emilia lo era- recibían atención especial respecto a sus publicaciones. Sin embargo, aquél había enviado una sobre la Poética de Campoamor. No contestó Alas y el número de mayo salió sin su escrito. La nueva carta de Lázaro, del 12 de junio, trajo como consecuencia no sólo la retirada de la reseña mencionada, sino de su nombre de la publicación madrileña11.

A partir de aquí, el talante de crítico objetivo del que siempre alardeó el temible Clarín y que nunca dejó de atribuírsele, se ve contaminado por desagradables cuestiones personales que en nada engrandecen, sino todo lo contrario, las sucesivas reseñas que hace a las obras de Emilia Pardo Bazán. Claro que esto venía de atrás.

No es nuestra intención examinar ahora las relaciones literarias e individuales entre tan señeros escritores, para lo que se podrían aportar interesantísimos documentos12. No obstante, debe hacerse referencia a unos cuantos hechos que, seguramente, adelantan en el tiempo esa ya franca ruptura de la primavera-verano de 1890. Pertenecen a la época en que ambos autores publican sus obras más granadas, La Regenta y Los Pazos de Ulloa.

En años muy próximos, aunque anteriores, su correspondencia puede ser calificada de sincera, intimista y francamente amistosa. Y en ella se habla de El Cisne de Vilamorta y la gran novela de Clarín13. Este, hacia noviembre o diciembre de 1883, le hace una confidencia literaria, hurtada todavía a su admirado Galdós y a su amigo de la infancia Palacio Valdés: está escribiendo La Regenta, a razón de cuatrocientas cuartillas al mes. Pero también le comunica sus preocupaciones y temores sobre sus dotes de escritor. La contestación de Pardo Bazán (22-XII-1883) es de ánimo. Pasado el tiempo y salido el primer volumen de la novela a primeros de 1885, Alas se lo envía a París donde se encontraba la autora, tras su regreso de Italia. Una vez en España, felicita a su amigo, en carta del 18 de abril, y hace un juicio muy acertado de La Regenta. Le pone un único defecto, no para ella sino para el lector en general: su excesiva extensión. Y le reconoce algo que a Clarín le preocupaba enormemente: «Ya tiene V. fisonomía y originalidad propia» (297). Y al final le habla de El Cisne de Vilamorta: está corrigiendo pruebas y le suplica «diga algo de ella. ¡Sus críticas de V. están haciendo tanta falta!» (297-298).

En una nueva carta, del 20 de mayo, Alas le promete ocuparse de su nueva novela y el 25 de mismo mes, doña Emilia afirma que ya se la ha enviado y le manda remitir la reseña, como así lo hizo Clarín, a El Globo, dirigido por el coruñés Alfredo Vicenti. Sigue la escritora marinedina animando al creador de Vetusta y le confiesa los riesgos que ha corrido al reflejar gentes que pueden enojarse al creerse retratados en la obra. Y añade algo de interés en relación con El Cisne. «Mi Vilamorta felizmente no me ve el pelo, que si no...» (298)14.

Pardo Bazán inicia su carta del 7 de julio con estas palabras: «Mi buen amigo: su opinión acerca del Cisne me tranquilizó bastante, pues ya estaba alarmada» (299). Lo que prueba el peso que para ella tenía la recepción crítica clariniana. Indica, además, que ya ha leído el volumen segundo de La Regenta, para lo cual se ha fingido enferma, y su juicio no puede ser más favorable, aunque sigue lamentando la excesiva longitud. Hace, además, un fino análisis de Ana Ozores, que completará en una carta posterior, del 27 de julio. Y compara, con resultado favorable para Alas, su novela con Lo prohibido de Galdós, lo que debió agradarle sobremanera.

No hay duda que en estos momentos nada hacía presagiar una ruptura tan violenta entre ambos escritores. Tal vez, como supone D. Gamallo Fierros15, doña Emilia actuó egoístamente al no dedicar algunas líneas a la gran obra de su amigo, quien había reseñado Un viaje de novios, La Tribuna, El Cisne de Vilamorta y prologado la edición en libro de La cuestión palpitante.

En 1886 Galdós no consigue ingresar en la Academia. Leopoldo Alas culpa de ello a la envidia de Antonio Cánovas. La carta de Pardo Bazán, fechada a 13 de diciembre de ese año, muestra otra opinión: le parece absurda esa supuesta envidia, pero sí admite el influjo de «teclas políticas que ofuscan el espíritu, más grande y más sereno» (311). El caso es que años más tarde, el propio Clarín escribirá a Galdós (17-VI-1891) recordando este episodio y considerándolo la causa por la que había comenzado a «enfriar con esa señora» (311)16.

Esta naciente inquina es la que, sin duda, se transparenta en la reseña de Alas al primer volumen de Los Pazos de Ulloa (La Opinión, 7, 18 y 30 de noviembre de 1886). En ella no sólo se apela a la ironía y sarcasmo, sino que se hacen afirmaciones que contrastan, y hasta contradicen, el tono laudatorio que presiden los artículos escritos tras la salida del segundo volumen (La Ilustración Ibérica, 29 de enero y 5 de febrero de 1887). Las tres partes que integran la crítica publicada en La Opinión desarrollan las «limitaciones» que Clarín detecta en la escritura de doña Emilia: la construcción débil de los personajes, la falta de realismo que apoya en argumentos relacionados con su sexo, condición social y fe católica, y la ausencia de temperamento literario. Son imputaciones muy graves, que junto a lo anteriormente mencionado, adelantan la crisis al extemporáneo episodio de 1890.

Es en esta época, precisamente, cuando Alas arremete con más violencia contra Emilia Pardo Bazán. De julio, de ese año, son sus negativas reseñas a Insolación y Morriña. Y en la misma línea, en la que se mezcla la supuesta crítica y la ofensa, escribe malévolos comentarios contra Una cristiana y La prueba y lanza duros ataques al Nuevo Teatro Crítico, la ambiciosa publicación que la autora llevaba en solitario17.

Pues bien, la publicación en La Ilustración Ibérica de Cuesta abajo es rigurosamente contemporánea de todo lo anterior. No parece casual, por tanto, que en esta autobiografía ficticia, de claras reminiscencias clarinianas, Alas intente a través de la creación literaria ahondar más todavía en su conflicto personal con doña Emilia.

Por de pronto, conocedor tal vez de las tensiones de ésta con los poetas del «Rexurdimento» gallego, Clarín hace que el protagonista de su novela, al igual que el de El Cisne de Vilamorta, sea un aficionado a las lecturas románticas y se sienta profundamente unido a la naturaleza. No tiene el joven Narciso Arroyo, al contrario que Segundo García, una atracción especial hacia el rumor de los pinos, pero sí, como el imitador becqueriano, por la luna.

Ya se indicó anteriormente la importancia capital de esos dos motivos poéticos en Queixumes dos pinos, de Eduardo Pondal. Pero además, la palabra Pombal, que en Cuesta abajo aparece reiteradamente, se reviste de diferentes acepciones: es apellido de las dos señoritas, lugar topográfico y, también, construcción solariega. Evidentemente, esto no es ajeno al recíproco y continuo trasvase de topónimos a antropónimos, pero, tal vez, Alas no deja de someter el término a un juego irónico e, incluso, satírico. No sólo es muy cercano a Pondal, sino que posibilita unirlo a una de las jóvenes (Emilia Pombal) y referirlo a la luna («de Pombal» o «del Pombal»).

Pero hay más, en Cuesta abajo se enfrentan dos tipos de mujer, encarnadas en Emilia y Elena, física y espiritualmente muy diferentes. Recuerdan el precedente bíblico de Marta (acción) y María (contemplación), inspirador de la novela de igual nombre (1883) de Armando Palacio Valdés, uno de los grandes enemigos de Pardo Bazán. Marta es animosa, práctica, activa y prototipo de virtudes domésticas. María, sin embargo, no parece sentirse muy atraída por ellas, dada su dulzura, melancolía, tendencia mística y romanticismo.

Clarín modifica el modelo del autor de La espuma. Si bien Elena, la hermana pequeña, parece adaptarse a las pautas evangélicas mantenidas en Marta y María, Emilia, la mayor, añade algo nuevo al modelo literario precedente: la sensualidad.

Aunque Emilia Pombal es alta y de ojos verdes, la configuran otros rasgos evocadores de la autora de Los Pazos de Ulloa: cuello corto y ancho, poderosas caderas, nariz aguileña y no larga y hombros robustos. A lo que se añade con fines satíricos que su «faz tenía el aspecto de cualquier ave de rapiña» (120).

Las dos jóvenes comienzan a mantener una rivalidad por agradar a Narciso, pero mientras Elena lo hace «sin darse cuenta del propósito» (135), su hermana, «con plena conciencia y arte» (139), desplegando sus habilidades. Narra Arroyo como, intencionalmente, tropieza con él y lo mira «con ojos de fuego y de ave de rapiña, para estudiar en mi rostro la impresión del rápido pero intenso contacto de su busto con mi cuerpo» (134). Reconoce que «el achuchón de Emilia y la mirada que le acompañó me causaron una delicia carnal desconocida para mí hasta aquel momento» (135).

La mayor de las Pombal parece saber muy bien lo que quiere, como mujer más experta que su hermana, y así lo reconoce Narciso desde su madurez presente: «[...] quería deslumbrarme, seducirme: no quería gozar con mi contacto placeres lúbricos, por someros que fuesen. Su malicia de mujer de alguna experiencia le decía que a mi edad, y en mi estado de impericia en tales lides, el mejor medio para dominarme era el que ella empleaba, y para el cual le daban armas admirables sus condiciones personales» (136).

Emilia, «embriaguez, color, inquietud voluptuosa» (135), consigue envolver al joven Narciso «en su atmósfera de seducciones sensuales» (135). Pero éste hace a los treinta y seis años unos comentarios irónicos sobre el comportamiento de la mayor de las Pombal, que actuaba «sin recatarse, por cierto, sin miedo de que pudiera parecerme poco honesta; atrevimiento donoso que en aquel tiempo me asustaba y me atraía, porque para mí era entonces inaudito semejante proceder en una señorita, bien educada. Ni en las novelas, ni en mis cálculos sociológicos, entraban damas, doncellas particularmente, que hicieran tan ostensible alarde de sus gracias corporales y fuesen tan propensas a los choques y contactos tan falsamente casuales» (135-136).

Pasado el tiempo, con la experiencia de la vida, ese comportamiento es juzgado más benévolamente pero, tal vez, con franca mala fe: «Hasta muchos años después no pude yo comprender que tal conducta no nacía de perversidad moral, sino de temperamento y de escasa delicadeza en el instinto pudoroso, debilitado o embotado en ciertas mujeres, como pueden adolecer de mal oído o de mal gusto para casar colores» (136).

Emilia parece tener ganada la batalla, tanto es así que Narciso confiesa que llegó a «saborear una sonrisa [...] que equivalía a toda una merienda de sensualidad fina» (136) y que «viví exclusivamente para los sentidos» (p. 136). Pero será, al final, la romántica y tímida Elena la agraciada cuando, gracias a la revelación de un pasado remoto compartido que se evoca al contemplar la luna de Pombal, Arroyo reconoce estar enamorado de ella.

Emilia, tan distinta de su hermana, dirá al joven que su hermana y tía le llaman «la Jorge Sandio, porque leo libros que a ellas no les gustan» (141), y, claro es, se quedará al margen del poético suceso. Sin embargo, ya casado Narciso, ante la insistente sugerencia de su esposa para que incluya aquél en alguna de sus novelas, no lo hace. La aristotélica e irónica razón que esgrime, apoyada en sus «teorías de catedrático cursi» (141), podría ser suscrita por su cuñada, tan hija de la naturaleza y poco proclive a la ensoñación, pero también por Emilia Pardo Bazán: «aquello de la luna del Pombal, aunque era verdadero, era inverosímil, amanerado, idealista, romántico» (141).

Este largo recorrido en relación con El Cisne de Vilamorta ha puesto sobre el tapete determinados nombres propios, modelos vivos, que en ocasiones es difícil desvincular de la intencionalidad del lector y de una correcta interpretación textual. Parece evidente que en la novela pardobazaniana no se hace una sátira de los poetas regionales gallegos a través de su protagonista Segundo García. Sin embargo, no lo entendieron así Curros Enríquez ni Leopoldo Alas que publica Cuesta abajo, ahondando en la ruptura con la autora coruñesa. Ciertamente, se plantea no tanto un problema de creación como de recepción, y la crítica positivista, que no logra en este caso reconstruir la voluntad del escritor, se mueve por el contrario en un mero ámbito interpretativo, de pura hermenéutica lectora.





 
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