El concepto de progreso en la estética de Emilio Castelar
María del Carmen García Tejera
Universidad de Cádiz
Esta ponencia quiere responder al reto que lanzan, de un lado, algunos estudiosos de Castelar (que reivindican la necesidad de investigar las numerosas facetas de este político y orador decimonónico)1, y de otro, su propia actividad, múltiple y variada, de político, profesor, creador, ensayista, crítico, etc. La oratoria de Castelar -mejor dicho, su «estilo», su práctica oratoria- ha centrado la atención, tanto de los investigadores como del público en general 2. Pero el contenido de sus discursos, así como su propio ideario -o, al menos algunos aspectos del mismo- son, hoy en día, prácticamente desconocidos: no ignoramos, desde luego, las convicciones demócratas que alentaban a Don Emilio, a las que, en gran medida, están subordinadas tanto sus ideales y actitudes como sus actuaciones. Se nos escapa, sin embargo, hasta qué punto repercuten en su concepción del Arte. Hasta ha tratado (para aceptarlos o rechazarlos) de los supuestos éticos de Castelar. En esta ocasión, intentaremos acercarnos, también, a los supuestos estéticos. Y hacemos referencia, en conjunto, a su ideario artístico, y no específicamente a su teoría literaria, puesto que, pese a que la Literatura es el objeto de sus preferencias (tanto en la vertiente creativa como en la ensayística), Castelar es un entusiasta de todas las manifestaciones artísticas (música, pintura, escultura, arquitectura...), además de un excelente conocedor de la Historia del Arte. La Literatura es, para Castelar (que prefiere seguir denominándola Poesía), la suma, el compendio de todas las Artes:
(Lucano: 136). |
Queremos situarnos, precisamente, en ese ámbito -tan amplio como impreciso- en el que sus planteamientos estéticos se integran en los éticos. Partimos de la base de que el concepto de «progreso» de Castelar (objeto de uno de sus más conocidos discursos y, en general, punto de partida y clave de su ideología) informa y aporta la necesaria cohesión a su ideario artístico, que se nos ofrece fragmentado a lo largo de su obra ensayística y de sus discursos, e incluso configurado a partir de nociones opuestas.
Como es natural, las propuestas que presentamos no tienen otro valor que el de meras hipótesis de trabajo, que nacen a partir de la revisión efectuada por algunos escritos (discursos y ensayos, no creaciones literarias) de Castelar, en los que aparecen declaraciones, afirmaciones u opiniones personales que nos pueden ayudar a configurar su propia estética3.
Una última advertencia: adentrarse por los escritos de Castelar para intentar explicitar su estética no es tarea fácil: la riqueza y complejidad -a veces «selvática»- de su expresión se convierte, a menudo, en un serio obstáculo para identificar las ideas que sustenta. Como ya hemos indicado, la coherencia conceptual no es siempre una virtud castelariana: a veces, sus escritos revelan ciertas contradicciones entre sus supuestos teóricos y sus verdaderos gustos artísticos. Sin embargo, opinamos que todas estas posibles dificultades funcionan como verdaderos acicates, como estímulos que pueden orientar y favorecer una investigación que, al menos en nuestro caso, llega a resultar fascinante.
«Toda filosofía verdadera resulta, al fin y
al cabo, idealista, como todo arte se resuelve en ideal»
(Academia: 59). En esta afirmación de
Castelar encontramos, resumidos y conectados, dos aspectos
claves de su pensamiento; de un lado, su idealismo confeso; de
otro, la subordinación de sus propuestas estéticas a
su ideología.
Castelar repite
con frecuencia que sus planteamientos nacen de la razón.
Pero ni por su formación ni por su propio talante puede
adscribirse Castelar a una sola línea de pensamiento. En
1893 alaba las excelencias del método hegeliano «para mostrar la dialéctica de los
hechos»
(Vid. A. Palacio Valdés,
s. f.), aunque Menéndez
Pelayo (1956, II: 393) ridiculiza los términos en que se
produce tal adhesión. Se señalan en la
configuración de su pensamiento, además del idealismo
kantiano y hegeliano, ciertas huellas de Fichte (De Lario,
ed., 1982). También se
ha citado a menudo su filiación krausista: entre sus
maestros en la Universidad madrileña figuraban
Núñez Arenas, Amador de los Ríos o Sanz del
Río (a quienes cita en la defensa de su tesis doctoral sobre
Lucano)4.
Esta mezcla de escuelas que, al menos en apariencia, configura la ideología de Castelar, no es otra cosa que la coincidencia de líneas de pensamiento con su peculiar personalidad. Sí es cierto que se declara esencialmente idealista (de ahí su estética «romántica» o sus adhesiones a Kant, Hegel o a sus maestros krausistas), y rechaza -al menos en teoría- las escuelas sensualistas, puesto que, a su juicio, los sentimientos y las ideas forman un todo indisoluble:
(Academia: 7-8). |
Por eso se
manifiesta también idealista en su concepción del
arte y de la poesía: «La
poesía es, como todo arte, la idea sentida con profundidad y
expresada con hermosura»
(ed. 1980: 155)5,
y define el arte como «lo ideal, sentido
con profundidad y expresado con belleza»
(Academia: 14). Pero, sobre todo, su concepto de arte va
íntimamente ligado al de libertad, al de ejercicio
desinteresado y gratuito, no subordinado a ninguna finalidad
utilitaria:
(Academia: 62)6. |
El planteamiento
de esta famosa dicotomía referida a una hipotética
adscripción de Castelar a uno u otro bando podría
resultar, cuando menos, anacrónica. Sin embargo, algunas
declaraciones de Castelar parecen no dejar dudas acerca de sus
preferencias artísticas: «Yo adoro
la hermosura clásica. Yo creo que la humanidad ha llegado en
aquel tiempo, en aquellas condiciones de civilización, a lo
perfecto»
(1871: 21). Y en la Vida de Lord
Byron, proclama a Grecia «la tierra
de las formas artísticas, la tierra de la expresión
perfecta. No hay en el mundo país alguno que haya tan
profundamente acertado con la manifestación bella de la idea
como Grecia»
(p. 55).
Paradójicamente, junto a su defensa del arte clásico
(o si se prefiere, del arte griego, paradigma del arte
«ideal») hay que considerar su rechazo al arte
«clasicista»: Castelar no admite la
reproducción, la copia de fórmulas artísticas
del pasado, «la imitación de la
Antigüedad, la imitación de las formas clásicas,
la imitación del mundo helénico, sobre el cual han
pasado tantos siglos»
(1871: 22). La creación
artística nunca puede remedar las obras del pasado, sino que
ha de reflejar lo que acontece en su tiempo: «En el rostro de los hombres de este siglo no
puede existir la serenidad olímpica, inalterable, cuando la
duda les muerde el corazón y la sed de lo infinito les seca
los labios. Si un pintor es hijo de su tiempo -concluye- debe
expresar las ideas de su tiempo»
(ibidem).
Pasemos al otro extremo de la dicotomía: ¿es Castelar un «romántico»? Debemos advertir que algunos estudiosos lo han considerado como tal7. No carecen de sentido estas adscripciones: un repaso por sus preferencias literarias y por su obra biográfica y crítica, por su concepción del poeta y de la creación literaria, así como por su filiación ideológica (que, como ya hemos advertido, declara él mismo deudora de Kant y de Hegel, con ciertos atisbos krausistas en su formación)8, nos permitirían concluir -al menos, de momento- que Castelar se manifiesta claramente a favor de la estética romántica. Debemos precisar, sin embargo, que se trata, en todo caso, de un romanticismo tardío, de uno de los numerosos epígonos que, en las postrimerías del siglo XIX enlazan con los movimientos simbolistas e impresionistas (Delia Volpe, 1971: 91-92; Tatarkiewicz, 1975: 223).
El
«romanticismo» de Castelar se hace patente, por
ejemplo, cuando manifiesta sus preferencias por determinados
autores: elogia el teatro de Calderón («Si la España del siglo
décimo-séptimo se perdiera con su historia, sus
monumentos, sus estatuas, bastaba para vivir eternamente que se
salvaran de los estragos del tiempo los dramas de
Calderón»
, 1871: 23) y el de Shakespeare, y
declara la superioridad de las creaciones literarias
españolas y de su «carácter
romántico» cuyos máximos exponentes son
«el Romancero, el primer poema
épico de los tiempos modernos; el Quijote, la primera
novela; y los dramas incomparables, que constituyen el primero sin
duda alguna entre todos los teatros del mundo»
(Academia: 105). De los poetas de su siglo, alaba a
Chateaubriand, Lamartine y Victor Hugo (entre los franceses); al
inglés Lord Byron; de los españoles, a Espronceda,
Carolina Coronado o Rosalía de Castro... sin olvidar las
voces nuevas que llegaban del otro lado del Atlántico, tanto
de la América Latina -Rubén Darío- como del
Norte -Walt Whitman.
El carácter
«irracional» (o si se quiere, platónico) de sus
conceptos de creación, poeta, etc. son también
románticos. «El poeta es un ser
misterioso, indefinible, que se escapa al análisis [...] Los
poetas [...] son algo de incomprensible»
(1873:
23-25).
El poeta es
además, para Castelar, un elegido, un signado, que
actúa guiado por una «vocación», es
decir, que obedece a los impulsos de una voz misteriosa, a la que
ya nunca se podrá sustraer. Hartzembusch se convierte en
autor dramático «escuchando la voz
sobrenatural de sus vocaciones y siéndole fiel hasta la hora
misma de su muerte»
(ed. 1980: 122). Refiriéndose a
Rosalía de Castro, afirma:
(ed. 1980: 155). |
El poeta, por esta
condición sobrenatural, es también un
«vidente», un «profeta». «La cualidad poética por excelencia
-continúa Castelar- [es] la vista intuitiva de la
relación misteriosa que existe entre el mundo interior y el
mundo exterior»
(ed.
1980: 158). En el poeta -en el artista- la intuición triunfa
sobre la razón; la inspiración -inconsciente- se
superpone al conocimiento técnico; lo divino vence a lo
humano: «Para mí el artista
penetra de una ojeada con la intuición donde no pueden
penetrar los sabios con el raciocinio; esparce inspiraciones, que
contienen la eterna revelación de la hermosura; crea
espontáneamente obras varias a guisa de esas fuerzas
naturales [...]; obedece a su interior vocación, cual un
mandato divino, y es absolutamente libre; da leyes y no conoce
ninguna; reúne a la actividad dirigida por la conciencia
otra actividad ciega y sin consciencia, en cuyos misterios se ha
creído encontrar ya un genio angelical o ya un protervo
demonio; extrae de todas las cosas su esencia; y siente en sus
nervios, agitados como un arpa eólica, la chispa
eléctrica, antes que haya estallado por los aires, y en su
corazón, abierto a todos los afectos, el choque de los
dolores sociales antes que los haya sufrido la misma
humanidad»
(Academia: 12-13).
Pero toda obra de
creación supone un desgarro, una violencia en el artista.
«El genio
-dice Castelar- es como el fuego de un martirio lento»
(1873:
74). La inspiración es, ciertamente, un don gratuito, pero
exige como contrapartida la lucha, el trabajo -el dolor, en
definitiva- por merecerla: «La
naturaleza, después de haber dotado a sus hijos predilectos
con algunas de esas grandes cualidades propias para alcanzar la
gloria, les exige que la merezcan por su trabajo y por sus luchas.
Así es que en el fondo de todo genio hay siempre un
abismo»
(1873: 78-79). Castelar defiende la existencia de
una «ley de las compensaciones» cuando declara que la
grandeza del genio está contrarrestada por una inevitable
inmolación en pos de su propia obra: «Todo genio es una enfermedad mortal [...]. El
genio es una enfermedad divina; el genio es un martirio. El poeta
se apodera de la luz, de las estrellas, de las montañas, de
los mares, para convertirlos en ideas, en cánticos [...].
Pero no se puede emprender este trabajo titánico sin
destrozarse en él completamente»
(1873:
110-111)9.
Ciertamente, su
compromiso con la libertad -que, recogido de su padre, mantuvo
durante toda su vida- es uno de los rasgos que más se
reflejan en su concepción artística y, especialmente,
poética: «Yo amo igualmente la
libertad y la igualdad; no las concibo divididas; las creo, no
condiciones, esencias de la justicia. Pero separadlas y dadme a
elegir una de las dos: yo opto por la libertad»
(1873:
12). Por eso considera a Victor Hugo -uno de los poetas por los que
siente mayor admiración- como el gran
«libertador» de la poesía en el siglo XIX -al
que denomina precisamente «siglo de la libertad»-. A su
juicio, Victor Hugo «fundó la
soberana libertad del ingenio y devolvió sus alas a la
prisionera poesía. Pertenece pues a nuestro tiempo con mayor
derecho que a ningún otro tiempo la lírica de la
libertad»
(Academia: 52). Y más adelante,
no duda en afirmar que «la región
luminosa de la libertad empieza en el arte»
(Academia: 64).
Esta
«función liberadora» de la poesía que
lleva a cabo el poeta francés la sitúa Castelar en el
ámbito de la famosa polémica clasicismo /
romanticismo, aunque -como es natural- él la contempla ya
con cierta distancia temporal. Recordemos que, aunque Castelar
declara su admiración por el arte griego, se muestra
totalmente en contra de esos movimientos «clasicistas»
que, tomando como modelo las creaciones de la Antigüedad, no
logran sino frías y rígidas reproducciones. Su
idealismo le impide, por la misma razón, aceptar el realismo
en el arte, que considera accidental y momentáneo
(Academia: 59): por eso, rechaza al mismo tiempo «lo convencional y arbitrario de artificiosas
escuelas que se empeñan, ya en resucitar lo pasado, muerto
para siempre, o ya en repetir pasiva y fotográficamente la
impuesta realidad»
(ed. 1980: 155) De ahí que salude con
gozo esos movimientos artísticos -a esos autores- que
«renuevan» el arte. Debemos aclarar un posible
equívoco: Castelar no se proclama en ningún momento
defensor del Romanticismo -ni mucho menos, romántico-. Lo
que defiende Castelar de este movimiento es su signo progresista.
Por lo demás, su ideario y sus gustos en materia
artística tienen un carácter englobador y universal:
«Nuestro gusto huye de estas sectas
intolerantes y condena a estos artistas exclusivos. Nosotros somos
en arte, como en historia, mucho más universales y humanos
[...]. Sí, pertenecemos a todas las artes y a todas las
literaturas, con tal que broten de una fe sincera, de una
inspiración sencilla e ingenua, y no se presenten
restauraciones literarias ideadas con fines interesados y
políticos, ajenos a la pura inspiración del arte
[...]. No excluimos, por ejemplo, en arquitectura el gótico,
cual los clásicos franceses del siglo pasado; ni el griego,
cual los románticos alemanes del siglo corriente. Admiramos
todas las arquitecturas admirables»
(Academia:
67-68). Y, aunque todavía subsistían algunos
rescoldos de la vieja polémica que enfrentaba el clasicismo
con el romanticismo10,
Castelar la contempla desde fuera y se mantiene equidistante,
observando cómo cada movimiento adopta una posición
diferente, según el país: «En Francia, los clásicos sustentaban las
antiguas tradiciones y los románticos la innovación
revolucionaria; en Alemania, al revés, los románticos
pugnaban por la reacción y los clásicos por la
libertad: pero en uno y otro pueblo, el empeño mutuo y el
mutuo contraste crecían hasta tomar las peripecias de una
guerra épica, en que las ideas pugnaban unas con
otras»
(Academia: 93). En un ensayo de 1869
sobre la poesía de Carolina Coronado sostiene que «el romanticismo español, entre las llamas
de guerras fratricidas, había desecado el corazón de
los poetas, que en vez de lágrimas destilaban gotas de
sangre envenenada»
11
Esta
«estética proteica» o ecléctica de
Castelar, tiene, a nuestro juicio, una plena justificación
en su trayectoria personal; en su compromiso ético que lo
lleva a defender su «idea del progreso» (apoyada, como
es sabido, en la consecución de la libertad por parte del
ser humano a través de la historia). Esta idea está
representada por la democracia, y fue desarrollada por Castelar en
un ensayo titulado La fórmula del progreso
(publicado en 1857), fundamentada en las bases siguientes: «1) El progreso es una verdadera filosofía
y una verdad histórica; 2) El progreso es el camino
constante del hombre hacia la libertad; 3) El progreso tiene en
cada edad una fórmula, que tiende a la libertad; 4) La
fórmula que sea más liberal, ésa es la
más progresiva; 5) La fórmula más liberal en
el siglo XIX es la democracia»
12.
En realidad, para Castelar, sobran las etiquetas aplicadas al arte
y a sus manifestaciones, puesto que para él, el arte
auténtico es el que nace de las diferentes circunstancias
que atraviesa cada época; el arte auténtico siempre
va identificado con la creación libre.
El arte es, pues,
-según Castelar- la manifestación que mejor
representa una época. «En un
poeta
-afirma- podéis casi hacer el
examen de conciencia de una época»
(1873: 25). Su
defensa de un «arte progresista» constituye el meollo
de su Discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua
Española (pronunciado el 25 de abril de 1880). Por eso su
intervención se convierte en un panegírico del siglo
XIX -su siglo- y de sus manifestaciones artísticas y
poéticas. Podríamos afirmar que Castelar invierte el
conocido tópico de que «cualquier
tiempo pasado fue mejor»
para convertirlo en «el tiempo presente es mejor que cualquier tiempo
pasado»
. El siglo XIX supone, para Castelar, la mejor
demostración del progreso, de avances ideológicos,
religiosos, técnico-científicos y, por supuesto,
artísticos. Su veneración declarada por el mundo
griego no le impide proclamar las cotas superiores que, a su
juicio, ha alcanzado el pensamiento en etapas posteriores:
(Academia: 89). |
A esas alturas del
desarrollo de la humanidad -del progreso- el ser humano está
más preparado, más capacitado para ampliar sus miras,
para superar antiguas polémicas y tener una visión
más abarcadora, más englobadora del arte. Por eso
proclama: «¡Feliz edad la nuestra,
que nos consiente comprender en toda su exactitud y sentir en toda
su hermosura las obras artísticas de todos los siglos y de
todas las generaciones»
(Academia: 74).
Frente a los que
consideran al XIX como un siglo materialista, dominado por los
progresos científicos y, consecuentemente,
«antipoético» o escasamente artístico,
Castelar declara que «los adelantos
científicos, lejos de dañar al aspecto poético
de nuestro cielo, [...] lo han desmesuradamente engrandecido y
abrillantado»
(Academia: 15). Más
adelante, insiste: «Bien es verdad que
las nuevas ciencias y los nuevos instrumentos científicos
han dado a los horizontes de la poesía moderna desmesurada
extensión. Lo mismo el telescopio [...] que el microscopio
[...], la ciencia más moderna, la geología, ciencia
originaria de nuestra edad, ha aumentado la grandeza de la tierra
en términos que pasman al entendimiento y cansan a la
admiración. [...] La inspiración concluirá por
encontrar tarde o temprano el lado poético de todas estas
grandezas»
(Academia: 31)13.
Pero además, considera al XIX el siglo de la poesía
lírica que -afirma- «es la
poesía de la libertad»
(Academia:
93).
El siglo XIX -a su
juicio- es pródigo en excelentes poetas, entre los que
enumera a Lamartine, Chateaubriand, Walt Whitman, Rubén
Darío..., aunque hay dos que concitan su máximo
interés: Victor Hugo y Lord Byron -recordemos que son dos de
los máximos exponentes del Romanticismo-, pero el lugar
preferente que les asigna Castelar se debe a que ambos -dice
representan un cambio de voz en el panorama poético: ya nos
hemos referido más arriba a las consideraciones que hace
sobre Victor Hugo como abanderado de un movimiento que «lanzó grito de guerra contra la
tradición de las escuelas y contra el falso aristotelismo de
la poesía»
y «fundó la soberana libertad del ingenio y
devolvió sus alas a la primera poesía»
(Academia: 51-52). De Lord Byron admira su
condición de poeta abarcador e integrador de todas las
tendencias, lo que lo convierte en paradigma de su controvertido
siglo: «La flexibilidad maravillosa es el
carácter distintivo del poeta [Byron]. En él se unen
el clasicismo antiguo, el romanticismo moderno, el orientalismo; y
a la somnolencia idealista más vaga, el realismo más
crudo, más brutal. Es la personificación de su
cáustico tiempo. [...] Siendo como es un poeta subjetivo
[...] queda y quedará siempre como uno de los más
fieles poetas de este siglo incierto [...]. Byron es el
poeta-siglo»
(1873: 59).
Pese a que
Castelar defiende un concepto no utilitario de arte, se
muestra partidario, sin embargo de una dimensión social
(incluso política) de la poesía, que no excluye su
vertiente más individual o, si se prefiere, a: «Toda obra poética, por subjetiva, por
particular, por personalista que a primera vista parezca, es obra
social»
(ed. 1980:
159). No sólo porque -como advierte en otro momento- el
poeta actúa como portavoz de una colectividad, sino porque
esa manifestación artística supone, al menos de forma
implícita, una llamada a la acción, al compromiso.
Refiriéndose al libro Follas novas de
Rosalía de Castro, Castelar advierte que, con independencia
de su carácter artístico, esta obra plantea unas
justas reivindicaciones nacionalistas que el Estado ha de atender:
debe convertirse en una llamada de atención para que los
«hombres de estado» puedan «averiguar la cantidad de satisfacciones que
deben darse a las justas exigencias de esas provincias, y el
remedio que puede colegirse entre todos para sus antiguos e
inveterados males»
(ed. 1980: 159).
Castelar, en fin, se sumó a los métodos científicos de estudio de la Literatura: concretamente, aplica el propugnado por Hipolyte Taine (la «crítica literaria científica»), cuyo objetivo es descubrir la «facultad maestra» de un escritor, es decir, su «estado moral elemental» -fundamento y base de cualquier creación artística-, que, a su vez, procede de tres fuentes que se condicionan sucesivamente: la «raza» -legado biológico-, el «medio» -ambiente geofísico y/o sociopolítico-, y el «momento» -cuando aparece una obra, a su vez condicionada por las que se han escrito anteriormente14. En sus estudios sobre Lord Byron y sobre Rosalía de Castro señala cómo los rasgos poéticos de ambos autores son, en gran medida, resultado de estas fuerzas interactivas.
Como decíamos al comienzo, no resulta fácil adscribir la estética de Castelar a una sola corriente porque sus propuestas nacen -como su propio pensamiento- de la marcha de los acontecimientos. No andaban equivocados quienes en algún momento han calificado a Castelar de «romántico», siempre que se tenga en cuenta que, si las nociones y las preferencias artísticas de Castelar van a menudo asociadas al Romanticismo es porque es éste el movimiento más representativo de su siglo; porque el arte -como la vida- es dinamismo, progreso. Castelar admiró el arte clásico -especialmente las creaciones griegas- pero no se identificó con él, ni mucho menos defendió su recuperación, porque el arte del pasado permanece sujeto al goce de la contemplación; no de la reproducción. La libertad es la mayor garantía de la renovación en el terreno artístico: la creación es crecimiento. Un arte que no evoluciona, que no se renueva -como la vida- está muerto. En su discurso sobre la «Idea del Progreso» (pronunciado en el Ateneo de Madrid el 13 de mayo de 1861), Castelar presentó los aspectos fundamentales de su ideario político, pero también desvela las claves de su estética:
(ed. 1982: 263-265). |
Y concluye:
«El progreso en el arte es hermosear toda
la vida humana»
(ed.
1982: 278).
-
a) Fuentes- Obras consultadas de Castelar:
- 1869, Doña Carolina Coronado, Madrid.
- 1871, Semblanzas contemporáneas: Rossini y Hertzen, La Habana, Imprenta Librería La Propaganda Literaria, tomo X.
- 1873, Vida de Lord Byron, La Habana, La Propaganda Literaria.
- s. f., Lucano. Su vida, su genio, su poema (Tesis doctoral), Madrid. (Citamos como Lucano).
- s. f. (posterior a 1880), Discursos leídos en la Academia Española seguidos de otros varios discursos del mismo orador, Madrid, Ángel de San Martín (citados en el texto como Academia)
- (ed. 1973), Discursos parlamentarios (Estudios, notas y comentarios de textos de Carmen Llorca), Madrid, Narcea.
- (ed. 1980), Discursos. Recuerdos de Italia. Ensayos (Selección e introducción, Arturo Souto Alabarce), México, Porrúa (Incluye «Una poetisa gallega» y «Don Eugenio Hartzembusch»).
- (ed. 1982), Crónica Internacional (Edición de Dámaso Lario), Madrid, Narcea (Incluye «La idea del Progreso»).
-
-
b) Estudios sobre Castelar:
- Azorín, 1958, 3.ª, De Granada a Castelar, Madrid, Austral.
- Lario, Dámaso de (ed.), 1982, vid. supra.
- Llorca, Carmen (ed.), 1973, vid. supra.
- Llorens, Vicente, 1979, El Romanticismo español, Madrid, Fundación Juan March-Castalia.
- Menéndez Pelayo, Marcelino, 1880-82, Historia de los Heterodoxos españoles, Madrid, 1956, B.A.C., 2 vols.
- Palacio Valdés, Armando, s. f., Los oradores del Ateneo, Madrid, Medina J. C. Conde.
- Souto Alabarce, Arturo (ed.), 1980, vid. supra.
- Taine, Hypolite, 1895, 9.ª, Histoire de la Littérature anglaise, Paris, Hachette.
- Tatarkiewicz, W, 1975, Historia de seis ideas, 1987, Madrid, Taurus.
- Valera, Juan, 1873, «Crítica a Vida de Lord Byron por E. Castelar», en Obras Completas, 1961, II: 432-440, Madrid, Aguilar.
- Volpe, Galvano della, 1971, Historia del gusto, 1987, Madrid, Visor.
-