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El debate metacostumbrista en «Los españoles pintados por sí mismos»1

Borja Rodríguez Gutiérrez





Cuando llegó a las manos del público la primera entrega de Los españoles pintados por sí mismos, a principios de 1843, Ramón de Mesonero Romanos llevaba ya más de diez años publicando artículos de costumbres, gracias a lo cual había publicado en 1835 Panorama matritense, y en 1842, las Escenas matritenses. La publicación colectiva que lanzaba a la calle el editor Ignacio Boix representaba en cierto modo una alternativa a la obra de Mesonero: autor colectivo frente a autor individual, escenario nacional frente a escenario madrileño. Al ser, en esos momentos, las dos únicas colecciones costumbristas que se publicaron en forma de libro, la comparación resultaba inevitable. Pero no eran ésas las únicas diferencias que parecían haber entre ambas colecciones. Una muy significativa es el concepto de lo que era la literatura costumbrista.

Tomás Rodríguez Rubí explica así la génesis de Los españoles pintados por sí mismos, cuya introducción redactó:

aquí encajaba como de molde una sentida lamentación acerca de nuestras viejas costumbres, tan trocadas, tan desconocidas hoy, merced no solo á las revoluciones y trastornos políticos, como algunos imaginan, sino también al espíritu de estrangerismo que hace años nos avasalla, y que nos hace abandonar desde el vestido hasta el carácter puro español, por el carácter y vestido de otras naciones, á las cuales pagamos el tributo más oneroso; el de la primitiva nacionalidad. [...] nos hemos propuesto no dejar en el tintero uno solo de los pocos tipos originales que aun conservamos.


(Los españoles...; 1843: vii)2                


Frente a la pérdida de la identidad nacional, Rodríguez Rubí ofrece Los españoles como un depósito, un almacén de verdad patria, de representación de lo auténtico español, lo que entronca perfectamente con lo que José Luis Varela ha denominado «patriotismo y nostalgia»3. Esa línea del costumbrismo, de evocación del tiempo pasado, recordado y añorado de forma sentimental, desembocará en lo que, en palabras de Raquel Gutiérrez Sebastián, es un como «mundo recreado (se refiera a la segunda manera de novelar de Pereda) a través de los tipos o escenas costumbristas [...] ya un recuerdo para el novelista, que hace de sus creaciones literarias una especie de evocación de ese mundo desparecido, evocación que justifica de un modo extraestético el valor documental de la propia producción perediana» (la cursiva es mía) (2002; 23).

Por lo tanto, la justificación que Rodríguez Rubí propone en su prólogo para Los españoles pintados por sí mismos, tiene mucho que ver con esa justificación extraartística y documental que Gutiérrez Sebastián, añade al propio y primigenio valor literario de la novela perediana. Pero la búsqueda de ese valor documental, la tendencia a la evocación del tiempo pasado no es una constante de todo el costumbrismo, o, por mejor decir, de todos los costumbrismos. Recordemos lo que indica Ayala Aracil: «De ahí que los escritores de costumbres oscilen entre la nostálgica pintura de una forma de vida que tiende a desaparecer arrastrada por los cambios que inexorablemente se registran y aquéllos que mediante el análisis, la reflexión, la sátira y la ironía pretenden potenciar el propio cambio social» (2000: 18).

Mesonero Romanos se mueve entre esas dos posturas; entre su idea del costumbrismo y la que se expone en el prólogo de Los Españoles, caben muchas matizaciones. No es, por ejemplo, la propuesta de Rodríguez Rubí, la que Mesonero describe en su Memorias de un setentón, cuando indica que el artículo de costumbres «me permitía recorrer a placer todas las clases, todas las condiciones, todos los tipos o caracteres sociales, [...] la sociedad, en fin, bajo todas sus fases, con la posible exactitud y variado colorido» (1975: 311). Mesonero pretende reflejar la realidad que ve a su alrededor; Rodríguez Rubí habla de la sociedad que se va perdiendo por el paso implacable del tiempo. Mesonero plantea una visión realista, Rodríguez Rubí una nostálgica. Como indica Romero Tobar (2010; 239-240) hay en Mesonero una visión pragmática de la vida que le lleva a aceptar (y a observar) el cambio social, aunque nunca deje de contemplar con cariño el pasado y más en concreto aquello del pasado que se ha perdido en el tiempo.

Consecuencia de esta diferente visión de lo costumbrista serían los ambientes y personajes que se presentan al lector. Mesonero investiga en la realidad de su alrededor y busca aquellos elementos que le resultan más significativos e interesantes, los que mejor representan a la sociedad de su tiempo que es el campo de estudio que él ha elegido. En palabras de Enrique Rubio «las Escenas matritenses, son producto de una profunda meditación» (1993; 41). Mesonero escoge, selecciona con cuidado aquellas figuras, escenas y personajes que considera más representativas de la sociedad que le rodea, para que sus «cuadros de caballete» ofrezcan una imagen fiel de lo que le rodea. Está libre de otros condicionantes a la hora de seleccionar aquellas escenas que considere más interesantes o aquellas figuras que en su opinión puedan convertirse en tipo característico.

Y aquí otra diferencia entre Mesonero y Los Españoles, la elección de tipos en la obra editada por Boix (que en principio, según el prólogo, estaría determinada por la españolidad y por el riesgo de desaparición) tiene un innegable condicionante: las ilustraciones.

No debemos olvidar además, que desde el primer momento Los Españoles se anuncia como una obra mixta, que pretende retratar esos tipos que se están perdiendo por medio de dos artes: la literatura y la pintura. Cada entrega (en la edición de Boix, la primera y la que da el auténtico sentido a la obra) tiene una lámina en la que el personaje aparece retratado. Son imágenes de gran calidad, bien impresas, que en su momento representaron una de los mayores atractivos del libro. De hecho Joaquín Álvarez Barrientos (1998) opina que en la edición de Boix las láminas ocupaban un lugar tan destacado, que los textos más bien aparecían como comentarios o explicaciones de los grabados. En el prólogo de la primera edición Rodríguez Rubí habla también de la importancia del dibujo en la obra:

Nos ha parecido asimismo conveniente no dejar ocioso el buril en tan importante asunto. Con efecto, cuando todo se ilustra, cuando no hay publicación literaria que no contenga trescientas ó cuatrocientas viñetas repartidas por el texto, sería retroceder á los buenos tiempos de las primeras ediciones del Bertoldo y de los Romances del Cid Campeador el pintar á los españoles desnudos de tan brillantes atavíos. No será así, pues gracias á sus propios esfuerzos, contamos con buenos sastres, que saben vestir en madera á sus compatriotas con su pobre, pero nacional traje, y que gustosos han emprendido la noble tarea de ayudarnos en la exposición de tan interesante galería.


(vii-viii)                


Imagen y texto confluyen pues en la intención con la que se anuncian Los españoles pintados por sí mismos. Lo que nos lleva al planteamiento de qué fue primero, la lámina o el texto. Cuestión sobre la que es difícil pronunciarse, ya que hay láminas en las que no es posible establecer una correspondencia con el texto, porque el escritor ha prescindido casi totalmente de la descripción física del tipo (es el caso de El Empleado y El Exclaustrado de Antonio Gil y Zárate, del Indiano de Antonio Ferrer del Río, del Grumete de Antonio Ribot y Fontseré), mientras que en otros (El Patriota de Ignacio de Castilla, el Cesante de Gil y Zárate) la correspondencia es tan exacta que no se puede concluir si el dibujante llevó a imágenes la detallada descripción del escritor, o si el autor del texto tenía el dibujo ante sus ojos cuando puso en palabras la apariencia física del tipo.

No obstante debemos tener en cuenta, en el aspecto de la relación entre imagen y texto, el aspecto industrial de la multiplicación de imágenes, de la producción de grabados. Ignacio Boix, el editor de la colección4, era propietario, en la década de 1840 de una de las tipografías más importantes y productivas de Madrid. Allí se imprimieron, no sólo Los españoles pintados por sí mismos, sino también El laberinto, el Semanario Pintoresco Español, La Ilustración y otros muchos títulos5.

Y si Boix era un empresario previsor y eficiente (cosa que al parecer era) intentaría, en su actividad industrial, utilizar a pleno rendimiento los materiales de los que disponía. Materiales como los moldes xilográficos gracias a los cuales se imprimían las figuras que tan espectacularmente iniciaban cada entrega de Los españoles pintados por sí mismos. Moldes que no era destruidos tras la impresión, evidentemente; no dejaba de ser lógico pensar que una figura de un caballero paseando con un papel en el bolsillo (el Escribano en Los españoles), podía adaptarse a algún cuento, o que las dibujos de figuras tan características como la Criada, el Ama de llaves, el Contrabandista, el Bandolero, podían encontrar, sin mayor dificultad, acomodo en artículos, o cuentos, incluso en poemas, que trataran esos temas o similares.

Pero ello no es una hipótesis: es el hecho que podemos comprobar hojeando simultáneamente las páginas de Los españoles pintados por sí mismos, y de El Laberinto, la revista dirigida por Antonio Flores y que Boix comenzó a imprimir el mismo año de 1843 en el que comenzaron a aparecer las entregas de Los españoles pintados por sí mismos. Este repaso rápido nos ofrece el resultado de que gran parte de las imágenes que aparecen en Los españoles, están también presentes en las páginas del Laberinto. Ya en el primer número del Laberinto, la imagen que ilustra la quinta entrega de Los españoles, el Indiano (artículo de Antonio Ferrer del Río), es reutilizada por Antonio Flores en Una semana en Madrid, convertida ahora la figura en la de un pomposo maestro de obras que se llama a sí mismo arquitecto.

Si esto nos lleva a la conclusión de que el origen de los dibujos que Boix utiliza y reutiliza es, al menos, confuso, y de que no sabemos, ni por ahora podemos saber, cuales se crearon específicamente para la colección costumbrista y cuáles no; podemos inferir de ello de que la selección de tipos no deviene de un análisis de la realidad circundante (como la que hace Mesonero para sus artículos) ni de una meditación sobre las características de lo español que se pierden por el paso del tiempo, sino de las necesidades editoriales y las imágenes disponibles.

Ello quizás pueda ser la razón de que en Los españoles aparezcan varios tipos que no están en absoluto en trance de desaparecer, sino que están incardinados con claridad en la realidad del momento. Es el caso de los relacionados con la política (El Senador, el Ministro, el Patriota, el Diputado a Cortes, el Exilado)6, o de algunos que acaban de aparecer en la sociedad por determinadas circunstancias económicas o históricas, como el Accionista de minas o el Exclaustrado. Tipo, este último de quien Gil y Zárate niega que sea un tipo (estableciendo además unos rasgos distintivos de lo que es un tipo, rasgos que debemos recordar):

Al empezar mi tarea, dígote en verdad que no sé lo que debo decirte, ni cómo hacer un bosquejo, aunque imperfecto, del tipo que me ha sido encomendado; tipo peculiarísimo en el día de nuestra nación, tipo en ella de reciente fecha, y tipo, en fin, que desaparecerá en breve no dejando detrás rastro alguno. Esto es decir que este tipo no es realmente tipo; que no nace de costumbres más o menos arraigadas en el pueblo; que no ha podido él mismo formarse hábitos particulares, y sui géneris; y que no se le debe considerar sino como un fenómeno casual y pasajero, como un estado transitorio.


(I, 358)                


A esta, podemos decir caprichosa, selección de tipos, producto de necesidades editoriales, podemos añadir que lo que es suficiente para un tipo dibujado, para una pintura que represente una figura reconocible por la acumulación de dos o tres rasgos distintivos, puede no serlo para una descripción de una determinada forma de vida, de una clase concreta de individuos: un imagen pintoresca, no es base suficiente para un tipo. Bretón, que usa más de una vez el término «clase» para hablar del tipo, en La Lavandera, interpela quejoso a Boix7:

Usted dirá que [...] su obra no ha de componerse de individualidades, sino de clases y categorías. Tiene usted razón, ¿pero donde están los rasgos distintivos de una lavandera española? La lejía, la paleta, la tabla, el jabón, ¿bastan por ventura para imprimir carácter en una mujer?


(I, 163)                


La contradicción entre las intenciones expuestas en el prólogo por Rodríguez Rubí y las necesidades (tal vez exigencias) editoriales de Boix pronto se echaron de ver en las propias páginas de Los españoles. La gran mayoría de los colaboradores aprovechan el inicio de sus artículos para reflexionar sobre si el objeto de su artículo es o no es un tipo, en varias ocasiones sobre los rasgos constituyentes de lo que es un tipo; en muchas sobre la españolidad o no del tipo en cuestión. El resultado de todo ello es un debate metaliterario, en este caso, metacostumbrista, que va a poner en cuestión las dos de las doctrinas básicas del prólogo de Rodríguez Rubí: la desaparición de tipos específicos por causa del cambio de las costumbres, y la españolidad de todos y cada uno de los tipos que aparecen.

En este debate es necesario llamar la atención sobre las tres páginas que Fermín Caballero (de las ocho con los que consta cada entrega) dedica en la treinta y nueve de la colección (el Dómine), a criticar el desarrollo de la propia obra, tanto en su ordenación como en la selección de tipos; no conforme con la anunciada división en dos tomos, ni en el reparto de tipos previsto para esos dos volúmenes (madrileños en el primer tomo, tipos provinciales en el segundo), rechaza además uno de los puntos centrales del prólogo de Rodríguez Rubí: la españolidad intrínseca de los tipos aparecidos.

¡Presentar al Barbero indígena de España, donde no embargante la abolición capuchina, hay más barbones que entre los moscovitas! Ni más ni menos que fingirnos dueños de las patronas de huéspedes, siendo así que el oficio, las personas y aun el nombre han venido de Ultrapirineos. Se dirá, porque todo se dice, que entre el Pretendiente de un empleo en París, y el que lo solicita en Madrid hay tales y cuales diferencias, nacidas de las costumbres, carácter y estado social; pero esto no constituye un tipo exclusivo de nación alguna. No hay dos hombres ni dos cosas cualesquiera absolutamente iguales, y todos los individuos no son tipos. Conviene, porque ya se me ha pasado el esplín, en que el Torero y el Charrán pueden considerarse españoles por naturaleza y vecindad; mas otros retratos que veo y leo, son, con perdón de ustedes, cosmopolitas perfectos.


(I, 351)                


Tipos por lo tanto que no son españoles, sino internacionales, europeos universales. Estaría de acuerdo con ello, Antonio Ribot y Fontseré, que al trazar la estampa del Grumete, reconoce que «hasta aquí, en el Grumete, del modo que lo hemos presentado, no hemos visto un tipo español, sino uno genérico y universal, cuyas caracteres se avienen lo mismo al inglés, que al francés, que al ruso» (II, 68), o, en cierta manera, Leopoldo Augusto de Cueto que al encargarse del Jugador indica que «entre los caracteres determinantes que constituyen la fisonomía de las naciones, hay algunos que son en el fondo comunes a todas ellas». Aunque, acto seguido, para españolizar su jugador indica que «cualquier extravío de la humanidad, cualquier tendencia general de ella se reviste en cada pueblo de aquella forma particular que le dan sus hábitos, sus tradiciones y su formas particular de existir» (II, 81). Es decir que Cueto, para reafirmar la españolidad de ese jugador que presenta en la entrega décima del segundo tomo, aduce los argumentos (hábitos, tradiciones, forma particular de existir) que Fermín Caballero, en El Dómine, rechaza, porque, a pesar de esas características nacionales, en el fondo accesorias, no alteran la naturaleza de unos tipos que no corresponden a ninguna nacionalidad y está presentes en todas: tipos cosmopolitas, no españoles. Tampoco estaría de acuerdo con esa nacionalización del tipo Gil y Zárate, pues ese jugador no nace de costumbres arraigadas en el pueblo, en el pueblo español, se entiende.

Y no deja de ser llamativo el hecho de que para aseverar, sin sombra de duda, la nacionalidad de los tipos presentados, muchos de los autores recurren al localismo, a incardinar sus tipos no ya en España, sino en una determinada región o localidad. Es el caso de Juan Juárez que advierte que el tipo de Contrabandista que va a dibujar, de entre todos los contrabandistas españoles es el contrabandista andaluz (I, 423); de José María Tenorio, que deja claro que su Casera de un Corral es sevillana y de ningún otro sitio (II, 22), de Ramón de Castañeira que al iniciar su artículo indica que el tipo del Charrán sólo se encuentra en Málaga (I, 171) o de Antonio Ferrer del Río, que al finalizar su artículo sobre el Indiano, reconoce que de lo que en realidad ha hablado es del Montañés de las Indias (I, 46). Y es que para el colaborador de Los españoles resulta mucho más sencillo localizar los tipos en un espacio concreto que acomodarlos a una realidad española válida para todas las regiones: la complicada definición de la esencia española, a la que de una manera u otra también se enfrentan los costumbristas.

Si la nacionalidad se discute, también se pone en cuestión otra de las propuestas de Rodríguez Rubí, en su prólogo: la desaparición, por mor de los cambios y las modas, del auténtico tipo español. Muy al contrario, varios de los colaboradores de Los Españoles se inclinan por un planteamiento absolutamente contrario: el tipo no es lo que cambia, el tipo es lo que permanece a pesar de los cambios, de las transformaciones. El tipo es algo fijo, inalterable, consustancial al país.

Resultan, pues, dos tipos distintos de Empleados en España: el antiguo, que es el primordial, el genuino; el moderno, que es el tipo reformado. Hablando con propiedad, solo el antiguo es un verdadero tipo; porque el personage á que se refiere es el único que tenía ocupaciones constantes, ideas fijas, costumbres inalterables, circunstancias necesarias para formar un tipo: el moderno es un camaleón que no se sabe por donde cogerle, tanto varía de formas y colores.


(I, 78)                


Así se manifiesta Gil y Zárate en El empleado; al igual que él muchos autores entienden que el tipo es lo inalterable. Por ello Manuel María de Santa Ana, renuncia casi de entrada a tratar de las características del tipo y las costumbres de La Maja, pues eso ya había sido hecho en sus Sainetes por Ramón de la Cruz y desde entonces el tipo se había mantenido idéntico. Por ello Sebastián Herero, al tratar de las características del Patrón de barco, se remonta a Noé, el primer patrón que en el mundo ha habido, y que desde entonces las características del tipo apenas han cambiado (I, 376). Por ello El Duque de Rivas, al hablar del Hospedador de Provincia, indica que es «un tipo que apenas ha padecido la más ligera alteración en el trastorno general, que no ha dejado títere con cabeza» (I, 384). Por eso José Manuel Tenorio, en El Demanda o Santero indica que este es «tan antiguo como nuestra devoción supersticiosa, tipo que ha sufrido en el fondo muy poca alteración, a pesar de nuestra estupenda y para siempre memorable regeneración social» (I, 431). Excepcional, por el contrario, es la evocación nostálgica del tipo perdido o en trance de perderse, y no es casual que una de esas excepciones, quizás la más clara y notoria, se deba a la pluma de Enrique Gil y Carrasco, inclinado por temperamento a esa melancolía del recuerdo agridulce, que en El Pastor Trashumante indica que ese tipo «es uno de los destellos más vivos de originalidad que brotan de este suelo poético y pintoresco» (I, 439).

Pero, como digo, excepción dentro de un abundante número de tipos, que permanecen en el tiempo, como el que describe Ramón de Navarrete, en El Elegante:

¡Vedle ahí! ¡Ése es! El mismo que años atrás, allá en vida de nuestros abuelos, se llamaba señorito de ciento en boca, pirraca y paquete; el que más tarde, y cuando nuestros padres enamoraban, trocó estos nombres por los de petit-maitre y currutaco, el mismo en fin que aun nos acordamos de haber oído apellidar lechuguino en época no muy lejana por cierto. Hoy esta nomenclatura de El Elegante ha progresado admirablemente; hoy, merced á lo que el idioma de Mariana, de León y de Herrera se ha enriquecido, el antiguo pirraca, el moderno lechuguino, puede escoger entre una porción de títulos, a cual más pintoresco y castizo, como dandy, fashionable, león, ó por mejor decir, lion, si hemos de hablar técnicamente: pero así como diz que el hábito no hace al monje, tampoco el título importa un bledo para el tipo, que con el transcurso de los años ha cambiado de traje, mas ni un punto solo en sus inclinaciones, costumbres, ideas, misión y carácter (la cursiva es mía).


(I, 397)                


El animado debate que a lo largo de cien entregas realizan los autores de Los españoles pintados por sí mismos no abona lo expuesto en su prólogo, antes bien, el desarrollo, no sólo del debate teórico, sino de los tipos allí presentes y descritos nos lleva a unas conclusiones muy contrarias a lo que el prólogo anunciaba.

Frente a la idea de recuperación de un pasado que se pierde, la inmensa mayoría de los autores se inclina por un enfoque muy diferente, más parecido a lo que exponía Mesonero en sus Memorias de un setentón y que antes citamos: nos encontramos ante cien estampas de la sociedad del momento, de la década de 1840. Sus autores no miran al pasado, como historiadores nostálgicos o como etnógrafos interesados en las costumbres populares ya en desuso; miran al presente como periodistas, buscan las figuras de actualidad, incluso algunas que acaban de aparecer por mor de los hechos políticos y económicos del momento.

La esencia, la definición de tipo bulle de una manera u otra por muchos artículos. Una gran cantidad de colaboraciones comienza con la declaración del autor de que su tipo no es un auténtico tipo, por variadas y diferentes razones. El concepto de tipo en el que coinciden muchos de los autores es el que enunciaba Gil y Zárate en sus artículos (surgido del pueblo, con hábitos particulares ocupaciones constantes y características inalterables). Muchos articulistas eligen reflejar ese tipo que es un carácter constante, que permanece a pesar de los cambios que sufre la nación. Tan sólo cuando entran en juego las circunstancias políticas del momento encontramos artículos que nos presentan personajes producto de esas; tipos por lo tanto, no asentados, volátiles y pasajeros. Es decir que la atención hacia el tipo mudable y cambiante no viene dada porque pueda estar en trance de desaparición; es justamente lo contrario: lo que le da el interés es que acaba de aparecer en la sociedad.

La nacionalidad de los tipos está también en discusión; frente a unos autores que reconocen que su tipo no es español, o que se limitan a reflejar unas figuras sin insistir en su nacionalidad, otros optan por el localismo para poder aseverar la españolidad de sus personajes.

Por más que Rodríguez Rubí preconice en el prólogo la ideología de un costumbrismo pintoresco, típico, casticista y nostálgico, la mirada de los colaboradores está ausente de esa contemplación melancólica del tiempo pasado. Su interés, muy al contrario es el presente, los personajes que le rodean, que pintan con desigual fortuna y calidad, pero con un interés común en dar un reflejo de la sociedad que les rodea: un eslabón más en ese descubrimiento romántico de la realidad que acabaría dando paso a la novela realista.






Bibliografía

  • ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín. (1998) «Lo andaluz en los españoles pintados por sí mismos» en Alberto Romero Ferrer, Joaquín Álvarez Barrientos (eds.) Costumbrismo andaluz. Sevilla. Universidad de Sevilla. 19-32.
  • AYALA ARACIL, María de los Ángeles. «Las colecciones costumbristas en la segunda mitad del siglo XIX. Entre la nostalgia y la crítica». Ínsula. N.º 637. 2000. 16-18.
  • Los españoles pintados por sí mismos. (1843) Madrid. Ignacio Boix.
  • GUTIÉRREZ SEBASTIÁN, Raquel. (2002) El reducto costumbrista como eje vertebrador de la primera narrativa de Pereda (1876-1822). Santander. Pronillo.
  • MESONERO ROMANOS, Ramón de. (1875) Memorias de un setentón. Madrid. Tebas.
  • ROMERO TOBAR, Leonardo. (2010) «Mesonero Romanos. Entre costumbrismo y novela». La lira de ébano. Escritos sobre el Romanticismo español. Málaga. Universidad de Málaga. 235-254.
  • RUBIO CREMADES, Enrique. (1992) «Introducción» a Ramón de Mesonero Romanos, Escenas matritenses. Madrid. Cátedra.
  • VARELA, José Luis. (ed.) (1969) El costumbrismo romántico. Madrid. Magisterio Español.


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