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El desengaño en un sueño

Drama fantástico en cuatro actos

Original del Excmo. Sr. D. Ángel Saavedra, duque de Rivas

Tomás García Luna





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Con todos los accidentes teatrales de una comedia de magia, es la composición, cuyas bellezas filosóficas nos proponemos analizar, un drama del género del Fausto y del Manfredo. La profundidad del pensamiento contrasta de una manera admirable con el artificio que lo pone de bulto: seres ideales, fantasmas creados por la imaginación, hechiceros y brujas vienen a servir para que en breves y bien trazados rasgos se revelen a los ojos del espectador las faces más importantes del corazón humano, y sus más escondidos secretos: para que a las claras se descubra el hombre tal cual es, cuando sin freno que lo contenga y sin norte que lo guíe se deja llevar hacia donde quiera que le impelen sus pasiones.

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Un ingenio por demás fecundo y florido ha logrado unir los que a primera vista parecen polos opuestos de la inteligencia; la razón que descubre los principios de las cosas, y la facultad creatriz que da formas sensibles a las ideas más abstractas, más metafísicas. El vacío en que deja al alma la satisfacción de sus más ardientes deseos; ese anhelar continuo que la agita, que tantas veces ha sido tema de enseñanza para los moralistas, y que a un tiempo mismo demuestra la alteza del destino del hombre y la pequeñez del mundo y de cuanto en él se encierra para rechazarlo, se presentan al través de una fábula ideada con notable maestría.

La acción pasa en un sueño que dura desde el anochecer hasta el despuntar del día inmediato al en que comienza: no hay más que dos personajes reales y verdaderos; los restantes son personificaciones de los afectos buenos y malos del pecho humano que salen a la escena para que bajo todos sus aspectos se desarrolle el carácter del protagonista, al modo que las sombras y las medias tintas de un cuadro hacen resaltar mejor la figura principal en que las miradas de todos quiso el artista se fijaran. Lisardo que con su padre el mágico Marcolan vivía en un islote desierto del Mediterráneo, desata con vivas ansias abandonar los áridos peñascos que fueron su cuna, y lanzarse al mundo. Estaba sumido en la desesperación, porque el autor de sus días que, por su exquisita ciencia, preveía los peligros que le amenazaban, rehusaba consentírselo. Para de una vez curarle y apagar el volcán funesto que ardía en su alma; el mágico evoca por virtud de un conjuro los espíritus del bien y del mal; y les manda que durante el sueño de su hijo le ofrezcan una a una todas las mentidas felicidades a que aspiraba despierto. Obedecen los espíritus a su voz, y Lisardo, dormido, pasa de una a otra emoción con la rapidez del pensamiento. Goza en los brazos de Zora personificación de los genios de los amores, los deleites de un afecto tierno y apasionado; pero en medio de la embriaguez de aquellos dulces placeres suena en sus oídos la voz del genio del mal que pronuncia estas fatídicas palabras:

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en el mundo hay más
¿que es la belleza
sin la riqueza?



Conviértese al escucharlas su gozo en inquietud y la codicia se apodera de su ánimo; mas apenas formado, ve su deseo satisfecho: la fortuna le prodiga a manos llenas sus tesoros: contempla absorto los ricos vestidos y las joyas que a él y a su amada adornan, y se tiene por el más feliz de los mortales hasta que de nuevo vuelve a oír la voz del mal que esta vez le dice:


es acechada
la belleza;
es codiciada
la riqueza.



Brotan entonces en su alma los celos y la desconfianza: eclipsado así el sol de su dicha y su saber, conseguirá disipar la nube que se interpone para arrebatarle la luz de su alegría, la voz del mal profiere estas otras palabras:



amparo de tu belleza
es el poder.

   Él da al hombre
gloria y nombre
fama eterna, eterno ser.



Despiertan estos acentos los instintos del dominio y de la gloria en su alma; y suspira por armas y ejércitos, y por batallas y conquistas: a la manera de antes, el hado propicio le depara la ocasión de poner a prueba su denuedo, y coronar su frente de laureles; pelea y vence: el pueblo alborozado le llama su libertador. Llegó, por fin, al colmo de la felicidad; era amado, opulento y respetado y temido por la fuerza de su brazo; pero también es efímera su dicha. Al prosternarse para recibir del monarca con cuyos ejércitos había ido a la guerra el premio de sus proezas, la voz del alma, le dice:


   Lisardo en el mundo hay más,
tú de rodillas estás
delante de ese dosel
y un hombre sentado en él,
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que no es cual tu vencedor:
¿lo sufrirá tu valor?



Trémulo y conmovido ya le parece nada su amor, su gloria, sus riquezas; los laureles que le adornaban caen marchitos de su frente: ansía el trono, y para escalarlo entra en conciertos con la reina y clava el puñal homicida en el pecho del Príncipe que acaba de colmarle de honores y beneficios.

Ya es monarca, ya se sienta en el trono, mas al exclamar satisfecho: ¿quién puede de aquí arrancarme?, le contesta la voz del mal -de un asesino el puñal- y la felicidad de mandar y de no tener superior se desvanece como las anteriores felicidades se habían desvanecido. Acosado por amargos remordimientos; temeroso de perder lo que a tanta costa había conseguido, caen unos tras otros sobre él los infortunios: ve amenazada su vida por intrigas de la reina misma que le ayudó a subir al trono; los que creía leales se vuelven feroces enemigos; pierde la corona; presencia el entierro de Zora, muerta de dolor por su desvío; evoca en el parasismo de su desesperación las Furias infernales; se apoderan de él sus adversarios; el pueblo y los soldados le maldicen; tiembla ante los espectros temerosos de su amada y del rey muerto a sus manos, que se le aparecen; le amenaza la voz del mal con los suplicios eternos; y ante sus ojos se levanta el patíbulo en que ha de expiar sus crímenes horrendos; ha apurado soñando hasta las heces de la copa en que mezcló el destino las locas alegrías de la vida y las amarguras que las enturbian. Cesa el conjuro: despierta desengañado; y abrazando a su padre protesta no salir jamás de la isla desierta donde su estrella le ha colocado.

Tal es el drama con que el Sr. Duque de Rivas ha enriquecido el teatro español. No hace a nuestro propósito hablar aquí del mérito literario de la obra: otros lo han hecho mejor que pudiéramos nosotros; y aunque nadie se hubiese cuidado de emprender esta tarea bastaría pronunciar el nombre del autor, tan conocido, tan popular en España, para que sin previo examen comprehendiesen todos que no podía   —138→   menos de estar bien urdida la trama y haberse pintado con acierto los caracteres, ser armoniosos los versos, correcto el lenguaje, y animado y pintoresco el estilo.

Cúmplenos tratar del pensamiento a que ha dado forma dramática el talento del poeta: queremos descubrir el fondo de la invención, el sentido de la fábula hábilmente dispuesta para enseñanza y recreo del ánimo.

Uno de los más singulares fenómenos de la naturaleza humana es la insaciabilidad de sus deseos: apenas satisface el del instante presente, cesa el ardor con que apetecía lo que ya ha llegado a poseer: le aqueja una especie de inquietud vaga, y concibe otro deseo, y forja otra ilusión y otra tras aquella hasta lo infinito; siendo lo más notable que el vacío del alma va aumentándose a medida que la fortuna sonríe a sus caprichos; de suerte que menos tiene mientras más adquiere; más y más le aleja del término cada paso que da en su angustiosa peregrinación: ha despreciado los oasis que al transitar han ido ofreciéndose a sus ojos; y agotadas las fuerzas, y sin poder seguir adelante; se encuentra en un desierto estéril cuando a fuerza de agitarse y de moverse imaginaba haber penetrado en la mansión de los goces y de las felicidades. Son los deseos flores que pierden su brillo y sus aromas cuando para mejor poseerlas las arrancamos de los tallos que las sustentaban. ¿Cuál es el origen de ese anhelo incesante? ¿Por qué no hay con qué apagar esa sed devoradora?

El hombre, según lo observa Pascal, es un monarca destronado que en su miseria y en su abatimiento conserva el recuerdo de su perdida grandeza, y anhela recobrarla. Formada la criatura a imagen y semejanza de Dios, y decaída por el pecado de Adán, concibe su inteligencia la idea de lo infinito; y de una manera más o menos confusa entrevé la verdad; la belleza y el bien supremo. Sin darse quizá cuenta de ello, todo lo compara con aquellos tipos de perfección, y todo le parece insuficiente y mezquino, como el río más caudaloso es arroyo miserable si se le compara con la inmensidad del océano; y cual se nos figura el planeta que nos sirve   —139→   de morada un átomo insignificante, cuando pensamos en la magnitud de los otros cuerpos que describen sus órbitas en el espacio. Pero, si aspira por lo que de Dios tiene al cielo, y no basta el mundo y todo cuanto encierra para darle la satisfacción que solicita, por lo que tiene de materia está sujeto a las ilusiones de los sentidos y al ciego impulso de los afectos que bullen en su pecho y tan a menudo ofuscan su mente y le hacen descender a una esfera inferior a la de los mismos brutos movidos por el instinto. El barro vil enturbia la pureza de los rayos de la luz divina. Presa de su engaño espera el ser racional la dicha a que aspira, ya con poseer un objeto, ya otro distinto: en la aurora de la vida una sonrisa de la mujer que ama le estremece de contento; y cándidamente imagina que siendo dueño de aquel tesoro nada le faltará para su dicha: muy en breve el encanto se desvanece; y la actividad busca nuevo pábulo en que ejercitarse; con las edades varían los gustos y las inclinaciones; no ama el viejo lo que al joven arrebata el gozo; razón tuvo Horacio para marcar las diferencias; pero el problema jamás llega a resolverse. Ni lo lograron los estoicos y los académicos con sus doctas elucubraciones, ni en la práctica hubo quien diera cima a tan alta empresa. De siglo en siglo se reproduce idéntico en el fondo y hasta lo sumo diverso en las formas y en las apariencias.

El espíritu siempre ansioso del bien; los sentidos y las pasiones sin cesar, presentándole bienes ilusorios; y cuando ya poseído, alguno, irrita más en vez de saciarle la sed del alma, de nuevo siente el vacío y da en acariciar otra ilusión no menos vana que las que le precedieron; y todo esto porque miserablemente se equivoca creyendo que con dejarse ir a merced de sus deseos ha de llegar al término. Olvida que un ser formado para lo infinito con nada finito y perecedero puede contentarse; navega a la ventura y no le ocurre que henchidas con el viento las velas pueden arrastrar la nave a mares procelosos donde quede bajo las olas sepultada.

Lisardo es la expresión fiel, la imagen viva de esa serie de ilusiones y amargos desengaños que padece el ánimo que,   —140→   esclavo de los sentidos y de la pasión se deja arrastrar por la cadena con que le aprisionaron esos implacables tiranos.

Aún hay en el mundo más... he aquí la forma palpable del sentimiento que sucede al del placer que causa la posesión del objeto deseado; y muy acertadamente se ponen estas palabras en boca del genio del mal, porque, movidos unas veces por la concupiscencia de la carne, y otras por la del espíritu, son en realidad los instintos depravados de nuestra naturaleza, los que obedecemos.

Damos cabida a una ilusión destinada a desaparecer; porque prestamos oído a las sugestiones de la materia; porque los gritos de la pasión ahogan los acentos de la conciencia. El artista ha sabido interpretar el lenguaje del corazón, ha puesto a la vista de todos lo que allá en lo íntimo de nuestro ser, más o menos confusamente todos sentimos. A la embriaguez del amor sigue la codicia que apaga todo su instinto generoso, y a la codicia la ambición que antepone el hombre a su sosiego, a sus intereses y hasta a su honra, cuando el vértigo del poder ha llegado a poseerlo.

La sucesión de las escenas del drama representa el orden con que en la vida real suelen enlazarse las pasiones; el tránsito de una a otra y las razones especiosas que encuentra la mente depravada para practicar lo que la conciencia reprueba se significan concisa y exactamente en las palabras que va profiriendo el genio del mal: cada vez que oye su voz, se contrista Lisardo, como en el mundo en que vivimos contrista al rico la vaga inquietud de perder su caudal, y le mortifica el no ejercer mando, y pugna por elevarse a la esfera donde ve brillar a los que toman parte en los negocios públicos, y cual se agita el que ha comenzado a gozar del mando por subir a la cumbre del poder supremo, si bien sucede que mirado desde más alto, más dilatado parece el horizonte; y con mayor pena se dice a sí mismo el ambicioso aún hay en el mundo más. ¿No se dolía Alejandro Magno, después de conducir sus falanges victoriosas hasta la India, de que no hubiese más tierras que conquistar? ¿No costó la vida a Julio César el   —141→   empeño de poner en sus sienes la diadema regia? ¿Qué móvil impulsó a Napoleón a llevar sus águilas vencedoras a las heladas regiones donde hallaron en vez de triunfos, ruina y exterminio?

Puntual retrato del ser humano dominado por la pasión y los sentidos es este drama: bien marcados están todos los rasgos de la fisonomía, y nada deja que apetecer el conjunto; pero no es éste, ni el único, ni el principal de sus merecimientos.

Hay obras dramáticas de circunstancias, y las hay destinadas a durar mientras haya en el mundo gusto literario y afición a la ciencia. A esta segunda clase corresponde la que analizamos. Como el trágico inglés creó en Otelo y en Macbeth los tipos de los setos y de la ambición; y a la manera que Molière dejó en sus comedías descritas con caracteres indelebles la hipocresía y la avaricia, nuestro autor ha ideado un personaje cuyas acciones representan el anhelo incesante que de un deseo nos arrastra a otro deseo, sin vernos nunca contentos. Inherentes son a la naturaleza los afectos que mueven al personaje: el amor con todos sus delirios, la sed de la riqueza, el afán de la gloria militar y el atractivo del poder, acaso más irresistible que el de la belleza y el del oro, no pertenecen a época alguna determinada, ni fueron especiales y exclusivos de un país o de cierto estado de la civilización más bien que de otro distinto. Donde quiera que hubo hombres existieron; y mientras tenga habitantes el globo continuarán existiendo, compárese con los antiguos o con los modernos y estúdiese la sociedad culta de Atenas o de Roma en los tiempos de Pericles y de Augusto o la de las tribus salvajes, resaltará siempre el parecido del cuadro. Con diversidad indefinida de accidentes descubrimos los mismos lineamientos; porque en lo esencial hay identidad, por más que los individuos y los pueblos varíen en lo accesorio con los siglos y las localidades.

Nunca estuvo el hombre contento con su suerte, y siempre halló el desengaño al término de su carrera, cuando olvidado del cielo se figuró que había de ser feliz adquiriendo aun a costa de la virtud, los objetos de sus deseos.

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Lo permanente y no lo transitorio ha sido asunto de la composición; mas eso permanente tiene en la edad actual la prenda inestimable de la oportunidad.

En efecto, mucho se habla en pro y en contra de los tiempos presentes. Unos los encomian sin mesura ponderando los adelantos que en todos los ramos han hecho las ciencias y las ventajas prácticas y positivas que hemos alcanzado con las aplicaciones de los principios científicos a las artes. Al ver deslizarse por las olas vapores, correr los trenes por los ferrocarriles, volar el pensamiento por los hilos del telégrafo eléctrico, estrecharse por el comercio la unión de los pueblos, multiplicarse por las ingeniosas combinaciones del crédito la fuerza productiva de los capitales, y que se suavizan las costumbres, y que la razón recupera de día en día el terreno que le usurpaba la violencia; y que es la guerra una excepción y no el estado normal de las sociedades y que todo progresa, y todo se perfecciona, se llenan de entusiasmo, prorrumpen en himnos de alegría, y ya imaginan cercano el siglo de oro que, en sentir de los que así piensan, púsose por error en el origen de los pueblos, en vez de colocarle al fin de la carrera que, entre azares y vicisitudes, pero acrecentando siempre el caudal de sus conocimientos y de sus recursos había de seguir como ha seguido el linaje humano.

Otros miran las cosas por diverso prisma. Los esplendores de la civilización progresiva se asemejan en su sentir a los sepulcros blanqueados del Evangelio.

La desmedida afición a los goces; el lujo que va creando de día en día, el olvido de las virtudes que adoraban nuestros antepasados; el egoísmo que ensancha cada vez más los términos de su dominio, la decadencia del principio de autoridad y las ideas anárquicas que se disputan, cual si fuese botín de una victoria, el gobierno de los pueblos, les causan sobresalto; el pavoroso espectro del socialismo que amenaza destruir de un solo golpe la religión, la propiedad y la familia les infunde el temor de que a impulsos de la barbarie nacida de la corrupción misma del cuerpo social, perezcan todas las   —143→   conquistas, que desvanecen la cabeza de los modernos. El desorden amoral neutraliza a los ojos de los que estos recelos abrigan, las ventajas todas obtenidas por los progresos de las arte, de la industria y del comercio.

Tal vez vayan más allá de lo razonable los que se deshacen en elogios de lo presente; y también es verosímil que haya algo de hipérbole en el pánico de los censores a que aludimos; pero es lo cierto que no corresponden los adelantos intelectuales y morales a los que se han verificado en lo que concierne al bienestar material. El Rey de la creación ha embellecido su palacio; y absorto en la tarea ha puesto en olvido su propio y especial perfeccionamiento. El cuerpo ha ganado: el alma ha perdido, porque el alma vive de creencias y ha menester una autoridad que la fortalezca para triunfar de los enemigos que la acechan. ¿Qué pesa en la balanza la moral cuando se funda en una opinión filosófica ¿podrá con tan frágil armadura sostener el embate de las pasiones? Sea que fijemos la atención en el individuo, sea que la dirijamos al cuerpo social descubriremos las huellas terribles de esa funesta anarquía que ha ido introduciéndose, así en la vida privada como en la pública; la veracidad, el pundonor, la lealtad, el desinterés, la abnegación, frutos sazonados de la fe religiosa, se secan y se convierten en polvo como las hojas de los árboles al acercarse el otoño: ¿qué sentido tiene el desinterés para el discípulo de Bentham? ¿Qué motivo que no pertenezca a la higiene decidirá al panteísta a poner a raya sus apetitos? Faltando el vínculo que une la existencia presente con la venidera ¿quien dará fuerza y energía a la voz de la conciencia? Cuando los pueblos no temen, ni obedecen a Dios; ¿sobre cuáles cimientos ha de descansar el poder político? El espectáculo que presenciamos muy claro nos lo dice; el individuo y la sociedad rompieron el freno que los contenía: ambos han perdido de vista la máxima evangélica de no vive el hombre sólo de pan; más es el alma que la comida.

Aumentar y variar los goces sin reparar en los medios de conseguirlo parece ser el destino del hombre en este valle de   —144→   lágrimas; y por más goces que acumule, y por más que acreciente el número de sus conquistas sometiendo hoy el vapor, mañana el fluido eléctrico, y esotro no sabemos cuál de los demás agentes naturales, lágrimas correrán de las mejillas de la criatura racional, porque los bienes todos de la tierra no bastan a un espíritu creado para lo infinito.

La noción del bien moral se obscurece, el hombre ostenta sus derechos y muy poco o nada se acuerda de sus deberes y todo lo que es elevado y sublime va desapareciendo de día en día, ¿cuál de los que hoy ponderan su amor a la patria consumaría por defenderla hazañas como las de Mucio Scevola, Régulo y los Camilos? ¿Qué cálculo haría Guzmán el Bueno para resolverse a arrojar a los moros la espada destinada a degollar a su hijo?

Bien se nos alcanza que en todos tiempos hubo vicios y crímenes: mucho incienso se quemó siempre en los altares del becerro de oro, avaros, hipócritas, vengativos, ambiciosos, sanguinarios en todas épocas y en todos los países los hallamos: consúltense los moralistas de todas las edades, y desde la de Homero hasta la presente advertiremos el mismo fenómeno. Un triste gemido que se prolonga de siglo en siglo; un perdurable lamento que arranca a la virtud el espectáculo de la depravación humana; pero el mal de ahora tiene una particularidad que lo hace más peligroso. No consiste sólo en que la ley se quebrante, en que se anteponga el cuerpo al alma, y por contentar sus apetitos se falte a los preceptos, sino en desconocer, en negar resueltamente la autoridad misma de la ley, no admitiendo por consiguiente más norma de conducta que la que place a cada uno formar para su propio uso. Es ésta, se dice, una época de transición, de crítica, de análisis: impórtale controvertirlo todo, y por eso ha vuelto a recorrer una vez más la órbita que en sus tiempos respectivos recorrieron los filósofos de la India, los de Grecia, los de Roma y los de Alejandría, en nombre del progreso hanse levantado de nuevo sobre la haz de la tierra las nieblas del panteísmo que había disipado la palabra divina.

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Deducido a problema el destino del hombre, y transformada en opinión la doctrina moral, hase adoptado en la práctica por vía de ínterin la utilidad, y a los cálculos bien o mal hechos de sus consecuencias ajusta cada uno sus acciones, hasta que los forjadores de sistemas acaban de elaborar la síntesis destinada a sostituir la del catolicismo.

De aquí la ausencia de la buena fe, la codicia, la ambición, y, sobre todo, ese espíritu escéptico que semejante al aliento de ciertos reptiles que mata al que lo respira, destruye en su origen mismo cuanto hay en el alma de noble y de generoso.

Tal es el cáncer de la sociedad moderna debido a su divorcio de la Iglesia Católica única depositaria de la religión del Crucificado. Del catolicismo surgió la civilización, y so pretexto de libertad, y a la manera del hijo pródigo malgasta en devaneos las riquezas que sacó del hogar paterno. Procede cual si todo estuviera en materia; cual si Dios nos hubiese criado para nacer, vivir y morir como los brutos.

Lisardo reflejó en su carácter los rasgos distintivos de esta situación moral. Todas sus acciones manifiestan el predominio absoluto de la pasión: el ser moral queda por decirlo así, anulado por los tiránicos afectos que hierven en su pecho. En los fugaces momentos de sus dichas no se acuerda de dar gracias a la Providencia que a medida de sus deseos se las han ido dispensando: y al dar la hora de las tribulaciones; y al verse cargado de cadenas y cercano al suplicio, se agita convulso, y acude a los soldados sus compañeros en las batallas, al pueblo que había entonado himnos a sus victorias; y solicita un nuevo protector que otra vez arme su invencible brazo, y gime por su amada Zora, y de todo se acuerda menos de humillar su frente y de implorar la misericordia divina. Arrastrado por sus deseos ha caído a impulsos de la ambición y la codicia en el abismo del crimen, y a manera de tigre encerrado en el estrecho recinto de su jaula, hace vanos esfuerzos por romper los hierros que le impiden entregarse a sus feroces instintos.

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Horrible se presenta el cuadro y tal vez parezca exagerado lo que decimos acerca de su semejanza con la sociedad de nuestros días, o lo que es más exacto, con ese estado social a que nos impelen los que reputan las creencias de nuestros mayores antiguallas de la clase de los petos y las corazas de que antes se usaba para combatir, y que ha hecho inútiles la invención de la pólvora, dando por supuesto que todo el perfeccionamiento humano se cifra, en dedicar la inteligencia y la voluntad a descubrir medios cada vez más esquitos para que crezcan y sean más delicados los goces de la vida. Aunque el éxito de la lucha fuera completo, aunque la naturaleza entera descubriese sus arcanos; y obedeciesen al hombre todos sus varios agentes al modo que hoy le obedecen la electricidad y el vapor, y dado que utilizando los descubrimientos de las ciencias mejorase los climas, hiciese saludable los terrenos hoy maléficos, aumentaran los productos agrícolas y los industriales suprimiendo las distancias para facilitar los cambios, y que pudiese reunir para sus placeres los frutos de las diversas zonas, y que el bienestar se difundiese tanto que no hubiera convidado sin cubierto en el festín de la vida, y quedase por falso profeta Malthus ¿se calmarla por eso la ansiedad del corazón? ¿Desaparecería envuelta en el humo del vapor esa nube que tan a menudo; obscurece el brillo de los más vivos placeres? En el fondo de la copa de oro y entre los diamantes y las perlas que la adornaran ¿no se deslizarían las heces de la amargura? En el bullicio de la fiesta y en medio de los trasportes del júbilo ¿no resonaría la voz fatídica del genio del mal repitiendo su tema perdurable -aun hay en el mundo más? Y satisfechos todos los deseos ¿dónde pudiera encontrarse este más que emponzoñados contentos de todos?

Señora fue del mundo Roma en la era de los Césares: en el ámbito de la ciudad eterna se encerraban todos los tesoros de los pueblos vencidos, y cada uno había pagado con los frutos de su especial civilización el homenaje que reclamaba el vencedor altivo: Grecia la inició en las bellas artes y en la filosofía; el Asia ofreció los portentos de su lujo, y todos   —147→   a porfía contribuyeron a enriquecerla y decorarla. Hasta un grado fabuloso llegó el refinamiento de la sensualidad; y no obstante, al decir de los escritores contemporáneos un malestar inexplicable, una tristeza profunda se había apoderado del ánimo de los descendientes de los Scipiones y los Coriolanos: el dolor había recobrado los fueros que quiso el placer disputarle; las águilas victoriosas sentían sus alas abatidas, y vistas de cerca eran nada las riquezas, y el poder un sueño del orgullo: ¿qué habría sido de la civilización greco-romana si al trabar combate con la barbarie no se hubiese interpuesto el cristianismo entre los combatientes? Con mucha verdad y con mucha poesía lo expresó Chateaubriand en sus Estudios históricos. No se regeneró la sociedad buscando sobre los que ya poseía otro más: al contrario cerró los oídos a la voz del mal; sometió la materia al espíritu; y buscó y halló en el cielo lo que su pertinaz solicitud no había podido descubrir explorando hasta los confines de la tierra. Malogrose la liberalidad sensual de aquel emperador que ofrecía galardonar regiamente al inventor de un nuevo placer. La invención bajó del cielo; la fe que robustece el alma; la caridad que prodiga a manos llenas sus tesoros a todos los menesterosos y la esperanza sostén de la vida y escudo contra los embates todos del infortunio, devolvieron al mundo la felicidad que los goces sensuales le habían arrebatado.

No queremos identificar las épocas: bien se nos alcanza que los argumentos de analogía suelen ser de todos los más falaces, y de que haya entre estos y aquellos tiempos puntos de contacto no se infiera haya de ser uno mismo el desenlace. No vendrá Atila, mas no porque el azote de la ira divina mude de forma serán menos seguros y menos sensibles sus efectos.

Atenta a lo material y olvidada de su destino eterno, ¿qué freno contendrá al alma con la mala fe ¿no hay bastante para viciar y corromper todas las instituciones? Harto lo dice la experiencia.

Ahora bien: si la sociedad sigue el impulso que la arrastra; si todo lo reduce a la vida presente, y si, por otra parte está   —148→   fuera de duda que la satisfacción irrita en vez de calmar los deseos, cuando de progreso en progreso llegue al término de los perfeccionamientos materiales ¿quién la librará de la angustia que entonces padezca? y siendo un mero cálculo la virtud ¿qué diques se opondrán al torrente devastador de los vicios y de los crímenes? ¿No se descubre claramente que habrá de acontecerla entonces lo que al protagonista del drama? ¿No hay motivo, muy suficiente para interpretar en el sentido que lo hemos hecho el carácter de Lisardo? El conjuro de Marcolano que atrae sobre sus cerrados párpados los genios que dispensan los bienes y los males al hombre ¿no es la expresión poética de ese incansable afán de poder y de riquezas de que hoy está el mundo poseído, su falta, de conciencia, su facilidad para cometer el delito que había de proporcionarle el acceso al trono, su olvido de Dios y el paraxismo de su orgullo ¿no serán los rasgos característicos de una sociedad sibarítica y descreída? ¿No vemos ya ir creciendo con espantosa rapidez esas plantas de funesto fruto? ¿No se perciben los ecos lejanos de las tempestades producidas por los vientos que con tanta imprudencia hemos ido sembrando?

El ingenio del poeta adivinó, pues, y supo dar formas palpables a la idea que el pensador descubre, al término de sus pacientes y continuas meditaciones. Verdad profunda y oportuna hay en el drama: la sucesión de sus escenas, el animado panorama que pasa por delante de los ojos del espectador es traslado fiel de las vicisitudes de la vida real; si Lisardo no es la personificación acabada de la época es porque, gracias al cielo, no se ha consumado la obra de destrucción y de ruina, pero personifica con verdad sobrado dolorosa el estado social, a que llegaríamos por el derrotero del materialismo. Hubiéranse reído los sabios de Roma, si cuando Cicerón fulminaba los rayos de su elocuencia, contra Verres o Catilina, hubiese algún escritor pronosticado, que las discordias civiles y la voluptuosidad que se había enseñoreado de los ciudadanos, acabarían con la república, y traerían las extravagancias y las iniquidades de los Calígulas y Heliogábalos,   —149→   y no obstante el hecho muestra cuan exacto hubiera sido el vaticinio. La lógica nos conduce a donde llegó el poeta en alas de su fantasía; no porque haya salvado la distancia y anticipándose a nosotros hemos de figurarnos que llevamos mejor rumbo; no imitemos la conducta del que dado a la embriaguez y a la gula se ríe de las predicaciones del médico, imaginando que exagera al describirle las enfermedades que han de ocasionarle sus desórdenes.

A una sociedad escéptica sólo le quedan los sentidos y las pasiones; la inteligencia en este estado desempeña el papel de esclava complaciente: he aquí a Lisardo; he aquí lo que los pueblos modernos vendrán a ser si prosiguen en la senda que han emprendido.

Joven, lleno de brío, esforzado y resuelto se nos presenta el protagonista del drama, y a pesar de su juventud, de su valor y de su esfuerzo, no acierta a libertarse del infortunio más deplorable; llena de vida está también la sociedad actual; pero no olvide que por mucho que lo enriquezca, y por más que apure el gusto para adornarlo, el edificio de su venidera prosperidad caerá desplomado, si distraída en embellecerlo deja que las falsas doctrinas socaven y arruinen sus cimientos.

Fáltanos para concluir apuntar algunas especies acerca de la idea de colocar una acción tan variada y tan abundante en incidentes en el breve periodo de un sueño.

Cosas entre sí muy parecidas son la vida y el sueño; no recordamos que poeta de la antigüedad llamó a la vida sueño de una sombra, y es lo cierto que vivimos soñando buena parte del tiempo que dura nuestra existencia.

Harto se parece al despertar cuando la luz del día se difunde por la tierra la emoción que prueba el alma al desvanecerse una a una las ilusiones que forja en sus locos arrebatos la fantasía; sueño se nos figuran los transportes del amor más fervoroso al apagarse el volcán que las gracias y los atractivos de la mujer amada encendieron en nuestro pecho; sinceramente creemos y decimos que estábamos dormidos, y que por eso percibimos las espinas de la rosa cuyo perfume nos embriagaba; por término de   —150→   sus afanes y al verse dueño de tesoros y más tesoros, echa de ver el codicioso que la felicidad anhelada huye de sus brazos y también suele llamar sueño a lo que tuvo hasta entonces por realidad y lo propio acontece al que dominado por la ambición lo intenta todo por el prurito de imponer a los otros su voluntad soberana.

Sin violencia puede decirse que el alma despierta cuando, al desaparecer el error que la ofuscaba, reconoce su engaño, y comprende la vanidad de sus deseos. Soñar es sin duda ir en solicitud de la felicidad por el camino de los sentidos y las pasiones. Más de una vez durmiendo nos regocijamos o la tristeza y el terror se apoderan de nosotros; al abrir los ojos nos reímos de esas alegrías y de esos temores infundados; ni más ni menos que en la vida real, solemos reírnos de los afanes y de las fatigas que nos han hecho pasar tantos bienes mentidos y tantos males imaginarios que sin motivo plausible llenaron de gozo o de angustia nuestro pecho.

Sabidos son, por otra parte, las creencias de los egipcios, caldeos y hebreos respecto al sueño.

Recibía el alma; según ellos, en este estado las revelaciones del cielo, y tuvo entre ellos por lo mismo gran importancia el arte de interpretar los sueños; pero sin detenernos en el examen de las peculiaridades que presenta este fenómeno tan digno de estudio sólo observaremos que, según lo advierte uno de los más perspicaces y profundos psicólogos de la época, el espíritu continua en constante actividad durante el periodo en que los miembros se entorpecen y cesan los sentidos en sus funciones.

La fuerza de la fantasía se concentra toda en los recuerdos y los reviste de formas tan sensibles que nos parece estar viendo y tocando las cosas con que soñamos; el tiempo y las distancias desaparecen; se nos antoja estar a muchas leguas de donde realmente nos hallamos, y que acaecen sin interrupción sucesos separados entre sí por el trascurso de largo tiempo. Dirían que el alma durante esta especie de separación de la materia que produce el sueño se entrega con toda libertad a sus impresiones; y fabrica para sí propia un mundo exento de las   —151→   leyes del tiempo y del espacio. Así solemos dormidos pasearnos por verdes llanuras, o por calles de ciudades populosas y ver y oír juntas personas de nuestro afecto que habitan quizá en países uno de otro muy lejano. Platón dice en uno de sus diálogos que el cuerpo es el sepulcro del alma; pudiera añadirse que mientras el sueño, imagen espantosa de la muerte, como le llama Rioja, alza la losa de su sepulcro y respira la atmósfera en que ha de vivir; cuando definitivamente se rompan las ligaduras que la sujetan a los órganos corporales.

Bien escogió el poeta este estado del alma para desenvolver su pensamiento. Las transiciones de una a otra pasión hubieron necesitado en la vigilia el tiempo y el espacio; y para expresar los transportes del amor, el apetito de las riquezas, y el anhelo del mando, y los amargos desengaños que deja en el pecho la satisfacción cumplida de cada uno de estos afectos, habría sido preciso, no como quiera quebrantar las célebres unidades, sino diluir, por decirlo así, la acción en un periodo de muchos años, lo que no pudiera menos de hacerla lánguida y atenuar el efecto dramático.

Suponiendo que pasa en un sueño, como el alma no tiene conciencia del tiempo, fácilmente se concibe que dejándose poseer de las emociones que suscitan los objetos de sus deseos corra de uno en otro hasta precipitarse en el abismo, que por fin y remate de sus locos intentos le prepara el destino; no hay violencia en suponer que apenas nacidas se marchiten las flores del amor, que el oro pierda su atractivo en el momento inmediato al de adquirirlo, a que dominado, de la ambición llegue del primer golpe hasta el extremo de sacrificarlo todo en aras de ese ídolo funesto que tan gran número contiene siempre de adoradores. El alma de Lisardo dormido está durante el sueño en un mundo creado por la imaginación, donde todo se produce y deja de existir con la rapidez misma que estando despiertos solemos pensar sin intermedio de tiempo en las cosas entre sí más distantes e inconexas. ¡Cuántas veces nos acaece acordarnos y representársenos con la mayor   —152→   viveza las escenas de los primeros años de nuestra vida, y en el instante siguiente venírsenos a la mente la imagen del arraigo muerto muchos años ha, y convertir luego la atención hacia los asuntos de actualidad, y de este modo hasta lo infinito!

El sueño del protagonista es en el drama lo que el lienzo para el pintor: a la manera que esté combinando la luz y los colores nos pone delante de los ojos los variados lances de una batalla, y mirando las figuras y los lugares trazados en el cuadro vemos gracias a la perspectiva, las distancias aunque materialmente estén tocando unos con otros los objetos, así el poeta valiéndose del periodo en que se interrumpe la vida de relación, ha podido condensar en breves horas los sucesos necesarios para desenvolver en todas sus faces el carácter del personaje, o lo que es lo mismo, para poner de una vez y de una manera clara a la vista de todos su pensamiento. Ha buscado para el desarrollo de la acción de su drama un mundo en que los cuerpos no han menester espacio, ni tiempo los sucesos; ese mundo es el que crea la fantasía en el periodo del sueño; ese mundo se emancipa de las categorías de Kant que dejan de regir al entendimiento cuando suspenden los sentidos sus funciones.

No sin razón dijimos al comenzar, que el drama del Sr. Duque de Rivas, pertenece al género que cultivaron Goethe y Lord Byron: la intención filosófica resalta en toda la obra; y se conoce su mérito mientras mejor se examina; pero debemos decir para completar la idea, que el poeta español lleva en punto a claridad manifiestas ventajas a sus dos ilustres colegas. La comunicación con los espíritus del dramático inglés, y la especie de enciclopedia del vate alemán, son pensamientos encubiertos por las densas nieblas del norte; o porque no estamos familiarizados con la filosofía de Berlín, o porque de suyo es abstrusa y poco inteligible a los que hemos nacido en las regiones meridionales suelen ocultársenos las bellezas inspiradas por la musa que habita entre las nieves, todo lo profundo que se quiera se puede ser sin dejar por eso de expresarnos de modo que todos nos entiendan.

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Esta prenda de la claridad distingue y realiza el desengaño, y lo más hondo del pecho humano penetró la mirada del poeta, sorprendiole el secreto de sus secretos y creó su drama. Un motivo más hay que añadir a la justa nombradía de que goza el autor, un nuevo laurel que entretejer con los que ya adornan su frente, y un consuelo para los amantes de las glorias literarias de España al contemplar que, a despecho del aire que corre poco favorable para las flores del Parnaso, no falta entre nosotros algún sucesor digno de los Lope de Vega y Calderones.

Cádiz.





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