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El diálogo dramático de «Yerma»

María del Carmen Robes Naves

El discurso de la obra dramática: diálogo, acotaciones y didascalias

El discurso de la obra dramática se presenta bajo dos formas bien diferenciadas, incluso tipográficamente: una es la constituida por el diálogo de los personajes y la otra por las acotaciones del autor. Ambas proceden, como es lógico, del autor, pero la primera pone la palabra en boca de los personajes, mientras que la segunda es el habla directa del autor dirigida al director de escena, o a los actores, con las indicaciones necesarias para la representación.

Los manuales y los diccionarios de teatro franceses denominan didascalies a esas anotaciones al diálogo dramático (Didascalies. «indications scéniques données par l'auteur accompagnant le texte d'une oeuvre théatrale», Dictionaire, Hachette). Los autores españoles suelen llamarlas acotaciones o anotaciones, aunque últimamente algunos investigadores españoles que enseñan en Canadá las llaman también didascalias1.

Según el DRAE, la didascalia es un término con varias acepciones en el lenguaje particular del teatro: 1) «enseñanza, instrucción; especialmente en la antigua Grecia, la que daba el poeta a un coro o a los actores»; 2) «en la antigua Grecia, los catálogos de piezas teatrales representadas, con indicaciones de fecha, premio, etc.»; 3) «en la literatura latina eran las notas que, a veces, al comienzo de una comedia, dan noticia sobre su representación».

Y por acotación entiende el mismo DRAE: «señal o apuntamiento que se pone al margen de algún escrito o impreso. Cada una de las notas que se ponen en la obra teatral, advirtiendo y explicando todo lo relativo a la acción o movimiento de los personajes y al servicio de la escena».

Corvin2 cree que se pueden considerar didascalias todo lo que en el texto de teatro no es diálogo, es decir, todo lo que en el texto mantiene la voz directa del autor: el título, la lista de las dramatis personae, los títulos de los actos, si los llevan, etc.

A nosotros nos parece conveniente partir de una diferenciación en el texto dramático, de dos aspectos, que llamaremos: 1) texto literario y 2) texto espectacular. El primero está constituido Fundamentalmente, aunque no sólo, por el diálogo de los personajes (escrito en la obra escrita, y dicho en la obra representada); el segundo está formado por las acotaciones y las didascalias, que harán posible la realización del diálogo en la escena y darán instrucciones sobre el conjunto de la representación.

El diálogo es, pues, el habla de los personajes, escrita en el texto y realizada verbalmente en escena; las acotaciones son el habla del autor: se incluyen como anotaciones al diálogo en el texto escrito, no pasan verbalmente a la escena, donde se sustituyen por sus referencias; didascalias son las indicaciones que el diálogo hace sobre hechos y objetos escénicos, que pasan a la representación en forma verbal, como parte del diálogo, y también en sus referencias, como las acotaciones.

El director de escena tiene una libertad amplia en la sustitución de las acotaciones por sus referencias, y no tanta cuando se trata de las didascalias, puesto que no sería tolerable una discordancia entre lo que dice el diálogo y lo que se realiza en la escena. Por ejemplo, en el texto de La rosa de papel, de Valle-Inclán, encontramos acotaciones al principio del texto:

Lívidas luces de la mañana. Frío, lluvia, ventisquero. En una encrucijada de camino, la fragua de Simeón Julepe. Simeón alterna su oficio del yunque con los menesteres de orfeonista y barbero de difuntos. Pálido, tiznado, con tos de alcohólico y pelambre de anarquista, es orador en la taberna y el más fanático sectario del aguardiente de anís. Simeón Julepe, aire extraño, melancolía de enterrador o de verdugo, tiene a bordo cuatro copas. Bate el hierro...


que no pasarán a la representación como palabras, sino realizadas en sus referencias, bajo la estética que sea: realista, expresionista, simbólica, etc.: el escenario se prepara, según lo que dice el autor, en la forma en que el director escénico crea conveniente. Luego empieza el diálogo, que en este texto concreto incluye didascalias muy claras, pues alude a que Julepe está haciendo algo en escena, martillando, que ya había sido dicho con otras palabras en las acotaciones anteriores: «bate el hierro». En el diálogo, la mujer alude a esa acción escénica, que de este modo se expresa dos veces, como acotación y como didascalia; podía ser dicha de una sola de estas formas, pero se dice de las dos:

LA ENCAMADA:  «¡Que me matas, renegado! ¡Que la cabeza se me parte! ¡Deja ese martillar del infierno!»


«Batir el hierro», «ese martillar del infierno» tienen la misma referencia, aunque con matices. Si la frase estuviera en la acotación solamente, el director podría poner a Julepe dándole o no al martillo, pues el espectador no accede a las acotaciones a través de la palabra; pero si el diálogo alude al martilleo, no puede poner a Julepe con otra acción, porque perdería coherencia el diálogo. A veces se ha hecho esto: se habla de un perro que saca la suerte con unos papelitos, en Divinas palabras, y el perro no aparece por ninguna parte en la escena: en tal caso sería necesario modificar el diálogo para eliminar las referencias del escenario, pues de otro modo se suscita perplejidad en los espectadores.

Las acotaciones y las didascalias hacen indicaciones sobre el espacio y el tiempo de la escena, y sobre todos los signos no verbales del escenario, empezando por los paraverbales. Constituyen también todo el paratexto dramático: indican el título, la lista de las dramatis personae, repiten el nombre de éstas ante sus intervenciones en el diálogo, y todo lo que permite determinar las condiciones de enunciación del diálogo sobre el escenario. Y lo que no está aclarado por las acotaciones o por las didascalias, o por ambas a la vez, se remite a la competencia directa del director de escena y de los actores.

Las condiciones de enunciación del texto dramático, y frente a lo que ocurre en el relato donde sólo son imaginarias, son escénicas e imaginarias, lo que hace que las acotaciones y las didascalias sean necesariamente ambiguas, puesto que remiten a la fábula, que el lector puede imaginarse como quiera, y al mismo tiempo señalan algo tan real e inmediato como es el escenario donde se representa la obra, con sus condiciones concretas: posibilidades de luz, tan cambiantes a lo largo de los siglos, con sus medidas, con sus espacios: único (teatro a la italiana), múltiple (teatro isabelino, teatro español), centrípeto (teatro griego primitivo), centrífugo (teatro total), etc.

La función de las acotaciones es, pues, doble: por una parte, son un conjunto de indicaciones que permiten al lector construir imaginariamente una escena o un lugar real, y, por otra parte son un texto de dirección con indicaciones del autor al director y a todos los que trabajan en la escenografía. En todo caso, las acotaciones y las didascalias son un lenguaje claramente perlocutorio, pues orientan al lector en sus posibilidades imaginativas, y dirigen la conducta de los responsables de la puesta en escena. Por esta razón, aunque algunos autores escriben sus acotaciones con verbos en indicativo, se entiende que tienen carácter imperativo: si el texto describe a Julepe: «pálido, tiznado, con tos de alcohólico y pelambre de anarquista...», el director de escena deberá entender que así tiene que aparecer el actor que represente a Julepe, y el actor deberá toser como entienda que tosen los alcohólicos.

Si el autor de la obra es a la vez el director de escena, como fue el caso de autores clásicos (Shakespeare, Moliere, Lope), o si los códigos de representación están fijados estrictamente, porque la apariencia de los personajes coincide (traje, peinado, movimientos, distancias, etc.) con la del público (comedia de capa y espada, por ejemplo), o porque estén fijados en el género (comedia del arte), las acotaciones pueden reducirse hasta limitarse al nombre de los personajes y a las indicaciones al comienzo del texto. Se supone que la teatralidad pensada por el autor, aquella desde la que se imagina que se ha de representar su obra, si es él mismo quien la ponga en escena, no será necesario explicitarla.

La amplitud de las acotaciones tiene sentido cuando el autor aspira a explicar al director su idea del espectáculo; por eso, la extensión de las acotaciones depende del tipo de teatro y del tipo de espacio escénico en cada caso; son particularmente prolijas en el siglo XIX: el espacio dramático es generalmente un lugar del mundo real y el personaje es un individuo personalizado del que se dan detalles precisos. En la actualidad las acotaciones están destinadas a construir el espacio autónomo correspondiente al texto, con indicaciones espaciales concretas, con las que el autor se anticipa al director de escena (p. ej., Beckett). En la llamada dramaturgia del gesto pueden constituir todo el texto, (p. ej., Acto sin palabras), frente a lo que ocurría en la dramaturgia de la palabra, en la que el diálogo, más bien conversación, ocupaba prácticamente todo el texto3.

Aclarados los problemas terminológicos sobre las formas de discurso de la obra dramática, vamos a estudiar el diálogo en el teatro, ejemplificando concretamente con Yerma4; vamos a señalar las relaciones del diálogo con las acotaciones, vamos a ver qué entendemos por diálogo primario, y finalmente vamos a considerar algunos tipos de diálogo.

Con cierta frecuencia se ha identificado la obra dramática con el discurso dialogado, y se ha prestado menos atención a las acotaciones, pero de hecho el texto dramático alcanza la unidad de sentido y de forma con los dos discursos. El diálogo, considerado generalmente como «texto principal», en muchos casos carece de sentido y podría parecer absurdo si no cuenta con las acotaciones, a las que, sin embargo, se considera «texto secundario» (Ingarden). Algunos autores construyen sin diálogo no ya obras enteras (Beckett, Acto sin palabras), pero sí algunas escenas importantes, como el desenlace, en las que utilizan solamente acotaciones que se corresponden en escena con elementos no verbales; considerar a las acotaciones, en este caso, «texto secundario» nos parece desproporcionado. Así ocurre, por ejemplo, con la última escena de Ligazón, una de las obritas que constituyen el Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, de Valle-Inclán, cuya fábula se desenlaza con elementos no verbales, visuales y acústicos, que, expresados en las acotaciones y representados en el escenario mediante su referencia, son suficientes para cerrar el drama y crear una ambigüedad literaria muy intensa.

Veltruski, en un artículo de 1940, «El texto como un componente de la obra dramática»5 ha mostrado que el diálogo no es autónomo y en muchas obras resulta insuficiente para construir la fábula: ésta no queda completa y no sería inteligible sin el concurso de las acotaciones, que suelen llenar los blancos o vacíos de la historia dejados por el diálogo, además de enmarcarlos cronotópicamente.

Reconociendo el hecho y la complementariedad del diálogo y las acotaciones, y el papel destacado que éstas pueden llegar a tener en la estructura sintáctica y en la creación del mundo ficcional del drama, es preciso reconocer que en la mayor parte de las obras dramáticas, la fábula se, construye fundamentalmente con el diálogo de los personajes y que la forma dialogada parece consustancial al drama. Valle-Inclán asilo reconocía en 1928: «en el diálogo está la médula vital del verdadero teatro, que no necesita la representación escénica para ser verdadero teatro»6, aunque diez años antes sus palabras muestran que entendía por diálogo dramático el conjunto de diálogo y acotaciones: «Ese trabajo de dialogar y de acotar artísticamente es el que más me gusta y el que encuentro más fácil»7. El trabajo de «dialogar y acotar», que quizá resulte fácil para un genio de la lengua y del drama como es Valle-Inclán, es de una complejidad semiótica enorme, y depende de muchos factores históricos, lingüísticos y sociales, de convenciones de género literario, de los estilos de época, de la particular visión del mundo del autor, de su competencia dramática, etc.

A lo largo de la historia del teatro occidental podemos observar que todos los dramas utilizan en su discurso el diálogo y las acotaciones, pero con unas variantes de forma paralelas a las que observamos en la temática, en la cosmovisión que mantienen, en los presupuestos éticos, estéticos, sociales y psíquicos que les sirven de marco y les dan sentido. Los cambios en la concepción de los espacios escénicos, del personaje, del conocimiento o de cualquier otra categoría dramática o cultural, repercute de un modo directo en el diálogo, en sus formas y en la relación con las acotaciones.

Al analizar el diálogo dramático podemos observar que mantiene una relación variable con las acotaciones, que puede constituirse en criterio válido para señalar tipos de discursos dramáticos. Hay diálogos dramáticos que están cercanos a la autosuficiencia, porque se desarrollan como una conversación que no hace avanzar la fábula y son lógicamente los que tienen menos acotaciones (Benavente); hay otros que alternan con acotaciones muy extensas, de papel relevante en la construcción de la fábula (Valle-Inclán).

Las acotaciones de Yerma, a pesar de ser escasas, tienen gran capacidad para generar sentidos: los diálogos ocultan a veces actitudes o motivos que se destacan en la lengua de las acotaciones. Teniendo en cuenta esto dejamos abierto el problema de qué tratamiento hay que darles en tales casos, puesto que, si no pasan a la escena en forma verbal, resulta arriesgado suponer que el público alcance por la referencia que las sustituye en el escenario el sentido que tienen en el texto escrito. El primer cuadro presenta en escena a Juan y a Yerma; tiene muy pocas acotaciones, dos de movimiento, una referencia a movimientos de Juan «(Va a salir)», y otra a Yerma «(Levantándose)», ambas irrelevantes. Mucho mayor interés tienen las que siguen, referidas a actitudes: Juan «(Sonriente)»; Yerma «(Se abraza y besa al marido, tomando ella la iniciativa)». Esta, las más extensa hasta ahora, es expresión de la esperanza que aún tiene Yerma, pero la escena se cierra con un cambio, indicado también en una acotación: Yerma «(Sombría)».

El segundo cuadro dedica sus acotaciones a gestos de Yerma que expresan su actitud expectante y su evolución: Yerma «(Alza los brazos en un hermoso bostezo y se sienta a coser)»; en la escena con María, Yerma «(Se levanta y queda mirándola con admiración)», «(Con curiosidad)», «(Agarrada a ella)», «(La mira extraviada)», «(Con ansiedad)», «(Riendo)», «(Se acerca y le coge amorosamente el vientre con las manos)».

Las escenas con Víctor son las más interesantes para analizar la relación del diálogo con las acotaciones, porque dicen lo que el diálogo calla; las acotaciones escenifican la verdadera relación entre estos dos personajes; sus movimientos libidinales no tienen que ver con lo que dicen las palabras: Víctor «(Es profundo y lleva firme gravedad)», «(Sonriente)», «Yerma» (Ríe)», «(Temblando)», «(Casi ahogada)», «(Con angustia)», «(Con pasión)». El cuadro segundo repite la escena reiterando las mismas condiciones: Yerma «(Está sentada)», «(Lo mira. Pausa)», «(Se levanta y se acerca a Víctor)», «(Pausa. El silencio se acentúa y sin el menor gesto comienza una lucha entre los dos personajes)», «(Temblando)», «(Lo mira fijamente y Víctor la mira también y desvía la mirada como con miedo)». Las acotaciones, independizadas del diálogo, constituye todo un cuadro de deseos, acciones, represiones y actitudes.

Estos pasajes son suficiente para comprobar hasta qué punto pueden adquirir relieve las acotaciones en el texto dramático: la lucha que sostiene Yerma entre el deseo angustiado del hijo y el. honor se resuelve en las acotaciones de esta escena en la que Víctor se retira al desviar la mirada con miedo: el personaje desaparecerá de la escena definitivamente, después de esta acotación. Es seria la dificultad de escenificar esas relaciones que no se traducen en un diálogo verbal, y sólo se manifiestan en el lenguaje de las miradas. Las acotaciones crean un subtexto de intenciones, dudas, deseos, angustias, renuncias, movimientos inconscientes reprimidos, etc., que se traslada a la acción: Yerma renuncia a Víctor y éste desaparece de la escena; las dudas, el deseo de que se quede, el amor que sienten y no dice, son los referentes de un complejo diálogo de gestos.

El diálogo primario

D. M. Kaplan en un corto estudio titulado «La arquitectura teatral como derivación de la cavidad primaria»8 y apoyándose en las teorías de R. A. Spitz (Life and Dialogue, 1963), habla de las relaciones de reciprocidad que se establecen entre los actores y el público y llama diálogo primario, para diferenciarlo de toda forma de diálogo verbal, a una especie de interacción que se da al comienzo de la representación, por la presencia de unos y otros en el ámbito escénico, que suscita unos efectos de pánico en el actor (bien conocidos por sus declaraciones) y que se dan también en el otro extremo, en el público, bajo la forma de una cierta agresividad (Kaplan, 1973)9.

La pasividad que suele adoptar el público antes de la representación, cuando se apagan las luces y el silencio está presente como fondo de una expectación, es sólo aparente y se limita al movimiento exterior, no afecta para nada a la participación emocional: el espectador está pendiente de que se suba el telón o se enciendan las luces del escenario, alertado en su capacidad de interpretación semiótica: está dispuesto a leer los signos de la escena, relacionarlos e ir construyendo una historia. Están equivocados los que creen que es necesario un estímulo físico para despertar al dormido espectador, que atenderá solo si se traspasan candilejas, si se grita, si se le agrede con ráfagas de luz violenta, o si se sueltan pollitos en la sala. La participación del espectador como tal está segura con su presencia en el patio de butacas y con la orientación espacial obligada hacia el escenario; la impasibilidad física no implica en absoluto negar la percepción. El actor desarrolla ante el público una actitud de agresividad, provocada por su propio pánico, y el público adopta una actitud de expectativa, no exenta, a su vez, de agresividad, motivada por la exigencia de atención y por el desconocimiento.

Esta relación primera, no verbal, es el llamado diálogo primario, que generalmente se reconduce a unas relaciones de interés, de entusiasmo, de placer, etc., mediante el espectáculo, o a un rechazo que puede desembocar en una gran bronca o en un aplauso cerrado, cosa que no ocurre nunca en otro tipo de relaciones públicas, por ejemplo, en un restaurante.

Kaplan cree que esa relación dialógica primaria se establece entre dos seres animados: el público y los actores, pero creo más bien que es parte de la convención espectacular en general, y que se origina en todas las formas de presentación del escenario mediante signos de cualquier sistema que puedan estar en escena cuando se sube el telón; el público responde también con curiosidad y expectativas de interpretación ante los objetos que ve, las luces, las distancias a que se sitúan los actores, el retraso en subir el telón, e incluso ante la ausencia de telón y escenario vacío. Creo que se origina en el ámbito escénico (conjunto de sala y escenario) una relación física de presencias, que da lugar a un proceso semiótico que exige a los espectadores una disposición para interpretar lo que está en escena, signos o formantes de signos, que reclaman una lectura; quizá esa exigencia de interpretación es la causa del tono agresivo; creo que la explicación es que los espectadores, en principio, están a merced de la oferta que les hace el escenario,

pero les falta un acuerdo en los códigos, o simplemente falta el código común entre actores y espectadores: el escenario hace una oferta de sentido y el espectador se ve en la necesidad de arriesgarse a dar una interpretación sin disponer de ese código mínimo común. Las expectativas creadas en la interpretación del espectador pueden confirmarse, contrariarse e incluso ser ridiculizadas, con lo que la inseguridad del espectador es total. Las relaciones sémicas así establecidas oscilan de la agresividad a la complacencia, del riesgo a la seguridad, a medida que el público verifica que interpreta adecuadamente lo que el escenario le ofrece y puede participar mental o sentimentalmente en la obra.

Kaplan relaciona el diálogo primario con los ámbitos escénicos envolventes: la disposición circular del ámbito que sitúa la sala en torno al escenario, por completo (ámbito en O), o en sus tres cuartas partes (ámbito en U), intensifica algunos de los aspectos de la relación actor-espectador y debilita otros; el teatro de planta circular es una arquitectura de intimidad y de participación, así lo fue el teatro griego primitivo, de carácter ritual, o alguna de las formas que actualmente intentan recuperarlo, como el Arena Theatre, de Birmingham, el auditorio al aire libre de la isla de san Giorgio en Venecia, etc.; en parte fue así también el teatro isabelino y el corral español que prolongan sus plateas en los laterales del escenario, con ámbito escénico en U, en el que también se establecen relaciones de integración, concordia y participación del público. Por el contrario, el teatro a la italiana, de ámbito en T, es enfrentado, crea una tensión continuada entre la sala y la escena, potencia el enfrentamiento, la agresividad y el extrañamiento entre el mundo de la ficción del escenario y el mundo de la realidad de la sala. En cambio creo que consigue, una vez que se asegura la participación emocional o mental, una mayor intensificación en los procesos de comunicación, de significación y de interpretación.

El acto I de Yerma se abre con una escena onírica sin diálogo, creada con las acotaciones: «(Al levantarse el telón está Yerma dormida con su tabanque de costura a los pies. La escena tiene una extraña luz de sueño. Un pastor sale de puntillas mirando fijamente a Yerma. Lleva de la mano a un niño vestido de blanco. Suena el reloj. Cuando sale el pastor la luz se cambia por una alegre luz de mañana de primavera. Yerma se despierta)». El espectador se dispone a construir una fábula con los diálogos que oiga, pero sabe que esa luz de sueño presidirá todo el drama, mientras que la luz real de una mañana irá cambiando en el tiempo necesariamente, y así ocurre hasta la escena final en que Yerma mata el niño de su sueño.

El público que asiste a la puesta en escena de Yerma realizada por el Teatro del Norte puede ver a una luz extraña cómo un bulto va desprendiéndose de una larga tela roja y aparece Yerma como un andrógino que busca su ser.

La escena suscita en uno y otro caso unas reacciones muy distintas: el diálogo primario en uno y otro caso orientan la interpretación y lectura de Yerma hacia sentidos bien diferentes.

El diálogo como proceso semiótico

El diálogo no es sólo una forma discursiva intercambiable, informativamente hablando, con discursos monologales; el diálogo no es tampoco una sucesión de intervenciones desconectadas, es un discurso único formado por un conjunto de intenciones cooperativas y un esfuerzo en el que cada uno de los participantes reconoce un fin o una dirección conversacional que él acepta con la convicción de que los demás interlocutores también la han aceptado. El diálogo es una actividad pragmática de tipo social, pues no basta la actitud de aceptación de uno de los interlocutores, tienen que ser todos, y además tienen que sujetar su actividad dialogal a normas, que son de tres tipos fundamentalmente:

  1. leyes lógicas, que presiden la secuencia material de las intervenciones, dándoles unidad de fin, aunque tengan diversidad de emisión,
  2. leyes pragmáticas, que presiden el diálogo como actividad social y lo someten a normas de cortesía, de claridad, de oportunidad, y
  3. leyes gramaticales, que imponen un canon de corrección en las formas y en las relaciones de los términos lingüísticos, como en las demás formas de expresión.

El discurso dramático se construye contando con todas las virtualidades del diálogo en general y con frecuencia, como todo discurso literario, realiza desviaciones de las normas para lograr determinados sentidos literarios, y también podemos encontrar en el discurso dramático «conversaciones» que, bajo la apariencia de diálogo, no lo son porque no hacen avanzar la escena, porque no tienen tema único, porque no buscan acercar recorrido, porque no hay enfrentamiento, etc. En Yerma podemos considerar conversación, no diálogo, todo el Cuadro Primero del Acto Segundo, el de las lavanderas, donde una dice «aquí se habla», es decir, se comenta lo que ya ha sucedido, incluso se señalan intenciones, pero sin añadir información.

El canon general del diálogo, que vamos a exponer brevemente en sus marcos semiótico y lingüístico, nos permitirá determinar las desviaciones que el uso dramático introduce e interpretar el sentido que puede tener en Yerma.

Considerando el diálogo como una forma de intercambio social interactivo, que crea sentido, destacan algunas notas:

  1. El diálogo es una actividad sémica, es decir, utiliza signos, lo que implica que los sujetos del diálogo tienen un conocimiento del código, de sus unidades y de sus normas de combinación para lograr unidades más extensas, así como de su valor referencial.
  2. El diálogo es un proceso interactivo, de carácter social, no individual, lo que supone una convención inicial de los interlocutores de respetar las normas y participar en el juego.
  3. El diálogo es un acto de habla directo, que tiene un determinado fin: intercambiar conocimientos, aproximar las posiciones que separan a los interlocutores entre sí, convencer con razones, mover a la acción, conmover, etc.
  4. El diálogo es una actividad por turnos que debe respetar las intervenciones de los interlocutores (turn-taking).
  5. El diálogo es la actividad sometida a mediaciones sociales comunes a los interlocutores, pero también a mediaciones personales, por tanto puede interpretarse como rasgo caracterizador de los hablantes.
  6. El diálogo es una actividad enmarcada en unas presuposiciones, de las que parten los emisores para realizar su discurso, y para insertarse en un marco contextual. Son presuposiciones formales, por ejemplo, avenirse al diálogo, aceptar los mismos presupuestos objetivos, admitir la posibilidad de alcanzar unos fines de acuerdo o de información (dirección aceptada), pero a diferencia de otros discursos, la diversidad de interlocutores implica diversidad de presuposiciones subjetivas.
  7. El diálogo es una actividad in fieri y, aparte de las implicaciones previas propias del sujeto y del sistema sémico en el que se expresa, tiene unas implicaciones conversacionales creadas en la misma sucesión del diálogo, de modo que para entenderlo adecuadamente hay que tener en cuenta el pasaje donde se está (principio, medio, final), pues una misma frase puede tener diferente sentido según dónde se encuentre y según lo ya dicho.
  8. El diálogo es un lenguaje en situación, no a distancia, que mantiene una estrecha relación con el entorno espacial inmediato. La relación con el entorno presente puede seguir, según Veltruski, tres direcciones: por el sentido con que el hablante introduce el tema; por la actitud, de mayor o menor subjetividad, y por la valoración (distancia, ironía, compasión, etc., con que se relaciona cada uno con aquel entorno en que trascurre el diálogo).

    En cualquier caso el diálogo no responde a un esquema determinado, como puede hacerlo una entrevista basada en el modelo de pregunta-respuesta, ni tiene un límite predeterminado, sino que en relación con todos esto-aspectos enumerados, se alarga o se acorta, se vincula más o menos al contexto, a la situación, etc.

    Las implicaciones generadas por el discurso dialogado son las que derivan de! llamado principio de cooperación, que puede enunciarse así: «que tu contribución sea la que se espera», y que Grice analiza en el marco de las categorías kantianas de cantidad (información pedida, ni más ni menos), relación (información oportuna), calidad (verdadera) y modalidad (clara y explícita).

  9. Por último, señalamos que el diálogo es una actividad cara a cara (Face-to-Face), lo que implica unas determinadas normas de la cortesía, propias de las relaciones de este tipo: hay afirmaciones que no pueden hacerse en presencia del interlocutor, y hay términos que la cortesía impide usar.

El diálogo es generalmente una actividad lingüística, ya que se realiza con signos verbales, aunque de hecho va acompañado o encuadrado (a no ser que sea diálogo a distancia, p. ej., el telefónico) por signos paraverbales, quinésicos y proxémicos, y puede ir ocasionalmente apoyado en otros signos objetuales o acústicos. Como discurso verbal, el diálogo está sometido a las normas generales del lenguaje y a las normas particulares de su forma de discurso, en una relación inmediata con los rasgos pragmáticos que hemos enunciado:

  1. El diálogo es un discurso formalmente segmentado y, aunque tenga unidad en su conjunto, ésta procede de las contribuciones de todos los interlocutores, que deben encajarse formal y semánticamente.
  2. El diálogo tiene unidad semántica, que debe mantenerse a pesar de proceder de varios emisores, lo que significa que las intervenciones de cada uno no son arbitrarias y deben estar orientadas hacía un sentido único, a no ser que se transgreda esta norma, como ocurre en el teatro del absurdo, o en los llamados «diálogos de sordos» en los que cada hablante va por su lado.
  3. La vinculación del diálogo a la situación se advierte por la proliferación de signos deícticos y en la abundancia de signos mímicos concomitantes con la palabra: gestos dirigidos a objetos o personas presentes y un paralenguaje condicionado por las actitudes corporales y la distancia entre los locutores.
  4. La alternancia de turnos en los diálogos exige la alternancia de roles de los sujetos, pues mientras uno actúa de hablante (yo), el otro actúa de oyente (tú), pero no puede descuidar este papel, si ha de intervenir después teniendo en cuenta lo que ha dicho el anterior. En los procesos de comunicación no hay interactividad, a no ser que se considere tal el efecto feed back-. un sujeto emisor permanece en esta función y un sujeto receptor permanece en la suya, aunque obligue al emisor a hacer una expresión «dirigida», es decir, que tenga en cuenta al receptor, su capacidad, su disposición, su competencia, etc.
    La alternancia de turnos suele exigir conectares entre las intervenciones de unos y otros, del tipo: «como ya has dicho tú», «volviendo a lo que se dijo antes».
    Por último señalamos que el diálogo es un discurso con doble vocalización, doble codificación y doble contextualización, y es preciso tener en cuenta quién habla, a cuál de los sujetos pertenece determinada frase, para darle el sentido que le corresponde. La atribución del discurso de cada uno de los interlocutores se ve mediatizada, a veces, por el discurso del autor, que impone su voz, su código y su contexto particular, como ocurre, por ejemplo, con Miguel de Unamuno, que cede formalmente la palabra a sus personajes, pero la verbalización es la suya, y lo mismo la codificación y la contextualización. En tal caso los registros de los personajes, en todos sus aspectos, son realmente del autor y no son caracterizadores del modo de ser y de estar de los personajes.

En el drama, cada una de estas notas pragmáticas y lingüísticas, se vincula a unos significados que constituyen la base del sentido del diálogo dramático en las obras concretas. Pero además hay que añadir que el diálogo tiene un comienzo, un medio y un final que se someten también como orden a unas determinadas normas de claridad y de cortesía. El espectador tiene indicios por el contenido, por el tono, y por los demás signos, de la fase en que está el diálogo y la historia. Los diálogos suelen iniciarse con fórmulas de saludo o frases introductorias, que por ser formularias dicen poco informativamente; sin embargo, pueden aclarar actitudes de enfrentamiento, de buenas relaciones, etc., y se usan en el diálogo dramático con estos fines. En el centro del diálogo suele haber una frecuencia mayor que en otras formas de discurso de enunciados perlocutorios: exhortaciones, peticiones, preguntas, promesas, etc., y también formas imperativas, exclamativas, interrupciones, y finalmente fórmulas de cierre.

El discurso dramático se inserta en el marco del diálogo en general, y sigue las normas o las transgrede para buscar los efectos que pretende. El canon teórico sirve, como siempre, para señalar desviaciones del discurso literario, o si no se admite el concepto de desviación como literario, para utilizar nuevos registros que dan carácter literario al texto, al contrastarlo con formas de frecuencia más alta.

El diálogo como discurso dramático

La tragedia clásica hizo del diálogo el discurso específico del teatro. Podemos decir que se inicia el teatro cuando entre los cantores del coro se destaca el corifeo para hablar con un actor; luego serán dos o tres los actores que hablan entre sí y con el corifeo, pero en el esquema mínimo bastó un actor y el corifeo dotado de palabra. La posibilidad de exponer cara a cara, en presente y en presencia, por turnos y sobre un mismo tema las opiniones, las ideas, los sentimientos de unos y otros, hace surgir un género nuevo, el teatro.

El drama moderno, que se inicia en el Renacimiento desde una visión antropológica del mundo, que supera el teocentrismo característico de la cultura medieval, encuentra en el diálogo su forma de expresión más adecuada. Sus temas no son las relaciones del hombre con los dioses, ni los argumentos que exponen los personajes griegos para justificar sus acciones; tampoco pretende exponer en forma visual y didáctica los misterios de la fe, como hace el teatro medieval que, bajo un diálogo de «confirmación», expone una doctrina que no se discute, se enseña. El teatro Renacentista analiza las relaciones del hombre con el hombre, en dos vertientes fundamentales:

  1. la interior-, el hombre como sujeto de pensamientos, de sentimientos y de pasiones, cuyo tema central es la jerarquizaron armoniosa de las fuerzas humanas. Así el teatro de Shakespeare presenta al hombre que lucha para poner orden en sus pasiones, suscitadas en las relaciones con otros hombres, pues en otro caso no habría diálogo, sino un tratado de filosofía o de ética, por ejemplo, y trata de ver cómo la rayón puede armonizar el amor y los celos, el poder y la ambición, la acción y la duda, la pasión amorosa y la familia, el amor paterno-filial, etc.; y
  2. la exterior, las relaciones familiares y sociales de convivencia, que el teatro español de capa y espada y las comedias de honor centran en los temas de la libertad y la responsabilidad de hombres y mujeres. Es un teatro que muestra recurrentemente el absurdo de unas relaciones desequilibradas en una sociedad familiar y civil donde los hombres deciden por las mujeres y soportan la responsabilidad de la conducta que ellas sigan, y donde las mujeres, sin libertad, sin alcanzar nunca un estatus de persona adulta, no asumen nunca sus cuotas de responsabilidad.

Este drama moderno, centrado en el hombre, tomará sus anécdotas de las relaciones entre las personas, pues el teatro es enfrentamiento de posiciones y no puede limitarse a la historia mental, sentimental o interior de un sujeto, aunque sea para jerarquizar sus propias vivencias y en tal situación, como afirma Szondi, «el medio lingüístico de ese mundo interpersonal era el diálogo», pues:

en el Renacimiento, tras la supresión del prólogo, coro y epílogo, y quizá por primera vez en la historia del teatro, el diálogo se convertiría (junto al monólogo, de empleo episódico y no constitutivo, pues, de la forma dramática) en el componente exclusivo del tejido dramático. En él estriba la diferencia del drama clásico respecto de la tragedia antigua, el auto medieval, el teatro universal barroco o las historias de Shakespeare. El dominio absoluto del diálogo en tanto coloquio interpersonal refleja hasta qué punto el drama consiste en el retrato de la relación interpersonal10.


Frente a esta tesis de Szondi, que lógicamente parece perfecta, está la evidencia de que el teatro clásico, el medieval y el drama moderno utilizan el diálogo, con variantes, desde luego, a pesar de que su centro anecdótico no sean las relaciones interpersonales. El tema del drama clásico discurre para comprender cómo la justicia divina es compatible con el castigo a un hombre que no sabe lo que ha hecho, pero este tema se argumenta con opiniones de unos y otros expresadas por medio del diálogo. El teatro medieval da vida a los dogmas desde el sentimiento o el conocimiento de unos protagonistas fijos en el ciclo del Nacimiento y el ciclo de la Pasión, pero lo hace con personajes que se expresan por medio del diálogo.

Cuando los temas, como ocurre en la tragedia clásica, se toman de las relaciones del hombre con los dioses, el diálogo dramático da forma a procesos de conocimiento, a temas de competencia y límites entre libertad y responsabilidad asumidos de modo diferente por unos personajes que se enfrentan a otros: el diálogo señala la trayectoria que siguen las opiniones enfrentadas de los hombres para buscar una explicación satisfactoria que produzca una catarsis ante el temor y la compasión suscitada en el espectador por las desgracias y por la inocencia de los protagonistas. Y cuando se exponen conocimientos, como ocurre en el drama medieval, el diálogo se plantea con modelos no arguméntales, sino expositivos, mediante preguntas y respuestas, matices y asentimientos.

La totalidad del teatro, no sólo el drama moderno, tiene un origen dialéctico, en el que son necesarios dos sujetos enfrentados en un discurso verbal. El drama no surge de un Yo épico que desde una posición alejada de los hechos los ponga en orden en un discurso creador de una fábula. El teatro, todo el teatro, se inicia en una tensión dialéctica interpersonal, que se objetiva en el diálogo, independientemente de su tema, del marco cultural en que se ordene y de la cosmovisión que le da sentido. Las relaciones verbales interpersonales están en todo episodio escénico, no sólo en el drama moderno, y reconociendo esta amplitud, podemos admitir las palabras de Szondi de que «el diálogo es soporte del drama. La posibilidad del drama dependerá de la posibilidad del diálogo». Y añadimos que la tensión, es decir, la desigualdad en el conocimiento, en el pensamiento, en los sentimientos, etc., crea un desequilibrio que genera necesariamente un diálogo que intenta acercar las posiciones alejadas y converge hacia un desenlace de equilibrio o de tragedia total. El diálogo es, pues, la forma de discurso de cualquier tema de enfrentamiento o desequilibrio dramático entre dos sujetos. El diálogo es el discurso natural, necesario, propio de una temática de interacción, cuando hay intención de alcanzar una salida.

Creemos que el diálogo es el drama; que todo teatro es diálogo: tragedia griega, comedia latina, misterio medieval, drama moderno y teatro actual, todos utilizan el diálogo como forma propia, aunque su realización se haga con variantes, de las que destacamos las más frecuentes en la historia.

Los diálogos dramáticos: sus tipos

a) Diálogo argumentativo

Propone la búsqueda de la razón o de la verdad mediante el discurso verbal, de modo que justificando su cuota de libertad y de responsabilidad, puedan los hombres exponer sus posiciones en las que, salvando la justicia de los dioses, se organizan en torno a una fábula en la que dos personajes (Antígona y Creonte, Jasón y Medea, Clitemnestra y Agamenón...) discuten razonablemente, como si estuvieran exentos de la pasión del caso, en un diálogo de intervenciones extensas, organizadas discursivamente y bien estructuradas lingüística y retóricamente. Saint Víctor se refiere a este tipo de diálogos de enfrentamiento a propósito de los que sostienen Medea y Jasón al final de la Medea de Eurípides; en ellos, a pesar de una forma ampulosa, los personajes muestran la hondura de su enfrentamiento radical:

... estos personajes heroicos son todos retóricos, Eurípides los ha tenido en la escuela de los sofistas antes de hacerlos entrar en escena; los ha adiestrado en la esgrima del argumento y de la réplica». Sus intervenciones «son largas tiradas paralelas, que se contestan equilibrándose, o son réplicas alternadas que cruzan sus puntas simétricamente11.


Los diálogos del cínico Jasón y de la violenta Medea son ejemplo de enfrentamiento verbalizado de forma argumentativa: en los pasajes cruciales del drama el número de versos de las intervenciones de uno y otra son idénticos, y ocurre lo mismo en otras de las obras del autor: Hécuba, Electra, Fenicias y Heráclidas. Probablemente por influjo de la costumbre impuesta en los tribunales atenienses de que los oradores empleasen el mismo tiempo en la acusación y en la defensa, el tiempo de los parlamentos era medido rigurosamente mediante una clepsidra, o reloj de agua.

En contraste con los largos parlamentos discursivos de Jasón y Medea, el diálogo de ésta con Egeo, rápido y funcional, apenas insinúa informaciones, proyectos y pactos, que uno y otro entienden rápidamente, porque ni justifican las decisiones, ni exponen sus razones, ya que parten de un acuerdo inicial.

El diálogo retórico equilibrado, los diálogos desiguales, los que tienen el valor y el sentido de un monólogo interior o exterior, todos están al servicio del sentido que va adquiriendo la fábula. Siempre es diálogo la expresión, pero siempre es cambiante en sus formas.

Una comedia latina, que se estructura en contrapunto con la realidad social (mediante procesos de inversión), con tipos estándar que persistirán como prototipos en todo el teatro cómico occidental, se inviste de un diálogo chispeante, festivo, pícaro, que se mueve desde el ser, que el espectador conoce de la vida, y la ficción y apariencia que utilizan por necesidad de supervivencia los débiles, los oprimidos para manifestar de algún modo su libertad, al menos de reírse. Los matices del diálogo en tal perspectiva, a no ser los lúdicos, son escasos, pues todo se espera de un desenlace en el que la realidad acabará por imponerse. Mauron explica con brillantez los caracteres generales de la comedia como proceso psíquico de inversión en el que el débil se ríe del fuerte, el mozo del viejo, el criado del amo, para compensar con la literatura las situaciones vitales que la comedia critica. El diálogo responde a esa inversión de valores y a la perspectiva distorsionada de las situaciones, mediante agudezas, ingenio, risa.

b) Diálogo novelescos en la «comedia de salón»

El teatro realista de la segunda mitad del siglo XIX deriva hacia la llamada «comedia de salón», por los espacios que elige («sala decentemente amueblada»), llamada «obra bien hecha» por la técnica perfecta que alcanza en su desarrollo y su presentación. Drama de ideología burguesa, produce textos de direcciones variadas, pero coincidentes en su conjunto en ser «teatro de palabras». Contra este tipo de teatro reaccionará el teatro del presente siglo, sobre todo por parte de los directores de escena. Podría pensarse que este teatro desarrollaría amplia e intensamente el diálogo dramático, pero no es así, pues deriva a conversaciones de puro entretenimiento en la escena. Quizá el teatro más tópico dentro de este tipo sea el de Jacinto Benavente, que llena la escena española desde los últimos años del siglo XIX hasta el primer tercio del XX. En Yerma aparecen escenas de conversación y hasta un cuadro entero, el de las lavanderas.

c) Diálogos ¿cónicos en el realismo psicológico

Señalamos como tales diálogos icónicos en su forma algunos del teatro de Chejov. Son diálogos que reproducen con su forma una determinada situación social. Las intervenciones se caracterizan porque no acaban las frases, porque no conservan la lógica pregunta-respuesta, porque están llenos de puntos suspensivos, de comentarios triviales..., es decir, están muy lejos de los diálogos argumentativos del teatro clásico y bastante lejos también de los diálogos-conversación del teatro realista. Los consideramos icónicos porque remiten a través de la forma a una visión del mundo que se caracteriza también por la duda, por el despiste, por la sorpresa y reproducen el modo de hablar de una sociedad despreocupada y sin rumbo, que habla por hablar, aunque no mucho, porque se cansa de hacer discurso y hace sólo frases, cortas e interrumpidas, es la sociedad rusa de la prerrevolución, a la que están talando los guindos del huerto mientras ella se entretiene en trivialidades.

d) Diálogos esticomíticos

Quizá como una variedad del diálogo icónico podríamos citar el que adopta una forma esticomítica o estíquica12, es decir, el formado por una sucesión de intervenciones iguales, paralelas, rotundas y simétricas entre los hablantes. Es conocida la escena de Hamlet, en la alcoba de la reina, cuyo diálogo ella inicia: «Hamlet, tienes muy enojado a tu padre», y él contesta: «Madre, tienes muy enojado a mi padre...».

Lorca escenifica la tensión creciente entre Yerma y Juan oponiendo palabra a palabra, frase a frase, en una especie de esgrima de argumentos válidos para cada uno y totalmente inoperantes para el otro, que lo rebate casi en los mismos términos:

JUAN:  He de cuidar el ganado. Tú sabes que esto es cosa del dueño.

YERMA:  Lo sé.

JUAN:  ¿Es que no conoces mi modo de ser? Las ovejas en el redil y las mujeres en casa.

YERMA:  Justo. Las mujeres dentro de sus casas.

JUAN:  Quiero dormir fuera y pensar que tú duermes también.

YERMA:  Pero yo no duermo.

JUAN:  ¿Es que te falta algo?

YERMA:  Sí, me falta.


Este enfrentamiento dialéctico se encuentra en el Cuadro Segundo del Acto Segundo, cuando el conflicto creciente en su desarrollo e igualado en sus fuerzas, es ya inevitable, porque Yerma ha perdido toda esperanza. Vuelve a esbozarse el mismo tipo de diálogo en el Cuadro Primero del Acto Tercero, cuando Juan encuentra a Yerma en casa de Dolores:

JUAN:  ¿Qué haces en este sitio? Si pudiera dar voces levantaría a todo el pueblo para que viera dónde iba la honra de mi casa

YERMA:  Si pudiera dar voces, también las daría yo para que se levantaran hasta los muertos y vieran esta limpieza que me cubre.


El diálogo se potencia con el paralelismo de las intervenciones, por la segmentación radical, con las implicaciones conversacionales del diálogo en escenas anteriores, y podría resumirse evitando palabras, puesto que el espectador dispone de toda la información para saber cómo están los ánimos y las relaciones del matrimonio en ese momento de la historia, y, sin embargo, no sólo se dicen tales términos, sino que se repiten como recurso de intensificación para intensificar el enfrentamiento radical a que se ha llegado, y que Juan resumirá cansadamente al final de la escena: »siempre lo mismo. Hace ya más de cinco años.

El diálogo, con argumentos prolijos en extensas intervenciones o con réplicas agudas y cortas, es el campo donde se lucha y se discurre para exponer posturas enfrentadas donde cada uno defiende su propio punto de vista, desde el que tiene razón, y lo pone en contraste con el del otro, donde también éste tiene razón. Más que la exposición de argumentos, que en ningún caso son definitivos en su paralelismo, tal como se le presentan al espectador, lo que consiguen estos diálogos es escenificar, mediante la palabra, una lucha igualada en la que se produce una vez más, quizá con un nuevo matiz, el enfrentamiento de dos personajes. Podrían luchar a espada, como hacen los puntillosos caballeros del teatro clásico español, pero prefieren «luchar a palabra» y mostrar que un argumento se rebate con otro de la misma extensión, y una palabra se anula a sí misma, sólo con cambiar el contexto o el tono.

e) Diálogos «interiores» o diálogos del silencio

Cuando la lucha es interior, el estado de duda sobre el autorreconocimiento o sobre el conocimiento del contrincante se manifiesta con un diálogo que tiene el valor de un monólogo, pues es la reflexión típica del monólogo interior, por ejemplo, los diálogos de Juan ante sus hermanas, en los que él mismo se pregunta y se contesta, hace observaciones distanciadas con gestos, movimientos, habla con puntos suspensivos, como si la inseguridad se prolongase, en contraste con afirmaciones tajantes como decisiones que se toman sin convencimiento para salir de las dudas, y la forma gramatical se resiente del estado anímico de duda y también del hecho de que sea un proceso de carácter más expresivo que comunicativo, es decir, el personaje habla por desahogarse más que para comunicar o informar a| sus oyentes: Juan pasa de un pensamiento a otro, mientras que lo que realmente le preocupa es la ausencia de Yerma y está pendiente de cuándo volverá, su habla parece un monólogo interior:

¿Dices que salió hace poco? (La hermana mayor contesta con la cabeza). Debe estar en la fuente. Pero ya sabéis que no me gusta que salga sola. (Pausa). Puedes poner la mesa. (Sale la hermana menor). Bien ganado tengo el pan que como. (A su hermana). Ayer pasé un día duro. Estuve podando los manzanos y a la caída de la tarde me puse a pensar para qué pondría yo tanta ilusión en la faena si no puedo llevarme una manzana a la boca. Estoy harto. (Se pasa la mano por la cara. Pausa). Ésa no viene... Una de vosotras debía salir con ella, porque para eso estáis aquí comiendo en mi mantel y bebiendo mi vino. Mi vida está en el campo, pero mi honra está aquí. Y mi honra es también la vuestra. (La hermana inclina la cabeza). No lo tomes a mal. (Entra Yerma con dos cántaros. Queda parada en la puerta). ¿Vienes de la fuente?


Las tres hermanas, uno de los dramas más intensos e intimistas de A. Chéjov. presenta diálogos, que en realidad son monólogos: la obra deriva hacia la introspección que realizan por separado los personajes, pues el subtexto hay que interpretarlo en la línea de pensamiento que niega las posibilidades de comunicación entre los hombres. Generalmente la expresión de estados de conciencia se realiza en el teatro mediante monólogos de los personajes que, solos en escena, enterar, al público, mediante un monólogo o mediante soliloquios, de sus sentimientos, pensamientos, dudas, etc. Chéjov los expresa de otro modo en sus discursos dramáticos: bajo la apariencia formal de un diálogo, cada personaje, en presencia de otros, se aísla y sigue el curso de sus pensamientos, que va diciendo en alternancia con los otros y así «el diálogo insustancial viene a dar en diversidad de monólogos sustanciales»13. La expresión dramática deriva hacia «la lírica de la soledad». El monólogo se aloja dentro del diálogo: una temática monológica, lírica, adquiere un enunciado dialogado.

El análisis de los diálogos de Yerma con los contrastes respecto a otras formas de diálogo del teatro clásico y del teatro actual nos conduce a la opinión de que estamos ante un monólogo continuado en el que ella se sitúa ante otros personajes, con su doble ser masculino y femenino y reflexiona sobre su situación y siente dramáticamente su reducción a un ser sin descendencia.

 
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