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El discurso histórico y la narración novelesca: (Juan Benet)

Germán Gullón


Universiteit van Amsterdam



Vivimos un momento histórico especial, en el que la vecindad del fin de siglo se aúna a la falta de apoyos ideológicos al sujeto humano. El hombre atraviesa un período de indecisión, cuando duda de cuáles sean los soportes que de verdad justifican sus decisiones, pues a pesar de haber logrado extraordinarios avances en numerosos terrenos del saber, parecemos inadecuados a la hora de solucionar problemas elementales de conducta personal, social, o de relación con el entorno. Los artistas, los historiadores, los sociólogos, con quienes contamos entre nuestros mejores intérpretes de símbolos, intentan explicar ese dilema, como hicieran los de generaciones anteriores con los suyos. Se lanzan a comprender, a establecer los contornos de can compleja situación, si bien ligeros de equipaje, porque las certezas de ayer, las morales o las religiosas, el concepto de nación o el de familia, parecen litigiosas en la actualidad.

La novela, un género literario mixto, un poco cajón de sastre, se ha convertido en uno de los campos experimentales de especial atractivo. Renovada tras la revolución modernista, se ofrece como un género apto, debido a su versatilidad, para acoger engarces innovadores de circunstancias alejadas, que la imaginación creadora ha sabido allegar, arrojando luz sobre partes concebidas hasta hace poco como antagónicas. Parece dispuesta a asumir su papel: ser un espejo (de lo visible) y un abismo (donde se guarda el misterio de la vida). Una de las vertientes por donde desciende a explorar esas profundidades opacas, donde la realidad se halla en estado potencial, esperando a que el impulso psíquico denominado inspiración la visite, es la historia, el lazo que nos une con cuanto fuimos. Lazo, a veces, traicionero, que se enrosca, con un posmodernista nudo, renuente a servir de soporte de nada1, porque los signos negros de la página impresa se revelan a menudo contra quienes les piensan hechos con realidad extratextual, tangible. De cualquier forma, la novela histórica actual goza en la época posmoderna de un enorme potencial, porque la historia sirve de planilla quasi fija sobre la que el escritor ensaya sus encuentros con la realidad, el cuerpo a cuerpo que justifica su existencia.

Acotada queda, pues, la tarea: situar la novela histórica junto a otras manifestaciones discursivas habituales en nuestro entorno, para determinar qué añade el adjetivo histórica al sustantivo novela, y cómo éste se deja impregnar por tal presentador.

Imaginen que se hallan sentados frente a una mesa donde cinco libros reposan sobre la superficie de madera, precisamente encima de un enorme grafiti incrustado en el barniz, que representa un corazón atravesado por una flecha. Escrito en diagonal, desde abajo hacia arriba, y justo sobre la flecha lleva una inscripción que dice: «Pepe odia a Manoli». Tras el verbo «odia», aparece un asterisco que remite a un pie en el que se leen estas palabras: «al revés». Los libros resultan ser una historia de la guerra civil española, una novela sobre el mismo conflicto, un código de derecho civil, y un informe científico sobre las proteínas. O sea, que tenemos cinco textos distintos: el grafiti, la historia, la novela, el texto legal, y el tratado científico. ¿Qué los diferencia desde el punto de vista histórico? Yendo de un extremo al otro, del grafiti al libro científico, la respuesta de sentido común, consensuada por el ciudadano medio, diría que el grafiti supone lo perecedero, lo carente de valor, mientras que el tratado científico representa lo permanente, lo valioso, el saber. Las asociaciones que evocan uno y otro resultan de sobra conocidas.

Ambos textos se distinguen también en la intención artística, retórica, si se quiere, el autor del grafiti, con ese «al revés» trata de persuadirnos de su amor, de reafirmarlo. Al tratado científico le sobran tales recursos, persuade por los hechos, por la seguridad de las ecuaciones o de los experimentos. Incluso el venir impreso le concede carácter, lo inviste de una cierta autoridad, la firma del autor, sus títulos académicos, Dr. Tal y Tal. No obstante, el tratado científico nace con una fecha de caducidad, los libros científicos en seguida se ven superados por otros, por nuevas fórmulas, mientras que el sentimiento expresado en el grafiti permanece, y la fórmula retórica empleada, que de volverse a utilizar con éxito, en cambio los presupuestos científicos en que se basan los experimentos caducan rápido. El grafiti, arte perecedero por excelencia -mañana el decano puede ordenar que se barnicen de nuevo las mesas, y arte y artista son reducidos a polvo por la lija del pintor-, posee, a pesar de una tenue consistencia textual, carente de apoyos institucionales, la capacidad de transmitir un sentimiento, que Pepe ama a Manoli. A su vez, el texto científico, pasado su momento, aunque cuente con múltiples apoyos, las reseñas elogiosas, las medallas y premios que concedan al autor, acabará haciéndose polvo en los estantes; Borges diría que el tal tratado encuentra por fin su sitio en la biblioteca junto a otras ficciones. Al grafiti lo pulverizará una circunstancia social, al libro científico el fin de su ciclo de vigencia. O sea, que el grafiti, tan endeble en apariencia lo es menos cuando considerarnos así las cosas.

¿A qué se debe esta curiosa circunstancia? A algo bien simple: el grafiti se aproxima a una narración clásica, salvadas sean las distancias, y el tratado científico parece alejado de tales frivolidades. Divergen sustancialmente en cuanto a la forma, el índice de narratividad del tratado se reduce al mínimo, y en el grafiti parece elevado. El grafiti revela un hecho, el amor experimentado por un individuo o por el graffitista el (narrador-escriba-artesano), contado por triplicado (corazón atravesado por flecha+texto+inversión del sentido); el tratado científico, y sobra toda argumentación, se ocupa de hechos ajenos a lo personal, de la manera más aséptica y directa posible. Respecto a la capacidad de trasmitir hechos, lo que separa al grafiti del tratado son los aspectos narrativos, desde la importancia que se le concede al emisor del mensaje hasta la retórica empleada.

Otro aspecto relevante, aunque lo dejo de lado, es el visual. El grafiti intenta impactar con la forma y quizás con los colores utilizados, en cambio el tratado científico con sus gráficos ilustra los hechos comprobados en el laboratorio. Funciona aquí un principio de extroversión frente al de introversión, o de transitividad frente a intransitividad2.

Al considerar el resto de los volúmenes amontonados en la mesa, sabemos que la historia y el código se asemejan en que versan de hechos reales, la novela, en cambio, contiene hechos imaginarios. La historia evocará sucedidos, así como los casos especificados en el código también se referirán a situaciones reales. De nuevo, si comparamos la novela con el libro de historia y el código, salta a la vista que difiere la forma en que se presenta la ficción, está realizada con una mayor atención a lo formal. Lo curioso es que los hechos pueden ser los mismos, bien sean sucedidos o imaginados. Detengámonos un momento en la calidad de los hechos3.

Sin entrar en demasiados detalles, recuerdo que los sucesos consignados en un tratado histórico difieren de los hechos certificables. Pensar que las historias funcionan como norias que trasvasan los hechos del pasado al presente, que lo ocurrido en el siglo trece se recoge hoy sin problemas, resulta absurdo. El trasvase contamina la información, y la Historia rebosa de casos, y las mismas palabras utilizadas para la elaboración de esos hechos en el discurso son eso, palabras, un sustituto de lo acontecido, una manera de cortar la realidad. En ese sentido, los hechos verificables y los imaginados, a nivel discursivo, se aproximan. El suceso, lo ocurrido permanece en el ayer físico, en la historia quedan las palabras con que se le reconstruye en el texto, y en eso insisto se asemejan los sucesos reales y los imaginados.

Una distinción posible entre el tratado legal y la historia reside en la menor cantidad de narración del primero. Las historias suelen leerse a modo de grandes novelas factuales, por el contrario un texto legal rara vez funciona de entretenimiento ocioso. El código como el tratado científico se valen, por lo tanto, de un mínimo de forma narrativa, porque la función constativa del lenguaje abrevia, casi elimina, las connotaciones, la expansión discursiva. Las relaciones entre el emisor y el receptor se valen de un protocolo formal de intercambio disciplinado, sin concesiones al estilo, al toque personal. Si esto ocurre, el científico resulta sospechoso -Miguel Delibes escribió una parodia muy graciosa de esta situación en Parábola del náufrago (1969).

El grafiti, la historia, y la novela poseen una marca común, ajena a la cualidad de trasmitir hechos, su carácter de narraciones. Distinción básica a la hora de analizar la novela histórica, que permite de entrada esclarecer que la distancia es menor de la supuesta. Hay quienes desdeñan la ficción histórica porque les parece una especie de timo, ya que el autor entrega algo menos verídico de lo que ofrece un historiador. Esto apenas se relaciona con las diferencias reales y bastante con la figura institucional del «historiador», dotado por tradición de un aura de fiabilidad. El «autor literario», por otro lado, connota frivolidad, entretenimiento insustancial; lo cual es cierto, si pensamos en las novelas de éxito comercial, de una Isabel Allende o un Antonio Gala, por ejemplo.

En puridad, ambos, el historiador y el escritor, son narradores, aunque los hechos que manejen conozcan orígenes distintos. Lo que importa es determinar la diferencia entre el discurso histórico y el ficticio, para entender el puesto que le corresponde a cada uno en esa red que tendemos sobre la realidad humana para comprender nuestra situación vital, la del ser humano en el universo.


La historia frente a la novela

El novelista Juan Benet escribió, entre otras muchas cosas, un libro sobre nuestro conflicto armado del 36 titulado Qué fue la guerra civil (1976) y una novela Herrumbrosas lanzas (I-VI, 1983; VII, 1985). El libro de historia comienza con esta «Advertencia»:

Al aceptar el encargo de escribir una breve sinopsis de lo que fue la Guerra Civil decidí en primer lugar limitarme a la narración de aquellos hechos más sobresalientes que son aceptados hoy con absoluta unanimidad, a pesar de que en su día algunos de ellos dieron lugar a prolongadas polémicas entre los testigos e investigadores de los mismos. Pero consideré más tarde que constituiría una grave renuncia a mi papel la exclusión de mis propias opiniones sobre algunos sucesos y actitudes de aquel conflicto por lo que me he decidido a insertarlas, cuando vienen al caso, a sabiendas de que no serán compartidas por la mayoría de los posibles lectores. Confío -de cualquier manera- que el lector menos avisado sabrá distinguir entre los hechos probados y mis juicios personales4.


(pág. 8) [Los subrayados son míos]                


El texto habla, pues, de (1) la narración, de (2) los hechos probados, y de (3) la irrenunciable opinión personal del autor sobre algunos de los sucesos. Benet concibe la escritura de la historia de manera clásica5: una vez dilucidados los hechos mediante los testimonios de los protagonistas, y aireadas las observaciones de los investigadores, se alcanza, gracias a un proceso de depuración lógico-factual, la verdad. A continuación, quien conozca los hechos ciertos se formará, como el autor, una opinión. Esto es lo personal, la opinión sobre los sucesos.

Vayamos ahora paso a paso esclareciendo lo que el historiador Benet asume. Primero, que la narración, el contar la historia, carece de dificultades. Una vez que uno cuenta con los hechos, lo demás parece coser y cantar, digo, y contar. Darle aire a los sucesos, verlos con claridad, y todo marchará bien. Esto naturalmente implica que se concibe la escritura de la historia como algo aproblemático, que el lenguaje transparenta la realidad, es un cristal que refleja la superficie del mundo, sin efectuar ninguna distorsión. O dicho en otras palabras, que hay una realidad de verdad que apenas difiere de la realidad representada, literal.

Si empleáramos una palabra del léxico de los ordenadores, compresión, afirmaríamos que Benet a la hora de escribir historia no cree, o parece inconsciente, que el signo verbal comprime la información al convertirla en signo. Podríamos decir también que la digitaliza, y que cuando la leemos la descodificamos. Este proceso afecta a toda representación verbal, donde la realidad queda atrás, en el mundo, en el pasado, y la narración lo único que hace es reconstruirla.

El siguiente elemento se refiere a los hechos. Esos también quedan en el ayer, en la vida, mientras que los incluidos en un texto son reconstrucción verbal, discursiva, de los mismos. Es decir, los hechos se rehacen en el texto, con las palabras. Los otros, los sucedidos de verdad, resultan irrecuperables. Al atravesar el puente virtual de lo sígnico pierden su entidad, su forma física, su temporalidad, dejan de estar regidos por el reloj, pasando al dominio de los tiempos verbales, sus características espaciales, y las adoptan de nuevo, pero dentro de la narración. La continuidad de los sucesos sólo se cuenta en palabras secuenciadas, una cosa tras otra, mientras en la realidad pueden percibirse simultáneamente.

Otro tercer componente atañe a las opiniones del autor, que Benet considera importante, al ofrecer su opinión sobre los sucesos, compartir sus ideas, como si la presentación de los mismos no lo fuera ya. Pero no lo es dentro de su concepción de la historia; en realidad, hay que leer tal afirmación a modo de defensa de su objetividad. Nos está diciendo, yo cuento las cosas tal y como sucedieron, pero no supongáis que me voy a quedar callado sin decir lo que opino respecto a lo ocurrido.

Si bien, sucintamente, cabe aducir que la visión de la escritura tradicional de la historia, acrítica, se basa en unos presupuestos que superdotan a la historia. La convierten en una ciencia que permite determinar la verdad de lo pretérito, que dispone de hechos incuestionables, basta simplemente con hilvanarlos en el orden conveniente. Un punto flaco de tal idea es que la historia tiene que valerse de la narración para hacerlo, lo cual implica que en lugar de manejar hechos en sí los crea en el texto, y que al juntarlos se vale de unas técnicas de hilación, como el orden lógico de la frase, que en nada se relacionan con la ocurrencia de muchos sucesos en el mundo.

La historia constituye un tipo de narración en la que los hechos con los que se confecciona hallan su origen en la realidad, y que son utilizados por el narrador para realzar esa calidad certificable de los mismos. Aceptada esta idea, la novela histórica se define sin problemas: será aquella en la que los hechos se originan en la realidad, pero cuyo empleo puede ser imaginativo, arbitrario, la alusión a acontecimientos verídicos, considerados parte de la historia escrita, o concebiblemente escribible, garantiza su historicidad, mientras lo de novela se refiere a la posibilidad de que el autor incluya hechos inventados o que sean entendidos por el lector como tales. O sea que lo distintivo es el propósito.

La novela presenta una realidad inventada, aunque sus componentes vengan inspirados por la vida, sea ésta física, psíquica, o social, donde unos agentes, los personajes, se interrelacionan entre sí y con el entorno, sea inmediato o universal, tejiendo en sus idas y venidas, con sus conversaciones y pensamientos, las infinitas posibilidades de relaciones en las que los seres humanos intervenimos. En ocasiones, la novela anticipa el futuro, otras regresa al pasado, y en bastantes momentos permanece próxima al presente. El valor de este tipo de narración, de la novela reside, en mi opinión, en que permite al hombre encontrarse ante ese espejo, construido a base de palabras, donde los hombres se ejercitan en el acto de conocer, tanto a sí mismo como a los otros, a aprender de situaciones, de momentos, de miradas, entrar en contacto con opiniones distintas a las propias o que le son ajenas. Así la novela cumple su misión de educar la sensibilidad humana, aprende a ser, aunque ocurra vicariamente, mediante la experiencia habida en la lectura. Hay, por supuesto, novelas cuya única finalidad es entretener, distraer, éstas le sirven al lector para expansionar a la imaginación, que la fantasía enajene la conciencia.

En cambio, la historia juega un papel distinto en la configuración cultural del hombre. No se trata de acumular una serie de experiencias humanas en las que lo racional y lo perceptual jueguen un papel complementario, caso de la novela, se pretende lograr el engarce de los hechos en secuencias que los expliquen, es decir, que se digan a sí mismos, e ilustren un modo de conocer el ayer, lo sucedido. El conocimiento de la historia, la guerra civil de Benet, permite averiguar lo acontecido en aquel pasado, entendido desde una narración que sirve de filtro para acompasar los hechos, ordenarlos; armonizarlos. No percibimos el estruendo de la batalla, sino un paisaje representado en la página en blanco, donde en vez de soldados aparecen los tipos de imprenta.

Anticipo que la diferencia entre la novela y la historia reside tanto en el texto como en cuanto el lector espera y extrae del mismo. Son dos estrategias discursivas distintas, dos vías de acercarse al mundo, con el espíritu de vivirlo en una mayor plenitud, es decir, entendiéndolo. La una busca punzar la vida y extraer de ella la esencia nutricia; en cambio la otra pretende ordenar y explicar, volver la realidad del revés interpretando sus costuras, si marchan en consonancia con los proyectos humanos para armonizar y regular la vida, las ideologías, las religiones, o los derechos humanos.

Ambas reciben el nombre de narraciones, aunque una va sujeta al diseño humano, a todo lo que la humanidad ha pensado y codificado, y por lo que regimos nuestras vidas en común, leyes, religiones, etc., tanto a nivel regional, de nación, o internacional, mientras la novela entra y sale de lo codificado, que siempre se ve modificado por las actitudes personales, de conciencia individual, de personalidad. Por ello, la novela viaja mejor que los libros de historia. Difiere sustancialmente lo que se enseña a los escolares españoles de las guerras de Felipe II en Flandes de lo que en la Bélgica y Holanda actuales se dice de los mismos acontecimientos. Sin embargo, una novela sobre Felipe II, como Terra Nostra de Carlos Fuentes nunca suscitaría resquemores de ningún tipo.

Hay otra diferencia entre los personajes históricos, tal y como aparecen retratados en un historia particular, y los mismos en una novela. Pienso que si menciono a Voltaire (1694-1778), todo el mundo recuerda al personaje que vive allá por los años de la revolución francesa, y un recuento de su peripecia vital tiene siempre un no sé que de resurrección, mientras que si me lo encuentro en una novela, pongamos de Fernando Savater, parece que no hay esa distancia. Lo mismo ocurre entre el autor mismo, Voltaire, que aparece en la portada de su Candide, al que enseguida localizamos, mientras que la voz que nos acoge en la novela resulta contemporánea, fresca, de hoy, a pesar de la distancia.




La novela frente a la historia

La principal diferencia entre una y otra, fuera del apoyo en lo real, vista desde la novela es la posibilidad de emplear todos los recursos retóricos a su disposición, lo que es imposible en el discurso histórico. La historia necesita del orden, de la lógica, en caso contrario la gente no lo entiende como historia sino como ficción. La historiografía del siglo XX tiene además que pagar un canon extra, el de la documentación visual. Benet puede en el caso de Herrumbrosas lanzas aportar un mapa, ideado por él, de una geografía inventada, lo que no puede es presentar fotografías de los participantes en el combate, ni de Macerta o Región, como por ejemplo hace en su libro de historia, donde aparece una foto de Belchite o del Cuartel de la Montaña.

En la historia resulta difícil estar en dos sitios al mismo tiempo, y conviene por razones de verosimilitud relacionarlos. En la novela, el narrador puede permitirse el lujo de saltar de un lugar a otro sin guardar ningún protocolo. El lector se encargará de hallar las conjunciones, en cambio en el tratado histórico esperamos que todo venga ordenado, y que las prestidigitaciones del narrador se basen en estadísticas en lugar de en suposiciones.

Sin embargo, las premisas históricas de donde parte Benet para escribir ambos libros parecen las mismas: «guerra de atrición, pensada para durar y dañar» (Qué, 80); «no era otro su propósito [de los franquistas] que prolongar una lucha, al ritmo que fuese, que cuantas más víctimas se cobrase y más se cebase en los desperfectos de mejor manera contribuiría y concertaría con sus intenciones»6 (Hl, 1, 19). Esta frase recoge uno de los mensajes duros de ambos libros, el deseo por parte de los nacionalistas de hacer sufrir a los republicanos, de dejarlos colgados de la cuerda, para irlos despellejando a golpes. El que la guerra lejos de una cruzada fue un vertido de odios de unos en el derramamiento de sangre de los enemigos.

Cabe preguntarse por las razones que indujeron a Benet a redactar la novela en vez de un tratado sobre la guerra, ya que conocía la bibliografía del tema. La justificación se halla precisamente en el elemento diferenciador de la novela y la historia, que no es como venimos viendo ni la narración ni los hechos, ni ninguno de los elementos que se suelen pensar tradicionalmente, sino que en el texto de Herrumbrosas encontraremos algo que falta en el anterior, y el lector adoptará ante éste una posición distinta. Me refiero al elemento personal, es decir, a la creación de situaciones diseñadas a escala individual en las que los personajes interrelacionan con los motivos cotidianos, y los vemos salir derrotados o triunfar en lo diario, no importa cómo vaya la guerra.

Aquí reside el extraordinario valor de Juan Benet, y de su novela Herrumbrosas lanzas, un tema de la historia patria que necesita ser revisitado, porque nunca en el pasado de España, ni en el de la Europa moderna, se había conocido un episodio tan brutal, que rompiera la historia de un país en dos, enfrentando a gentes hermanadas por tantas cosas, la lengua, la cultura, y demás. De sobra conocernos las brutalidades, queda todavía por asimilar la ferocidad de los contendientes, el entender cómo pudo pasar aquello, las mutaciones habidas en seres aparentemente normales. Benet con un coraje y una valentía extraordinarios, pertrechado con un sólido conocimiento de los hechos y confiado en su intuición literaria, se lanzó a entender, a crear, pues el acto de creación supone un acto de conocimiento, lo que los actores de aquella tragedia sintieron. Al terminar la novela advertimos que se dio una conjunción de circunstancias corrientes, pero que los sentimientos humanos a veces se enmarañan de tal manera que desembocan en un conflicto.

La novela ofrece una visión interior del mundo de los personajes. La guerra parece idéntica en la historia y en la novela, un mismo guión con distintos actores. Entre otras cosas, porque la acción transcurre en un enclave secundario, en Región, lugar apartado carente de importancia estratégica. Espacio inventado, como Orbajosa o Vetusta, real y simbólico a la vez. Su nombre dice que se trata de una parte del todo, de ese conjunto que es España, y como tal con sus cosas típicas, pero a la que sin embargo llegan las conmociones del poder central. Esta afirmación general la matiza Benet con prudencia, y al hacerlo ofrece una clave interpretativa de la novela.

Leamos lo que dice:

Un cierto autor ha venido a describir la guerra civil en Región como una reproducción a escala comarcal y sin caracteres propios de la tragedia española. Sin embargo, ha olvidado o desdeñado el hecho de que toda reducción, como toda ampliación, concluye, se quiera o no, en un producto distinto de la matriz, no sólo formado a veces de una sustancia diferente, sino en el que -a causa de la diversa elasticidad de sus ingredientes en el momento de ser dimensionalmente alterados, aun conservando la homotecia general entre los dos todos- ciertos componentes ejercen sobre el conjunto un influjo que es distinto según sea su dimensión. Si a ello se añade que cuanto más reducido y menos poblado es el campo de la tragedia, mayor influencia tendrá el héroe o el individuo (aun cuando la propaganda montada en torno al líder pretende hacer creer todo lo contrario), se admitirá que la transformación homotética de un fenómeno histórico nacional para la representación del mismo a escala local provocará las suficientes deformaciones como para proveer una imperfecta e inexacta composición. De la misma manera que el grano de la película sólo brota en la fotografía a partir de cierta ampliación, el individuo sólo es perceptible en un campo reducido; en el paso siguiente sólo se verán granos o sólo individuos, desvanecidos los vínculos de luz y sombra que los unen o separan en la visión del conjunto. Se pensará, por tanto, que la elección de la distancia focal es esencial para obtener el cuadro que desee.


(Herrumbrosas lanzas, t. l, 137)                


La versión de la guerra percibida desde Región difiere de la oficial (nacionalista), y el cambio de escala no explica del todo las diferencias, porque la reducción de tamaño afecta al todo. Precisamente, y de acuerdo con lo argüido, el autor afirma que lo importante aquí es el héroe o el individuo, y que se desdibuja así la influencia del gran líder, del general, quien allá desde la distancia ordena y manda. Es más, el individuo sólo es perceptible desde cerca y en un ángulo reducido. Y esa es la historia que el autor novelará, la de la guerra vista desde Constantino, a través de Estanis, de Ruán, o de Mazón.

Un elemento adicional que separa la historia de la novela reside en la diferencia entre la función comunicativa de la historia frente a la performativa de la ficción. La una quiere trasmitir información con la máxima eficiencia, la otra se permite la recreación personal de los hechos. Benet escribe de cosas improcedentes en una historia, aunque ofrezcan al lector percepciones impensadas, casi estoy, tentado a decir poéticas, de sucesos novelescos. Pienso, por ejemplo, en esta minirreflexión en torno a la foto de unos padres ya mayores: «el retrato conyugal entenebrecido por los años y, en el que, por paradoja, tras haber querido mirar a generaciones venideras las miradas convergen hacia un perplejo ayer» (234). En una historia tal observación carecería del obligatorio certificado de origen.

En realidad, la novela intenta despejar el mito de que el ejército de los nacionalistas constituye una sinécdoque de la patria (238), el relicario del corazón patrio en la cruzada. El ejército de uno y otro bando estaba compuesto de hombres, y los que se alzaron con el poder en el bando fascista quisieron justificar su traición a la República española, legalmente constituida, diciendo que los rojos maltrataban el corazón del país, salvado por la valentía del ejército, que lo supo devolver al relicario.




La novela y la novela histórica

La diferencia entre la novela histórica y la historia no reside en el carácter de los hechos contados ni en la narración, sino en la configuración que se le conceded en el discurso, tanto a los hechos como al propio discurso.

La historia asume que maneja datos irrefutables, y por ello se dedica, congo hace Benet, a ordenarlos de una forma lógica, consecuente, que explique el significado de esos hechos, entendidos desde una forma de discurso que denominarlos histórico. Lo personal sólo atenta si ilustra algo general, si ayuda a explicarnos un aspecto que afecte a la totalidad de los actores de la misma. Y por supuesto, el discurso histórico prescinde de lo imaginativo.

Por otro lado, la novela crea un tipo de discurso en el que la lógica empleada difiere de la lógica de los hechos. Utiliza la lógica del relato, una que en ocasiones permite dar saltos, yuxtaponer, obviar, lo que le parece innecesario. Esto suele ocurrir, porque en vez de pretender certificar la verdad de los datos, el novelista pacta con el lector las condiciones de la lectura, y entre ellas el que no importa si son verídicos o imaginarios o literarios. Además, como recién alegué, el discurso literario tiende a buscar lo personal, lo íntimo, lo proveniente del yo, puesto que en cierta medida la literatura provee ese tipo de discurso que actúa de túnel de pruebas, donde el ser humano se mira en una multiplicidad de espejos, y aprende a ver las diferentes formas y situaciones en que podríamos encontrarnos.

La realidad de la Historia es, pues, literal, compuesta en el texto, discursiva, al igual que la literaria propiamente dicha, la diferencia entre las dos reside en que la literaria tiende a crear una visión del mundo, a captarlo desde el individuo, en la libertad de la infinidad de asociaciones que el autor sabe percibir, sin necesidad de especificarlas. La esencia de la literatura reside en un acto performativo mediante el que se intenta decir lo indecible, lo que, a veces, carece de palabras para enunciar, pero que se percibe latente. Es el dilema perpetuo: ¿confundió don Quijote a los molinos de viento con gigantes? Pues sí y no; las aspas del molino parecen bastante sospechosas, por su tamaño, porque se mueven inesperadamente, y bien podrían ser impelidas por una voluntad malintencionada, oculta al ojo mortal. Por el contrario, el discurso de la historia tiende a concebirse en límites estrechos, y la discursividad viene restringida porque lo enunciado tiene que seguir unos cauces determinados, venir justificado por los hechos, por las estadísticas, por otros documentos, o por los testimonios fiables.

La novela histórica, cuando es una obra inteligente, como la de Benet, tiende a escudriñar la verdad personal, literaria, junto con la histórica. Ya dije que me parece que una característica elogiable del texto proviene de la valentía con que Benet se lanza a escudriñar el conflicto civil. Aliado aquí que no sólo por lo personal, porque además, y de ahí el carácter intelectual del proyecto, que distingue esta obra de otras, que el narrador tiende también a mezclar el escudriñar en los personajes y a situarlos en un contexto histórico, tal y como yo lo entiendo, un discurso, donde las explicaciones del historiador se mezclan con las del novelista. Quiero decir que las opiniones sobre la guerra civil dadas por Benet en su breve tratado de historia y en la novela corren paralelas. Lo cual muestra que además de airear el lado individual de la guerra, Benet, se vale de sus saberes lógico-factuales sobre la misma. Manuel Vázquez Montalbán consigue algo similar en Galíndez (1990), donde la trama novelesca se apoya también en una interpretación extrapolable de la narración, válida para ilustrar las opiniones del autor respecto a ese pedazo de historia.

Si miramos con la misma intención, El caballero de Sajonia (1991) advertiríamos que varía la actitud hacia la novela histórica, se acerca a la actitud habitual, en que el autor recrea el aspecto personal, como por ejemplo, hace Eduardo Alonso en sus excelentes narraciones, como Los jardines Aranjuez (1986).

*  *  *

Y termino. La novela histórica conoce un renacimiento en las dos últimas décadas de nuestro siglo debido, en mi opinión, a la necesidad sentida por los hombres de finales del siglo XX de explicarnos la realidad histórica de un presente en que todo parece entrecruzarse. La verdad esquiva las líneas rectas; la moral, la religión, los valores sociales, todo ello ha mostrado una debilidad de consistencia sorprendente, y aún más las instituciones que venían sosteniendo el status quo revelan defectos estructurales. La verdad resulta en la actualidad harto compleja, y por eso la novela histórica rebrota con tanta fuerza, porque permite al escritor, al escritor actual, apeado del pedestal de autoridad, ser quien sabe conjugar la realidad en sus múltiples manifestaciones en un discurso que capta ese ir y venir, hacer y deshacer, la realidad que se explica y al poco resulta de nuevo opaca. Por eso, la novela histórica parece tan apta, porque permite crear un texto en que la mera literalidad, el soporte textual parece fijo, provee la solidaridad que suponerlos en la historia, para luego comprender cómo los hombres la sostienen. La historia en la novela histórica provee un soporte, las líneas de un trabajo de calco, al que luego cuando lo coloreamos cambia de función, es asumido por otras, pero siempre permanecerá allí de soporte.




Referencias bibliográficas

BENET, Juan (1976). Qué fue de la guerra civil. Barcelona: La Gaya Ciencia.

——— (1983). Herrumbrosas lanzas (I-VI). Madrid: Alfaguara.

——— (1985). Herrumbrosas lanzas (VII). Madrid: Alfaguara.

CARR, E. H. (1961). What is History? London: Penguin.

HUTCHEON, Linda (1988). A Poetics of Postmodernism: History. Theory. Fiction. New York: Routledge.

WHITE, Hayden (1987). The Content of The Form: Narrative Discourse and Historical Representation. Baltimore: Johns Hopkins.







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