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El discurso racial en «Amalia» de José Mármol

Rosalía Cornejo Parriego





Amalia, libro publicado por José Mármol (1817-1871) en 18551, constituye una obra ineludible en los estudios sobre los comienzos de la narrativa argentina (Castagnaro 81-2). Al mismo tiempo, Amalia también se sitúa en los orígenes del subgénero que se conoce con el nombre de «novela de dictador» o «novela de dictadura», dado que la narración gira en torno al régimen dictatorial de Juan Manuel Rosas (1829-1852). El argumento de la novela viene determinado por el enfrentamiento y la lucha entre los partidarios de Lavalle y de Rosas, unitarios y federales, respectivamente. En dicho conflicto, los unitarios se configuran como los héroes absolutos, mientras que los federales ejercen el papel de anti-héroes. Los críticos coinciden en señalar que esta radical oposición se deriva de la caracterización que Mármol realiza de los dos grupos: brutalidad y salvajismo de los federales frente a la nobleza y la pureza de los unitarios (Brushwood 47; Castagnaro 82; Torres-Ríoseco 70). No se detienen, sin embargo, en un análisis minucioso y profundo de estas dos facciones enfrentadas, y por lo general, examinan sólo a los personajes individualizados para centrarse, ante todo, en el desarrollo de la acción. A pesar de esta tendencia de la crítica, es necesario llevar a cabo un estudio más pormenorizado de la representación de federales y unitarios en la novela, pues, toda representación, como señala la teoría postcolonial, implica una relación de Poder y la existencia de una Autoridad, en definitiva, de una colonización2. El cuestionamiento y la deconstrucción de dicha Autoridad se convierten en un imperativo para el crítico3.

Este trabajo se propone analizar la representación de unitarios y federales en Amalia con un doble objetivo: poner de relieve la innegable presencia de un fuerte discurso racial que impregna y estructura toda la novela, y al mismo tiempo, ubicar al autor. La presencia del discurso racial, centrado, ante todo, en la población de ascendencia africana (negros y mulatos) y que sólo ofrece breves alusiones a la indígena, tiene, sin duda, una explicación histórica: la casi totalidad de dicho sector de la sociedad argentina se declaró partidaria del régimen de Rosas (Rout 190-91). Lo que nos importa en este estudio no es, sin embargo, poner de relieve ese dato, sino su utilización dentro del texto para el establecimiento de diferencias ontológicas entre euro-argentinos y afro-argentinos. Esta lectura de Amalia constituye, en definitiva, un intento de responder a ciertas preguntas clave de la crítica post-colonial: ¿Desde dónde escribe el autor? ¿Dónde se sitúa? ¿En qué red de discursos e ideologías se ubica su propio texto?

Lo primero que llama la atención en Amalia es su construcción a base de múltiples dualismos que la convierten en una obra esencialmente maniquea. Por boca del narrador sabemos que el antagonismo entre Lavalle y Rosas, y por tanto, entre federales y unitarios, es irreconciliable, ya que representan «los dos principios opuestos de la revolución» (411). La sociedad, en consecuencia, se halla dividida en «víctimas y asesinos» (313), y se libra «un duelo a muerte entre la libertad y el despotismo, entre la civilización y la barbarie» (305). Todos, en definitiva, «estaban envueltos, estaban comprendidos en la misma sentencia universal: o ser facinerosos o ser víctimas» (414). Con ello, Mármol pone las bases de lo que JanMohamed llama «the colonialist cognitive framework and colonialist literary representation: the manichean allegory» (82). Esta alegoría maniquea representa, de acuerdo con el mencionado crítico, «a field of diverse yet interchangeable oppositions between white and black, good and evil, superiority and inferiority, civilization and savagery, intelligence and emotion, rationality and sensuality, self and Other, subject and object» (82). Todas estas oposiciones aparecen, en gran medida, en Amalia, encabezadas por la oposición que abre la lista anterior: la oposición de lo blanco y lo negro.

La dicotomía blanco/negro se manifiesta, en primer lugar, en las prolijas descripciones físicas de los personajes. En éstas, se insiste en ciertos rasgos que muestran una conciencia racial muy acentuada. Daniel Bello, el héroe, es descrito como un joven «perfectamente bien formado» (37) y en su caracterización se alude a su piel, «habitualmente sonrosada», «al cabello castaño, a los ojos pardos y a la nariz aguileña» (37). En otro momento, se mencionan «sus manos... delicadas, manos mujeriles puede decirse, y su cara... bella, inteligente y sobre cuya sien pálida caían sus lacios y lustrosos cabellos...» (364). De otro personaje unitario, se nos dice que es «alto, rubio, nariz aguileña, buen mozo, gallardo, fuerte, varonil» (107).

Frente a estos personajes «buenos» y blancos, se destaca fray Viguá, cuyo retrato difiere mucho de los anteriores. Se describe como «un mulato de baja estatura, gordo, ancho de espaldas, de cabeza enorme, frente plana y estrecha, carrillos carnudos, nariz corta...», (50-1). Más adelante se hace también referencia a su «voz ronca y quejumbrosa», «a sus labios de color de hígado» (51), y a su «deforme cabeza» (274). Este contraste entre los personajes blancos y uno de los pocos personajes de color individualizados, constituye un primer indicativo del maniqueísmo estético de la novela. Al mismo tiempo, verifica la existencia en la literatura latinoamericana de una estética anti-negra, como ha señalado Richard Jackson (5)4. La comparación de estos retratos masculinos confirma, asimismo, que la estética blanca dominante, como indica el citado crítico en The Black Image in Latin American Literature, «leads not only to curious acts in literature that reflect a heritage of white racial consciousness but also the distortion of the black man's literary image» (xiv).

Dichas caracterizaciones no sólo implican diferencias físicas y estéticas, sino también intelectuales. En la fisonomía de Daniel, leemos que «estaba el sello elocuente de la inteligencia, como en sus ojos la expresión de la sensibilidad de su alma» (37). Respecto a Fray Viguá -calificado por el narrador como «bufón de su excelencia» (274)- se señala, en cambio, que en sus facciones «estaban pintadas la degeneración de la inteligencia humana y el sello de la imbecilidad» (51). El propio héroe, Daniel, reconoce la existencia de una radical oposición entre él y «ellos», y ese reconocimiento le permite hacer la siguiente rotunda afirmación: «Ellos tienen toda la fuerza del bruto, pero yo tengo la inteligencia del hombre» (268). La jerarquización estética (belleza/fealdad) va, pues, acompañada en este discurso colonial, de una jerarquización de la inteligencia. Los «otros» se reducen a una categoría infrahumana y a un grupo homogeneizado, frente al que afirma, sin embargo, un poderoso sujeto colonizador.

La oposición física adquiere asimismo una dimensión moral, dado el paralelismo que el narrador traza entre la fisonomía y la moralidad de los personajes. A propósito de una reunión federal se señala, por ejemplo, que «Allí no había, en hombres y mujeres, sino fisonomías duras, encapotadas, siniestras. En ésta el odio, en aquélla el vicio; en ésa la abyección de la bestia, en la otra la prostitución y el cinismo...» (361). Cuando Daniel asiste a una reunión, el narrador nos dice, en cambio, no sólo que era «el hombre más europeo», sino también que «era el hombre más puro de aquella reunión» (200). De este modo, las diferencias raciales se convierten en diferencias morales (JanMohamed 80).

El narrador de Amalia parece tener un interés especial en marcar el origen racial de los personajes femeninos. En las descripciones de los personajes positivos, siempre se destaca su fisonomía occidental. Así, en la caracterización de Manuela, que a pesar de ser la hija del dictador, goza de la simpatía del narrador5, se mencionan el color pálido oscuro de su tez, la nariz «recia y perfilada», y el cabello «castaño oscuro, abundante y fino» (52; 357). Respecto a Amalia, se destaca el «cutis, luciente como el raso, [que] tema el colorido de las rosas» (36). De Florencia Dupasquier, la novia de Daniel Bello, el narrador afirma que es «bella como un rayo del alba» (84), y destaca «los rizos de un cabello rubio y brillante como el oro», «un rostro que parecía haber robado la lozanía y colorido de la más fresca rosa», los «ojos límpidos y azules», y «una boca pequeña y rosada como el carmín» (84).

Aunque pueda parecerlo a primera vista, estos retratos no constituyen una «inocente» enumeración de tópicos provenientes de la tradición literaria occidental, que revelan «simplemente» una creencia en la superioridad estética de lo europeo. En la caracterización de Manuela, por ejemplo, también se alude a su cabeza, calificada de «inteligente y bella», y a sus ojos «pardoclaros, de pupila inquieta y de mirada inteligente» (52). En la de Florencia, se mencionan la frente, «espaciosa e inteligente» (84), y se describe la nariz -nótese la insistencia del narrador en la nariz de sus personajes- como una «nariz perfilada, casi transparente y con esa ligerísima curva apenas perceptible, que es el mejor distintivo de la imaginación y del ingenio» (84). Pero no se trata sólo de la nariz: en la «fisonomía distinguida y bella» de Florencia, según palabras del narrador, «cada facción revelaba delicadeza del alma, de organización y de raza...» (84). Como en el caso de los personajes masculinos, también en los femeninos se pone de relieve la correspondencia entre la fisonomía-determinada por el origen racial -y la inteligencia.

El deseo de señalar el «europeísmo» de los héroes es aún más obvio en las descripciones de Amalia -«modelo de perfecciones mujeriles» (129)- como lo revelan las frecuentes referencias culturales occidentales que las acompañan. Su garganta se asemeja a «una de esas columnas... que se levantan, blancas y transparentes como el mármol de Carrara...» (382), y posee un cuerpo «cuyas formas hubieran podido servir de modelo al Ticiano» (36). En otras ocasiones, el narrador llega a compararla con las diosas de la mitología greco-romana y con personajes de la Antigüedad como Lucrecia y Cleopatra (128)6. Parece ser que la única forma que encuentra José Mármol de dar legitimidad y categoría a esta heroína romántica de la Argentina post-colonial es su ubicación dentro del canon occidental. Dicho canon, cono manifiestan los ejemplos anteriores, es estético, pero también es un canon moral. Personajes como Lucrecia han simbolizado a lo largo de siglos los supuestos valores y esencia de la mujer.

La diferencia entre las mujeres federales y unitarias se plasma de forma muy significativa en la caracterización del espacio novelístico, que va ligada a la dicotomía racial. Los ámbitos de las heroínas blancas son ámbitos limpios, luminosos, ordenados, según lo indica el contexto en que se presenta a Amalia: «La luz es un océano de oro en el espacio... Los prados están risueños y matizados con todos los colores bajo la luz clarísima que los baña... La luz del sol bañando... el lujo de los tapices y de los muebles...» (487). Cuando se nos refiere, en cambio, una de las visitas de Florencia a la cuñada de Rosas -María Josefa Ezcurra- el narrador señala que «tuvo que recurrir a toda la fuerza de su espíritu, y a su pañuelo perfumado, para abrirse camino por entre una multitud de negras, de mulatas, de chinas, de patos, de gallinas, de cuanto animal ha criado Dios...» (84). Un poco más adelante, Florencia se encuentra con dos mulatas y tres negras que, «cómodamente sentadas, y manchando con sus pies enlodados la estera de esparto blanco con pintas negras que cubría el piso, conversaban familiarmente con un soldado de chiripá punzó, y de una fisonomía en que no podía distinguirse dónde acababa la bestia y comenzaba el hombre» (85)7.

El espacio de las mujeres de color es también un espacio lleno de ruido. Por eso, leemos que Manuela «suplicaba» a su interlocutor «que saliese a pedir a las negras que no gritasen tanto en el patio» (456). El lector tiene que acompañar al narrador, «ora teniendo que empujar y codear para abrirnos camino por medio de una oleada de negras viejas, jóvenes, sucias unas y andrajosas, vestidas otras con muy luciente seda, hablando, gritando y abrazándose con los negros... mientras otras se despedían a gritos...» (430). Frente a la limpieza, la armonía y la belleza, el caos, el desorden, la suciedad y el ruido. Dicho espacio adquiere, incluso, una dimensión moral. Como se ha visto en los ejemplos anteriores el entorno en que se inscriben estas mujeres de color -que «se abrazan con los negros»- posee una moralidad dudosa. El enclave de Amalia, en cambio, se convierte en un verdadero bastión moral: «Todo allí es bello, suave y amoroso; es el contraste vivo con la naturaleza moral de la ciudad vecina» (487).

Lo anterior es un indicativo de que, como en el caso de los personajes masculinos, las diferencias físicas de los femeninos corren paralelas a las morales. Amalia es una mujer abnegada, comprometida en el combate por la libertad (155), pero no es la única. La mujer unitaria, en general, «había desplegado», según el narrador, «durante esos fatales tiempos del terror, un valor moral, una firmeza y dignidad de carácter...» (411). Las mujeres negras, en cambio, lo que han desarrollado es su capacidad de traición, ya que se han convertido en espías al servicio de Rosas. Constituyen, pues, un peligro para la moralidad pública y una amenaza para la familia -las buenas familias bonaerenses, según se expresa en el siguiente fragmento:

Los negros, pero con especialidad las mujeres de ese color, fueron los principales órganos de delación que tuvo Rosas. El sentimiento de la gratitud apareció seco, sin raíces en su corazón. Allí donde se daba el pan a sus hijos, donde ellas mismas habían recibido su salario y sus prodigalidades de una sociedad cuyas familias pecan por su generosidad, por su indulgencia, y por la comunidad puede decirse, con el doméstico, allí llevaban la calumnia, la desgracia y la muerte.


(452)                


A esta oposición primaria entre mujeres federales y unitarias, el narrador añade la existente dentro del grupo federal entre las mujeres blancas y negras, aunque pertenezcan a la misma facción política. Mientras las mujeres de color son traicioneras, las mujeres federales blancas son capaces de oponerse incluso a «sus» hombres, como afirma una de ellas: «En Buenos Aires sólo los hombres temen; pero las señoras sabemos defender una dignidad que ellos han olvidado» (295). Esas mujeres son las que llevan «todo el espíritu de los nobles descendientes de los héroes de nuestra independencia...; [las] que sufrían más que los hombres por la humillación que la dictadura hacía sufrir al país; y que, más que los hombres, tenían valor para afrontar los enojos del tirano y de la plebe armada e insolentada por él» (298). Las mujeres federales blancas se convierten, así, en depositarias de ciertos valores y de cierta ética, cuya pérdida también aflora el narrador. Es un grupo formado por «la joven inocente y casta» y por «la esposa honrada», que sufren cuando deben asistir a las danzas federales, calificadas por el narrador de «orgías pestíferas». Allí, «con las lágrimas en los ojos, tenían luego que rozarse, que tocarse, que abrazarse en la danza, con lo más degradado y criminal de la Mazorca» (312). Ningún secuaz de Rosas queda exento de dicha «contaminación danzante», ya que hasta «las personas de su familia, los principales de su partido, su hija misma, por decirlo todo, se rozaban federalmente y hasta bailaban con los negros» (450). El narrador marca la absoluta distancia moral que existe entre las mujeres blancas federales y los hombres africanos mediante la asociación de lo negro a la concupiscencia. Dicha asociación, según Sander Gilman, se encuentra ya en la Edad Media y culmina en el siglo XVIII, cuando la sexualidad negra se alza como imagen de una sexualidad aberrante (228). Al mismo tiempo, hay que recordar uno de los arraigados «fantasmas» de la cultura occidental: el de la profanación de la mujer blanca por el hombre negro8.

Esta profanación se expresa de forma aguda en una escena en la que Manuela, mujer blanca, se ve confrontada con fray Viguá, hombre de color. En dicha escena, el dictador ordena al mulato que bese a su hija, con el consiguiente horror de ésta, y del narrador. Fray Viguá es representado como un ser sucio y sin modales, que hace gala de un comportamiento casi salvaje, propio de un ser sin civilizar. Ante las órdenes del dictador, el mulato «se levantó arrancando con los dientes un pedazo de carne de la costilla que tenía en sus manos». Después se acerca a Manuela que, impotente, «escondió su rostro entre sus manos para defenderlo con ellas de la profanación a que lo condenaba su padre». Esto, sin embargo, no le sirvió de mucho y fray Viguá -a pesar de que «tenía más ganas de comer que de besar»- es capaz de ejecutar la orden de Rosas, poniendo «sus labios grasientos sobre el fino y lustroso cabello de la joven» (54).

Con posterioridad, el narrador insiste, aún más, en la realidad antitética que constituyen estos dos personajes y para ello, señala una diferencia que va de lo humano a lo no humano. Menciona «la multitud de sentimientos que en aquel momento se agitaba en su alma de mujer, de joven, de señorita, a la presencia de aquel objeto [énfasis mío] repugnante a cuya monstruosa boca quería su padre unir los labios delicados de su hija, sólo por el sistema de no ver torcido un deseo suyo por la voluntad de nadie» (56). En fray Viguá recaen, pues, la deformación física, moral, intelectual, así como su objetivización, destinados a provocar la repulsa no sólo de Manuela, sino también del lector.

El narrador de Amalia, según se deduce de todo lo anterior, advierte el peligro de «contaminación» racial que significa la dictadura de Rosas. Pero la amenaza que percibe en dicho régimen es múltiple: Rosas no sólo está destruyendo la jerarquía basada en principios de supremacía racial, sino que también está provocando el derrumbamiento del sistema clasista. A este propósito, señala que ha puesto «en anarquía las clases» (244), y condena a ciertos personajes que «por una ficción repugnante de los sucesos de la época, osaban creer, con toda la clase a que pertenecían, que la sociedad había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases oscuras, y amalgamádose la sociedad entera en una sola familia» (85). Las repercusiones de esta alteración se expresan, de nuevo, en términos morales: «Desenfrenadas las pasiones innobles en el corazón de una plebe ignorante, al soplo instigador del tirano; subvertida la moral; perdido el equilibrio de las clases; rotos los diques, en fin, al desborde de los malos instintos de una multitud sin creencias...» (335). Con Rosas, pues, peligra la estratificación racial y clasista. A este propósito, hay que destacar que raza y clase se equiparan en Amalia, como lo muestran las siguientes palabras del narrador: «Uno de los fenómenos sociales más dignos de estudiarse en la época del terror es el que ofreció la raza africana... Raza africana por el color. Plebe de Buenos Aire por todo lo demás...» (450). Raza y clase, como señala Brantlinger, se convierten en términos intercambiables o análogos en el discurso colonialista (201).

Mármol escribe bajo la influencia, sin duda, de la filosofía racial nacional que se estaba construyendo por esos años en Argentina. Rout sitúa el origen de esta filosofía en los escritos de Juan Alberdi (Bases y puntos de partida para la organización política argentina [1852]), padre de la Constitución, que consideraba la inmigración de europeos un requisito para el desarrollo de la nación. «For nonwhites», escribe Rout, «Alberdi had only words of disdain, claiming that 'to populate is not to civilize, but to brutalize, when one populates with Chinese and with [the] Indians of Asia and with Negroes from Africa» (192). En la misma línea, Sarmiento expresa su admiración por los anglosajones estadounidenses que no se habían mezclado con indios y africanos, y declara en Conflictos y armonías de las razas en América (1883), que el afro-argentino no había hecho una importante contribución a la cultura nacional. Más tarde, Carlos Octavio Bunge (Nuestra América: Ensayo de psicología social [1903]) y José Ingenieros (Al margen de la ciencia [1908]; Sociología argentina [1918]) confirmaron su creencia en la superioridad europea y la inferioridad innata de los africanos (Rout 192-93). La novela de Mármol se hace eco y encaja dentro de esa red de textos empeñados en denigrar la población de origen africano. Para Mármol, la «clase» africana «ocupaba por su condición y por su misma naturaleza el último escalón de la gradería social» (451), y denuncia el régimen de Rosas por instaurar «un sistema de cosas que había subvertido el orden natural de la sociedad» (450). Con esa apelación de Mármol a la «naturaleza» y al «orden natural» de la sociedad, se borra el origen cultural e histórico de las diferencias. Además, la jerarquización racial y clasista se convierte en una peligrosa jerarquización ontológica y biológica, que legitima la subordinación de la población negra y la superioridad de la blanca9.

Esta filosofía racial otorga una configuración específica a otro elemento maniqueísta de Amalia: el binomio civilización/barbarie, tan persistente en la cultura hispanoamericana10. Para el narrador, «Ya no era la cuestión de unitarios y federales: eran la civilización y la barbarie las que quedaron para disputar más tarde su predominio» (355). Dicho binomio representa normalmente la oposición entre el campo -llámese llano, selva o pampa- y la ciudad, y, por tanto, entre el hombre de ascendencia y formación europeas y el indígena11. En el caso concreto de Argentina, dicho binomio se plasmó en el enfrentamiento entre el hombre de los centros urbanos y el gaucho de la pampa, según indica Sarmiento en Facundo12. En Amalia, sin embargo, este conflicto argentino recibe una nueva dimensión. En primer lugar, el duelo entre civilización y barbarie se libra en pleno Buenos Aires. Rosas -encarnación del gaucho- y sus seguidores han trasladado la barbarie del campo a la ciudad13. Allí, se ve confrontado con la civilización, encarnada en los unitarios.

Además de esta transposición espacial, la lucha de civilización y barbarie recibe una nueva dimensión en Amalia: la barbarie no está representada, en primer lugar, por la población aborigen o gaucha, sino por la población de ascendencia africana. De este modo, Mármol incorpora a los afro-argentinos al discurso sobre lo autóctono-entendido como lo no europeo14- y los convierte en ingrediente fundamental de la dialéctica de civilización y barbarie. Esta incorporación está motivada por circunstancias históricas, según se ha indicado con anterioridad: Rosas contó entre sus partidarios a la población negra. Esto se debió, entre otras cosas, a su firma, en 1839, de un pacto para la abolición del tráfico de esclavos, obligado, según el narrador, por la necesidad de tener el apoyo británico (68). Hay que recordar también que Rosas convirtió a los afro-argentinos en sus colaboradores a través de una red de espionaje, facilitada por el hecho de que la mayor parte del servicio doméstico estaba en manos negras. En Amalia, se presentan varias escenas que ponen de relieve esta colaboración. En cierto momento de la narración, una «negrilla» se presenta ante Doña María Josefa para informarla de lo que ha podido espiar en la finca de Amalia. La cuñada del dictador termina la entrevista con las siguientes palabras: «Bien; es necesario que espíes bien cuanto pasa en esa casa, y que me lo digas a mí, porque con eso haces un gran servicio a la causa, que es la causa de ustedes los pobres, porque en la Federación no hay negros ni blancos, todos somos iguales...» (243). Ante esto, la voz narrativa comenta con ironía: «Y la negra salió muy contenta de haber prestado un servicio a la santa causa de negros y blancos...» (243). Para el narrador, la explicación del apoyo a Rosas es muy simple: «ninguno como él lisonjeó sus instintos, estimuló sentimientos de vanidad hasta entonces desconocidos para esa clase...» (450). No reconoce, sin embargo, una razón más profunda que el historiador Rout sí destaca: el hecho de que, bajo el régimen de Rosas, la población negra pasó a ocupar un lugar en la sociedad (191).

La representación degradada de los personajes negros en Amalia encubre un temor: el temor de que al mismo tiempo que los negros encuentran un lugar en la sociedad, el autor y su comunidad pierdan el suyo. José Mármol pertenece al grupo de escritores conocido como los «emigrados argentinos», que se proclamaron sujetos/agentes de la civilización, esto es, de lo europeo, para luchar contra los efectos nocivos de la barbarie -lo no europeo. De ahí, su defensa de la emigración proveniente de Europa (Moreno Durán 31-32). Estos autores escriben desde la ideología de la élite criolla liberal que, como señala Mary Louise Pratt en Imperial Eyes, intentaban su propia fundamentación estética e ideológica como americanos blancos (175). Para ello, produjeron una serie de escritos destinados a legitimar «creole hegemony over and against not only old Spanish domination but also French and English imperialism and, perhaps most important of all by the 1820s, the democratic claims of the subordinated mestizo, African and indigenous peoples» (Pratt 188).

Entre esos escritos se sitúa Amalia que edifica un discurso totalmente maniqueo para justificar no sólo la inferioridad estética, intelectual y moral, sino, en definitiva, ontológica de la población negra. Ese discurso revela, sin embargo, que la «raza» negra no es más que un constructo en el que se inscribe la ideología de la clase criolla europeizante que quiere afirmarse como la nueva élite postcolonial (Pratt 101). En este proceso de autoafirmación, Euroamérica reprodujo esquemas de dominación europeos15. De ahí, la paradoja que afecta a obras como Amalia: su intento de consumir una América post-colonial basada en jerarquías colonizadoras.






Obras citadas

  • Brantlinger, Patrick. «Victorians and Africans: The Genealogy of the Myth of the Dark Continent». «Race», «Writing» and Difference. Ed. Henry L. Gates. Chicago: The University of Chicago Press, 1986. 185-222.
  • Brushwood, John. Genteel Barbarism. Lincoln: University of Nebraska Press, 1981.
  • Castagnaro, Anthony. The Early Spanish American Novel. New York: Las Americas Publishing, 1971.
  • Fanon, Frantz. Black Skin, White Masks. New York, Grove Weidenfeld, 1982.
  • Gates, Henry L. «Talkin' That Talk». «Race», «Writing» and Difference. Ed. Henry L. Gates. Chicago: The University of Chicago Press, 1986. 402-409.
  • Gilman, Sander L. «Black Bodies, White Bodies: Toward an Iconography of Female Sexuality in Late Nineteenth-Century Art, Medicine and Literature». «Race», «Writing» and Difference. Ed. Henry L. Gates. Chicago: The University of Chicago Press, 1986. 223-261.
  • Jackson, Richard L. The Black Image in Latin American Literature. Albuquerque: University of New Mexico Press, 1976.
  • JanMohamed, Abdul R. «The Economy of Manichean Allegory: The Function of Racial Difference in Colonialist Literature». «Race», «Writing» and Difference. Ed. Henry L. Gates. Chicago: The University of Chicago Press, 1986. 78-106.
  • Mármol, José. Amalia. Madrid: Espasa-Calpe, 1978.
  • Mohanty, Chandra T. «Under Western Eyes». Third World Women and the Politics of Feminism. Eds. Chandra T. Mohanty, Ann Russo and Lourdes Torres. Bloomington: Indiana University Press, 1991. 51-80.
  • Moreno Durán, R. H. De la barbarie a la imaginación. Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1988.
  • Operé, Fernando. «Amalia y el impacto popular de la narrativa histórica argentina». Discurso Literario 6.1: 219-234.
  • Pratt, Mary Louise. Imperial Eyes. London: Routledge, 1992.
  • Rout, Leslie B. The African Experience in Spanish America. 1502 to the Present Day. Cambridge: Cambridge University Press, 1976.
  • Said, Edward. Orientalism. New York: Vintage Books, 1979.
  • Sarmiento. Facundo. Civilización y barbarie. Eds. María Teresa Bella y Jordi Estrada. Barcelona: Planeta, 1986.
  • Torres-Ríoseco, Arturo. The Epic of Latin American Literature. Berkeley: University of California Press, 1959.


 
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