Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —153→  

ArribaAbajo- VI -

Fin



- I -

Todo el mes de Mayo se pasó en alternativas de engañosa mejoría y de recrudecimiento del mal, resultando un alza y baja sintomatológica, con oscilaciones no menos bruscas que las de los fondos del enfermo. Días hubo en que, cubiertas con esplendidez las principales atenciones, aún sobró lo bastante para poner un duro en la mano fría, y flaca del apóstol de la escritura; pero otros, teñidos, de la mañana a la noche, de un lúgubre color de tristeza, no traían consigo más que necesidades, disgustos con Cirila, apuros y carencias de lo más preciso. Fue por San Isidro cuando recibió Alejandro carta de su padre, en la cual se manifestaba ya el buen señor enterado de la vuelta que habían tomado los dineros de la tiíta. Vivísimo enojo resaltaba en todas las frases de la carta. El iracundo padre, pidiendo cuentas del uso de aquel capital, declaraba al niño su resolución de no mandarle un cuarto   —154→   más en todo el año. Al Toboso habían llegado noticias de la desaplicación del estudiante dramaturgo, de su vida vagabunda, de sus costumbres equívocas y poco dignas, por todo lo cual estaba el buen D. Pedro echando chispas. Concluía la tremebunda carta diciendo al rebelde hijo que en vista de que no estudiaba, de que era un perdido, no se gastaría más dinero en su carrera; que después de los exámenes de Junio, si es que se examinaba, tomara el camino del Toboso, donde se le tenía preparada una hoz para segar, una azada para romper tierra y un bielgo para aventar, únicos instrumentos adecuados a la corrección de su holgazanería.

Afligidísimo leyó el joven la epístola, siendo cada palabra de ella puñal que le abría las entrañas agravando su profunda dolencia. ¿Qué contestaría? Optó aquella vez por el mejor partido, que era confesar su falta y pedir perdón. Se disculpó diciendo que había tenido una larga enfermedad; pero a renglón seguido incurrió en la torpeza, ya muchas veces cometida, de ocultar su verdadero estado por no disgustar a su madre. Anunció que se había restablecido, que ya iba a clase y que esperaba examinarse y salir bien. Así lo creía el pobrecito, que antes perdería la vida que la esperanza, y era tan ciego que hacía proyectos para la semana próxima, contando con restablecerse, prepararse en cuatro   —155→   días, como lo había hecho otros años, examinarse, y después irse tan contento a su pueblo a acabar de ponerse bueno.

Para que fuera mayor su tormento, presentose un día Torquemada, el prestamista a quien Arias llamaba Gobseck, y con buenos modos, más con perversa intención, le exigió el pago de cierta suma. Alejandro sentía un dogal que le estrangulaba. No sabía qué contestar y se contradecía a cada momento. «La semana que entra, el mes que entra... Precisamente estaba esperando... No tuviera cuidado el Sr. Torquemada...». Este embozaba con taimadas razones su exigencia. Aquel dinero no era suyo. Era de un señor que se lo había confiado para emplearlo, y el señor lo necesitaba para ir a tomar baños. Volvería al día siguiente; volvería todos los días, mañana y tarde... ¡Poder de Dios, qué hombre! Si no se le pagaba, pondría dos letritas al señor D. Pedro Miquis, a ver qué determinaba... A Alejandro se le helaba el sudor sobre la frente, y se le ponía un dogal muy apretado en el cuello.

«Felipe, chiquillo -decía a su criado, cuando el buitre les dejaba solos-. Es preciso hacer un esfuerzo. Abre la cómoda, saca toda mi ropa, empéñala, que por ahora no la necesito, y para cuando pueda levantarme ya tendré con qué sacarla... A ver si te dan aunque no sea más que lo bastante para pagarle a Torquemada los intereses».

  —156→  

Centeno obedecía en silencio; pero al pasar revista a la ropa observaba que faltaban muchas piezas; preguntaba por ellas a Cirila; pero esta se hacía de nuevas, y hasta se sorprendía mucho de ser interrogada sobre cosas con las cuales nada tenía que ver. «Allá tú», decía a Felipe con lacónica malicia. La ropa blanca estaba reducida a la mitad. Felipe hacía recuentos y comentarios; pero Miquis, impaciente por terminar, cortaba las cuestiones, diciendo:

«No me marees más. Me duele horriblemente la cabeza. Lleva lo que haya y saca todo lo que puedas».

Y cargaba Felipe el lío, y salía y tornaba, y sin dar tiempo a que Alejandro dispusiese del dinero allegado por tan fatal medio, se presentaba Torquemada para llevárselo todo, lamentándose de que la cantidad no fuera mayor, y anunciando su grata visita para dentro de cuatro días. Dios grande, ¡qué hombre!

Apartado este peligro, se presentaban amenazadores otros muchos, y entre ellos el de no tener para las medicinas, ni para lo poco que allí se comía. Cirila, impasible, dijo una mañana: «Como no me vuelva yo dinero... Hoy sí que no puedo hacer nada. Ni la lumbre puedo encender. Bonito genio tiene el carbonero. ¿Oyó usted el escándalo que armó esta mañana por lo mucho que se le debe?...».

  —157→  

«Felipe...».

-Señor.

-Hijito, por Dios... haz un esfuerzo. Échate a la calle... Hoy tendrás suerte; me lo dice el corazón.

Felipe salió desalentado y triste aquel día. Sentía un cansancio moral que le abrumaba. Aquella escuela de iniciativa y de voluntad era superior a sus años, y de vez en cuando la naturaleza juguetona y pueril se rebelaba contra los quehaceres graves y contra la pesada carga de deberes más propios de hombre que de niño. Salió a mediodía y estuvo vagando por las calles más de una hora, discurriendo qué camino tomaría y a qué amigos embestiría en tal ocasión con la insoportable arma de sus peticiones. No se le ocurría nada; estaba aquel día torpísimo, con desmayo muy grande en su voluntad; pasaba revista mental de personas, sin hallar en ninguna probabilidades de un feliz resultado... ¡Si tuviera la suerte de encontrarse en la calle un bolsillo de dinero...! Miraba a las baldosas; pero no vio en ellas ningún bolsillo. ¡Si encontrara quien le diera trabajo, pagándole sus servicios...!

Pensó en Mateo del Olmo; pero este le había dicho que si volvía otra vez a su casa haciéndose el tonto para pedir cuartos, le tiraría por la ventana a la calle. ¡Doña Virginia...! Sí, buena   —158→   estaba la señora... Cuando fue ella misma a llevar las chuletas a D. Alejandro, había encontrado en el cuarto de este a una... ¡a la tal!... y se retiró escandalizada. Tenía que oír Doña Virginia... El D. Alejandro era un perdido y no había que acordarse más de él. Estaba rodeado de gente de mal vivir, y lo que se le daba era para mantener... cállate, boca.

A pesar de esta mala disposición de la excelsa patrona, Felipe fue allá. ¿Quién sabe si alguno de los señoritos...? ¡Ay, Dios mío! Buena se puso Virginia cuando le vio entrar. No le echó por la escalera abajo porque no dijeran... Día más desgraciado que aquel no lo había visto Centeno en su vida. ¡Vaya unas caras que ponían los huéspedes! Es que verdaderamente estaban cansados de tanta y tanta postulancia. Cienfuegos desde que Miquis había llamado a otro médico, no iba por allá, y además estaba, como siempre, en malísima situación. Los demás no tenían voluntad de dar o carecían de dinero. «Esto ya es vicio -dijo Poleró-. Si su padre no le mandara, vamos... pero él tiene sus mesadas... Aunque le diéramos millones, lo mismo que nada. Aquello es un tonel sin fondo. Felipe, vete a la Casa de la Moneda, única que puede surtir a tu amo. En la tuya hay por fuerza muchas bocas de chupópteros... ¡Pobre Alejandro!, ¡pobre chico! Al fin ha de ir al hospital y será lo mejor para él». Casi   —159→   lo mismo dijeron los demás. De la mano de ninguno de ellos se desprendió ¡ay!, el rocío de un solo cuarto.

Fuese a la calle muy descorazonado, y dio, durante media hora, vueltas y más vueltas por el barrio, pensando, discurriendo, cavilando... ¿Sobre quién dejaría caer el filo de su cortante sable?... ¡Ah!, ¡qué idea!, si se atreviera... Si se atreviera a dar un ataque a D. Pedro Polo... Pero ¡quia!, con el genio tremebundo de este señor... A buena parte iba... Con todo, ¿por qué no había de probar? Si D. Pedro le decía que no, bueno; si por el contrario se hallaba en situación favorable, en uno de aquellos momentos en que parecía que se ablandaba y se derretía la masa durísima de su genio... ¡Nada; a él! Quien no se atreve no pasa la mar. ¡A D. Pedro, y salga lo que saliere!

Dirigiose a la calle de la Libertad; pero tan poca confianza tenía y tanto miedo de presentarse a su antiguo amo y maestro, que retardaba el paso, y ya en la puerta, volvió atrás y se entretuvo dando tiempo al tiempo, asustado del momento que anhelaba... ¡Cobarde! Sintiendo al fin arranques de energía, afrontó la penosa situación. ¡Adentro! Cómo le temblaban las manos, cómo le palpitaba el corazón! Subió y llamó. Era la hora en que D. Pedro, ya bien comido y bebido, acostumbraba entretenerse un rato en su   —160→   cuarto, fumando y hojeando algún libro de clase... Desde que la criada abrió la puerta, sintió Felipe la voz de Marcelina, y esto le fue de tan mal augurio, que se habría vuelto a la calle, si al mismo tiempo no oyera la del maestro, diciendo: «¿quién es?».

El mismo Polo salió al recibimiento. ¡Sorpresa! Felipe como un muerto... ¡Con qué ganas apretaría a correr escalera abajo!

«¡Felipe!... ¿tú por aquí? Pasa, hombre... ¡Jesús!, derrotadillo estás...».

Estas palabras, dichas con benevolencia, lo volvieron el alma al cuerpo.

«Que entres, hombre. Parece que me tienes miedo. ¿Qué es de tu vida?».

D. Pedro le llevó a su cuarto. Felipe le miraba, regocijándose de haberle encontrado con buen genio. Daba gracias a Dios de que no estuvieran delante, mientras él hacía su petición, ni la madre ni la hermana del cura, pues de ambas temía desfavorables informes... ¡Vaya que estaba aquel día de buenas el león! Para que todo fuera lisonjero, D. Pedro le facilitaba la penosa exposición de su cuita, saliéndole al encuentro con esta hidalga y familiar frase:

«Ya, tú estás mal y vienes a que te socorra».

Felipe dio un gran suspiro. Bien comprendía que ninguna palabra sería más elocuente. En pie, la roja boina en la mano, no apartaba los   —161→   ojos del suelo. El rubor le quemaba el rostro.

«No me coge de nuevas que estés tan mal. Desde que saliste de mi casa no habrás hecho más que vagabundear. Eres un perdido, un pillete de esas calles, y no teniendo ya quien te dé, no encontrando ya en donde merodear, vienes a que yo te ampare...».

Felipe sintió que materialmente se le desprendía la cara y se le caía al suelo. Hizo con ambas manos un movimiento encaminado a evitar esta catástrofe anatómica. Comprendió que era preciso decir algo. El silencio le acusaba.

«No, señor... -murmuró-, yo no soy vago... Estoy sirviendo a un caballero...».

-¿Y ese caballero no te da salario, no te da ni siquiera de comer?

-Sí, señor... pero -balbució Felipe, aturdidísimo y sin saber cómo explicar el extraño y nunca visto caso de su miseria.

-A ver, explícame eso.

-Es que mi amo no tiene nada... está pobre...

-¿Quién es?

-Un estudiante.

-Nunca he visto estudiantes que tengan sirvientes. ¿Es, por ventura, hijo de reyes?

Felipe estaba cortado. Su garganta oprimida no daba paso a la voz ni al resuello. Las ideas se le escapaban por un gran boquete abierto en su cerebro. Empezó a hacer pucheros.

  —162→  

-No, con llanticos no me convences... Mientras no me expliques bien qué amo es ese, y por qué está tan miserable... ¿Y tú para quién pides, para ti o para él?

-Para él.

D. Pedro rompió en franca risa. Haciendo juego con él, en contrario, Felipe lloraba como una Magdalena.

«Si usted no me quiere creer...» -decía entre sollozo y sollozo...

-Pero si no me has explicado nada...

Y seguía llorando, llorando. Cada ojo era un río inagotable. D. Pedro, mejor dicho, el caimán de la escuela, le miraba sonriendo con cierta ferocidad escudriñadora, detrás de la cual quién sabe si se escondía la compasión.

Limpiándose las lágrimas con ambas manos, a puñados, Felipe suspiró estas palabras: «Adiós, Sr. D. Pedro», y dio media vuelta y salió del cuarto, encaminándose a buen paso hacia la puerta de la escalera. Por el recibimiento iba, cuando la voz del maestro, iracunda, gritó: «¡Doctorcillo!».

Este retrocedió.

«Demuéstrame tu necesidad -le indicó entra ceñudo y compasivo-, hazme ver que no pides para vicios y para entretener tu vagancia, y entonces te daré...».

Felipe no respondía nada. Ya no lloraba.

  —163→  

«Pruébame...».

¿Y cómo lo había de probar el desventurado? Pensó decir a Polo que se diera una vuelta por la malhadada casa de la calle de Cervantes, para que se convenciera, por el testimonio de sus ojos, de la verdad del lastimoso cuadro; pero esto le pareció ineficaz. D. Pedro no había de ir allá.

«A ver, habla...».

-Adiós, Sr. D. Pedro -volvió a decir el Doctor, dando otra vez la media vuelta para retirarse.

-Haz lo que quieras... Bueno, hombre, abur. ¿Y a dónde vas con tu cantinela?

Felipe se detuvo y le miró bien.

-Voy a ver si me quiere socorrer -dijo- una persona que ya otra vez me socorrió...

-¿Quién?

-La señorita Doña Amparo.

D. Pedro, súbitamente, se volvió para la pared. Así no pudo ver Felipe su palidez, que era como la del bronce que quiere ser plata.

Haciendo que miraba un mapa, Polo exhaló estas palabras:

-¿Cómo fue eso?... ¿cuando?

-El día que me marché de aquí, la señorita Doña Amparo, que tiene tan buen corazón, me dio seis pesetas que se había sacado a la lotería.

D. Pedro empezó a revolver papeles sobre la   —164→   mesa, quitando cosas de su sitio para llevarlas a otro. Se hacía el distraído, refunfuñando:

«¿Es eso verdad?... ¡Qué cosas te pasan, hombre! ¿Con que seis pesetas...?».

No miraba a Felipe, ni este podía advertir en el rostro de su maestro señales de interior borrasca. El caimán se metió la mano en el bolsillo. Sonó dinero. Era como el roce y frotamiento de metálicas escamas. Felipe fue todo ojos. Una de las manos de D. Pedro contaba sobre la otra, pasando y repasando monedas.

«Toma siete» -le dijo la domada fiera, poniendo un montoncillo sobre la mesa.

-Dios se lo pague, D. Pedro, y le dé mucha salud a usted y a toda su familia.




- II -

La satisfacción, la ufanía que llenaban el alma del buen Doctor al salir de la casa no son para interpretadas con palabras. Se asombraba de que un hombre tan atroz, que había tenido la crueldad de dejar sin pan al infeliz Ido, se ablandase hasta el punto de darle a él un auxilio mayor de lo que esperaba. No alcanzando la rudimentaria agudeza de Felipe a penetrar el motivo del brusco enternecimiento del monstruo, forjaba en su mente una pueril explicación   —165→   del caso. «Es que el señor D. Pedro, decía, tiene dentro una lucecita que se enciende en cuanto le tocan un botón, como el de las campanillas eléctricas que se usan ahora. El que toca el botón y enciende la luz, hace de él lo que quiere. El que no, se amuela».

Tan grande éxito le envalentonó, despertando su codicia. Era preciso trabajar más aquel día, para obtener una colecta considerable con que sorprender a Alejandro y alegrar su espíritu. ¿A quién más acudiría?... ¡Ah! ¡D. Federico Ruiz debía de estar rico!... ¡a él! De paso le tocaría los registros a D. Florencio Morales por si quería dar alguna cosa. ¡Al Observatorio como un rayo!... Recordó, no obstante, que su amo había dicho alguna vez a propósito de la liberalidad del astrónomo: «antes dará aceite un ladrillo». Pero no importaba... ¡adelante! Podría ser que también Ruiz tuviera botón, y que él, sin saber cómo, lo tocara por inspiración del Cielo. En cuanto a D. Florencio, bien presentes tenía los ofrecimientos que le hizo una tarde que le encontró en el Prado tomándose con gran deleite un vaso de clarísima agua de Cibeles. ¡A ellos!, ¿quién dijo miedo?

¡Qué contrariedad! D. Federico no estaba en la casa. Había ido al teatro, a ver ensayar su comedia que se estrenaría a la noche siguiente. El que sí estaba era el gran Morales; mas no   —166→   fueron sus primeras palabras muy lisonjeras.

«Sí, te veo... te veo venir... Me traes la monserga de la otra tarde. Sí, que tu amo está malo, que ni tú ni él tenéis que comer. Yo he visto mucho mundo, amiguito. Si se fuera a dar a todo el que tiene necesidad, andaríamos desnudos y abriríamos la boca al viento».

Felipe, desconcertado, se esforzó en argumentar lo contrario, diciendo con quejumbroso y dolorido estilo que si no se fiaba de él, fuera pronto a la calle de Cervantes para ver con sus ojos la verdad de aquellos terribles apuros; a lo que D. Florencio contestó lleno de entereza:

«Sí, justo; no tengo yo más que hacer sino subir escaleras... Y entre paréntesis, lo que a tu amo le pasa le está bien merecido, porque es un libertino, un mala cabeza. Lo sé por Ruiz que está al tanto de todo... No me vengas con cuentos. Yo no soy de piedra. Si tienes hambre, vente a la hora de comer, y no faltará con que la mates. Pero lo que es metálico, no lo esperes. Está la patria oprimida, hijo, y hay mucho pobre, y mucha boca que tapar. Pasa, entra, siéntate un rato, y veremos si Saturna tiene algo que darte. Creo que se le han echado a perder unos hojaldres...12 ¡Saturna! ¡Saturna!».

Empezó a dar gritos, y luego, encarándose otra vez con Felipe que había ya perdido toda esperanza de recoger algo sonante, le dijo:

  —167→  

«Tienes suerte, chiquillo. Parece que lo hueles. Y entre paréntesis, ¿quieres que te diga en qué consiste el mal de tu amo, y por qué está tan miserable?».

Centeno era todo oídos y no quitaba los ojos de D. Florencio, mientras este, que acababa de subir la rampa, se limpiaba el sudor de su frente y cráneo; natural desahogo y salida de tan gran hervidero de ideas.

«Pues te diré, para que tú también vayas aprendiendo. Tu, amo es un loco, es mío de estos jovenzuelos que se han emponzoñado con las ideas extranjeras. ¿Qué nos traen las ideas extranjeras? El ateísmo, la demagogia y todos los males que padecen los países que no han querido o no saben hermanar la libertad con la religión. ¿Qué dicen por allá? Pues dicen: 'Fuera Papa, fuera religión y venga república; hacer cada uno lo que le da la gana'. ¿Es esto prudente? No señor, y lo que es en Francia, hijo, lo que es en Francia, te digo que Napoleón Tres les sentará las costuras. ¿Tengo o no tengo razón?».

Felipe, compenetrado de tan sabias ideas, me mostraba su asentimiento con grandes cabezadas afirmativas.

«Pues esas ideas, ese ateísmo, ese desbarajuste es lo que nos quieren meter aquí -prosiguió el insigne conserje, haciendo el orador y paseándose en un espacio como de tres varas-.   —168→   Hay unos cuantos... todos muchachos, chiquillos, estudiantejos que leen libros franchutes y no saben palotada de nada... Hay unas cuantas cabezas ligeras, y tu amo es de ellos... que nos quieren traer aquí todos esas andróminas forasteras. ¿Sabes lo que están diciendo?».

Espanto de Felipe, que no sabía nada, pero sospechaba era cosa gorda y coruscante.13

«Pues ahora se salen mis amigos con eso de todo o nada. En resumidas cuentas, que quieren nada menos que destronar a Su Majestad la Reina. Ya les he dicho que no les sigo por ese camino, y me he borrado de la Tertulia... Porque Dios sabe lo que va a venir aquí. Tú, figúrate... Se van a desbordar las masas...».

Felipe creyó por un momento que aquellas masas eran los hojaldres que le habían prometido, y tembló por ellos.

«A ti, vamos a ver, ¿no se te ponen los pelos de punta al pensar...?».

-Sí señor, sí señor que se me ponen.

«Ese empeño de que todo ha de ser extranjero... Yo soy español por los cuatro costados. Señor, si aquí nos entendemos muy bien, si aquí sabemos hacer las cosas... Póngannos la Milicia, la Constitución del 12, y basta. El clero en su puesto, la Milicia para defender el orden, el ejército para caso de guerra, Cortes todo el año, buenos seminarios, mucha discusión, mucha libertad,   —169→   mucha religión y venga paz. Si esto es claro y sencillo... Pues no ha de ser así, sino ateísmo, demagogia y filosofía alemana... Yo les veo venir, y me callo... Ya veremos la que se arma. Aquí me estoy achantadito, esperando a ver cómo salen del paso. Una tarde discutimos aquí tu amo y yo... Se quedó turulato... Sí, pregúntale. Callado le dejé, y pegado a la pared. Él defendiendo lo extranjero, me sacó poetas y descubrimientos... qué sé yo. ¡La ciencia y la industria! A mí no me vengan con solfas. Yo he viajado, yo sé lo que hay... Concedo, sí señor, concedo que la Inglaterra nos aventaje en ciertas cosillas; pero en otras estamos por encima de todos. Fíjate tú en los productos de nuestro suelo, y dime si hay algo que les iguale. Aquí tenemos para todo lo que nos hace falta, y nos sobra para mantener a tanto hambriento de extranjis... Castilla es el granero del orbe terráqueo. Nuestros vinos van por todo el mapa. Pues el día que queramos poner en un apuro a los inglesotes, no hay más que decirles: 'caballeros, ya no hay más Jerez'. Y en cada localidad tenemos una cosa buena que no tiene igual en el mundo. Y si no, dime donde hay otra Málaga para pasas, otra Astorga para mantecadas, otra Jijona para turrón, otra Soria para mantequilla y otro Madrid para un buen vaso de agua. En industria ahí está Cataluña con sus   —170→   hilados, y Toledo con sus espadas. En buques no te digo nada. Cada marino nuestro vale por ocho extranjeros, y con un cachucho cualquiera nos ponemos delante de la mejor escuadra. Nuestro ejército ya se sabe que es el primero del mundo. Yo querría ver correr a ingleses, franchutes14 y austriacos en una batalla en que se dijera: ¡cazadores de Madrid, adelante!.. Y todo, hombre, todo. Si aquí no necesitamos de lo forastero para nada. En generales, ¿qué nación tiene un Espartero y un O'Donnell? En abogados... habías tú de ver un escrito puesto por don Manuel Cortina o D. Joaquín Francisco Pacheco... ¿Y aquella palabra de Olózaga en el Congreso? Atrás la Europa toda. Hasta en cómicos estamos por encima. Pues a donde llega la Matilde, ¿quién llegó? ¿Tú la has visto? Aquel modo de llorar es cosa que parte el corazón. Pues te digo que en papeles de gracia es tan buena como en los de ahogo y sentimiento... Poetas los tenemos por fanegas, mejores que todos los extranjeros, y si vamos a pintores, ya quisieran ellos... Nada, nada, no le des vueltas; aquí no necesitamos para nada esos países. Díselo así a tu amo, y que se vaya curando de estas manías, y se haga rancio español y católico a macha-martillo, y se deje de patrañas ateas y de locuras demagógicas... Saturna, los hojaldres... ¿No los ibas a tirar? Aquí está Felipe que los aprovechará».

  —171→  

Cuando D. Florencio puso punto fin al en su recitado, que a Felipe le pareció discurso por lo elocuente, sermón por lo largo, el muchacho, admirando tan soberano talento y facundia, no comprendía la oportunidad de la lección que con tales alegatos daba el conserje a Miquis, ni el provecho que este había de sacar de ella para remediar su miseria. Hizo propósito de retener en su fiel memoria lo más que pudiese de aquel discurso, para repetírselo a Alejandro, cláusula por cláusula, seguro de que este se había de reír. Tomando sus hojaldres, que envolvió cuidadosamente en un número deLas Novedades, despidiose del matrimonio y echó a correr para su casa.




- III -

Frente al Botánico detúvole una voz conocida, una voz amiga, que hacía algún tiempo no había regalado sus oídos. Era Juanito del Socorro, que le llamaba desde la verja del Botánico, en cuyo escalón estaba sentado con otro amigo.

«Hola... Redator...».

-Miale... el Iscuelero.

Entablose franco y, amistoso coloquio, Juanito y su amigo habían salido del taller, porque aquel día estaban de obra y no se trabajaba...   —172→   El insigne Socorro era aprendiz de dorador. ¿Qué ganaba?, un sentido. El principal le quería mucho y le iba a poner en elestofado. «Vente a este oficio, hombre, y ganarás lo que quieras». El tal Juanito estaba en aquel arte por gusto de su madre, y de allí pasarla a ingeniero. Iba por las noches a la escuela gratuita de dibujo, y pintaba hojas de coluna, narices y toda la pirámide de la Geometría. Le iban a poner en el adorno y a pintar una comotora. Ya sabía las cuatro ordenes de la arquitectura, y a poco más, si le dejaban, hacía otra como el Escorial. La corintia era de este modo, y la jónica de aquel otro... En su taller, era él capaz de dorar el gallo de la Pasión, y en aquellos días estabanrefrescando un altar. Su principal doraba también con galvana, en un pilón con agua muy agria, que quema... Como que él tenía la blusa agujerada porque le cayeron gotas. ¡Era el oficio más bonito que se podía ver, porque coger una cosa de palo o de hierro y ponerla dorada...! Nada, nada, hijí, si te descuidas se te doran los dedos, y hasta el resuello es oro. ¡Ganar!, lo que quieras. Todos los días encargos, y «que vaya a sacarle lustre al Padre Eterno de la Iglesia...». En medio día se despachaba él cuatro espejos. Primero hacía la pasta, luego iba pegando molduras... Ahora venga barniz, brocha de pelos de león y panes de oro... Un momento, un suspiro.   —173→   Da gusto ver que todo se va poniendo como un sol... Con los panes que sobraban hacía él maravillas en su casa, y hasta los vasares de la cocina y la espuerta de la basura los había dorado.

Felipe, rebajando gran parte de lo que oía, conceptuaba feliz a su amigo con aquel oficio. ¡Dorar! ¡Poner en todas las cosas la risa del sol, vestir de luz los objetos, endiosar la ruin madera, fingiéndole la facha del más fino y valioso metal...! ¡Dichoso el que en tal industria se ocupaba! Daría él cualquier cosa por poder disponer de los elementos de aquel arte, y dorar la cama, los libros y hasta las botas de su amo. Subió de punto su admiración, cuando Juanito le enseñó sus uñas doradas.

«¿Qué es eso que llevas ahí?... pastelitos».

-Me los han regalado. No sirven...

-Mia este... ¡que no sirven! Nos los comeremos.

-Es que... son para...

-Te los compraremos, hombre... Si creerás tú... Te vamos a convidar a café... Fúmate un cigarro.

Sacó Juanito una cajetilla y repartió. El otro amigo encendió tres cerillas.

«¿Onde vamos? A Diana, que dan mucho azúcar... Café y copas, Felipe...».

Ya era de noche, y Centeno no quería detenerse; pero la obsequiosa finura de aquellos dos   —174→   caballeros le cautivaba, y también, dígase con franqueza, no dejaba de sentir en su ánimo cierto apetito de libertad, instintivo afán de hacer algo que rompiese la triste y monótona vida que llevaba. ¿Su esclavitud no tendría algún descanso, y su trabajo el alivio de un ratito de café?... ¡Adelante!

«¡Mozo... café y copas... y un periódico!...».

Centeno se recreaba en el fácil uso de su albedrío, en aquel desembarazo que le hacía hombre; y cuando se acordaba de la soledad de su amo, sintiendo, con el recuerdo, un poco de pena, se consolaba mirando el mucho azúcar que sobraba y haciendo propósito de guardarlo todo para el enfermo. Tomaban el café despacio, porque estaba muy caliente, y entre sorbo y sorbo, corría de la boca de Juanito, como del caño de abundosa fuente, un chorro de hipérboles. Felipe no tenía su espíritu muy alegre; pero desde el mal aventurado instante en que llevó a sus labios la copa, sintió que se trasformaba y volvía muy otro de lo que era. Aquel maldito licor picaba como un demonio, producíale llamaradas en todo el cuerpo, y en la cabeza un levantamiento, un pronunciamiento, una insurrección de todas las energías, un motín de ideas, bullanga y jarana extraordinarias... Pero él, impávido, seguía bebiendo para que no le dijeran memo, y por fin no quedó nada en la copa.

  —175→  

¿Qué alegría era aquella que le entraba, qué prurito de moverse, de reír, de alzar la voz, de hacer bulla y dar saltos sobre el asiento cual muñeco que tuviera en cada nalga un bien templado resorte? Juanito y su amigo se reían de verle en tal estalo, y le incitaban a seguir bebiendo; pero él, con seguro instinto, se negó a dar un paso más por tan peligroso camino.

Era el tal café de los que llaman cantantes. A cierta hora un melenudo artista sentose en la banqueta próxima al piano, y empezó a aporrear las teclas de este. A su lado, un hombre flaco y pequeño cogió el violín, y rasca que te rasca, se estuvo media hora tocando. El efecto que la música hacía en Felipe era como si se le levantara dentro del alma un remolino de satisfacción, el cual corriera haciendo giros, con delicioso vértigo, desde lo más bajo del pecho a lo más alto de la cabeza. Pues digo... ¡cuando cesó el del violín y subió a la tarima una tarasca que cantaba romanzas de zarzuela y jotas y fandangos...! Felipe, entusiasmado, no cesaba de dar palmadas, y a la conclusión de cada estrofa le faltaban pies y manos para hacer sobre la mesa y en el suelo todo el ruido que podía. Juanito, con más calma, tenía fijos sus ojos en la cantatriz, y admiraba sus dejos, sus gorjeos, sus ayes picantes y todo lo demás que salía por aquella salerosa boca. Él no decía más sino ¡qué boca, qué boca!...   —176→   ¡Y con qué entusiasmo la contemplaba!... Se la doraría.

Otros efectos, a más de la inquietud y el gozo, produjeron en el alma de Felipe aquellos dos agentes: alcohol y música. Fueron la pérdida de toda noción del tiempo trascurrido y unos arranques de generosidad que habían de serle muy nocivos. Viendo que Juanito se registraba sus bolsillos sin lograr sacar de ellos cosa de provecho, Felipe se llenó de punto y de vanidad caballeresca, sacó sus siete pesetas y las desparramó sobre la mesa con gallardo movimiento.

«Yo pago, yo pago»... -gritó con cierto frenesí.

Parte del dinero se cayó al suelo. Mientras el amigo de Juanito lo recogía, Felipe, atento sólo a batir palmas en celebración de la cantatriz, llegó a perder hasta el verdadero conocimiento del sitio en que estaba. Veía diferentes personas a su lado y delante, mas no se hizo cargo de nada. Por un momento creyó distinguir en una de las mesas próximas un semblante conocido, mujer hermosa, rodeada de hombres; asaltole sobre esto un pensamiento, hizo una observación; pero imagen, ideas, apreciaciones, todo se desvaneció en su mente, dejándole otra vez en aquel aturdimiento delicioso. No vio al mozo que cobraba y devolvía cuartos, ni supo él lo que de sus propios bolsillos había salido, ni lo que a ellos restituyera.

  —177→  

Tampoco supo cómo y cuándo salió del café, ni dónde se separaron de él sus amigos... Oyó la campana del reloj de la Puerta del Sol. Atento, y como volviendo en sí mismo con la facultad de apreciar el tiempo, contó las once... ¡las once! Llevose la mano con ardiente ansiedad al bolsillo... Nada: bolsillo más limpio no se había visto nunca. En rápido giro pasaron por su mente todos los sucesos de aquel día... D. Pedro, las siete pesetas, D. Florencio, los hojaldres... ¿Y dónde estaban los hojaldres? Como se recuerda una pesadilla, con indistintos contornos y matices, recordó Centeno la descomunal boca del amigo de Juanito abriéndose de par en par para comerse los hojaldres... Y el dinero, ¿qué vuelta había tomado?... Y su amo, ¿qué pensaría de la tardanza? ¿Qué le habría pasado en aquel largo día de soledad y escasez?...

Felipe recobró sus facultades instantáneamente. Entraron como de golpe y con tumultuosa sorpresa, cual guerreros que acometen airados el puesto de que les expulsó la perfidia. De todo lo que entró en el cerebro del hijo de Socartes, lo primero y lo que más ruido hizo, fue la vergüenza... Esta era tan fuerte y le dominaba tanto, que no sabía si apresurar o detener su vuelta a la casa. ¿Qué le diría D. Alejandro? ¿Qué diría él para disculparse?

Llegó al fin temblando. Se horrorizaba al   —178→   pensar que le iba a encontrar muerto. Si muerto no, de seguro le hallaría muy enojado. Seguramente habría carecido de alimento, de asistencia, de compañía... Y lo peor de todo era que al volver a la casa después de doce horas de ausencia no llevaba ni un real, ni siquiera un par de cuartos. Ganas le daban a Felipe de estrellarse la cabeza contra la pared de la escalera... Bribón mayor que él no había nacido de madre ¿Qué cara pondría su amo al verle, qué le diría?

Entró por el pasillo adelante más muerto que vivo: y cuando se acercaba a la puerta, dábanle ganas de retroceder y volverse a la calle. Cirila lo abrió y le dijo: «Me gustan las horas de venir».15 Vio Felipe luz en el cuarto de su amo, y oyó una voz que le parecía ser el propio órgano parlante de D. José Ido. Esto como que le dio ciertos ánimos, y empujando la puerta...

Grandísimo consuelo recibió al ver que su amo estaba conversando tranquila y animadamente con el calígrafo. Hablaban de política, y D. José decía con soberana perspicacia: «Lo que es Narváez, Sr. D. Alejandro, lo que es Narváez...».

Apartó su atención Miquis de aquella importante declaración para increpar a su criado:

«Perdido, ¿ya estás aquí? Más valía que no hubieras vuelto más».

Centeno no supo qué responder. En medio   —179→   de la vergüenza y pena que sentía, observaba, que su amo no estaba colérico. Decía aquellas cosas riendo.

«A ver, cuenta... ¿dónde has estado? ¿Qué has hecho en tanto tiempo?».

-Vaya... pues con el permiso de usted... -indicó D. José, dispuesto a retirarse-. Ya tiene el señor compañía...

Quedáronse solos... ¡Con qué arte se disculpaba Felipe, y qué vueltas y revueltas tomaba su pensamiento para evadir la dialéctica de su amo que, implacable, le perseguía! ¡Qué de mentiras dijo, y cuántas combinaciones de lugares y horas hizo para encontrar disculpa cumplida de su tardanza!

«Para que veas cómo no te valen conmigo tus embrollos -le dijo Miquis riendo-, te voy a probar que soy adivino. Sin moverme de mi cama sé dónde has estado: te he visto, Felipe, te he visto, aunque no nací en Jueves Santo, como mi señora tía. Has estado en el café de Diana tomando copas; te has emborrachado... No hacías más que aplaudir a la tiple y decir barbaridades... Y seguramente eres hoy hombre rico, porque allí sacaste muchas pesetas... A ver, hombre, enseña esos tesoros... abre esos bolsillos...».

Desconcertado se quedó Felipe al oír esto. Su amo se reía, y él no sabía si enfurruñarse o reír   —180→   también. ¡Otro caso extraño, muy extraño! En la mesa de noche había dinero y pesetas... ¡Cosa más extraña aún y verdaderamente fenomenal!... Las pesetas, si no contaba mal, eran siete.

No pudo Alejandro obtener de él una confidencia explícita, y al fin se durmió... Felipe cayó también sobre el sofá rendido de sueño y cansancio.




- IV -

El médico que asistía a Alejandro era un joven estudioso, simpático, aplicadísimo y que se encariñaba con los enfermos, mirándolos como amigos y como libros, cual materia de afecto y de enseñanza. Y al decirle por las mañanas: «¿Qué tal, cómo va ese valor?», leía en su cara, en su lengua, en su pulso renglones de dolor. Hombre compasivo y afanoso de aprender, Moreno Rubio sentía en su corazón pena y lástima de cristiano; pero este dolor lo atenuaba, con las caricias de sus dedos de rosa, el goce científico, o sea el estudio de aquel hermoso caso. Observar la marcha metódica de la enfermedad, conforme en cada uno de sus terribles pasos con el diagnóstico que él había hecho; ver y oír cada síntoma; examinar las turgencias, las morbideces, los ruidos torácicos, las eliminaciones... ¡qué cosa tan entretenida! Esto y los cantos de un   —181→   bello poema venían a ser cosas muy semejantes. Principalmente la auscultación, en la cual Moreno Rubio empleara todos los días un largo rato, enamoraba su espíritu. Las cosas que dice el aire en los pulmones son verdaderamente maravillosas. Esta música no es igualmente seductora para todos, pero su expresión sublime no puede negarse. La resonancia sibilante, la cavernosa, los ecos, los golpes, los trémolos, las sonoridades, indistintas y apianadas, que ya no parecen voces del cuerpo sino soliloquios del alma, constituyen una gama interesantísima. ¡Lástima que la letra de esta música sea casi siempre una endecha de muerte! Los oídos del médico se regalan con los suspiros del moribundo.

Aquella mañana (no sabemos bien qué día era), el médico y Cienfuegos conferenciaron un rato en la escalera, por no poderlo hacer en la casa. Cara tristísima tenía Moreno Rubio cuando dijo:

«Se va por la posta... ¡pobre chico! Los tubérculos han destruido casi todo el parénquima. Ha empezado de una manera alarmante el reblandecimiento y expulsión de tubérculos. Ya esto con una rapidez que me sorprende, porque al principio noté cierta lentitud en el desarrollo de los tubérculos, y creí que nuestro dramaturgo tiraría hasta el otoño».

«La voz -dijo Cienfuegos, no menos triste-,   —182→   se le trasformó desde ayer por la mañana. Me espanté cuando le oí».

-La broncofonía nos indica la formación súbita de grandes cavernas... Mañana auscultaremos, y observará usted el curioso fenómeno de la pectoriloquia... En fin, seguir con la digital, y por las noches los calmantes.

Felipe oyó esta conferencia, y su terror fue grande. Quedose como quien se cae de muy alto, atontado. No creía él que la enfermedad de su amo fuera tan grave, ni temía una tan próxima catástrofe; pero, pues aquel señor lo dijo, cierto debía de ser. Lo primero que hizo fue echarse a llorar; mas pronto comprendió la necesidad de contenerse y envalentonarse para que su amo no se acobardara viéndole tan afligido. Compuso su semblante lo mejor que pudo, y entró en el cuarto. Felizmente estaba Alejandro tan ilusionado respecto a su pronta curación que no era preciso hacer esfuerzos para darle ánimos. Desde el día anterior no cesaba de hacer proyectos, los unos de arte y de trabajos para el año próximo, los otros bucólicos y de vida regalona.

«¡Qué buenos días voy a pasar en la Mancha este verano! -decía-, pues yo creo que allá para el 15 ó 20 de Junio me podré marchar. Esto no es más que una fuerte irritación que ya va cediendo, a mi parecer... Porque yo me siento   —183→   mejor, sí señor; y aunque no tengo fuerzas, ellas vendrán. En todo el verano no haré más que pasear, comer y dormir. Estaré allá para la siega y me divertiré mucho. Para que veas si soy bueno, Flip, te voy a llevar. Verás cómo te diviertes. Iremos de caza. ¿Tú tiras?... Pero yo te enseñaré. Es un gusto ir a codornices. Mi padre tiene un monte... Ya se me hace la boca agua, pensando en el apetito que voy a tener... me comeré hasta los platos... Mira tú; nos salimos de madrugada y nos llevarnos el almuerzo en una cesta... creo que hasta la cesta nos la tragaremos... A las diez ya no podremos tenernos de hambre».

Felipe, al oír esto, hacía disimulos muy penosos de su congoja, y tan bien fingía, que el otro se entusiasmaba más. Necesitaba poco para ponerse en aquel estado, por ser su alma de suyo arrebatada y soñadora. Pero Centeno, sin olvidar sus papeles, estaba preocupadísimo con ciertas ideas referentes a lo que en la escalera había oído. Entrando y saliendo a sus quehaceres, ni por un momento se apartaba de su alma aquella pena, y a la pena se unía un prurito de rebelión contra el dictamen de Moreno Rubio. No, su amo no podía estar tan malo como el médico decía; su amo no se moriría... pues no faltaba más. Sin duda Moreno Rubio era un bruto que no entendía el oficio, y soltaba aquellas paparruchas   —184→   para darse importancia. ¡Morirse tan joven, morirse habiendo hecho El Grande Osuna! Esto no podía ser. Si él fuera ya médico, si él supiera ya todo lo que trataban los libros de Cienfuegos, de fijo pondría a su amo más sano que una manzana.

«Los médicos de ahora no sirven -pensó-. Para médicos los de mañana, los que van a venir».

Cienfuegos pasaba otra vez allí largas horas, y como era tiempo de exámenes, tenía allí sus libros para darse alguno que otro atracón por tarde y noche. Cuando salía, Felipe hojeaba aquellas obras tan sabias, ávido de encontrar en ellas noticias de la enfermedad de Alejandro. ¡Inútil y desesperante trabajo! No entendía ni jota, y como todo era terminachos y vocablos oscuros, se desesperaba más mientras más leía. Por último, encontró una palabra que Moreno Rubio había pronunciado en la escalera.Parénquima decía el libro. Allí estaba el busilis... ¡Oh!, si él hubiera aprendido siquiera alguna cosita, pero no, no sabía nada; era más bruto que Moreno Rubio y que el mismo Cienfuegos... Se golpeaba Felipe su respetable cráneo, a ver si por este medio brotaba en él alguna chispa de sabiduría médica; pero nada, nada... todo era cerrazón, dureza, ignorancia... Después buscaba las láminas de los libros, con esperanza de encontrar en ellas alguna idea. Las láminas tampoco   —185→   le decían lo que él anhelaba saber. Ninguna halló que dijera: «Estado de los pulmones del señorito Alejandro».

Su avidez le quitó el sueño aquella noche; nada le distraía, nada lo consolaba. Ocupado en distintos menesteres, su pensamiento seguía embebido en las mismas ideas y devorado por el mismo afán, ¡ay!, afán de amor y curiosidad. ¿Qué antojo tenía? Nada menos que averiguar cómo era su amo por dentro, meter sus miradas en aquel dichoso parénquima, en aquellas cavernas y tubérculos para ver en qué consistía el daño, y por qué se había de morir su amo. Mentalmente le abría en canal con un grande y cortante instrumento que no causaba daño, y luego introducía con sutileza sus manos para extraer el mal... Lo dicho, dicho, Moreno Rubio era un pobre hombre que no sabía el oficio.

Aquellos días tenía Miquis, a ratos, la compañía de Ruiz, y por las noches la de D. José Ido. Felipe se había hecho muy amigo de la familia de este. Eran los cuatro niños de Ido una generación lucidísima, propia para dar lustre y perpetuidad a la raza de maestros de escuela. El uno de ellos era cojo, el otro tenía las piernas torcidas en forma de paréntesis, el tercero ostentaba labio leporino, y la mayor y primogénita era algo cargada de espaldas, por no decir otra cosa. Además estaban pálidos, cacoquimios,   —186→   llenos de manifestaciones escrofulosas. ¡Pluguiera a Dios que no representara tal familia el porvenir de la enseñanza en España! Era, sí, dechado tristísimo de la caquexia popular, mal grande de nuestra raza, mal terrible en Madrid, que de mil modos reclama higiene, escuelas, gimnasia, aire y urbanización.

Rosa Ido, con ser raquítica, no carecía de belleza ni de gracia. Era sumamente redicha, y en un certamen de hablar mucho se habría ganado todos los premios. Tenía los ojos azules, el pelo de color de esponja y enmarañado, la boca grande, sin duda de tanto charlar, los modales desenvueltos. Andaba a saltos, comía devorando. Era el tipo de los salvajes de buhardilla, que se extienden por la línea de tejados de Madrid, cerniéndose sobre la población como bandada famélica. Devoran los desperdicios que llegan hasta ellos, y piden sin cesar. Descienden rara vez, porque no tienen ropa con qué presentarse. Viven en aquella altísima capa cubana, situada entre el cielo y los ricos.

Grandes y cordiales amistades se entablaron entre ella y Felipe. Muchas veces al día oíase la argentina voz de Rosa Ido en la puerta: ¿Dan ustedes su primiso? Y sin esperar respuesta se metía dentro. Charlaba un rato con Alejandro, contándole chismes de la vecindad. Cuando Felipe iba a un recado le acompañaba hasta media escalera,   —187→   cuando volvía se la encontraba en el mismo sitio con la harapienta muñeca en brazos. Centeno, a su vez, si su amo tenía visita, íbase a la casa de Ido, cuya esposa, algo mejorada de sus acerbos males, le hacía los honores con regaños.

El lugar de tertulia de Rosa y Felipe era una escalerilla que conducía a los tejados y a la pequeña azotea donde las vecinas tendían la ropa. En los escalones ponían los chicos sus juguetes, que eran pedazos de pucheros rotos, palitroques y carretes sin hilo, con los cuales hacían trenes de artillería. Allí instalaba Rosa su boudoir, consistente en un espejo roto, en dos flores de trapo, un carretito, medio peine, varios frascos vacíos, y allí desnudaba y vestía a la muñeca, asistida de su amigo, que para estas cosas tenía habilidad suma. Cuando estaban solos eran las grandes confianzas. Vaya de muestra.

ROSA IDO.-   Felipe, la otra noche, cuando estuviste fuera todo el día y volviste bebido, vino la tal... ¡Qué enfado me dio!... me la hubiera comido. Mamá dice que es una mujer mala, y que señá16 Cirila es otra mala mujer. Dice que si la hermana parece tan guapa es porque se da pintura. Mamá y papá no se tratan con esta gente, porque ellos, aunque pobres, son de buena familia... El papá de mi mamá era lo que llaman   —188→   cabrerizo de Palacio, de esos señores que van a caballo al lado de la Reina.

FELIPE.-    (con autoridad).  Se dice caballerizo y no cabrerizo.

ROSA.-   Qué más da... Bien dice papá que tu tienes talento... Pues sí, vino la tal. Entró hecha una farotona, y me dijo: «chiquilla, vete». ¿Habrase visto...? Yo me salí, pero me quedé en la puerta para pescar algo... A D. Alejandro, cuando la vio, se le pusieron los ojos más relumbrones... Ella no se acercó a la cama; se puso alejos... ¿te enteras?... y le miraba con una lástima... ¿Cómo le dijo? No me acuerdo. Ello fue una cosa mu tierna, mu tierna. ¿Sabes lo que dice mamá? Que esa mujerona es quien ha matado a tu amo...Dimpués que hablaron dale que dale, contó ella que te había visto con una gran turca en el café...

FELIPE.-    (avergonzado)  . Es mentira... Si la cojo...

ROSA.-  Aguarda. Los dos se rieron, y aluego hablaron de otra cosa. ¡Qué ojos tiene tan rebonitos! D. Alejandro la miraba como un bobo, y parecía que se ponía bueno. Se sentó en la cama. Ella se prosimó entonces y le dio la mano. Dimpués sacó ella pesetas y las puso en la mesa de noche. Dice mamá que esa mujer le debe de haber sacado mucho dinero a tu amo, y que ahora es un bochorno para él que ella le dé limosna.

  —189→  

FELIPE.-   ¡Quita allá!... ¿qué le ha de dar...? Será casualidad...

ROSA.-    (bajando la voz).  ¿Sabes lo que dice mamá? Que Cirila es una ladrona, y que está vendiendo la ropa de tu amo. Yo estoy volada. Me dan ganas de decirle: «so tía...». Es que tengo yo un genio... Conmigo no jugaba esa tiburona. Si yo fuera tú, la ponía en la calle... así... clarito, y le decía: «señora, ¿usted que se ha llegado a figurar? Dice papá que tu amo es un santo y que sabe hacer funciones del teatro, y que ganará mucho dinero; pero que antes se ha de morir... que no llega al mes que viene...

FELIPE.-    (dando un suspiro).  Cállate, mujer.



- V -

Otra vez la conversación recaía sobre el gato. Estaba enfermo, y Doña Rosa Ido inconsolable. Felipe se brindó con gravedad facultativa a asistirle; le tomó el pulso, le auscultó, le examinó, dejándose decir frases diversas de hipocrático sentido, como: «Este señor es muy aprensivo... ¿ha comido este señor algo más de lo que tiene por costumbre?... Hay fiebre... esperaremos la remisión de la mañana... Debe de ser cosa del parénquima... ¿sabes tú lo que es el parénquima?...   —190→   Pues es donde están los tubérculos, unas cosas muy malas, muy malas».

«¿Y qué le damos para esos tabernáculos?» -preguntó Rosa consternada, teniendo sobre su regazo el animal paciente, tieso y al parecer expirante.

-En vista de que las funciones tal y cual -dijo Centeno, ni serio ni festivo-, no van como es debido; y en vista de que la inflamación de la pulmonía de la clavícula interesa el hueso palomo del infarto de la glándula estomacal mocosa...

-Tú estás de broma... y el pobre animalito se muere... ¿Ha venido el Sr. de Moreno Rubio? Cuando llegue ha de ver al michito bonito... Verás tú cómo con algo de la botica se pone bueno.

-Yo pondré la receta. Oído... Del extracto de chuleta: tres grados centígrados. Del jarabe de cordilla oficinal: cuatro cuartos. Mézclese, agítese, platéese, y dórese...

-¡Qué gracioso!...

-Veamos ese pulso. Está durillo... Un sopicaldo de ratón; si acaso un poco de merluza.

-¿Merluza? Dios la dé... ¿Te parece que le dé unas friegas?...

-No está mal, no está mal. Esa medicina sí que es baratita. Frótale hasta mañana. ¿Qué edad tiene el enfermo? ¿Es anciano?

  —191→  

-Quita... si es un jovencito... si nació el año pasado.

-¡Ah!... abusos de la juventud... Le conviene el cambio de aires... Panticosa.

-¡Qué chusco...!

Alejandro llamó a su criado, y la señorita de Ido quedose sola con su enfermo, a quien administraba cariño, suaves y amorosas friegas y pases de lomo. Poco después, amo y criado oyeron el dan ustedes su primiso, y he aquí que aparece Rosita hecha un mar de lágrimas. El gato había concluido su existencia. ¡Cosa tremenda! Ella le estaba dando una miguita de pan mojada en leche, cuando el pobre animal estiró una pata, luego otra, quedándose yerto, con los ojos vidriados y el hocico entreabierto... No pudiendo soportar el espectáculo tristísimo del cadáver de Michín, Rosita lo había puesto en la azotea, entre dos tiestos sin flores que allí vio, y se había bajado a su casa y al pasillo para llorar más a sus anchas. Alejandro la consolaba prometiéndole comprarle en la plaza de Santa Ana uno de Angora, bonitísimo, con el rabo como una pluma, y el pelo largo y fino, como seda.

Desde que tuvo un rato libre, corrió Felipe al tejado donde estaba el frío cuerpo del animal difunto. Rosita le seguía sin atreverse a rebasar la escalerilla, y desde el último peldaño observaba lo que el otro hacía. Viole acercarse al   —192→   gato, cogerlo, llevarlo a un ángulo protegido de los rayos del sol por los tejados, sentarse allí...

«¿Qué haces, Felipe?».

-Lárgate de aquí.:. Tu madre te está llamando; desde aquí oigo sus gritos. Te va a pegar. Corre, vete.

Desde donde estaba, pudo, torciendo el cuerpo, arrojarle una piedrecilla que le dio en la cabeza.

«¡Qué bruto eres!».

-Pues vete. Si no te vas te pego.

-¡Qué bromas tienes!

-No es broma.

Rosa se fue. Felipe estaba serio, tan serio que parecía un señor mayor. Nunca, como entonces, se vieron en sus rasgos infantiles los firmes lineamentos del hombre. Detrás de su travesura asomaban los cuarenta años, con máscara grave de paciencia. Estaba tan atento a lo que iba a hacer, tan poseído de su ardiente anhelo y de curiosidad tan abrasadora, que ni la voz de su amo le habría distraído en aquel momento. Sentado en el suelo, con el tieso animal entre las rodillas, sacó una navaja del bolsillo, y ¡zas!... Ambrosio Paré, Servet, Andrés Vessle, ¿qué decís a esto? El cuchillo estaba bien afilado, y Felipe empezó con tacto y maestría. Su ardiente afán no le alteraba el pulso y supo desprender con serenidad la piel. Había en su espíritu   —193→   misteriosas intuiciones de cómo se había de hacer aquello; antojábasele que ya lo había hecho otra vez... No, no eran enteramente nuevos para él los goces de aquel sangriento juego... Si jamás hizo aquello, sin duda lo había soñado alguna vez.

Corta por aquí y por allí. Antes de profundizar, quiere reconocer la boca, ¡Treinta dientes! Y ¡qué extraña la inserción de la lengua, y qué áspera y picona toda ella! Como que está erizada de púas... Ahora veamos ese dichoso parénquima. Ábrete cuello. Por aquí será... Ve el Doctor la cavidad laríngea y dice: «aquí es donde tienen los mayidos». Con la punta de su navaja reconoce durezas, discierne el cartílago del hueso y aparta tegumentos y músculos. Pone especial cuidado en no mancharse de sangre, y sabe respetar las arterias.

«Hola, hola, aquí tenemos los pulmones; son estas esponjas, estas cosas llenas de huequecillos... Me parece que este caballero y mi amo tienen la misma enfermedad. Pero no veo nada. ¿Y el parénquima? Será esto que está detrás. Pues ¿y esta canal? Por aquí va lo que comemos. Me parece que el corazón va por aquí. Por estos caños entra y sale la sangre. Sigamos la canal abajo. ¡El estómago! Ábrete, perro, ábrete. ¡Zas!... ¿De qué has muerto, gato? La sangre no corre. Está apelmazada, aquí en el corazón, y el estómago   —194→   lo tienes negro... Tú no has comido en muchos días... Y el solomillo donde está? ¡Zas!... Ahora con finura, para sacar el buche entero. ¿Qué es esto? Las asaúras serán. ¿Y para qué sirven?... Por estas cuerdas que andan por aquí, tirabas y aflojabas para correr... ¿Pero ese condenado parénquima dónde anda? Los bofes son estos. Esto es el respirar y el toser y el soplar. Por aquí arriba va la voz, el canto, el enfadarse... Corazón, échate a un lado; tú eres el querer, el llorar, el arrepentirse...».

La voz de Rosita sonó en lo bajo de la escalera.

«Felipe, tu amo te llama. ¿Qué haces?».

-Aguarda, mujer... no subas. Di al señorito que espere.

-Felipe.

-Dale.

-Felipe, que no seas majadero, que bajes.

Y él, sin hacer caso de nada, seguía su investigación ardiente, con curiosidad que le abrasaba el cerebro... ¡Si tuviera tiempo de abrir la cabeza para ver la crisma, donde está todo el intríngulis del pensar...!

-¡Felipe!

-¡Qué allá voy!

-Tú estás haciendo alguna cosa mala.

Apresuradamente trataba Felipe de arreglar el deshecho cuerpo del animal, poniendo cada cosa   —195→   en su sitio, y tapándolo con la piel. Si él tuviera allí hilo y una aguja, de seguro, ¡re-contra!, lo dejaría en tal estado, que no se conociera la carnicería que había hecho. Pero no tenía enseres de costura... Tantas veces le llamó su amo, que al fin echó a correr...

«Dame agua para lavarme las manos» -dijo precipitadamente a Rosa.

-¡Ah!, ¡pillo!... ¿qué has hecho? Has descuartizado al pobre animalito.

-Agua.

-¡Verdugo!... vaya una gracia...

-Mujer... para saber lo que tenía... Agua.

-Le has hecho la utosia.

-No se dice utosia sino utopia... Agua.

-Ven a casa. Tu amo está furioso.

-¡Allá voy!

-¿Y de qué se ha muerto?

-Lo que te dije... del parénquima... Todo está allí clarito. El estómago se le había subido al pescuezo.

-Pobrecito.

-Y tenía las jieles metidas en la cabeza.

-¡Ay!

-Y la sangre cuajada con cada tubérculo que daba miedo... ¡Allá voy!

¡Vaya un réspice que le echó su amo por la tardanza! Era un holgazán, que siempre estaba jugando, y olvidado de sus obligaciones. ¡Oh!, si   —196→   él no se viera amarrado en aquella cama! En cuanto se levantara le iba a despedir, sí señor, porque ya estaba cansado de él, de sus torpezas, de sus travesuras y de su charlatanería.

Felizmente, estos accesos de ira eran pasajeros. Felipe callaba, dejando correr el nublado. Bien sabía él que pasaría, y que lo normal del genio de Miquis era la condescendencia y bondad apacible. Y si no, ya tenía él recursos habilísimos para desenojarle, arbitrios de grandísima eficacia, aunque su amo estuviera en una de aquellas grandes crisis metálicas que le ponían de tan mal talante. Por la tarde, al volver de un recado, le dijo Centeno:

«¡Cuánta gente por esas calles! ¡Ah!, ahora que me acuerdo; he visto al Sr. de Ayala, aquel poeta de los bigotes largos...».

-¿Sí?

-Y me dio memorias para usted.

-¿Qué dices, hombre?

-No... no... me equivocaba. No me dio memorias, ni me dijo nada. Es que me miró de un modo particular, y a mí me pareció que me daba expresiones para usted.

Con estas cosas se reía Alejandro, y se disipaba su mal humor. Tras del enojo con Felipe, venía siempre entrañable amistad. El gozo de verle y tenerle a su lado era en tal manera vivo, que Miquis, cuando el Doctor estaba ausente,   —197→   creíase privado de algo necesario a su existencia. Hacía elogios de su destreza, de su puntualidad, de su adhesión, y los vituperios de por la mañana eran a la tarde alabanzas sin término.

«Bien, bien, Felipe, te portas. Todo lo haces bien. Así me gusta. Si me muriera, te nombraría mi heredero; pero no me moriré... Eres un sabio y debías de llamarte Aristóteles».

Y desde esta ocasión no le nombraba de otro modo. A cada momento se oía: «Aristóteles, dame agua con azúcar... Aristóteles, frótame un poquito aquí, a ver si se me pasa este dolor de la espalda».




- VI -

«Aristóteles...».

-Señor...

-¿Tienes dinero?

-¿Yo?... como no me vuelva moneda...

-Pero ¿de veras no hay nada? Busca bien. No habrá algún duro trasconejado por ahí en cualquier rincón?

-¡Duros trasconejados!... Este hombre está viendo visiones... Nada, señor, no tiene más remedio que cambiar un billete,

Alejandro se calló y se puso a mirar al techo, con expresión de duda y pesadumbre. También   —198→   Felipe miraba al cielo raso, creyendo por un momento que había en él nubarrones de billetes de Banco. Después de larga y tristísima pausa, dejó oír Alejandro, con lo más cavernoso de su voz broncófona, estas fúnebres palabras:

«No hay billetes».

Lo que, oído por Aristóteles, púsole en gran confusión, pues el día anterior había recibido su amo, en letra del Giro Mutuo que le cobró un su amigo empleado en el ministerio, treinta duros cabales. ¿A dónde habían ido a parar? El filósofo, llevado de un móvil indagatorio y correccional que apuntaba en su alma, adestrada en aquella vida de iniciativa, se aventuró a preguntar a su amo por el paradero de los billetes. Alejandro, con expansiva y noble confianza, iba a satisfacer la curiosidad de su secretario peripatético; pero no tenía ganas de conversación; estaba sombrío, abatidísimo, y sólo pudo murmurar: «Anoche...».

Felipe echó sus miradas al suelo, y parecía que las pisoteaba. «Anoche... ya...». Era una desesperación vivir en tan gran desarreglo y no poder contar con nada, por la liberalidad furibunda de aquel pobre loco. Allí no estaba seguro ni el triste pedazo de pan de cada día, porque a lo mejor arramblaba por él el primero que llegaba. ¿Y qué iban a hacer aquel día? No había nada, ni un ochavo en metálico ni en especie.   —199→   Era preciso traer azúcar, chocolate, leche, carne, medicinas, limón y otras menudencias. ¿A quién pedir? ¡Si por milagro de Dios Omnipotente, don José Ido tuviese algo...!

Un rato después de aquel «anoche» que dijo Miquis, este, tomando fuerzas, pudo expresarse así:

Me quedaba un billete de cinco duros. Esta mañana, cuando fuiste a casa de la tiíta a llevarle la carta que mamá mandó dentro de la mía, sentí un gran alboroto... ¿Qué crees que era? Pues ese señor que vive en el cuarto número 6, ese que tiene prendería y ropa vieja... chico... no sabes que escándalo le armó al pobre Ido. ¡Qué gritos! Las mujeres de ambos salieron al pasillo, y hubo llantos y desmayos. Todo porque Ido no le puede pagar a ese... creo que le llaman D. Francisco Resplandor... unos dineros que le debe. Se pusieron como ropa de pascuas. De repente me veo entrar a D. José. Los ojos se le saltaban del casco; tenía el pescuezo un palmo más largo. Créelo, me causó miedo. Se me puso de rodillas y cruzó las manos; yo saqué mi billete...

Felipe se volvió para no oír más. Comprendía bien, demasiado bien lo que había pasado. Se representaba la luctuosa escena, cual si la hubiera visto y oído. En esto estaban, cuando se oyó en la puerta la voz argentina y dulce:

  —200→  

«¿Dan ustedes su primiso?».

-Adelante.

«Dice mi mamá que si le hacen el favor de prestarle un huevo...».

-Lo que es hoy, hija, ni siquiera medio.

Al poco rato volvió:

«Dice mi mamá que si por casualidad tienen un pedazo de pan o bien cuatro cuartos».

-¡Ay!, ¡pan, cuartos!, los quisiéramos para nosotros.

Felipe salió en busca de Cirila. En el pasillo vio un fantasma siniestro paseando de largo a largo. Era D. José Ido del Sagrario, que vagaba, cual ánima del otro mundo. Creeríase que su cuerpo impalpable era llevado y traído por el viento, sin ruido, en la longitud oscura de aquel túnel, y que sus pantuflas de orillo resbalaban sobre el piso, silenciosas, como patines de lana sobre hielo de algodón... Felipe no le dijo nada, y entró en la cocina buscando a Cirila.

Estaba apagado el hogar, todo en desorden. Cirila sentada en el suelo, entre revueltos montones de ropa vieja, descosía algunas prendas para aprovechar los pedazos buenos.

«Estoy con media onza de chocolate crudo que me dio Doña Ángela Resplandor. Si tú no traes hoy carbón, tu amo lo pasará mal. Él tiene la culpa».

Felipe le preguntó si tenía por casualidad   —201→   algunos ochavitos morunos, o bien algo que empeñar.

«¿Yo? A buena parte vienes. Si no fuera porque Doña Ángela me ha dado esta tarea, ofreciendo pagarme con la comida, en su casa, no sé qué sería de mí. En otra como esta no me he visto. Yo sé bien quién me ha traído a estos andares... esa... esa...».

Soltó Cirila, una tras otra, varias palabras no bien sonantes, y como Centeno le pidiera explicaciones, no se mordió ella la lengua para decir:

«Me tiene ya harta. Anoche vino. Tanto hizo que limpió a tu amo. Ya se ve... nada le basta. El otro no le da nada; vive a su costa... Estoy quemada, Felipe estoy requemada, frita, estofada y vuelta a freír... Vete por ahí y pide, pide hasta que encuentres. No tengo costumbre, no, de verme tan montada al aire. ¡Y todo por esa dragona!...».

Felipe no perdía el tiempo en comentarios. Las necesidades apretaban, y era menester tomar determinaciones, buscar, revolver el mundo, y allegar dinero. Su amo le dijo: «échate a la calle, corre... pide. ¿A quién? Tú sabrás, Aristóteles. Arreglátelas como puedas... ¡Ay, Dios mío!... Así no se puede vivir... Me muero, Flip, me muero si no veo esta noche duros y pesetas... Es cosa tremenda esto del dinero... A mí   —202→   créelo, me resucita... Vete por ahí, hijito, y no vuelvas con las manos vacías. Yo me quedo aquí solo; no me importa, solito, pensando una escena, ¡qué escena! Luego te la contaré. Es tan hermosa, que yo mismo me admiro de que se me haya ocurrido... Adiós; buena suerte; ven pronto.

En la escalera encontró Centeno a Rosa que subía fatigadísima. Sus mejillas pálidas, sus ojos tristes decían: «hoy no ha entrado nada por esta boca de donde salen tantas palabras»; pero su apetito de charla se sobreponía a la necesidad, y si Felipe no llevara prisa, allí me le tendría media hora, dándole música.

«Vengo de casa de unas amigas de mamá... Están de campo. ¿Y tú a dónde vas?... Papá está, como los locos, dando vueltas. Cuando me vea entrar con las manos vacías... ¡Pobrecito!, dice que si cae el ministerio le colocarán... Lo que es yo no subo. Aquí me estoy, a ver si pasa un alma caritativa... ¡Ah!... se me olvidaba. Anoche, cuando tú saliste, estuvo la chubasca... ¡Qué guapetonaza venía! ¿Tú no la has visto llorar? Yo sí... D. Alejandro la consoló con un papel verde. Después ella y la señá Cirila regañaron por el papel verde. Se dijeron cosas malas. Mamá salió a la puerta, y se persignaba oyéndolas. Dice que las dos son, un buen par de chubascas... Si no las aparta la mujer de Resplandor, se tiran   —203→   de los pelos... ¡Ay qué comedia! ¡Lo que te perdiste!...».

En la calle, corrió Felipe largo trecho sin dirección determinada. No sabía a dónde iba, ni a qué parte del universo encaminar su actividad buscadora y pedigüeña. En los señoritos de la casa de Doña Virginia no había qué pensar y porque dos días antes, cansados ya de tanto petitorio, le habían dicho que no volviera a parecer por allí. ¿Don Pedro Polo? Esta era la única esperanza. Felipe, recordando la buena suerte de aquel famoso día, creía en la repetición de ella. ¡Qué error! Recibiole el capellán con malísimos modos. Notó Felipe en él mudanza y desfiguración muy grandes. Parecía enfermo, desalentado y con cierto extravío en sus ideas. Su color era ya de puro bronce oxidado, verde, como el de un busto romano que ha estado siglos debajo de tierra. Lo blanco de sus ojos amarilleaba. Temblábale la voz, pulverizando saliva al hablar. La ola de su cólera, estrellándose en sus morados labios, salpicaba al oyente. Al desorden de la persona del extremeño, añadió la observación de Felipe un singular desbarajuste que en toda la casa había. Doña Claudia estaba en la cama, su hija en la iglesia, aunque no era hora ni de dormir ni de rezar. En todos los aposentos el abandono y el desaseo indicaban que allí había causas hondas de malestar y perturbación.   —204→   Entró de súbito Marcelina, y D. Pedro y ella empezaron a disputar. ¡Jesús qué cosas le dijo el bendito capellán! ¿Se había vuelto carretero? Marcelina, iracunda y biliosa, no demostraba gran humildad. Después... ¡oh!, después D. Pedro dijo al insigne Aristóteles que se pusiera inmediatamente en la calle, si no quería ir rodando por la escalera o volar por un balcón.

Salió más ligero que el viento. ¿A dónde iría, Santo Dios, con su dolorosísima cuita? ¿Recurriría a D. Florencio Morales?... Imposible. Morales le había echado también los tiempos la semana anterior. ¿Y Ruiz?, ¡nombre sin sentido en las páginas de la generosidad!... Además Ruiz estaba muy soplado con el éxito de su comedia y no hacía caso de nadie.

Divagó por las calles, acordándose de la situación ahogada en que estaba su amo, y pensando, pensando en lo que debía hacer. ¡Pedir!, ¿a quién? Todas las puertas, todas, estaban cerradas, y la Providencia se había tapado los oídos. Dios, ceñudo, volvía la infinita espalda, mirando a otra parte de las tribulaciones humanas.

En un momento de desesperación, hostigado por la idea del malestar de su amo, por sus propias necesidades y por el devorador apetito que sentía, pues no era cuerpo de santo el suyo, ni mucho menos, cruzó por la mente de Aristóteles   —205→   una idea terrible... Iba desasosegado, de una acera a otra de la calle, mirando con ojos de codicia y recelo a una tienda que, junto a la misma puerta, ostentaba panecillos y debajo una cesta de huevos. Él se atrevía, sí, se atrevía a pasar corriendo y coger, como al vuelo, un panecillo y llevárselo sin que lo vieran...; se atrevía también a volver y arrebatar dos huevos con ejemplar ligereza. La mujer de la tienda estaba adentro entretenida en conversación con diversas personas, y todos los que pasaban por la calle iban distraídos o pensando en sus propias cuitas. Sólo un zapatero, situado en el portal de enfrente, podía ser testigo... Pero el zapatero no vería nada... ¡Ánimo!

Pasó Felipe con rápida carrera, en la cual la velocidad constituía el disimulo; pero sus dedos, que casi tocaron el pan, no se atrevieron a cogerlo. «No sirvo, no sirvo para esto», pensaba, y sudor muy frío corría por su frente. Después pensó de esta manera:

«No cogeré el pan que es para mí... Pero los huevos, que son para dar de comer a mí amo, sí los cogeré».

Pasó decidido; pero tampoco en aquella segunda prueba pudo hacerlo... Nada; cuando iba a tocar el codiciado objeto, lo dejaba en su sitio.

Desesperado de sí mismo y con la mente trastornada, echó a correr por aquellas calles sin saber   —206→   a dónde iba. Su amo no se le apartaba del pensamiento. Se lo figuraba, dando las boqueadas, no por la fuerza de la enfermedad, sino por falta de alimento. Deteníase, resuelto a volver a la tienda de los panecillos y de los huevos; pero a los pocos pasos se alejaba otra vez, corriendo en dirección contraria.

De este modo llegó a la calle de Alcalá, que por ser tarde de toros estaba animadísima. Era la hora del regreso; el cielo se oscurecía; la multitud se apiñaba; rodaban miles de coches de diferentes formas, y se veían ya algunos faroles encendidos. ¡Bullicio de fiesta y alegría, vértigo de infinitas ruedas laminando el lodo, y de infinitos17 pies pulverizando el granito de las baldosas! Felipe cortaba la masa de gente, andando en dirección contraria. Sus codos funcionaban como las aletas de un pez... Allí fue donde se le ocurrió otra idea que podía salvarle. Si todas las personas que por la calle subían le dieran la centésima parte de un ochavo, tendría lo que necesitaba. Diole este descubrimiento grandísima alegría, y siguió bajando hasta llegar a la Cibeles.

La noche avanzaba, seria y cariñosa, y cada vez se veían más faroles con luz. El farolero corría de candelabro en candelabro, y metiendo su palo largo en cada farol, iba estrellando el suelo de Madrid. En Recoletos, las luces reverdeaban   —207→   entre los árboles, y de los macizos emanaba tibieza húmeda y fragancia de minutisas, Por la acera venía mucha gente elegante, pollas y galanes, señores con gabán, damas de sombrero. «Esta es la mía», pensó Felipe, y echó una mirada a su propio traje para cerciorarse si era adecuado al papel que iba a desempeñar. ¡A maravilla! Otro más derrotado no había por aquellos contornos. Empezó Felipe su postulación con plañideras exclamaciones. ¡María Santísima, qué cosas decía! Tenía a su madre baldada en cama, y a su padre le había cogido un carro y le había partido por la mitad. Ochavos y cuartos caían en sus manos, y él, animado por el éxito, más plañía cada vez y más molestaba y seguía a las personas, sin darles respiro, y machacando, machacando hasta que les hacía soltar la limosna. Era implacable.

Recoletos y la calle de Alcalá se despejaban. Era ya de noche, y pasaban menos coches y menos señores.

Frente a la Inspección de Milicias vio Felipe un espectro que iba como llevado por el viento, de árbol en árbol. La cabeza caíale sobre el pecho, como si estuviera colgada de un gancho, que tal parecía el cuello, y llevaba las manos sepultadas en los bolsillos. Cuando Felipe dijo: «D. José, Sr. D. José», detúvose, y empleó un mediano rato en enderezar la cabeza. Daba   —208→   miedo verle; pero Felipe (no lo podía remediar) se echó a reír.

«¡Qué vergüenza, qué bochorno! -murmuró Ido, cual si dijera un secreto-. Felipe, nunca habría creído llegar a lo que he llegado esta tarde. No verás lágrimas en mi cara, aunque he derramado muchas, porque el ardor de la vergüenza las ha secado... ¡Ay!, hijo, ¿qué dirás si te lo cuento?... Pero no dirás sino que soy un mártir, y que he de ir derechito al Cielo cuando me muera... Salí de casa desesperado, loco; no tenía a donde volver los ojos. Todas las puertas cerradas... Me vine por estos paseos. ¡Oh!, si no tuviera familia, el estanque chinesco del Retiro me hubiera visto esta tarde en sus profundidades... Pero francamente, naturalmente, tengo hijos, ¡ay!... Y que me digan a mí que esto es un país, que esto es un pueblo civilizado. Felipe, ¿sabes lo que he visto?... Si te lo digo, te horrorizarás, y te temblarán las carnes».

-¿Qué?

-Pues he visto en esa Castellana pasar por delante de mí, en sus soberbios coches, a muchos personajes, a dos o tres ministros, a más de cincuenta diputados...

D. José no pudo seguir. Expiró en su reseca garganta la voz, convertida en un sollozo inmenso, trágico. Aristóteles, sobrecogido de pavor, no sabía qué pensar.

  —209→  

-¿Y qué?

-¡Que a todos esos les he enseñado yo a escribir! -exclamó Ido, prorrumpiendo en lágrimas que se apresuró a recoger en su pañuelo.

Felipe callaba. El otro seguía sollozando.

«Sí, hijo. Yo les he enseñado a escribir... Yo estuve seis años en el colegio de Masarnau, y allí todos esos fueron mis discípulos, y otros muchos a quienes no he visto esta tarde... Yo les enseñé a coger la pluma en la mano, y de aquellos palotes míos salieron estas firmas, y este poder, y estos coches, ¡y toda la grandeza de la Nación! ¡Oh, Dios, Dios, Dios!... Pero Dios lo quiere así, suframos y aguantemos; que en la otra vida, hijo, tendré mi premio. Esa es mi confianza, ese mi consuelo. Yo lo digo a Nicanora, y Nicanora, que es una pólvora, se impacienta y me dice: 'Si tan largo me lo fías...'. Pues bien, volviendo a mi vergüenza, te diré en confianza que esta tarde he hecho barbaridades, chico. No lo creerás, pero es cierto; la necesidad me ha obligado a ello. ¡He pedido limosna!».

-¡Jesús!

-Aún estoy espantado de mí mismo... ¿Pero qué había de hacer? Yo dije: «¡que el Señor me lo tome en cuenta!...». Habías de oírme. En estos casos, hijo, es preciso exagerar algo. Yo decía que tengo diez hijos... Y mucho de: la Virgen del Carmen le acompañe, etc.... ¡Que no me vea en   —210→   otra, Señor! Y no he dejado de tener suerte, Felipe... Sólo me faltan cuatro cuartos para los seis reales.

-Tómelos usted -dijo Felipe, espléndido, haciendo sonar su bolsillo lleno de calderilla.

-Gracias... ¿Estás rico?

-Tal cual... He cobrado un pico que me debían.

-Tú tienes suerte. En mi vida he podido cobrar nada de lo que me deben.

-Porque no tiene usted carácter, D. José. Vámonos a casa, que por esta noche...

-Sí, por esta noche nos hemos remediado. No te des por entendido con Nicanora, que es muy apersonada, y siempre se acuerda de que su abuelo fue caballerizo. Le diré también que he cobrado un piquillo...




- VII -

Cuando volvieron a la casa, ambos estaban satisfechos de sí mismos. Cada cual en su vivienda atendió a sus urgentes necesidades. A Miquis le habían acompañado por la tarde Rosita y su muñeca. Cirila entraba de vez en cuando para preguntar al enfermo si se le ofrecía algo; y como los sentimientos caritativos no están excluidos en absoluto de ningún ser humano, el que   —211→   respondía al nombre de Cirila tuvo, en aquel día de escasez, decaimientos de su rigor característico; quiero decir que se desmintió a sí misma, descolgándose, como suele decirse en modo vulgar, con una taza de caldo y otras frioleras, traídas de la bien provista cocina de Resplandor. Véase por dónde no hay maldad completa, ni seres homogéneos y redondeados como piezas que acaban de salir de manos del tornero. Aquel optimista furibundo que a todos aplicaba la medida de sus propios sentimientos, tuvo arranques de gratitud tales, que de ellos a la apoteosis no había más que un paso. «¡Qué buena es esta mujer! -decía-. Ese maldito Aristóteles, que de todo piensa mal, no comprende su mérito».

Por la noche le dio una fuerte congoja. Iniciado aquel síntoma algunos días antes, no se había presentado aún de una manera tan grave. Era realmente como un simulacro de agonía, porque el aliento le faltaba. ¿No había aire en el cuarto? Aquellas doloridas cavidades de su pecho se contraían con ansioso esfuerzo, anhelando funcionar sin conseguirlo. La atmósfera se detenía en su boca, y dentro del tronco, fugaces sensaciones de cuerpos extraños atravesados lo producían malestar dolorosísimo. No podía hablar; sólo podía quejarse; y cuando su breve aliento le concedía el goce de un par de palabras, era para extraer alguna idea del inagotable   —212→   depósito de su bendito optimismo, que en él hacía las veces de vida, las veces también de la salud ausente.

«La suerte... -murmuraba como quien expira-, la suerte que esto no es nada, según dice Moreno. Es la resolución de este fuerte catarro... También consiste mi ahogo en que no hay aire en la habitación. Aristo... dame aire, hijo, aire».

Seguían a tan penosos trances una atonía, un estado comático, en el cual, si sus sentidos estaban desacordes, descansaban sus pulmones, funcionando con relativa facilidad. Faltábale en absoluto la palabra; disfrutaba de la vista y oído; sus percepciones eran vivaces, aunque falsas; sus ideas, las ideas de todos los momentos de su vida, pero engrandecidas por un sentido hiperbólico, deformadas por la amplificación romántica; sus imágenes las reales, pero coloridas de vigorosas tintas, todo metafórico y trasladado a los patrones de lo ideal, conservando, no obstante, sus originales elementos de verdad. Sus entreabiertos párpados daban paso a un mirar vago, soñoliento; veía claramente la habitación, grande, riquísima, llena de luz y alegría, con gallardas columnas de pórfido, techo a lo pompeyano, pavimento de lustrosos mármoles de colores. Por la gran ventana del fondo, que daba a una desahogada logia, se veía paisaje de tejados, cúpulas, miradores y campanarios; en el fondo el   —213→   Vesubio con su cima humeante y sus laderas de negra lava. Pebetero del cielo, exhalaba aromas de poesía, perfumando él espacio y la mar, desde las costas Mauritanas hasta las de Provenza. El Tirreno y el Adriático se llenaban también de aquella emanación hermosa, y a lo lejos humareda semejante a una nube anunciaba el Mongibelo. ¡Qué cielo más azul y qué mar, más propio de tritones que de barcos! Blancas velas brillaban en su inmensidad cerúlea, renovando en su elegante ligereza, los ramilletes con alas, los pájaros nadantes y los peces emplumados de la fantasía calderoniana. Eran las galeras del Duque que volvían cargadas de despojos de venecianos y de orientales riquezas...

La lujosa estancia estuvo desierta hasta que entró una mujer. ¡Qué guapa! Era morena, de gentil presencia, ojos garzos. Sus miradas eran lenguaje ininteligible para el que no entendiese de amor apasionado y febricitante; no tenían sentido sino para quien supiera mirar del mismo modo y tener algo de inmortalidad que llevar del alma a los ojos; eran miradas en que centelleaba ese fulgor divino, que dejaría de serlo si pudieran verlo los topos... Iba vestida la señora aquella, no al uso napolitano ni al oriental, ni con la abigarrada pompa croata o albanesa, sino a la moda de Madrid en 1864, y con afectada elegancia... ¡Qué bien la veía Alejandro, y qué   —214→   claramente comprendía su situación! Era la Escena Undécima del acto cuarto. El Virrey acababa de ser preso por los emisarios secretos del Duque de Uceda. Aquel excelso ambicioso que había tenido el sueño sublime de alzarse con el reino de Nápoles, de domar a Venecia, de conquistar todas las tierras de aquel hermoso país, formando el reino de Italia y anticipándose en dos siglos y medio a los planes de Cavour, había sido vendido por los mismos que le ayudaron. Bedmar, su cómplice en Venecia, retrocedía asustado; D. Pedro de Toledo, gobernador de Milán, le denunciaba a la corte de España; esta enviaba al Cardenal Borja para hacerse cargo del mando, y exoneraba al Grande Osuna, cargándole de cadenas para llevarle a España como reo de lesa majestad. Sólo era fiel el bromista Quevedo. Fiel era también la Carniola.

En la escena XI, Catalina entra buscando al Duque; ha oído ruido de voces y armas, viene aterrada y pavorida, presagiando desdichas... Dice con admirable calor los versos:


   ¿Dónde iré de esta suerte,
tropezando en la sombra de mi muerte?



Va de un lado a otro de la escena, dominada por contrarios pensamientos. Quiere matarse y quiere seguir al Duque... También ella tiene sueños locos, y por un momento se ha creído próxima   —215→   a ser Reina y señora de la Italia toda. Guarda interesantes papeles del Virrey, en los cuales está toda la máquina de la conjuración. Rara vez hay trama teatral sin un paquete de papeles en que está la clave del enredo, y de estos papelitos, si son o no descubiertos, depende que los personajes se salven o se pierdan. El nudo de toda combinación dramática está en salvar a alguien. Este sistema ya interesa poco y ha pasado a las óperas.

Alejandro ve a la tal, indecisa, expresando su perplejidad en resonantes versos. Lo particular es que ella le mira a él, le mira, sí, con lástima profunda, y sus ojos parece que arrojan toda la compasión necesaria a consolar al género humano, por siglos de siglos. Se acerca a su lecho, le mira más de cerca. Él no puede moverse, ni decir nada. ¡Oh!, si pudiera, le diría dos o tres endecasílabos llenos de poética elocuencia. Por el fondo de la habitación ve Alejandro discurrir inquieto a su secretario el gran Quevedo, que también se llama Aristóteles, Centeno, Flip. El secretario no dice nada, y prepara en silencio una cocinilla de latón... En tanto la Carniola, después de mirar al poeta con dulcísima piedad, tira del cajón de la mesa que está junto a la cama, y examina con atento estudio lo que hay dentro. No hay nada: recetas, algún botecillo, dos o tres piezas de cobre. Ciérralo,   —216→   y vuelve a mirar a su Duque. Este la ve entonces alejarse. Es el ideal, que le ha visitado en carne mortal un momento, y después se desvanece, dejándole consolado. Desde la puerta le mira otra vez con la misma lástima, con el mismo sentimiento de amor inefable... ¡adiós!

Quevedo sale con ella al pasillo, y secretean las siguientes palabras:

«Dice el médico que en una de éstas se quedará. Si le dan tres o cuatro congojas más, no las resiste».

Por las mejillas del gracioso Quevedo corrían lágrimas, y la Carniola, la hermosura ideal, dio un gran suspiro. Cirila hubo de llegar en el mismo instante y ambas entraron, en la cocina, donde la ideal buscó y halló al fin una silla rota en qué sentarse. Estaba cansada, ¡qué escalera!

«¡Pobrecito! -murmuró-. ¡Parte el corazón verle!».

-Si tira una semana, será mucho tirar.

-Lástima de chico... ¡es tan bueno!... es un ángel...

-Hija, qué le vamos a hacer... La voluntad de Dios...

-Tanto pillo con salud, y este pobrecito ángel...

-¡Qué guapa estás!... -exclamó de improviso Cirila, ávida de hablar de otra cosa-. ¿Vas a los Campos?

  —217→  

La tal hizo un mohín de disgusto...

Luego empezaron a disputar sobre cuál de las dos debía dar a la obra ciertas cantidades. Felipe oyó desde el pasillo estas cláusulas.

-Tú me prometiste para hoy... Esto no se puede aguantar... Tú a mí... ¿Pero ese hombre?... ¿Has visto al Duque?... Está tronado... Todo me lo juega... Es un perdido... Estoy abochornada.

En tanto Miquis, pasado un rato de turbación, se daba cuenta de la salida de su gallarda heroína. Ya sabía él donde estaba. Había ido a recoger los famosos papeles de la conjuración... pero, ¡qué terrible lance!, se los había sustraído bonitamente el traidor veneciano, Barbarigo... El Duque estaba perdido, más que perdido. Puesto ya en este trabajo de rumiar su obra, repitió Miquis clara y distintamente todo el trágico final de ella.

La Carniola halla medio de introducirse en el calabozo donde aquellos enemigos, los secuaces del cardenal, han encerrado al pobrecito Osuna. Este, por una serie de coincidencias que en el curso de la obra están muy bien justificadas, cree que la Carniola lo ha vendido, entregando al Duque de Uceda su secreto de soberanía italiana, y cuando la ve entrar en la prisión, la increpa y le dice mil herejías. Ella se defiende. Todo lo que dice contribuye a condenarla más en el ánimo de Téllez Girón, que la acusa   —218→   a ella y a Jacques Pierres, su primitivo amante. Enfadada como leona, la tal hembra pone por testigos de su inocencia a Dios y a San Jenaro, patrono de Nápoles... Preséntase Jacques Pierres, que está preso en otro calabozo, y va a ser ajusticiado. Este caballerete se la tiene jurada a la Carniola, por la trastada que le hizo abandonándole por el Duque, y ve en aquel momento la más bonita coyuntura de su venganza. A él le van a matar. ¿Qué le importa un pecado más? Dice mil mentiras al Virrey, y le presenta una carta que en cierta ocasión, (allá en el primer acto), escribió Catalina a Barbarigo. La carta es un testimonio de aparente culpabilidad. Pasa aquí algo semejante al pañuelo de Otelo y a la carta de Desdémona a Casio. El Duque se ciega, saca su daga y la mata... Ella muere gozosa, bendiciéndole, diciéndole que le quiere mucho, y que en la otra vida reconocerá él su error y se unirán en indisoluble lazo, con otras cosas dulces, tiernas y poéticas, que hacían estremecer de estético goce las entrañas del poeta. El tal Jacques dice lo que viene tan a pelo en casos semejantes, y es: «¡¡estoy vengado!!...». Cuando le vienen a buscar para llevarle al patíbulo, el Duque le dice que se vaya pronto; después se inclina sobre el cadáver de la tal para darle besos y decir que la mató para que no pueda ser de otro, y añade que le harían también un favor en   —219→   quitarle a él de encima el peso de la vida y el agonioso fardo de su itálico sueño.

Cuando Miquis volvió en sí de aquel estado, dijo con toda su alma:

«¡Qué terceto de ópera! Me parece que lo estoy oyendo, con: música de Verdi... ¡Y se hará; tarde o temprano se hará!... Habrá Il Magno Ossuna, como hayIl Trovattore y Simone Bocanegra».




- VIII -

El sotabanco en que Miquis vivía (si era aquello vivir), merecía de tal modo en verano los honores de estufa, que allí se podrían criar plantas tropicales. Admirable sitio para observaciones meteorológicas y para estudiar lo irregular de nuestro delicioso clima, pues las temperaturas oscilaban a principios de Junio entre los 30 grados y una mínima de 8. Más tarde se observarían allí las de 40, y algo más, que nos trae Julio para que tengamos una idea de Zanzíbar y otros amenos lugares del África. Cuando el sol tomaba por su cuenta la delgada pared de la sala, dorándola por fuera con sus rayos, caldeándolo por dentro, resecando el yeso, derritiendo la resina del pino, la respiración se hacía difícil, aún para aquellos que tuvieran sus pulmones   —220→   sanos. Poníase la tal salita como un horno. Su ventana, que era puerta del Cielo, a ciertas horas parecía serlo del Infierno. No sólo sofocaba el calor, sino el espectáculo de aquel panorama supra-urbano estival, porque verlo era añadir la opresión del espíritu a los sofocos del cuerpo.

Según cuenta el bueno de Aristóteles, cuando se asomaba a la ventana, quemábale el rostro el inflamado aire. El polvo de un cercano derribo traía la ceguera sobre la asfixia, y ofendía los ojos aquella bóveda azul sin el regalo de una sola nube, que con la vivísima luz resultaba de un celeste clarucho y caliginoso. También parecía, calor el silencio mismo de aquellas techumbres, apenas turbado por los lejanos ruidos que de los patios subían. La renovación de las capas atmosféricas sobre las caldeadas tejas, las unas viejas y negruzcas, las otras pardas y terrosas, producía ese temblor del aire que tanto molesta. Pocas chimeneas, de las infinitas que se veían, echaban humo. Rarísimos pájaros pasaban, cual merodeadores vagabundos, en dirección, del Retiro. Gatos no parecían por ninguna parte, y sólo en tal cual rincón de sombra se distinguía uno que otro, pensativo y amodorrado. Los ventanuchos por donde respiran las altas viviendas de los pobres, estaban cerrados. Esteras que hacían de cortinas y lonas sucias defendían de los   —221→   rayos del sol los humildes hogares. Alguna planta medio marchita se defendía en su tiesto, atado a los hierros de un buhardillón, y abajo, en el jardín hondo, los cuatro árboles que lo componían, como que se agachaban para estar más hondos todavía. La fuente dormía la siesta, y apenas estertorizaba un ligero chorrillo, más bien roncando que corriendo. Desde su observatorio, veía Felipe movibles ráfagas rojas en el verdoso pilón de la fuente. Eran los pececillos, ciertamente dignos de envidia, porque no necesitaban ir a baños.

«Quítate de esa ventana, Aristóteles -le decía su amo-. Me sofoco sólo de verte».

-Es que estoy viendo el calor y mirando cómo tiembla el aire. ¡Vaya un día!... Señor, es preciso que busquemos otra casa.

-¿Ya para qué? En cuanto me ponga bien, que será dentro de unos días, nos iremos a la Mancha. Es preciso, Flip, ver cómo se desempeña toda la ropa de verano. Encárgate tú de esto. Allá para el 10 o el 15 de este mes (Junio) tomo el tren para Quero, adonde irá mi padre a esperarnos con el coche. Nada, nada, te llevo... Quisiera antes despabilar las primeras escenas de ese nuevo drama, El condenado por confiado. ¡Vaya una obra! Es mejor, mucho mejor que el Grande Osuna. No te digo más.

Inquieto, exaltado, abandonaba la actitud indolente   —222→   que tenía en el sillón (piles ya no pasaba el día en el lecho, por la gran molestia del calor y el decúbito), y gesticulaba, hostigado de ardiente comezón declamatoria. Felipe tenía miedo de verle así, porque los períodos de excitación, de optimismo y de proyectos, eran seguidos generalmente del desmayo y de aquellos violentísimos ataques de tos que le ponían a morir. Su demacración era ya espantosa; tenía por cuello un haz de cuerdas revestidas de verdosa cera; los huesos salían con deforme y repulsivo aspecto; sus mejillas, cubiertas de granulaciones, se teñían a veces del vinoso color de las rosas marchitas. Pero ¡qué luz echaba de sus ojos en aquellos momentos de fiebre y habladuría! Era aquel destello la cifra de sus proyectos locos, y no desmentía el parentesco con su tía Isabel Godoy, pues echaba de sus pupilas el mismo fulgor de plata y verde que tan extraños efectos hacía en el mirar de aquella insigne señora, dada a la cartomancia.

De buena gana le mandaría Felipe que se callara, porque sabía el daño que le causaba tanta charla; pero ¿por qué privarle de aquel gusto, si él silencio no le había de dar la vida? Centeno le oía con gusto, y aun le daba cuerda para que desahogase su alma llena de tantísima idea, y atestada de riquezas morales e intelectuales.

«Porque en ese drama -decía el enfermo   —223→   acentuando con brioso gesto la palabra-, voy a presentar una idea nueva una idea que no se ha llevado nunca al teatro, la idea religiosa... Mira, Aristóteles, si supiera que no había de poder escribir esa obra, créelo, del disgusto me moriría...».

-Este verano -dijo Centeno-, cuando vayamos a la Mancha, yo me dedicaré a la caza y usted a escribir su obra. Me parece que ya estoy ¡pim!... matando conejos, y usted ¡pim!... echando escenas y más escenas...

-Poco a poco... yo también necesito de saludable ejercicio... Podemos cazar todo lo que queramos durante el día, y andar por el campo. Siempre me queda libre la noche. Yo, lo mismo trabajo de noche que de día; me es igual. De aquí llevaré hechas algunas escenas, las de la exposición... Mañana, lo primero que has de hacer es traerme papel, que no tengo, y tinta, pues la que hay aquí es como agua. No te olvides.

-No me olvidaré... La semana que entra puede ponerse a trabajar. Ya tengo ganas de ver ese drama... ¡Pero quia! No será mejor que el Osuna. Otro como ese...

Alejandro siguió perorando hasta muy tarde. Acometiole por fin la tos y luego la congoja con tanta fuerza, que tuvieron que administrarle calmantes muy enérgicos para hacerle descansar. Pero con tanto padecer no se abatía su ánimo;   —224→   antes bien, salía de aquellas crisis más vanaglorioso y atrevido. Generalmente hablaba más, echando a volar por las alturas su imaginación, cuando estaba solo con Felipe.

«Aristóteles».

-¿Qué?

-Di algo, hombre. ¿Qué haces?

-Buscando estas condenadas papeletas de los empeños, que no sé qué vuelta han llevado. Verdad que como no tenemos dinero para sacar tanta cosa...

-¡Dinero...!, ya vendrá, hombre. No hay que apurarse. Mamá me mandará otra letra. La espero todos los días... El dinero viene siempre; a veces tarde; pero es un viajante que no se queda nunca a mitad del camino. Cuando no se la espera es cuando más grata es su aparición. Ahora estamos pobres; pero tenemos lo preciso... Afanarse por dinero es tontería, y guardarlo, tontería mayor. Yo creo que el dinero se ha hecho para esperarlo. La posesión, cópula breve del esperarlo y el ofrecerlo, es un momento de placer fugaz, que vale mucho menos que las delicias prolongadas de la esperanza y la generosidad... ¡Dinero!... Cuando lo tengo, me considero administrador de los que lo necesitan. El placer de los placeres es dar, y vario pedestremente los versos de Quevedo, diciendo:

  —225→  

Sólo a un dar yo me acomodo,
que es el dar de darlo todo.



FELIPE.-  Pues en eso de dar, creo que hay sus más y sus menos, porque es cosa mala no tener que comer, mientras otros se hartan con nuestro dinero.

ALEJANDRO.-    (con iluminismo)  Yo miro al tiempo y a la inmortalidad, como dijo el otro. Esos comineros que están siempre haciendo cuentas y contando los pasos que dan, no gozan de la vida. Son inquilinos del mundo y no dueños de él. Un solo bien positivo hay en la tierra, el amor... ¿En dónde está? Hay que buscarlo. Decir buscarlo es lo mismo que decir existencia. Es parte principal del destino humano, si no es el destino todo entero... Te encuentras en mitad de la vida. Por un lado te ves rodeado de conveniencias y trabas sociales; por otro te ves solicitado del amor. ¿Qué haces? Yo lo dejo todo y me voy tras el ideal. Es verdad que no lo encuentro nunca completo y tal como lo sueño; pero voy en pos de él sin cansarme nunca, para entretener con el dulce afán de poseerlo la tristeza que resulta de no gozarlo jamás por entero y con dominio de su total belleza. ¿Oíste lo que hablábamos anoche Arias y yo?

ARISTÓTELES.-    (con malicia)  Sí señor. El señorito Arias lo decía; que usted se ha hecho mucho   —226→   daño con eso de querer tan fuerte a las señoras... Ya sabe lo que dice... todos dicen lo mismo. A usted le da muy fuerte, y no repara...

ALEJANDRO.-   Tonterías, hijo, tonterías. Si he de confesarte la verdad, tiene el alma necesidades tan imperiosas como las tiene el cuerpo. Negarle la satisfacción de ellas es algo semejante al suicidio, es como el no comer... Y que no me venga Arias con músicas, tratando de persuadirme de que no debo querer a persona indigna de mí por estos o los otros defectos.  (Con creciente exaltación.)   No; los defectos no existen en la Naturaleza; son hechura convencional de las costumbres y errores de estos instrumentos de óptica que llamamos ojos. El que ve las cosas como aparecen, tiene más de cristal azogado que de hombre, y es el propagandista natural de todo lo ruin, pedestre y brutal que hay en las sombras de la vida... Yo me enamoro de lo que yo veo, no de lo que ven los demás; yo purifico con mi entendimiento lo que aparece tachado de impureza. Cada cual arroja las proyecciones de su espíritu sobre el mundo exterior.  (Disparatando.)   Hay quien empequeñece lo que mira, yo lo agrando; hay quien ensucia lo que toca, yo lo limpio. Otros buscan siempre la imperfección, yo lo perfecto y lo acabado; para otros todo es malo, para mí todo es bueno, y mis esfuerzos tienden a pulir, engalanar y purificar   —227→   lo que se aleja un tanto del excelso y bien compuesto organismo de las ideas. Yo voy siempre tras de lo absoluto. Los seres, las acciones las formas todas, las cojo y las llevo a la fuerza hacia aquella meta gloriosa donde está la idea, y las acomodo al canon de la misma idea... Acostúmbrate a hacer esto, y serás feliz. Si no, serás siempre un vulgarote, un practicón, un espejo con sentidos, un hombre pasivo, y te llevará de aquí para allí el impulso de las ideas y de las pasiones de los demás... ¡Oh!, Dios... ¡qué tos!... ¡me ahogo!

A su locuacidad, que era como un síntoma morboso, sucedió el padecimiento propio de su grave mal. Pasó la noche en malísimo estado, y Felipe creyó que se moría. Al día siguiente, Alejandro no hacía más que preguntar a cada instante:

«¿No ha venido?».

Ya sabía Centeno por quién preguntaba, aunque a nadie nombrara, y por consolarle, le decía:

«De esta tarde no pasa. Verá usted cómo viene».

El perseguidor de lo ideal estaba tristísimo con aquel desvío, pues cuatro días pasaron sin que la tal dejase ver su lindo rostro. Aventurose Felipe a preguntar a Cirila, la cual, con mucho misterio, le manifestó su parecer de este modo:

  —228→  

«No me la nombres, Arestótilis... Ahora no vendrá en muchos días. Está en grande... Aquí donde me ves, ni yo misma sé dónde para. ¿Está con el Duque o con ese condenado?... No lo sé, hijo... Averígualo tú, si puedes».

-¿Yo?... que carguen los demonios con ella.

Aquella misma noche, al volver de la calle, dijo el filósofo griego a la sin par Cirila:

«La he visto, señáCirila. Iba más guapa... ¡Qué mujer! Le digo a usted que me quedé como un poste. Llevaba un traje todo de seda muy hueco, y un sombrero con muchas plumas. La gente se paraba a mirarla. ¿Lo creerá usted?».

-¿Pues no lo he de creer?... Anda, anda. Si cuando se pone de gala, hay que alquilar balcones... Y no creas... es de buena pasta; sólo que tiene la cabeza del revés. ¡Si vieras cómo llora cuando habla de tu amo y de lo que tu amo ha hecho por ella! Parte el corazón. Si pudiera ser formal, lo sería, ¿pues qué duda tiene? Sólo que uno la quiere llevar por aquí, otro por allá, y ella no sabe qué hacer... Cuantos la ven, hijo, se enamoran de ella...

-Es una diosa -dijo con éxtasis Felipe, acordándose de un verso de El Grande Osuna.




  —229→  

Arriba- VII -

Fin del fin



- I -

Algunos de los amigos de Miquis se habían examinado hacia el 10 de Junio, y le acompañaban y asistían con paciencia. Otros iban poco por allí. Cuando supo que los días de Alejandro estaban contados, acudió Ruiz quejándose de que no se le hubiera avisado antes, y haciendo oficiosos extremos de pena. Entre él y Poleró, después de oído el lúgubre dictamen de Moreno Rubio, acordaron escribir a la familia y avisar al único pariente que en Madrid tenía el manchego, la tiíta Isabel. Desempeñaron esta comisión Arias y Poleró, yendo a la casa de la calle del Almendro, llenos de curiosidad, porque habían oído contar a Miquis las rarezas de su tía. Esta les recibió con urbanidad; pero súbitamente cambió de tono y de modales, y rompiendo en denuestos contra la juventud del día, les llamó gandules y les dijo que se pusieran en la calle. Acentuando ellos su cortesía, volvieron a   —230→   hablar del triste asunto que les llevara allí, pero la señora les interrumpió de este modo:

«No es Miquis, es Herrera; no es mi sobrino, es mi nieto. ¿Y a ustedes quién les mete en esto? ¿Vienen de parte de algún Micifuf a extraviar mi buena razón y a trastornarme el clarísimo juicio de que, a Dios gracias, gozo?».

Poco le faltó a Poleró para soltar la carcajada; pero él y Arias se contuvieron.

«Bien, bien -manifestó la señora, señalándoles la puerta-.Yo me enteraré de la verdad. Sin salir de mi casa, puedo yo saber el estado de aquel ángel... porque yo lo sé todo; yo nací en Jueves Santo. Y si quieren una prueba de ello, direles todo lo que ha hecho Alejandro en el tiempo en que no le he visto con estos ojos».

Los dos amigos, que ya salían, retrocedieron.

«A mí nada se me oculta; para mí nada hay secreto, ni aun lo que se esconde en las entrañas de la tierra. Ustedes, que son compañeros de Alejandro y le han ayudado a gastar mi dinero, verán si me equivoco... ¡Ah!, el muy pícaro no ha cumplido su palabra; no supo o no quiso emplear aquel dinero en instruirse y afinarse; gastolo en francachelas con damas y galanes de la embajada de Austria... Se entregó a los desvaríos y excesos de la pasión amorosa... Una bella princesa le arrastró a las mayores locuras, llevándole a vivir consigo y gastándole bonitamente   —231→   los millones que le di. Hoy él y la bella princesa viven en arruinado palacio, pasando mil molestias y privaciones... ¿Es o no cierto? Desmiéntanme si se atreven».

Los ojos de la tiíta despedían fulgores de fósforo. Arias la miraba con lástima y cierto terror supersticioso. Ambos se esmeraron en ser corteses, manifestándose pasmados de la adivinación de la señora y de lo bien que sabía todo cuanto en el mundo pasaba. Era, por lo mismo, conveniente que la dama zahorí visitase a su sobrino, que estaba en peligro de muerte, y ellos se brindaron a acompañarla al arruinado palacio. A lo que contestó Doña Isabel que ella sabía ir sola, y que no necesitaba de tal compañía... Después, mirando al suelo, empezó a lamentarse de la suciedad que ambos jóvenes habían traído en sus botas.

«Buena, buena me han puesto la estera con el barro de las calles... Váyanse de una vez, que vamos a empezar la limpieza... ¡A la calle, a la calle!...».

Lo que ellos rieron en todo el camino desde aquel barrio a la calle de Cervantes, no es para contado. Nunca habían visto tipo que al de Doña Isabel se asemejara. Debía ser puesta dentro de un fanal en cualquier museo para que todo el mundo fuera a verla y admirarla. Dijéronle a Miquis:

  —232→  

«Chico, si quieres hacer negocio, no tienes más que enseñar a tu tía a tanto la entrada».

Él se reía, no sin esfuerzo, porque ya la risa, como esos servidores que toman siempre la delantera, se había anticipado a su señor, la vida. Los preparativos del viaje de esta seguían con actividad. Sensaciones había ya inactivas y partes desalojadas. Por momentos parecía que el señor, con todo su séquito de funciones, se echaba fuera atropellada y furiosamente. Por las ventanas de los ojos, las fuerzas vitales parecían medir el salto que habían de dar para emprender la fuga. En algunos aposentos, como el cerebro, tumulto y bulla; en otros marasmo, silencio... El pulso a veces se dormía, a veces saltaba alborotado tropezando en sí mismo. La sangre, ardiente y espesa, corría por sus angostos cauces buscando salida y deseosa de inundar regiones, que por el fuero fisiológico le están vedadas. Su ardor, aumentado por la carrera, difundía la alarma por aquí y acullá. Era mal recibida en todas partes, porque no traía nada nutritivo, sino descomposición. Los órganos, desmayados, no querían funcionar más. Unos decían: «¡que me rompo!». Otros: «¡bastante hemos trabajado!». Pero la anarquía, el desbarajuste principal estaban en la parte de los nervios, que no reconocían ya ley ninguna, ni se dejaban gobernar de ningún centro, ni hacían caso de nada. Cual   —233→   desmoralizado ejército, que al saber el abandono de la plaza, se niega a combatir y se entrega a la crápula y al desorden, aquellos condenados, discurrían ebrios, haciendo como un carnaval, de sensaciones. Ya fingían el dolor de cabeza, ya remedaban el traqueteo epiléptico, ya jugaban al histerismo, a la litiasis, a la difteria, a la artritis. Para que su escarnio fuera mayor, hacían hipocresías de salud, difundiendo por toda la casa un bienestar engañoso. Todo era allí jácara, diversión, horrible huelga. Si entraba algún alimento, lo recibían a golpes, con alboroto de dolores y escándalo de náuseas. Siempre que la sangre traía alguna sustancia medicamentosa, si era tónica, la arrojaban con desprecio, si era calmante, la cogían los nervios y hacían burla y chacota de ella. Todos se confabulaban contra el sueño, que quería entrar; pero apenas se presentara, tales golpes recibía, y tales picotazos y pellizcos le daban, que el pobre salía más que de prisa... En el cerebro las funciones más nobles, desoyendo aquel tumulto soez de la sangre y los nervios, se despedían del aposento en una larga y solemne sesión. Quién hacía discursos, quién explanaba proyectos luminosos y grandes. La forma artística se ataviaba de galas vistosísimas, la crítica pedanteaba, y hablando todos de su glorioso más allá, parecían, no en vías de concluir, sino de empezar. La comunicación de esta   —234→   importante bóveda, llena de armonías y de celestiales ecos, con la oficina laríngea era perfecta, porque el señor había querido que hasta el último instante estuviese expedita, y corrientes los nunca gastados hilos de la palabra...

«Hola, chico... ¿qué tal? Venga un abrazo».

-Ruiz... ¡cuánto me alegro de verte!

-¿Y qué tal estás hoy?

-Pues así, así. No me encuentro muy mal. La noche fue horrible. Pero hoy parece que esta gran irritación va cesando. Si sigo así, la semana que viene me podré marchar.

-Pero hace aquí un calor horroroso. Esto es un horno. No sé cómo no te ahogas.

El astrónomo, hombre indolentísimo, de temperamento desmedrado, ensayó diversas posturas para sentarse. Era problema más difícil de lo que parecía, y al fin se acomodó en una silla echada hacia atrás, con el brazo derecho montado en el respaldo de otra, la pierna izquierda sobre la mesa, formando una tan recortada y angulosa caricatura, que bien se le podría retratar si se estuviera quieto y no variase a cada instante, buscando una comodidad que no lograba nunca.

Poco después se puso en mangas de camisa. Se le conocía que se acababa de cortar el pelo, porque tenía el pescuezo y las orejas llenas   —235→   de trocitos de cabello, y en la cabeza un olor de peluquería barata que daba el quién vive.

«No hemos tenido tiempo de hablar de tu comedia -le dijo Alejandro-. El otro día no hiciste más que entrar y salir... Es magnífica. Me la leí de un tirón. ¡Qué escenas tan bonitas! Tienes gran talento para ese género, y debes emprender otra obra para el año que viene».

Con este lisonjero juicio, flor natural de la frondosísima indulgencia de Alejandro, demostraba este, más que un criterio recto, el apasionado entusiasmo que sentía por los méritos de sus amigos. Incapaz de envidia, su boca se deleitaba en las alabanzas. Todo lo que hacían sus amigos era sublime, y a Ruiz le tenía por uno de los mayores talentos. La comedia era sosa, y a él le pareció salada; era roma, y le pareció aguda. Pertenecía al género moral papaveráceo, y sus efectos serían admirables si al teatro se fuera a dormir. Era un alegato en favor del matrimonio, y Ruiz hacía ver allí lo desgraciados que son los solteros y las felicidades sin fin que cosechan en la vida los que se casan. Para esto los personajes, cuidándose bien de no hacer nada, hablaban, quién en favor del matrimonio, quién en contra. Al final quedaba la virtud triunfante y el vicio rudamente castigado. El éxito fue regular, y los amigos llamaron al autor a la escena al final de cada acto. Los periódicos dijeron   —236→   que aquel Ruiz, astrónomo, era un genio, un tal y un cual... Pero a los ocho días la obra desapareció de los carteles, y cayó en la sima del olvido.

Ruiz no se hacía ilusiones... El teatro ofrecía poco estímulo. ¿Qué le habían dado por derechos de representación? Una miseria. Si él hubiera nacido en otro país, quizás se dedicaría al teatro; pero ¡aquí...! En Francia habría ganado diez o doce mil duros con una sola obra. En España todo es pobretería. Y de que su obra había gustado al público ninguna duda podía tener. ¡Lástima grande que se hubiera representado al fin de temporada! Toda la prensa había puesto en el mismo cuerno de la luna la excelente versificación, y copiado algunas redondillas de las más resonantes. Pero lo que el autor estimaba más en su obra, era el pensamiento. ¡Qué cosa tan moral y edificante!...

A pesar de su éxito, Ruiz no escribiría más para el teatro. Este empezaba a fastidiarle, como le habían fastidiado antes la astronomía y la música... Y siendo su pensamiento refractario a la holganza, de las cenizas de su amor, al teatro nació, polluelo de ave Fénix, un amor nuevo, una afición vehemente a otro linaje de estudios, a la filosofía... Sin ir más lejos, ya tenía escrito un estudio sobre Hegel, y había empezado a estudiar varios sistemas desconocidos en España,   —237→   a saber: los de Spencer, Hartmann. Aquí no salían del Krausismo, que en pocas partes tiene adeptos, como no sea en Bélgica. Se comprende que él estudiaba todo esto para combatirlo, porque le daba el naipe por Santo Tomás. Aquí no había filósofos. Él acometía con tanto afán la empresa de probarlo, que el curso próximo había de hablar en el Ateneo. No, ninguna ocupación de la mente era más bonita que aquella. Recomendaba a su amigo Miquis que tan pronto como se pusiera bueno, se diese un buen atracón de filósofos y se dejara de dramas... Tanto, tanto habló sobre esto, acompañando su perorata de extravagantes cambios de postura, que al fin Cienfuegos creyó prudente poner un dique al raudal de su filosófica oratoria, y le dijo:

«Vete callando ya. Mira que este se marea. No te lo dice porque él es así. Antes se dejará desollar que ofender a un amigo... Con tu filosofía y el calor que hace aquí, este cuarto parece, no el Infierno, sino el manicomio del Infierno, el lugar donde ponen a los condenados que se vuelven locos».




- II -

Vino la noche. El enfermo la veía con espanto llegar, y sentía el avanzar frío de sus primeras   —238→   oscuridades, como angustiosa niebla que caía sobre su alma. Traía por compañero el horrible insomnio, con sus ojos como ascuas, su aliento embargante, fantasma antipático que no escondía en toda la noche su amarilla faz... ¡Si fuera posible ahogarlo entre las almohadas! Pero cuando el fatigado sentido parecía aletargarse un tanto, cuando una modorra de tres minutos atenuaba el sufrimiento, el fantasma pinchaba por esta o la otra parte, y decía: «mírame».

Poleró y Ruiz se quedaron aquella noche velando a Miquis; no así Cienfuegos que tenía que acompañar a un tío suyo, recién venido del pueblo. Estaba comprometidísimo por falta de dinero, y se veía en las de Caín para obsequiar al egregio pariente. Aquella tarde se rieron todos oyéndole contar los apuros que pasó en el café, y las mentiras que había endilgado al buen señor para hacerle ver los grandes peligros que resultaban de ir a un teatro. Pudo convencerle de que lo más higiénico y elegante era pasear por el Prado hasta media noche, regalándose con un buen vaso de agua de Cibeles. En un puesto de agua habían encontrado a D. Florencio Morales, y Cienfuegos se apresuró a presentarlo a su tío, que simpatizó mucho con él, por ser ambos progresistas templados, hidrófagos y españoles rancios.

Moreno Rubio, al retirarse ya de noche, hizo   —239→   muy malos augurios. No, prescribía más que calmantes, en dosis heroicas, para hacer descansar al enfermo. Encargó a Poleró la regularidad y puntualidad de las tomas, manifestándole, que... si como amigo del enfermo, quería proponer a este que cumpliera con su conciencia y con la Religión, lo hiciese cuanto antes, porque pronto sería tarde. Cuando se fue Moreno, Poleró consultó con Ruiz el delicado punto, y no pudieron ponerse de acuerdo, porque mientras Poleró se negaba resueltamente a hablar al enfermo de semejante cosa, el otro, exponiéndole razones de fe y decoro, decía: «Pues no habrá más remedio que indicárselo. Creo que estamos en el deber...».

Felipe no se daba punto de reposo, y tres o cuatro veces tuvo que bajar a la botica. Arriba no faltaba trabajo. El paciente pedía sin cesar esta o la otra cosa, buscando en la variedad distracción; ensayando contra la violentísima tos extraños remedios e increíbles posturas. Cirila ayudaba poco. Felipe tenía que ir a cada instante a la cocina en busca de agua tibia o fría, de un limón, leche, azúcar, té... Cuando no encontraba a mano alguna cosa, iba a pedirla a cualquier vecino. Al entrar en casa de Ido, halló a este sentado en mitad de su humilde salita, junto a una mesilla con luz. Rodeábanle su familia y dos vecinas que solían ir allí de tertulia.   —340→   Parecía que el buen Cerato Simple estaba enternecido y que de sus ojos manaba mayor caudal lacrimatorio que de ordinario. Un sobado cuaderno tenía en su mano, y desde que vio a Centeno, corrió a abrazarle:

«Supongo que no te enfadarás por lo que he hecho, -le dijo-; tenía tantas ganas de conocer el drama de tu amo, que no pude vencer la tentación esta mañana... Lo vi sobre la mesa, y cogí un acto para leerlo aquí, en familia... Francamente, naturalmente, yo no creía que fuera tan bueno. Te digo que estamos entusiasmados... ¡Qué versos!, ¡qué pensamientos! A mí se me saltan las lágrimas y se me corta el resuello. Nicanora, que es inteligente, dice que otra obra como esta no se ha hecho desde el tiempo de Gil y Zárate... Si esto se representa, acuérdate de lo que te digo, se vendrá el teatro abajo».

Agradecido a este lenguaje, Felipe no podía detenerse en hacer comentarios sobre la soberana obra. Necesitaba un huevo, que a su amo se lo había antojado comer.

«¡Ay, hijo! -exclamó Doña Nicanora afligidísima-. ¡Cuánto siento no podértelo dar!».

Una mujer vieja, arrugada, vivaracha, que estaba en el ruedo de la tertulia y que había oído leer el drama con delectación, se levantó prontamente, diciendo:

«Yo te daré, no uno, sino tres huevos, para   —241→   que se los coma ese caballerito que ha escrito esas cosas tan buenas... Hemos llorado a moco y baba. Al oír ese verso que dice que el pueblo español es el más valiente de la tierra, me entraron ganas de salir gritando al pasillo, y meterme en el cuarto del enfermo para darle un abrazo. Bien, bien, requetebién... Pasa a mi casa, y te daré los huevos».

-Si el Sr. D. José me quisiera dejar el drama -dijo otra de las presentes cuando Felipe salía-, para que lo lea mi marido... Él lo entiende; es oficial de pintor de decoraciones, y todo lo que es cosa de teatro lo sabe al dedillo.

-Pasó muy mal la noche Miquis; pero tuvo en ella un gusto no flojo. Su mamá le había anunciado el envío de una cierta cantidad, a escondidas de su padre. No venía en letra sino en oro, y la traía el ordinario de Quintanar. Durante dos días fue Centeno tres o cuatro veces a la Cava Baja, en busca del precioso encargo; mas el ordinario no parecía. Las diez eran de aquella noche, cuando se presentó en la casa un hombre de malas trazas que entregó a Alejandro el lacrado paquetito. Venía como rocío del cielo, porque la patria estaba sumamente oprimida, y otra vez, para que no se desmintiera el destino del gran manchego, carecía hasta de lo más necesario. Rompiendo impaciente la envoltura del regalo, dijo a Poleró:

  —242→  

«Creo que te debo algo. ¿Son ocho duros?».

-Ocho, sí; pero déjalo. Ya me lo darás otra vez.

-No, ahora. Lo primero es pagar. Yo soy así. Y a ti, Federico, ¿te debo algo?

-¿A mí?, nada, hijo.

Era verdad que no le debía nada, porque Ruiz, hombre previsor y hormiguita, no había jamás abierto la bolsa para su desordenado y rumboso amigo. Era hombre aquel Ruiz, que cuando se le pedía algo, respondía invariablemente: «Chico, estoy a cero. Acabo de pagar una cuenta que me ha baldado».

Después de un breve descanso, al amanecer, Miquis llamó a Felipe:

«Aristóteles... me vas a hacer un favor... En toda la noche he podido apartar de mi pensamiento al pobre Cienfuegos. ¡Qué tormentos habrá pasado, con su forastero a quien no puede obsequiar ni con un triste vaso de agua clara!... Ve corriendo a llevarle tres duros... Tómalos del cajón».

Cuando Felipe salió a la calle para desempeñar este caritativo encargo, pensaba, con admirable madurez de juicio, que mucho mejor empleado estaría aquel dinero en unas botas, de que tenía muchísima falta, que en socorrer al aprendiz de médico. Este era sanguijuela insaciable, y mientras más le daban más pedía, sin   —243→   hartarse nunca. ¡Al diablo Cienfuegos y su forastero! Si no podía convidarle, que no le convidara. ¿No era un desorden que el otro se gastara en pitos y flautas aquellos tres duros tan bonitos, mientras él, Aristóteles, que tanto trabajaba, salía a la calle casi descalzo?

Después de mil vacilaciones, el valiente Doctor se dirigió a una zapatería.

Cuando su amo le preguntó, una hora después, si había hecho el encargo, Aristóteles, fiado en la gran familiaridad que con él tenía, adelantó un pie, y riendo le dijo:

«¿Los duros para Cienfuegos? En ellos andamos».

-¡Ah!, ¡pillo!... -replicó Alejandro, riendo también-. Bien es verdad que tenías falta, y no se me ocurrió... Pero a Dios gracias, hay para todo... Coge otros tres duros y ve a socorrer al pobre Cienfuegos.




- III -

Aquel día no tuvo el enfermo un instante de sosiego. Tan pronto le acometía el prurito de verbosidad, tan pronto el desmayo. Si dolorosa era la crisis, no lo era menos la sedación de ella. Por la tarde, Moreno anunció que la noche sería funesta. Grandísimo, cortante y brusco fue el dolor   —244→   de Felipe, cuando Poleró y Arias, que estaban en la cocina, le dijeron, cerca ya del anochecer.

«¿A ver, Doctor, qué vas a hacer ahora? Porque esta noche, hijo, nos quedamos sin Alejandro».

La garganta se le apretó y no pudo dar contestación. Ni llorar tampoco podía, porque, a su juicio, la obligación de trabajar y atender a todo en aquellas tremendas horas, le cerraba la salida de las lágrimas.

La casa tenía dos aposentos grandes, la sala en que estaba Miquis, y la cocina, donde se reunían los amigos cuando no acompañaban al enfermo. En esta sala, ornamentada de fogón y fregadero, con espejos de hollín y tapicerías de mugre, se recibía a los visitantes, y se hablaba del paciente, de su probable muerte y de todo lo que es propio en tales circunstancias. Había dos habitaciones pequeñas y oscuras, en una de las cuales sólo entraba Cirila, y la otra estaba llena de baúles y trastos.

Ruiz fue de los más asiduos en acompañar y atender al manchego. Estuvo todo aquel día, y después de una breve ausencia para comer, volvió decidido a quedarse toda la noche.

«Me parece que hago falta -decía con petulancia-, porque esta casa es un mare magnum. Aquí no hay quién tenga iniciativa. Los momentos son preciosos, y alguien ha de representar   —245→   a la familia. Nuestro amigo Poleró y usted, Arias, no se atreven a nada, y es urgente tomar ciertas determinaciones. La cosa es grave, y por mi parte no quiero responsabilidades. Se diría mañana que por nuestra culpa no murió este buen amigo como católico cristiano; y si ustedes insisten en que no se le hable sobre el particular, yo me lavo las manos, yo me retiro...».

Aquel hombre indolente se crecía y era otro desde que le atacaba la oficiosidad, y la oficiosidad aparecía infalible con las ocasiones de hacer un papel de hombre serio y atareado. Así, era de ver cómo su pereza se trocaba en actividad, como entraba y salía, dando, proporciones gigantescas a su trabajo, buscando dificultades, haciéndose el hombre necesario, el hombre de acción y de recursos. A cada momento se le veía entrar en la cocina, y encarándose con Poleró o con Arias, les espetaba una proposición como esta:

«A ver qué se determina. Yo me admiro de verles a ustedes tan tranquilos... señores. En estas circunstancias se conocen los amigos. ¡Hay tanto a que atender...! Sin ir más lejos: creo que será preciso hacer suscrición para el entierro. A ver, ¿qué se decide, qué se resuelve? Están ustedes ahí con las manos cruzadas...».

Y en otra ocasión, vino con este mensaje:

«Lo primero que hay que hacer aquí es restablecer   —246→   el imperio de la moralidad. ¿Qué casa es esta? Nuestro pobre amigo no supo dónde se metía. Es necesario que alguien represente a la familia; yo la representaré si ustedes no quieren o no saben hacerlo. Por de pronto, estoy decidido a impedir que entre aquí esa mujer, esa cuyo nombre no sé, ni quiero saberlo... Porque sería un escándalo, una profanación, ¡un sacrilegio...! Como se atreva a venir, yo seré quien salga a la defensa de los principios morales, sí, señores, yo seré quien la ponga en la puerta de la calle».

Arias disimulaba, el enojo que las ínfulas de este señor y sus oficiosas pretensiones de mando le causaban. Poleró decía:

«No hay que precipitarse. Calma, amigo Ruiz. Le vamos a poner a usted Don Urgente, si sigue atosigándonos de ese modo... Quizás Alejandro salga de esta noche. Ahora parece que está mejor».

-Sí, buena mejoría tiene... Eso es, estense ustedes con esa calma. ¿Y qué se hace en la cuestión de Sacramentos?... Señores, yo tengo creencias y no puedo consentir que un amigo se muera como los animales. Y también Alejandro tiene creencias. Es poeta, y basta. No quiero que la familia me pida cuentas mañana... Con que decidamos ahora mismo quién le dice al infeliz el estado en que se halla y la urgencia de atender a su alma.

  —247→  

-Yo no se lo digo.

-Ni yo...

-Pues yo se lo diré -afirmó Ruiz con énfasis-. No son ustedes hombres para casos de seriedad. Siempre con bromitas... No, señores, hay que hacer frente a las circunstancias, y saber colocarse a la altura de las circunstancias y acometer las circunstancias... Voy a hablar con Miquis.

Este permanecía en el sillón. D. José Ido le daba aire con un grande abanico, y Felipe, sentado cerca, le miraba y hacía por distraerle. Las facultades mentales de Alejandro subsistían perfectamente claras, y aun, si se quiere, sutilizadas, recibiendo su fuerza final del recogimiento de toda la vida en el cerebro.

«¿Qué tal te encuentras?» -le dijo Federico acariciándole la barba.

-Ahora, bien -replicó el tobosino, con cierta facilidad de respiración y dicción, que antes no había tenido-. ¿Qué hora es?

-Las ocho.

-¡Qué días tan largos! Encended luz. Ya es de noche. ¡Qué oscuro está el cuarto! Felipe, abre toda la ventana. Mira, Ruiz, ya empiezan a verse tus estrellas. El cielo católico enciende las luces de su santoral nocturno. Lámparas infinitas alumbran a la piedad y a la ciencia. ¿Qué santos son aquellos, según tu sistema?

  —248→  

-Por allí veo el Escorpión. Aquella hermosa estrella es la llamada Antarés, que para mí es Santo Domingo de Guzmán. La constelación que preside a este mes es el Toro, San Marcos, porque el sol entra ahora en sus dominios, y en ellos está Aldebarán, San Juan Bautista, que se celebra el 24 de este mes.

-¿Y estamos a...?

-A 18... Te encuentro muy bien esta noche.

-Sí -dijo el paciente con animación-. Respiro muy bien. Se me figura que de esta vez, la mejoría va de veras. Ya es tiempo. Hay conciencia física, como decía aquel bendito D. Jesús Delgado, y la mía me está dando avisos de salud... Esta noche me dijo Moreno que ya la semana que entra me podré marchar. El ordinario me ha dicho que está hermosísimo el campo en la Mancha, por lo mucho que ha llovido... ¡Qué ganas tengo de verlo!...

-Estás mejor; pero por lo mismo que estás mejor, ¿me entiendes? debes ocuparte, debes pensar... No quiere esto decir que haya peligro... Los hombres deben hallarse siempre dispuestos para todo lo que pueda venir. Tú eres persona seria y de creencias; así es que...

Poleró, que desde la puerta oía esto, adelantose prontamente, diciendo:

«Ruiz, que le llaman a usted...».

-Don Urgente salió.

  —249→  

«Este pobre Ruiz -observó Miquis con penetración admirable-, porque me ve un poco malo me quiere poner en paz con Dios... Ya se ve... ¡él es tan religioso!... Respeto sus ideas y sus temores, nacidos de una conciencia recta y noble. En ello prueba lo mucho que me quiere... ¡Y qué talento tiene! ¿No es verdad, Arias? ¿Viste, su comedia? Es preciosísima. Lástima que no se dedique al teatro. Ahora le da por la filosofía de Santo Tomás... Querido D. José, estará usted cansado. Dé usted el abanico a Felipe. La verdad es que cada vez parece que hay menos aire, y más calor».

En la cocina, Poleró y Ruiz sostenían agria contienda, a la que también aportó sus razones Cienfuegos, que acababa de llegar, poniéndose de parte del catalán.

«No te metas en eso -le dijo el aprendiz de médico-. El pobrecito está tranquilo y lleno de ilusiones. Si él se ha de ir al Limbo, allá con los Santos Inocentes...».

-Se me está usted pareciendo a Montes, que todo lo ve bajo un prisma -decía Poleró.

-Ante esa singular manera de juzgar las cosas de la conciencia -manifestó el astrónomo con cierta pompa-, yo me lavo las manos. La responsabilidad, la gravísima responsabilidad es de ustedes, no mía.

Y un tanto atufado salió al pasillo, volvió a   —250→   meterse en la cocina y se puso a leer. ¿Qué leía? El cuaderno del tercer acto, que había tomado de la mesa de Alejandro. A ratos iba por allí D. José Ido, a ratos Arias, conforme se relevaban de la guarda y compañía del moribundo.

«¿Qué tal está ahora, amigo Arias?».

-Lo mismo... Se ha desvanecido un momento, y parece que duerme.

-Yo no pienso acostarme en toda la noche, porque sabe Dios lo que se podrá ofrecer.

-¿Qué lee usted?

-Un acto de El Grande Osuna. Ya lo conocía; pero veo que lo ha hecho modificaciones.

-Yo voy a ver si descabezo un sueño -murmuró Arias, tendiéndose en un catre de tijera que Cirila había puesto en aquel estrambótico departamento. ¡Hace un calor...!

-Indudablemente este pobre Miquis valía -declaró Ruiz dejando la lectura con aires de indulgencia crítica-. No lo digo por este drama, que, a la verdad, me gusta poco. Es un ensayo infantil, una inocentada. Esto no pasa; esto no tiene atadero. Figúrese usted que la verdad histórica anda aquí a la greña con el plan dramático. El pobre Alejandro se quitó de cuentos, y haciendo de su capa un sayo, permitíase levantar testimonios a la verdad. Sin ir más lejos, el pensamiento ambicioso que se atribuye al Duque de Osuna de levantarse con el reino de Italia,   —251→   no es hecho histórico probado. Se cree que fue más bien conjeturas y recelos del Gobierno de Madrid, envidiosa trama del Duque de Uceda para hundir al Virrey. En cambio, de lo que es un hecho positivo, la terrible conjuración contra Venecia, urdida por el Marqués de Bedmar, con ayuda de Osuna y de D. Pedro de Toledo, gobernador de Milán, no saca ningún partido Miquis. Verdad que la cosa no es dramática, y que los misteriosos proyectos de Osuna lo son. Pero, lo repito, no hay pruebas, y el drama histórico no debe ser una calumnia en verso. Además, hay otra cosa. ¿De dónde saca este niño que Osuna quisiera unificar la Italia y hacer un grande reino, como el que después ha soñado Cavour, contra los fueros de las dinastías reinantes y de la Iglesia? Osuna, si alguna idea tuvo de ser Rey, fue contando sólo con la soberanía de Nápoles y Sicilia. Pero este pobre soñador le supone propósitos de derrocar a Venecia y hacerla suya, de someter a Florencia, de barrer los estados pequeños, y por último (y esto es ridículo), de quitar al Papa su Reino. ¿Qué le parece a usted? El Duque, para este niño, es un precursor de Víctor Manuel y un émulo de Garibaldi. Resulta de todo un dramón progresista y populachero que no hay quién lo aguante. Y si esto se representara, que no se representará, el público tiraría las butacas al escenario... La   —252→   versificación tiene algunos trozos bonitos, pero hay hinchazón, culteranismo. El plan y desarrollo son abominables, no creo que haya un adefesio mayor. Sin ir más lejos, fíjese usted en la catástrofe, que es un atajo de absurdos. El teatro parece una carnicería, y el apuntador se salva por milagro. Luego no resulta de aquí la menor idea de moralidad... Aquí los buenos reciben el palo, y los malos triunfan y se quedan tan campantes... en fin, horrores, disparates, cosas de chiquillos...

D. José Ido, que presente estaba, sentía violentas ganas de alzar la voz protestando contra tal crítica; pero no se atrevió a hacerlo, por ser él hombre en quien la timidez podía más que todas las energías del alma. En su interior se dijo y se repitió, con verdadero fervor, que aquel Aristarco no estaba en lo cierto, y que el drama era magnífico, sorprendente, excepcional. Prueba de ello eran las lágrimas que, oyéndolo leer, habían vertido Nicanora y las vecinas, y la emoción grandísima que él había sentido.




- IV -

Iba a salir D. José, cuando una figura singular interceptó la puerta. Él y los dos muchachos se asustaron, porque la persona que entraba, si   —253→   no era alma del otro mundo, lo parecía. Iluminada de frente por la luz que en la cocina había, brillaba su rostro de barnizada muñeca, y eran sus ojos como cuentas de vidrio, y tenía fúnebres apariencias su delgado cuerpo rígido, con la blanca falda y el negro mantón...

«¿En dónde está mi sobrino? -preguntó sin dirigirse a ninguno-. Me llevaron un recado diciendo que está gravísimo. ¿Se le puede ver?...».

Y sin esperar respuesta, dando algunos pasos hacia dentro, prosiguió así:

«¿Y la dueña de este palacio dónde está? ¿No hay escobas aquí? Está esa escalera que da asco. Pues las paredes de la sala, también tienen qué ver».

-Señora -le dijo Arias, ofreciéndole una de las dos sillas-, tenga usted la bondad de sentarse...

-Gracias... Estoy horripilada... No puedo ver tanta suciedad.

Cirila entró en aquel momento.

«¿Es usted, señora -le dijo Doña Isabel pasando sus vidriosas miradas por las cenefas de papel que adornaban los vasares-, la dueña de este palacio?...».

-¿Palacio?... Señora, por fuerza está usted tocada.

-Y dígame usted... ¿no hay por aquí escoba, ni estropajo, ni jabón?... Diga usted, grandísima   —254→   puerca, ¿no le da vergüenza de que la gente entre aquí, y vea esta falta de limpieza?...

Atónita un momento Cirila, no sabía qué contestar... Las circunstancias no eran propicias a una discusión sobre el uso del estropajo. Venía del cuarto del enfermo que estaba muy mal... Quizás faltaban pocos minutos para la conclusión de sus padecimientos...

«Señora -balbució Cirila-, ocúpese usted de su sobrino... que está... ¡pobrecito!, en las últimas...».

-Tengo mucho horror a esta enfermedad. ¿En dónde está mi ángel?.. Le veré un momento... ¡Infeliz niño!... Estoy furiosa con el desaseo de esta casa. ¡Qué inmundicia! Esto es el alcázar de la grosería. Vean ustedes cómo me figuro yo que ha de ser el Infierno: un lugar infinitamente privado de agua.

Poleró entró muy alarmado, diciendo:

«No conviene que la señora pase en este momento...».

Ruiz entró en el cuarto. El pobre Miquis, acometido de un fuerte paroxismo, parecía que agonizaba. Felipe no se movía de su lado.

«No hay nada que hacer, -observó Cienfuegos sollozando-. ¿A qué martirizarle, si no se ha de conseguir nada?».

Entre tanto, Poleró y Cirila entretenían a la señora. La criada de esta, que la acompañaba,   —255→   había entrado también en la cocina, mas tampoco quería sentarse...

«Mucho horror tengo de esa enfermedad -volvió a decir la Godoy-, pero yo quiero verle... ¡Oh!, si asearan la casa, si lavaran esto, si limpiaran tanto polvo, y tanta mugre y tanta basura, el pobre angelito sanaría».

Querían detenerla; pero salió al pasillo y acercose a la puerta de la sala. Allí se detuvo aterrada, vacilante entre el deseo de entrar y el escrúpulo o temor que sentía del contacto del enfermo. Poleró acudió junto a ella, temiendo que se desmayara... Pero no fue así. Desde la puerta miró la tiíta el lastimoso cuadro, y todo su amor no fue bastante a vencer su repugnancia. En la mano derecha tenía un finísimo pañuelo que se llevaba a los ojos para secar sus lagrimas.

«Hace muchos años que no lloro -dijo a Poleró-, hace muchos años. Esto me desmenuza el corazón... y no es mi corazón de carne, es de hierro que late. Los desengaños me lo endurecieron; pero el dolor se quedó dentro...».

Y en la mano izquierda tenía otro pañuelo mojado en vinagre que acercaba a la nariz...

«Si no fuera por esta precaución me infestaría, ¿no es verdad, caballero?... No puedo resistir este espectáculo... ¡Pobre Alejandro, pobre niño mío, pobre ángel de mis entrañas!...».

  —256→  

Lágrimas y vinagre se confundían en su rostro.

«Retírese usted, señora» -indicó Arias.

-Pase usted aquí... al salón de embajadores, -dijo Poleró, no queriendo destruir la idea de palacio que tan encajada estaba en la mente de la Godoy.

-¡Oh!, sí... me retiro... Que Dios le sane pronto y le vuelva la robustez y la alegría. Ya sabía yo que pasaría esto. Lo supe hace tiempo. Yo lo sé todo.

Ruiz, cuando volvió a la cocina, se acercó a ella y con gravedad insufrible le dijo:

«Señora, en ausencia de la familia, yo me atreví a disponer que nuestro pobre amigo recibiera los consuelos de la Fe... Mi opinión, no obstante, no tuvo apoyo en los demás señores aquí presentes; y yo, no queriendo tampoco insistir en ello, por no ser de la familia, me lavé las manos...».

-¿Se lavó usted las manos? -dijo la tiíta reparando en las extremidades del astrónomo-. Pues no se conoce. Las tiene usted que parecen manos de gañán. Pero, ¡Jesús!, no le da a usted vergüenza de enseñar esas uñas...? ¡Ay!, ¡qué horror! Estoy toda revuelta. Y se atreverá usted a dar esa mano a una señora?... Quiten para allá. Todos son unos bigardos... ¡Qué chicos los de hoy! No se les puede mirar, ni sentir, ni tocar...   —257→   ¡Qué manazas, qué greñas sin peinar, qué barbas de chivo! Quiten para allá...

A cada frase aplicaba a su nariz el pañuelo del vinagre... El de las lágrimas se lo había metido en el bolsillo.

«¿Por qué no se sienta usted, señora?».

-Estoy bien... -decía recogiéndose el vestido para que no le tocara ningún mueble ni objeto de los que en la pieza había-. No me siento, no. Sabe Dios lo que habrá en esas sillas... Habrá aquí poblaciones...

-Si la señora quiere pasar a mi casa -manifestó D. José Ido con urbanidad-, allí tendrá un asiento más cómodo. Tenemos una butaca...

-Buena estará también... ¡Ay qué palacios estos!... Hay salones que parecen cocinas inmundas... Prefiero mi choza... ¿Es usted el médico que asiste a mi sobrino?

-No señora -replicó Ido del Sagrario con un registro de voz que parecía el aleteo de una mosca-. Soy profesor de instrucción primaria, con titulo y...

-Porque si fuera usted el médico le diría que puede estar tranquilo. Alejandrito no se morirá; yo lo sé, yo lo he visto... Alejandrito no tiene más que un fuerte mal de amores; así lo dicen las acepciones de amor, desvío, mudanza, mujer morena... Con que no se aflijan, señores; lo digo yo que he nacido en Jueves Santo.

  —258→  

Mirábanse Poleró y Arias, aguantando la risa, y a pesar del dolor que les embargaba, a veces no la podían contener.

«Pero siéntese usted, señora...».

Que no me siento... Y si pudiera no tocar el suelo con mis pies... Es muy tarde, y Teresa y yo no tenemos costumbre de andar de noche por esas calles. Nos retiramos.

-Uno de nosotros la acompañará a usted.

-¡Oh!... no... gracias. No se molesten... Cuiden bien al pobrecito enfermo y avísenme mañana de su mejoría... Aseo, aseo, agua y jabón es lo que aquí hace falta.

En aquel mismo momento, cuando ya la Godoy estaba casi en la puerta de la cocina para marcharse, oyose en el pasillo rumor de agitado coloquio. Dos mujeres disputaban en voz baja; la una era Cirila, la otra su hermana; la primera, que había salido con una luz para buscar algo en uno de los cuartos oscuros, decía: «No entres; está muy mal. Estos señores no permiten... Más vale que te vayas». Federico Ruiz, desde que oyera estos cuchicheos, vio llegada la coyuntura más bonita para el acto de ejemplaridad que anhelaba realizar. Por fin, gracias a él, los buenos principios iban a tener cumplida satisfacción en aquella casa; por fin, la malicia y la impureza iban a tener correctivo en la más solemne de las ocasiones. Salió prontamente, y   —259→   encarándose con la tal, echole de buenas a primeras esta indirecta:

«Oiga usted, señora, haga usted el favor de salir de aquí. En nombre de la familia, yo...».

¡Eh! -dijo Poleró- no hacer ruido. Ruiz, no se acalore usted, le tengo más miedo a su celo que a un cañón Krup.

Salieron todos del estrecho pasillo de la casa al larguísimo y no muy ancho que era ingreso común de los diversos cuartos. Allí la claridad competía con las tinieblas; pero Cirila, que también salió, ganosa de aplacar a D. Federico, llevaba la luz y alumbraba las figuras todas, movibles y agitadas, cuyas sombras se extendían a lo largo de las paredes y salían hasta la escalera.

«No se puede tolerar -dijo Ruiz, con acento de calorosa honradez- que en estos momentos críticos, en este trance aflictivo, venga usted a escarnecer con su presencia...».

-Sr. de Ruiz -observó Cirila incomodándose, pero sin atreverse a alzar la voz-, es mi hermana; y esta casa...

-No hay casa que valga, no hay hermana que valga... -clamó el astrónomo poniéndose furioso, o simulando el enojo por el gusto que tenía de enojarse-. Si usted me levanta el gallo, ahora mismo llamo una pareja. Y esta señora se va a la calle ahora mismo. Pronto... ¿Pues qué?, ¿después que ha sido la causa de la perdición de   —260→   nuestro desgraciado amigo, ha de venir a turbar la paz de sus últimos momentos, y a insultarnos a todos...?

-No alborotar, no hacer ruido -volvió a decir Poleró, creyendo que la expulsión se debía verificar con menos bambolla-. Está con la moralidad como chiquillo con zapatos nuevos.

Pero a Ruiz le gustaba el aparato escénico, y siguió perorando de esta suerte:

«Representamos a la familia... y en nombre de la familia... ¡en nombre de lo más sagrado...!».

¡Con qué énfasis señalaba su dedo la escalera! La tal no dijo una palabra. Dirigiole una mirada que lo mismo era de enojo que de burla. Pero no se movía; no parecía dispuesta a obedecer.

-Para evitar cuestiones -gruñó Cirila, empujando suavemente a su hermana-, más vale que...

En esto llegó Doña Isabel. Su sombra pasó por encima de las sombras de los demás. Parose, miró a todos uno por uno, después a la tal... La admiración túvola suspensa un instante, y sus ojos de muñeca de porcelana y vidrio no se hartaban de contemplar la otra muñeca, de carne y hermosura, torneada con gallardía y barnizada de expresión melancólica.

«Esta señora, -dijo Ruiz-, es la perdición de nuestro amigo... ¡Preséntase aquí en estos críticos momentos! O ella o nosotros...».

  —261→  

Con espontaneidad, que resultaba graciosa, se escaparon de los labios de la Godoy estas palabras:

«María Santísima, ¡qué mujer tan guapa!».

Tomando la luz de manos de Cirila, acercola al hermoso rostro de la mujer aquella, el cual, iluminado, resplandeció como sol de belleza dentro de aquel círculo de semblantes vulgares. Desdén y burla, contenida pena y amargura echaba de sus fulmíneos ojos la tal. De sus labios, ni una sola sílaba.

Dejando la luz, Doña Isabel lanzó un gran suspiro. Siguió observando.

«¡Gracias a Dios que veo aquí una persona limpia...! Y eso que las manos no están muy lavadas que digamos... Usted es de las que no cuidan más que el palmito...».

Bruscamente tomó un tono como de alborozo infantil para exclamar:

«Princesa... no me lo dejes morir».

Absortos los presentes, no observaron que sus ojos brillaban como esmeraldas sobre rieles de plata. La tal seguía muda; mas la expresión de su cara variaba... Casi, casi se iba a reír.

«La señora es de la familia -dijo Cirila señalando a la Godoy y mirando a Ruiz-, y ya ve usted cómo no hace esos aspavientos».

-Pero la señora -objetó Ruiz-, se ha escapado de un manicomio.

  —262→  

Doña Isabel, perdido ya hasta el último asomo de claro discurso, dio tres vueltas sobre sí misma y en cada una tocaba el brazo de la tal, repitiendo:

«No le dejes morir, no lo dejes morir».

Aterrado de aquella escena, Arias tomó la mano de la señora para encaminarla a la escalera. La criada quiso también llevársela... Adiós, Isabel Godoy; adiós, pitonisa, burladora del tiempo, émula de la eternidad, cuyos senos mides, cuyos secretos exploras, virgen madre de todos los desatinos, maga, sibila, vestal, momia llena de gracia, archivo de la superstición y sacerdotisa del estropajo. Llévante unos demonios inocentes, infantiles, muy limpios, parecidos a los ángeles, como te pareces tú a una pura ninfa de los tiempos que no volverán.

Al poner el primer pie en el peldaño de la angosta escalera, acompañada de Arias, le dijo al oído, en el tono vulgar de una observación corriente:

«Al pobrecito enfermo le sentará bien la presencia de tan hermosa medicina. Los ojos matan ¡ay!, los ojos también curan... y resucitan. Que la vea... Se pondrá bueno al instante; lo sé, lo leo bien claro en las acepciones de reconciliación, cariño mutuo, castidad».

Bajaba precedida de su sombra, que iba reconociendo los escalones, por si no estaban seguros...   —263→   Desapareció en la espiral tenebrosa como si se la tragara la tierra.

En el pasillo largo, continuaba la escena aquella cuyos actores eran: Ruiz en el foro de los principios morales, la tal en el de la pasiva resistencia a los dichos principios. Poleró, en segundo término, murmuraba:

«No hay cosa más cargante que un moralista que no sabe dónde pone el púlpito».

-Ya, ya se está usted, marchando de aquí, -decía Ruiz-. No tengo que añadir una palabra más.

Y ella no hacía más que retorcer las puntas de su pañuelo, y estirarlo luego y volverlo a torcer. Cuando el moralista alzaba mucho la voz, los ojos de ella fulguraban desprecio y cólera. Después, cansada de enredar con el pañuelo, se puso una punta de él en la boca, y tirando fuerte se aplastaba el labio inferior, mostrando sus blancos dientes y sus encías rojas.

«Más vale que te vayas -le dijo Cirila-. Así no tendremos cuestiones».

-¡Que traigo una pareja!

-Sosiéguese usted, hombre de Dios.

-¡Que la traigo!...

La tal tiraba tan fuerte de su pañuelo, que sacó de él una tira con los dientes. Sólo con mirar a Ruiz, sin proferir una palabra, sabe Dios las perrerías que le dijo:

  —264→  

-Vaya, vaya, -dijo Poleró empujándola con suavidad y llevándola consigo-. Ahora no puede usted verle... Acábese esto de una vez.

Cirila se retiró, dejando la luz a Ruiz. Cienfuegos alejose también. La inflexible figura del astrónomo permaneció en medio del pasillo, con la luz en una mano, señalando con la otra la salida y término de aquel luengo conducto. Era la estatua de la moral pública alumbrando el mundo, y expulsando al vicio del cenáculo de las buenas costumbres. La consabida le echó unas tan atroces rociadas de desprecio, todo con el mirar, nada con la palabra, que casi casi hicieron conmover en su firme asiento a la iracunda estatua; y se fue despacio, con irrisorios alardes de dignidad. Daba pataditas, y en la escalera marcaba los peldaños con insolente cadencia... Abur, espanto de las edades, viruela de los corazones, epidemia social, brújula del infierno, carril de perdición, vaso de deshonra, rosa mustia, torre de las vanidades, hijastra de Eva, tempestad de males, hidra corruptorísima. Carguen contigo los diablos feos y llévente, con tu séquito y corte de pecados, a donde no te volvamos a ver.



  —265→  
- V -

A las diez, Alejandro, dando un suspiro, pareció que salía de aquel espasmo congojoso. Cienfuegos y Felipe no se movían de su lado. Poleró y Arias que entraban y salían de puntillas, en la sala callaban atentos, en la cocina se comunicaban sus tristes impresiones, y Ruiz, satisfecho de sus rasgos de carácter, sintiéndose fatigado como un hombre que había trabajado mucho, se echó a dormir en el camastro que estaba en uno de los cuartos oscuros. Cirila había ido a buscar cháchara a la puerta de la casa de Resplandor. D. José Ido, instalado en la cocina, esperaba las órdenes que se le quisieran dar, como ir en busca de los santos óleos o de algún heroico remedio. Rosita se dejaba ver por allí alguna vez, soñolienta, deseando que la mandaran traer algo, o prestar cualquier servicio. «Hija, ¿por qué no te vas a acostar?» -le decía su padre. La infeliz no perdía ocasión, de entrar en el cuarto del moribundo y coger con disimulo algunas cortezas de pan, de las que había sobre la mesa, para comérselas y llevar algo a sus hermanos, que estaban acostados, pero despiertos, los tres juntos en un desvencijado catre.

  —266→  

Al despertar Alejandro de su pesado sopor, asombrose de ver a Felipe, y le dijo:

«¡Oh!... Flip... ahora que te veo, comprendo que todo ha sido sueño... Creía estar en mi casa... Me pareció que vi entrar aquí a mi madre, y que me cuidaba... ¿De veras no ha estado aquí mi madre?».

-¡Qué cosas se lo ocurren! ¿Y para qué ha de venir su mamá si nosotros nos vamos a ir para allá la semana que entra?

-Dices bien... Pero yo, aun despierto, juraría que la vi entrar con su vestido de rayas blancas y negras. También juraría que andaba por aquí mi hermanillo Augusto enredando con un palo largo y un carretoncillo.

-Era Rosita Ido, que entra, como los pájaros, a buscar migas de pan.

-Dale todo lo que haya: Dinero no nos hace falta. Mi madre ha mandado mucho. ¿Sabes que me encuentro ahora muy bien? Respiro con una facilidad, ¡y me dan unas ganas de hablar...! Puede que nos podamos marchar dentro de dos o tres días. A ver, probaré a levantarme. Cógeme por aquí... Y tú, Cienfuegos, por este otro lado. ¡Arriba, guapo!

Entre los dos le levantaron, dio dos pasos, y al instante volvió a caer en el sillón.

«Perfectamente. Aunque no puedo moverme, reconozco que estoy ágil, relativamente...   —267→   Y no me duelen las piernas cuando las estiro, ni los brazos... Esta tarde he padecido horriblemente. Deseaba morirme, ¡qué disparate!, y decía para mí que siendo la vida un suplicio, la muerte es la convalecencia de la vida, y que morir es sanar. ¿Qué te parece, Cienfuegos?».

-Que no pienses en eso. Pronto estarás hecho un roble, y duérmete ahora.

-Si no tengo sueño, hombre de Dios -repuso el enfermo, respirando con cierta facilidad y pronunciando claramente las palabras una a una-. ¿Sabes lo que yo haría ahora de buena gana? Pues me pondría a escribir. Siento cierta frescura en la cabeza. Esta tarde, en aquel sufrimiento horrible, estaba viendo clarita, verso por verso, toda una escena de El Condenado por Confiado.

-La escribirás en la Mancha. ¿Tienes sed?

-Ni pizca... ¡Ah!, sí. Felipe, dame agua... ¿Con que lo he soñado, o es cierto que viene mi madre a buscarme?

-Es cierto que viene -manifestó Cienfuegos-. Ya te dije que la espero mañana.

Cienfuegos y Poleró habían puesto un parte a la familia, y esperaban que alguien viniese. Pero al enfermo no habían dicho nada de esto por no alarmarlo.

«¿Pusisteis telegrama?».

-No, hombre. ¿A qué venía eso, si tú no tienes   —268→   gravedad? Es que la buena señora, al saber que estás malo, se figura lo que no es.

Los amigos habían recibido el día anterior una carta de D. Pedro Miquis, en la cual decía que él o su señora irían a Madrid, en caso de recibir aviso telegráfico de la importancia del mal.

«¿De modo que tú crees que vendrá mi madre?...».

-Mañana la tienes aquí.

El gozo que esto le produjo le animó extraordinariamente.

«O me engaño mucho, o sólo con verla entrar, creo que me restablezco por completo».

-Como si lo viera... Procura serenarte ahora, y duerme. Voy a ver si se han dormido esos chavales y a echar un cigarro con ellos si están despiertos. (Sale Cienfuegos.)

-Aristóteles.

-Señor...

-¿Estás aquí? No te veo bien.

-Sí estoy aquí... -dijo Centeno, acariciándole las manos, que tenía entre las suyas.

-¿Hay luz en el cuarto?

-Sí.

-Me pareció que estaba esto muy oscuro. Pues lo que es mis ojos bien claro ven. A ti te distingo como un bulto. ¿Sabes una cosa...?

-¿Qué? -preguntó Centeno con ansiedad,   —269→   porque notaba en la voz de su amo y en su manera de decir un sentimiento y dulzura inexplicables.

-Que me han entrado fuertes deseos de...

-¿De qué?

-Te vas a reír -murmuró Alejandro riendo a su vez; pero su jovialidad era triste como flor nacida en grietas de sepulcro.

-No, no me río.

-Pues me han entrado ganas de darte un apretado abrazo... Yo no puedo, porque tengo los brazos como si fueran de algodón. ¡Cosa más particular!... Dámelo tú a mí.

Felipe estaba tan aturdido, que no acertaba a satisfacer el deseo de su amo. Fue preciso que este repitiera su mandato para que el Doctor se pusiese en pie, y acercándose a Miquis todo lo más que podía, le estrechara en sus brazos.

«No, no aprietes tanto que me ahogas... así. Ya ves qué antojos me entran. ¿Qué dices a esto?».

Aristóteles no podía decir nada. Invisible mano le estrangulaba. Retirose un instante para disimular su pena y sofocarla.

«¿Qué haces, Felipe? ¿Lloras?».

-No, señor -replicó el otro con risa convulsiva-, es que me he dado un fuerte golpe en este codo.

-Ven acá, no te separes de mí...

-Aquí estoy.

  —270→  

-Pero te pones a diez leguas... Más cerca... ¡Qué alegría me da cuando pienso que vamos a estar juntos en el Toboso!... Mañana llega mi madre, y cuando te conozca, me dirá que de dónde he sacado esta alhaja... Toda tu vida me la tienes que consagrar y estar siempre conmigo, hasta que los dos nos caigamos de viejos.

-Eso sí.

-Otras veces, cuando he estado tan malo, he pensado qué sería de ti si yo muriera; ahora que estoy mejorando a pasos de gigante, pienso que los dos hemos de llegar a viejos... Con todo, me parece que hace tiempo que no te he visto o que voy a estar mucho tiempo sin verte... no sé por qué. Se me antoja ahora... mira tú qué tontería... se me antoja que nos vamos a separar.

-¡Vaya un desatino!... ¡qué bro...mitas!

-Chico, es que esta noche estoy de manías. ¿Sabes la que me ha entrado ahora? Pues verás. Como mi madre llega mañana y trae dinero, no necesito del que tengo ahora. Se me ha ocurrido darle. una parte a Cienfuegos, otra a D. José Ido, y lo demás a esa pobre Cirila... ¿Qué opinas?

El reparto de capitales no le parecía bien a Felipe; mas en la situación de congoja en que estaba no quiso contradecir a su amo:

«Me parece muy bien».

-Llámate a Cienfuegos. ¡El pobre...! Quiero darle una sorpresa. Verás qué alegre se pone.

  —271→  

Felipe salió. Deseaba estar un momento fuera para dar expansión a la pena que le ahogaba. Cuando se presentó en la cocina con un puño en cada ojo, los amigos, alarmadísimos, sospecharon un mal suceso.

«Que vaya usted, Sr. Cienfuegos» -fue lo único que dijo Felipe.

Y él se quedó allí, llorando con gran desconsuelo. D. José Ido no estaba presente; pero sí Rosita, la cual creyó muy del caso consolar a su amigo con las frases propias de la ocasión, entremezcladas de suspiritos:

«Hijo, es preciso conformarse con la voluntad de Dios. ¡Ay Jesús, qué mundo este!... No hay más que penas».

El Doctor se limpió las lágrimas, y serenándose un tanto habló así con su amiga:

«Chiquilla, ¿por qué no te vas a acostar? ¿Qué haces tú por aquí a esta hora?».

-Puede ofrecerse algo... ya ves... Hasta que papá no se acueste... Vaya un escándalo que hubo esta noche, ¿lo oíste?, cuando vino la señora, aquella loca... Dicen que esa señora lava la sal antes de echarla en el puchero... ¿Pues y la chubasca?... ¡Lo que te perdiste! Ella no se quería marchar; pero tanto le dijo el Sr. de Ruiz... ¡Ay!, hijo, el señor de Ruiz es como un predicador. Dice mamá que este para obispo no tenía precio. Ahora está durmiendo. ¿No oyes sus ronquidos?...   —272→   Pues la tal salió hecha un veneno. Yo subía la escalera cuando ella iba para abajo. En cada descanso se paraba y volvía los ojos para arriba. Daba miedo verla. El señorito Poleró bajó con ella, y el señorito Arias también. Los dos se reían y le decían cosas... «Mujer, no te enfades... no hagas caso de ese farsante de Ruiz...». El señorito Poleró le daba pellizcos. ¡Qué pillos!... ¿eh?, y ella tan seriota...

-Rosa -dijo D. José, presentándose de improviso en la puerta de la cocina-. Vete a acostar al momento. Es muy tarde.

Notó Felipe en su amigo una exaltación, un peregrino júbilo que hacía, sobre su apenado semblante, efecto parecido al de los fuegos fatuos. Sus mechones bermejos parece que tendían a engalanarle el rostro como guirnalda de triunfo.

«¿No sabes lo que ocurre? -dijo a Felipe mostrando en la palma de la mano dos monedas de oro-. Ese bendito D. Alejandro me llama... Entro, hijo, y me da estos doblones... Dice que no le hacen falta; que tiene el mayor gusto en atender a mis necesidades; francamente, naturalmente, yo lo agradezco mucho, yo estoy conmovido... ese joven es un santo... pero si mañana hiciera falta para el entierro...».

-Diciendo esto, guardaba las monedas.

«Si quieres completar el rasgo de generosidad   —273→   de tu noble amo, -añadió, retrocediendo-, amigo, Felipe, liberal joven, digno Panza de aquel bravo D. Quijote, ¿por qué no me das uno de los dos panecillos que tienes allí? Creo que no te harán falta. Tu amo está rico. Estos pobres niños no se quieren dormir por la gran necesidad que tienen...».

Centeno le dio sin vacilar lo que deseaba. Entonces el pendolista partió un pedazo para darlo a su hija, y el resto destinolo a los chicos, no sin coger para sí un bocado que se comió con muchísima gana.

«Yo no me acuesto esta noche. Pienso que he de hacer falta. Y además ¿para qué dormir? ¿Para soñar que soy director de un colegio y luego despertar lleno de desconsuelo y amarguras? Mejor es velar, velar...».

Poleró entró en la cocina diciendo:

«Parece mentira... Está despejadísimo; pero creo Cienfuegos que durará pocas horas... Felipe, te llama».

Cuando Centeno entró, su amo callaba. De pronto murmuró estas palabras:

«Que me dejen solo con Felipe».

Arias salió; pero Cienfuegos quedose oculto tras el sillón.

«Aristóteles...».

-Aquí estoy.

-Ponte más cerca.

  —274→  

Felipe hizo reclinatorio de las rodillas de su amo.

«Así... Ahora siento una languidez, un sueño... No me duele nada. Parece que me voy a dormir, y que estaré durmiendo días y días. Ya es tiempo, porque estoy fatigadísimo con tanta mala noche como he pasado. Un encargo te voy a hacer. ¿Lo cumplirás?».

-Pues ya...

-Cuidado, Felipe, cómo te descuidas... Si me duermo esta noche, y mañana sigo durmiendo con ese sueño pesado, con ese sueño profundísimo que siento venir, ¿entiendes?... en cuanto llegue mi madre, me despiertas. Me llamas, y si no te respondo, me sacudes el cuerpo bien sacudido...

-Descuide usted -dijo Felipe con el corazón traspasado.

-En ti confío, Aristóteles... y así podré dormirme tranquilo... Aunque si mi madre llega, creo que el corazón, saltando, me despertará por muy dormido que esté.

Dejó caer los párpados... Murmullo hondo y lento salía de sus entreabiertos labios. Cienfuegos se adelantó para observarlo de cerca. Como el desmemoriado que retrocede, se agitó Alejandro, abrió los ojos...

«Aristo...».

-Señor.

  —275→  

-Hace tiempo que pensaba preguntarte una cosa, y esta maldita memoria mía... Se me escapan las ideas... Dime si en estos últimos días ha venido a verme...

Felipe, comprendiendo al instante, creyó oportuno darle algún consuelo en aquella ocasión...

-Ya lo creo que ha venido, sí señor... Sólo que no hemos querido dejar entrar a nadie... Como estaba usted durmiendo...

-Ha venido... -balbució Miquis, y en aquel mismo instante apareció tan descompuesto su rostro, que Cienfuegos y Felipe se espantaron. Era otro, era un muerto.

-Sí señor -dijo Felipe, hablando junto al oído de su amo-, ha venido... siempre tan... cariñosa... Llorando por no poderle ver, y diciendo que...

-Cállate -dijo bruscamente Cienfuegos.

Pasó un rato. De repente oyose otra vez:

«Aristo...».

-Señor...

-Duermo... ¡qué sueño!... Despiértame mañana, que quiero hacer una cosa...

-¿Qué?

-Quemar El Grande Osuna... -murmuró Alejandro con visible esfuerzo, que parecía un tanto doloroso-. Es detestable... Es feo y repugnante como mi enfermedad. Todo lo que contiene   —276→   resulta vulgar al lado de la excelsa hermosura artística que ahora veo, al lado de esta creación de las creaciones, que titulo El Condenado por confiado... Es la salud, es el vivir sin dolor... Aquí veo otra figura, otra belleza suprema... A su lado aquella es fealdad, impureza... podredumbre... consunción...

-¡Quemar El Osuna!... no señor... ¡qué dirá la señorita Carniola...!

Miquis, ya con los ojos cerrados, hizo contracciones de disgusto. Creeríase que tragaba una cosa muy amarga, pero muy amarga. Más que habladas, fueron estertorizadas estas palabras:

«La aborrezco...».

Felipe le observaba... Cienfuegos le puso la mano en la frente... Momento de terror... Inmenso sueño aquel.

«Se ha dormido» -murmuró Felipe atónito.

-¡Qué muerte tan dulce! -dijo Cienfuegos.



  —277→  

- VI -

La escena representa el interior de un coche de alquiler. En el fondo, Aristóteles y D. José Ido ocupan el asiento principal; a derecha e izquierda, cerradas portezuelas con ventanillas, cuyas cortinas verdes agita el aire. Veterano corcel tira con trabajo de la escena, a la cual preceden otros cinco vehículos de igual aspecto mísero, con sus cortinillas, su dormilón cochero y su caballo claudicante. La fila marcha perezosa, por calles y caminos, siguiendo a otro, armatoste poco agradable de ver, cosa negra y antipática, sobrecargada de tristeza y duelo.

IDO.-    (acariciando el hombro de su amigo).  Pues esto no tiene ya remedio, amigo Felipe, bueno es que te vayas conformando con la voluntad de Dios y pongas ya término a tus lágrimas, ayes y suspiros. Empiezas ahora a vivir; tienes mucho mundo por delante; estás en edad en que los duelos pasan pronto, sin dejar huella. No quieras hacerte superior a tus años, prolongando tu dolor más de lo que corresponde y desmintiendo tu niñez florida. Ánimo, hijo, y considera que estos trances aflictivos son los mejores maestros que podrías desear para instruirte en el gobierno de ti mismo y en todo el saber de la vida.   —278→    (Sintiéndose inspirado).  Considera que esto es para ti ventajoso, pues entras en los combates del vivir, no desnudo y sin armas, cual entran los más, sino ya vestido con cota de dolor y abroquelado tras el durísimo escudo de la experiencia; y francamente, naturalmente... yo, en tu lugar, me alegraría de haber visto lo que has visto, de haber pasado lo que pasaste... No seas tonto, encontrarás ahora colocación mejor y generosos amos que te protejan...

ARISTÓTELES.-    (dando un gran suspiro).  No encontraré otro amo como el que se me ha muerto; Sr. D. José... Hombre de mejores entrañas no creo que haya nacido. Era tan bueno, tan bueno, que no hacía más que disparates. Yo no sé qué pensar... Si los buenos son así...

IDO.-    (con agudeza filosófica).  Es que, según dice un libro que leí anoche, no debemos ser buenos, buenos, buenos, sino buenos a secas, con algo que tire a lo mediano, y cierto ten con ten de bondad y picardía.

ARISTO.-   Yo creo que si mi amo no hubiera sido tan... tan... Poleró lo llamaba el goloso de las damas, y Arias decía que había hecho voto de... de lo contrario de castidad... Pues creo, que si mi amo no hubiera tenido esta falta, habría sido santo... ¿no lo cree usted...?

IDO.-    (con penetración, que es forzoso atribuir a que algún espíritu le sopla lo que dice, o   —279→   a que se ha encarnado en él, por milagroso modo, la misma sabiduría).  Todos, todos los humanos, si no fuéramos lo que somos, seríamos santos; es decir, que si no tuviéramos esta maldita carne mortal, por la cual somos hombres, seríamos ángeles... Estamos encarnados en nuestras flaquezas, y de ellas recibimos nuestro ser visible. Por esto se dice: «somos fragilidad y podredumbre». De ellas se derivan todos nuestros males, y ellas mismas son penitencia a la par que son pecados.

ARISTO.-   Bien lo ha pagado él, ¡probrecito! La suerte, que se consolaba con sus dramas y con las cosas bonitas que estaba siempre sacando de la cabeza. Decía Sánchez de Guevara, que mi amo era un hombre en verso, y yo creo lo mismo. Todo en él era verso, todo música. Mi amo sonaba, sí, sonaba como las panderetas.

IDO.-   (grave, solemne, emulando a Confucio y a los profetas).  Mal terrible es ser hombre poema en esta edad prosaica. El mundo elimina y echa de sí a los que no le sirven. Nada es tan funesto como la vocación de ruiseñor en una familia de castores.

ARISTO.-   Ya, ya pagó bien mi amo su falta. El verso no le valió de nada más que de consuelo y entretenimiento. No tuvo un solo día de tranquilidad... siempre pobre... Perdió la salud y la vida. ¡Maldita tisis! Yo me consumía la sangre,   —280→   viendo que todo el dinero que tenía se lo arrebataban... Entre las dos le pelaron; la una se llevaba todo el dinero, la otra toda la ropa...

IDO.-    (enternecido).  Sí, sí, triste cosa es que a un joven de tales prendas, hijo de padres ricos, hubiera que vestirle, después de muerto, con ropa de los amigos. Y no lo digo por vanagloriarme de la parte que tuve en esta obra de caridad, pues sólo di la corbata negra, que no vale un ochavo, y aún me quedó esta otra cinta oscura y algo deshilachada que llevo al cuello, para venir dignamente al entierro.

ARISTO.-     (afligidísimo).  ¡Ay!, usted no sabe, D. José, lo que pasó. Si se lo cuento, se horrorizara, porque esto es tan infame que, parece mentira. Pero es verdad, es verdad, como Dios que nos está mirando.

IDO.-     (desperezándose).  Cuenta, hombre, cuenta esos horrores, que francamente, naturalmente, este viaje es harto pesado, y con el fuerte calor no sabe uno cómo ponerse, ni a dónde echar piernas y brazos, ni de qué modo entretener el tiempo.

ARISTO.-  Pues ya sabe usted que lo pusimos el pantalón negro del señorito Cienfuegos, las botas de Alberique, que me dio Doña Virginia y que lo venían tan grandes, el chaleco de Arias y la levita de Cienfuegos. Esta prenda era la única decente; las demás no valían nada... Pues oiga   —281→   usted. Anoche me estuve toda la noche velándole, y nada pasó; pero esta mañana, cuando salí a llevar los recados a los amigos para que vinieran al entierro... Esa maldita mujer, esa Cirila de mil demonios, más mala que la langosta, y más ladrona que el robar, esa Iscariota, esa judía, esa loba con cara de mujer...

IDO.-    (aterrado).  ¿Qué hizo? Me parece que lo adivino. ¡Esa hembra sin entrañas, esa mujer sin hijos, esa madre del robo, ese monstruo rapaz profanó el cuerpo de tu amo, desnudándole de alguna prenda valiosa...!

ARISTO.-     (llorando con rabia).  Le quitó la levita. Cuando entré y lo vi, me dio una cosa, Sr. D. José, me entró un fuego en el cuerpo... Corrí a la cocina; allí estaba fingiendo sentimiento... Me fui derecho a ella y le dije todo lo que había callado en tanto tiempo... Yo estaba como un león. No sentía más que no ser hombre para dejarla seca allí mismo. Me la hubiera comido a bocados... Ella agarró una escoba y las tenazas de la cocina. Si no me coge Resplandor por la cintura y me sujeta, ahí hay la del Dos de Mayo. Todavía me dura el sofoco... Me la ha de pagar... No se la perdono, no se la perdono.

IDO.-    (con apacible serenidad y con unción que no parece suya sino de los espíritus de santos o filósofos que andan por dentro de su cuerpo).  Modérate, ¡oh Felipe!, y templa esos excesivos   —282→   arrebatos, impropios de estas fúnebres circunstancias. Elévate por cima de las miserias humanas, y considera que esa indigna mujer tendrá su castigo en su propia conciencia. Dios se encargará de ella. Déjala tú... El hombre no es buen justiciero del hombre. Además, nunca menos que en esta ocasión ha necesitado tu bendito amo del abrigo y confortamiento de una levita ¿No nos dice la Religión que el cuerpo es polvo y ceniza? ¿Para qué necesita el polvo del auxilio de los sastres? Cierto que el acto... llamémosle acto... de esa mujer, es una horrible profanación; pero esto que acompañamos no es más que un despojo miserable que vamos a entregar con solemnidad convencional a la tierra. No le quitará Cirila a tu amo su glorioso vestido de inmortalidad, ni el espíritu excelso de Miquis padecerá de frío en las regiones invisibles, intangibles e inmensurables. Aun sin traspasar con el pensamiento las fronteras que de tu amo nos separan, podrás hallar consuelo considerando que la rapacidad de Cirila no alcanza a despojar a tu amo de la gloria mundana que envolverá su nombre, cuando sea conocido ese portento literario, ese drama de los dramas...

ARISTO.-    (con hondísima pena)  Esa es otra... ¡Sr. D. José de mi alma!... ¡Usted no sabe...!

IDO.-   ¿Qué?... No cuentas hoy más que desdichas... Apenas abres la boca, ya tiemblo.

  —283→  

ARISTO.-   Pues tiemble usted todo lo que quiera... pero sepa que el drama ya no existe. Esta mañana, cuando fui a casa de Resplandor en busca de un poco de agua para lavarme, vi que Doña Ángela (¡mal demonio se la chupe!) tenía el acto primero, y lo estaba arrancando las hojas para hacer papillotes con que sujetar los rizos de las niñas... Al ver esto, me volé. Ella dijo: «pues tonto, ¿para qué sirve esto? Los chicos lo han traído. Yo no sabía lo que era...». Recogí algunas hojas. Después vi que Ruiz se llevaba otro acto. El tercero lo sirvió a Cirila para encender la lumbre. Con el quinto hacían pajaritas los muchachos. El cuarto lo pude salvar y lo guardaré toda mi vida...

IDO.-    (meditando).  ¡Gran desastre es que obra tan supina haya caído en manos de gente indocta! Yo que tú, procuraría restaurar toda la obra, recordando algunos pasajes y añadiendo de mi cosecha lo que se me hubiera ido de la memoria.

ARISTO.-    (prontamente).  Usted es bobo... por fuerza... ¡qué cosas se le ocurren!

IDO.-   Siento infinito la pérdida de ese precioso manuscrito... ¡Obra más hermosa...! Si se representara, daría mucho dinero... Y no me has dicho una cosa que deseaba saber. ¿Cómo se han arreglado para los gastos del entierro?

ARISTO.-   Como saben que D. Pedro Miquis ha   —284→   de mandar lo necesario, echaron un guante entre todos para anticipar la cantidad. Poleró dio ocho duros, Arias cinco, Cienfuegos devolvió la cantidad que mi amo le había dado, menos treinta y dos reales. Doña Virginia también dio algo y Ruiz ni una mota, porque dice que tuvo que pagar una cuenta. Ese es de lo más farsante que hay. No sirve más que para dar órdenes, meterse en todo y hacer pamemas. Estaba durmiendo cuando el señorito expiró. Cuando vino al cuarto, no hacía más que lamentarse de que no se lo hubiera avisado. Echó una voz muy hueca y dijo: «Señores, el romanticismo ha muerto». Y luego: «¿Qué hacemos, pero qué hacemos?...». Yo no sabía lo que me pasaba. No quería creer que D. Alejandro estaba muerto, porque un momento antes me había dicho cosas... Se murió en mitad de un suspiro, con medio sollozo dentro medio fuera. El alma se le salió sin darle ni una chispa de padecer... Se quedó tan sereno, que parecía que estaba durmiendo y soñando las cosas bonitas que él sabía soñar... Cienfuegos, que no tiene más falta que ser tramposo, lloraba como un chiquillo; le abrazaba y le besaba la mano... Yo también...

IDO.-   Sosiégate... no llores, repitiendo la luctuosa escena. Tu edad juvenil es propicia al olvido, y la energía reparatriz derramará pronto en tu ánimo su bálsamo consolador.

  —285→  

ARISTO.-    (cortando la relación con suspiros).  Poleró también lloraba algo, porque es buen chico, y Arias, pálido y muy triste, decía: «Yo no sirvo para esto». Se quitaba y se ponía los lentes sin parar. Mirando a mi amo, echaba suspiros. Ruiz era el que no dejaba de hablar, y siempre a gritos. Salía al pasillo, diciendo a todo el que pasaba: «Ya expiró, ¡pobre amigo!». Y luego volvía a entrar, y cruzándose de brazos, decía: «Pero ¿qué hacemos? ¿Están ustedes lelos o qué...? Es preciso determinar algo». ¡Cansado hombre, qué ruido hacía para nada!... Después se quejó de que D. Alejandro se hubiera muerto sin religión, y dale otra vez con aquello de «yo me lavo las manos; yo no tuve la culpa...». Un rato largo estuvieron tratando del parte que habían de poner a la familia... si lo pondrían así o asado. Por fin salió el parte y yo fui al telégrafo. Ruiz bajó por la mañana a la estación por si llegaba Doña Piedad... pues... para prepararla, y contarlo poquito a poquito lo que había pasado. Pero Doña Piedad no vino. Como al Toboso no va telégrafo, creen que el parte puesto ayer al Quintanar no lo han recibido hasta hoy... Después que se arregló lo del telégrafo, empezaron a ocuparse de cómo le vestían. Yo buscaba ropa... nada; revuelvo todo y... nada. ¡Aquella ladrona, aquella Caifasa...! ¡Ay!, D. José, yo tengo envenenada la sangre... Por fin le vestimos, como usted   —286→   sabe mejor que nadie, porque me ayudó en ello... Los señoritos, reunidos en la cocina, hicieron cuentas de lo que costaba el entierro, y luego echaron un guante... y con el dinero que sobró, compró Cienfuegos una corbata. Los coches los pagan ellos también a escote, para lo cual pidieron a todos los amigos, y este da una peseta, aquel dos, se juntó la cantidad. En el primer coche va Ruiz con un señor manchego que conoce a la familia. D. Federico preside, porque si le quitan el presidir y el ponerse delante de todos creo que le da un soponcio... A mí no me querían llevar... yo hubiera ido a pie... pero el señorito Arias fue el primero que dijo: «Felipe no puede faltar». Total: seis coches y catorce personas.

IDO.-    (patéticamente).  ¡Tales desengaños encierran los designios de los hombres! El que estaba designado a ser fanal de gloria, muere oscuro, el que parecía llamado a conmover y entusiasmar las muchedumbres, es conducido a su última morada en pobre convoy sin más compañía que la de unos cuantos amigos.  (Mostrándose tan inspirado que sin duda no es él sino Salomón el que habla.)  ¿De qué valen las glorias humanas? ¡Ay!, humo son y polvo de los caminos. Para combatir la aflicción, seamos buenos y echemos de nuestros corazones la vanidad. La memoria del justo será bendita; mas el nombre de los   —287→   impíos se pudrirá... Ten confianza en Dios, Felipe, que si con tu amo ha sido justiciero, lo será también contigo, dándote alientos para seguir por el derrotero de la vida. Y no te aflijas por que estés algunos días sin colocación. En mi casa, hijo, ya sabes que no reina la abundancia; pero lo poco que hay será partido alegremente contigo, mientras no halles acomodo... No, no tienes que agradecernos nada.  (Con iluminismo.)  Bien dijo quien dijo: «Bienaventurado quien piensa en el pobre; en el día malo lo librará Jehová...». Y ahora que me acuerdo, voy a proponerte una colocación decorosa. Es más de lo que podías soñar.

ARISTO.-    (con vivo interés).  Dígamelo pronto.

IDO.-   Pues un amigo tengo, persona respetabilísima... no vayas a creer que es un cualquiera... que se dedica a especulaciones mercantiles y al comercio ambulante de petróleo, quiero decir que es de esos que van por las calles con un caballo cargado de cántaras de aquel inflamable líquido. A un chico, de tu edad poco más o menos, que era su dependiente, le despidió hace pocos días por ciertos disgustillos, y ayer me dijo: «Sr. de Ido, búsqueme usted un buen muchacho de estas y estas condiciones para que me ayude en mi trajín». Al pronto no me acordé de ti; pero ahora caigo en la cuenta de que te ha venido Dios a ver con esta proporción. Ya ves;   —288→   todo se reduce a conducir el caballo; el trabajo no es grande; paseas todo lo que quieras, y hasta es un gusto ir por esas calles tocando la corneta para que bajen las criadas. Parecerás el ángel del Juicio Final. ¿Te conviene?, di sí o no.

ARISTO.-   Lo pensaré, Sr. Ido, y la cosa está en saber lo que su amigo ha de darme por ese trabajo de estar todo el santo día en la calle dando trompetazos.

IDO.-   Creo que los emolumentos serán buenos. Y en todo caso, más vale siempre algo que nada.  (Repítese el fenómeno de que la sabiduría se le pasea por el cuerpo y sale a sus labios).  El hombre, en toda ocasión, debe tomar lo que encuentra, y sin perjuicio de sus aspiraciones a lo mejor, tomar lo bueno y lo posible que a su lado vea. Sí; cuando no tienes nada y te ofrecen medio, no te impida tomarlo la idea de poseer uno entero. Y sobre todo, hijo, lo mejor, es contentarse con poco, para tener siempre más, pues si alimentaras aspiraciones, al satisfacerlas, siempre creerías tener menos de lo deseado. El que es humilde es rico, y bien dijo quien dijo: «¿Hallaste la miel? Come lo que te baste, no sea que te hartes de ella y la revieses».

ARISTO.-     (Mirando con malicia a D. José, pues no comprendiendo que Salomón es el que habla, sospecha que el pobre maestro está algo bebido.)   D. José, usted está hoy muy sabio.

  —289→  

IDO.-   Cosas son estas, amigo Felipe, que leí anoche y se me han quedado fijas en la memoria. Yo me animo con la lectura y una frase feliz, un pensamiento agudo parece que me regeneran y dan nuevo ser a mi espíritu. No olvides aquello de: «el cuidado congojoso en el corazón, lo abate; mas la buena palabra lo alegra...». Yo, además, tengo motivos para no estar tan triste como otras veces. Sabrás, caro Felipe, que he encontrado dos discípulos.

ARISTO.-  ¿De veras? Ese sí que es favor de Dios.

IDO.-   Sí, dos discípulos. ¡Y qué buenos chicos! Estaban en casa de D. Pedro, y como allí no aprendían jota, los han sacado sus padres, y desde mañana voy a la casa a darles lección privada... Hijo, son cinco duros al mes que me caen como el maná... Y ahora que nombro a D. Pedro, direte que ya ese hombre no es hombre, es una bestia. La familia está desorganizada; cada cual tira por su lado; la madre parece que ha caído poquito a poco en la mala costumbre de echar unas siestas muy largas, después de comer... Ya en mis tiempos gustaba de lo añejo. Marcelina, entregada a la embriaguez del fanatismo, pasa todo el día en la iglesia, borracha de rezos, y D. Pedro... ¡Oh!, ese merece capítulo aparte, y si tenemos un rato libre, te he de contar los horrores que sé y hacerte ver los pasos del incierto camino por   —290→   donde marcha nuestro maestro sin ventura... ¡Oh!, aquí de tu amo. Con aquella imaginación suya y aquel arte, bien podría coger la pluma y endilgar un drama que sería el non plus por lo terrible y lo verdadero. Ya hablaremos de esto más despacio. Yo, no sintiéndome con fuerzas para tan alto asunto, puede que agarre la de ganso y enjarete una media resma para echar también mi cuarto a espadas en literatura, porque francamente, naturalmente, los tiempos son malos, todos servimos para todo, quien más quien menos, y como se trate de ganar un real, no hay cosa que me espante ni escrúpulos que me arredren.  (con exaltación).   José Ido del Sagrario es hombre para todo; José Ido del Sagrario tiene alientos de poeta, bríos de inventor y un correr de pluma que ya...

ARISTO.-    (asustado, y sospechando otra vez, al ver la animación y el brillo de los ojos de su amigo, que ha tenido alguna debilidad anacreóntica).  D. José, ¿que va usted a volverse literato?

IDO.-    (con marrullería).  No te diré que sí ni que no... Puede ser, puede no ser. Ello es que hace días se me ha clavado aquí una idea, y no puedo, echarla de mí...  (con cierto misterio).  Ya sabes que hay ahora una literatura harto fácil de componer y más fácil de colocar: hablo de las novelas que se publican por entregas, a cuartillo   —291→   de real, y que gozan del favor de miles de miles de lectores. Editorcillo hay que da una onza por cada reparto al forjador de tales composiciones; otros dan diez duros, otros siete, según la correa de invención que saca de su cabeza cada autor. Pues bien, un amigo mío que trabaja en estas cosas, y que ha ganado mucho dinero, me dijo no ha mucho que por qué no me metía yo también a novelista... Francamente, naturalmente, al pronto me pareció absurdo; después lo he pensado, hijo... Es cosa facilísima idear, componer y emborronar una de esas máquinas de atropellados sucesos que no tienen término, y salen enredados unos en otros, como los hilos de una madeja... Yo he de probarlo, Felipe; yo he de hacer un ensayo en esta cosa bonita y cómoda del novelar. Ya tengo pensado un principio, que es lo que importa; y cuando menos lo pienses verás mi nombre por esas esquinas de Dios, y te echarán por debajo de la puerta un cuaderno con láminas muy majas y un poquito de texto para que caigas en la tentación de suscribirte...

ARISTO.-     (con inocencia).  Pues hombre de Dios, si quiere componer libros para entretener a la gente y hacerla reír y llorar, no tiene más que llamarme, y yo lo cuento todo lo que nos ha pasado a mi amo y a mí, y conforme yo se lo vaya contando, usted lo va poniendo en escritura.

  —292→  

IDO.-    (con suficiencia).  ¡Cómo se conoce que eres un chiquillo y no estás fuerte en letras! Las cosas comunes y que están pasando todos los días no tienen el gustoso saborete que es propio de las inventadas, extraídas de la imaginación. La pluma del poeta se ha de mojar en la ambrosía de la mentira hermosa, y no en el caldo de la horrible verdad.

ARISTO.-   Pues ponga todo eso de D. Pedro Polo que, según dice, es tan bueno...

IDO.-   No, hombre, no; yo no voy a escribir para que se duerman los lectores... Pienso desarrollar un estupendo plan moral: enaltecer la virtud y condenar el vicio... ¡Buena zurra les daré a los pícaros...!, pondré como ropa de pascuas a los perdularios y jugadores, y a las mujeres levantadas de cascos que faltan a sus maridos, y a todas esas bribonazas que corrompen a la sociedad... Algo, naturalmente, francamente he de tomar del mundo visible; y, por ejemplo, al pintar un empedernido avaro, me acordaré de Resplandor; al poner hembras malas, tendré presentes a Cirila y su hermana; al ocuparme de los hombres oprimidos del peso de su condición social, sacaré a relucir a nuestro D. Pedro Polo, si bien cuidaré de ponerles a todos en fantasía y de hacerles hablar un lenguaje escogido, sutil y que no sea como el lenguaje que hablamos en el mundo. Ya he principiado a revolver mis libros   —293→   leyendo esta o la otra página, para que se me vayan pegando las frases bonitas y voces refinadas que he de usar. Tipos no han de faltarme: para el de la mujer virtuosa, tengo a Nicanora, a quien veo como ángel de fidelidad, dulzura y belleza; y para modelo de muchachos leales, tú... Pero ya llegamos. El mortuorio vehículo se detiene ya en la puerta del descanso eterno; los convidados bajan, y vamos todos a cumplir este deber triste con los fríos despojos que nuestro desventurado amigo nos dejó al partir para la Gloria Eterna.







 
 
Fin de EL DOCTOR CENTENO
 
 


Madrid. Mayo de 1883.