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El enemigo del hogar1

Concepción Gimeno de Flaquer





¡Padres y maridos, a vosotros me dirijo!

Quiero haceros conocer al enemigo de la dicha conyugal, al enemigo de la paz doméstica, al perturbador de la alegría de la familia y de la tranquilidad de vuestras hijas y de vuestras esposas.

No son las soirées, los bailes, los paseos y teatros; los enemigos que tenéis que combatir; hay otro más formidable, más peligroso, no os quepa duda alguna. Más peligroso, porque no le conocéis, porque se introduce en vuestro hogar, ligero cual una sombra y aéreo cual un vapor, porque es intangible, incorpóreo e invisible.

¿Sabéis cuál es el formidable enemigo del hogar, el terrible adversario y el espantoso antagonista que trastorna el orden y las buenas costumbres de las compañeras de vuestra existencia?

El tedio.

El tedio envenena la vida de la mujer, el tedio le hace acre el carácter, convirtiéndole la poca miel de la vida en hiel.

El tedio roe el alma como el moho roe el hierro.

El tedio marchita las bellas ideas, mata los buenos sentimientos, apaga el entusiasmo y la generosidad y pone a la esperanza una lápida sepulcral.

El tedio puede compararse a una espada candente destrozando el corazón, al buitre de Prometeo, a una fiebre maligna para la cual no hay remedio en la farmacopea.

Cuando la mujer no tiene ocupaciones que la ocupen y trabajos que hagan trabajar su inteligencia; cuando su vida se desliza en la ociosidad o encadenada a la rutina, a lo vulgar y lo pequeño, se exalta su fantasía (bien sabéis que es volcánica la fantasía de la mujer) y entonces se alimenta de excentricidades, de caprichos ridículos, de ideas vanas, de imposibles y hasta de sueños peligrosos.

El tedio conduce al abismo de la corrupción más fácilmente que las novelas inmorales.

Hombres, evitad el ocio de la mujer; por más que os parezca una paradoja, os afirmo que el ocio de la mujer es muy creador; nunca se mueve tanto una mujer como cuando está parada; la vida sedentaria la hace desplegar una actividad tal vez nociva: il far niente é causa del far tutto.

Os repetiré un aforismo muy antiguo, que no pierde nunca su valor por ser muy verídico: La ociosidad es madre de todos los vicios.

La ociosidad de la mujer es muy perjudicial a todos, especialmente a los maridos: por romper una mujer ociosa la monotonía de su vida se suele postrar en altares que ella alza para ofrecer holocaustos a la frivolidad y las míseras vanidades sociales, con detrimento de los intereses de la familia.

No os asombre lo que dejo manifestado: podemos probar a la faz del mundo que el Cristianismo, lumbrera religiosa, antorcha divina, aurora refulgente que ha esparcido sus vívidos resplandores doquiera ha penetrado, sumiendo el error en la oscura noche de los tiempos, para derramar la verdad por los ámbitos de los espacios que domina, no ha sepultado todos los falsos dioses en el olvido.

Hoy existe una caprichosa deidad, a la que se rinde un culto respetuoso: su seda cuenta con innumerables prosélitos, con secuaces infinitos.

Mucho os sorprenderá mi aserto, mas espero demostraros en breve la veracidad de él.

Es innegable que han caído para no levantarse jamás aquellos ídolos informes a quienes por tanto tiempo sacrificaron víctimas humanas; es cierto que hasta la cronología intenta borrar de sus páginas, por no verlas manchadas, aquella época de politeísmo en que los vicios y las pasiones fueron divinizadas; es exacto que Leda, Céres, Diana y Proserpina han perdido su imperio; pero no lo es menos que existe actualmente una diosa cuya poderosa influencia se deja sentir por todas partes donde mora la civilización.

¿Sabéis quién es la despótica innovadora que avasalla gustos y opiniones?

La Moda.

Su ciega sacerdotisa es la mujer frívola.

A esta subyuga principalmente, a esta impone tiránicas leyes que la esclavizan física y moralmente.

La mujer seria toma de la moda lo que encuentra lógico en ella; la mujer frívola se deja avasallar por la moda aceptando todos sus absurdos y excentricidades.

Hay una clase de mujeres (las ociosas) para las cuales la moda es el oráculo que en los tiempos gentílicos leía la joven Pitia sobre la trípode en el templo de Delfos. Todo lo sacrifican a la moda, porque si no obedecen sus mandatos ciegamente, sin dilucidación de ninguna especie, la moda les impone un castigo severo, terrible castigo que no pueden soportar en su frivolidad y que como su sombra las persigue: el ridículo.

Entre mujeres de esta especie, la denigración mayor es no vestir según las prescripciones del último figurín, y la que no se presenta con arreglo a este en las frívolas reuniones que ellas componen, es la befa, el escarnio, el ludibrio de esa sociedad que tiene por dios, por lema y por altar, la moda.

Es triste que rindan un culto idólatra a quien tan poco vale, a quien no lo merece; es doloroso que arrastradas por su impetuosa corriente, olviden lo más por entregarse a lo menos: es verdaderamente deplorable haber dejado adivinar que su ilusión más bella es un traje, que sus anhelos constantes son obtener el que no poseen, que sus sueños de oro son un aderezo de esmeraldas y que cifran su dicha en despertar admiración con el deslumbrador atavío en que se envuelven.

Esa admiración que quieren conquistar por tan malos medios, es humo fugaz, fuego fatuo, ráfaga pasajera que nada deja tras sí.

Es más grande la mujer que posee el secreto de embellecer el hogar constituyendo este en su primer deber, que la que conoce el arte de encantar un salón despertando hacia sí la envidia.

Esta mujer brilla cual el diamante con sus soberbias facetas, a la par que la otra no irradia más que el tenue resplandor de la perla; pero la belleza de la primera es eterna y la de la segunda efímera.

Las mujeres que posponen todo al ídolo moda son tan frívolas, que en sus conversaciones solo saben ocuparse de una falda de encaje, de un sombrero de tul o un albornoz de raso. Por eso causa hastío conversar con ellas, y sus maridos, no encontrando amenidad en el hogar, la buscan fuera de él. De esas mujeres frívolas se ha dicho que viven prendidas a la vida como un adorno.

Las apellidan perchas donde el lujo cuelga sus fugitivas innovaciones, aparadores donde el comerciante exhibe sus telas, joyeros de barro en los cuales exponen oropeles, y jarrones donde se ofrecen al público finas rosas de linón y alambre.

Los trajes de esas mujeres dividen su existencia en eras y hégiras, y por eso es muy común oírlas decir: «Sucedió tal acontecimiento el día que estrené el vestido de terciopelo gris; se verificó tal extraño suceso el día que compré la mantilla de encaje; me fue presentado Fulano la noche que recibí vestida de blanco; fue a visitarme Zutano la tarde que estrené mi bata azul de raso.» Afirma un escritor francés que la toilette de una dama cual la que presentamos en este artículo, exige una paleta bien surtida y abundantes pinceles para pintarse las cejas y las pestañas, para prolongar los ojos por medio de una línea negra, y para dar al rostro una interesante palidez. Añade el mismo escritor que la susodicha dama es a un tiempo retratista, original y retrato.

Se verificó un baile al cual asistí, y sucedió lo que voy a referiros: hallábase a un lado una joven cuyo nombre no recuerdo, y le presentaron un caballero de aspecto distinguido y noble apostura: este habló largo rato con la elegante joven, y al separarse de ella le preguntó un amigo mío:

-¿Qué le ha parecido a vd. la hermosa señora qué acaba de conocer?

-No puedo dar a vd. mi opinión -contestó irónicamente el interpelado: -cuando vea su cara desnuda podré saber si es fea o bella; hoy no sé si es un mal cuadro de la naturaleza, retocado, corregido o restaurado por un hábil pintor.

Si estas mujeres supiesen pensar, no se embadurnarían el rostro, y calcularían que en medio de un brillante círculo de mujeres que ostentan ricas piedras y costosos trajes, la que aparece sencilla y modesta cautiva la atención general y se capta las simpatías de todos.

Si estas mujeres leyesen, es fácil se hubieran corregido al observar lo que dice Alfonso Karr respecto a sus peinados. «Al llegar a un salón una mujer, todas las baterías femeninas se dirigen a las cabezas de sus rivales; se asemejan a los combatientes que procuran descubrir de antemano el flaco de las armaduras de sus adversarios. Cada pieza del peinado es, en efecto, un arma ofensiva y defensiva: ofensiva contra los hombres, defensiva contra las mujeres.»

Es triste inspirar tales frases; es una desgracia ser marido de una mujer dominada por un inconmensurable amor a las galas, por una inmoderada pasión al lujo, que revela alma vulgar, fría y pequeña, corazón seco y entendimiento limitado.

Si el hombre en vez de alejar a la mujer de la instrucción, se la hiciese amar, algunos maridos no hubiesen visto arruinados sus capitales.

La época de corrupción del imperio romano se debió a las desordenadas costumbres de la mujer, a su desmesurada ambición de riquezas, al ardiente anhelo de ser proclamada reina de la hermosura en las fiestas del circo o en la vía Appia, lugar donde se exhibía la elegancia romana.

Era humillante para ellas mismas la importancia que daban al tocador las damas romanas en la época a que nos referimos, lo que prueba que siempre ha habido mujeres frívolas, mientras no les han cultivado la inteligencia.

Cuando las romanas se hallaban confeccionando la toilette (como hoy decimos), no permitían ser interrumpidas ni para los asuntos más delicados e importantes; las esclavas destinadas al peinado, debatían grandemente acerca de la manera de ordenar y distribuir los cabellos, que ofrecía más confusión que la torre de Babel.

Hoy nuestras damas disertan sobre el modo de llevar la cabellera más enmarañada, y ostentarla prendida a la négligé, como ellas dicen.

Parece increíble que las señoras de la capital del mundo antiguo se colocasen ante un espejo de bruñida plata y permaneciesen dos o tres horas en la misma actitud, mientras les sujetaban los rizos con alfileres de oro, cintas de púrpura y sartas de perlas. Después se ponían la túnica con botones y clavos de diamantes, llamada laticlave, se colocaban la toga talar, cuya cola se cogía coquetamente con el brazo izquierdo, formando graciosos pliegues que descubrían el pie encerrado en un ligero calzado llamado sicionio. Añádanse los ricos perfumes, caras drogas y costosos aderezos, y será fácil formar una idea exacta acerca de los millones de sextercios que se consumían en el lujo del bello sexo. Por eso no es extraño que Tertuliano anatematizara severamente las costumbres de su tiempo, y que San Gregorio de Niza atacara fuertemente el derroche de las mujeres para el fastuoso atavío.

¡Cuánto más encantadora será la mujer el día que abandone ese lujo dispendioso, y no se permita otro que el del ingenio y la frase! Esto, al hombre toca hacérselo comprender.

Por las mujeres frívolas es insultado el sexo, pues los dicterios y sátiras que se les han dirigido han caído sobre todas.

Un grande hombre, haciendo brillar su claro ingenio, ha dicho: «Rara es la mujer que se pierde, que no se la pueda encontrar bajo los pliegues fastuosos de un traje de última moda». ¡Horrible anatema! ¡Padrón ignominioso!

Si la mujer emplease el tiempo que gasta en estudiar el arte de agradar, en aprender el arte de pensar con cordura, sería más dichosa. La coqueta, y muchas que no lo son, creen que su única misión en la tierra es agradar; este es un absurdo que debe destruirse. No hay error que pueda ser útil, ni verdad que pueda dañar.

La misión de la mujer es fortalecer las almas debilitadas, cicatrizar las heridas del corazón, verter una gota de esencia en el cáliz del dolor cuando el infortunio abruma al hombre; volar adonde more el infortunio, olvidándose de sí misma para consagrarse al desvalido y al indigente; ofrecer la vida cuando la caridad lo ordena, arrostrar la muerte cuando lo exige el deber, sin retroceder ante el peligro, los cataclismos y epidemias. Esta es la misión de la mujer; para cumplirla bien, necesita ser ilustrada.

¿Qué será del inmenso páramo llamado mundo, cubierto siempre de abrojos y espinas, si la mujer no hace brotar una flor, si no perfuma el ambiente que en él se respira?

Siendo la vida un paréntesis entre dos lágrimas, la mujer debe ser el paño que las enjugue. Nuestro destino es hacer dulces y serenas las amargas horas de la existencia.

Los que no busquen en la mujer sentimientos puros, levantadas afecciones, resignación ante la desgracia, olvido ante la injuria, tierna solicitud con el enfermo y abnegación ilimitada, pidiendo solamente esbeltez en el talle y ardor en la mirada, son seres mezquinos que todo lo conceden a la grosera materia, que es lo que adoran. No se pregunte a tales seres si tienen religión, si tienen familia, si han amado santamente alguna vez.

No condenamos cual rígidas censoras el que se atavíe la mujer según las reglas del buen gusto; no la excitamos a que vista tosco sayo de estameña; nuestro objeto es hacerle presente que domine su pasión al lujo, que ajuste prudentemente sus gastos a su fortuna, que no rinda un culto tan ciego a ese ídolo llamado moda, porque la moda con sus ridículos caprichos desfigura a la mujer, arrebatándole algunos encantos.

A la mujer que consagra algún tiempo al estudio, se le desarrolla en el alma el sentimiento de lo bello, comprende el arte y se presenta vestida sin copiar a nadie, con una sencillez elegante, hija de la distinción.

¡Cuán bello es que después de haber llenado una mujer cumplidamente sus deberes domésticos, consagre los ratos de solaz al cultivo de las nobles artes! La ilustración eleva y ennoblece.

Hay tres clases de ignorancia: no saber nada, saber mal lo que se sabe, y saber lo contrario de lo que debiera saberse; todas tres son muy perjudiciales y conviene destruirlas.

Una mujer ignorante es frívola y crédula; tiene la ligereza y frivolidad que caracteriza a la infancia, con la independencia de un ser a quien se atribuye bastante criterio para suprimirle toda tutela en atención a sus años.

Hay todavía quien cree que la ignorancia, que tan graves consecuencias acarrea, es una salvaguardia de la mujer. La mujer ignorante está sentenciada a tropezar frecuentemente, porque no conoce los escollos del mundo. La mujer ignorante no tiene más guía que el instinto, no sabe ejercer la autoridad necesaria en circunstancias de la vida. La mujer ignorante es un ser débil e indefenso; sin ideas, sin carácter, sin resolución y sin iniciativa.

Una gran escritora francesa2 dice:

La mujer ignorante se abandonará a sus inclinaciones, que si son malas pudieran haber sido combatidas por las luces del espíritu: sus acciones estarán sometidas a la influencia de sus pasiones, que no encontrarán contrapeso alguno en su inteligencia por no haberse cultivado esta, y en tal estado será vanidosa, ridícula, envidiosa e insoportable sin remordimientos; pues su inteligencia limitada, o por mejor decir atrofiada, no le permitirá darse cuenta de sus actos.



¡No desalentéis a la mujer que quiera ilustrarse; facilitadle los medios necesarios!

Rebajar a la mujer es rebajaros: al despreciarla os envilecéis.

Si algunos insensatos se oponen a que la mujer se instruya y la declaran inepta para adquirir la ilustración que le falta, otros hombres sabios y generosos han dicho que por la educación de las mujeres debe empezarla de los hombres; que educar a un hombre es formar un individuo que nada deja tras sí, mientras que educar una mujer es formar las generaciones futuras.

Un hombre de sentimientos muy mezquinos (quiero tener la generosidad de ocultar su nombre) ha dicho, manifestando el más grosero de los egoísmos:

Creo con Molière que no es prudente instruir mucho a ese sexo malicioso e inquieto. Manteniendo a la mujer en la ignorancia le damos todos los vicios, pero también toda la debilidad de la esclava, y nuestro imperio queda asegurado. Si educamos esas almas ardientes, si las inflamamos en el amor de la verdad, ¿quién sabe si pronto se avergonzarán de la estupidez y brutalidad de sus señores?

¡Guardemos el saber para nosotros solos; esto es lo que nos diviniza!



Observad en cambio qué delicadeza se encuentra en estas líneas de Víctor Cousin. Dice este gran escritor:

El hombre y la mujer tienen la misma alma, el mismo destino moral; la misma cuenta se les pedirá de sus facultades, y es una barbarie en el hombre y un oprobio en la mujer, degradar los dones que Dios les ha dado.

Las mujeres deben conocer la religión que siguen, para que obren como seres inteligentes y libres.

Siendo la mujer compañera del hombre, es una iniquidad prohibirle los conocimientos que le permiten entrar en relación espiritual con el que debe partir su destino y amortiguar los sufrimientos de la vida. Dejemos a la mujer cultivar su alma por toda clase de bellos conocimientos y nobles estudios, mientras sea inviolablemente guardada la ley suprema de su sexo, el pudor.



Padres y maridos, instruid a vuestras mujeres: creedlo, cuanto más se ocupe la mujer de las cosas grandes y elevadas, más abominará las pequeñas e indignas. Os preguntamos con la inspirada poetisa catalana Josefa Masanés:


¿Es acaso incompatible
coser y raciocinar?



Seguramente que no: los trabajos de la mujer son generalmente mecánicos, materiales y rutinarios; dejan al pensamiento libre, y este, si no está bien encauzado, suele penetrar en sendas tortuosas, en el inmenso piélago de los sueños, donde seguramente naufraga por carecer de faro, brújula y timón. Cuando la imaginación no está guiada por la razón, suele extraviarse en un dédalo de falsas ideas. Tened presente ante todo que en un corazón calcinado por el tedio no pueden brotar delicadas flores de bellos matices y perfume seductor.

¡Evitad el tedio de la mujer; si no lo hacéis, seréis responsables de su conducta! Dejadla estudiar y meditar; no coartéis sus buenas inspiraciones.

A la mujer le perdonáis los devaneos, el lujo inmoderado, las futilidades, todo, menos la cultura del espíritu. Triste, tristísimo es que permitáis a la mujer caminar por todas partes, y que le privéis únicamente penetrar en el templo de Minerva.

Los Hipócrates modernos se ocupan en combatir la tisis pulmonar, la tisis laríngea, la tisis galopante y otras varias; mas ¿quién se ocupa de la tisis del alma, llamada tedio?

Un remedio existe para esta tisis moral: el trabajo de la inteligencia.

El tedio es una tisis moral, que puede curarse con la actividad, la variedad de las ocupaciones del espíritu, y el movimiento de las ideas.

¡Padres y maridos, ya conocéis los eficaces remedios para curar la enfermedad innata, endémica, en el corazón de la mujer ociosa! Aplicad oportunamente los remedios indicados para sofocar tan contagiosa y terrible enfermedad, y el ángel de la felicidad batirá sus sonrosadas alas sobre vuestras frentes.





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