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El enigma de Carlos Arévalo

Juan Antonio Ríos Carratalá





El hallazgo de una copia de Rojo y Negro (1942), de Carlos Arévalo, permitió dar a conocer un film considerado maldito. La cinta se encontraba en las dependencias madrileñas de la distribuidora CEPICSA, propietaria de una película supuestamente perdida sin que nadie intentara averiguar su localización. Desde que se produjo este feliz hallazgo por parte de Ramón Rubio (Filmoteca Española) a mediados de los años noventa, se han sucedido los trabajos que muestran interés, sorpresas, dudas e incertidumbres acerca de una película de difícil encaje. La mayoría de los artículos y los comentarios publicados comentan las posibles causas de su desaparición, tras haber sido proyectada durante tres semanas en el madrileño cine Capitol con buena respuesta del público y de la crítica. En contra de lo que venía repitiéndose sin pruebas, hoy sabemos que Rojo y Negro no fue un film censurado ni prohibido, al menos de manera oficial. Otros colegas se han ocupado de las sorpresas que depara un título singular en el marco cinematográfico de la posguerra. Algunas de sus secuencias resultan insólitas y el desenlace, con la muerte del miliciano brazos en cruz, abre el camino a todo tipo de especulaciones acerca de los motivos que provocaron la misteriosa desaparición. En poco más de diez años, se ha escrito bastante acerca de un hallazgo que reavivó el supuesto enigma en torno a una película maldita, pero nadie se ha ocupado de saber quién fue su creador, Carlos Arévalo.

El nombre del director aparece en los catálogos y bases de datos del cine español, pero siempre con una información escueta y repetida que apenas nos permite saber las razones que le llevaron a la creación de Rojo y Negro. Cuando contemplé la película por primera vez, con motivo de la redacción del capítulo dedicado a Frente de Madrid (1941) en un libro sobre Edgar Neville, la sorpresa dio paso a una necesidad de averiguar quién era Carlos Arévalo. Gracias a los fondos conservados en la Filmoteca Española, pude ver buena parte de sus largometrajes, desde ¡Harka! (1941) hasta Misión en Marruecos (1959). Ninguna de estas películas se sitúa en la línea de Rojo y Negro. Las dudas continuaron e, incluso, se acrecentaron cuando conocí la errática trayectoria de un director que había permanecido inactivo durante más de una década y que, tras su vuelta, sólo había podido dirigir coproducciones de escaso fuste hasta que en 1960 se retiró definitivamente, harto de trabajar en unas condiciones precarias. Algunos catálogos dan esta fecha como la de su fallecimiento, pero en realidad Carlos Arévalo vivió hasta 1989 sin mantener una relación con el cine y sus gentes. Aquejado por el mal de Parkinson y retirado, el director de Rojo y Negro guardó un silencio absoluto acerca de una experiencia cinematográfica que, en su conjunto, le aportó más sinsabores que alegrías.

Gracias a Augusto M. Torres, hace unos meses entré en contacto con Juan Antonio Arévalo, hijo del director de Rojo y Negro y realizador de RTVE ya jubilado. Desde entonces compartimos el objetivo de reconstruir los pasos de un cineasta que apenas habló de sí mismo, ni siquiera en los círculos más íntimos. También me ha ayudado la viuda de Carlos Arévalo, que a sus cerca de noventa años conserva la capacidad de evocar anécdotas curiosas y significativas. Con estas fuentes orales y la amplia e inédita documentación conservada en varios archivos públicos, desde el pasado mes de octubre estoy escribiendo la primera parte de una monografía dedicada a dos cineastas malditos con obras insólitas: Carlos Arévalo y Armand Guerra, el director de Carne de fieras (1936), también recuperada en fechas recientes gracias al azar que, a veces, soluciona la incuria con que se ha tratado nuestro cine.

Mi libro habla de la desmesura como rasgo común de dos cineastas que lucharon en los bandos enfrentados durante la Guerra Civil. Desde hace varios años y a raíz de diferentes trabajos, observo en muchos miembros de esas generaciones una desmesura que contribuyó a enconar la lucha fratricida. Se trata de un concepto con amplias ramificaciones que también afectó a la génesis de películas como Rojo y Negro o a la valoración que de otras, como Carne de fieras, hicieron sus creadores. Lo mejor de ambas es lo concreto: la tragedia del miedo en las checas o la contemplación de una bella mujer encerrada en una jaula de leones. Caducan las fanfarrias de las banderas y los himnos, así como el torrente de símbolos en un tono entre apocalíptico y redentor (Rojo y Negro). Nos aburre, por convencional y previsible, el argumento melodramático como soporte supuestamente necesario hasta llegar al desenlace feliz, con niño incluido (Carne de fieras). Sin embargo, permanecen el rostro tenso de Conchita Montenegro tras ser violada o el cuerpo desnudo, de una sorprendente modernidad, exhibido por una Marlène Grey que trabajaba bajo las bombas.

Nuestra valoración apenas coincide con la perceptible en los testimonios de los creadores de ambos films, cuyos fotogramas contemplamos ahora con la fascinación de lo singular y recuperado. Aquellos tiempos de desmesura compartida anularon esas imágenes o relegaron su valoración. Había otras urgencias pronto caducas o fracasadas, mientras que esos fotogramas sin subrayados ideológicos quedaban arrumbados en unas cajas. Carlos Arévalo no pudo ni quiso rescatarlos junto con el resto de su película. Tras unos reiterados reveses que contradecían sus expectativas iniciales, cayó en el más absoluto escepticismo con respecto a su pasado porque sabía que fue el prólogo de una frustración. El anarquista Armand Guerra ni siquiera tuvo la oportunidad de volver la vista atrás. Inasequible al desaliento por su fe revolucionaria, todavía alentaba nuevos proyectos cinematográficos cuando cayó fulminado en el París de 1939.

Los testimonios recopilados acerca de Carlos Arévalo, el análisis de una considerable documentación y la consulta de una amplia bibliografía crítica me han permitido reconstruir su trayectoria cinematográfica, aunque queden algunos huecos y dudas. Esta información ha cambiado mi lectura inicial de Rojo y Negro. Su consideración como una obra propagandística al servicio del falangismo plantea problemas. El primero es que ningún sector de este movimiento político la ha reivindicado con claridad, ni siquiera en tiempos propicios para un rescate de lo prohibido o perseguido. El segundo es que el quintacolumnista Carlos Arévalo, a tenor de los testimonios familiares, nunca estuvo plenamente identificado con el falangismo, a pesar de sus relaciones con destacados militantes durante la inmediata posguerra. El tercero, y hasta ahora nunca tenido en cuenta, es que gran parte de su polémica película se encuentra basada en un argumento publicado por el propio Carlos Arévalo. Fue escrito para participar en un concurso de guiones celebrado en 1934, dos años antes de una guerra que añadió orden y concreción a lo redactado como un apocalíptico y simbólico grito de protesta, en clave trágica, frente a una situación que el autor consideraba degenerada. El cuarto problema es que una visión del resto de sus películas no permite vislumbrar huellas del supuesto falangismo del director que, sin embargo, manifiesta varias constantes que se reparten en los títulos que le llevaron a la frustración como cineasta.

Estas y otras circunstancias de las que he tenido noticia a lo largo de mi investigación relativizan algunas de las afirmaciones vertidas sobre Rojo y Negro, del cual hasta se consideraba perdido un argumento cuya edición podemos consultar en la Biblioteca Nacional. Dada la premura de tiempo de una ponencia y con el anuncio de la publicación de la referida monografía, me limitaré a señalar algunos datos fundamentales para jalonar mejor la trayectoria de Carlos Arévalo y alumbrar con más precisión su discutida película estrenada en 1942 y desaparecida poco después.

El origen de Rojo y Negro se encuentra en el argumento cinematográfico titulado Dos, cuya edición firmada por Carlos Arévalo está depositada en la Biblioteca Nacional (T/37300). Gracias a una entrevista concedida por el autor a Primer Plano en septiembre de 1950, sabemos que se trata de un texto escrito para ser presentado a un concurso de guiones que tuvo lugar en 1934. No alcanzó su objetivo de darse a conocer en el mundillo cinematográfico de la República, pero el futuro director estaba convencido del interés de un argumento algo confuso y con una fuerte impronta simbolista. En 1941, cuando ya había creado su propia productora para colaborar con CIFESA y había dirigido ¡Harka!, Carlos Arévalo estaba en condiciones de acometer un nuevo proyecto. Los responsables de CEPICSA le propusieron dirigir la película fundacional de la nueva empresa y, de acuerdo con José M.ª Alfaro, rescató su antiguo argumento modificando el título y parte de la trama. Asimismo, le añadió en la tercera parte algunas circunstancias relacionadas con sus experiencias como quintacolumnista durante la Guerra Civil.

Carlos Arévalo, como tantos otros jóvenes, había recibido con simpatía la llegada de la II República, pero pronto le decepcionó y, en 1934, Dos muestra el Apocalipsis de un presente marcado por el vicio y la corrupción. La valoración ideológica o política de su argumento es confusa. En el texto no hay alusiones concretas a los grupos en liza por aquel entonces, así como tampoco podemos encontrar un verdadero análisis de las circunstancias por las que atravesaba la España republicana, desdibujada en unas coordenadas espacio-temporales apenas perceptibles. Carlos Arévalo se inclina por el relato de la tragedia protagonizada por dos jóvenes revolucionarios: Ernestina y Miguel, que se habían enamorado desde niños al igual que sucederá con Luisa y Miguel en Rojo y Negro. En el argumento original, ambos son unos camaradas que emprenden una acción armada, a resultas de la cual fallece la mujer que había criado al protagonista. Desesperado, y como antecedente de lo que sucederá en el desenlace de la película, Miguel se enfrenta a los policías buscando la muerte. Y, a continuación, Dos presenta una serie de escenas simbólicas que incluyen, literalmente, un mundo que deja de dar vueltas, se para y retrocede hasta un pasado donde las fuerzas de la sabiduría y la religión protagonizan una disputa. El confuso texto de Carlos Arévalo oscila entre el auto sacramental y el argumento cinematográfico, pero en ningún momento se acerca a un falangismo con el que no se identificó durante el período republicano.

La guerra en Madrid supuso una dura experiencia para Carlos Arévalo. Durante el verano de 1936, su domicilio familiar fue registrado por milicianos y, a resultas de una anónima delación, ejecutaron a su padre, un empresario del sector del mármol. Poco después, un hermano que militaba en la Falange corría la misma suerte tras el paso por una checa. El propio cineasta se libró de una probable muerte por un aviso recibido a tiempo. Estas circunstancias le llevaron a integrarse en la quinta columna y a protagonizar acciones como las vistas en la tercera parte de Rojo y Negro. Varios críticos han subrayado el verismo de las escenas desarrolladas en las checas, el reflejo de un pánico y una tensión que se extienden a los mejores momentos de la película. Carlos Arévalo no necesitaba referencias externas para incluir lo que había observado como involuntario protagonista.

En la película, y a diferencia del argumento original, Luisa se decanta por la Falange y Miguel se convierte en un comisario político de los republicanos. Dejan de ir juntos para enfrentarse como revolucionarios a una situación presidida por la violencia, el caos y la degeneración, pero mantienen la misma voluntad y honestidad. Conviene subrayar esta circunstancia para comprender mejor el polémico final de Rojo y Negro. En el proyecto original, ambos enamorados reaccionan conjuntamente frente a un presente que rechazan. En la película, mantienen un vínculo de amor, aunque su reacción se bifurca por caminos políticos distintos: el falangismo y el comunismo. Nada tiene de extraño, pues, que en el desenlace corran la misma suerte: la muerte como tragedia. Y conviene subrayar este último término, ya que algunas de las dudas suscitadas por Rojo y Negro se clarifican si aceptamos la clave de tragedia que, en buena medida, Carlos Arévalo aplicó a una película que funciona confusamente si la observamos exclusivamente como obra de propaganda.

En 1941 y a pesar de los cambios acontecidos, Carlos Arévalo confiaba en el interés del argumento escrito siete años antes porque lo imaginaba como un marco perfecto para desarrollar su concepción del cine. Esta confianza, basada también en unos contactos personales que le permitían pensar en la viabilidad de sus proyectos, le permitió desechar la tentadora oferta de dirigir Raza a partir del argumento del general Franco. Ya sabíamos que Carlos Arévalo era uno de los tres cineastas a los que el Consejo de la Hispanidad propuso realizar una prueba para elegir al que, finalmente, llevaría a las pantallas tan comprometido y singular texto. También se ha repetido una anécdota, contada por José Luis Sáenz de Heredia, para explicar el sorprendente proceder del dictador a la hora de elegir al director de su proyecto cinematográfico. Sin embargo, desconocíamos que Carlos Arévalo, tras escribir el tratamiento de las primeras escenas, habló con el periodista Manuel Aznar y le comunicó que prefería sacar adelante su propio proyecto: Rojo y Negro. Incluso, según me contó su familia, se negó a cobrar una generosa cantidad por el trabajo realizado. El rodaje de ambas películas coincidió en el tiempo, también en alguna localización como el Congreso de los Diputados, pero la divergente orientación de las mismas marcó de manera contrapuesta la posterior trayectoria de sus directores. Raza fue el modelo propagandístico a seguir, mientras que Rojo y Negro se convirtió en una obra insólita, singular y olvidada por la propia productora.

Gracias a un documentado artículo de Alberto Elena y un interesante trabajo publicado en Internet por José Lorenzo García Fernández, la supuesta censura o prohibición de la película de Carlos Arévalo ha quedado como un falso lugar común. Sin embargo, durante el estreno y los días posteriores hubo serios problemas que desembocaron en la retirada del film por parte de CEPICSA. A los argumentos esgrimidos en los citados artículos, cabe añadir el testimonio de Arturo Marcos Tejedor, que en su calidad de empleado de la productora asistió al estreno y me habló del malestar de los militares ante una película, supuestamente propagandística, que les ignoraba y presentaba un final polémico. Algunas voces airadas llegaron hasta El Pardo, donde el general Franco asistió a una proyección privada de Rojo y Negro. El desenlace de la historia nos permite suponer la opinión de tan singular espectador. Carlos Arévalo había perdido la oportunidad de dirigir Raza y, por el contrario, se había empeñado en sacar adelante Rojo y Negro. En una temprana fecha, la primavera de 1942, ya sabía que su futuro en el cine iba a ser problemático.

Otro punto que en esta historia ha permanecido en una relativa oscuridad es el papel jugado por la productora CEPICSA, al frente de cuyo consejo de administración estaba el banquero Pedro Barrié de la Maza. Las gestiones realizadas ante los responsables del Banco Pastor, actual propietario de los derechos de la productora, me han confirmado la desaparición de la documentación relacionada con las cuatro películas que produjo CEPICSA antes de convertirse en distribuidora. Sin embargo, he reconstruido la composición de su consejo de administración y la trayectoria de sus miembros por aquellas fechas. Todos tuvieron una brillante carrera jalonada por importantes cargos, que contribuirían al olvido de un episodio desagradable. El padre Venancio Marcos continuó con su vinculación al cine y la radio hasta convertirse en un destacado representante del nacionalcatolicismo. Edgar Neville pudo animar a Carlos Arévalo porque su proyecto guardaba alguna semejanza con Frente de Madrid, pero el escarmiento sufrido con este título en 1939 le llevó por otros derroteros menos comprometidos y rodó para CEPICSA una película, Correo de Indias (1942), que evidencia la habilidad de su director para adaptarse a los tiempos. Javier Martínez de Bedoya en sus memorias ni siquiera menciona el episodio de Rojo y Negro, aunque recuerda detalles menores de su paso por la productora como gerente. José M.ª Alfaro, el supuesto «inspector artístico» de la polémica película, en realidad no intervino en la producción o supervisión, como tampoco llevó a cabo otras tareas periodísticas y literarias que se le suelen atribuir en notas biográficas poco dadas a comprobar los datos. Sus trabajos eran tan intermitentes como eficaces, pues unos meses después del estreno fue nombrado vicepresidente de las primeras Cortes franquistas. Y, finalmente, Pedro Barrié de la Maza ya era el banquero de los Franco antes de ser nombrado Conde de Fenosa en la década de los cincuenta. En el Pazo de Meirás, que consiguió para el general como un singular regalo, o en el yate Azor donde a menudo pescaban juntos, ambos aficionados al cine no tendrían tiempo de recordar aquella extraña película de Carlos Arévalo. A Franco no le gustó y el productor supo que había llegado el momento de retirarla de la circulación.

La acelerada tramitación de Rojo y Negro nos indica el afán de la productora para que el estreno coincidiera con una fecha significativa. El rodaje finalizó el 10 de mayo. La Comisión de Censura Cinematográfica abrió ficha al film el 18 de mayo y dos días después lo declaró aprobado sin problema alguno. El estreno tuvo lugar el 25 de mayo, coincidiendo con el regreso a Madrid de los primeros repatriados de la División Azul y en sesión patrocinada por la Asociación de la Prensa. Había, pues, una clara voluntad de aprovechar una fecha con significado político para promocionar un título que los productores considerarían ajustado a las directrices oficiales. Sólo hubo una persona disconforme con tan apresurado estreno: Carlos Arévalo. En una entrevista concedida a Primer Plano el 24 de septiembre de 1950, manifiesta que Rojo y Negro «fue estrenada sin concluir y sin yo autorizar la proyección». No sería la última vez que tendría graves problemas con las productoras. Esta circunstancia nos ayuda a comprender la extrañeza que nos produce el montaje conservado. El director pretendía disponer de un mínimo de tiempo para mejorarlo, pero el objetivo de CEPICSA era aprovechar una coyuntura favorable. Cuando las circunstancias se volvieron negativas a raíz de algunas protestas, la película desapareció de la cartelera y, claro está, Carlos Arévalo nunca más tuvo la oportunidad de realizar el montaje que tantos desvelos le había causado.

Arturo Marcos Tejedor me explicó que el caso fue resuelto con bastante discreción. Ni siquiera preocupó demasiado a una productora que, por otras vías nada cinematográficas, tenía mucho más que ganar y podía prescindir del millón y medio de pesetas que costó Rojo y Negro. Tampoco Carlos Arévalo se convirtió en un director maldito. Entre 1942 y 1945, no pudo hacer otra película de carácter ideológico, político o propagandístico, pero lo mismo le sucedió al resto de los cineastas. El cambio de suerte en la II Guerra Mundial, la caída de Serrano Súñer y la búsqueda de nuevas alianzas políticas en el exterior aconsejaban el olvido del cine de Cruzada. Las órdenes fueron rigurosas y, a partir de 1943, Juan de Orduña, José Luis Sáenz de Heredia, Antonio Román y otros directores buscaron acomodo en géneros menos comprometidos. También Carlos Arévalo, que dirigió tres melodramas para Lais P. C. y Exclusivas Floralva: Siempre mujeres (1942), Arribada forzosa (1944) y Su última noche (1945). Sólo se ha conservado, en mal estado, una copia de la segunda, pero la información recopilada nos permite afirmar que los resultados fueron mediocres. Así también lo pensaba el director, que se lamentó en más de una ocasión de las penosas condiciones de trabajo: presupuestos escasos, enfrentamientos con los equipos técnicos, triquiñuelas para intentar engañar a la timorata censura, montajes al margen de las decisiones del director, pérdida de originales, copias mal sonorizadas y un largo etcétera que le llevaron al desánimo.

Al margen de estos problemas, la trayectoria cinematográfica de Carlos Arévalo parece por entonces desnortada. Llama la atención que el creador de un personaje como la falangista Luisa González de Rojo y Negro, una mujer independiente con iniciativa política, recreara historias donde la más tradicional misoginia se conjuga con la intención moralizadora. Ya había antecedentes en ¡Harka!, pero esa tendencia se acrecienta en unos melodramas mal recibidos por la crítica y con escasos resultados en taquilla. Carlos Arévalo decide entonces abandonar el cine y volver a su actividad como escultor especializado en retratos por encargo. En la primavera de 1936 había obtenido la cátedra en la Escuela de Bellas Artes de Oviedo. No pudo tomar posesión por el inicio de la guerra y, diez años después, emprende en su estudio de la calle María de Molina una tarea que le permitiría sobrevivir con algunos problemas.

El período de inactividad cinematográfica dura casi doce años, hasta que la pareja compuesta por Sergio Newman y Silvia Morgan convence a Carlos Arévalo para que reanude sus tareas como director en las películas que ambos producían con el sello de Hispamer. El análisis de Hospital general (1956), Un americano en Toledo (1957), Ángeles sin cielo (1957), Los dos rivales (1958) y Misión en Marruecos (1959) produce desconcierto si pensamos en el ambicioso y singular director de Rojo y Negro. Sergio Newman era un productor avezado en el arte de la picaresca. Su objetivo consistía en sacar adelante un lote de películas de diferentes géneros populares para su distribución en las salas de reestreno. El responsable de Hispamer contaba con la colaboración obligada de Silvia Morgan como actriz, un equipo técnico fijo, algunos actores de reparto eficaces, galanes extranjeros de segunda fila o necesitados de una nueva oportunidad, actrices hermosas que pudieran lucir la moda del momento y, sobre todo, un flexible marco legal para las coproducciones que facilitaría la viabilidad económica del negocio. El papel de Carlos Arévalo, salvo en Hospital general, fue el de un artesano al servicio de este objetivo. En los años cuarenta había descubierto a Silvia Morgan como actriz y ella le devolvió el favor reclutándolo para unas producciones donde su participación se diluye o, incluso, se limita a dar el nombre para cubrir el cupo de la participación española.

Las andanzas de Sergio Newman y Silvia Morgan en las coproducciones de finales de los años cincuenta me han permitido conocer un mundillo cinematográfico poco explorado por los historiadores. Resulta también interesante desde la perspectiva de la sociología del espectáculo de aquella época, con tantas salas de reestreno repartidas por diferentes países y a la espera de unas películas de género realizadas de acuerdo con unos moldes estrictamente seguidos por los artesanos. Sin embargo, las huellas de Carlos Arévalo se difuminan y comprendemos que, en 1960, decidiera abandonar definitivamente el cine. Silvia Morgan se marchó a Estados Unidos, Sergio Newman se dedicó a géneros como el peplum y el spaghetti-western donde su colaboración era improbable y, además, los primeros síntomas del mal de Parkinson empezaban a minar la salud de quien se sentía frustrado como cineasta. Había llegado con muchas ideas y pretensiones, con una concepción ambiciosa de unas películas alejadas del lenguaje habitual en la España de la posguerra, y terminó en la vulgaridad de unas coproducciones realizadas a ritmo industrial. Tras la desaparición de Rojo y Negro, la trayectoria creativa de Carlos Arévalo está presidida por los fracasos comerciales, los problemas con las productoras, la prohibición de algunos proyectos, la necesidad de colaborar en empresas que no le interesaban y, sobre todo, la sensación de una frustración que le sumió en el silencio mantenido desde su retirada hasta su fallecimiento casi treinta años después.

Carlos Arévalo nunca intentó recuperar Rojo y Negro. La película se había convertido en un lejano recuerdo de una época de la que no conservaba ni las amistades. Sus hijos no la vieron hasta que fue restaurada por la Filmoteca. Tampoco tuvieron más noticias de una carrera cinematográfica de la que apenas guardó documentos, papeles o fotografías. A la frustración le siguió el silencio, la parquedad en las contestaciones cuando le preguntaba alguno de sus familiares o el relato de anécdotas que nos hablan de las dificultades de todo tipo para realizar cine en la España del franquismo. Mientras aparecían los comentarios que hablaban de Rojo y Negro como la única película de concepción plenamente falangista, su director se sentía alejado de este movimiento y de un franquismo que ya le decepcionó en la posguerra. Carlos Arévalo, empujado por las trágicas circunstancias de su familia, había sido un quintacolumnista que pudo creerse entre los vencedores. Actuó como tal en cortos como Ya viene el cortejo (1939), cuya autoría le intentó arrebatar el rapsoda Juan de Orduña, o en largometrajes como ¡Harka! que contribuyeron a la presentación de Alfredo Mayo como icono del nuevo régimen, pero tras la experiencia de Rojo y Negro todo se frustró.

La historia de nuestro cine está presidida a menudo por el azar. Un hallazgo fortuito nos ha permitido conocer algunas de las más singulares escenas del cine de la posguerra. Su visión fascina por lo insólito y alienta interpretaciones polémicas. Nos apetece hablar de esta película porque se escapa de la banalidad del lenguaje cinematográfico del momento. Sin embargo, a Carlos Arévalo sólo le invitaba al olvido que hemos roto quienes indagamos en una época cuyo recuerdo ha sido negado por el silencio de muchos de sus protagonistas. Algunos porque tenían motivos sobrados para ocultar su pasado. Otros porque lo veían como un tiempo de desmesura con el que apenas se identificaban. Sólo quienes tenían madera de héroes, como Dionisio Ridruejo, se atrevieron a recorrer el camino de la rectificación. Los demás, en el mejor de los casos, evitaron el cinismo mediante la discreción del silencio y el olvido, aunque tuvieran que leer o escuchar frases rotundas cuyo sentido apenas se ajustaba a la realidad de una época difícil con situaciones repletas de matices. Mi intención ha sido conocerla mejor dando rostro y palabra a un Carlos Arévalo que se había convertido en un dato de las fichas de catalogación. Espero que algún editor con sentido del riesgo publique un libro que habla de la desmesura compartida por el anarquista Armand Guerra y un director que, situado en el otro bando, con el tiempo habría comprendido sin problemas a su supuesto enemigo.




ArribaBibliografía

  • ARÉVALO, Carlos, Dos, Madrid, Talleres Ferga, 1934.
  • ELENA, Alberto, «¿Quién prohibió Rojo y Negro?», Secuencias, n.º 7 (1997), pp. 61-78.
  • GARCÍA FERNÁNDEZ, José L., «El intento frustrado de un nuevo cine falangista», en www.rumbos.net
  • MARCOS TEJEDOR, Arturo, Una vida dedicada al cine, Salamanca, Junta de Castilla y León, 2005.
  • MARTÍNEZ DE BEDOYA, Javier, Memorias desde mi aldea, Valladolid, Ámbito, 1996.
  • RÍOS CARRATALÁ, Juan A., Una simpatía arrolladora: Edgar Neville, Barcelona, Ariel, 2007.




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