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ArribaAbajoCapítulo XLV

De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y del modo que comenzó a gobernar


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¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras! Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá, médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música, tú que siempre sales, y aunque lo parece, nunca te pones. A ti digo, oh Sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre: a ti digo que me favorezcas, y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo me siento tibio, desmazalado y confuso.

Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el Duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria. El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aúna todos los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente en sacándole de la iglesia le llevaron a la silla del juzgado, y le sentaron en ella, y el mayordomo del Duque le dijo: Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa; de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador, y así, o se alegra o se entristece con su venida. En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban escritas; y como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido: Señor, allí está escrito y notado el día en que V. S. tomó posesión desta ínsula, y dice el epitafio: Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce. ¿Y a quién llaman don Sancho Panza? preguntó Sancho. A V. S., respondió el mayordomo, que en esta ínsula no ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla. Pues advertid, hermano, dijo Sancho, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas, y yo imagino que en esta ínsula debe haber más dones que piedras; pero basta, Dios me entiende, y podrá ser que si el gobierno me dura cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por la muchedumbre, deben de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor mayordomo; que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no se entristezca el pueblo. A este instante entraron en el juzgado una mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces, diciendo: Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo.

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Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y ¡desdichada de mí! me ha llevado lo que yo tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y extranjeros, y yo siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme. Aun eso está por averiguar si tiene limpias o no las manos este galán, dijo Sancho, y volviéndose al hombre le dijo ¿qué decía y respondía a la querella de aquella mujer? El cual todo turbado respondió: Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía deste lugar de vender (con perdón sea dicho) cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían: volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos: paguele lo soficiente, y ella mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme a este puesto: dice que la forcé y miente para el juramento que hago, o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja. Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata: él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo temblando; tomola la mujer, y haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas, con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos; aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro. Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa: Buen hombre, id tras aquella mujer, y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella: y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos esperando el hombre y la mujer, más asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo: Justicia de Dios y del mundo: mire vuesa merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que en mitad de poblado y en mitad de la calle me ha querido quitar la bolsa que vuesa merced mandó darme. Y ¿háosla quitado? preguntó el gobernador. ¿Cómo quitar? respondió la mujer, antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa: bonita es la niña, otros gatos me han de echar a las barbas, que no éste desventurado y asqueroso: tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aún garras de leones: antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes. Ella tiene razón, dijo el hombre, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola. Entonces el gobernador dijo a la mujer: Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa: ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la esforzada, y no forzada: Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza: andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula, ni en seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes; andad luego digo, churrillera, desvergonzada y embaidora. Espantose la mujer, y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre: Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie. El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese.

Luego acabado este pleito entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de labrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el sastre dijo: Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuesa merced en razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer, que yo, con perdón de los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito, y poniéndome un pedazo de paño en las manos, me preguntó: Señor, ¿habría en esto paño harto para hacerme una caperuza? Yo tanteando el paño le respondí que sí; él debiose de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, que sin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicome que mirase si habría para dos; adivinele el pensamiento y díjele que sí; y él, caballero en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas; y ahora en este punto acaba de venir por ellas; yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura; antes me pide que le pague o vuelva su paño. ¿Es todo esto así, hermano? preguntó Sancho. Sí, señor, respondió el hombre, pero hágale vuesa merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho. De buena gana, respondió el sastre; y sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostró en ella cinco caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo: He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vista de veedores del oficio. Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo: Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varón, y así yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel, y no haya más. Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a los circunstantes, ésta les provocó a risa; pero en fin, se hizo lo que mandó el gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo: Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad, de volvérmelos, que la que él tenía cuando yo se los presté; pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los ha vuelto: yo no tengo testigos ni del prestado, ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto; querría que vuesa merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios. ¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? dijo Sancho. A lo que dijo el viejo: Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuesa merced esa vara; y pues él lo deja en mi juramento, yo juraré cómo se los he vuelto y pagado real y verdaderamente. Bajó el gobernador la vara, y en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían; pero que él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario, y dijo que sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombre de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómo y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pediría nada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y en viéndole Sancho, le dijo: Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester. De muy buena gana, respondió el viejo: hele aquí, señor, y púsosele en la mano: tomole Sancho, y dándosele al otro viejo, le dijo: Andad con Dios, que ya vais pagado. ¿Yo, señor? respondió el viejo; ¿pues vale esta cañaheja diez escudos de oro? Sí, dijo el gobernador, o si no yo soy el mayor porro del mundo; y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino; y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón. Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que juraba, a su contrario, aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que en acabando de jurar le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél estaba la paga de lo que pedían: de donde se podía colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y más que él había oído contar otro caso como aquél al cura de su lugar, y que él tenía tan gran memoria, que a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondría por tonto o por discreto, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al Duque, que con gran deseo lo estaba esperando: y quédese aquí el buen Sancho; que es mucha la priesa que nos da su amo, alborotado con la música de Altisidora.

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ArribaAbajoCapítulo XLVI

Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió Don Quijote en el discurso de los amores de la enamorada Altisidora


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Dejamos al gran Don Quijote envuelto en los pensamientos que le habían causado la música de la enamorada doncella Altisidora. Acostose con ellos, y como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y juntábansele los que le faltaban de sus medias; pero como es ligero el tiempo, y no hay barranco que le detenga, corrió caballero en las horas, y con mucha presteza llegó la de la mañana. Lo cual visto por Don Quijote, dejó las blandas plumas, y no nada perezoso, se vistió su acamuzado vestido y se calzó sus botas de camino, por encubrir la desgracia de sus medias. Arrojóse encima su mantón de escarlata y púsose en la cabeza una montera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgó el tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada, asió un gran rosario que consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió a la antesala, donde el Duque y la Duquesa estaban ya vestidos y como esperándole. Y al pasar por una galería, estaban aposta esperándole Altisidora y la otra doncella su amiga, y así como Altisidora vio a Don Quijote, fingió desmayarse, y su amiga la recogió en sus faldas, y con gran presteza la iba a desabrochar el pecho. Don Quijote, que lo vio, llegándose a ellas, dijo: Ya sé yo de qué proceden estos accidentes. No sé yo de qué, respondió la amiga, porque Altisidora es la doncella más sana de toda esta casa, y yo nunca la he sentido un ¡ay! en cuanto ha que la conozco; que mal hayan cuantos caballeros andantes hay en el mundo, si es que todos son desagradecidos: váyase vuesa merced, señor Don Quijote; que no volverá en sí esta pobre niña en tanto que vuesa merced aquí estuviere.

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A lo que respondió Don Quijote: Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi aposento; que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella; que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios calificados: Y con esto se fue, porque no fuese notado de los que allí le viesen. No se hubo bien apartado, cuando volviendo en sí la desmayada Altisidora, dijo a su compañera: Menester será que se le ponga el laúd; que sin duda Don Quijote quiere darnos música, y no será mala, siendo suya. Fueron luego a dar cuenta a la Duquesa de lo que pasaba y del laúd que pedía Don Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó con el Duque y con sus doncellas de hacerle una burla que fuese más risueña que dañosa, y con mucho contento esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se había venido el día, el cual pasaron los Duques en sabrosas pláticas con Don Quijote: y la Duquesa aquel día real y verdaderamente despachó a un paje suyo, que había hecho en la selva la figura encantada de Dulcinea, a Teresa Panza con la carta de su marido Sancho Panza, y con el lío de ropa que había dejado para que se le enviase, encargandole le trujese buena relación de todo lo que con ella pasase. Hecho esto, y llegadas las once horas de la noche, halló Don Quijote una vihuela en su aposento; templola, abrió la reja, y sintió que andaba gente en el jardín, y habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afinádola lo mejor que supo, escupió y remondose el pecho, y luego con una voz ronquilla, aunque entonada, cantó el siguiente romance, que él mismo aquel día había compuesto:



Suelen las fuerzas de amor
   sacar de quicio a las almas,
   tomando por instrumento
   la ociosidad descuidada.
Suele el coser y el labrar,
   y el estar siempre ocupada,
   ser antídoto al veneno
   de las amorosas ansias.

Las doncellas recogidas
   que aspiran a ser casadas,
   la honestidad es la dote
   y voz de sus alabanzas.
Los andantes caballeros,
   y los que en la corte andan,
   requiébranse con las libres;
   con las honestas se casan.

Hay amores de levante,
   que entre huéspedes se tratan,
   que llegan presto al poniente,
   porque en el partirse acaban.
El amor recién venido,
   que hoy llegó y se va mañana,
   las imágines no deja
   bien impresas en el alma.

Pintura sobre pintura,
ni se muestra, ni señala;
   y do hay primera belleza,
   la segunda no hace baza.
Dulcinea del Toboso
   del alma en la tabla rasa
   tengo pintada de modo,
   que es imposible borrarla.

La firmeza en los amantes
   es la parte más preciada,
   por quien hace amor milagros,
   y a simesmo los levanta.

Aquí llegaba Don Quijote de su canto, a quien estaban escuchando el Duque y la Duquesa, Altisidora y casi toda la gente del castillo, cuando de improviso, desde encima de un corredor que sobre la reja de Don Quijote a plomo caía, descolgaron un cordel donde venían más de cien cencerros asidos, y luego, tras ellos, derramaron un gran saco de gatos, que asimismo traían cencerros menores atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los cencerros y el mayar de los gatos, que aunque los Duques habían sido inventores de la burla, todavía les sobresaltó, y temeroso Don Quijote, quedó pasmado; y quiso la suerte que dos o tres gatos se entraron por la reja de su estancia, y dando de una parte a otra, parecía que una región de diablos andaba en ella. Apagaron las velas que en el aposento ardían, y andaban buscando por do escaparse. El descolgar y subir del cordel de los grandes cencerros no cesaba; la mayor parte de la gente del castillo, que no sabía la verdad del caso, estaba suspensa y admirada. Levantóse Don Quijote en pie, y poniendo mano a la espada, comenzó a tirar estocadas por la reja, y a decir a grandes voces: Afuera, malignos encantadores, afuera, canalla hechiceresca, que yo soy Don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras malas intenciones; y volviéndose a los gatos que andaban por el aposento, les tiró muchas cuchilladas: ellos acudieron a la reja, y por allí se salieron, aunque uno, viéndose tan acosado de las cuchilladas de Don Quijote, le saltó al rostro y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor Don Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el Duque y la Duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza acudieron a su estancia, y abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron con luces y vieron la desigual pelea; acudió el Duque a despartirla, y Don Quijote dijo a voces: No me le quite nadie, déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, con este encantador; que yo le daré a entender de mí a él quién es Don Quijote de la Mancha. Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba. Más en fin el Duque se le desarraigó y le echó por la reja: quedó Don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy despechado porque no le habían dejado fenecer la batalla que tan trabada tenía con aquel malandrín encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y la misma Altisidora con sus blanquísimas manos le puso unas vendas por todo lo herido, y al ponérselas, con voz baja le dijo: Todas estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado de tu dureza y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu escudero el azotarse, porque nunca salga de su encanto esta tan amada tuya Dulcinea, ni tú la goces, ni llegues a tálamo con ella, a lo menos, viviendo yo, que te adoro. A todo esto no respondió Don Quijote otra palabra si no fue dar un profundo suspiro; y luego se tendió en su lecho, agradeciendo a los Duques la merced, no porque él tenía temor de aquella canalla gatesca, encantadora y cencerruna, sino porque había conocido la buena intención con que habían venido a socorrerle. Los Duques le dejaron sosegar, y se fueron, pesarosos del mal suceso de la burla; que no creyeron que tan pesada y costosa le saliera a Don Quijote aquella aventura, que le costó cinco días de encerramiento y de cama, donde le sucedió otra aventura más gustosa que la pasada, la cual no quiere su historiador contar ahora, por acudir a Sancho Panza, que andaba muy solícito y muy gracioso en su gobierno.

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ArribaAbajoCapítulo XLVII

Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su gobierno


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Cuenta la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una real y limpísima mesa; y así como Sancho entró en la sala, sonaron chirimías, y salieron cuatro pajes a darle aguamanos, que Sancho recibió con mucha gravedad. Cesó la música, sentose Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había más de aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanca toahalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares. Uno que parecía estudiante echó la bendición, y un paje puso un babador randado a Sancho: otro que hacía el oficio de maestresala llegó un plato de fruta delante; pero apenas hubo comido un bocado, cuando el de la varilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima celeridad; pero el maestresala le llegó otro, de otro manjar. Iba a probarle Sancho; pero antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso, y mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de Maesecoral. A lo cual respondió el de la vara: No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día, y tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe, mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida. Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas y a mi parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño. A lo que el médico respondió: Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida. ¿Pues por qué? dijo Sancho. Y el médico respondió: Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la Medicina, en un aforismo suyo dice: «Omnis saturatio mala, perdicis autem pessima». Quiere decir: toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malísima. Si eso es así, dijo Sancho, vea el señor doctor de cuantos manjares hay en esta mesa cuál me hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer dél sin que me le apalee; porque por vida del gobernador, y así Dios me le deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que aumentármela. Vuesa merced tiene razón, señor gobernador, respondió el médico, y así es mi parecer que vuesa merced no coma de aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo: de aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se pudiera probar; pero no hay para qué. Y Sancho dijo: Aquel platonazo que esta más adelante vahando me parece que es olla podrida, que, por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho. «Absit», dijo el médico, vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida: allá las ollas podridas para los canónigos, o para los retores de colegios, o para las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razón es, porque siempre, y a doquiera, y de quienquiera, son más estimadas las medicinas simples que las compuestas, porque en las simples no se puede errar, y en las compuestas sí, alterando la cantidad de las cosas de que son compuestas; más lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de cañutillos de suplicaciones, y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión. Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de la silla y miró de hito en hito al tal médico, y con voz grave le preguntó cómo se llamaba y dónde había estudiado. A lo que él respondió: Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna. A lo que respondió Sancho, todo encendido en cólera: Pues, señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodóvar del Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego delante; si no, voto al sol que tome un garrote, y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar médico en toda la ínsula, a lo menos, de aquellos que yo entienda que son ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas: y vuelvo a decir que se me vaya Pedro Recio de aquí, si no, tomaré está silla donde estoy sentado y se la estrellaré en la cabeza, y pídanmelo en residencia; que yo me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico, verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno; que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas. Alborotose el doctor viendo tan colérico al gobernador, y quiso hacer tirteafuera de la sala, sino que en aquel instante sonó una corneta de posta en la calle, y asomándose el maestresala a la ventana, volvió diciendo: Correo viene del Duque mi señor; algún despacho debe de traer de importancia.

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Entró el correo sudando y asustado, y sacando un pliego del seno, le puso en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del mayordomo, a quien mandó leyese el sobrescrito, que decía así: «A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano, o en las de su secretario.» Oyendo lo cual Sancho, dijo: ¿Quién es aquí mi secretario? Y uno de los que presentes estaban respondió: Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno. Con esa añadidura, dijo Sancho, bien podéis ser secretario del mismo Emperador. Abrid ese pliego, y mirad lo que dice. Hízolo así el recién nacido secretario, y habiendo leído lo que decía, dijo que era negocio para tratarle a solas. Mandó Sancho despejar la sala, y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala, y los demás y el médico se fueron; y luego el secretario leyó la carta, que así decía:

«A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que unos enemigos míos y desa ínsula la han de dar un asalto furioso, no sé qué noche; conviene velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. Sé también por espías verdaderas que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida, porque se temen de vuestro ingenio; abrid el ojo y mirad quién llega a hablaros, y no comáis de cosa que os presentaren. Yo tendré cuidado de socorreros si os viéredes en trabajo, y en todo haréis como se espera de vuestro entendimiento. Deste lugar, a diez y seis de agosto, a las cuatro de la mañana. Vuestro amigo el Duque.»

Quedó atónito Sancho, y mostraron quedarlo asimismo los circunstantes, y volviéndose al mayordomo, le dijo: Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser luego, es meter en un calabozo al doctor Recio; porque si alguno me ha de matar, ha de ser él, y de muerte adminícula y pésima, como es la de la hambre. También, dijo el maestresala me parece a mí que vuesa merced no coma de todo lo que está en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo. No lo niego, respondió Sancho, y por ahora denme un pedazo de pan y obra de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir veneno, porque en efecto no puedo pasar sin comer: y si es que hemos de estar prontos para estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien mantenidos, porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas: y vos, secretario, responded al Duque mi señor y decidle que se cumplirá lo que manda como lo manda, sin faltar punto; y daréis de mi parte un besamanos a mi señora la Duquesa, y que le suplico no se le olvide de enviar con un propio mi carta y mi lío a mi mujer Teresa Panza, que en ello recibiré mucha merced, y tendré cuidado de servirla con todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de camino, podéis encajar un besamanos a mi señor Don Quijote de la Mancha, porque vea que soy pan agradecido; y vos, como buen secretario y como buen vizcaíno, podéis añadir todo lo que quisiéredes y más viniere a cuento: y álcense estos manteles, y denme a mí de comer; que yo me avendré con cuantas espías y matadores y encantadores vinieren sobre mí y sobre mi ínsula. En esto entró un paje y dijo: Aquí está un labrador negociante que quiere hablar a vueseñoría en un negocio, según él dice, de mucha importancia. Extraño caso es éste, dijo Sancho destos negociantes: ¿es posible que sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como éstas no son en las que han de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es menester que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide, sino que quieren que seamos hechos de piedra mármol? Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno (que no durará, según se me trasluce) que yo ponga en pretina a más de un negociante. Agora decid a ese buen hombre que entre; pero adviértase primero no sea alguno de los espías, o matador mío. No, señor, respondió el paje, porque parece una alma de cántaro, y yo sé poco, o él es tan bueno como el buen pan. No hay que temer, dijo el mayordomo, que aquí estamos todos. ¿Sería posible, dijo Sancho, maestresala, que agora que no está aquí el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla? Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la comida, y quedará V. S. satisfecho y pagado, dijo el maestresala. Dios lo haga, respondió Sancho; y en esto entró el labrador, que era de muy buena presencia, y de mil leguas se le echaba de ver que era bueno y buena alma. Lo primero que dijo fue: ¿Quién es aquí el señor gobernador? ¿Quién ha de ser, respondió el secretario, sino el que está sentado en la silla? Humíllome, pues, a su presencia, dijo el labrador, y poniéndose de rodillas, le pidió la mano para besársela. Negósela Sancho, y mandó que se levantase y dijese lo que quisiese. Hízolo así el labrador, y luego dijo: Yo, señor, soy labrador, natural de Miguel Turra, un lugar que está dos leguas de Ciudad Real. ¿Otro Tirteafuera tenemos? dijo Sancho: decid, hermano, que lo que yo os sé decir es que sé muy bien a Miguel Turra, y que no está muy lejos de mi pueblo. Es pues el caso, señor, prosiguió el labrador, que yo, por la misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la santa Iglesia católica romana; tengo dos hijos estudiantes, que el menor estudia para bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se murió mi mujer, o, por mejor decir, me la mató un mal médico, que la purgó estando preñada, y si Dios fuera servido que saliera a luz el parto, y fuera hijo, yo le pusiera a estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el bachiller y el licenciado. De modo, dijo Sancho, que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo. No señor, en ninguna manera, respondió el labrador. Medrados estamos, replicó Sancho: adelante, hermano, que es hora de dormir más que de negociar. Digo pues, dijo el labrador, que este mi hijo que ha de ser bachiller se enamoró en el mesmo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los deste linaje son perláticos, y por mejorar el nombre, los llaman Perlerines; aunque si va decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y mirada por el lado derecho, parece una flor de campo; por el izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; y aunque los hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquéllos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es tan limpia, que por no ensuciar la cara, trae las narices, como dicen, arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y con todo esto, parece bien por extremo, porque tiene la boca grande, y a no faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya entre las más bien formadas. De los labios no tengo qué decir; porque son tan sutiles y delicados, que si se usaran aspar labios, pudieran hacer dellos una madeja; pero como tienen diferente color de la que en los labios se usa comúnmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y aberenjenado; y perdóneme el señor gobernador si por tan menudo voy pintando las partes de la que al fin al fin ha de ser mi hija, que la quiero bien y no me parece mal. Pintad lo que quisiéredes, dijo Sancho, que yo me voy recreando en la pintura, y si hubiera comido, no hubiera mejor postre para mí que vuestro retrato. Eso tengo yo por servir, respondió el labrador, pero tiempo vendrá en que seamos, si ahora no somos; y digo, señor, que si pudiera pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración; pero no puede ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con la boca, y con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar, diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a mi bachiller, sino que no la puede extender, que está añudada; y con todo, en las uñas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura. Está bien dijo Sancho, y haced cuenta, hermano, que ya la habéis pintado de los pies a la cabeza: ¿qué es lo que queréis ahora? Y venid al punto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras. Querría, señor, respondió el labrador, que vuesa merced me hiciese merced de darme una carta de favor para mi consuegro, suplicándole sea servido de que este casamiento se haga, pues no somos desiguales en los bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza; porque, para decir la verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no hay día que tres o cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus; y de haber caído una vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los ojos algo llorosos y manantiales; pero tiene una condición de un ángel, y si no es que se aporrea y se da de puñadas él mesmo a sí mesmo, fuera un bendito. ¿Queréis otra cosa, buen hombre? replicó Sancho. Otra cosa querría, dijo el labrador, sino que no me atrevo a decirlo; pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho, pegue o no pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecientos o seiscientos ducados para ayuda a la dote de mi bachiller; digo, para ayuda de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin estar sujetos a las impertinencias de los suegros. Mirad si queréis otra cosa, dijo Sancho, y no la dejéis de decir por empacho ni por vergüenza. No por cierto, respondió el labrador: y apenas dijo esto, cuando, levantandose en pie el gobernador, asió de la silla en que estaba sentado, y dijo: Voto a tal, don patán rústico y mal mirado, que si no os apartáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza. Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados? ¿Y dónde los tengo yo, hediondo? ¿Y por qué te los había de dar aunque los tuviera, socarrón y mentecato? ¿Y qué se me da a mí de Miguel Turra, ni de todo el linaje de los Perlerines? Va de mí, digo, si no por vida del Duque mi señor que haga lo que tengo dicho. Tú no debes de ser de Miguel Turra, sino algún socarrón que para tentarme te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y medio que tengo el gobierno, ¿y ya quieres que tenga seiscientos ducados? Hizo de señas el maestresala al labrador que se saliese de la sala, el cual lo hizo cabizbajo y al parecer, temeroso de que el gobernador no ejecutase su cólera; que el bellacón supo hacer muy bien su oficio. Pero dejemos con su cólera a Sancho, y ándese la paz en el corro, y volvamos a Don Quijote, que le dejamos vendado el rostro y curado de las gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de los cuales le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualidad y verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimas que sean.

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ArribaAbajoCapítulo XLVIII

De lo que le sucedió a Don Quijote con doña Rodríguez, la dueña de la Duquesa, con otros acontecimientos dignos de escritura y de memoria eterna


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Además estaba mohíno y malencólico el mal ferido Don Quijote, vendado el rostro y señalado, no por la mano de Dios, sino por las uñas de un gato: desdichas anejas a la andante caballería. Seis días estuvo sin salir en público, en una noche de las cuales estando despierto y desvelado, pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintió que con una llave abrían la puerta de su aposento, y luego imaginó que la enamorada doncella venía para sobresaltar su honestidad y ponerle en condición de faltar a la fee que guardar debía a su señora Dulcinea del Toboso. No, dijo creyendo a su imaginación (y esto con voz que pudiera ser oída), no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y sirgo compuestas, ora te tenga Merlín o Montesinos donde ellos quisieren, que adondequiera eres mía, y a doquiera he sido yo, y he de ser, tuyo. El acabar estas razones y el abrir de la puerta fue todo uno. Púsose en pie sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar. Clavó los ojos en la puerta, y cuando esperaba ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía una media vela encendida, y con la derecha se hacía sombra, porque no le diese la luz en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes antojos: venía pisando quedito, y movía los pies blandamente. Mirola Don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa. Fuese llegando la visión, y cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces Don Quijote; y si él quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya; porque así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las vendas, que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo: ¡Jesús! ¿Qué es lo que veo? Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos; y viéndose a escuras volvió las espaldas para irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio consigo una gran caída. Don Quijote temeroso comenzó a decir: Conjúrote fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres, y que me digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo, que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aún hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio se extiende. La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el de Don Quijote, y con voz afligida y baja le respondió: Señor Don Quijote (si es que acaso vuesa merced es Don Quijote), yo no soy fantasma ni visión, ni alma de purgatorio, como vuesa merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la Duquesa, que con una necesidad de aquellas que vuesa merced suele remediar, a vuesa merced vengo. Dígame, señora doña Rodríguez, dijo Don Quijote, ¿por ventura viene vuesa merced a hacer alguna tercería? Porque le hago saber que no soy de provecho para nadie, merced a la sin par belleza de mi señora Dulcinea del Toboso. Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que, como vuesa merced salve y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y vuelva, y departiremos de todo lo que más mandare y más en gusto le viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre. ¿Yo recado de nadie, señor mío? respondió la dueña: mal me conoce vuesa merced; sí, que aún no estoy en edad tan prolongada que me acoja a semejantes niñerías, pues, Dios loado, mi alma me tengo en las carnes, y todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos pocos que me han usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan ordinarios. Pero espéreme vuesa merced un poco; saldré a encender mi vela, y volveré en un instante a contar mis cuitas, como a remediador de todas las del mundo: y sin esperar respuesta se salió del aposento, donde quedó Don Quijote sosegado y pensativo esperándola; pero luego le sobrevinieron mil pensamientos acerca de aquella nueva aventura, y parecíale ser mal hecho y peor pensado ponerse en peligro de romper a su señora la fee prometida, y decíase a sí mismo: ¿Quién sabe si el diablo, que es sutil y mañoso, querrá engañarme agora con una dueña, lo que no ha podido con emperatrices, reinas, duquesas, marquesas ni condesas? Que yo he oído decir muchas veces y a muchos discretos que, si él puede, antes os la dará roma que aguileña; ¿y quién sabe si esta soledad, está ocasión y este silencio despertará mis deseos que duermen, y harán que al cabo de mis años venga a caer donde nunca he tropezado? Y en casos semejantes, mejor es huir que esperar la batalla. Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso; que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antojuna pueda mover ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado pecho del mundo. ¿Por ventura hay dueña en la tierra que tenga buenas carnes? ¿Por ventura hay dueña en el orbe que deje de ser impertinente, fruncida y melindrosa? Afuera pues, caterva dueñesca, inútil para ningún humano regalo: ¡oh cuán bien hacía aquella señora de quien se dice que tenía dos dueñas de bulto con sus antojos y almohadillas al cabo de su estrado, como que estaban labrando, y tanto le servían para la autoridad de la sala aquellas estatuas como las dueñas verdaderas! Y diciendo esto, se arrojó del lecho, con intención de cerrar la puerta y no dejar entrar a la señora Rodríguez; más cuando la llegó a cerrar, ya la señora Rodríguez volvía, encendida una vela de cera blanca, y cuando ella vio a Don Quijote de más cerca, envuelto en la colcha, con las vendas, galocha o becoquín, temió de nuevo, y retirándose atrás como dos pasos, dijo: ¿Estamos seguras, señor caballero? Porque no tengo a muy honesta señal haberse vuesa merced levantado de su lecho. Eso mesmo es bien que yo pregunte, señora, respondió Don Quijote: y así, pregunto si estaré yo seguro de ser acometido y forzado. ¿De quién? ¿O a quién, pedís, señor caballero, esa seguridad? respondió la dueña. A vos y de vos la pido, replicó Don Quijote, porque ni yo soy de mármol ni vos de bronce, ni ahora son las diez del día, sino media noche, y aún un poco más, según imagino, y en una estancia más cerrada y secreta que lo debió de ser la cueva donde el traidor y atrevido Eneas gozó a la hermosa y piadosa Dido. Pero dadme, señora, la mano; que yo no quiero otra seguridad mayor que la de mi continencia y recato, y la que ofrecen esas reverendísimas tocas. Y diciendo esto, besó su derecha mano, y le asió de la suya, que ella le dio con las mesmas ceremonias. Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho la mejor almalafa de dos que tenía. Entrose en fin Don Quijote en su lecho, y quedose doña Rodríguez sentada en una silla, algo desviada de la cama, no quitándose los antojos ni la vela. Don Quijote se acorrucó y se cubrió todo, no dejando más de el rostro descubierto; y habiéndose los dos sosegado, el primero que rompió el silencio fue Don Quijote, diciendo: Puede vuesa merced ahora, mi señora doña Rodríguez, descoserse y desbuchar todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazón y lastimadas entrañas; que será de mí escuchada con castos oídos, y socorrida con piadosas obras. Así lo creo yo, respondió la dueña, que de la gentil y agradable presencia de vuesa merced no se podía esperar sino tan cristiana respuesta. Es pues el caso, señor Don Quijote, que aunque vuesa merced me vee sentada en esta silla y en la mitad del reino de Aragón, y en hábito de dueña aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de Oviedo, y de linaje que atraviesan por él muchos de los mejores de aquella provincia; pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes de tiempo, sin saber cómo ni cómo no, me trujeron a la corte de Madrid, donde por bien de paz y por excusar mayores desventuras, mis padres me acomodaron a servir de doncella de labor a una principal señora; y quiero hacer sabidor a vuesa merced que en hacer vainillas y labor blanca ninguna me ha echado el pie adelante en toda la vida. Mis padres me dejaron sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allí a pocos años se debieron de ir al cielo, porque eran además buenos y católicos cristianos. Quedé huérfana, y atenida al miserable salario y a las angustiadas mercedes que a las tales criadas se suele dar en palacio; y en este tiempo, sin que diese yo ocasión a ello, se enamoró de mi un escudero de casa, hombre ya en días, barbudo y apersonado, y sobre todo hidalgo como el Rey, porque era montañés. No tratamos tan secretamente nuestros amores que no viniesen a noticia de mi señora; la cual, por excusar dimes y diretes, nos casó en paz y en haz de la santa madre Iglesia católica romana, de cuyo matrimonio nació una hija para rematar con mi ventura, si alguna tenía, no porque yo muriese del parto, que le tuve derecho y en sazón, sino porque desde allí a poco murió mi esposo de un cierto espanto que tuvo, que, a tener ahora lugar para contarle, yo sé que vuesa merced se admirara: y en esto, comenzó a llorar tiernamente, y dijo: Perdóneme vuesa merced, señor Don Quijote: que no va más en mi mano; porque todas las veces que me acuerdo de mi mal logrado se me arrasan los ojos de lágrimas. ¡Válame Dios, y con qué autoridad llevaba a mi señora a las ancas de una poderosa mula, negra como el mismo azabache! Que entonces no se usaban coches ni sillas, como agora dicen que se usan, y las señoras iban a las ancas de sus escuderos, esto a lo menos no puedo dejar de contarlo, porque se nota la crianza y puntualidad de mi buen marido. Al entrar de la calle de Santiago, en Madrid, que es algo estrecha, venían a salir por ella un alcalde de corte con dos alguaciles delante, y así como mi buen escudero le vio, volvió las riendas a la mula, dando señal de volver a acompañarle. Mi señora, que iba a las ancas, con voz baja le decía: ¿Qué hacéis, desventurado, no veis que voy aquí?» El alcalde de comedido, detuvo la rienda al caballo, y díjole: Seguid, señor, vuestro camino; que yo soy el que debo acompañar a mi señora doña Casilda, que así era el nombre de mi ama. Todavía porfiaba mi marido, con la gorra en la mano a querer ir acompañando al alcalde. Viendo lo cual mi señora, llena de cólera y enojo sacó un alfiler gordo, o creo que un punzón del estuche, y clavósele por los lomos, de manera, que mi marido dio una gran voz, y torció el cuerpo, de suerte que dio con su señora en el suelo. Acudieron dos lacayos suyos a levantarla, y lo mismo hizo el alcalde y los alguaciles. Alborotose la puerta de Guadalajara, digo la gente baldía que en ella estaba; vínose a pie mi ama, y mi marido acudió en casa de un barbero, diciendo que llevaba pasadas de parte a parte las entrañas. Divulgose la cortesía de mi esposo, tanto, que los muchachos le corrían por las calles, y por esto, y porque él era algún tanto corto de vista, mi señora le despidió, de cuyo pesar sin duda alguna tengo para mí que se le causó el mal de la muerte. Quedé yo viuda y desamparada, y con hija a cuestas, que iba creciendo en hermosura como la espuma de la mar. Finalmente, como yo tuviese fama de gran labrandera, mi señora la Duquesa, que estaba recién casada con el Duque mi señor, quiso traerme consigo a este reino de Aragón, y a mi hija ni más ni menos, adonde yendo días y viniendo días creció mi hija, y con ella todo el donaire del mundo: canta como una calandria, danza como el pensamiento, baila como una perdida, lee y escribe como un maestro de escuela, y cuenta como un avariento: de su limpieza no digo nada: que el agua que corre no es más limpia; y debe de tener agora, si mal no me acuerdo, diez y seis años, cinco meses y tres días, uno más a menos. En resolución, desta mi muchacha se enamoró un hijo de un labrador riquísimo que está en una aldea del Duque mi señor, no muy lejos de aquí.

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En efecto, no sé cómo ni cómo no, ellos se juntaron, y debajo de la palabra de ser su esposo, burló a mi hija, y no se la quiere cumplir; y aunque el Duque mi señor lo sabe, porque yo me he quejado a él, no una, sino muchas veces, y pedídole mande que el tal labrador se case con mi hija, hace orejas de mercader y apenas quiere oírme; y es la causa que como el padre del burlador es tan rico, y le presta dineros, y le sale por fiador de sus trampas por momentos, no le quiere descontentar ni dar pesadumbre en ningún modo. Querría, pues, señor mío, que vuesa merced tomase a cargo el deshacer este agravio, o ya por ruegos, o ya por armas, pues según todo el mundo dice, vuesa merced nació en él para deshacerlos, y para enderezar los tuertos y amparar los miserables; y póngasele a vuesa merced por delante la orfandad de mi hija, su gentileza, su mocedad, con todas las buenas partes que he dicho que tiene; que en Dios y en mi conciencia que de cuantas doncellas tiene mi señora, que no hay ninguna que llegue a la suela de su zapato: y que una que llaman Altisidora, que es la que tienen por más desenvuelta y gallarda, puesta en comparación de mi hija no la llega con dos leguas: porque quiero que sepa vuesa merced, señor mío, que no es todo oro lo que reluce; porque esta Altisidora tiene más de presunción que de hermosura, y más de desenvuelta que de recogida: además que no está muy sana: que tiene un cierto aliento cansado, que no hay sufrir el estar junto a ella un momento; y aún mi señora la Duquesa... quiero callar; que se suele decir que las paredes tienen oídos. ¿Qué tiene mi señora la Duquesa, por vida mía, señora doña Rodríguez? preguntó Don Quijote. Con ese conjuro, respondió la dueña, no puedo dejar de responder a lo que se me pregunta con toda verdad. ¿Ve vuesa merced, señor Don Quijote, la hermosura de mi señora la Duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardía con que va pisando y aún despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer, primero a Dios, y luego a dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena. ¡Santa María! dijo Don Quijote; ¿y es posible que mi señora la Duquesa tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos; pero pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así; pero tales fuentes y en tales lugares, no deben de manar humor, sino ámbar líquido. Verdaderamente que ahora acabo de creer que esto de hacerse fuentes debe de ser cosa importante para salud. Apenas acabó Don Quijote de decir está razón cuando con un gran golpe abrieron las puertas del aposento, y del sobresalto del golpe se le cayó a doña Rodríguez la vela de la mano, y quedó la estancia como boca de lobo, como suele decirse. Luego sintió la pobre dueña que la asían de la garganta con dos manos, tan fuertemente, que no la dejaban gañir, y que otra persona, con mucha presteza, sin hablar palabra, le alzaba las faldas, y con una, al parecer, chinela, le comenzó a dar tantos azotes, que era una compasión; y aunque Don Quijote se la tenía, no se meneaba del lecho, y no sabía qué podía ser aquello, y estábase quedo y callando, y aún temiendo no viniese por él la tanda y tunda azotesca. Y no fue vano su temor; porque en dejando molida a la dueña los callados verdugos (la cual no osaba quejarse) acudieron a Don Quijote, y desenvolviéndole de la sábana y de la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puñadas, y todo esto, en silencio admirable. Duró la batalla casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió doña Rodríguez sus faldas, y gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir palabra a Don Quijote; el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se quedó solo, donde le dejaremos deseoso de saber quién había sido el perverso encantador que tal le había puesto; pero ello se dirá a su tiempo; que Sancho Panza nos llama, y el buen concierto de la historia lo pide.

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ArribaAbajoCapítulo XLIX

De lo que sucedió a Sancho Panza rondando su ínsula


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Dejamos al gran gobernador enojado y mohíno con el labrador pintor y socarrón, el cual industriado del mayordomo, y el mayordomo del Duque, se burlaban de Sancho; pero él se las tenía tiesas a todos, maguera tonto, bronco y rollizo, y dijo a los que con él estaban, y al doctor Pedro Recio, que como se acabó el secreto de la carta del Duque había vuelto a entrar en la sala: Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de ser, o han de ser, de bronce, para no sentir las importunidades de los negociantes, que a todos horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y despachen, atendiendo sólo a su negocio, venga lo que viniere; y si el pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede, o porque no es aquél el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y murmuran, y le roen los huesos, y aún les deslindan los linajes. Negociante necio, negociante mentecato, no te apresures, espera sazón y coyuntura para negociar: no vengas a la hora del comer ni a la del dormir, que los jueces son de carne y de hueso, y han de dar a la naturaleza lo que naturalmente les pide, si no es yo, que no le doy de comer a la mía, merced al señor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que está delante, que quiere que muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a él y a todos los de su ralea, digo a la de los malos médicos, que la de los buenos palmas y lauros merecen. Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban oyéndole hablar tan elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y cargos graves, o adoban o entorpecen los entendimientos. Finalmente el doctor Pedro Recio Agüero de Tirteafuera prometió de darle de cenar aquella noche, aunque excediese de todos los aforismos de Hipócrates. Con esto quedó contento el gobernador, y esperaba con grande ansia llegase la noche y la hora de cenar; y aunque el tiempo, al parecer suyo, se estaba quedo, sin moverse de un lugar, todavía se llegó por él el tanto deseado, donde le dieron de cenar un salpicón de vaca con cebolla, y unas manos cocidas de ternera algo entrada en días. Entregose en todo con más gusto que si le hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de Morón, o gansos de Lavajos, y entre la cena, volviéndose al doctor, le dijo: Mirad, señor doctor, de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas regaladas ni manjares exquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas, y si acaso le dan otros manjares de palacio, los recibe con melindre, y algunas veces con asco: lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré, y se lo pagaré algún día; y no se burle nadie conmigo, porque, o somos o no somos; vivamos todos y comamos en buena paz compaña, pues cuando Dios amanece, para todos amanece; yo gobernaré está ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho; y todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago saber que el diablo está en Cantillana, y que si me dan ocasión, han de ver Maravillas: no sino haceos miel, y comeros han moscas. Por cierto, señor gobernador, dijo el maestresala, que vuesa merced tiene mucha razón en cuanto ha dicho; y que yo ofrezco en nombre de todos los insulanos desta ínsula que han de servir a vuesa merced con toda puntualidad, amor y benevolencia, porque el suave modo de gobernar que en estos principios vuesa merced ha dado no les da lugar de hacer ni de pensar cosa que en deservicio de vuesa merced redunde. Yo lo creo, respondió Sancho; y serían ellos unos necios si otra cosa hiciesen o pensasen; y vuelvo a decir que se tenga cuenta con mi sustento y con el de mi rucio, que es lo que en este negocio importa y hace más al caso; y en siendo hora vamos a rondar, que es mi intención limpiar está ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazana y mal entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos, y sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos. ¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo, o quiébrome la cabeza? Dice tanto vuesa merced, señor gobernador, dijo el mayordomo, que estoy admirado de ver que un hombre tan sin letras como vuesa merced, que, a lo que creo, no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias y de avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuesa merced esperaban los que nos enviaron y los que aquí venimos; cada día se ven cosas nuevas en el mundo; las burlas se vuelven en veras y los burladores se hallan burlados. Llegó la noche, y cenó el gobernador, con licencia del señor doctor Recio. Aderezáronse de ronda; salió con el mayordomo, secretario y maestresala, y el coronista que tenía cuidado de poner en memoria sus hechos, y alguaciles y escribanos, tantos, que podían formar un mediano escuadrón: Iba Sancho en medio, con su vara, que no había más que ver, y pocas calles andadas del lugar, sintieron ruido de cuchilladas; acudieron allá, y hallaron que eran dos solos hombres los que reñían, los cuales, viendo venir a la justicia, se estuvieron quedos, y el uno dellos dijo: Aquí de Dios y del rey; cómo ¿y que se ha de sufrir que roben en poblado en este pueblo, y que salga a saltear en él en la mitad de las calles? Sosegaos, hombre de bien, dijo Sancho, y contadme qué es la causa desta pendencia, que yo soy el gobernador. El otro contrario dijo: Señor gobernador, yo la diré con toda brevedad: vuesa merced sabrá que este gentil hombre acaba de ganar ahora en esta casa de juego que está aquí frontero más de mil reales, y sabe Dios cómo; y hallándome yo presente, juzgué más de una suerte dudosa en su favor, contra todo aquello que me dictaba la conciencia; alzose con la ganancia, y cuando esperaba que me había de dar algún escudo por lo menos de barato, como es uso y costumbre darle a los hombres principales como yo, que estamos asistentes para bien y mal pasar, y para apoyar sinrazones y evitar pendencias, él embolsó su dinero y se salió de la casa: yo vine despechado tras él, y con buenas y corteses palabras le he pedido que me diese siquiera ocho reales, pues sabe que yo soy hombre honrado; y que no tengo oficio ni beneficio, porque mis padres no me le enseñaron ni me le dejaron; y el socarrón, que no es más ladrón Caco ni más fullero que Andradilla, no quería darme más de cuatro reales; porque vea vuestra merced, señor gobernador, qué poca vergüenza y qué poca conciencia; pero a fe que si vuesa merced no llegara, que yo le hiciera vomitar la ganancia, y que había de saber con cuántas entraba la romana. ¿Qué decís vos a esto? preguntó Sancho. Y el otro respondió que era verdad cuanto su contrario decía, y no había querido darle más de cuatro reales porque se los daba muchas veces; y los que esperan barato han de ser comedidos y tomar con rostro alegre lo que les dieren, sin ponerse en cuentas con los gananciosos, si ya no supiesen de cierto que son fulleros y que lo que ganan es mal ganado; y que para señal que él era hombre de bien y no ladrón como decía, ninguna había mayor que el no haberle querido dar nada; que siempre los fulleros son tributarios de los mirones que los conocen. Así es, dijo el mayordomo; vea vuesa merced, señor gobernador, qué es lo que se ha de hacer destos hombres. Lo que se ha de hacer es esto, respondió Sancho: vos, ganancioso, bueno, o malo, o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y más habéis de desembolsar treinta para los pobres de la cárcel; y vos, que no tenéis oficio ni beneficio, y andáis de nones en está ínsula, tomad luego esos cien reales, y mañana en todo el día salid desta ínsula desterrado por diez años, so pena, si lo quebrantáredes, los cumpláis en la otra vida, colgandoos yo de una picota, o, a lo menos, el verdugo por mi mandado; y ninguno me replique, que le asentaré la mano. Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se salió de la ínsula, y aquél se fue a su casa, y el gobernador quedó diciendo: Ahora yo podré poco, o quitaré estas casas de juego; que a mí se me trasluce que son muy perjudiciales. Ésta a lo menos, dijo un escribano, no la podrá vuesa merced quitar, porque la tiene un gran personaje, y más es, sin comparación, lo que él pierde al año que lo que saca de los naipes: contra otros garitos de menor cantía podrá vuesa merced mostrar su poder, que son los que más daño hacen y más insolencias encubren, que en las casas de los caballeros principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de sus tretas; y pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común, mejor es que se juegue en casas principales que no en la de algún oficial, donde cogen a un desdichado de media noche abajo y le desuellan vivo. Agora, escribano, dijo Sancho, yo sé que hay mucho que decir en eso. Y en esto llegó un corchete que traía asido a un mozo, y dijo: Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y así como columbró la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo, señal que debe de ser algún delincuente; yo partí tras él, y si no fuera porque tropezó y cayó, no le alcanzara jamás. ¿Por qué huías, hombre? preguntó Sancho. A lo que el mozo respondió: Señor, por excusar de responder a las muchas preguntas que las justicias hacen. ¿Qué oficio tienes? Tejedor. ¿Y qué tejes? Hierros de lanzas con licencia buena de vuestra merced. ¿Gracioso me sois? ¿De chocarrero os picáis? Está bien: ¿y adónde íbades ahora? Señor, a tomar el aire. ¿Y dónde se toma el aire en está ínsula? Adonde sopla. Bueno: respondéis muy a propósito; discreto sois, mancebo; pero haced cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y os encamino a la cárcel. Asilde, hola, y llevadle; que yo haré que duerma allí sin aire esta noche. Par Dios, dijo el mozo, así me haga vuesa merced dormir en la cárcel como hacerme rey. ¿Pues por qué no te haré yo dormir en la cárcel? respondió Sancho; ¿no tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere? Por más poder que vuesa merced tenga, dijo el mozo, no será bastante para hacerme dormir en la cárcel. ¿Cómo que no? replicó Sancho: llevadle luego donde verá por sus ojos el desengaño, aunque más el alcaide quiera usar con él de su interesal liberalidad; que yo le pondré pena de dos mil ducados si te deja salir un paso de la cárcel. Todo eso es cosa de risa, respondió el mozo: el caso es que no me harán dormir en la cárcel cuantos hoy viven. Dime, demonio, dijo Sancho, ¿tienes algún ángel que te saque y que te quite los grillos que te pienso mandar echar? Ahora, señor gobernador, respondió el mozo con muy buen donaire, estemos a razón y vengamos al punto. Prosuponga vuesa merced que me manda llevar a la cárcel y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuesa merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero? No por cierto, dijo el secretario, y el hombre ha salido con su intención. ¿De modo, dijo Sancho, que no dejaréis de dormir por otra cosa que por vuestra voluntad, y no por contravenir a la mía? No, señor, dijo el mozo, ni por pienso. Pues andad con Dios, dijo Sancho, idos a dormir a vuestra casa, y Dios os dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle; pero aconséjoos que de aquí adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con alguna que os dé con la burla en los cascos. Fuese el mozo, y el gobernador prosiguió con su ronda, y de allí a poco vinieron dos corchetes que traían a un hombre asido, y dijeron: Señor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea, que viene vestida en hábito de hombre. Llegáronle a los ojos dos o tres lanternas, a cuyas luces descubrieron un rostro de una mujer, al parecer, de diez y seis o pocos más años, recogidos los cabellos con una redecilla de oro y seda verde, hermosa como mil perlas: miráronla de arriba abajo, y vieron que venía con unas medias de seda encarnada, con ligas de tafetán blanco y rapacejos de oro y aljófar, los gregüescos eran verdes, de tela de oro, y una saltaembarca o ropilla de lo mesmo, suelta, debajo de la cual traía un jubón de tela finísima de oro y blanco, y los zapatos eran blancos y de hombre; no traía espada ceñida, sino una riquísima daga, y en los dedos, muchos y muy buenos anillos. Finalmente la moza parecía bien a todos, y ninguno la conoció de cuantos la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podían pensar quién fuese, y los consabidores de las burlas que se habían de hacer a Sancho fueron los que más se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venía ordenado por ellos, y así, estaban dudosos, esperando en qué pararía el caso. Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza, y preguntole quién era, adónde iba y qué ocasión le había movido para vestirse en aquel hábito. Ella, puestos los ojos en tierra con honestísima vergüenza, respondió: No puedo, señor, decir tan en público lo que tanto me importaba fuera secreto: una cosa quiero que se entienda, que no soy ladrón ni persona facinorosa, sino una doncella desdichada a quien la fuerza de unos celos ha hecho romper el decoro que a la honestidad se debe. Oyendo esto el mayordomo, dijo a Sancho: Haga, señor gobernador, apartar la gente, porque esta señora con menos empacho pueda decir lo que quisiere. Mandolo así el gobernador; apartáronse todos, si no fueron el mayordomo, maestresala y el secretario. Viéndose, pues, solos, la doncella prosiguió diciendo: Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca, arrendador de las lanas deste lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre. Eso no lleva camino, dijo el mayordomo, señora, porque yo conozco muy bien a Pedro Pérez y sé que no tiene hijo ninguno, ni varón ni hembra; y más, que decir que es vuestro padre, y luego añadís que suele ir muchas veces en casa de vuestro padre. Ya yo había dado en ello, dijo Sancho. Ahora, señores, yo estoy turbada, y no sé lo que me digo, respondió la doncella, pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que todos vuesas mercedes deben de conocer. Aún eso lleva camino, respondió el mayordomo, que yo conozco a Diego de la Llana, y sé que es un hidalgo principal y rico, y que tiene un hijo y una hija, y que después que enviudó no ha habido nadie en todo este lugar que pueda decir que ha visto el rostro de su hija; que la tiene tan encerrada que no da lugar al sol que la vea y con todo esto la fama dice que es en extremo hermosa. Así es la verdad, respondió la doncella, y esa hija soy yo; si la fama miente o no en mi hermosura ya os habréis, señores, desengañado, pues me habéis visto; y en esto, comenzó a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, se llegó al oído del maestresala, y le dijo muy paso: Sin duda alguna que a está pobre doncella le debe de haber sucedido algo de importancia, pues en tal traje, y a tales horas, y siendo tan principal, anda fuera de su casa. No hay dudar en eso, respondió el maestresala, y más, que esa sospecha la confirman sus lágrimas. Sancho la consoló con las mejores razones que él supo, y le pidió que sin temor alguno les dijese lo que le había sucedido; que todos procurarían remediarlo con muchas veras y por todas las vías posibles. Es el caso, señores, respondió ella, que mi padre me ha tenido encerrada diez años ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra: en casa dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche, ni sé qué son calles, plazas ni templos, ni aún hombres, fuera de mi padre y de un hermano mío, y de Pedro Pérez el arrendador, que por entrar de ordinario en mi casa, se me antojó decir que era mi padre, por no declarar el mío. Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia, ha muchos días y meses que me trae muy desconsolada: quisiera yo ver el mundo, o, a lo menos, el pueblo donde nací, pareciéndome que este deseo no iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sí mesmas. Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas y se representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un año menor que yo, que me dijese qué cosas eran aquellas, y otras muchas que yo no he visto; él me lo declaraba por los mejores modos que sabía; pero todo era encenderme más el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi perdición digo que yo rogué y pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni tal rogara... y tornó a renovar el llanto. El mayordomo le dijo: Prosiga vuesa merced, señora, y acabe de decirnos lo que le ha sucedido; que nos tienen a todos suspensos sus palabras y sus lágrimas. Pocas me quedan por decir, respondió la doncella, aunque muchas lágrimas sí que llorar, porque los mal colocados deseos no pueden traer consigo otros descuentos que los semejantes. Habíase sentado en el alma del maestresala la belleza de la doncella, y llegó otra vez su lanterna para verla de nuevo, y pareciole que no eran lágrimas las que lloraba, sino aljófar o rocío de los prados, y aún las subía de punto y las llegaba a perlas orientales, y estaba deseando que su desgracia no fuese tanta como daban a entender los indicios de su llanto y de sus suspiros. Desesperábase el gobernador de la tardanza que tenía la moza en dilatar su historia, y díjole que acabase de tenerlos más suspensos; que era tarde y faltaba mucho que andar del pueblo. Ella, entre interrotos sollozos y mal formados suspiros, dijo:

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No es otra mi desgracia, ni mi infortunio es otro sino que yo rogué a mi hermano que me vistiese en hábitos de hombre con uno de sus vestidos, y que me sacase una noche a ver todo el pueblo, cuando nuestro padre durmiese; él, importunado de mis ruegos, condecendió con mi deseo, y poniéndome este vestido, y él vestiéndose de otro mío, que le está como nacido, porque él no tiene pelo de barba y no parece sino una doncella hermosísima, esta noche, debe de haber una hora, poco más o menos, nos salimos de casa, y guiados de nuestro mozo y desbaratado discurso, hemos rodeado todo el pueblo, y cuando queríamos volver a casa, vimos venir un gran tropel de gente, y mi hermano me dijo: Hermana, ésta debe de ser la ronda: aligera los pies y pon alas en ellos, y vente tras mí corriendo, porque no nos conozcan; que nos será mal contado; y diciendo esto volvió las espaldas y comenzó, no digo a correr, sino a volar; yo, a menos de seis pasos caí con el sobresalto, y entonces llegó el ministro de la justicia, que me trujo ante vuesas mercedes, adonde por mala y antojadiza me veo avergonzada ante tanta gente. En efecto, señora, dijo Sancho, ¿no os ha sucedido otro desmán alguno, ni celos, como vos al principio de vuestro cuento dijistes, no os sacaron de vuestra casa? No me ha sucedido nada, ni me sacaron celos, sino sólo el deseo de ver mundo, que no se extendía a más que a ver las calles de este lugar: y acabó de confirmar ser verdad lo que la doncella decía llegar los corchetes con su hermano preso, a quien alcanzó uno dellos cuando se huyó de su hermana. No traía sino un faldellín rico y una mantellina de damasco azul con pasamanos de oro fino, la cabeza, sin toca ni con otra cosa adornada que con sus mesmos cabellos, que eran sortijas de oro, según eran rubios y enrizados. Apartáronse con él el gobernador, mayordomo y maestresala, y sin que lo oyese su hermana, le preguntaron cómo venía en aquel traje; y él con no menos vergüenza y empacho contó lo mesmo que su hermana había contado, de que recibió gran gusto el enamorado maestresala; pero el gobernador les dijo: Por cierto, señores, que ésta ha sido una gran rapacería, y para contar esta necedad y atrevimiento no eran menester tantas largas ni tantas lágrimas y suspiros; que con decir: somos fulano y fulana, que nos salimos a espaciar de casa de nuestros padres con esta invención, sólo por curiosidad, sin otro designio alguno, se acabara el cuento, y no gemidicos, y lloramicos, y darle. Así es la verdad, respondió la doncella, pero sepan vuesas mercedes que la turbación que he tenido ha sido tanta, que no me ha dejado guardar el término que debía. No se ha perdido nada, respondió Sancho. Vamos, y dejaremos a vuesas mercedes en casa de su padre; quizá no los habrá echado menos, y de aquí adelante, no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo; que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la gallina, por andar se pierden aína; y la que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista: no digo más. El mancebo agradeció al gobernador la merced que quería hacerles de volverlos a su casa, y así, se encaminaron hacia ella, que no estaba muy lejos de allí. Llegaron, pues, y tirando el hermano una china a una reja, al momento bajó una criada, que los estaba esperando, y les abrió la puerta, y ellos entraron, dejando a todos admirados así de su gentileza y hermosura como del deseo que tenían de ver mundo de noche y sin salir del lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca edad. Quedó el maestresala traspasado su corazón, y propuso de luego otro día pedírsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negaría, por ser él criado del Duque; y aúna Sancho le vinieron deseos y barruntos de casar al mozo con Sanchica su hija, y determinó de ponerlo en plática a su tiempo, dándose a entender que a una hija de un gobernador ningún marido se le podía negar. Con esto se acabó la ronda de aquella noche, y de allí a dos días el gobierno, con que se destroncaron y borraron todos sus designios, como se vera adelante.

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ArribaAbajoCapítulo L

Donde se declara quién fueron los encantadores y verdugos que azotaron a la dueña y pellizcaron y arañaron a Don Quijote, con el suceso que tuvo el paje que llevó la carta a Teresa Sancha, mujer de Sancho Panza


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Dice Cide Hamete, puntualísimo escudriñador de los átomos desta verdadera historia, que al tiempo que doña Rodríguez salió de su aposento para ir a la estancia de Don Quijote, otra dueña que con ella dormía lo sintió, y que como todas las dueñas son amigas de saber, entender y oler, se fue tras ella, con tanto silencio, que la buena Rodríguez no lo echó de ver; y así como la dueña la vio entrar en la estancia de Don Quijote, porque no faltase en ella la general costumbre que todas las dueñas tienen de ser chismosas, al momento lo fue a poner en pico a su señora la Duquesa, de cómo doña Rodríguez quedaba en el aposento de Don Quijote. La Duquesa se lo dijo al Duque, y le pidió licencia para que ella y Altisidora viniesen a ver lo que aquella dueña quería con Don Quijote. El Duque se la dio, y las dos con gran tiento y sosiego paso ante paso llegaron a ponerse junto a la puerta del aposento, y tan cerca que oían todo lo que dentro hablaban; y cuando oyó la Duquesa que Rodríguez había echado en la calle el Aranjuez de sus fuentes, no lo pudo sufrir, ni menos Altisidora, y así llenas de cólera y deseosas de venganza entraron de golpe en el aposento, y acrebillaron a Don Quijote y vapularon a la dueña del modo que queda contado; porque las afrentas que van derechas contra la hermosura y presunción de las mujeres despiertan en ellas en gran manera la ira y enciende el deseo de vengarse. Contó la Duquesa al Duque lo que le había pasado, de lo que se holgó mucho, y la Duquesa, prosiguiendo con su intención de burlarse y recibir pasatiempo con Don Quijote, despachó al paje que había hecho la figura de Dulcinea en el concierto de su desencanto, que tenía bien olvidado Sancho Panza con la ocupación de su gobierno, a Teresa Panza su mujer con la carta de su marido, y con otra suya, y con una gran sarta de corales ricos presentados. Dice pues, la historia, que el paje era muy discreto y agudo, y con deseo de servir a sus señores, partió de muy buena gana al lugar de Sancho; y antes de entrar en él, vio en un arroyo estar lavando cantidad de mujeres, a quien preguntó si le sabrían decir si en aquel lugar vivía una mujer llamada Teresa Panza, mujer de un cierto Sancho Panza, escudero de un caballero llamado Don Quijote de la Mancha; a cuya pregunta se levantó en pie una mozuela que estaba lavando, y dijo: Esa Teresa Panza es mi madre; y ese tal Sancho, mi señor padre; y el tal caballero, nuestro amo. Pues venid, doncella, dijo el paje, y mostradme a vuestra madre; porque le traigo una carta y un presente del tal vuestro padre. Eso haré yo de muy buena gana, señor mío, respondió la moza, que mostraba ser de edad de catorce años, poco más a menos; y dejando la ropa que lavaba a otra compañera, sin tocarse ni calzarse, que estaba en piernas y desgreñada, saltó delante de la cabalgadura del paje, y dijo: Venga vuesa merced, que a la entrada del pueblo está nuestra casa, y mi madre en ella con harta pena por no haber sabido muchos días ha de mi señor padre. Pues yo se las llevo tan buenas, dijo el paje que tiene que dar bien gracias a Dios por ellas. Finalmente saltando, corriendo y brincando, llegó al pueblo la muchacha, y antes de entrar en su casa dijo a voces desde la puerta: Salga, madre Teresa, salga, salga; que viene aquí un señor que trae cartas y otras cosas de mi buen padre; a cuyas voces salió Teresa Panza su madre hilando un copo de estopa, con una saya parda (parecía, según era de corta, que se la habían cortado por vergonzoso lugar), con un corpezuelo asimismo pardo y una camisa de pechos. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada; la cual, viendo a su hija, y al paje a caballo, le dijo:

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¿Qué es esto, niña? ¿Qué señor es éste? Es un servidor de mi señora doña Teresa Panza, respondió el paje; y diciendo y haciendo se arrojó del caballo y se fue con mucha humildad a poner de hinojos ante la señora Teresa, diciendo: Déme vuesa merced sus manos, mi señora doña Teresa, bien así como mujer legítima y particular del señor don Sancho Panza, gobernador propio de la ínsula Barataria. ¡Ay señor mío! quítese de ahí, no haga eso, respondió Teresa, que yo no soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estripaterrones, y mujer de un escudero andante, y no de gobernador alguno! Vuesa merced, respondió el paje es mujer dignísima de un gobernador archidignísimo; y para prueba desta verdad, reciba vuesa merced esta carta y este presente; y sacó al instante de la faldriquera una sarta de corales con extremos de oro, y se la echó al cuello, y dijo: Esta carta es del señor gobernador, y otra que traigo y estos corales son de mi señora la Duquesa, que a vuesa merced me envía. Quedó pasmada Teresa, y su hija ni más ni menos, y la muchacha dijo Que me maten si no anda por aquí nuestro señor amo Don Quijote, que debe de haber dado a padre el gobierno o condado que tantas veces le había prometido. Así es la verdad, respondió el paje, que por respeto del señor Don Quijote es ahora el señor Sancho gobernador de la ínsula Barataria, como se verá por está carta. Léamela vuesa merced, señor gentil hombre, dijo Teresa, porque aunque yo sé hilar, no sé leer migaja. Ni yo tampoco, añadió Sanchica, pero espérenme aquí; que yo iré a llamar quien la lea, ora sea el cura mesmo, o el bachiller Sansón Carrasco, que vendrán de muy buena gana, por saber nuevas de mi padre. No hay para qué se llame a nadie; que yo no sé hilar, pero sé leer, y la leeré. Y así, se la leyó toda, que por quedar ya referida, no se pone aquí, y luego sacó otra de la Duquesa, que decía desta manera:

«Amiga Teresa: las buenas partes de la bondad y del ingenio de vuestro marido Sancho me movieron y obligaron a pedir a mi marido el Duque le diese un gobierno de una ínsula, de muchas que tiene. Tengo noticia que gobierna como un girifalte, de lo que yo estoy muy contenta, y el Duque mi señor, por el consiguiente; por lo que doy muchas gracias al cielo de no haberme engañado en haberle escogido para el tal gobierno; porque quiero que sepa la señora Teresa que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo, y tal me haga a mí Dios como Sancho gobierna. Ahí le envío, querida mía, una sarta de corales con extremos de oro: yo me holgara que fuera de perlas orientales; pero quien te da el hueso, no te querría ver muerta: tiempo vendrá en que nos conozcamos y nos comuniquemos, y Dios sabe lo que será. Encomiéndeme a Sanchica su hija, y dígale de mi parte que se apareje, que la tengo de casar altamente cuando menos lo piense. Dícenme que en ese lugar hay bellotas gordas, envíeme hasta dos docenas, que las estimaré en mucho, por ser de su mano, y escríbame largo, avisándome de su salud y de su bienestar; y si hubiere menester alguna cosa, no tiene que hacer más que boquear; que su boca será medida, y Dios me la guarde. Deste lugar, su amiga, que bien la quiere

La Duquesa.»

¡Ay, dijo Teresa en oyendo la carta, y qué buena y qué llana y qué humilde señora! Con estas tales señoras me entierren a mí, y no las hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas no las ha de tocar el viento, y van a la iglesia con tanta fantasía como si fuesen las mesmas reinas, que no parece sino que tienen a deshonra el mirar a una labradora; y veis aquí donde esta buena señora, con ser duquesa, me llama amiga, y me trata como si fuera su igual; que igual la vea yo con el más alto campanario que hay en la Mancha; y en lo que toca a las bellotas, señor mío, yo le enviaré a su señoría un celemín, que por gordas las pueden venir a ver a la mira y a la maravilla; y por ahora, Sanchica, atiende a que se regale este señor: pon en orden este caballo, y saca de la caballeriza güevos, y corta tocino adunia, y démosle de comer como a un príncipe; que las buenas nuevas que nos ha traído y la buena cara que él tiene lo merece todo; y en tanto, saldré yo a dar a mis vecinas las nuevas de nuestro contento, y al padre cura y a maese Nicolás el barbero, que tan amigos son y han sido de tu padre. Sí haré, madre, respondió Sanchica, pero mire que me ha de dar la mitad desa sarta; que no tengo yo por tan boba a mi señora la Duquesa, que se la había de enviar a ella toda. Todo es para ti, hija, respondió Teresa, pero déjamela traer algunos días al cuello; que verdaderamente parece que me alegra el corazón. También se alegrarán, dijo el paje cuando vean el lío que viene en este portamanteo, que es un vestido de paño finísimo que el gobernador sólo un día llevó a caza, el cual todo le envía para la señora Sanchica. Que me viva él mil años, respondió Sanchica, y el que lo trae, ni más ni menos, y aún dos mil, si fuere necesidad. Salióse, en esto, Teresa fuera de casa, con las cartas, y con la sarta al cuello, y iba tañendo en las cartas como si fuera en un pandero; y encontrándose acaso con el cura y Sansón Carrasco, comenzó a bailar y a decir: A fe, que agora que no hay pariente pobre, gobiernito tenemos; no sino tómese conmigo la más pintada hidalga; que yo la pondré como nueva. ¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son éstas, y qué papeles son ésos? No es otra la locura sino que éstas son cartas de Duquesas y de gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos las avemarías, y los padresnuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora. De Dios en ayuso, no os entendemos, Teresa, ni sabemos lo que os decís. Ahí lo podrán ver ellos, respondió Teresa, y dioles las cartas. Leyólas el cura de modo que las oyó Sansón Carrasco; y Sansón y el cura se miraron el uno al otro, como admirados de lo que habían leído, y preguntó el bachiller quién había traído aquellas cartas. Respondió Teresa que se viniesen con ella a su casa y verían el mensajero, que era un mancebo como un pino de oro, y que le traía otro presente que valía más de tanto. Quitole el cura los corales del cuello, y mirólos y remirólos, y certificándose que eran finos, tornó a admirarse de nuevo y dijo: Por el hábito que tengo que no sé qué me diga ni qué me piense de estas cartas y destos presentes: por una parte, veo y toco la fineza de estos corales, y por otra, leo que una Duquesa envía a pedir dos docenas de bellotas. Aderézame esas medidas, dijo entonces Carrasco: agora bien, vamos a ver al portador deste pliego, que dél nos informaremos de las dificultades que se nos ofrecen. Hiciéronlo así, y volviose Teresa con ellos. Hallaron al paje cribando un poco de cebada para su cabalgadura, y a Sanchica cortando un torrezno para empedrarle con huevos, y dar de comer al paje, cuya presencia y buen adorno contentó mucho a los dos; y después de haberle saludado cortésmente, y él a ellos, le preguntó Sansón les dijese nuevas así de Don Quijote como de Sancho Panza, que puesto que habían leído las cartas de Sancho y de la señora Duquesa, todavía estaban confusos y no acababan de atinar qué sería aquello del gobierno de Sancho, y más de una ínsula, siendo todas o las más que hay en el mar Mediterráneo de su Majestad. A lo que el paje respondió: De que el señor Sancho Panza sea gobernador, no hay que dudar en ello; de que sea ínsula, o no, la que gobierna, en eso no me entremeto; pero basta que sea un lugar de más de mil vecinos; y en cuanto a lo de las bellotas digo, que mi señora la Duquesa es tan llana y tan humilde, que no decía él enviar a pedir bellotas a una labradora; pero que le acontecía enviar a pedir un peine prestado a una vecina suya: porque quiero que sepan vuestras mercedes que las señoras de Aragón, aunque son tan principales, no son tan puntuosas y levantadas como las señoras castellanas: con más llaneza tratan con las gentes. Estando en la mitad destas pláticas, saltó Sanchica con un halda de huevos, y preguntó al paje: Dígame, señor, ¿mi señor padre trae por ventura calzas atacadas después que es gobernador? No he mirado en ello, respondió el paje, pero sí debe de traer. ¡Ay Dios mío! replicó Sanchica, y ¡qué será de ver a mi padre con pedorreras! ¿No es bueno sino que desde que nací tengo deseo de ver a mi padre con calzas atacadas? Como con esas cosas le verá vuesa merced si vive, respondió el paje. Par Dios, términos lleva de caminar con papahigo, con solos dos meses que le dure el gobierno. Bien echaron de ver el cura y el Bachiller que el paje hablaba socarronamente, pero la fineza de los corales y el vestido de caza que Sancho enviaba lo deshacía todo (que ya Teresa les había mostrado el vestido), y no dejaron de reírse del deseo de Sanchica, y más cuando Teresa dijo: Señor cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya a Madrid, o a Toledo, para que me compre un verdugado redondo, y hecho y derecho, y sea al uso de los mejores que hubiere; que en verdad en verdad que tengo de honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere, y aunque si me enojo, me tengo de ir a esa corte, y echar un coche, como todas; que la que tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar. Y cómo, madre, dijo Sanchica, pluguiese a Dios que fuese antes hoy que mañana, aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi señora madre en aquel coche: mirad la tal por cual, hija del harto de ajos, y cómo va sentada y tendida en el coche como si fuera una papesa. Pero pisen ellos los lodos, y ándeme yo en mi coche, levantados los pies del suelo. Mal año y mal mes para cuantos murmuradores hay en el mundo; y ándeme yo caliente, y ríase la gente. ¿Digo bien, madre mía? Y cómo que dices bien, hija, respondió Teresa, y todas estas venturas, y aún mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho; y veras tú, hija, cómo no para hasta hacerme condesa; que todo es comenzar a ser venturosas; y como yo he oído decir muchas veces a tu buen padre (que así como lo es tuyo lo es de los refranes) cuando te dieren la vaquilla, corre con soguilla; cuando te dieren un gobierno, cógele; cuando te dieren un condado, agárrale; y cuando te hicieren tus tus, con alguna buena dádiva, envásala: no sino dormíos, y no respondáis a las venturas y buenas dichas que están llamando a la puerta de vuestra casa. ¿Y qué se me da a mí, añadió Sanchica que diga el que quisiere cuando me vea entonada y fantasiosa: viose el perro en bragas de cerro, y lo demás? Oyendo lo cual el cura dijo: Yo no puedo creer sino que todos los deste linaje de los Panza nacieron cada uno con un costal de refranes en el cuerpo: ninguno dellos he visto que no los derrame a todas horas y en todas las pláticas que tienen. Así es la verdad, dijo el paje, que el señor gobernador Sancho a cada paso los dice; y aunque muchos no vienen a propósito, todavía dan gusto, y mi señora la Duquesa y el Duque los celebran mucho. ¿Que todavía se afirma vuesa merced, señor mío, dijo el bachiller, ser verdad esto del gobierno de Sancho, y de que hay Duquesa en el mundo que le envíe presentes y le escriba? Porque nosotros, aunque tocamos los presentes y hemos leído las cartas, no lo creemos, y pensamos que ésta es una de las cosas de Don Quijote nuestro compatrioto; que todas piensa que son hechas por encantamento; y así, estoy por decir que quiero tocar y palpar a vuesa merced, por ver si es embajador fantástico, o hombre de carne y hueso. Señores, yo no sé más de mí, respondió el paje sino que soy embajador verdadero, y que el señor Sancho Panza es gobernador efectivo, y que mis señores Duque y Duquesa pueden dar, y han dado, el tal gobierno, y que he oído decir que en él se porta valentísimamente el tal Sancho Panza: si en esto hay encantamento o no, vuesas mercedes lo disputen allá entre ellos; que yo no sé otra cosa, para el juramento que hago, que es por vida de mis padres, que los tengo vivos y los amo y los quiero mucho. Bien podrá ello ser así, replicó el Bachiller, pero «dubitat Augustinus». Dude quien dudare, respondió el paje, la verdad es la que he dicho, y es la que ha de andar siempre sobre la mentira, como el aceite sobre el agua; y si no, «operibus credite, et non verbis»: véngase alguno de vuesas mercedes conmigo, y verán con los ojos lo que no creen por los oídos. Esa ida a mí toca, dijo Sanchica: lléveme vuesa merced, señor, a las ancas de su rocín; que yo iré de muy buena gana a ver a mi señor padre. Las hijas de los gobernadores no han de ir solas por los caminos, sino acompañadas de carrozas y literas y de gran número de sirvientes. Par Dios, respondió Sancha, también me vaya yo sobre una pollina como sobre un coche: hallado la habéis la melindrosa. Calla, mochacha, dijo Teresa, que no sabes lo que te dices, y este señor está en lo cierto; que tal el tiempo, tal el tiento: cuando Sancho, Sancha, y cuando gobernador, señora, y no sé si digo algo. Más dice la señora Teresa de lo que piensa, dijo el paje, y denme de comer y despáchenme luego, porque pienso volverme está tarde. A lo que dijo el cura: Vuesa merced se vendrá a hacer penitencia conmigo; que la señora Teresa más tiene voluntad que alhajas para servir a tan buen huésped. Rehusólo el paje; pero en efecto lo hubo de conceder por su mejora, y el cura le llevó consigo de buena gana, por tener lugar de preguntarle de espacio por Don Quijote y sus hazañas. El bachiller se ofreció de escribir las cartas a Teresa, de la respuesta; pero ella no quiso que el bachiller se metiese en sus cosas, que le tenía por algo burlón, y así dio un bollo y dos huevos a un monacillo que sabía escribir, el cual le escribió dos cartas, una para su marido y otra para la Duquesa, notadas de su mismo caletre, que no son las peores que en esta grande historia se ponen, como se verá adelante.

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ArribaAbajoCapítulo LI

Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos tales como buenos


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Amaneció el día que se siguió a la noche de la ronda del gobernador, la cual el maestresala pasó sin dormir, ocupado el pensamiento en el rostro, brío y belleza de la disfrazada doncella; y el mayordomo ocupó lo que della faltaba en escribir a sus señores lo que Sancho Panza hacía y decía, tan admirado de sus hechos como de sus dichos, porque andaban mezcladas sus palabras y sus acciones, con asomos discretos y tontos. Levantose en fin el señor gobernador, y por orden del doctor Pedro Recio le hicieron desayunar con un poco de conserva y cuatro tragos de agua fría, cosa que la trocara Sancho con un pedazo de pan y un racimo de uvas; pero viendo que aquello era más fuerza que voluntad, pasó por ello, con harto dolor de su alma y fatiga de su estómago, haciéndole creer Pedro Recio que los manjares pocos y delicados avivaban el ingenio, que era lo que más convenía a las personas constituidas en mandos y en oficios graves, donde se han de aprovechar no tanto de las fuerzas corporales como de las del entendimiento. Con esta sofistería padecía hambre Sancho, y tal, que en su secreto maldecía el gobierno, y aúna quien se le había dado; pero con su hambre y con su conserva se puso a juzgar aquel día, y lo primero que se le ofreció fue una pregunta que un forastero le hizo, estando presentes a todo el mayordomo y los demás acólitos; que fue: Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío (y esté vuesa merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso); digo pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera, por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna. Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento, y dijeron: Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morie en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre. Pídase a vuesa merced, señor gobernador, ¿qué harán los jueces del tal hombre; que aún hasta agora están dudosos y suspensos? Y habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuesa merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuesa merced de su parte diese su parecer en tan intricado y dudoso caso. A lo que respondió Sancho: Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber excusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le entienda: quizá podría ser que diese en el hito. Volvió otra y otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho, y Sancho dijo: A mi parecer, este negocio en dos paletas le declararé yo, y es así: ¿el tal hombre jura que va a morir en la horca; y si muere en ella juró verdad, y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente, y si no le ahorcan, juró mentira, y por la misma ley merece que le ahorquen? Así es como el señor gobernador dice, dijo el mensajero, y cuanto a la entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar. Digo yo, pues agora, replicó Sancho que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje. Pues, señor gobernador, replicó el preguntador, será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad expresa que se cumpla con ella. Venid acá, señor buen hombre, respondió Sancho: este pasajero que decís, o yo soy un porro, o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente; porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal; y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo Don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula: que fue que cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia; y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde. Así es, respondió el mayordomo, y tengo para mí que el mismo Licurgo, que dio leyes a los lacedemonios, no pudiera dar mejor sentencia que la que el gran Panza ha dado; y acábese con esto la audiencia desta mañana, y yo daré orden como el señor gobernador coma muy a su gusto. Eso pido, y barras derechas, dijo Sancho: denme de comer, y lluevan casos y dudas sobre mí; que yo las despabilaré en el aire. Cumplió su palabra el mayordomo, pareciéndole ser cargo de conciencia matar de hambre a tan discreto gobernador; y más que pensaba concluir con él aquella misma noche haciéndole la burla última que traía en comisión de hacerle. Sucedió pues, que habiendo comido aquel día contra las reglas y aforismos del doctor Tirteafuera, al levantar de los manteles, entró un correo con una carta de Don Quijote para el gobernador. Mandó Sancho al secretario que la leyese para sí, y que si no viniese en ella alguna cosa digna de secreto, la leyese en voz alta. Hízolo así el secretario, y repasándola primero, dijo: Bien se puede leer en voz alta; que lo que el señor Don Quijote escribe a vuesa merced merece estar estampado y escrito con letras de oro, y dice así:

Carta de Don Quijote de la Mancha a Sancho Panza,

gobernador de la ínsula Barataria.

«Cuando esperaba oír nuevas de tus descuidos e impertinencias, Sancho amigo, las oí de tus discreciones, de que di por ello gracias particulares al cielo, el cual del estiércol sabe levantar los pobres, y de los tontos hacer discretos. Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas; y quiero que adviertas, Sancho, que muchas veces conviene y es necesario, por la autoridad del oficio, ir contra la humildad del corazón; porque el buen adorno de la persona que está puesta en graves cargos ha de ser conforme a lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condición le inclina. Vístete bien; que un palo compuesto no parece palo: no digo que traigas dijes ni galas, ni que siendo juez te vistas como soldado, sino que te adornes con el hábito que tu oficio requiere, con tal que sea limpio y bien compuesto. Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras, has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos; que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la carestía.

»No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas: que al principio las espantó, y con el tiempo, la menospreciaron y se subieron sobre ella. Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos extremos; que en esto está el punto de la discreción. Visita las cárceles, las carnicerías y las plazas; que la presencia del gobernador en lugares tales es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de su despacho, es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos, y es espantajo a las placeras, por la misma razón. No te muestres (aunque por ventura lo seas, lo cual yo no creo), codicioso, mujeriego, ni glotón; porque en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación determinada, por allí te darán batería, hasta derribarte en el profundo de la perdición. Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por escrito antes que de aquí partieses a tu gobierno, y verás como hallas en ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y dificultades que a cada paso a los gobernadores se les ofrecen. Escribe a tus señores y muéstrateles agradecido; que la ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de contino le hace.

»La señora Duquesa despachó un propio con tu vestido y otro presente a tu mujer Teresa Panza; por momentos esperamos respuesta. Yo he estado un poco mal dispuesto de un cierto gateamiento que me sucedió no muy a cuento de mis narices; pero no fue nada; que si hay encantadores que me maltraten, también los hay que me defiendan. Avísame si el mayordomo que está contigo tuvo que ver en las acciones de la Trifaldi, como tú sospechaste; y de todo lo que te sucediere me irás dando aviso, pues es tan corto el camino; cuanto más que yo pienso dejar presto esta vida ociosa en que estoy, pues no nací para ella. Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia destos señores; pero aunque se me da mucho, no se me da nada, pues, en fin en fin, tengo de cumplir antes con mi profesión que con su gusto, conforme a lo que suele decirse: «amicus Plato, sed magis amica veritas». Dígote este latín porque me doy a entender que después que eres gobernador, lo habrás aprendido. Y a Dios, el cual te guarde de que ninguno te tenga lástima.

Tu amigo,

DON QUIJOTE DE LA MANCHA.»

Oyó Sancho la carta con mucha atención, y fue celebrada y tenida por discreta de los que la oyeron, y luego Sancho se levantó de la mesa, y llamando al secretario, se encerró con él en su estancia, y sin dilatarlo más, quiso responder luego a su señor Don Quijote, y dijo al secretario que, sin añadir ni quitar cosa alguna, fuese escribiendo lo que él le dijese, y así lo hizo; y la carta de la respuesta fue del tenor siguiente:

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Carta de Sancho Panza

a Don Quijote de la Mancha

«La ocupación de mis negocios es tan grande, que no tengo lugar para rascarme la cabeza, ni aún para cortarme las uñas; y así, las traigo tan crecidas cual Dios lo remedie. Digo esto, señor mío de mi alma, porque vuesa merced no se espante si hasta agora no he dado aviso de mi bien o mal estar en este gobierno, en el cual tengo más hambre que cuando andábamos los dos por las selvas y por los despoblados.

»Escribiome el Duque mi señor el otro día dándome aviso que habían entrado en esta ínsula ciertas espías para matarme, y hasta agora yo no he descubierto otra que un cierto doctor que está en este lugar asalariado para matar a cuantos gobernadores aquí vinieren: llamáse el doctor Pedro Recio, y es natural de Tirteafuera, porque vea vuesa merced qué nombre para no temer que he de morir a sus manos. Este tal doctor dice él mismo de sí mismo, que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor mal la flaqueza que la calentura. Finalmente, él me va matando de hambre, y yo me voy muriendo de despecho, pues cuando pensé venir a este gobierno a comer caliente y a beber frío, y a recrear el cuerpo entre sábanas de Holanda, sobre colchones de pluma, he venido a hacer penitencia, como si fuera ermitaño; y como no la hago de mi voluntad, pienso que al cabo al cabo me ha de llevar el diablo.

»Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en qué va esto, porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta ínsula suelen venir, antes de entrar en ella, o les han dado o les han prestado los del pueblo muchos dineros, y que ésta es ordinaria usanza en los demás que van a gobiernos; no solamente en éste.

»Anoche andando de ronda topé una muy hermosa doncella en traje de varón, y un hermano suyo en hábito de mujer: de la moza se enamoró mi maestresala, y la escogió en su imaginación para su mujer, según él ha dicho, y yo escogí al mozo para mi yerno; hoy los dos pondremos en plática nuestros pensamientos con el padre de entrambos, que es un tal Diego de la Llana, hidalgo y cristiano viejo cuanto se quiere.

»Yo visito las plazas, como vuesa merced me lo aconseja, y ayer hallé una tendera que vendía avellanas nuevas, y averigüéle que había mezclado con una hanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y podridas; apliquélas todas para los niños de la doctrina, que las sabrían bien distinguir, y sentenciéla que por quince días no entrase en la plaza; hanme dicho que lo hice valerosamente; lo que sé decir a vuesa merced es que es fama en este pueblo que no hay gente más mala que las placeras, porque todas son desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo así lo creo, por las que he visto en otros pueblos.

»De que mi señora la Duquesa haya escrito a mi mujer Teresa Panza y enviádole el presente que vuesa merced dice, estoy muy satisfecho, y procuraré de mostrarme agradecido a su tiempo: bésele vuesa merced las manos de mi parte, diciendo que digo yo que no lo ha echado en saco roto, como lo verá por la obra. No querría que vuesa merced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis señores, porque si vuesa merced se enoja con ellos, claro esta que ha de redundar en mi daño, y no será bien que pues se me da a mí por consejo que sea agradecido, que vuesa merced no lo sea con quien tantas mercedes le tiene hechas y con tanto regalo ha sido tratado en su castillo.

»Aquello del gateado no entiendo; pero imagino que debe de ser alguna de las malas fechorías que con vuesa merced suelen usar los malos encantadores; yo lo sabré cuando nos veamos. Quisiera enviarle a vuesa merced alguna cosa; pero no sé qué envíe, si no es algunos cañutos de jeringas, que para con vejigas los hacen en esta ínsula muy curiosos; aunque si me dura el oficio, yo buscaré que enviar, de haldas o de mangas. Si me escribiere mi mujer Teresa Panza, pague vuesa merced el porte, y envíeme la carta; que tengo grandísimo deseo de saber del estado de mi casa, de mi mujer y de mis hijos. Y con esto, Dios libre a vuesa merced de mal intencionados encantadores, y a mí me saque con bien y en paz deste gobierno, que lo dudo, porque le pienso dejar con la vida, según me trata el doctor Pedro Recio.

Criado de vuestra merced

SANCHO PANZA, EL GOBERNADOR.»

Cerró la carta el secretario, y despachó luego al correo, y juntándose los burladores de Sancho dieron orden entre sí cómo despacharle del gobierno; y aquella tarde la pasó Sancho en hacer algunas ordenanzas tocantes al buen gobierno de la que él imaginaba ser ínsula, y ordenó que no hubiese regatones de los bastimentos en la república, y que pudiesen meter en ella vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama, y el que lo aguase o le mudase el nombre, perdiese la vida por ello; moderó el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por parecerle que corría con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los criados, que caminaban a rienda suelta por el camino del interese: puso gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni de noche ni de día; ordenó que ningún ciego cantase milagro en coplas si no trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos.

Hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran; porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha. En resolución, él ordenó cosas tan buenas, que hasta hoy se guardan en aquel lugar, y se nombran «Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza.»

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ArribaAbajoCapítulo LII

Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña Dolorida, o Angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez


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Cuenta Cide Hamete, que estando ya Don Quijote sano de sus aruños le pareció que la vida que en aquel castillo tenía era contra toda la orden de caballería que profesaba, y así, determinó de pedir licencia a los Duques para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba ganar el arnés que en las tales fiestas se conquista. Y estando un día a la mesa con los Duques, y comenzando a poner en obra su intención y pedir la licencia, veis aquí a deshora entrar por la puerta de la gran sala dos mujeres, como después pareció, cubiertas de luto de los pies a la cabeza, y la una dellas, llegándose a Don Quijote, se le echó a los pies tendida de largo a largo, la boca cosida con los pies de Don Quijote, y daba unos gemidos tan tristes, y tan profundos, y tan dolorosos, que puso en confusión a todos los que la oían y miraban; y aunque los Duques pensaron que sería alguna burla que sus criados querían hacer a Don Quijote, todavía, viendo con el ahínco que la mujer suspiraba, gemía y lloraba, los tuvo dudosos y suspensos, hasta que Don Quijote, compasivo, la levantó del suelo y hizo que se descubriese, y quitase el manto de sobre la faz llorosa. Ella lo hizo así, y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar; porque descubrió el rostro de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la otra enlutada era su hija, la burlada del hijo del labrador rico. Admiráronse todos aquellos que la conocían, y más los Duques que ninguno; que puesto que la tenían por boba y de buena pasta, no por tanto, que viniese a hacer locuras. Finalmente, doña Rodríguez, volviéndose a los señores, les dijo: Vuesas excelencias sean servidos de darme licencia que yo departa un poco con este caballero, porque así conviene para salir con bien del negocio en que me ha puesto el atrevimiento de un mal intencionado villano. El Duque dijo que él se la daba, y que departiese con el señor Don Quijote cuanto le viniese en deseo. Ella, enderezando la voz y el rostro a Don Quijote, dijo: Días ha, valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazón y alevosía que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada fija, que es esta desdichada que aquí está presente, y vos me habedes prometido de volver por ella, enderezándole el tuerto que le tienen fecho, y agora ha llegado a mi noticia que os queredes partir deste castillo, en busca de las buenas venturas que Dios os depare; y así, querría que antes que os escurriésedes por esos caminos, desafiásedes a este rústico indómito, y le hiciésedes que se casase con mi hija, en cumplimiento de la palabra que le dio de ser su esposo, antes y primero que yogase con ella; porque pensar que el Duque mi señor me ha de hacer justicia es pedir peras al olmo, por la ocasión que ya a vuesa merced en puridad tengo declarada: y con esto, nuestro Señor dé a vuesa merced mucha salud, y a nosotras no nos desampare. A cuyas razones respondió Don Quijote, con mucha gravedad y prosopopeya: Buena dueña, templad vuestras lágrimas, o, por mejor decir, enjugadlas y ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer promesas de enamorados, las cuales, por la mayor parte, son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir; y así, con licencia del Duque mi señor, yo me partiré luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré, y le desafiaré, y le mataré cada y cuando que se excusare de cumplir la prometida palabra; que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a los humildes y castigar a los soberbios; quiero decir, acorrer a los miserables, y destruir a los rigurosos. No es menester, respondió el Duque que vuesa merced se ponga en trabajo de buscar al rústico de quien esta buena dueña se queja, ni es menester tampoco que vuesa merced me pida a mí licencia para desafiarle, que yo le doy por desafiado, y tomo a mi cargo de hacerle saber este desafío, y que le acete, y venga a responder por sí a este mi castillo, donde a entrambos daré campo seguro, guardando todas las condiciones que en tales actos suelen y deben guardarse, guardando igualmente su justicia a cada uno, como están obligados a guardarla todos aquellos príncipes que dan campo franco a los que se combaten en los términos de sus señoríos. Pues con ese seguro, y con buena licencia de vuestra grandeza, replicó Don Quijote, desde aquí digo que por esta vez renuncio a mi hidalguía, y me allano y ajusto con la llaneza del dañador, y me hago igual con él, habilitándole para poder combatir conmigo; y así aunque ausente, le desafío y repto, en razón de que hizo mal en defraudar a esta pobre que fue doncella, y ya por su culpa no lo es, y que le ha de cumplir la palabra que le dio de ser su legítimo esposo, o morir en la demanda. Y luego descalzándose un guante lo arrojó en mitad de la sala, y el Duque le alzó, diciendo que, como ya había dicho, él acetaba el tal desafío en nombre de su vasallo, y señalaba el plazo, de allí a seis días; y el campo, en la plaza de aquel castillo, y las armas, las acostumbradas de los caballeros, lanza y escudo y arnés tranzado con todas las demás piezas, sin engaño, superchería o superstición alguna, examinadas y vistas por los jueces del campo; pero ante todas cosas, es menester que esta buena dueña y esta mala doncella pongan el derecho de su justicia en manos del señor Don Quijote, que de otra manera no se hará nada, ni llegará a debida ejecución el tal desafío. Yo sí pongo, respondió la dueña: y yo también, añadió la hija, toda llorosa y toda vergonzosa y de mal talante. Tomado pues este apuntamiento, y habiendo imaginado el Duque lo que había de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la Duquesa que de allí adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras aventureras que venían a pedir justicia a su casa; y así les dieron cuarto aparte, y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás criadas, que no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de doña Rodríguez y de su malandante hija. Estando en esto, para acabar de regocijar la fiesta y dar buen fin a la comida, veis aquí donde entró por la sala el paje que llevó las cartas y presentes a Teresa Panza, mujer del gobernador Sancho Panza, de cuya llegada recibieron gran contento los Duques, deseosos de saber lo que le había sucedido en su viaje; y preguntándoselo, respondió el paje que no lo podía decir tan en público ni con breves palabras: que sus excelencias fuesen servidos de dejarlo para a solas, y que entretanto se entretuviesen con aquellas cartas; y sacando dos cartas las puso en manos de la Duquesa: la una decía en el sobrescrito: «Carta para mi señora la Duquesa tal, de no sé dónde»; y la otra: «A mi marido Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, que Dios prospere más años que a mí». No le cocía el pan, como suele decirse, a la Duquesa hasta leer su carta; y abriéndola y leído para sí, y viendo que la podía leer en voz alta para que el Duque y los circunstantes la oyesen, leyó desta manera:

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Carta de Teresa Panza a la Duquesa

«Mucho contento me dio, señora mía, la carta que vuesa grandeza me escribió, que en verdad que la tenía bien deseada. La sarta de corales es muy buena, y el vestido de caza de mi marido no le va en zaga. De que vuestra señoría haya hecho gobernador a Sancho mi consorte ha recebido mucho gusto todo este lugar, puesto que no hay quien lo crea, principalmente el cura, y maese Nicolás el barbero, y Sansón Carrasco el Bachiller; pero a mí no se me da nada, que como ello sea así, como lo es, diga cada uno lo que quisiere; aunque si va a decir verdad, a no venir los corales y el vestido, tampoco yo lo creyera, porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro, y que sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para qué gobierno pueda ser bueno. Dios lo haga, y lo encamine como ve que lo han menester sus hijos. Yo, señora de mi alma, estoy determinada, con licencia de vuesa merced, de meter este buen día en mi casa, yéndome a la corte a tenderme en un coche, para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo; y así suplico a vuesa excelencia mande a mi marido me envíe algún dinerillo, y que sea algo que, porque en la corte son los gastos grandes, que el pan vale a real, y la carne la libre a treinta maravedís, que es un juicio; y si quisiere que no vaya, que me lo avise con tiempo, porque me están bullendo los pies por ponerme en camino; que me dicen mis amigas y mis vecinas que si yo y mi hija andamos orondas y pomposas en la corte vendrá a ser conocido mi marido por mí más que yo por él, siendo forzoso que pregunten muchos: ¿Quién son estas señoras deste coche? Y un criado mío responderá: La mujer y la hija de Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria; y desta manera será conocido Sancho, y yo seré estimada, y a Roma por todo.

»Pésame cuanto pesarme puede que este año no se han cogido bellotas en este pueblo; con todo eso envío a vuesa alteza hasta medio celemín, que una a una las fui yo a coger y a escoger al monte, y no las hallé más mayores; yo quisiera que fueran como huevos de avestruz.

»No se le olvide a vuestra pomposidad de escribirme, que yo tendré cuidado de la respuesta, avisando de mi salud y de todo lo que hubiere que avisar deste lugar, donde quedo rogando a nuestro Señor guarde a vuestra grandeza, y a mí no olvide. Sancha mi hija y mi hijo besan a vuesa merced las manos.

»La que tiene más deseo de ver a V. S. que de escribirla.

Su criada

TERESA PANZA.»

Grande fue el gusto que todos recibieron de oír la carta de Teresa Panza, principalmente los Duques: y la Duquesa pidió parecer a Don Quijote si sería bien abrir la carta que venía para el gobernador, que imaginaba debía de ser bonísima. Don Quijote dijo que él la abriría por darles gusto, y así lo hizo, y vio que decía desta manera:

Carta de Teresa Panza

a Sancho Panza su marido

«Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y yo te prometo y juro como católica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de contento. Mira, hermano, cuando yo llegué a oír que eres gobernador, me pensé allí caer muerta de puro gozo, que ya sabes tú que dicen que así mata la alegría súbita como el dolor grande. A Sanchica tu hija se le fueron las aguas sin sentirlo, de puro contento. El vestido que me enviaste tenía delante, y los corales que me envió mi señora la Duquesa al cuello, y las cartas en las manos, y el portador dellas allí presente, y con todo eso, creía y pensaba que era todo sueño lo que veía y lo que tocaba; porque ¿quién podía pensar que un pastor de cabras había de venir a ser gobernador de ínsulas? Ya sabes tú, amigo, que decía mi madre que era menester vivir mucho para ver mucho: dígolo porque pienso ver más si vivo más; porque no pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y manejan dineros. Mi señora la Duquesa te dirá el deseo que tengo de ir a la corte: mírate en ello, y avísame de tu gusto, que yo procuraré honrarte en ella andando en coche.

»El cura, el barbero, el bachiller, y aún el sacristán, no pueden creer que eres gobernador, y dicen que todo es embeleco, o cosas de encantamento, como son todas las de Don Quijote tu amo; y dice Sansón que ha de ir a buscarte y a sacarte el gobierno de la cabeza, y a Don Quijote, la locura de los cascos; yo no hago sino reírme, y mirar mi sarta, y dar traza del vestido que tengo de hacer del tuyo a nuestra hija. Unas bellotas envié a mi señora la Duquesa; yo quisiera que fueran de oro. Envíame tú algunas sartas de perlas, si se usan en esa ínsula. Las nuevas deste lugar son que la Berrueca casó a su hija con un pintor de mala mano, que llegó a este pueblo a pintar lo que saliese. Mandole el concejo pintar las armas de su Majestad sobre las puertas del ayuntamiento, pidió dos ducados, diéronselos adelantados, trabajó ocho días, al cabo de los cuales no pintó nada, y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas; volvió el dinero, y con todo eso, se casó a título de buen oficial; verdad es que ya ha dejado el pincel y tomado el azada, y va al campo como gentilhombre. El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona, con intención de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la nieta de Mingo Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento; malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél; pero él lo niega a pies juntillas. Ogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este pueblo. Por aquí pasó una compañía de soldados; lleváronse de camino tres mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán, y no faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas. Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros, que los va echando en una alcancía para ayuda a su ajuar; pero ahora que es hija de un gobernador, tú le darás la dote sin que ella lo trabaje. La fuente de la plaza se secó; un rayo cayó en la picota, y allí me las den todas. Espero respuesta desta y la resolución de mi ida a la corte: y con esto Dios te me guarde más años que a mí, o tantos; porque no querría dejarte sin mí en este mundo.

Tu mujer

TERESA PANZA.»

Las cartas fueron solemnizada, reídas, estimadas y admiradas; y para acabar de echar el sello llegó el correo, el que traía la que Sancho enviaba a Don Quijote, que asimesmo se leyó públicamente, la cual puso en duda la sandez del gobernador. Retirose la Duquesa para saber del paje lo que le había sucedido en el lugar de Sancho, el cual se lo contó muy por extenso, sin dejar circunstancia que no refiriese; diole las bellotas, y más un queso que Teresa le dio, por ser muy bueno, que se aventajaba a los de Tronchón: recibiolo la Duquesa con grandísimo gusto, con el cual la dejaremos, por contar el fin que tuvo el gobierno del gran Sancho Panza, flor y espejo de todos los insulanos gobernadores.

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ArribaAbajoCapítulo LIII

Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza


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Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado, es pensar en lo excusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo a la redonda. A la primavera sigue el verano, al verano el estío, al estío el otoño, y al otoño el invierno, y al invierno la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua. Sola la vida humana corre a su fin ligera más que el tiempo, sin esperar renovarse sino es en la otra, que no tiene términos que la limiten. Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí nuestro autor lo dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno de Sancho, el cual estando la séptima noche de los días de su gobierno en su cama, no harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres y de hacer estatutos y pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de la hambre, le comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de voces, que no parecía sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse en la cama, y estuvo atento y escuchando por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo supo, pero añadiéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto; y levantándose en pie, se puso unas chinelas, por la humedad del suelo, y sin ponerse sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese, salió a la puerta de su aposento, a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces: Arma, arma, señor gobernador, arma, que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos, si vuestra industria y valor no nos socorre. Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba atónito y embelesado de lo que oía y veía, y cuando llegaron a él uno le dijo: Ármese luego vueseñoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda. ¿Qué me tengo de armar, respondió Sancho, ni qué sé yo de armas ni de socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo Don Quijote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios, no se me entiende nada destas priesas. Ah, señor gobernador, dijo otro, ¿qué relente es ése? Ármese vuesa merced; que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador. Ármenme norabuena, replicó Sancho, y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés delante y otro detrás, y por unas concavidades que traían hechas le sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le dijeron que caminase, y los guiase, y ánimase a todos; que siendo él su norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios. ¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo, respondió Sancho, que no puedo jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en brazos y ponerme atravesado o en pie, en algún postigo; que yo le guardaré, o con esta lanza, o con mi cuerpo. Ande, señor gobernador, dijo otro, que más el miedo que las tablas le impiden el paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y las voces se aumentan y el peligro carga. Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho pedazos.

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Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que da al través en la arena: y no por verle caído aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna, antes apagando las antorchas tornaron a reforzar las voces, y a reiterar el arma con tan gran priesa, pasando por encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que si él no se recogiera y encogiera metiendo la cabeza entre los paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador; el cual, en aquella estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a Dios, que de aquel peligro le sacase. Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen espacio, y desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a grandes voces decía: Aquí de los nuestros; que por esta parte cargan más los enemigos: aquel portillo se guarde; aquella puerta se cierre; aquellas escalas se tranqueen, vengan alcancías; pez y resina en calderas de aceite ardiendo trinchéense las calles con colchones. En fin él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre sí: ¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y me viese yo, o muerto, o fuera desta grande angustia! Oyó el cielo su petición, y cuando menos lo esperaba oyó voces que decían: Vitoria, vitoria, los enemigos van de vencida: ea, señor gobernador, levántese vuesa merced, y venga a gozar del vencimiento, y a repartir los despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible brazo. Levántenme, dijo con voz doliente el dolorido Sancho. Ayudáronle a levantar, y puesto en pie, dijo: El enemigo que yo hubiere vencido, quiero que me le claven en la frente: yo no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me enjugue este sudor, que me hago agua. Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentose sobre su lecho, y desmayose del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora era; respondiéronle que ya amanecía. Calló, y sin decir otra cosa comenzó a vestirse todo sepultado en silencio, y todos le miraban, y esperaban en qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistiose en fin: y poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y llegándose al rucio le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y no sin lágrimas en los ojos le dijo: Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé, y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma dentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos. Y en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado pues el rucio, con gran pena y pesar subió sobre él, y encaminando sus palabras y razones al mayordomo, al secretario, al maestresala, y a Pedro Recio el doctor, y a otros muchos que allí presentes estaban, dijo: Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad: dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano, y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de Holanda11 y vestirme de martas cebollinas. Vuesas mercedes se queden con Dios, y digan al Duque mi señor que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano: quiero decir que sin blanca entré en este gobierno, y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a bizmar, que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mí. No ha de ser así, señor gobernador, dijo el doctor Recio, que yo le daré a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva en su prístina entereza y vigor; y en lo de la comida, yo prometo a vuesa merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que quisiere. Tarde piache, respondió Sancho: así dejaré de irme como volverme turco. No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así me quede en éste, ni admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y volvámonos a andar por el suelo con pie llano, que si no le adornaren zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda: cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde. A lo que el mayordomo dijo: Señor gobernador, de muy buena gana dejáramos ir a vuesa merced, puesto que nos pesará mucho de perderle; que su ingenio y su cristiano proceder obligan a desearle; pero ya se sabe que todo gobernador está obligado, antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, a dar primero residencia: déla vuesa merced de los diez días que ha que tiene el gobierno, y vayase a la paz de Dios. Nadie me la puede pedir, respondió Sancho si no es quien ordenare el Duque mi señor: yo voy a verme con él, y a él se la daré de molde; cuanto más que saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel. Par Dios que tiene razón el gran Sancho, dijo el doctor Recio, y que soy de parecer que le dejemos ir, porque el Duque ha de gustar infinito de verle. Todos vinieron en ello, y le dejaron ir ofreciéndole primero compañía y todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para él; que pues el camino era tan corto, no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazáronle todos, y él, llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de su determinación tan resoluta y tan discreta.

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ArribaAbajoCapítulo LIV

Que trata de cosas tocantes a esta historia y no a otra alguna


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Resolviéronse el Duque y la Duquesa de que el desafío que Don Quijote hizo a su vasallo por la causa ya referida pasase adelante; y puesto que el mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo, por no tener por suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón, que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que había de hacer. De allí a dos días dijo el Duque a Don Quijote como desde allí a cuatro vendría su contrario, y se presentaría en el campo, armado como caballero, y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aún por toda la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde se extendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento, esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo cuatrocientos siglos. Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador de todas las ínsulas del mundo. Sucedió pues, que no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su gobierno (que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba), vio que por el camino por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones, de estos extranjeros que piden la limosna cantando, los cuales en llegando a él se pusieron en ala, y levantando las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna, por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y dijeron: Güelte, güelte. No entiendo, respondió Sancho qué es lo que me pedís, buena gente. Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta, y extendiendo la mano arriba les dio a entender que no tenía ostugo de moneda, y picando al rucio, rompió por ellos; y al pasar, habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él echándole los brazos por la cintura, en voz alta y muy castellana, dijo: Válame Dios, ¿qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni estoy ahora borracho. Admirose Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del extranjero peregrino, y después de haberle estado mirando, sin hablar palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero viendo su suspensión el peregrino, le dijo: ¿Cómo? ¿Y es posible Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar? Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y finalmente le vino a conocer de todo punto, y sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello, y le dijo: ¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen, tendrás harta mala ventura? Si tú no me descubres, Sancho, respondió el peregrino, seguro estoy, que en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente, y yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste. Hízolo así Sancho, y hablando Ricote a los demás peregrinos se apartaron a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentiles hombres, excepto Ricote, que ya era hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas. Tendiéronse en el suelo, y haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cabial, y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre: no faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno; pero sabrosas y entretenidas; pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja: hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco.

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Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego al punto, todos a una, levantaron los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera, meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos las entrañas de las vasijas. Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con el refrán, que él muy bien sabía, de cuando a Roma fueres, haz como vieres, pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería como los demás, y no con menos gusto que ellos. Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que puso mustia la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho y decía: Español y tudesqui tuto uno bon compaño; y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di, y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdicción suelen tener los cuidados. Finalmente, el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos; y apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueño, y Ricote sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:

Bien sabes, oh Sancho Panza, vecino y amigo mío, como el pregón y bando que su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí lo puso de suerte, que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos. Ordené pues a mi parecer como prudente (bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se provee de otra donde mudarse), ordené, digo, de salir yo solo sin mi familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los demás salieron; porque bien vi y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave, al parecer de algunos; pero al nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Do quiera que estamos lloramos por España; que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea; y en Berbería, y en todas las partes de África donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia, y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia. Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; junteme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos cada año a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima granjería y conocida ganancia. Ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje, salen con más de cien escudos de sobra, que trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho, sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo, lo podré hacer sin peligro, y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer, que sé que están en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la Ricota mi hija y Francisca Ricota mi mujer son católicas cristianas, y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir: y lo que me tiene admirado es no saber por qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir como cristiana. A lo que respondió Sancho: Mira, Ricote: eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y como debe de ser fino moro, fuese a lo más bien parado; y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro, que llevaban por registrar. Bien puede ser eso, replicó Ricote, pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún desmán; y así si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te daré docientos escudos con que podrás remediar tus necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas. Yo lo hiciera, respondió Sancho; pero no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en platos de plata; y así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me dieras aquí de contado cuatrocientos. ¿Y qué oficio es el que has dejado, Sancho? preguntó Ricote. He dejado de ser gobernador de una ínsula, respondió Sancho, y tal, que a buena fee que no hallen otra como ella a tres tirones. ¿Y dónde está esa ínsula? preguntó Ricote. ¿Adónde? Respondió Sancho. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula Barataria. Calla, Sancho, dijo Ricote, que las ínsulas están allá dentro de la mar; que no hay ínsulas en la tierra firme. ¿Cómo no? replicó Sancho: dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí della, y ayer estuvo en ella gobernando a mi placer como un sagitario; pero, con todo eso la he dejado, por parecerme oficio peligroso el de los gobernadores. ¿Y qué has ganado en el gobierno? preguntó Ricote. He ganado, respondió Sancho el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aún el sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores, especialmente si tienen médicos que miren por su salud. Yo no te entiendo, Sancho, dijo Ricote, pero paréceme que todo lo que dices es disparate; que ¿quién te había de dar a ti ínsulas que gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para gobernadores que tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo, como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido, que en verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro, y te daré con que vivas, como te he dicho. Ya te he dicho, Ricote, replicó Sancho, que no quiero; conténtate que por mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y déjame seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño. No quiero porfiar, Sancho, dijo Ricote; pero dime: ¿hallástete en nuestro lugar cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado? Sí hallé, respondió Sancho, y séte decir que salió tu hija tan hermosa que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mí me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón: y a fe que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir contra el mandado del rey los detuvo: principalmente se mostró más apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada. Siempre tuve yo mala sospecha, dijo Ricote de que ese caballero adamaba a mi hija; pero fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el saber que la quería bien; que ya habrás oído decir, Sancho, que las moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos, y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que enamorada, no se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo. Dios lo haga, replicó Sancho, que a entrambos les estaría mal. Y déjame partir de aquí, Ricote amigo; que quiero llegar esta noche adonde está mi señor Don Quijote. Dios vaya contigo, Sancho hermano; que ya mis compañeros se rebullen, y también es hora que prosigamos nuestro camino; y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio, y Ricote se arrimó a su bordón, y se apartaron.

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ArribaAbajoCapítulo LV

De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras que no hay más que ver


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El haberse detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel día llegase al castillo del Duque, puesto que llegó media legua dél, donde le tomó la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dio mucha pesadumbre, y así, se apartó del camino con intención de esperar la mañana; y quiso su corta y desventurada suerte que buscando lugar donde mejor acomodarse, cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que entre unos edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer, se encomendó a Dios de todo corazón, pensando que no había de parar hasta el profundo de los abismos. Y no fue así; porque a poco más de tres estados dio fondo el rucio, y él se halló encima dél, sin haber recebido lisión ni daño alguno. Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento, por ver si estaba sano, o agujereado por alguna parte; y viéndose bueno, entero y católico de salud, no se hartaba de dar gracias a Dios nuestro Señor de la merced que le había hecho; porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos. Tentó asimismo con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería posible salir della sin ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y sin asidero alguno, de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó que el rucio se quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de vicio; que, a la verdad, no estaba muy bien parado. ¡Ay, dijo entonces Sancho Panza, y cuán no pensados sucesos suelen suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién dijera que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula, mandando a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima sin haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso, a lo menos, no seré yo tan venturoso como lo fue mi señor Don Quijote de la Mancha cuando descendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se fue a mesa puesta y a cama hecha. Allí vio él visiones hermosas y apacibles, y yo veré aquí, a lo que creo, sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en qué han parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo sea servido que me descubran, mondos, blancos y raídos, y los de mi buen rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quién somos, a lo menos de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza. Otra vez digo ¡miserables de nosotros! que no ha querido nuestra corta suerte que muriésemos en nuestra patria y entre los nuestros, donde ya que no hallara remedio nuestra desgracia, no faltara quien dello se doliera, y en la hora última de nuestro pasamiento nos cerrara los ojos. ¡Oh compañero y amigo mío, qué mal pago te he dado de tus buenos servicios! Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos, que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados. Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su jumento le escuchaba sin responderle palabra alguna: tal era el aprieto y angustia en que el pobre se hallaba. Finalmente habiendo pasado toda aquella noche en miserables quejas y lamentaciones, vino el día, con cuya claridad y resplandor vio Sancho que era imposible de toda imposibilidad salir de aquel pozo sin ser ayudado, y comenzó a lamentarse y dar voces, por ver si alguno le oía; pero todas sus voces eran dadas en desierto, pues por todos aquellos contornos no había persona que pudiese escucharle, y entonces se acabó de dar por muerto. Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza le acomodó de modo que le puso en pie, que apenas se podía tener; y sacando de las alforjas, que también habían corrido la mesma fortuna de la caída, un pedazo de pan, lo dio a su jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera: Todos los duelos con pan son buenos. En esto descubrió a un lado de la sima un agujero capaz de caber por él una persona si se agobiaba y encogía. Acudió a él Sancho Panza, y agazapándose, se entró por él, y vio que por de dentro era espacioso y largo; y púdolo ver porque por lo que se podía llamar techo entraba un rayo de sol que lo descubría todo. Vio también que se dilataba y alargaba por otra concavidad espaciosa; viendo lo cual volvió a salir adonde estaba el jumento, y con una piedra comenzó a desmoronar la tierra del agujero, de modo que en poco espacio hizo lugar donde con facilidad pudiese entrar el asno, como lo hizo; y cogiéndole del cabestro comenzó a caminar por aquella gruta adelante por ver si hallaba alguna salida por otra parte: a veces iba a escuras, y a veces sin luz; pero ninguna vez sin miedo. ¡Válame Dios todopoderoso! decía entre sí: esta que para mí es desventura mejor fuera para aventura de mi amo Don Quijote. El sí que tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y estrecheza a algún florido prado; pero yo, sin ventura, falto de consejo y menoscabado de ánimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso se ha de abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tragarme: bien vengas mal si vienes solo. Desta manera y con estos pensamientos le pareció que habría caminado poco más de media legua, al cabo de la cual descubrió una confusa claridad, que pareció ser ya de día, y que por alguna parte entraba, que daba indicio de tener fin abierto aquel, para él, camino de la otra vida. Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve a tratar de Don Quijote, que alborozado y contento esperaba el plazo de la batalla que había de hacer con el robador de la honra de la hija de doña Rodríguez, a quien pensaba enderezar el tuerto y desaguisado que malamente le tenían fecho. Sucedió pues, que saliéndose una mañana a imponerse y ensayarse en lo que había de hacer en el trance en que otro día pensaba verse, dando un repelón o arremetida a Rocinante llegó a poner los pies tan junto a una cueva, que a no tirarle fuertemente las riendas, fuera imposible no caer en ella. En fin le detuvo, y no cayó, y llegándose algo más cerca, sin apearse, miró aquella hondura; y estándola mirando, oyó grandes voces dentro; y escuchando atentamente, pudo percebir y entender que el que las daba decía:

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Ha de arriba, ¿hay algún cristiano que me escuche? ¿o algún caballero caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida? ¿De un desdichado desgobernado gobernador? Pareciole a Don Quijote que oía la voz de Sancho Panza, de que quedó suspenso y asombrado; y levantando la voz todo lo que pudo, dijo: ¿Quién está allá bajo? ¿Quién se queja? ¿Quién puede estar aquí, o quién se ha de quejar, respondieron, sino el asendereado de Sancho Panza, gobernador, por sus pecados y por su mala andanza, de la ínsula Barataria, escudero que fue del famoso caballero Don Quijote de la Mancha? Oyendo lo cual Don Quijote, se le dobló la admiración y se le acrecentó el pasmo, viniéndosele al pensamiento que Sancho Panza debía de ser muerto, y que estaba allí penando su alma; y llevado desta imaginación, dijo: Conjúrote por todo aquello que puedo conjurarte como católico cristiano que me digas quién eres; y si eres alma en pena, dime qué quieres que haga por ti; que pues es mi profesión favorecer y acorrer a los necesitados deste mundo, también lo será para acorrer y ayudar a los menesterosos del otro mundo, que no pueden ayudarse por sí propios. Desa manera, respondieron, vuesa merced que me habla debe de ser mi señor Don Quijote de la Mancha; y aun en el órgano de la voz no es otro, sin duda. Don Quijote soy, replicó Don Quijote, el que profeso socorrer y ayudar en sus necesidades a los vivos y a los muertos: por eso dime quién eres, que me tienes atónito; porque si eres mi escudero Sancho Panza y te has muerto, como no te hayan llevado los diablos, y por la misericordia de Dios estés en el purgatorio, sufragios tiene nuestra santa madre la Iglesia Católica Romana bastantes a sacarte de las penas en que estás, y yo, que lo solicitaré con ella, por mi parte, con cuanto mi hacienda alcanzare; por eso acaba de declararte y dime quién eres. Voto a tal, respondieron, y por el nacimiento de quien vuesa merced quisiere juro, señor Don Quijote de la Mancha, que yo soy su escudero Sancho Panza, y que nunca me he muerto en todos los días de mi vida; sino que habiendo dejado mi gobierno por cosas y causas que es menester más espacio para decirlas, anoche caí en esta sima donde yago, el rucio conmigo, que no me dejará mentir, pues, por más señas, está aquí conmigo. Y hay más, que no parece sino que el jumento entendió lo que Sancho dijo, porque al momento comenzó a rebuznar tan recio, que toda la cueva retumbaba. Famoso testigo, dijo Don Quijote, el rebuzno conozco, como si le pariera, y tu voz oigo, Sancho mío: espérame; iré al castillo del Duque, que está aquí cerca, y traeré quien te saque desta sima, donde tus pecados te deben de haber puesto. Vaya vuesa merced, dijo Sancho, y vuelva presto, por un solo Dios; que ya no lo puedo llevar el estar aquí sepultado en vida, y me estoy muriendo de miedo. Dejole Don Quijote, y fue al castillo a contar a los Duques el suceso de Sancho Panza, de que no poco se maravillaron, aunque bien entendieron que debía de haber caído por la correspondencia de aquella gruta, que de tiempos inmemoriales estaba allí hecha; pero no podían pensar cómo había dejado el gobierno sin tener ellos aviso de su venida. Finalmente, como dicen, llevaron sogas y maromas, y a costa de mucha gente y de mucho trabajo, sacaron al rucio y a Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol. Viole un estudiante, y dijo: Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos gobernadores, como sale este pecador del profundo del abismo, muerto de hambre, descolorido, y sin blanca, a lo que yo creo. Oyólo Sancho, y dijo: Ocho días o diez ha, hermano murmurador, que entré a gobernar la ínsula que me dieron, en los cuales no me vi harto de pan siquiera un hora; en ellos me han perseguido médicos, y enemigos me han brumado los huesos; ni he tenido lugar de hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y siendo esto así, como lo es, no merecía, yo, a mi parecer, salir de esta manera; pero el hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo mejor y lo que le está bien a cada uno; y cual el tiempo, tal el tiento, y nadie diga desta agua no beberé, que adonde se piensa que hay tocinos, no hay estacas; y Dios me entiende, y basta, y no digo más, aunque pudiera. No te enojes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo que oyeres; que será nunca acabar: ven tú con segura conciencia, y digan lo que dijeren; y es querer atar las lenguas de los maldicientes lo mesmo que querer poner puertas al campo. Si el gobernador sale rico de su gobierno, dicen dél que ha sido un ladrón; y si sale pobre, que ha sido un parapoco y un mentecato. A buen seguro, respondió Sancho, que por esta vez antes me han de tener por tonto que por ladrón. En estas pláticas llegaron rodeados de muchachos y de otra mucha gente al castillo adonde en unos corredores estaban ya el Duque y la Duquesa esperando a Don Quijote y a Sancho, el cual no quiso subir a ver al Duque sin que primero no hubiese acomodado al rucio en la caballeriza, porque decía que había pasado muy mala noche en la posada; y luego subió a ver a sus señores, ante los cuales puesto de rodillas, dijo: Yo, señores, porque lo quiso así vuestra grandeza, sin ningún merecimiento mío, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual entré desnudo, y desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Si he gobernado bien o mal, testigos he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He declarado dudas, sentenciado pleitos, siempre muerto de hambre, por haberlo querido así el doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, médico insulano y gobernadoresco. Acometieronnos enemigos de noche, y habiéndonos puesto en grande aprieto, dicen los de la ínsula que salieron libres y con victoria por el valor de mi brazo, que tal salud les dé Dios como ellos dicen verdad. En resolución, en este tiempo yo he tanteado las cargas que trae consigo, y las obligaciones, el gobernar, y he hallado por mi cuenta que no las podrán llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y así, antes que diese conmigo al través el gobierno, he querido yo dar con el gobierno al través, y ayer de mañana dejé la ínsula, como la hallé: con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en ella. No he pedido prestado a nadie, ni metídome en granjerías; y aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que no se habían de guardar; que es lo mesmo hacerlas que no hacerlas. Salí, como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio; caí en una sima, víneme por ella adelante, hasta que esta mañana, con la luz del sol, vi la salida, pero no tan fácil; que no a depararme el cielo a mi señor Don Quijote, allí me quedara hasta la fin del mundo. Así que, mis señores Duque y Duquesa, aquí está vuestro gobernador Sancho Panza, que ha granjeado en solos diez días que ha tenido el gobierno conocer que no se le ha de dar nada por ser gobernador, no que de una ínsula, sino de todo el mundo; y con este presupuesto, besando a vuestras mercedes los pies, imitando al juego de los muchachos, que dicen: salta tú, y dámela tú, doy un salto del gobierno, y me paso al servicio de mi señor Don Quijote, que en fin en él, aunque como el pan con sobresalto, hártome a lo menos; y para mí, como yo esté harto, eso me hace que sea de zanahorias que de perdices. Con esto dio fin a su larga plática Sancho, temiendo siempre Don Quijote que había de decir en ella millares de disparates; y cuando le vio acabar con tan pocos, dio en su corazón gracias al cielo, y el Duque abrazó a Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de que hubiese dejado tan presto el gobierno; pero que él haría de suerte que se le diese en su estado otro oficio de menos carga y de más provecho. Abrazole la Duquesa asimismo, y mandó que le regalasen, porque daba señales de venir mal molido y peor parado.

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