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Capítulo XLV

De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y del modo que comenzó a gobernar

¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá, médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música, tú que siempre sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo ¡oh sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre! a ti digo que me favorezcas, y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo me siento tibio, desmazalado y confuso.

Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el Duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria. El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aúna todos los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella, y el mayordomo del Duque le dijo:

-Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa; de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador, y así, o se alegra o se entristece con su venida.

En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban escritas; y como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido:

-Señor, allí está escrito y notado el día en que vueseñoría tomó posesión desta ínsula, y dice el epitafio: «Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce.»

-Y ¿a quién llaman don Sancho Panza? -preguntó Sancho.

-A vueseñoría -respondió el mayordomo-; que en esta ínsula no ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.

-Pues advertid, hermano -dijo Sancho-, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe haber más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que si el gobierno me dura cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por la muchedumbre, deben de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor mayordomo; que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no se entristezca el pueblo.

A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de labrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el sastre dijo:

-Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuesa merced en razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer (que yo, con perdón de los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y poniéndome un pedazo de paño en las manos, me preguntó: «Señor, ¿habría en esto paño harto para hacerme una caperuza?» Yo, tanteando el paño, le respondí que sí; él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, que sin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme que mirase si habría para dos; adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y él, caballero en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas; y ahora en este punto acaba de venir por ellas; yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura; antes me pide que le pague o vuelva su paño.

-¿Es todo esto así, hermano? -preguntó Sancho.

-Sí, señor -respondió el hombre-; pero hágale vuesa merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho.

-De buena gana -respondió el sastre.

Y sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostró en ella cinco caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:

-He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vista de veedores del oficio.

Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:

-Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varón; y así, yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel, y no haya más.

Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a los circunstantes, ésta les provocó a risa; pero, en fin, se hizo lo que mandó el gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:

-Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad, de volvérmelos, que la que él tenía cuando yo se los presté; pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado, ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto; querría que vuesa merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios.

-¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? -dijo Sancho.

A lo que dijo el viejo:

-Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuesa merced esa vara; y, pues él lo deja en mi juramento, yo juraré cómo se los he vuelto y pagado real y verdaderamente.

Bajó el gobernador la vara, y en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían; pero que él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario, y dijo que sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombre de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómo y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pidiría nada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y, bajando la cabeza, se salió del juzgado; visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y en viéndole Sancho, le dijo:

-Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.

-De muy buena gana -respondió el viejo-: hele aquí, señor.

Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y dándosele al otro viejo, le dijo:

-Andad con Dios, que ya vais pagado.

-¿Yo, señor? -respondió el viejo-. Pues ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?

-Sí -dijo el gobernador-; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.

Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro; quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.

Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que juraba, a su contrario, aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que en acabando de jurar le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél estaba la paga de lo que pedían. De donde se podía colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y más que él había oído contar otro caso como aquél al cura de su lugar, y que él tenía tan gran memoria, que a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondría por tonto o por discreto.

Luego, acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces, diciendo:

-¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y ¡desdichada de mí! me ha llevado lo que yo tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y extranjeros, y yo, siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme.

-Aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán -dijo Sancho.

Y volviéndose al hombre, le dijo que qué decía y respondía a la querella de aquella mujer. El cual, todo turbado, respondió:

-Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía deste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían: volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle lo soficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que hago, o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.

Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata; él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas, con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos; aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro. Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:

-Buen hombre, id tras aquella mujer, y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella.

Y no lo dijo a tonto ni a sordo; porque luego partió como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el hombre y la mujer, más asidos y aferrados que la vez primera, ella la saya levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo:

-¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuesa merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que en mitad de poblado y en mitad de la calle me ha querido quitar la bolsa que vuesa merced mandó darme.

-Y ¿háosla quitado? -preguntó el gobernador.

-¿Cómo quitar? -respondió la mujer-. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las barbas, que no éste desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aún garras de leones: antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes!

-Ella tiene razón -dijo el hombre-, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola.

Entonces el gobernador dijo a la mujer:

-Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.

Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la esforzada, y no forzada:

-Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aún la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula, ni en seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad luego digo, churrillera, desvergonzada y embaidora!

Espantóse la mujer, y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre:

-Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie.

El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al Duque, que con gran deseo lo estaba esperando.

Y quédese aquí el buen Sancho; que es mucha la priesa que nos da su amo, alborotado con la música de Altisidora.

Capítulo XLVI

Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió don Quijote en el discurso de los amores de la enamorada Altisidora

Dejamos al gran don Quijote envuelto en los pensamientos que le habían causado la música de la enamorada doncella Altisidora. Acostóse con ellos y, como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y juntábansele los que le faltaban de sus medias; pero como es ligero el tiempo, y no hay barranco que le detenga, corrió caballero en las horas, y con mucha presteza llegó la de la mañana. Lo cual visto por don Quijote, dejó las blandas plumas, y no nada perezoso, se vistió su acamuzado vestido y se calzó sus botas de camino, por encubrir la desgracia de sus medias; arrojóse encima su mantón de escarlata y púsose en la cabeza una montera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgó el tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada, asió un gran rosario que consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió a la antesala, donde el Duque y la Duquesa estaban ya vestidos y como esperándole. Y al pasar por una galería, estaban aposta esperándole Altisidora y la otra doncella su amiga, y así como Altisidora vio a don Quijote, fingió desmayarse, y su amiga la recogió en sus faldas, y con gran presteza la iba a desabrochar el pecho. Don Quijote, que lo vio, llegándose a ellas, dijo:

-Ya sé yo de qué proceden estos accidentes.

-No sé yo de qué -respondió la amiga-, porque Altisidora es la doncella más sana de toda esta casa, y yo nunca la he sentido un ¡ay! en cuanto ha que la conozco; que mal hayan cuantos caballeros andantes hay en el mundo, si es que todos son desagradecidos. Váyase vuesa merced, señor don Quijote; que no volverá en sí esta pobre niña en tanto que vuesa merced aquí estuviere.

A lo que respondió don Quijote:

-Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi aposento; que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella; que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios calificados.

Y con esto se fue, porque no fuese notado de los que allí le viesen. No se hubo bien apartado, cuando volviendo en sí la desmayada Altisidora, dijo a su compañera:

-Menester será que se le ponga el laúd; que sin duda don Quijote quiere darnos música, y no será mala, siendo suya.

Fueron luego a dar cuenta a la Duquesa de lo que pasaba y del laúd que pedía don Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó con el Duque y con sus doncellas de hacerle una burla que fuese más risueña que dañosa, y con mucho contento esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se había venido el día, el cual pasaron los Duques en sabrosas pláticas con don Quijote. Y la Duquesa aquel día real y verdaderamente despachó a un paje suyo (que había hecho en la selva la figura encantada de Dulcinea) a Teresa Panza, con la carta de su marido Sancho Panza, y con el lío de ropa que había dejado para que se le enviase, encargandole le trujese buena relación de todo lo que con ella pasase. Hecho esto, y llegadas las once horas de la noche, halló don Quijote una vihuela en su aposento; templóla, abrió la reja, y sintió que andaba gente en el jardín; y habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afinádola lo mejor que supo, escupió y remondóse el pecho, y luego, con una voz ronquilla, aunque entonada, cantó el siguiente romance, que él mismo aquel día había compuesto:

-Suelen las fuerzas de amor

Sacar de quicio a las almas,

Tomando por instrumento

La ociosidad descuidada.

Suele el coser y el labrar,

Y el estar siempre ocupada,

Ser antídoto al veneno

De las amorosas ansias.

Las doncellas recogidas

Que aspiran a ser casadas,

La honestidad es la dote

Y voz de sus alabanzas.

Los andantes caballeros,

Y los que en la Corte andan,

Requiébranse con las libres;

Con las honestas se casan.

Hay amores de Levante,

Que entre huéspedes se tratan,

Que llegan presto al Poniente,

Porque en el partirse acaban.

El amor recién venido,

Que hoy llegó y se va mañana,

Las imágines no deja.

Bien impresas en el alma.

Pintura sobre pintura,

Ni se muestra, ni señala;

Y do hay primera belleza,

La segunda no hace baza.

Dulcinea del Toboso

Del alma en la tabla rasa

Tengo pintada de modo,

Que es imposible borrarla.

La firmeza en los amantes

Es la parte más preciada,

Por quien hace Amor milagros,

Y a si mesmo los levanta.


Aquí llegaba don Quijote de su canto, a quien estaban escuchando el Duque y la Duquesa, Altisidora y casi toda la gente del castillo, cuando de improviso, desde encima de un corredor que sobre la reja de don Quijote a plomo caía, descolgaron un cordel donde venían más de cien cencerros asidos, y luego, tras ellos, derramaron un gran saco de gatos, que asimismo traían cencerros menores atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los cencerros y el mayar de los gatos, que aunque los Duques habían sido inventores de la burla, todavía les sobresaltó, y, temeroso don Quijote, quedó pasmado; y quiso la suerte que dos o tres gatos se entraron por la reja de su estancia, y dando de una parte a otra, parecía que una región de diablos andaba en ella. Apagaron las velas que en el aposento ardían, y andaban buscando por do escaparse. El descolgar y subir del cordel de los grandes cencerros no cesaba; la mayor parte de la gente del castillo, que no sabía la verdad del caso, estaba suspensa y admirada. Levantóse don Quijote en pie, y poniendo mano a la espada, comenzó a tirar estocadas por la reja, y a decir a grandes voces:

-¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera, canalla hechiceresca; que yo soy don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras malas intenciones!

Y volviéndose a los gatos que andaban por el aposento, les tiró muchas cuchilladas; ellos acudieron a la reja, y por allí se salieron, aunque uno, viéndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltó al rostro y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor don Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el Duque y la Duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza acudieron a su estancia, y abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron con luces y vieron la desigual pelea; acudió el Duque a despartirla, y don Quijote dijo a voces:

-¡No me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, con este encantador; que yo le daré a entender de mí a él quién es don Quijote de la Mancha!

Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba. Más, en fin, el Duque se le desarraigó y le echó por la reja.

Quedó don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy despechado porque no le habían dejado fenecer la batalla que tan trabada tenía con aquel malandrín encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y la misma Altisidora con sus blanquísimas manos le puso unas vendas por todo lo herido, y al ponérselas, con voz baja le dijo:

-Todas estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado de tu dureza y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu escudero el azotarse, porque nunca salga de su encanto esta tan amada tuya Dulcinea, ni tú la goces, ni llegues a tálamo con ella, a lo menos, viviendo yo, que te adoro.

A todo esto no respondió don Quijote otra palabra si no fue dar un profundo suspiro; y luego se tendió en su lecho, agradeciendo a los Duques la merced, no porque él tenía temor de aquella canalla gatesca, encantadora y cencerruna, sino porque había conocido la buena intención con que habían venido a socorrerle. Los Duques le dejaron sosegar, y se fueron, pesarosos del mal suceso de la burla; que no creyeron que tan pesada y costosa le saliera a don Quijote aquella aventura, que le costó cinco días de encerramiento y de cama, donde le sucedió otra aventura más gustosa que la pasada, la cual no quiere su historiador contar ahora, por acudir a Sancho Panza, que andaba muy solícito y muy gracioso en su gobierno.

Capítulo XLVII

Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su gobierno

Cuenta la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una real y limpísima mesa; y así como Sancho entró en la sala, sonaron chirimías, y salieron cuatro pajes a darle aguamanos, que Sancho recibió con mucha gravedad. Cesó la música, sentóse Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había más de aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanca toalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares; uno que parecía estudiante echó la bendición, y un paje puso un babador randado a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala llegó un plato de fruta delante; pero apenas hubo comido un bocado, cuando el de la varilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima celeridad; pero el maestresala le llegó otro, de otro manjar. Iba a probarle Sancho; pero antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso, y mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual respondió el de la vara:

-No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día, y tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe, mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida.

-Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas y, a mi parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño.

A lo que el médico respondió:

-Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida.

-Pues ¿por qué? -dijo Sancho.

Y el médico respondió:

-Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la Medicina, en un aforismo suyo dice: Omnis saturatio mala, perdicis autem pessima. Quiere decir: «Toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malísima.»

-Si eso es así -dijo Sancho-, vea el señor doctor de cuantos manjares hay en esta mesa cuál me hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer dél sin que me le apalee; porque por vida del gobernador, y así Dios me le deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que aumentármela.

-Vuesa merced tiene razón, señor gobernador -respondió el médico-; y así es mi parecer que vuesa merced no coma de aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se pudiera probar; pero no hay para qué.

Y Sancho dijo:

-Aquel platonazo que esta más adelante vahando me parece que es olla podrida, que, por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.

-Absit! -dijo el médico-. Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. Allá las ollas podridas para los canónigos, o para los retores de colegios, o para las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razón es porque siempre, y a doquiera, y de quienquiera, son más estimadas las medicinas simples que las compuestas, porque en las simples no se puede errar, y en las compuestas sí, alterando la cantidad de las cosas de que son compuestas; más lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de cañutillos de suplicaciones, y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión.

Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de la silla y miró de hito en hito al tal médico, y con voz grave le preguntó cómo se llamaba y dónde había estudiado. A lo que él respondió:

-Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna.

A lo que respondió Sancho, todo encendido en cólera:

-Pues, señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodóvar del Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego delante; si no, voto al sol que tome un garrote, y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar médico en toda la ínsula, a lo menos, de aquellos que yo entienda que son ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas. Y vuelvo a decir que se me vaya Pedro Recio de aquí; si no, tomaré está silla donde estoy sentado y se la estrellaré en la cabeza, y pídanmelo en residencia; que yo me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico, verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno; que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas.

Alborotóse el doctor viendo tan colérico al gobernador, y quiso hacer tirteafuera de la sala, sino que en aquel instante sonó una corneta de posta en la calle, y asomándose el maestresala a la ventana, volvió diciendo:

-Correo viene del Duque mi señor; algún despacho debe de traer de importancia.

Entró el correo sudando y asustado, y sacando un pliego del seno, le puso en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del mayordomo, a quien mandó leyese el sobrescrito, que decía así: «A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano, o en las de su secretario.» Oyendo lo cual Sancho, dijo:

-¿Quién es aquí mi secretario?

Y uno de los que presentes estaban respondió:

-Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.

-Con esa añadidura -dijo Sancho-, bien podéis ser secretario del mismo Emperador. Abrid ese pliego, y mirad lo que dice.

Hízolo así el recién nacido secretario, y habiendo leído lo que decía, dijo que era negocio para tratarle a solas. Mandó Sancho despejar la sala, y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala, y los demás y el médico se fueron; y luego el secretario leyó la carta, que así decía:

«A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que unos enemigos míos y desa ínsula la han de dar un asalto furioso, no sé qué noche; conviene velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. Sé también por espías verdaderas que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida, porque se temen de vuestro ingenio; abrid el ojo y mirad quién llega a hablaros, y no comáis de cosa que os presentaren. Yo tendré cuidado de socorreros si os viéredes en trabajo, y en todo haréis como se espera de vuestro entendimiento. Deste lugar, a 16 de agosto, a las cuatro de la mañana.

Vuestro amigo,

El Duque.»

Quedó atónito Sancho, y mostraron quedarlo asimismo los circunstantes, y volviéndose al mayordomo, le dijo:

-Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser luego, es meter en un calabozo al doctor Recio; porque si alguno me ha de matar, ha de ser él, y de muerte adminícula y pésima, como es la de la hambre.

-También -dijo el maestresala- me parece a mí que vuesa merced no coma de todo lo que está en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo.

-No lo niego -respondió Sancho-; y por ahora denme un pedazo de pan y obra de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir veneno; porque, en efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar prontos para estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien mantenidos, porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas. Y vos, secretario, responded al Duque mi señor y decidle que se cumplirá lo que manda como lo manda, sin faltar punto; y daréis de mi parte un besamanos a mi señora la Duquesa, y que le suplico no se le olvide de enviar con un propio mi carta y mi lío a mi mujer Teresa Panza, que en ello recibiré mucha merced, y tendré cuidado de servirla con todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de camino, podéis encajar un besamanos a mi señor don Quijote de la Mancha, porque vea que soy pan agradecido; y vos, como buen secretario y como buen vizcaíno, podéis añadir todo lo que quisiéredes y más viniere a cuento. Y álcense estos manteles, y denme a mí de comer; que yo me avendré con cuantas espías y matadores y encantadores vinieren sobre mí y sobre mi ínsula.

En esto entró un paje y dijo:

-Aquí está un labrador negociante que quiere hablar a vueseñoría en un negocio, según él dice, de mucha importancia.

-Extraño caso es éste -dijo Sancho- destos negociantes. ¿Es posible que sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como éstas no son en las que han de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es menester que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide, sino que quieren que seamos hechos de piedra mármol? Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno (que no durará, según se me trasluce), que yo ponga en pretina a más de un negociante. Agora decid a ese buen hombre que entre; pero adviértase primero no sea alguno de los espías, o matador mío.

-No, señor -respondió el paje-, porque parece una alma de cántaro, y yo sé poco, o él es tan bueno como el buen pan.

-No hay que temer -dijo el mayordomo-; que aquí estamos todos.

-¿Sería posible -dijo Sancho-, maestresala, que agora que no está aquí el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?

-Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la comida, y quedará vueseñoría satisfecho y pagado -dijo el maestresala.

-Dios lo haga -respondió Sancho.

Y en esto, entró el labrador, que era de muy buena presencia, y de mil leguas se le echaba de ver que era bueno y buena alma. Lo primero que dijo fue:

-¿Quién es aquí el señor gobernador?

-¿Quién ha de ser -respondió el secretario-, sino el que está sentado en la silla?

-Humíllome, pues, a su presencia -dijo el labrador.

Y poniéndose de rodillas, le pidió la mano para besársela. Negósela Sancho, y mandó que se levantase y dijese lo que quisiese. Hízolo así el labrador, y luego dijo:

-Yo, señor, soy labrador, natural de Miguelturra, un lugar que está dos leguas de Ciudad Real.

-¡Otro Tirteafuera tenemos! -dijo Sancho-. Decid, hermano; que lo que yo os sé decir es que sé muy bien a Miguelturra, y que no está muy lejos de mi pueblo.

-Es, pues, el caso, señor -prosiguió el labrador-, que yo, por la misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la santa Iglesia católica romana; tengo dos hijos estudiantes, que el menor estudia para bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se murió mi mujer, o, por mejor decir, me la mató un mal médico, que la purgó estando preñada, y si Dios fuera servido que saliera a luz el parto, y fuera hijo, yo le pusiera a estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el bachiller y el licenciado.

-De modo -dijo Sancho-, que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo.

-No, señor; en ninguna manera -respondió el labrador.

-¡Medrados estamos! -replicó Sancho-. Adelante, hermano; que es hora de dormir más que de negociar.

-Digo, pues -dijo el labrador-, que este mi hijo que ha de ser bachiller se enamoró en el mesmo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los deste linaje son perláticos, y, por mejorar el nombre, los llaman Perlerines; aunque si va decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y mirada por el lado derecho, parece una flor de campo; por el izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; y aunque los hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquéllos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es tan limpia, que por no ensuciar la cara, trae las narices, como dicen, arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y, con todo esto, parece bien por extremo, porque tiene la boca grande, y, a no faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya entre las más bien formadas. De los labios no tengo qué decir; porque son tan sutiles y delicados, que si se usaran aspar labios, pudieran hacer dellos una madeja; pero como tienen diferente color de la que en los labios se usa comúnmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y aberenjenado; y perdóneme el señor gobernador si por tan menudo voy pintando las partes de la que al fin al fin ha de ser mi hija; que la quiero bien y no me parece mal.

-Pintad lo que quisiéredes -dijo Sancho-; que yo me voy recreando en la pintura, y si hubiera comido, no hubiera mejor postre para mí que vuestro retrato.

-Eso tengo yo por servir -respondió el labrador-; pero tiempo vendrá en que seamos, si ahora no somos. Y digo, señor, que si pudiera pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración; pero no puede ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar, diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a mi bachiller, sino que no la puede extender, que está añudada; y, con todo, en las uñas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura.

-Está bien dijo Sancho-, y haced cuenta, hermano, que ya la habéis pintado de los pies a la cabeza. ¿Qué es lo que queréis ahora? Y venid al punto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras.

-Querría, señor -respondió el labrador-, que vuesa merced me hiciese merced de darme una carta de favor para mi consuegro, suplicándole sea servido de que este casamiento se haga, pues no somos desiguales en los bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza; porque, para decir la verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no hay día que tres o cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus; y de haber caído una vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los ojos algo llorosos y manantiales; pero tiene una condición de un ángel, y si no es que se aporrea y se da de puñadas él mesmo a sí mesmo, fuera un bendito.

-¿Queréis otra cosa, buen hombre? -replicó Sancho.

-Otra cosa querría -dijo el labrador-, sino que no me atrevo a decirlo; pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho: pegue o no pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecientos o seiscientos ducados para ayuda a la dote de mi bachiller; digo, para ayuda de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin estar sujetos a las impertinencias de los suegros.

-Mirad si queréis otra cosa -dijo Sancho-, y no la dejéis de decir por empacho ni por vergüenza.

-No, por cierto -respondió el labrador.

Y apenas dijo esto, cuando, levantandose en pie el gobernador, asió de la silla en que estaba sentado, y dijo:

-¡Voto a tal, don patán rústico y mal mirado, que si no os apartáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza! Hi de puta bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados? Y ¿dónde los tengo yo, hediondo? Y ¿por qué te los había de dar aunque los tuviera, socarrón y mentecato? Y ¿qué se me da a mí de Miguelturra, ni de todo el linaje de los Perlerines? ¡Va de mí, digo; si no, por vida del Duque mi señor que haga lo que tengo dicho! Tú no debes de ser de Miguelturra, sino algún socarrón que para tentarme te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y medio que tengo el gobierno, y ¿ya quieres que tenga seiscientos ducados?

Hizo de señas el maestresala al labrador que se saliese de la sala, el cual lo hizo cabizbajo y, al parecer, temeroso de que el gobernador no ejecutase su cólera; que el bellacón supo hacer muy bien su oficio.

Pero dejemos con su cólera a Sancho, y ándese la paz en el corro, y volvamos a don Quijote, que le dejamos vendado el rostro y curado de las gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de los cuales le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualidad y verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimas que sean.

Capítulo XLVIII

De lo que le sucedió a don Quijote con doña Rodríguez, la dueña de la Duquesa, con otros acontecimientos dignos de escritura y de memoria eterna

Además estaba mohíno y malencólico el mal ferido don Quijote, vendado el rostro y señalado, no por la mano de Dios, sino por las uñas de un gato, desdichas anejas a la andante caballería. Seis días estuvo sin salir en público, en una noche de las cuales, estando despierto y desvelado, pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintió que con una llave abrían la puerta de su aposento, y luego imaginó que la enamorada doncella venía para sobresaltar su honestidad y ponerle en condición de faltar a la fee que guardar debía a su señora Dulcinea del Toboso. «-No -dijo creyendo a su imaginación, y esto, con voz que pudiera ser oída-; no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y sirgo compuestas, ora te tenga Merlín o Montesinos donde ellos quisieren; que adondequiera eres mía, y a doquiera he sido yo, y he de ser, tuyo.»

El acabar estas razones y el abrir de la puerta fue todo uno. Púsose en pie sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados: el rostro, por los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar. Clavó los ojos en la puerta, y cuando esperaba ver entrar por ella a la rendida y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía una media vela encendida, y con la derecha se hacía sombra, porque no le diese la luz en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes antojos. Venía pisando quedito, y movía los pies blandamente.

Miróla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa. Fuese llegando la visión, y cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote; y si él quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya; porque así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las vendas, que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo:

-¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?

Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos; y viéndose a escuras, volvió las espaldas para irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso, comenzó a decir:

-Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres, y que me digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo; que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aún hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio se extiende.

La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el de don Quijote, y con voz afligida y baja le respondió:

-Señor don Quijote (si es que acaso vuesa merced es don Quijote), yo no soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuesa merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la Duquesa, que con una necesidad de aquellas que vuesa merced suele remediar, a vuesa merced vengo.

-Dígame, señora doña Rodríguez -dijo don Quijote-: ¿por ventura viene vuesa merced a hacer alguna tercería? Porque le hago saber que no soy de provecho para nadie, merced a la sin par belleza de mi señora Dulcinea del Toboso. Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que, como vuesa merced salve y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y vuelva, y departiremos de todo lo que más mandare y más en gusto le viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre.

-¿Yo recado de nadie, señor mío? -respondió la dueña-. Mal me conoce vuesa merced; sí, que aún no estoy en edad tan prolongada, que me acoja a semejantes niñerías, pues, Dios loado, mi alma me tengo en las carnes, y todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos pocos que me han usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan ordinarios. Pero espéreme vuesa merced un poco; saldré a encender mi vela, y volveré en un instante a contar mis cuitas, como a remediador de todas las del mundo.

Y sin esperar respuesta, se salió del aposento, donde quedó don Quijote sosegado y pensativo esperándola; pero luego le sobrevinieron mil pensamientos acerca de aquella nueva aventura, y parecíale ser mal hecho y peor pensado ponerse en peligro de romper a su señora la fee prometida, y decíase a sí mismo: «-¿Quién sabe si el diablo, que es sutil y mañoso, querrá engañarme agora con una dueña, lo que no ha podido con emperatrices, reinas, duquesas, marquesas ni condesas? Que yo he oído decir muchas veces y a muchos discretos que, si él puede, antes os la dará roma que aguileña. Y ¿quién sabe si esta soledad, está ocasión y este silencio despertará mis deseos que duermen, y harán que al cabo de mis años venga a caer donde nunca he tropezado? Y en casos semejantes, mejor es huir que esperar la batalla. Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso; que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antojuna pueda mover ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado pecho del mundo. ¿Por ventura hay dueña en la tierra que tenga buenas carnes? Por ventura hay dueña en el orbe que deje de ser impertinente, fruncida y melindrosa? ¡Afuera, pues, caterva dueñesca, inútil para ningún humano regalo! ¡Oh, cuán bien hacía aquella señora de quien se dice que tenía dos dueñas de bulto con sus antojos y almohadillas al cabo de su estrado, como que estaban labrando, y tanto le servían para la autoridad de la sala aquellas estatuas como las dueñas verdaderas!» Y, diciendo esto, se arrojó del lecho, con intención de cerrar la puerta y no dejar entrar a la señora Rodríguez; más cuando la llegó a cerrar, ya la señora Rodríguez volvía, encendida una vela de cera blanca, y cuando ella vio a don Quijote de más cerca, envuelto en la colcha, con las vendas, galocha o becoquín, temió de nuevo, y, retirándose atrás como dos pasos, dijo:

-¿Estamos seguras, señor caballero? Porque no tengo a muy honesta señal haberse vuesa merced levantado de su lecho.

-Eso mesmo es bien que yo pregunte, señora -respondió don Quijote-: y así, pregunto si estaré yo seguro de ser acometido y forzado.

-¿De quién, o a quién, pedís, señor caballero, esa seguridad? -respondió la dueña.

-A vos y de vos la pido -replicó don Quijote-; porque ni yo soy de mármol ni vos de bronce, ni ahora son las diez del día, sino media noche, y aún un poco más, según imagino, y en una estancia más cerrada y secreta que lo debió de ser la cueva donde el traidor y atrevido Eneas gozó a la hermosa y piadosa Dido. Pero dadme, señora, la mano; que yo no quiero otra seguridad mayor que la de mi continencia y recato, y la que ofrecen esas reverendísimas tocas.

Y diciendo esto, besó su derecha mano, y le asió de la suya, que ella le dio con las mesmas ceremonias.

Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho la mejor almalafa de dos que tenía.

Entróse, en fin, don Quijote en su lecho, y quedóse doña Rodríguez sentada en una silla, algo desviada de la cama, no quitándose los antojos ni la vela. Don Quijote se acorrucó y se cubrió todo, no dejando más de el rostro descubierto; y habiéndose los dos sosegado, el primero que rompió el silencio fue don Quijote, diciendo:

-Puede vuesa merced ahora, mi señora doña Rodríguez, descoserse y desbuchar todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazón y lastimadas entrañas; que será de mí escuchada con castos oídos, y socorrida con piadosas obras.

-Así lo creo yo -respondió la dueña-; que de la gentil y agradable presencia de vuesa merced no se podía esperar sino tan cristiana respuesta. Es, pues, el caso, señor don Quijote, que aunque vuesa merced me vee sentada en esta silla y en la mitad del reino de Aragón, y en hábito de dueña aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de Oviedo, y de linaje, que atraviesan por él muchos de los mejores de aquella provincia; pero mi corta suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes de tiempo, sin saber cómo ni cómo no, me trujeron a la Corte, a Madrid, donde, por bien de paz y por excusar mayores desventuras, mis padres me acomodaron a servir de doncella de labor a una principal señora; y quiero hacer sabidor a vuesa merced que en hacer vainillas y labor blanca ninguna me ha echado el pie adelante en toda la vida. Mis padres me dejaron sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allí a pocos años se debieron de ir al cielo, porque eran además buenos y católicos cristianos. Quedé huérfana, y atenida al miserable salario y a las angustiadas mercedes que a las tales criadas se suele dar en palacio; y en este tiempo, sin que diese yo ocasión a ello, se enamoró de mi un escudero de casa, hombre ya en días, barbudo y apersonado, y, sobre todo, hidalgo como el Rey, porque era montañés. No tratamos tan secretamente nuestros amores que no viniesen a noticia de mi señora; la cual, por excusar dimes y diretes, nos casó en paz y en haz de la santa madre Iglesia católica romana, de cuyo matrimonio nació una hija para rematar con mi ventura, si alguna tenía, no porque yo muriese del parto, que le tuve derecho y en sazón, sino porque desde allí a poco murió mi esposo de un cierto espanto que tuvo, que, a tener ahora lugar para contarle, yo sé que vuesa merced se admirara.

Y en esto, comenzó a llorar tiernamente, y dijo:

-Perdóneme vuesa merced, señor don Quijote: que no va más en mi mano; porque todas las veces que me acuerdo de mi mal logrado se me arrasan los ojos de lágrimas. ¡Válame Dios, y con qué autoridad llevaba a mi señora a las ancas de una poderosa mula, negra como el mismo azabache! Que entonces no se usaban coches ni sillas, como agora dicen que se usan, y las señoras iban a las ancas de sus escuderos. Esto, a lo menos, no puedo dejar de contarlo, porque se nota la crianza y puntualidad de mi buen marido. Al entrar de la calle de Santiago, en Madrid, que es algo estrecha, venían a salir por ella un alcalde de Corte con dos alguaciles delante, y así como mi buen escudero le vio, volvió las riendas a la mula, dando señal de volver a acompañarle. Mi señora, que iba a las ancas, con voz baja le decía: «-¿Qué hacéis, desventurado? ¿No veis que voy aquí?» El alcalde, de comedido, detuvo la rienda al caballo, y díjole: «-Seguid, señor, vuestro camino; que yo soy el que debo acompañar a mi señora doña Casilda» (que así era el nombre de mi ama). Todavía porfiaba mi marido, con la gorra en la mano, a querer ir acompañando al alcalde; viendo lo cual mi señora, llena de cólera y enojo, sacó un alfiler gordo, o creo que un punzón del estuche, y clavósele por los lomos, de manera, que mi marido dio una gran voz, y torció el cuerpo, de suerte que dio con su señora en el suelo. Acudieron dos lacayos suyos a levantarla, y lo mismo hizo el alcalde y los alguaciles; alborotóse la Puerta de Guadalajara, digo, la gente baldía que en ella estaba; vínose a pie mi ama, y mi marido acudió en casa de un barbero, diciendo que llevaba pasadas de parte a parte las entrañas. Divulgóse la cortesía de mi esposo, tanto, que los muchachos le corrían por las calles; y por esto, y porque él era algún tanto corto de vista, mi señora le despidió, de cuyo pesar, sin duda alguna, tengo para mí que se le causó el mal de la muerte. Quedé yo viuda y desamparada, y con hija a cuestas, que iba creciendo en hermosura como la espuma de la mar. Finalmente, como yo tuviese fama de gran labrandera, mi señora la Duquesa, que estaba recién casada con el Duque mi señor, quiso traerme consigo a este reino de Aragón, y a mi hija ni más ni menos, adonde, yendo días y viniendo días, creció mi hija, y con ella todo el donaire del mundo: canta como una calandria, danza como el pensamiento, baila como una perdida, lee y escribe como un maestro de escuela, y cuenta como un avariento. De su limpieza no digo nada: que el agua que corre no es más limpia; y debe de tener agora, si mal no me acuerdo, diez y seis años, cinco meses y tres días, uno más a menos. En resolución, desta mi muchacha se enamoró un hijo de un labrador riquísimo que está en una aldea del Duque mi señor, no muy lejos de aquí. En efecto, no sé cómo ni cómo no, ellos se juntaron, y debajo de la palabra de ser su esposo, burló a mi hija, y no se la quiere cumplir; y aunque el Duque mi señor lo sabe, porque yo me he quejado a él, no una, sino muchas veces, y pedídole mande que el tal labrador se case con mi hija, hace orejas de mercader y apenas quiere oírme; y es la causa que como el padre del burlador es tan rico, y le presta dineros, y le sale por fiador de sus trampas por momentos, no le quiere descontentar ni dar pesadumbre en ningún modo. Querría, pues, señor mío, que vuesa merced tomase a cargo el deshacer este agravio, o ya por ruegos, o ya por armas, pues según todo el mundo dice, vuesa merced nació en él para deshacerlos, y para enderezar los tuertos y amparar los miserables; y póngasele a vuesa merced por delante la orfandad de mi hija, su gentileza, su mocedad, con todas las buenas partes que he dicho que tiene; que en Dios y en mi conciencia que de cuantas doncellas tiene mi señora, que no hay ninguna que llegue a la suela de su zapato, y que una que llaman Altisidora, que es la que tienen por más desenvuelta y gallarda, puesta en comparación de mi hija, no la llega con dos leguas. Porque quiero que sepa vuesa merced, señor mío, que no es todo oro lo que reluce; porque esta Altisidora tiene más de presunción que de hermosura, y más de desenvuelta que de recogida, además que no está muy sana: que tiene un cierto aliento cansado, que no hay sufrir el estar junto a ella un momento. Y aún mi señora la Duquesa... Quiero callar; que se suele decir que las paredes tienen oídos.

-¿Qué tiene mi señora la Duquesa, por vida mía, señora doña Rodríguez? -preguntó don Quijote.

-Con ese conjuro -respondió la dueña-, no puedo dejar de responder a lo que se me pregunta con toda verdad. ¿Vee vuesa merced, señor don Quijote, la hermosura de mi señora la Duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardía con que va pisando y aún despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer, primero, a Dios; y luego, a dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena.

-¡Santa María! -dijo don Quijote-. Y ¿es posible que mi señora la Duquesa tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos; pero pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así. Pero tales fuentes, y en tales lugares, no deben de manar humor, sino ámbar líquido. Verdaderamente que ahora acabo de creer que esto de hacerse fuentes debe de ser cosa importante para salud.

Apenas acabó don Quijote de decir está razón, cuando con un gran golpe abrieron las puertas del aposento, y del sobresalto del golpe se le cayó a doña Rodríguez la vela de la mano, y quedó la estancia como boca de lobo, como suele decirse. Luego sintió la pobre dueña que la asían de la garganta con dos manos, tan fuertemente, que no la dejaban gañir, y que otra persona, con mucha presteza, sin hablar palabra, le alzaba las faldas, y con una, al parecer, chinela, le comenzó a dar tantos azotes, que era una compasión; y aunque don Quijote se la tenía, no se meneaba del lecho, y no sabía qué podía ser aquello, y estábase quedo y callando, y aún temiendo no viniese por él la tanda y tunda azotesca. Y no fue vano su temor; porque en dejando molida a la dueña los callados verdugos (la cual no osaba quejarse), acudieron a don Quijote, y desenvolviéndole de la sábana y de la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puñadas, y todo esto, en silencio admirable. Duró la batalla casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió doña Rodríguez sus faldas, y gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir palabra a don Quijote; el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se quedó solo, donde le dejaremos deseoso de saber quién había sido el perverso encantador que tal le había puesto. Pero ello se dirá a su tiempo; que Sancho Panza nos llama, y el buen concierto de la historia lo pide.

Capítulo XLIX

De lo que sucedió a Sancho Panza rondando su ínsula

Dejamos al gran gobernador enojado y mohino con el labrador pintor y socarrón, el cual industriado del mayordomo, y el mayordomo del Duque, se burlaban de Sancho; pero él se las tenía tiesas a todos, maguera tonto, bronco y rollizo, y dijo a los que con él estaban, y al doctor Pedro Recio, que como se acabó el secreto de la carta del Duque había vuelto a entrar en la sala:

-Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de ser, o han de ser, de bronce, para no sentir las importunidades de los negociantes, que a todos horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y despachen, atendiendo sólo a su negocio, venga lo que viniere; y si el pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede, o porque no es aquél el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y murmuran, y le roen los huesos, y aún les deslindan los linajes. Negociante necio, negociante mentecato, no te apresures; espera sazón y coyuntura para negociar: no vengas a la hora del comer, ni a la del dormir; que los jueces son de carne y de hueso, y han de dar a la naturaleza lo que naturalmente les pide, si no es yo, que no le doy de comer a la mía, merced al señor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que está delante, que quiere que muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a él y a todos los de su ralea: digo, a la de los malos médicos; que la de los buenos palmas y lauros merecen.

Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban oyéndole hablar tan elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y cargos graves, o adoban, o entorpecen los entendimientos. Finalmente, el doctor Pedro Recio Agüero de Tirteafuera prometió de darle de cenar aquella noche, aunque excediese de todos los aforismos de Hipócrates. Con esto quedó contento el gobernador, y esperaba con grande ansia llegase la noche y la hora de cenar; y aunque el tiempo, al parecer suyo, se estaba quedo, sin moverse de un lugar, todavía se llegó por él el tanto deseado, donde le dieron de cenar un salpicón de vaca con cebolla, y unas manos cocidas de ternera algo entrada en días. Entregóse en todo, con más gusto que si le hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de Morón, o gansos de Lavajos, y entre la cena, volviéndose al doctor, le dijo:

-Mirad, señor doctor: de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas regaladas ni manjares exquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas, y si acaso le dan otros manjares de palacio, los recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré, y se lo pagaré algún día; y no se burle nadie conmigo, porque o somos, o no somos: vivamos todos y comamos en buena paz compaña, pues cuando Dios amanece, para todos amanece. Yo gobernaré está ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote; porque les hago saber que el diablo está en Cantillana, y que si me dan ocasión, han de ver maravillas. No, sino haceos miel, y comeros han moscas.

-Por cierto, señor gobernador -dijo el maestresala-, que vuesa merced tiene mucha razón en cuanto ha dicho, y que yo ofrezco en nombre de todos los insulanos desta ínsula que han de servir a vuesa merced con toda puntualidad, amor y benevolencia, porque el suave modo de gobernar que en estos principios vuesa merced ha dado no les da lugar de hacer ni de pensar cosa que en deservicio de vuesa merced redunde.

-Yo lo creo -respondió Sancho-, y serían ellos unos necios si otra cosa hiciesen o pensasen. Y vuelvo a decir que se tenga cuenta con mi sustento y con el de mi rucio, que es lo que en este negocio importa y hace más al caso, y en siendo hora, vamos a rondar; que es mi intención limpiar está ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagamunda, holgazana y mal entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos, y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos. ¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo, o quiébrome la cabeza?

-Dice tanto vuesa merced, señor gobernador -dijo el mayordomo-, que estoy admirado de ver que un hombre tan sin letras como vuesa merced, que, a lo que creo, no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias y de avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuesa merced esperaban los que nos enviaron y los que aquí venimos. Cada día se veen cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven en veras y los burladores se hallan burlados.

Llegó la noche, y cenó el gobernador, con licencia del señor doctor Recio. Aderezáronse de ronda; salió con el mayordomo, secretario y maestresala, y el coronista que tenía cuidado de poner en memoria sus hechos, y alguaciles y escribanos, tantos, que podían formar un mediano escuadrón. Iba Sancho en medio, con su vara, que no había más que ver, y pocas calles andadas del lugar, sintieron ruido de cuchilladas; acudieron allá, y hallaron que eran dos solos hombres los que reñían, los cuales, viendo venir a la justicia, se estuvieron quedos, y el uno dellos dijo:

-¡Aquí de Dios y del Rey! ¿Cómo y que se ha de sufrir que roben en poblado en este pueblo, y que salga a saltear en él en la mitad de las calles?

-Sosegaos, hombre de bien -dijo Sancho-, y contadme qué es la causa desta pendencia; que yo soy el gobernador.

El otro contrario dijo:

-Señor gobernador, yo la diré con toda brevedad. Vuesa merced sabrá que este gentilhombre acaba de ganar ahora en está casa de juego que está aquí frontero más de mil reales, y sabe Dios cómo; y, hallándome yo presente, juzgué más de una suerte dudosa en su favor, contra todo aquello que me dictaba la conciencia; alzóse con la ganancia, y cuando esperaba que me había de dar algún escudo, por lo menos, de barato, como es uso y costumbre darle a los hombres principales, como yo, que estamos asistentes para bien y mal pasar, y para apoyar sinrazones y evitar pendencias, él embolsó su dinero y se salió de la casa. Yo vine despechado tras él, y con buenas y corteses palabras le he pedido que me diese siquiera ocho reales, pues sabe que yo soy hombre honrado y que no tengo oficio ni beneficio, porque mis padres no me le enseñaron ni me le dejaron; y el socarrón, que no es más ladrón Caco ni más fullero que Andradilla, no quería darme más de cuatro reales; ¡porque vea vuestra merced, señor gobernador, qué poca vergüenza y qué poca conciencia! Pero a fee que si vuesa merced no llegara, que yo le hiciera vomitar la ganancia, y que había de saber con cuántas entraba la romana.

-¿Qué decís vos a esto? -preguntó Sancho.

Y el otro respondió que era verdad cuanto su contrario decía, y no había querido darle más de cuatro reales porque se los daba muchas veces; y los que esperan barato han de ser comedidos y tomar con rostro alegre lo que les dieren, sin ponerse en cuentas con los gananciosos, si ya no supiesen de cierto que son fulleros y que lo que ganan es mal ganado; y que para señal que él era hombre de bien y no ladrón como decía, ninguna había mayor que el no haberle querido dar nada; que siempre los fulleros son tributarios de los mirones que los conocen.

-Así es -dijo el mayordomo-. Vea vuesa merced, señor gobernador, qué es lo que se ha de hacer destos hombres.

-Lo que se ha de hacer es esto -respondió Sancho-: vos, ganancioso, bueno, o malo, o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y más habéis de desembolsar treinta para los pobres de la cárcel; y vos, que no tenéis oficio ni beneficio, y andáis de nones en está ínsula, tomad luego esos cien reales, y mañana en todo el día salid desta ínsula desterrado por diez años, so pena, si lo quebrantáredes, los cumpláis en la otra vida, colgandoos yo de una picota, o, a lo menos, el verdugo por mi mandado; y ninguno me replique, que le asentaré la mano.

Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se salió de la ínsula, y aquél se fue a su casa, y el gobernador quedó diciendo:

-Ahora, yo podré poco, o quitaré estas casas de juego; que a mí se me trasluce que son muy perjudiciales.

-Ésta, a lo menos -dijo un escribano-, no la podrá vuesa merced quitar, porque la tiene un gran personaje, y más es, sin comparación, lo que él pierde al año que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de menor cantía podrá vuesa merced mostrar su poder, que son los que más daño hacen y más insolencias encubren; que en las casas de los caballeros principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de sus tretas; y pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común, mejor es que se juegue en casas principales que no en la de algún oficial, donde cogen a un desdichado de media noche abajo y le desuellan vivo.

-Agora, escribano -dijo Sancho-, yo sé que hay mucho que decir en eso.

Y en esto llegó un corchete que traía asido a un mozo, y dijo:

-Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y así como columbró la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo: señal que debe de ser algún delincuente yo partí tras él, y si no fuera porque tropezó y cayó, no le alcanzara jamás.

-¿Por qué huías, hombre? -preguntó Sancho.

A lo que el mozo respondió:

-Señor, por excusar de responder a las muchas preguntas que las justicias hacen.

-¿Qué oficio tienes?

-Tejedor.

-Y ¿qué tejes?

-Hierros de lanzas, con licencia buena de vuestra merced.

-¿Graciosico me sois? ¿De chocarrero os picáis? ¡Está bien! Y ¿adónde íbades ahora?

-Señor, a tomar el aire.

-Y ¿dónde se toma el aire en está ínsula?

-Adonde sopla.

-¡Bueno: respondéis muy a propósito! Discreto sois, mancebo; pero haced cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y os encamino a la cárcel. ¡Asilde, hola, y llevadle; que yo haré que duerma allí sin aire esta noche!

-¡Par Dios -dijo el mozo-, así me haga vuesa merced dormir en la cárcel como hacerme rey!

-Pues, ¿por qué no te haré yo dormir en la cárcel? -respondió Sancho-. ¿No tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere?

-Por más poder que vuesa merced tenga -dijo el mozo-, no será bastante para hacerme dormir en la cárcel.

-¿Cómo que no? -replicó Sancho-. Llevalde luego donde verá por sus ojos el desengaño, aunque más el alcaide quiera usar con él de su interesal liberalidad; que yo le pondré pena de dos mil ducados si te deja salir un paso de la cárcel.

-Todo eso es cosa de risa -respondió el mozo-. El caso es que no me harán dormir en la cárcel cuantos hoy viven.

-Dime, demonio -dijo Sancho-, ¿tienes algún ángel que te saque y que te quite los grillos que te pienso mandar echar?

-Ahora, señor gobernador -respondió el mozo con muy buen donaire-, estemos a razón y vengamos al punto. Prosuponga vuesa merced que me manda llevar a la cárcel y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuesa merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?

-No, por cierto -dijo el secretario-; y el hombre ha salido con su intención.

-De modo -dijo Sancho-, que no dejaréis de dormir por otra cosa que por vuestra voluntad, y no por contravenir a la mía.

-No, señor -dijo el mozo-, ni por pienso.

-Pues andad con Dios -dijo Sancho-; idos a dormir a vuestra casa, y Dios os dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle; pero aconséjoos que de aquí adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con alguna que os dé con la burla en los cascos.

Fuese el mozo y el gobernador prosiguió con su ronda, y de allí a poco vinieron dos corchetes que traían a un hombre asido, y dijeron:

-Señor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea, que viene vestida en hábito de hombre.

Llegáronle a los ojos dos o tres lanternas, a cuyas luces descubrieron un rostro de una mujer, al parecer, de diez y seis o pocos más años, recogidos los cabellos con una redecilla de oro y seda verde, hermosa como mil perlas. Miráronla de arriba abajo, y vieron que venía con unas medias de seda encarnada, con ligas de tafetán blanco y rapacejos de oro y aljófar; los gregüescos eran verdes, de tela de oro, y una saltaembarca o ropilla de lo mesmo, suelta, debajo de la cual traía un jubón de tela finísima de oro y blanco, y los zapatos eran blancos y de hombre; no traía espada ceñida, sino una riquísima daga, y en los dedos, muchos y muy buenos anillos. Finalmente, la moza parecía bien a todos, y ninguno la conoció de cuantos la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podían pensar quién fuese, y los consabidores de las burlas que se habían de hacer a Sancho fueron los que más se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venía ordenado por ellos, y así, estaban dudosos, esperando en qué pararía el caso.

Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza, y preguntóle quién era, adónde iba y qué ocasión le había movido para vestirse en aquel hábito. Ella, puestos los ojos en tierra con honestísima vergüenza, respondió:

-No puedo, señor, decir tan en público lo que tanto me importaba fuera secreto; una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrón ni persona facinorosa, sino una doncella desdichada a quien la fuerza de unos celos ha hecho romper el decoro que a la honestidad se debe.

Oyendo esto el mayordomo, dijo a Sancho:

-Haga, señor gobernador, apartar la gente, porque esta señora con menos empacho pueda decir lo que quisiere.

Mandólo así el gobernador; apartáronse todos, si no fueron el mayordomo, maestresala y el secretario. Viéndose, pues, solos, la doncella prosiguió diciendo:

-Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca, arrendador de las lanas deste lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre.

-Eso no lleva camino -dijo el mayordomo-, señora, porque yo conozco muy bien a Pedro Pérez y sé que no tiene hijo ninguno, ni varón ni hembra; y más, que decir que es vuestro padre, y luego añadís que suele ir muchas veces en casa de vuestro padre.

-Ya yo había dado en ello -dijo Sancho.

-Ahora, señores, yo estoy turbada, y no sé lo que me digo -respondió la doncella-; pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que todos vuesas mercedes deben de conocer.

-Aún eso lleva camino -respondió el mayordomo-; que yo conozco a Diego de la Llana, y sé que es un hidalgo principal y rico, y que tiene un hijo y una hija, y que después que enviudó no ha habido nadie en todo este lugar que pueda decir que ha visto el rostro de su hija; que la tiene tan encerrada que no da lugar al sol que la vea; y, con todo esto, la fama dice que es en extremo hermosa.

-Así es la verdad -respondió la doncella-, y esa hija soy yo; si la fama miente, o no, en mi hermosura, ya os habréis, señores, desengañado, pues me habéis visto.

Y en esto, comenzó a llorar tiernamente; viendo lo cual el secretario, se llegó al oído del maestresala, y le dijo muy paso:

-Sin duda alguna que a está pobre doncella le debe de haber sucedido algo de importancia, pues en tal traje, y a tales horas, y siendo tan principal, anda fuera de su casa.

-No hay dudar en eso -respondió el maestresala-; y más, que esa sospecha la confirman sus lágrimas.

Sancho la consoló con las mejores razones que él supo, y le pidió que sin temor alguno les dijese lo que le había sucedido; que todos procurarían remediarlo con muchas veras y por todas las vías posibles.

-Es el caso, señores -respondió ella-, que mi padre me ha tenido encerrada diez años ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra. En casa dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche, ni sé qué son calles, plazas ni templos, ni aún hombres, fuera de mi padre y de un hermano mío, y de Pedro Pérez el arrendador, que por entrar de ordinario en mi casa, se me antojó decir que era mi padre, por no declarar el mío. Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia, ha muchos días y meses que me trae muy desconsolada: quisiera yo ver el mundo, o, a lo menos, el pueblo donde nací, pareciéndome que este deseo no iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sí mesmas. Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas, y se representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un año menor que yo, que me dijese qué cosas eran aquellas, y otras muchas que yo no he visto; él me lo declaraba por los mejores modos que sabía; pero todo era encenderme más el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi perdición, digo que yo rogué y pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni tal rogara...

Y tornó a renovar el llanto. El mayordomo le dijo:

-Prosiga vuesa merced, señora, y acabe de decirnos lo que le ha sucedido; que nos tienen a todos suspensos sus palabras y sus lágrimas.

-Pocas me quedan por decir -respondió la doncella-, aunque muchas lágrimas sí que llorar, porque los mal colocados deseos no pueden traer consigo otros descuentos que los semejantes.

Habíase sentado en el alma del maestresala la belleza de la doncella, y llegó otra vez su lanterna para verla de nuevo, y parecióle que no eran lágrimas las que lloraba, sino aljófar o rocío de los prados, y aún las subía de punto y las llegaba a perlas orientales, y estaba deseando que su desgracia no fuese tanta como daban a entender los indicios de su llanto y de sus suspiros. Desesperábase el gobernador de la tardanza que tenía la moza en dilatar su historia, y díjole que acabase de tenerlos más suspensos; que era tarde y faltaba mucho que andar del pueblo. Ella, entre interrotos sollozos y mal formados suspiros, dijo:

-No es otra mi desgracia, ni mi infortunio es otro sino que yo rogué a mi hermano que me vistiese en hábitos de hombre con uno de sus vestidos, y que me sacase una noche a ver todo el pueblo, cuando nuestro padre durmiese; él, importunado de mis ruegos, condecendió con mi deseo, y poniéndome este vestido, y él vestiéndose de otro mío, que le está como nacido, porque él no tiene pelo de barba y no parece sino una doncella hermosísima, esta noche, debe de haber una hora, poco más o menos, nos salimos de casa, y guiados de nuestro mozo y desbaratado discurso, hemos rodeado todo el pueblo, y cuando queríamos volver a casa, vimos venir un gran tropel de gente, y mi hermano me dijo: «Hermana, ésta debe de ser la ronda: aligera los pies y pon alas en ellos, y vente tras mí corriendo, porque no nos conozcan; que nos será mal contado.» Y diciendo esto, volvió las espaldas y comenzó, no digo a correr, sino a volar; yo, a menos de seis pasos, caí, con el sobresalto, y entonces llegó el ministro de la justicia que me trujo ante vuesas mercedes, adonde por mala y antojadiza me veo avergonzada ante tanta gente.»

-¿En efecto, señora -dijo Sancho-, no os ha sucedido otro desmán alguno, ni celos, como vos al principio de vuestro cuento dijistes, no os sacaron de vuestra casa?

-No me ha sucedido nada, ni me sacaron celos, sino sólo el deseo de ver mundo, que no se extendía a más que a ver las calles de este lugar.

Y acabó de confirmar ser verdad lo que la doncella decía llegar los corchetes con su hermano preso, a quien alcanzó uno dellos cuando se huyó de su hermana. No traía sino un faldellín rico y una mantellina de damasco azul con pasamanos de oro fino, la cabeza, sin toca ni con otra cosa adornada que con sus mesmos cabellos, que eran sortijas de oro, según eran rubios y enrizados. Apartáronse con él el gobernador, mayordomo y maestresala, y sin que lo oyese su hermana, le preguntaron cómo venía en aquel traje, y él, con no menos vergüenza y empacho, contó lo mesmo que su hermana había contado, de que recibió gran gusto el enamorado maestresala. Pero el gobernador les dijo:

-Por cierto, señores, que ésta ha sido una gran rapacería, y para contar esta necedad y atrevimiento no eran menester tantas largas ni tantas lágrimas y suspiros; que con decir: «Somos fulano y fulana, que nos salimos a espaciar de casa de nuestros padres con esta invención, sólo por curiosidad, sin otro designio alguno», se acabara el cuento, y no gemidicos, y lloramicos, y darle.

-Así es la verdad -respondió la doncella-; pero sepan vuesas mercedes que la turbación que he tenido ha sido tanta, que no me ha dejado guardar el término que debía.

-No se ha perdido nada -respondió Sancho-. Vamos, y dejaremos a vuesas mercedes en casa de su padre; quizá no los habrá echado menos. Y de aquí adelante, no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo; que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la mujer y la gallina, por andar se pierden aína; y la que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista. No digo más.

El mancebo agradeció al gobernador la merced que quería hacerles de volverlos a su casa, y así, se encaminaron hacia ella, que no estaba muy lejos de allí. Llegaron, pues, y tirando el hermano una china a una reja, al momento bajó una criada, que los estaba esperando, y les abrió la puerta, y ellos entraron, dejando a todos admirados así de su gentileza y hermosura como del deseo que tenían de ver mundo de noche y sin salir del lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca edad. Quedó el maestresala traspasado su corazón, y propuso de luego otro día pedírsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negaría, por ser él criado del Duque; y aúna Sancho le vinieron deseos y barruntos de casar al mozo con Sanchica su hija, y determinó de ponerlo en plática a su tiempo, dándose a entender que a una hija de un gobernador ningún marido se le podía negar.

Con esto se acabó la ronda de aquella noche, y de allí a dos días el gobierno, con que se destroncaron y borraron todos sus designios, como se vera adelante.