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Capítulo LV

De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras que no hay más que ver

El haberse detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel día llegase al castillo del Duque, puesto que llegó media legua dél, donde le tomó la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dio mucha pesadumbre, y así, se apartó del camino con intención de esperar la mañana; y quiso su corta y desventurada suerte que buscando lugar donde mejor acomodarse, cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que entre unos edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer, se encomendó a Dios de todo corazón, pensando que no había de parar hasta el profundo de los abismos. Y no fue así; porque a poco más de tres estados dio fondo el rucio, y él se halló encima dél, sin haber recebido lisión ni daño alguno. Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento, por ver si estaba sano, o agujereado por alguna parte; y viéndose bueno, entero y católico de salud, no se hartaba de dar gracias a Dios nuestro Señor de la merced que le había hecho; porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos. Tentó asimismo con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería posible salir della sin ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y sin asidero alguno, de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó que el rucio se quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de vicio; que, a la verdad, no estaba muy bien parado. «¡Ay -dijo entonces Sancho Panza-, y cuán no pensados sucesos suelen suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién dijera que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula, mandando a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima, sin haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos, no seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de la Mancha cuando descendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se fue a mesa puesta y a cama hecha. Allí vio él visiones hermosas y apacibles, y yo veré aquí, a lo que creo, sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en qué han parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo sea servido que me descubran, mondos, blancos y raídos, y los de mi buen rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quién somos, a lo menos de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza. Otra vez digo: ¡miserables de nosotros, que no ha querido nuestra corta suerte que muriésemos en nuestra patria y entre los nuestros, donde ya que no hallara remedio nuestra desgracia, no faltara quien dello se doliera, y en la hora última de nuestro pasamiento nos cerrara los ojos! ¡Oh compañero y amigo mío, qué mal pago te he dado de tus buenos servicios! Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos; que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados.»

Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su jumento le escuchaba sin responderle palabra alguna: tal era el aprieto y angustia en que el pobre se hallaba. Finalmente, habiendo pasado toda aquella noche en miserables quejas y lamentaciones, vino el día, con cuya claridad y resplandor vio Sancho que era imposible de toda imposibilidad salir de aquel pozo sin ser ayudado, y comenzó a lamentarse y dar voces, por ver si alguno le oía; pero todas sus voces eran dadas en desierto, pues por todos aquellos contornos no había persona que pudiese escucharle, y entonces se acabó de dar por muerto. Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza le acomodó de modo que le puso en pie, que apenas se podía tener; y sacando de las alforjas, que también habían corrido la mesma fortuna de la caída, un pedazo de pan, lo dio a su jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera:

-Todos los duelos con pan son buenos.

En esto, descubrió a un lado de la sima un agujero, capaz de caber por él una persona, si se agobiaba y encogía. Acudió a él Sancho Panza, y, agazapándose, se entró por él, y vio que por de dentro era espacioso y largo; y púdolo ver porque por lo que se podía llamar techo entraba un rayo de sol que lo descubría todo. Vio también que se dilataba y alargaba por otra concavidad espaciosa; viendo lo cual volvió a salir adonde estaba el jumento, y con una piedra comenzó a desmoronar la tierra del agujero, de modo que en poco espacio hizo lugar donde con facilidad pudiese entrar el asno, como lo hizo; y, cogiéndole del cabestro, comenzó a caminar por aquella gruta adelante, por ver si hallaba alguna salida por otra parte. A veces iba a escuras, y a veces sin luz; pero ninguna vez sin miedo. «¡Válame Dios todopoderoso! -decía entre sí-. Ésta que para mí es desventura mejor fuera para aventura de mi amo don Quijote. Él sí que tuviera estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y estrecheza a algún florido prado; pero yo, sin ventura, falto de consejo y menoscabado de ánimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso se ha de abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tragarme. Bien vengas, mal, si vienes solo.» Desta manera y con estos pensamientos le pareció que habría caminado poco más de media legua, al cabo de la cual descubrió una confusa claridad, que pareció ser ya de día, y que por alguna parte entraba, que daba indicio de tener fin abierto aquel, para él, camino de la otra vida.

Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve a tratar de don Quijote, que alborozado y contento esperaba el plazo de la batalla que había de hacer con el robador de la honra de la hija de doña Rodríguez, a quien pensaba enderezar el tuerto y desaguisado que malamente le tenían fecho. Sucedió, pues, que saliéndose una mañana a imponerse y ensayarse en lo que había de hacer en el trance en que otro día pensaba verse, dando un repelón o arremetida a Rocinante, llegó a poner los pies tan junto a una cueva, que a no tirarle fuertemente las riendas, fuera imposible no caer en ella. En fin, le detuvo, y no cayó; y llegándose algo más cerca, sin apearse, miró aquella hondura; y estándola mirando, oyó grandes voces dentro; y escuchando atentamente, pudo percebir y entender que el que las daba decía: «-¡Ah de arriba! ¿Hay algún cristiano que me escuche, o algún caballero caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida, de un desdichado desgobernado gobernador?»

Parecióle a don Quijote que oía la voz de Sancho Panza, de que quedó suspenso y asombrado; y levantando la voz todo lo que pudo, dijo:

-¿Quién está allá bajo? ¿Quién se queja?

-¿Quién puede estar aquí, o quién se ha de quejar -respondieron-, sino el asendereado de Sancho Panza, gobernador, por sus pecados y por su mala andanza, de la ínsula Barataria, escudero que fue del famoso caballero don Quijote de la Mancha?

Oyendo lo cual don Quijote, se le dobló la admiración y se le acrecentó el pasmo, viniéndosele al pensamiento que Sancho Panza debía de ser muerto, y que estaba allí penando su alma; y llevado desta imaginación, dijo:

-Conjúrote por todo aquello que puedo conjurarte como católico cristiano que me digas quién eres; y si eres alma en pena, dime qué quieres que haga por ti; que pues es mi profesión favorecer y acorrer a los necesitados deste mundo, también lo será para acorrer y ayudar a los menesterosos del otro mundo, que no pueden ayudarse por sí propios.

-Desa manera -respondieron-, vuesa merced que me habla debe de ser mi señor don Quijote de la Mancha; y aun en el órgano de la voz no es otro, sin duda.

-Don Quijote soy -replicó don Quijote-: el que profeso socorrer y ayudar en sus necesidades a los vivos y a los muertos. Por eso dime quién eres, que me tienes atónito; porque si eres mi escudero Sancho Panza y te has muerto, como no te hayan llevado los diablos, y, por la misericordia de Dios, estés en el purgatorio, sufragios tiene nuestra santa madre la Iglesia Católica Romana bastantes a sacarte de las penas en que estás, y yo, que lo solicitaré con ella, por mi parte, con cuanto mi hacienda alcanzare; por eso acaba de declararte y dime quién eres.

-Voto a tal -respondieron-, y por el nacimiento de quien vuesa merced quisiere juro, señor don Quijote de la Mancha, que yo soy su escudero Sancho Panza, y que nunca me he muerto en todos los días de mi vida; sino que habiendo dejado mi gobierno por cosas y causas que es menester más espacio para decirlas, anoche caí en esta sima donde yago, el rucio conmigo, que no me dejará mentir, pues, por más señas, está aquí conmigo.

Y hay más: que no parece sino que el jumento entendió lo que Sancho dijo, porque al momento comenzó a rebuznar, tan recio, que toda la cueva retumbaba.

-¡Famoso testigo! -dijo don Quijote-. El rebuzno conozco, como si le pariera, y tu voz oigo, Sancho mío. Espérame; iré al castillo del Duque, que está aquí cerca, y traeré quien te saque desta sima, donde tus pecados te deben de haber puesto.

-Vaya vuesa merced -dijo Sancho-, y vuelva presto, por un solo Dios; que ya no lo puedo llevar el estar aquí sepultado en vida, y me estoy muriendo de miedo.

Dejóle don Quijote, y fue al castillo a contar a los Duques el suceso de Sancho Panza, de que no poco se maravillaron, aunque bien entendieron que debía de haber caído por la correspondencia de aquella gruta, que de tiempos inmemoriales estaba allí hecha; pero no podían pensar cómo había dejado el gobierno sin tener ellos aviso de su venida. Finalmente, como dicen, llevaron sogas y maromas, y, a costa de mucha gente y de mucho trabajo, sacaron al rucio y a Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol. Viole un estudiante, y dijo:

-Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos gobernadores; como sale este pecador del profundo del abismo: muerto de hambre, descolorido, y sin blanca, a lo que yo creo.

Oyólo Sancho, y dijo:

-Ocho días o diez ha, hermano murmurador, que entré a gobernar la ínsula que me dieron, en los cuales no me vi harto de pan siquiera un hora; en ellos me han perseguido médicos, y enemigos me han brumado los güesos; ni he tenido lugar de hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y siendo esto así, como lo es, no merecía, yo, a mi parecer, salir de esta manera; pero el hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo mejor y lo que le está bien a cada uno; y cual el tiempo, tal el tiento, y nadie diga «desta agua no beberé»; que adonde se piensa que hay tocinos, no hay estacas; y Dios me entiende, y basta, y no digo más, aunque pudiera.

-No te enojes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo que oyeres; que será nunca acabar: ven tú con segura conciencia, y digan lo que dijeren; y es querer atar las lenguas de los maldicientes lo mesmo que querer poner puertas al campo. Si el gobernador sale rico de su gobierno, dicen dél que ha sido un ladrón; y si sale pobre, que ha sido un parapoco y un mentecato.

-A buen seguro -respondió Sancho- que por esta vez antes me han de tener por tonto que por ladrón.

En estas pláticas llegaron, rodeados de muchachos y de otra mucha gente, al castillo, adonde en unos corredores estaban ya el Duque y la Duquesa esperando a don Quijote y a Sancho, el cual no quiso subir a ver al Duque sin que primero no hubiese acomodado al rucio en la caballeriza, porque decía que había pasado muy mala noche en la posada; y luego subió a ver a sus señores, ante los cuales puesto de rodillas, dijo:

-Yo, señores, porque lo quiso así vuestra grandeza, sin ningún merecimiento mío, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual entré desnudo, y desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Si he gobernado bien o mal, testigos he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He declarado dudas, sentenciado pleitos, siempre muerto de hambre, por haberlo querido así el doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, médico insulano y gobernadoresco. Acometieronnos enemigos de noche, y habiéndonos puesto en grande aprieto, dicen los de la ínsula que salieron libres y con victoria por el valor de mi brazo, que tal salud les dé Dios como ellos dicen verdad. En resolución, en este tiempo yo he tanteado las cargas que trae consigo, y las obligaciones, el gobernar, y he hallado por mi cuenta que no las podrán llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y así, antes que diese conmigo al través el gobierno, he querido yo dar con el gobierno al través, y ayer de mañana dejé la ínsula, como la hallé: con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en ella. No he pedido prestado a nadie, ni metídome en granjerías; y aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que no se habían de guardar; que es lo mesmo hacerlas que no hacerlas. Salí, como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio; caí en una sima, víneme por ella adelante, hasta que esta mañana, con la luz del sol, vi la salida, pero no tan fácil; que no a depararme el cielo a mi señor don Quijote, allí me quedara hasta la fin del mundo. Así que, mis señores Duque y Duquesa, aquí está vuestro gobernador Sancho Panza, que ha granjeado en solos diez días que ha tenido el gobierno conocer que no se le ha de dar nada por ser gobernador, no que de una ínsula, sino de todo el mundo; y con este presupuesto, besando a vuestras mercedes los pies, imitando al juego de los muchachos, que dicen «Salta tú, y dámela tú», doy un salto del gobierno, y me paso al servicio de mi señor don Quijote; que, en fin, en él, aunque como el pan con sobresalto, hártome a lo menos; y para mí, como yo esté harto, eso me hace que sea de zanahorias que de perdices.

Con esto dio fin a su larga plática Sancho, temiendo siempre don Quijote que había de decir en ella millares de disparates; y, cuando le vio acabar con tan pocos, dio en su corazón gracias al cielo, y el Duque abrazó a Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de que hubiese dejado tan presto el gobierno; pero que él haría de suerte que se le diese en su estado otro oficio de menos carga y de más provecho. Abrazóle la Duquesa asimismo, y mandó que le regalasen, porque daba señales de venir mal molido y peor parado.

Capítulo LVI

De la descomunal y nunca vista batalla que pasó entre don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos, en la defensa de la hija de la dueña doña Rodríguez

No quedaron arrepentidos los Duques de la burla hecha a Sancho Panza del gobierno que le dieron; y más, que aquel mismo día vino su mayordomo, y les contó punto por punto, todas casi, las palabras y acciones que Sancho había dicho y hecho en aquellos días, y finalmente les encareció el asalto de la ínsula, y el miedo de Sancho, y su salida, de que no pequeño gusto recibieron. Después desto, cuenta la historia que se llegó el día de la batalla aplazada, y, habiendo el Duque una y muy muchas veces advertido a su lacayo Tosilos cómo se había de avenir con don Quijote para vencerle sin matarle ni herirle, ordenó que se quitasen los hierros a las lanzas, diciendo a don Quijote que no permitía la cristiandad, de que él se preciaba, que aquella batalla fuese con tanto riesgo y peligro de las vidas, y que se contentase con que le daba campo franco en su tierra, puesto que iba contra el decreto del santo Concilio, que prohíbe los tales desafíos, y no quisiese llevar por todo rigor aquel trance tan fuerte. Don Quijote dijo que su excelencia dispusiese las cosas de aquel negocio como más fuese servido; que él le obedecería en todo. Llegado, pues, el temeroso día, y habiendo mandado el Duque que delante de la plaza del castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen los jueces del campo y las dueñas, madre y hija, demandantes, había acudido de todos los lugares y aldeas circunvencinas infinita gente, a ver la novedad de aquella batalla; que nunca otra tal no habían visto, ni oído decir en aquella tierra los que vivían ni los que habían muerto.

El primero que entró en el campo y estacada fue el maestro de las ceremonias, que tanteó el campo y le paseó todo, porque en él no hubiese algún engaño, ni cosa encubierta donde se tropezase y cayese; luego entraron las dueñas y se sentaron en sus asientos, cubiertas con los mantos hasta los ojos, y aun hasta los pechos, con muestras de no pequeño sentimiento, presente don Quijote en la estacada. De allí a poco, acompañado de muchas trompetas, asomó por una parte de la plaza, sobre un poderoso caballo, hundiéndola toda, el grande lacayo Tosilos, calada la visera y todo encambronado, con unas fuertes y lucientes armas. El caballo mostraba ser frisón, ancho y de color tordillo; de cada mano y pie le pendía una arroba de lana. Venía el valeroso combatiente bien informado del Duque su señor de cómo se había de portar con el valeroso don Quijote de la Mancha, advertido que en ninguna manera le matase, sino que procurase huir el primer encuentro, por excusar el peligro de su muerte, que estaba cierto si de lleno en lleno le encontrase. Paseó la plaza, y llegando donde las dueñas estaban, se puso algún tanto a mirar a la que por esposo le pedía. Llamó el maese de campo a don Quijote, que ya se había presentado en la plaza, y junto con Tosilos habló a las dueñas, preguntándoles si consentían que volviese por su derecho don Quijote de la Mancha. Ellas dijeron que sí, y que todo lo que en aquel caso hiciese lo daban por bien hecho, por firme y por valedero. Ya en este tiempo estaban el Duque y la Duquesa puestos en una galería que caía sobre la estacada, toda la cual estaba coronada de infinita gente, que esperaba ver el riguroso trance nunca visto. Fue condición de los combatientes, que si don Quijote vencía, su contrario se había de casar con la hija de doña Rodríguez; y si él fuese vencido, quedaba libre su contendor de la palabra que se le pedía, sin dar otra satisfación alguna.

Partióles el maestro de las ceremonias el sol, y puso a los dos cada uno en el puesto donde habían de estar. Sonaron los atambores, llenó el aire el son de las trompetas, temblaba debajo de los pies la tierra; estaban suspensos los corazones de la mirante turba, temiendo unos y esperando otros el bueno o el mal suceso de aquel caso. Finalmente, don Quijote, encomendándose de todo su corazón a Dios nuestro Señor y a la señora Dulcinea del Toboso, estaba aguardando que se le diese señal precisa de la arremetida; empero nuestro lacayo tenía diferentes pensamientos: no pensaba él sino en lo que agora diré.

Parece ser que cuando estuvo mirando a su enemiga le pareció la más hermosa mujer que había visto en toda su vida; y el niño ceguezuelo a quien suelen llamar de ordinario Amor por esas calles, no quiso perder la ocasión que se le ofreció de triunfar de una alma lacayuna y ponerla en la lista de sus trofeos; y así, llegándose a él bonitamente sin que nadie le viese, le envasó al pobre lacayo una flecha de dos varas por el lado izquierdo, y le pasó el corazón de parte a parte; y púdolo hacer bien al seguro, porque el Amor es invisible, y entra y sale por do quiere, sin que nadie le pida cuenta de sus hechos. Digo, pues, que, cuando dieron la señal de la arremetida estaba nuestro lacayo transportado, pensando en la hermosura de la que ya había hecho señora de su libertad, y así, no atendió al son de la trompeta, como hizo don Quijote, que, apenas la hubo oído, cuando arremetió, y a todo el correr que permitió Rocinante, partió contra su enemigo; y viéndole partir su buen escudero Sancho, dijo a grandes voces:

-¡Dios te guíe, nata y flor de los andantes caballeros! ¡Dios te dé la vitoria, pues llevas la razón de tu parte!

Y aunque Tosilos vio venir contra sí a don Quijote, no se movió un paso de su puesto; antes, con grandes voces, llamó al maese de campo, el cual venido a ver lo que quería, le dijo:

-Señor, ¿esta batalla no se hace porque yo me case, o no me case, con aquella señora?

-Así es -le fue respondido.

-Pues yo -dijo el lacayo- soy temeroso de mi conciencia, y pondríala en gran cargo si pasase adelante en esta batalla; y así, digo que yo me doy por vencido y que quiero casarme luego con aquella señora.

Quedó admirado el maese de campo de las razones de Tosilos; y como era uno de los sabidores de la máquina de aquel caso, no le supo responder palabra. Detúvose don Quijote en la mitad de su carrera, viendo que su enemigo no le acometía. El Duque no sabía la ocasión porque no se pasaba adelante en la batalla; pero el maese de campo le fue a declarar lo que Tosilos decía, de lo que quedó suspenso y colérico en extremo. En tanto que esto pasaba, Tosilos se llegó adonde doña Rodríguez estaba, y dijo a grandes voces:

-Yo, señora, quiero casarme con vuestra hija, y no quiero alcanzar por pleitos ni contiendas lo que puedo alcanzar por paz y sin peligro de la muerte.

Oyó esto el valeroso don Quijote, y dijo:

-Pues esto así es, yo quedo libre y suelto de mi promesa: cásense en hora buena, y pues Dios nuestro Señor se la dio, San Pedro se la bendiga.

El Duque había bajado a la plaza del castillo, y llegándose a Tosilos, le dijo:

-¿Es verdad, caballero, que os dais por vencido, y que, instigado de vuestra temerosa conciencia, os queréis casar con esta doncella?

-Sí, señor -respondió Tosilos.

-Él hace muy bien -dijo a esta sazón Sancho Panza-; porque lo que has de dar al mur, dalo al gato, y sacarte ha de cuidado.

Íbase Tosilos desenlazando la celada, y rogaba que apriesa le ayudasen, porque le iban faltando los espíritus del aliento, y no podía verse encerrado tanto tiempo en la estrecheza de aquel aposento. Quitáronsela apriesa, y quedó descubierto y patente su rostro de lacayo. Viendo lo cual doña Rodríguez y su hija, dando grandes voces, dijeron:

-¡Éste es engaño; engaño es éste! ¡A Tosilos, el lacayo del Duque mi señor, nos han puesto en lugar de mi verdadero esposo! ¡Justicia de Dios y del Rey, de tanta malicia, por no decir bellaquería!

-No vos acuitéis, señoras -dijo don Quijote-; que ni ésta es malicia ni es bellaquería; y si la es, y no ha sido la causa el Duque, sino los malos encantadores que me persiguen, los cuales, invidiosos de que yo alcanzase la gloria deste vencimiento, han convertido el rostro de vuestro esposo en el de este que decís que es lacayo del Duque. Tomad mi consejo, y a pesar de la malicia de mis enemigos, casaos con él; que sin duda es el mismo que vos deseáis alcanzar por esposo.

El Duque, que esto oyó, estuvo por romper en risa toda su cólera, y dijo:

-Son tan extraordinarias las cosas que suceden al señor don Quijote, que estoy por creer que este mi lacayo no lo es; pero usemos deste ardid y maña: dilatemos el casamiento quince días, si quieren, y tengamos encerrado a este personaje que nos tiene dudosos, en los cuales podría ser que volviese a su prístina figura; que no ha de durar tanto el rancor que los encantadores tienen al señor don Quijote, y más yéndoles tan poco en usar estos embelecos y transformaciones.

-¡Oh señor! -dijo Sancho- que ya tienen estos malandrines por uso y costumbre de mudar las cosas, de unas en otras, que tocan a mi amo. Un caballero que venció los días pasados, llamado el de los Espejos, le volvieron en la figura del bachiller Sansón Carrasco, natural de nuestro pueblo y grande amigo nuestro, y a mi señora Dulcinea del Toboso la han vuelto en una rústica labradora; y así, imagino que este lacayo ha de morir y vivir lacayo todos los días de su vida.

A lo que dijo la hija de Rodríguez:

-Séase quien fuere este que me pide por esposa (que yo se lo agradezco); que más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada de un caballero; puesto que el que a mí me burló no lo es.

En resolución, todos estos cuentos y sucesos pararon en que Tosilos se recogiese, hasta ver en qué paraba su transformación; aclamaron todos la vitoria por don Quijote, y los más quedaron tristes y melancólicos, de ver que no se habían hecho pedazos los tan esperados combatientes, bien así como los mochachos quedan tristes cuando no sale el ahorcado que esperan porque le ha perdonado, o la parte, o la justicia. Fuese la gente, volviéronse el Duque y don Quijote al castillo, encerraron a Tosilos, quedaron doña Rodríguez y su hija contentísimas de ver que, por una vía o por otra, aquel caso había de parar en casamiento, y Tosilos no esperaba menos.

Capítulo LVII

Que trata de cómo don Quijote se despidió del Duque y de lo que le sucedió con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la Duquesa

Ya le pareció a don Quijote que era bien salir de tanta ociosidad como la que en aquel castillo tenía; que se imaginaba ser grande la falta que su persona hacía en dejarse estar encerrado y perezoso entre los infinitos regalos y deleites que como a caballero andante aquellos señores le hacían, y parecíale que había de dar cuenta estrecha al cielo de aquella ociosidad y encerramiento; y así, pidió un día licencia a los Duques para partirse. Diéronsela, con muestras de que en gran manera les pesaba de que los dejase. Dio la Duquesa las cartas de su mujer a Sancho Panza, el cual lloró con ellas, y dijo:

-¿Quién pensara que esperanzas tan grandes como las que en el pecho de mi mujer Teresa Panza engendraron las nuevas de mi gobierno habían de parar en volverme yo agora a las arrastradas aventuras de mi amo don Quijote de la Mancha? Con todo esto, me contento de ver que mi Teresa correspondió a ser quien es, enviando las bellotas a la Duquesa; que a no habérselas enviado, quedando yo pesaroso, se mostrara ella desagradecida. Lo que me consuela es que esta dádiva no se le puede dar nombre de cohecho, porque ya tenía yo el gobierno cuando ella las envió, y está puesto en razón que los que reciben algún beneficio, aunque sea con niñerías, se muestren agradecidos. En efecto, yo entré desnudo en el gobierno y salgo desnudo dél; y así, podré decir con segura conciencia, que no es poco: «Desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano».

Esto pasaba entre sí Sancho el día de la partida; y saliendo don Quijote, habiéndose despedido la noche antes de los Duques, una mañana se presentó armado en la plaza del castillo. Mirábanle de los corredores toda la gente del castillo, y asimismo los Duques salieron a verle. Estaba Sancho sobre su rucio, con sus alforjas, maleta y repuesto, contentísimo, porque el mayordomo del Duque, el que fue la Trifaldi, le había dado un bolsico con docientos escudos de oro, para suplir los menesteres del camino, y esto aún no lo sabía don Quijote. Estando, como queda dicho, mirándole todos, a deshora, entre las otras dueñas y doncellas de la Duquesa, que le miraban, alzó la voz la desenvuelta y discreta Altisidora, y en son lastimero dijo:

    -Escucha, mal caballero;

Detén un poco las riendas;

No fatigues las ijadas

De tu mal regida bestia.

    Mira, falso, que no huyes

De alguna serpiente fiera,

Sino de una corderilla

Que está muy lejos de oveja.

    Tú has burlado, monstruo horrendo,

La más hermosa doncella

Que Diana vio en sus montes,

Que Venus miró en sus selvas.

    Cruel Vireno, fugitivo Eneas,

Barrabás te acompañe; allá te avengas.

    Tú llevas, ¡llevar impío!

En las garras de tus cerras

Las entrañas de una humilde,

Como enamorada, tierna.

    Llévaste tres tocadores,

Y unas ligas, de unas piernas

Que al mármol puro se igualan

En lisas, blancas y negras.

    Llévaste dos mil suspiros,

Que, a ser de fuego, pudieran

Abrasar a dos mil Troyas,

Si dos mil Troyas hubiera.

    Cruel Vireno, fugitivo Eneas,

Barrabás te acompañe; allá te avengas.

    De ese Sancho tu escudero

Las entrañas sean tan tercas

Y tan duras, que no salga

De su encanto Dulcinea.

    De la culpa que tú tienes

Lleve la triste la pena;

Que justos por pecadores

Tal vez pagan en mi tierra.

    Tus más finas aventuras

En desventuras se vuelvan,

En sueños tus pasatiempos,

En olvidos tus firmezas.

    Cruel Vireno, fugitivo Eneas,

Barrabás te acompañe; allá te avengas.

    Seas tenido por falso

Desde Sevilla a Marchena,

Desde Granada hasta Loja,

De Londres a Inglaterra.

    Si jugares al reinado,

Los cientos, o la primera,

Los reyes huyan de ti;

Ases ni sietes no veas.

    Si te cortares los callos,

Sangre las heridas viertan,

Y quédente los raigones

Si te sacares las muelas.

    Cruel Vireno, fugitivo Eneas,

Barrabás te acompañe; allá te avengas.


En tanto que de la suerte que se ha dicho se quejaba la lastimada Altisidora, la estuvo mirando don Quijote y, sin responderla palabra, volviendo el rostro a Sancho, le dijo:

-Por el siglo de tus pasados, Sancho mío, te conjuro que me digas una verdad. Dime, ¿llevas por ventura los tres tocadores y las ligas que esta enamorada doncella dice?

A lo que Sancho respondió:

-Los tres tocadores sí llevo; pero las ligas, como por los cerros de Úbeda.

Quedó la Duquesa admirada de la desenvoltura de Altisidora; que aunque la tenía por atrevida, graciosa y desenvuelta, no en grado, que se atreviera a semejantes desenvolturas; y como no estaba advertida desta burla, creció más su admiración. El Duque quiso reforzar el donaire, y dijo:

-No me parece bien, señor caballero, que habiendo recebido en este mi castillo el buen acogimiento que en él se os ha hecho, os hayáis atrevido a llevaros tres tocadores por lo menos, si por lo más las ligas de mi doncella; indicios son de mal pecho, y muestras que no corresponden a vuestra fama. Volvedle las ligas; si no, yo os desafío a mortal batalla, sin tener temor que malandrines encantadores me vuelvan ni muden el rostro, como han hecho en el de Tosilos mi lacayo, el que entró con vos en batalla.

-No quiera Dios -respondió don Quijote- que yo desenvaine mi espada contra vuestra ilustrísima persona, de quien tantas mercedes he recebido: los tocadores volveré, porque dice Sancho que los tiene; las ligas es imposible, porque ni yo las he recebido, ni él tampoco; y si esta vuestra doncella quisiere mirar sus escondrijos, a buen seguro que las halle. Yo, señor Duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso ser en toda mi vida, como Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla (como ella dice) como enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y así, no tengo de qué pedirle perdón ni a ella ni a vuestra excelencia, a quien suplico me tenga en mejor opinión, y me dé de nuevo licencia para seguir mi camino.

-Déosle Dios tan bueno -dijo la Duquesa-, señor don Quijote, que siempre oigamos buenas nuevas de vuestras fechurías. Y andad con Dios; que mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pechos de las doncellas que os miran; y a la mía yo la castigaré de modo, que de aquí adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.

-Una no más quiero que me escuches ¡oh valeroso don Quijote! -dijo entonces Altisidora-; y es que te pido perdón del latrocinio de las ligas, porque, en Dios y en mi ánima que las tengo puestas, y he caído en el descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba.

-¿No lo dije yo? -dijo Sancho-. ¡Bonico soy yo para encubrir hurtos! Pues, a quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi gobierno.

Abajó la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los Duques y a todos los circunstantes, y volviendo las riendas a Rocinante, siguiéndole Sancho sobre el rucio, se salió del castillo, enderezando su camino a Zaragoza.

Capítulo LVIII

Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras

Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerías, y volviéndose a Sancho, le dijo:

-La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!

-Con todo eso -dijo Sancho- que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en una bolsilla me dio el mayordomo del Duque, que como píctima y confortativo la llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere; que no siempre hemos de hallar castillos donde nos regalen: que tal vez toparemos con algunas ventas donde nos apaleen.

En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero, cuando vieron, habiendo andado poco más de una legua, que encima de la yerba de un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una docena de hombres, vestidos de labradores. Junto a sí tenían unas como sábanas blancas con que cubrían alguna cosa que debajo estaba; estaban empinadas y tendidas y de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los que comían, y, saludándolos primero cortésmente, les preguntó que qué era lo que aquellos lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:

-Señor, debajo destos lienzos están unas imágines de relieve y entabladura que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llevámoslas cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren.

-Si sois servidos -respondió don Quijote-, holgaría de verlas; pues imágines que con tanto recato se llevan, sin duda deben de ser buenas.

-Y ¡cómo si lo son! -dijo otro-. Si no, dígalo lo que cuestan: que en verdad que no hay ninguna que no esté en más de cincuenta ducados; y porque vea vuesa merced esta verdad, espere vuesa merced, y verla ha por vista de ojos.

Y levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele decirse. Viéndola don Quijote, dijo:

-Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina; llamóse don San Jorge, y fue además defendedor de doncellas. Veamos esta otra.

Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo:

-Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre, y le da la mitad; y sin duda debía de ser entonces invierno; que si no, él se la diera toda, según era de caritativo.

-No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al refrán que dicen: que para dar y tener seso es menester.

Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual se descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y en viéndola, dijo don Quijote:

-Éste sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: éste se llama don San Diego Matamoros; uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene agora el cielo.

Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía.

-Éste -dijo don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás: caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo.

No había más imágines, y así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir, y dijo a los que las llevaban:

-Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.

-Dios lo oiga y el pecado sea sordo -dijo Sancho a esta ocasión.

Admiráronse los hombres así de la figura como de las razones de don Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de comer, cargaron con sus imágines, y despidiéndose de don Quijote, siguieron su viaje.

Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido a su señor, admirado de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo, ni suceso, que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria, y díjole:

-En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede llamar aventura, ello ha sido de las más suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido: della habemos salido sin palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.

-Tú dices bien, Sancho -dijo don Quijote-; pero has de advertir que no todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte; y esto que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgar por buenos acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana, sale de su casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San Francisco, y como si hubiera encontrado con un grifo, vuelve las espaldas y vuélvese a su casa. Derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa, y derrámasele a él la melancolía por el corazón; como si estuviese obligada la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias con cosas tan de poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él, abrazándose con el suelo, dijo: «No te me podrás huir, África, porque te tengo asida y entre mis brazos.» Así que, Sancho, el haber encontrado con estas imágines ha sido para mí felicísimo acontecimiento.

-Yo así lo creo -respondió Sancho-, y querría que vuesa merced me dijese qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: «¡Santiago, y cierra España!» ¿Está por ventura España abierta, y de modo, que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?

-Simplicísimo eres, Sancho -respondió don Quijote-; y mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido, y así, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan.

Mudó Sancho plática, y dijo a su amo:

-Maravillado estoy, señor, de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de la Duquesa: bravamente la debe de tener herida y traspasada aquel que llaman Amor, que dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con estar lagañoso, o por mejor decir, sin vista, si toma por blanco un corazón, por pequeño que sea, le acierta y traspasa de parte a parte con sus flechas. He oído decir también que en la vergüenza y recato de las doncellas se despuntan y embotan las amorosas saetas; pero en esta Altisidora más parece que se aguzan que despuntan.

-Advierte, Sancho -dijo don Quijote-, que el amor ni mira respetos ni guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma, lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y así, sin ella declaró Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión que lástima.

-¡Crueldad notoria! -dijo Sancho-. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé decir que me rindiera y avasallara la más mínima razón amorosa suya. ¡Hi de puta, y qué corazón de mármol, qué entrañas de bronce y qué alma de argamasa! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuesa merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, que cada cosa por sí déstas, o todas juntas, la enamoraron; que en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuesa merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para espantar que para enamorar; y habiendo yo también oído decir que la hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuesa merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.

-Advierte, Sancho -respondió don Quijote-, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso; pero también conozco que no soy disforme; y bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como tengas los dotes del alma que te he dicho.

En estas razones y pláticas, se iban entrando por una selva que fuera del camino estaba, y a deshora, sin pensar en ello, se halló don Quijote enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos árboles a otros estaban tendidas; y sin poder imaginar qué pudiese ser aquello, dijo a Sancho:

-Paréceme, Sancho, que esto destas redes debe de ser una de las más nuevas aventuras que pueda imaginar. Que me maten si los encantadores que me persiguen no quieren enredarme en ellas y detener mi camino, como en venganza de la riguridad que con Altisidora he tenido. Pues mándoles yo que aunque estas redes, si como son hechas de hilo verde fueran de durísimos diamantes, o más fuertes que aquella con que el celoso dios de los herreros enredó a Venus y a Marte, así las rompiera como si fuera de juncos marinos, o de hilachas de algodón.

Y queriendo pasar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofrecieron delante, saliendo de entre unos árboles, dos hermosísimas pastoras; a lo menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino brocado, digo, que las sayas eran riquísimos faldellines de tabí de oro. Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas, de verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de los quince, ni pasaba de los diez y ocho.

Vista fue ésta que admiró a Sancho, suspendió a don Quijote, hizo parar al sol en su carrera para verlas, y tuvo en maravilloso silencio a todos cuatro. En fin, quien primero habló fue una de las dos zagalas, que dijo a don Quijote:

-Detened, señor caballero, el paso, y no rompáis las redes, que no para daño vuestro, sino para nuestro pasatiempo ahí están tendidas; y porque sé que nos habéis de preguntar para qué se han puesto, y quién somos, os lo quiero decir en breves palabras. En una aldea que está hasta dos leguas de aquí, donde hay mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos, entre muchos amigos y parientes se concertó que con sus hijos, mujeres y hijas, vecinos, amigos y parientes nos viniésemos a holgar a este sitio, que es uno de los más agradables de todos estos contornos, formando entre todos una nueva y pastoril Arcadia, vistiéndonos las doncellas de zagalas y los mancebos de pastores. Traemos estudiadas dos églogas, una del famoso poeta Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes, en su misma lengua portuguesa, las cuales hasta agora no hemos representado. Ayer fue el primero día que aquí llegamos; tenemos entre estos ramos plantadas algunas tiendas, que dicen se llaman de campaña, en el margen de un abundoso arroyo que todos estos prados fertiliza; tendimos la noche pasada estas redes de estos árboles, para engañar los simples pajarillos que, oxeados con nuestro ruido, vinieren a dar en ellas. Si gustáis, señor, de ser nuestro huésped, seréis agasajado liberal y cortésmente; porque por agora en este sitio no ha de entrar la pesadumbre ni la melancolía.

Calló y no dijo más; a lo que respondió don Quijote:

-Por cierto, hermosísima señora, que no debió de quedar más suspenso ni admirado Anteón cuando vio al improviso bañarse en las aguas a Diana, como yo he quedado atónito en ver vuestra belleza. Alabo el asumpto de vuestros entretenimientos, y el de vuestros ofrecimientos agradezco; y si os puedo servir, con seguridad de ser obedecidas me lo podéis mandar; porque no es otra la profesión mía sino de mostrarme agradecido y bienhechor con todo género de gente, en especial con la principal que vuestras personas representa; y si como estas redes, que deben de ocupar algún pequeño espacio, ocuparan toda la redondez de la tierra, buscara yo nuevos mundos por do pasar sin romperlas; y porque deis algún crédito a esta mi exageración, ved que os lo promete, por lo menos, don Quijote de la Mancha, si es que ha llegado a vuestros oídos este nombre.

-¡Ay, amiga de mi alma -dijo entonces la otra zagala-, y qué ventura tan grande nos ha sucedido! ¿Ves este señor que tenemos delante? Pues hágote saber que es el más valiente, y el más enamorado, y el más comedido que tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engaña una historia que de sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo apostaré que este buen hombre que viene consigo es un tal Sancho Panza, su escudero, a cuyas gracias no hay ningunas que se le igualen.

-Así es la verdad -dijo Sancho-: que yo soy ese gracioso y ese escudero que vuesa merced dice, y este señor es mi amo, el mismo don Quijote de la Mancha historiado y referido.

-¡Ay! -dijo la otra-. Supliquémosle, amiga, que se quede; que nuestros padres y nuestros hermanos gustarán infinito dello, que también he oído yo decir de su valor y de sus gracias lo mismo que tú me has dicho, y, sobre todo, dicen dél que es el más firme y más leal enamorado que se sabe, y que su dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien en toda España la dan la palma de la hermosura.

-Con razón se la dan -dijo don Quijote-, si ya no lo pone en duda vuestra sin igual belleza. No os canséis, señoras, en detenerme, porque las precisas obligaciones de mi profesión no me dejan reposar en ningún cabo.

Llegó, en esto, adonde los cuatro estaban un hermano de una de las dos pastoras, vestido asimismo de pastor, con la riqueza y galas que a las de las zagalas correspondía; contáronle ellas que el que con ellas estaba era el valeroso don Quijote de la Mancha, y el otro, su escudero Sancho, de quien tenía él ya noticia, por haber leído su historia. Ofreciósele el gallardo pastor; pidióle que se viniese con él a sus tiendas; húbolo de conceder don Quijote, y así lo hizo. Llegó en esto, el oxeo, llenáronse las redes de pajarillos diferentes que, engañados de la color de las redes, caían en el peligro de que iban huyendo. Juntáronse en aquel sitio más de treinta personas, todas bizarramente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron enteradas de quiénes eran don Quijote y su escudero, de que no poco contento recibieron, porque ya tenían dél noticia por su historia. Acudieron a las tiendas, hallaron las mesas puestas, ricas, abundantes y limpias; honraron a don Quijote dándole el primer lugar en ellas; mirábanle todos, y admirábanse de verle. Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzó don Quijote la voz, y dijo:

-Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan; y así, es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos, y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo, pues, agradecido a la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo corresponder a la misma medida, conteniéndome en los estrechos límites de mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y así, digo que sustentaré dos días naturales en metad de ese camino real que va a Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas que aquí están son las más hermosas doncellas, y más corteses, que hay en el mundo, excetando sólo a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea dicho de cuantos y cuantas me escuchan.

Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atención le había estado escuchando, dando una gran voz, dijo:

-¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?

Volvióse don Quijote a Sancho, y encendido el rostro y colérico, le dijo:

-¿Es posible ¡oh Sancho! que haya en todo el orbe alguna persona que diga que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si está desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento; que con la razón que va de mi parte puedes dar por vencidos a todos cuantos quisieren contradecirla.

Y con gran furia y muestras de enojo, se levantó de la silla, dejando admirados a los circunstantes, haciéndoles dudar si le podían tener por loco, o por cuerdo. Finalmente, habiéndole persuadido que no se pusiese en tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que no eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo valeroso, pues bastaban las que en la historia de sus hechos se referían, con todo esto, salió don Quijote con su intención, y puesto sobre Rocinante, embrazando su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho sobre su rucio, con toda la gente del pastoral rebaño, deseosos de ver en qué paraba su arrogante y nunca visto ofrecimiento.

Puesto, pues, don Quijote en mitad del camino (como os he dicho), hirió el aire con semejantes palabras:

-¡Oh, vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a pie y de a caballo que por este camino pasáis, o habéis de pasar en estos dos días siguientes! Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante, está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías del mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados y bosques, dejando a un lado a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso. Por eso, el que fuere de parecer contrario, acuda; que aquí le espero.

Dos veces repitió estas mismas razones, y dos veces no fueron oídas de ningún aventurero; pero la suerte, que sus cosas iba encaminando de mejor en mejor, ordenó que de allí a poco se descubriese por el camino muchedumbre de hombres de a caballo, y muchos dellos con lanzas en las manos, caminando todos apiñados, de tropel y a gran priesa. No los hubieron bien visto los que con don Quijote estaban, cuando, volviendo las espaldas, se apartaron bien lejos del camino, porque conocieron que si esperaban les podía suceder algún peligro; sólo don Quijote, con intrépido corazón, se estuvo quedo, y Sancho Panza se escudó con las ancas de Rocinante. Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más delante, a grandes voces comenzó a decir a don Quijote:

-¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos toros!

-¡Ea, canalla -respondió don Quijote-, para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas! Confesad, malandrines, así, a carga cerrada, que es verdad lo que yo aquí he publicado; si no, conmigo sois en batalla.

No tuvo lugar de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse, aunque quisiera; y así, el tropel de los toros bravos y el de los mansos cabestros, con la multitud de los vaqueros y otras gentes que a encerrar los llevaban a un lugar donde otro día habían de correrse, pasaron sobre don Quijote, y sobre Sancho, Rocinante y el rucio, dando con todos ellos en tierra, echándole a rodar por el suelo. Quedó molido Sancho, espantado don Quijote, aporreado el rucio y no muy católico Rocinante; pero, en fin, se levantaron todos, y don Quijote, a gran priesa, tropezando aquí y cayendo allí, comenzó a correr tras la vacada, diciendo a voces:

-¡Deteneos y esperad, canalla malandrina; que un solo caballero os espera, el cual no tiene condición ni es de parecer de los que dicen que al enemigo que huye, hacerle la puente de plata!

Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansancio a don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo y mozo, y sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y con más vergüenza que gusto, siguieron su camino.

Capítulo LIX

Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucedió a don Quijote

Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento de los toros socorrió una fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda hallaron, en el margen de la cual, dejando libres, sin jáquima y freno, al rucio y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron. Acudió Sancho a la repostería de su alforjas, y de ellas sacó de lo que él solía llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don Quijote el rostro, con cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor hiciese la salva; pero viendo que, llevado de sus imaginaciones, no se acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya, y atropellando por todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso que se le ofrecía.

-Come, Sancho amigo -dijo don Quijote-: sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo; y porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado, y acoceado, y molido, de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera, que pienso dejarme morir de hambre, muerte la más cruel de las muertes.

-Desa manera -dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa-, no aprobará vuesa merced aquel refrán que dicen: «muera Marta, y muera harta». Yo, a lo menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere; yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo, y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse como vuesa merced, y créame, y después de comido, échese a dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando despierte se halla algo más aliviado.

Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho más eran de filósofo que de mentecato, y díjole:

-Si tú, ¡oh Sancho! quisieses hacer por mí lo que yo ahora te diré, serían mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan grandes; y es que mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases un poco lejos de aquí, y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea; que es lástima no pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido y negligencia.

-Hay mucho que decir en eso -dijo Sancho-. Durmamos, por ahora, entrambos, y después, Dios dijo lo que será. Sepa vuesa merced que esto de azotarse un hombre a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un cuerpo mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea; que cuando menos se cate, me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la muerte, todo es vida: quiero decir, que aún yo la tengo, junto con el deseo de cumplir con lo que he prometido.

Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse a dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del abundosa yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos compañeros y amigos Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron a subir, y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos.

Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada. Fueles respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en Zaragoza. Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento, de quien el huésped le dio la llave; llevó las bestias a la caballeriza, echóles sus piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo, le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le hubiese parecido castillo aquella venta. Llegóse la hora del cenar; recogiéronse a su estancia; preguntó Sancho al huésped que qué tenía para darles de cenar. A lo que el huésped respondió que su boca sería medida; y así, que pidiese lo que quisiese: que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra y de los pescados del mar estaba proveída aquella venta.

-No es menester tanto -respondió Sancho-; que con un par de pollos que nos asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo no soy tragantón en demasía.

Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos los tenían asolados.

-Pues mande el señor huésped -dijo Sancho- asar una polla que sea tierna.

-¿Polla? ¡Mi padre! -respondió el huésped-. En verdad en verdad que envié ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero, fuera de pollas, pida vuesa merced lo que quisiere.

-Desa manera -dijo Sancho-, no faltará ternera, o cabrito.

-En casa, por ahora -respondió el huésped-, no lo hay, porque se ha acabado; pero la semana que viene lo habrá de sobra.

-¡Medrados estamos con eso! -respondió Sancho-. Yo pondré que se vienen a resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y huevos.

-¡Por Dios -respondió el huésped- que es gentil relente el que mi huésped tiene! Pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese de pedir gullurías.

-Resolvámonos, cuerpo de mí -dijo Sancho-, y dígame finalmente lo que tiene, y déjese de discurrimientos, señor huésped.

Dijo el ventero:

-Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo: «¡Coméme! ¡Coméme!»

-Por mías las marco desde aquí -dijo Sancho-, y nadie las toque; que yo las pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como fuesen uñas.

-Nadie las tocará -dijo el ventero-; porque otros huéspedes que tengo, de puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería.

-Si por principales va -dijo Sancho-, ninguno más que mi amo; pero el oficio que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.

Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar adelante en responderle, que ya le había preguntado qué oficio o qué ejercicio era el de su amo. Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote, trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy de propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:

-Por vida de vuesa merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.

Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió:

-¿Para qué quiere vuesa merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de la historia de Don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?

-Con todo eso -dijo el don Juan-, será bien leerla, pues no hay libro tan malo, que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es que pinta a Don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.

Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:

-Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.

-¿Quién es el que nos responde? -respondieron del otro aposento.

-¿Quién ha de ser -respondió Sancho- sino el mismo don Quijote de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere; que al buen pagador no le duelen prendas?

Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al cuello de don Quijote, le dijo:

-Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego.

Y poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don Quijote, y sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco se le volvió, diciendo:

-En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos; y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.

A esto dijo Sancho:

-¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza mi mujer Mari Gutiérrez! Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado el nombre.

-Por lo que he oído hablar, amigo -dijo don Jerónimo-, sin duda debéis de ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.

-Sí soy -respondió Sancho-, y me precio dello.

-Pues a fe -dijo el caballero-, que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor, y simple, y no nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe.

-Dios se lo perdone -dijo Sancho-. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma.

Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos; que bien sabían que en aquella venta no había cosas pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido, condecenció con su demanda y cenó con ellos; quedóse Sancho con la olla con mero mixto imperio: sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que no menos que Sancho estaba de sus manos y de sus uñas aficionado.

En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida, o preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba (guardando su honestidad y buen decoro) de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que él respondió:

-Dulcinea se está entera; y mis pensamientos, más firmes que nunca; las correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez labradora transformada.

Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea, y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de Sancho. Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don Quijote los extraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse qué grado le darían entre la discreción y la locura.

Acabó de cenar Sancho, y dejando hecho equis al ventero, se pasó a la estancia de su amo, y en entrando, dijo:

-Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen no quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que ya que me llama comilón, como vuesas mercedes dicen, no me llamase también borracho.

-Sí llama -dijo don Jerónimo-, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver en la fisonomía del buen Sancho que está presente.

-Créanme vuesas mercedes -dijo Sancho- que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.

-Yo así lo creo -dijo don Juan-; y si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.

-Retráteme el que quisiere -dijo don Quijote-, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.

-Ninguna -dijo don Juan- se le puede hacer al señor don Quijote de quien él no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi parecer, es fuerte y grande.

En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y aunque don Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído; pues de las cosas obscenas y torpes los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas del arnés, que en aquella ciudad suelen hacerse todos los años. Díjole don Juan que aquella nueva historia contaba como don Quijote, sea quien se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención, pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.

-Por el mismo caso -respondió don Quijote- no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.

-Hará muy bien -dijo don Jerónimo-; y otras justas hay en Barcelona, donde podrá el señor don Quijote mostrar su valor.

-Así lo pienso hacer -dijo don Quijote-; y vuesas mercedes me den licencia, pues ya es hora, para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de sus mayores amigos y servidores.

-Y a mí también -dijo Sancho-: quizá seré bueno para algo.

Con esto, se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron a su aposento, dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había hecho de su discreción y de su locura, y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés.

Madrugó don Quijote, y dando golpes al tabique del otro aposento, se despidió de sus huéspedes. Pagó Sancho al ventero magníficamente, y aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese más proveída.