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El Jinete Insomne1

[Capítulo 1]

Manuel Scorza

Dunia Gras Miravet (ed. lit.)

A papá, donde esté.

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De cómo el río Chaupihuaranga siguió apellidándose Chaupihuaranga, pero cesó de ser río

Yo fui el primero en percatarme de la pereza del agua. Vivo cerca de Racre, en una casucha que respetan las crecidas2: conozco todas las mañas del Chaupihuaranga. Una mañana de agosto (pero quizás era diciembre), queriendo encerrar unas truchas en un brazo de agua, me extrañó la flojera3 del río. Convalesciente de fiebres traídas de un viaje a Huánuco, la diarrea me obligó a buscar al mediodía unos arbustos cerca del río. Entonces miré las mismas aguas. Me alarmé pero preferí esperar. Para no inquietarme gasté el día afilando tijeras. Más calmado, volví a la orilla al atardecer. El agua se empecinaba. No queriendo apresurar juicios, me arriesgué a una prueba. El jueves (pero quizás era viernes o lunes) viajé a Yanahuanca. ¡Ojo! No me franqueé4 con nadie. Sin comerciar palabra compré una onza de anilina5 morada. La mañana del viernes (pero quizás era martes) sembré el tinte en el río. El morado delataría la velocidad del agua. Por el color pretendía sondear las intenciones del Chaupihuaranga. Vacié la bolsita en la corriente y me alejé. El fervor del sol maltrataba la tierra. Sofocado busqué pencas6, comí tunas7, y más tranquilo, casi sosegado, me adormecí bajo los molles8. Y yo, que jamás sueño, soñé con mi padre. Se me apareció cargado de alforjas llenas de agua. Me asusté pero mirando el rostro sereno del ausente me calmé, le besé la mano. Chorreando agua mi viejo se sentó en un poyo9 y preguntó por parientes y amigos. Antes que respondiera, averiguó «¿No tienes comida?». Le brindé los restos de una pierna de carnero. Mi viejo la devoró despreciando el agua que pavimentaba el suelo, que escondía las patas de la silleta, que me rebasaba la cintura. Sin esperar un segundo ofrecimiento descolgó la otra mitad del carnero, recogió todo el charqui10 y el maíz que colgaban de las vigas y gritó:

-«Lléname bien las alforjas, Magdaleno, porque pronto no habrá. ¡Se acerca la hambruna final!».

Sin dejar de masticar se carcajeó groseramente, como jamás osó en vida.

-«¡No seas huevón11, Magdaleno! Trata de comer todo lo que puedas. ¡Aprovecha porque pronto te comerás los codos!».

Se convirtió en cuy12 y desapareció. Desperté con la mano pesada sobre el corazón. Era el atardecer. Con la boca abrasada me aproximé a la orilla. Mi pavor descubrió que el morado seguía allí, a una vara de la misma retama. ¿Era viernes o lunes? Alarmado pero sospechando que el tunante13 de Cisneros me había endilgado14 una «anilina podrida» el sábado (pero quizás era jueves) viajé a Yanahuanca: quería percatarme de la calidad del tinte. Esta vez compré tres onzas de anilina roja, verde y naranja, en tres tiendas diferentes, a cuyos propietarios previne que quería «teñir un manto para la Virgen del Socorro». Así, con lo sagrado, creí ahuyentar pendejadas15. Sin descoser la boca volví a mi estancia. El «domingo» me adentré en la «corriente» y con el agua hasta el pecho espolvoreé los colores en tres lugares diferentes: el rojo cerca del molle desmochado por el rayo, el verde junto al cuajaron morado y el naranja, a la derecha, donde meses antes la correntada16 se llevó mi vaquilla Vaca. No me sentía bien. Al atardecer vencí la tentación de aproximarme al río. El «lunes» se me desbocaron los ojos: ¡las islitas rojas, verdes y naranjas seguían allí!

Partí de Yanacocha para informar a nuestro presidente, pero don Raymundo Herrera estaba en Tapuc apadrinando la última hazaña del octogenario Medardo Ruiz. ¡Bautizo fatal! Porque justo cuando el padre Chasán conjuraba a Satanás tropecé con la bellaquería17 de los Margarito. Mi malestar persistía. La neblina enfriaba el perfume de los eucaliptus pero mi cuerpo ardía. Descendí a la pulpería18 «El Chinito» donde los Margarito celebraban la venta de un toro que desde luego no habían criado. ¡Qué mala pata! Sin saludar pedí dos cañazos que don Glicerio Cisneros sirvió muy asombrado. Porque yo soy morigerado19. Y los Margarito -¡malditas sean sus estampas!- descubrían ahora que yo era un borrachín.

-Qué bien guardadito se lo tenía, don Magdaleno.

-¡Esto merece celebrarlo! No hay primera sin segunda -dijo doña Facunda-. Sírvale otra a don Magdaleno que por fin se digna visitar a los pobres.

-No hay nada que celebrar. Habría más bien que preocuparse.

-A «don preocuparse» lo mataron en la guerra con Chile de un bacinicazo20. ¡Ja, ja, ja!

Los ignoré.

-¿Ha visto, don Glicerio, lo que le pasa al Chaupihuaranga?

-Estará corriendo -me contestó el cantinero.

-Desgraciadamente se está parando.

-En Yanahuanca, ya que no se nos para21 la pinga22, por lo menos que se nos pare el río -baboseó el menor de los Margarito.

Me acaricié la calentura de la frente.

-Hace días que el agua cojea23. Ayer...

-No se me haga, don Magdaleno. Lo que usted quiere es que coticemos para una muleta.

-Mulita, dirás. Bájese otro pomo, don Glicerio.

Me fui. Póngase en mi lugar. ¿Qué haría usted si abandonando su esquila caminara dos leguas para comunicar la calamidad del río y si por premio de su preocupación le contestan que «usted dice eso porque no se le para»? ¡Margaritos sietemesinos o quincemesinos!

Tres semanas después el Chaupihuaranga se detuvo definitivamente.

Todos los inviernos su correntada vara cabritos, vacas, burros y hasta arrieros ahogados. ¡ Pues se atontó al extremo de convertirse en charca! ¿Qué creen que pasó? ¿Protestaron las autoridades? ¿Se notificó algo a la prefectura? ¡Los yanahuanquinos se alegraron! ¡Hágame el favor! Para disculparse dicen hoy que «los yanacochanos24 tampoco abrieron la boca». El domingo pasado, durante la fiesta con que los Carbajal celebraron la libertad de Isaac, aclarando estas barbaridades, yanahuanquinos y yanacochanos nos agarramos a trompadas. En la borrachera don Edmundo Ruiz nos abaldonó25.

-¿De qué lago hablan? Ustedes los yanacochanos también callaron. ¿Por qué? ¿Por qué se metieron la lengua donde les dije?

-En ese tiempo Yanacocha no era puerto -eructó Isaac Carbajal.

Don Edmundo Ruiz se chupó. Es cierto. Él sabe que Yanacocha, Chipipata, Racre, Uspachaca, Tapuc y Huaylasjirca no eran puertos entonces. Yo recorrí todo el rumbo como clarinete de la orquesta de los Huamán. ¡Cómo no voy a saber cuándo esos anexos se volvieron marítimos! El Chaupihuaranga se fue parando, parando, parando hasta que la corriente renunció; mejor dicho renunció en la provincia. Leguas arriba o leguas abajo siguió siendo infranqueable. Pasando Uspachaca, creyendo que todo el Chaupihuaranga dormitaba, quise vadear una vaca de mi tío Pedro Caucha. ¡Hasta ahora estoy pagándola! Pero eso fue allá, porque aquí el río se cubrió de totora26. ¿La gente pestañeó? No es que yo quiera prendérmeles a los Margarito (aunque hasta ahora estoy buscando mi caballo Potro) pero ¿quién entró al pueblo gritando que «para agarrar truchas basta meter la mano en el lago»? Lo peor: era verdad. El río, la laguna o lo que fuera, negreaba27 de truchas. Esto nos consoló a los tontos. Yo también me alegré. Todo el Chaupihuaranga era una charca donde se desesperaban las truchas prisioneras. ¡Imagínese! ¡Mundos28 de truchas confundidas en el agua parada! ¿Ve esos eucaliptus? Pues desde allí hasta el bosque de la Compañía Huarón, todo era agua. ¡Qué pesca, señor! Con canasta, con baldes, con cedazos y hasta con las manos, como aseguraban los vendidos de los Margarito, agarrábamos los peces. ¿Sabe a cuánto llegó a venderse la trucha? La docena se remataba a diez centavos. ¡Doce truchas por diez centavos! ¿Se imagina? Usted mismo le compró una sarta29 de truchas a Brazo de Santo. Después resultó que eran robadas. En eso no me meto.

Así comenzó la parálisis del Chaupihuaranga. Luego se detuvieron los demás ríos. ¡Ojalá hubieran sido ellos los únicos en volverse inválidos!