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El legado del siglo XIX

Iris M. Zavala

Universidad de Utrecht

En la desesperación cultural en que vivimos, la totalidad de aquella modernidad emprendida durante el siglo XIX -producto de la razón instrumental, pero no menos de las lágrimas y del sentimiento, y de las fuerzas oscuras de la psique- parece uniformemente unidimensional. A fuerza de golpes hemos aprendido que cualquier cosa sentida como libertad o belleza -emoción, sentimiento, ideal- en realidad es una pantalla que oculta una esclavitud y un horror más profundos. No obstante, y conscientes de que la mistificación de la vida moderna y la destrucción de sus posibilidades más excitantes se han desarrollado en nombre de una modernidad progresista, no podemos dejar de reconocer que semejante andadura fue atrevida.

Si hoy ponemos en cuestión aquel desarrollo cuya fecundidad ha transformado la imagen del mundo social contemporáneo, estamos convencidos de que, cualesquiera que sean nuestras críticas, ya no es posible una vuelta atrás. Con el siglo XIX y su idea de modernidad se ha pasado definitivamente una página de la historia. Desde aquellos, como Adam Smith, que en los albores del capitalismo, soñaba que las actividades humanas son compatibles y hasta armoniosas, hasta los que auguraron el cálculo y sus desdichas. El poder provocador del interrogante de los nuevos instrumentos de pensamiento que generaron (y generan) preguntas y perspectivas inesperadas desde entonces, cualquiera que sea su contenido, es por definición abierto, a menos que ubiquemos el «punto de almohadillado» (y retomaremos este concepto) en un significado cerrado, portador de certezas.

El siglo XIX nos ha dejado ver que con el mismo título que el arte y la filosofía y la ciencia, los sujetos históricos somos creadores de preguntas y significados. Todo esto sugiere que esa modernidad, ese ser moderno, nuevo, joven -recordemos que estos adjetivos funcionaron como puros imperativos- contiene sus propias contradicciones internas; es decir, sus propias aporías y su dialéctica. Con el siglo XIX tocamos la fibra del desarrollo de la burguesía y del liberalismo, ideología que ha resultado después de todo sospechosa, pues una y otra vez desde las Cortes de Cádiz se espanta en cuanto se menciona el dominio. Pero empecemos por nuestra propia posición.

La responsabilidad que tenemos es la de herederos -lo queramos o no, lo sepamos o no- de la singularidad absoluta de un proyecto, o de una promesa. La forma de este proyecto resulta única, y si como Cratilo les damos nombres, la signatura y autoría sería una obra de teatro (hoy opereta bufa), en la que intervienen Hegel, Darwin, Marx, Nietzsche, una importante etapa de Freud. No hemos de dejar de lado a los actores secundarios -Fourier, Flora Tristan, Louise Michel, Bakunin, Kropotkin- ni a los actores locales: Benito Juárez, Lincoln, Martí, Pi y Margall. Tampoco a los que desde la creatividad fantástica soñaban ya el despertar histórico: Goya, Baudelaire, Poe.

Nombrarlos es un gesto de fidelidad a cierto espíritu del siglo XIX que incumbe a cualquiera. En todos se propone un nuevo concepto de la libertad, de la sociedad, de la economía, de la nación, del estado (incluso su desaparición), que pretende romper con el mito nacionalista. Se piense lo que se piense de las perversiones totalitarias a que dieron paso, de los desastres, de los desvíos, esta tentativa única tuvo lugar, aunque no se mantuviera. Serán Marx, Nietzsche y Freud quienes describirán, antes que nadie, los síntomas, los intereses que se ocultaban, la retórica del poder, los vínculos sociales, las identificaciones imaginarias y las identidades a que daría lugar ese adoctrinamiento, esa universalidad y totalidad del desarrollo de la ciencia, que se entronizó como instrumento de dominación. No debe resultamos sorprendente que tanto Marx cuanto Freud trazaran las líneas fundamentales del fetichismo esa particular relación de desplazamiento de valor que tenemos con los objetos simbólicos.

Cuanto más nos acostumbramos, vemos que ellos dieron cuenta de que la universalidad solo se funda a partir de un límite que es su excepción, límite que no confirma la regla, sino que la exige. En ese testimonio desgarrador que es El malestar en la cultura (1935), Freud muestra el punto peligroso: como el ser humano intenta satisfacer su necesidad de agresión a expensas de su prójimo, de explotar su trabajo sin compensación, de utilizarlo sexualmente sin su consentimiento, de apropiarse de sus bienes, de humillarlo, de infligirle sufrimiento, de martirizarlo, de matarlo1.

Esos «grandes relatos» de la historia, con su consigna de Progreso, Razón, Felicidad, Utilidad que hoy se consideran como grandes fracasos, grandes ficciones, grandes mentiras, nos han dejado un legado. El desafío consistió, precisamente, en elaborar la conciencia de la duda. Y así crecieron y se fortalecieron una serie de discursos; es decir, una utilización del lenguaje como vínculo social en torno a la verdad, al saber y a la ciencia, que para unos -tal Hegel- permitiría el saber absoluto, el saber sin falla. Para Marx, en el monumental El capital, se detecta un síntoma social, que es el proletario, el hombre despojado de todo y mesías del futuro. Marx le quitará los velos tejidos por la ilusión de felicidad radiante a los monumentos burgueses; pues todo lo que la burguesía construye, es construido para ser destruido. Ya Marshall Berman (1982) en otro contexto nos recordó la gran definición marxiana de los monumentos de la burguesía: «Todo lo sólido se desvanece en el aire»; todo se pulveriza y se destruye para ser reciclado, reemplazado y que el proceso recomience una vez más, en forma cada vez más rentable.

En este concierto disarmónico de orquestación de voces discordantes, no podemos dejar de lado este deseo en la calle que se llamó La Internacional, ni aquellas heridas sociales y psíquicas profundas que se intentaban paliar interpelando al «hombre del pueblo» -como Larra-, o al «proletario», pseudónimo que en 1835 encubría al fourierita Joaquín Abreu. Ya se conocía la «nueva ciencia social» -como la llamaban Espronceda y Larra- cuando Marx examinó la herida, inconfundiblemente moderna, del capital. Pero no se limitó, como sus antecesores a denunciar el capitalismo; desde aquel extraordinario análisis semiótico del fetichismo y la mercancía, nunca se cansa de repetir que el valor de la mercancía es simbólico, que en su composición no entra ni un átomo de materialidad. Las imágenes fantasmáticas de Marx nos remiten a la plusvalía: la transformación de la fuerza de trabajo en mercadería, al producir un objeto que está hecho de una pérdida, debido a que ese sobretrabajo que no se le paga al proletario le confiere a ese objeto su valor de más. Detengámonos, aunque solo sea para intentar ponerle sal a la cola del pájaro de la libertad, en este síntoma social, en aquellas tensiones radicales que Marx ve y que lo inducen a crear una teoría de las crisis. Su retorno periódico plantea de manera amenazante la existencia de toda la sociedad burguesa; creyó así ver en esta teoría el debilitamiento progresivo del capitalismo y su destrucción final. Pero al mismo tiempo, observa que estas crean sus propias fortalezas y resistencias, como formas de adaptación. Pero antes, como sabemos, se introduce todo un desarrollo del concepto de la ideología desde que Destutt de Tracy la designó como ciencia de las ideas -legado del siglo XIX- que Marx entronca con alienación, y en particular, la alienación del proletario y el objeto de la plusvalía. Esta no es otra que el proceso del trabajo, y la transformación de la fuerza de trabajo en mercadería; al producir un objeto que está hecho de una pérdida, la del sobretrabajo que no se le paga al obrero, confiere a ese objeto su valor de más. Para Marx, la destrucción del Djaggernat capitalista vendría con un nuevo reparto; articulado sobre la función de lucha de clases -punto de almohadillado, como veremos- este nudo traumático siempre presente como una amenaza, no impidió el mantenimiento del discurso del amo.

Por metafísico que nos pueda parecer hoy, lo que allí estaba en juego es la libertad. Esta libertad de trabajo, núcleo de la Revolución francesa, se transformó en su contrario en el siglo XIX: en la libertad de morirse de hambre. No debe cabernos la menor duda: esta libertad es el núcleo de la «ironía romántica», si nos dejamos llevar por el flujo dialéctico. Es este espíritu, a la vez lírico, fantástico y realista, corrosivo y comprometido, lo que podemos llamar ironía -la turbulenta vida interior, aquella disociación kantiana entre el ámbito noumenológico y el fenomenológico, que el siglo de la modernidad lleva mucho más lejos. Si Kierkegaard desmonta los resortes de la ironía, tocará a Nietzsche -que veía la ironía y la dialéctica de la historia moderna, y una humanidad sumida en una gran ausencia y en un vacío de valores- desmontar el ritmo frenético y la energía vibrante de la retórica. La verdad se sustituye entonces por flor de retórica; el nihilismo moderno nietzscheano atribuye la falta de valores a la ciencia, al racionalismo, a la muerte de Dios, mientras Marx señalará una base concreta y mundana: el orden económico burgués, que equipara el valor humano con el precio en el mercado. La libertad decantada es libertad de comercio.

La elección de la libertad fue, entonces, la libertad de morir. Si examinamos sus consecuencias, hallamos los dos soportes más evidentes en dos elecciones que estructuran la posición del esclavo y la posición de amo. La del esclavo, a quien se da a elegir entre la libertad o la vida (¡Patria o Muerte! resume muy bien este nudo traumático), y se resuelve en un no hay libertad sin vida, y su vida -dice Lacan2- queda para siempre cercenada de la libertad. La alienación del amo se estructura de la misma forma. Lacan nos recuerda que si Hegel indica que el status del amo lo instaura la lucha a muerte por el prestigio, ello se debe a que también él constituye su alienación fundamental haciendo pasar su elección por la muerte. La esencia del amo se demuestra en el terror, el momento en que se le dice libertad o muerte, solo puede elegir la muerte para tener libertad.

Pero, conviene ahora fijarnos en esa identidad de libertad que surgió en el espacio ideológico. Si aceptamos que este está compuesto de elementos sin amarrar3, y que los conceptos son «significantes flotantes», cuya identidad está abierta en cadena con otros elementos, el «acolchado» realiza la totalización mediante la cual esta libre flotación de elementos se detiene o se fija. Dicho en términos de lenguaje: estos elementos se convierten en partes de la red estructurada del significado4. En el siglo XIX, los significantes flotantes se «acolcharon» mediante los conceptos e ideales de «burguesía», «liberalismo», «democracia», «comunismo», «lucha de clases». En esta constelación, «burguesía» y «liberalismo», justamente, confieren significado a todos los demás y fijan sus elementos. El problema se puede plantear de otra manera si retomamos otro concepto: el de fantasía social. Durante el siglo XIX la fantasía social de homogeneidad, de desarrollo, era una contrapartida necesaria del concepto de antagonismo, y se intentó infructuosamente -sobre todo, dolorosamente- de conferir una identidad socio-simbólica fija mediante el ideal de liberalismo en su dimensión de engaño fundamental.

En cuanto punto de acolchado el liberalismo es precisamente el significante que ocupa un lugar excepcional con respecto a la red paradigmática, y fija el significado de los elementos precedentes -libertad, justicia, paz, igualdad. Estas solo eran posible mediante la superación de la libertad formal burguesa, forma de esclavitud. Al mismo tiempo, el intercambio de mercado no podía ser justo y equitativo, porque implicaba explotación. Cada «acolchado» produciría una articulación muy diferente -el democrático-liberal, el comunista, el conservador. Podríamos explicar así esa extraña connivencia entre la sociedad burguesa y sus opositores más radicales; aquellos que pudieron gozar de libertad para hacer su trabajo: escribir, pintar, reunirse, organizarse, manifestarse. Finalmente, desempeñan el papel paradójico de promotores y mercaderes de la revolución, que se convierte en mercancía como cualquier otra. Marx no pareció preocupado por esto, con su fe inquebrantable en el «proletariado». El legado que esta situación paradójica nos ha dejado es constatar que promocionar la revolución expone a los mismos abusos y tentaciones.

En este nivel podemos ya localizar otra constelación de acolchado ideológico: la «ciencia» en su red de envíos a la medicina, la psiquiatría y, naturalmente, la «histeria» que nos remite a aspectos no menos importantes de la salud mental definida según el orden público (me apoyo en Miller 1993). Foucault nos ha dejado páginas elocuentes para reconsiderar la ciencia como lugar privilegiado de poder en su historia de la locura, en el nacimiento de la clínica. Una gran panóptica se erige entonces para vigilar y castigar. El siglo XIX, el del orden burgués, que castiga y suspende derechos, al mismo tiempo hace surgir una explosión discursiva en tomo y a propósito del sexo. Foucault nos convence de que la sexualidad forma parte de la economía del poder. No hemos de olvidar que se desarrolla toda una disputa en torno a la localización de la histeria, que cuestionaba la naturaleza de la mujer en cuanto ser sexuado. Este interés concertado de saberes (médicos, legales, religiosos) por descifrar la «esencia femenina», nos revela el lugar que ocupó la mujer en la ideología de la época. Las ficciones literarias, justamente, nos han dejado un legado de representaciones ejemplares, desde el Romanticismo.

Retomo el hilo. El siglo XIX propició la idea de que el ser humano es un animal enfermo -Hegel, Nietzsche-, y forma parte de lo que acompaña el descubrimiento freudiano del inconsciente (que no es de lo mental ni de lo físico, pero tiene la eficacia de desordenarlos). Si partimos de que el sujeto siempre está atrapado en las mallas de algún discurso, cogido en algún lazo social, los discursos que Lacan aísla -y me limito al del amo- no es vestigio fantasmático del pasado, y se hace necesario ver los términos (e intereses) que oculta. Justamente este crea y sostiene la identidad de un terreno ideológico: el punto nodal acolcha y detiene el deslizamiento de los significantes flotantes, al mismo tiempo que fija su significado.

Pero estamos hablando de eso que Gramsci llamó hegemonía y, por tanto, para valorar el legado del siglo XIX, la primera labor del análisis textual consiste en aislar en el campo ideológico determinado (donde se activa la «lucha por el signo»), la lucha particular que determina al mismo tiempo el horizonte de su totalidad. Dicho en términos hegelianos, ¿Cómo una determinada lucha particular de la hegemonía se puede presentar como la Verdad de todas las demás, de manera que todas las demás luchas son en último término expresión de aquella?

Si el lenguaje siempre dice más o menos algo diferente a lo que quiere decir, conviene ahora seguir la política de los discursos que se desarrollaron en el siglo XIX. Partamos del enlace entre política y provecho, y de cada uno de estos discursos como realidades, en tanto que «cada realidad se funda y se define con un discurso»5. Ya hemos señalado que hay variadas modalidades de establecer vínculo social, y la importancia del discurso del Amo en su duplicidad con el del Esclavo (que Hegel, Marx y Nietzsche desarrollan en toda su amplitud). De tal forma que nuestras dudas escépticas acerca de las promesas legadas nos han conducido a retomar el del amo en su entronque con la ciencia -discurso de la certeza, sobre todo discurso que no quiere saber nada de sus consecuencias. Ambos, como conjunto de prácticas han transformado bruscamente el escenario de la vida moderna, y su legado es el desarrollo, el progreso, el urbanismo, la mercancía, el cambio económico y social. Y parte del escenario de la vida moderna decimonónica representa el esfuerzo por hacer de ese proceso algo humano; transformar las energías caóticas y destructivas de cambio económico y social en nuevas formas de belleza, de libertad, de solidaridad. Incluso en situaciones de subdesarrollo -que sería el caso de la naciente modernidad en la península ibérica. Fusión, empatía, ironía, entrega romántica o perspectiva crítica son en la península más complejos y escurridizos.

Este legado paradójico está aquí envuelto en las mallas del discurso de Larra, Espronceda, Bécquer, Rosalía, Galdós; pero no menos en Bonaventura Caries Aribau, Pi i Margall, dando lugar a aquella polarización entre Madrid y Barcelona, en que Barcelona es la modernidad y Madrid el corazón. Estamos presenciando el nacimiento de una división social del trabajo, una nueva relación entre las ideas y la vida práctica. Sobre todo a partir del Romanticismo dos movimientos históricos radicalmente diferentes están comenzando a converger y confluir. La búsqueda romántica del autodesarrollo a través de la poesía (de la mujer, como vehículo privilegiado) desemboca en el trabajo sucio del desarrollo, y la responsabilidad en los sufrimientos humanos y las muertes. Ninguna voz en castellano ha desmontado como el Fausto de Goethe esta modernidad, y nadie como Jean-Jacques Rousseau supo ver desde el principio la modernidad; al paseante solitario debemos el empleo de la palabra moderniste en el sentido en que aún la empleamos.

El legado que invoco hace converger las sociedades adelantadas y atrasadas, las ideologías capitalistas y socialistas. El proceso de desarrollo que llevó a Antonio Ribot y Fontseré en 1846 a homologar modernidad y una literatura cosmopolita, aquel que las mentes creativas del siglo XIX concibieron como una gran aventura humana (la distribución de la tierra para Larra y Espronceda; el desarrollo industrial para Pi; el ferrocarril para Galdós, por ejemplo), se transforma en poderes enormes, a menudo letales; solo algún modernista posterior experimentará la historia como una pesadilla de la que se debe despertar. Pues bien, uno de los objetivos más urgentes de las escrituras denominadas románticas y realistas es hacer que se sienta el impulso de libertad. Esta es la razón por la que buena parte de los textos más lúcidos estén expresados en imágenes intensas y extravagantes. Ese punto de acolchado que es el liberalismo democrático adquiere la forma de fantasías urbanas en Larra, que da testimonio del fondo tenebroso de la ignorancia, y de las fuentes de privaciones que padece el «hombre del pueblo» en el seno de las grandes aglomeraciones citadinas. Ese «costumbrismo» nos revela que todo proceso histórico parece llevar en su seno su propia contradicción, pues el avance material del progreso provoca el agotamiento y las privaciones. Espronceda hará que la gente sienta creando imágenes extravagantes de terremotos, hechizos sobrenaturales, abismos personales y sociales, pesadillas históricas y emocionales que seguirán resonando en el arte y el pensamiento modernista de nuestro siglo.

«Un cadáver más, qué importa al mundo» -dirá el uno; mientras en La calamidad europea, artículo nunca publicado en vida, Larra revelará ese «malestar en la cultura» que convierte a los humanos en mitad víctima, mitad sacrificadores. Su punto de arranque es la calamidad de las guerras religiosas, apoyadas en la superstición y el fanatismo. Nadie, hoy día, después de los horrores que ha registrado la historia de los últimos tiempos de despertar de nacionalismos y el incremento de los integrismos religiosos, puede leer sin horror las imágenes aplastantes de estos textos. En ambos románticos -tan distintos entre sí- se despliega el cortejo de las relaciones estancadas y enmohecidas, de creencias veneradas durante siglos. Los triunfos del arte parecen adquiridos al precio de cualidades morales, creyendo, al mismo tiempo, que este podría ofrecer nuevas formas de significado y belleza, de libertad y solidaridad. La virtud distintiva de las páginas de estos románticos es la de dejar el eco de las interrogaciones en el aire, mucho después que los propios interrogadores abandonaran la escena.

Si avanzamos un cuarto de siglo, hasta Rosalía y Bécquer, nos encontraremos con lealtades y esperanzas muy diferentes. Aquí el movimiento dialéctico de la modernidad se vuelve irónicamente contra la fuerza motriz de los valores cristianos de la integridad del alma y el deseo de verdad. Ni los sentimientos dejan de ser disonantes: Rosalía llega a la burla de sí misma, a la duda; la suya es una voz que conoce el dolor y el miedo -conoce aquel sentimiento que Kirkegaard precisará con el término de angustia. Bécquer dejará entre las imágenes de sus versos, esa perspectiva achatada a que el «vil metal» o el «billete de banco» ha dejado reducido el lenguaje de las emociones y los afectos. El nuevo lenguaje es «otro», y esa pérdida va a llegar a ser difícilmente accesible, porque las relaciones materiales la enmascaran, la recusan y la desparraman. Una lectura de ambos poetas nos invita a multiplicar los problemas que la alienación -fantasma de Marx- plantea como demonio de la moderna cultura del progreso. Los problemas de ambos poetas también tan iguales y distintos- no son solo suyos, sino la expresión angustiada de tensiones mayores que agitaban a la sociedad española.

Este torbellino social, con su rigodón de generales y golpes, de revoluciones liberales y democráticas en disposición a volverse contra sí mismas, a transformarse en involuciones, adquiere en Galdós su voz paródica, para quien no hay ningún rol social en que se pueda calzar perfectamente. Afirma su buena fe en una nueva clase de ser humano, que tendrá el valor y la imaginación para crear nuevos valores, necesarios para que todos se abran camino a través de los peligros infinitos de las paradojas de la modernidad. Es una voz que conoce la disonancia, y los graves peligros que están en todas partes, y pueden atacar en cualquier momento. En sus novelas hay esperanza, a menudo contra toda esperanza, que las modernidades de mañana curarán las heridas. La suya es una visión abierta a la vida moderna, modernidad y progreso capaz de ser configurado y cambiado por la humanidad moderna. Contra las totalizaciones rígidas y burdas, el narrador comprendió las formas en que la organización social moderna determinaba el destino de lo español. En esa sociedad -materia novelable- ejerció su perspectiva crítica. Galdós parece estar inventando el siglo XIX por su propia cuenta. Su legado es la singular aura mágica de la ciudad -de día o de noche- cuando esta comienza a vivir y a ponerse en movimiento, cuando se apagan las farolas y salen de sus buhardillas las clases trabajadoras. Podríamos concluir que el legado de Galdós es representar un paso crucial en el desarrollo del espíritu español moderno: la clase media, esa gente nueva cuya iniciativa podría impulsar el país hacia el mundo moderno. Sus novelas contemporáneas son a la vez un manifiesto, un manual y unas normas para esa vanguardia.

La ironía ambivalente galdosiana, como la ironía romántica existencial de Larra y Espronceda, escena tras escena, representan con fuerza la lucha por los derechos humanos -igualdad, dignidad, reconocimiento. La intención fundamental era impulsar a España, material y simbólicamente, al centro del mundo moderno. Mientras que la autoironía de Rosalía es iluminar con su propia luz interior, fantástica, pero brillante. En ningún otro lugar aparecen las pulsiones de la vida moderna con más claridad que en el terreno del espacio urbano. El legado del siglo XIX nos permite hoy comprender que los espacios urbanos han sido organizados para asegurar la ausencia de colisiones y enfrentamientos; para evitar que le tourbillon social -como llamó Rousseau el torbellino metropolitano- persistiera en sus alzamientos revolucionarios explosivos. Los textos mencionados permiten identificar los ritmos y tonos distintivos de la modernidad, los nuevos paisajes urbanos, la experiencia moderna de máquinas de vapor, de alumbrado, de vías férreas, de carreteras, de zonas industriales, de ciudades rebosantes, de poblaciones mixtas, de prensa, telégrafo, medios de comunicación de masas; de Estados nacionales y acumulaciones de capital cada vez más fuertes; de movimientos sociales de masas que luchan contra la modernización; de existencias limitadas; de embriaguez y vértigos psíquicos; destrucción de barreras morales. Todo el aura de la sensibilidad moderna. El legado de los grandes modernos del siglo XIX es mostrarnos el papel nodal determinante de la lucha entablada por el liberalismo burgués para fijar y trazar el horizonte de todas las demás. Con los síntomas que estos autores describieron, estaremos siempre en deuda, deuda relacionada con lo que adquiere valor para el sujeto.

Deuda y legado. La primera labor de este legado consiste en enseñarnos a aislar la lucha particular que al mismo tiempo determina el horizonte en su totalidad, para entender así «el carácter constitutivo de los antagonismos» que estructura el campo social. Tal óptica permite entender la lógica de la exclusión que opera en discursos actuales como el del neoliberalismo. Este legado nos desafía a comprender nuestra situación singularmente moderna: donde nada es seguro excepto el propio cambio. En brillantes y exasperantes últimas palabras de Larra: «el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía». Las instituciones, valores e ideas han sido engaño a los sentidos, el sueño urbanístico de la modernidad puede ser también la pesadilla y descomposición de la muerte. Un siglo antes que El malestar en la cultura, nuestros románticos no solo identificaron la sociedad con la corrupción (rusonianamente), sino que identificaron el síntoma: el malestar en la cultura, y el enigma del mal en el centro mismo del fenómeno humano.