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El lenguaje hémbrico en «Cambio de armas»

Willy O. Muñoz

La crítica feminista ha demostrado de modo concluyente que el lenguaje ha sido propiedad exclusiva del varón; éste ha asumido el papel de principio ordenador, función que lo ha facultado para dictaminar el valor y el alcance del orden simbólico, de la ley del padre, y así dar significado a las cosas en virtud de su posesión del falo. Desde que el orden simbólico está relacionado con el falo, se dice que la mujer, al no participar de esta relación, no tiene acceso al discurso, razón por la cual el lenguaje mismo se convierte en otro mecanismo que expulsa, confina y oprime a la mujer. En estas condiciones, la mujer no puede establecerse como una alteridad, no puede articular su propio lenguaje, y por lo tanto se halla marginada de la cultura. De manera pionera, en «Cambio de armas»1 se codifica el proceso por el cual el personaje femenino adquiere el lenguaje, la facultad escritural con la que podrá cambiar la sociedad que la ha marginado.

Este relato trata de una mujer que sufre de amnesia y vive como una prisionera en el espacio doméstico. La falta de recuerdos de Laura la priva de su pasado, de sus experiencias, del sistema de referencias que hace posible la formación de una identidad; como el personaje carece de lenguaje, ella no puede formar relaciones ni definir su posición dentro de la sociedad. Limitada como está, ella solo puede experimentar el mundo por medio de su esposo, y lo que éste quiere que ella asimile es un sistema de relaciones y de significados que reifican la hegemonía del varón.

Uno de los conceptos que Roque quiere inscribir en Laura es que el cuerpo de la mujer es el objeto del placer sexual del varón. Cuando Roque hace el amor a Laura, la obliga a mirarlo en el gran espejo que hay sobre la cama. Dice la voz narrativa: «con la lengua empieza a trepársele por la pierna izquierda, la va dibujando y ella allá arriba se va reconociendo [...] [él] dejándola verse en el espejo del techo, y ella va descubriendo el despertar de sus propios pezones...» (pp. 122-23). Y cuando ella cierra los ojos ante el inminente estallido de su orgasmo, él le grita: «¡Abrí los ojos, puta (p. 123, el énfasis es mío). En otra ocasión, en un pasaje de obvia violencia sexual, el marido le hace el amor en el living, después de haber levantado la mirilla para que sus guardias vean el cruel apareo (p. 135). Una vez más, Roque la califica de «perra -y ella entiende que es alrededor de este epíteto que él quiere tejer la densa telaraña de las miradas» (p. 136, el énfasis es mío).

En el primer pasaje Laura ve su cuerpo reflejado en el espejo y en el segundo caso experimenta la situación de verse reflejada en la mirada de otros. Estos reflejos proveen a esta mujer con la primera imagen de su propio cuerpo, con la cual se identifica. Según Lacan, la imagen especular es formada en el estadio del espejo, o sea el estado primordial por el que pasa el sujeto «antes de objetivarse en la dialéctica de la identificación con el otro y antes de que el lenguaje le restituya en lo universal su función de sujeto»2. Sin embargo, al internalizar eso que es ella, Laura rehúsa la imagen especular de ser el objeto sexual del varón. Ella no parece encontrarse en esta configuración, razón por la cual ella se siente como borrada, como un ser maleable que él arma a su antojo. «Ella se siente de barro, dúctil bajo las caricias de él y no quisiera, no quiere para nada ser dúctil y cambiante» (pp. 138-39, el énfasis es mío).

Laura quiere escapar de este proceso de significación que la reduce ontológicamente, pero no puede hacerlo si permanece inscrita dentro del orden de jerarquías impuesto por la falocracia. Sin embargo, a estas alturas ella no puede reescribir su propia imagen puesto que no ha trascendido la etapa de lo imaginario y por lo tanto no se beneficia del orden simbólico, y de sus atributos, el deseo y el lenguaje. La falta de lenguaje del personaje femenino se hace evidente cuando Laura es vejada sexualmente por Roque. En esta situación «un gemido largo se le escapa a pesar suyo y él duplica sus arremetidas para que el gemido de ella se transforme en aullido» (p. 136, el énfasis es mío). Para expresar la humillación de esta experiencia, ella recurre al «gemido», al «aullido», a un código no-representacional que nace de la necesidad de recurrir a otro lenguaje capaz de aprehender la conciencia femenina, ya que el falogocentrismo parece no contar con los significantes apropiados para codificar la totalidad de la experiencia de la mujer.

Puesto que el lenguaje falocéntrico no es más que el reflejo narcisista del varón, la mujer debe trascenderlo para liberarse de un sistema alienante. Para romper con el logos opresor, algunas feministas como Irigaray y Cixous consideran necesario la práctica de un lenguaje femenino que se origine en el cuerpo de la mujer, en su genitalia misma, locus que la diferencia del hombre. Lo que Cixous llama la «afirmación de la diferencia» constituye el primer paso en una aventura discursiva que tiene por objeto explorar las energías de la mujer, su poder y potencia localizadas en las regiones de su femineidad, cuya representación será codificada en un cuerpo textual femenino que contendrá la economía libidinal de la mujer.

Precisamente en «Cambio de armas» el personaje femenino encuentra una forma de significación en su propio cuerpo, en su placer sexual, en el jouissance femenino3. Valenzuela misma en una entrevista con Picon Garfield reconoce que «real strides will be made when we [women] become more conscious of our true sexuality and write from the womb»4. Para lograr esta meta escritural, Laura desoye el sistema falogocéntrico de significación para escuchar sus propios ritmos interiores. Inicialmente Laura aprende el lenguaje patriarcal, el mecanismo del orden simbólico que jerarquiza la sociedad de acuerdo a los intereses del varón. Al aprender el nombre de las cosas que la rodean, Laura empieza a caminar por el único camino históricamente asignado a la mujer, que, según Irigaray, es el de la imitación, el remedo del logos masculino5. Pero Laura pronto abandona este camino por ser enajenante y lo substituye por una conciencia basada en el conocimiento de su propio cuerpo.

Cuando Laura ve la imagen que le devuelve el espejo, la que va signada por el significante «puta», ella rechaza esta jerarquía falogocéntrica con un intenso «no» el que parece hacer estallar el espejo del techo (pp. 123-24, el énfasis es de Valenzuela). Con esta negativa el personaje femenino rechaza ser el reflejo patriarcal para identificarse con el placer que siente dentro de sí. Vale decir, Laura deconstruye la representación escritural falogocéntrica de su cuerpo para dar lugar a otra escritura íntimamente vinculada con su sentir ginocéntrico. Sus sentidos, entonces, darán sentido a su vida, contribuirán al proceso escritural con el que Laura va a codificar su propia conciencia.

De tal forma Laura intuye que «la verdad nada tiene que ver con él [Roque], que sólo dice lo que quiere decir y lo que quiere decir nunca es lo que a ella le interesa» (p. 125). Como la verdad no tiene nada que ver con el marido, ella busca la verdad en sí misma, en las inexploradas cavidades de su cuerpo -cavidades que Laura denomina «zona oscura de su memoria», «pozo negro de la memoria» (p. 126). Metafóricamente Laura localiza su falta de memoria, la oscuridad de esta ausencia en su genitalia, en su útero, espacio(s) que contienen su memoria, la sabiduría femenina que el sistema falocrático ha reprimido. En la narración se especifica que las paredes de su útero resuenan, vibran (p. 130), hablan un mensaje femenino que contiene toda la tradición de la mujer, tradición que ella sabe sin saberla. Lo que Valenzuela denomina este «lenguaje hémbrico»6 surge del «aquí-lugar», de un espacio infinito cuyo fondo es «inalcanzable». Asimismo, dicho lenguaje es eterno por haber sido articulado desde siempre, desde «ese pozo oscuro donde no existe el tiempo» (p. 138). Lo infinito y eterno de este lenguaje ginocéntrico adquiere una dimensión mítica, la que contribuye a formar una especie de subconsciente femenino, que como en el caso del lenguaje falogocéntrico, también en la mujer y por la mujer «ello» debe hablar. Sin embargo, en su presente condición esta alteridad del lenguaje parece no haber sido codificada todavía, de ahí la insistencia en la oscuridad, en lo amorfo de este lenguaje. En este sentido, la visión que Luisa Valenzuela parece tener del lenguaje hémbrico se suscribe a las teorías feministas que prescriben que en un principio el lenguaje de la mujer no debe ser contenido en estrechos límites.

En sus ensayos teóricos, Luisa Valenzuela advierte que si bien el lenguaje se origina en el inconsciente, al ser articulado debe pasar por el filtro de la conciencia, a la que caracteriza como un «laberinto contaminado de hormonas sexuales [que] [...] coloran las palabras y pueden llegar a cambiarles la carga»7 En la narración que nos ocupa, el lenguaje contaminado de hormonas sexuales es hablado por otros labios, por la «boca de abismo» (p. 130) que se abre sobre el pozo negro. Al sustituir el significante vientre por el de boca, Valenzuela, por medio de «metáforas mezcladas», otorga las funciones de un término al otro, es decir que la boca y el vientre aparecen como dadores de vida. La palabra, entonces, ha sido siempre otra hija más del poder fecundador de la mujer, de ahí que su acceso al logos no es más que la recuperación de un derecho largamente negado.

Pero cuando Laura oye las palabras articuladas desde su interioridad, ella se niega a escuchar esta sabiduría visceral porque teme este saber que metafóricamente es representado como un animal que existe en ella, que está dentro del pozo, que es el pozo mismo (p. 129). Laura no quiere azuzar al animal «por temor al zarpazo» (p. 130), porque el mensaje que escucha «es demasiado fuerte para poder soportarlo» (p. 130). El miedo se debe a que ella desconoce a su animal interior, puesto que ella todavía no sabe leer su propio discurso, el que articula la verdad femenina contenida en su cuerpo. Puesto que Laura tiene miedo a lo desconocido, ella no se atreve a bucear en su universo interior, el cual permanece como un misterio inclusive para ella misma (p. 242). La concepción que Luisa Valenzuela tiene de este animal metafórico nos recuerda lo que Adrienne Rich califica como la presencia de algo amorfo en la mujer, «of something unnamed within her»8.

Posteriormente, el pozo, fuente del lenguaje femenino, metafóricamente toma la forma del caño de un rifle a través del cual Laura ve a Roque como en el fondo de una mira (p. 130). Este evento inquieta a Laura puesto que ella no sabe qué motiva el hecho de apuntar a Roque con un arma de fuego. En los fragmentos titulados, «El secreto (los secretos)» y en «La revelación», Roque mismo le revela el porqué de este deseo inconsciente cuando le descubre la verdad de su pasado, que ella había sido torturada por haberle intentado matar durante el golpe de estado contra el régimen militar del que él era parte (pp. 140-45). Roque, que se casa con la revolucionaria que ahora ha perdido la memoria como consecuencia de la tortura, cree que Laura le pertenece por haber atentado contra su vida: «eres mía, toda mía porque habías intentado matarme» (p. 144), le recuerda. Cuando el marido militar le confiesa el plan con el que la había oprimido, le dice, «te iba a obligar yo a quererme, a depender de mí como una recién nacida, [y concluye] yo también tengo mis armas» (pp. 144-45, los énfasis son míos). Las armas de este militar están destinadas a privar a Laura de su libertad, a despojarla de su historia, a mantenerla prisionera dentro del matrimonio. Las armas de Roque pertenecen a una economía que considera a la mujer como una posesión, objetivización que limita a Laura política y ontológicamente. El ansia de posesión de Roque corresponde a lo que Hélène Cixous llama «el reino de lo propio», sistema en el que la supremacía del hombre es considerada como apropiada y la cultura como su propiedad9.

Para que recuerde cómo se encontraron por primera vez y para vencer la obstinación de Laura de no querer saber, Roque pone en manos de Laura el revólver con el que ella había intentado matarlo. Después de esta revelación, cuando Roque se dispone a partir, Laura «empieza a entender algunas cosas», levanta el revólver y apunta a Roque (p. 146), incidente con el que termina la narración. Como puede advertirse, la posesión del revólver es transferida de Roque a Laura de manera que hay un traspaso de armas. El revólver que ella recibe representa la culminación de la cadena de significantes, genitalia-boca-pozo-rifle-revólver, que metafóricamente delinea el proceso por el cual Laura renueva su relación con el falo, el significante de significantes. El restablecimiento de esta relación, que estaba como adormecida en el cuerpo de Laura, faculta al personaje con la capacidad de desear. Para Lacan la función esencial del falo es la de ser el significante del deseo, y por lo tanto, cuando Laura alcanza la plenitud del falo, adquiere la capacidad de articular sus deseos, de obtener lo que le falta, de satisfacer sus necesidades. Discursivamente ella puede imaginarse e inscribirse en una sociedad que esté consciente de la diferencia sexual, la que debe dar lugar a un nuevo sistema de significación. El arma adquirida por Laura -el lenguaje corporal femenino- le debe servir para reescribir el contrato social de acuerdo a otros principios, los que le permitirán rescatar su pasado revolucionario y de esta manera subvertir el orden jerárquico falogocéntrico existente.

Dicho discurso visceral no tiene que ser necesariamente un lenguaje nuevo, sino una reconstrucción, una modificación del discurso existente. Lo que Valenzuela intenta en su texto es colorar las palabras desde la perspectiva de la mujer para cambiar el valor semántico de la palabra, de manera que éstas expresen exactamente el deseo que la mujer siente pero que hasta ahora no ha podido expresar discursivamente10. Esta posición concuerda con la de Irigaray, quien también señala que no se trata de inventar un lenguaje nuevo, sino de cuestionar la economía del logos masculino11. O sea que el lenguaje falocéntrico debe ser sometido a una repetición/ interpretación para sopesar el sistema de significación vigente. «Cambio de armas», pues, no está codificado con un lenguaje nuevo, sino con uno al que se le ha cambiado el valor del signo para darle una orientación ginocéntrica. Por ejemplo, la genitalia femenina no es solo el centro del placer sexual, sino que además constituye la fuente del lenguaje ginocéntrico. De esta manera, el lenguaje mismo deviene un sistema de significación en el que la mujer puede ser el sujeto del discurso. En el caso de Laura, la posesión de un lenguaje hémbrico le ofrece la posibilidad de reconstituirse en una presencia política por medio de un renovado sistema de simbolización.

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