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El «Libro de Buen Amor» del Arcipreste de Hita

Américo Castro





Las páginas anteriores hacen menos sorprendente la aparición de este libro, sin enlace con la poesía castellana de los siglos anteriores, o con la literatura de la Romanía. La obra de Juan Ruiz es heterogénea y abunda, a la vez, en reiteraciones muy persistentes; su autor -un sujeto poético- asoma tras una poesía de fuerte sabor humano, y esfumada al mismo tiempo por una nube de moralidad y alegoría. Los métodos usados para entender la poesía románico-cristiana fallan en el presente caso, porque el Libro de Buen Amor es un reflejo castellano de modelos árabes, de una literatura erótica de la que es espléndida manifestación este cancionero de Juan Ruiz, arcipreste de Hita, compuesto hacia 1330. Se conservan de él tres manuscritos, publicados por Jean Ducamin, paleográficamente, en 1900, y antes, con lagunas y deficiencias, en ediciones bien conocidas. No existe todavía una edición completa y satisfactoria de obra tan capital, y su lenguaje sigue ofreciendo algunas oscuridades.

El libro es moralizante y equívoco; habla con perfecta naturalidad del atractivo sexual de la mujer, mas no como Ovidio, ni como los poetas goliardos de la cristiandad europea, con los cuales guarda semejanzas superficiales. La juglaría de Juan Ruiz era hispano-arábiga, lo cual no le impidió tratar temas europeos y cristianos, tales como la «Pelea de don Carnal y doña Cuaresma», o traducir en forma peculiar la novelita De amore. Oímos así por primera vez en castellano una voz poética que habla desde la conciencia de una persona, la cual importa poco fuera o no la del poeta. Realidades antes mudas para el arte, surgen ahora valoradas poéticamente: pregones callejeros, diálogos cargados de intenciones, una muchacha que habla en árabe, el ajuar de la cocina y las faenas a que da motivo, operaciones agrícolas, «las viejas, tras el fuego, ya dizen sus pastrañas» (copla 1.273). También por vez primera se habla de la manera de ser de ciertos españoles: «tomé senda por carrera, como faz el andaluz» (116). Tal despliegue de fenómenos sensibles, de experiencia viva, era desconocido en el arte castellano.

Se dice en rimas castellanas lo que acontece en la intimidad de las almas y en el mundo en que se vive; sentimos la presencia de ciudades muy nuestras, el bullir de tres razas y tres creencias, se habla de astrólogos, salen a relucir las alcahuetas, hay referencias a libros doctos, a labriegos y a caballeros servidores de España, a damas, frailes y monjas; hay holgorio de músicas y cantares, guisos apetecibles, fiestas litúrgicas, puertos de la sierra de Guadarrama, lenguaje exquisito e improperios plebeyos. Todo revuelto y confuso, y presentado en una orgía de sensaciones que detonan junto a un derroche de moralidades abstractas. Mas quien así escribió era un artista original y poderoso, y no sólo un moralista ingenuo, o un cínico en trance de juguetear con el vicio y la moral. Ni es simplemente un juglar buhonero que transporte los tópicos legados por una tradición anónima e intemporal. Vivía Juan Ruiz en tiempo de Alfonso XI, cuando Castilla comenzaba a organizar sus placeres y no se avergonzaba de hablar de ello. Este Cancionero, en fin de cuentas, nos da un repertorio de los goces de su tiempo, y abre, además, discusión acerca de sus atractivos, sus complicaciones y sus riesgos. El autor, empresario de deleites privados y públicos, incita y amonesta con la abundante experiencia de lo que ha visto, oído y leído, y va, alternativamente, apareciendo como mancebo desenfrenado o como predicador sesudo. Ese artístico juego no se encontrará en ningún libro románico de aquella época, ni siquiera luego en Chaucer, que es cosa muy distinta.

El autor es el primero en divertirse con su Cancionero -un puro arabesco sin principio ni fin posibles-, e invita al público a entrar en el alegre juego, a lanzarse el volumen de mano en mano como pelota, para que lo alcance quien pueda (copla 1.629). No pide comentarios ni interpretaciones doctas, porque ni él ni su libro lo son. Desea que continúe el artístico regocijo, y ya prevé que va a ser muy leído y hasta tiene en cuenta las reacciones del lector, un poco perdido entre aquella maraña. Es verdaderamente singular que un autor -llámese Juan Ruiz o como sea- viva poéticamente la entrega de su libro a un público anónimo, a fin de que sea continuado en la progresión indefinida de un arabesco. Porque este volumen no es como el Cancionero de Baena y otros análogos, formados de poesías sueltas sin conexión entre sí; aquí hay enlace y continuidad, aunque sean puramente formales, y son incluso perceptibles las lagunas dejadas por el autor, según veremos. Ninguna de las figuras que asoman en esos versos posee vitalidad suficiente, excepto Trotaconventos que está a dos pasos de poseerla y muy plena. Mas lo que sin duda está creado, a la manera en que un autor crea un personaje, es el libro mismo: Juan Ruiz le da nombre, discute su sentido, se enorgullece de haberlo poetizado con tanto arte, teme que lo malinterpreten, sugiere cómo deba leerse, y, al fin, lo lega a la posteridad bajo ciertas condiciones. Una primera redacción está fechada en 1330; otra, en 1342.

La individualidad artística del poeta aparece ya en el deseo de que su Cancionero sea continuado por «cualquier orne que lo oya, si bien trobar supiere» (1.629), añadiendo o enmendando lo que gustare. Mas no sabemos que esto aconteciese, porque no hay aquí tema o suceso remanejable, como en la épica medieval, en La Celestina o en el teatro del siglo XVII, que fueron refundidos sin que nadie invitara a ello. Sólo Trotaconventos continuó viviendo en el aire poético, y pudo así reaparecer en la Celestina; algunos versos perduraron en la poesía del siglo XV (según ha hecho ver María Rosa Lida), y eso es todo. Mas lo decisivo es que el Libro de Buen Amor usara el castellano, por vez primera, para dar forma expresiva a la experiencia sensible, fuera del marco mítico y desde la vida de quien se expresa:


«Encima del puerto,
coydé ser muerto
de nieve e de frío,
e dese rocío
e de grand helada».


(1.023)                


Por la misma vía estilística abierta por Juan Ruiz discurrirán más tarde, ensanchándola, las figuras poéticas del Corbacho, de la Celestina y del Quijote. Pero el Cancionero mismo de Juan Ruiz, con su abigarrada variedad, no podía ser refundido por nadie, pues se trataba de una creación personal, no objetivada en un asunto. La impresión de personalidad, de una persona que habla, brotaba de cada línea, y sería candidez discutir sobre si esa persona es Juan Ruiz o no es Juan Ruiz. Cuando un siglo más tarde los juglares animaban su espectáculo con la recitación del famoso libro, no decían que iban a referir este o el otro cuento, sino «agora comencemos del Libro del arcipreste»1. Persistía el tono personal de un autor fundido con su obra, y su propiedad literaria no se disolvió en anonimato.

Acercarse a un arte tan extraño y complejo plantea cuestiones que exceden el límite de las páginas del Libro de Juan Ruiz, que ya fue objeto de «interpretaciones», aun antes de ser impreso en el siglo XVIII. Manos pudorosas le arrancaron algunos folios, y es seguro que el manuscrito original contenía bastante más de lo conservado. Su primer editor, don Tomás Antonio Sánchez, mutiló el texto por razones de moralidad. Luego, los juicios han sido varios y apasionados.




Hacia el sentido del Libro de Buen Amor

El autor dijo lo que iba a ser: «un Libro de Buen Amor, que los cuerpos alegre e a las almas preste» (13). Más bien que una ascensión gradual de lo mundano a lo religioso, del apetito terreno al propósito de refrenar la conducta, hay aquí un trenzado constante entre afán epicúreo y sentido moral. Estamos lejos de las consabidas disputas medievales entre el alma y el cuerpo, porque mundo y transmundo convergen y se integran en la unidad vital de que es símbolo el estilo en primera persona, personalizado. Por eso el juglar del siglo XV mencionaba el «Libro del arcipreste», y no un libro a secas. Para el autor la vida es una totalidad, compuesta de alegría corporal, sensible, subjetiva, y de una trascendencia moral. Si el arcipreste hubiera sido musulmán, la transición continua de uno a otro plano habría acontecido con ingenua sencillez, sin sorpresa ni esfuerzo; siendo cristiano (aunque imbuido de espíritu islámico), tenía por fuerza que reflejar el contraste entre la espontaneidad sensible y la reflexión moral. Un escritor cristiano (no sólo su obra) no podía aparecer a la vez como pecador y moralista, cosa que el arcipreste veía y leía acontecer entre musulmanes, para quienes vivir en la carne no significaba necesariamente exclusión del espíritu y viceversa2. El cristiano medieval no se abstenía de vivir en la carne, pero sabía que era pecado hacerlo, aunque se obstinara en él y lo convirtiese en tema de literatura cómica:


«Removere famulas, non levis est tractatus...
Vitae castae regula nimium est dura:
vita sola angelica est pura»3.


Mas a este u otro cristiano no se le ocurría escribir poemas que incluyeran a la vez lo alegre y lo moralizante; Juan Ruiz, muy familiarizado con la vida islámica, puede hacerlo, aunque tendiendo un puente humorístico entre sensualidad y moralidad; mas su humorismo es suyo y no islámico. Esta combinación, «centáurica» también, entre dos modos de vida es lo que confunde y desorienta cuando nos acercamos al arcipreste. Lo normal para el cristiano, si hablaba de temas morales en primera persona, era no deleitarse en los encantos sensuales de este mundo. El servirse de descripciones seductoras del mal, para guiar hacia la virtud, parece al pronto cinismo o hipocresía, pero no lo es; si Juan Ruiz escribe «por dar ensiempro, e porque sean todos apercebidos» es porque Ibn Ḥazm (según textos que luego citaré) se excusa de tratar ciertos temas «a fin de precaver». Si Juan Ruiz recomienda al hombre que «entreponga placeres e alegre la razón... que la mucha tristeza mucho coidado pon», es porque Ibn Ḥazm y Abū Darda han dicho antes: «Aliviad vuestras almas con algo vano», y el profeta recomienda «aligerar las almas, porque se enmohecen como hierro».

Visto en adecuada perspectiva, el arcipreste deja de parecer cínico o hipócrita; su arte consistió en dar sentido cristiano a hábitos y temas islámicos, y es así paralelo al de las construcciones mudéjares tan frecuentes en su tiempo. El amor puede hacer bien a los sentidos y al espíritu, y por eso su libro divierte y adoctrina, y su estilo se entreteje de islamismo y cristianismo. La mujer bella aparece aquí como deseable y deseada, aunque luego se moralice sobre los riesgos del amor; el vino, en cambio, y su consecuencia la embriaguez merecen al arcipreste 84 versos de graves censuras: «Guárdate, sobre todo, mucho vino bever» (528-549); y aunque reconoce que


«es el vino muy bueno en su mesma natura,
muchas bondades tiene si se toma con mesura»,


(548)                


el consejo final es que hay que huir de él: «por ende, fuy del vino» (549), lo cual no es nada goliardesco. Si hay un tema popularizado por la poesía de los clerici vagantes y goliardos, ése es sin duda el vino:


«Tertio capitulo memoro tabernam:
Illam nullo tempore sprevi, neque spernam...
Meum est propositum in taberna mori;
Vinum sit appositum morientis ori,
Ut dicam cum venerint Angelorum chori,
Deus sit propitius huic potatori»4.


Resulta, pues, que el arcipreste describe en la forma más incitante los encantos del cuerpo femenino, y, presenta, con colores sombríos las consecuencias de la embriaguez:


«Si amar quieres dueña, del vino bien te guarda»5.


(545)                


Hay desde luego ejemplos morales en la Europa cristiana cuyo tema es «Ebrietas plura vitia inducit»6, y de ellos sacó Juan Ruiz su cuento del ermitaño bebedor; pero las frecuentes censuras contra el vino (296 c, 303 b), no sólo por sus daños morales, sino además por sus malos efectos para el cuerpo (544-545), fueron un tema tratado docta y popularmente por judíos y moros españoles: «El vino ciega los ojos, ennegrece los dientes, quita la memoria y enloquece al cuerdo... Debilita el poder del cuerpo y paraliza los miembros en sus funciones y altera los nervios que los gobiernan», etc.7 Juan Ruiz dirá: «Faze perder la vista... tira la fuerça toda... faze temblar los miembros, todo seso olvida», etc. (544). Hay además, un sermón de Pascua de Ramadán (cuyo original árabe sería muy antiguo), que aunque no coincide tan a la letra con el Libro del arcipreste como el anterior texto judío, se asemeja mucho a él por estar, además, escrito en cuaderna vía, sin número fijo de sílabas; el tono de este texto aljamiado8 recuerda mucho el Libro de Buen Amor, sin que pueda afirmar que uno está tomado del otro, no obstante sus semejanzas:

«Del beber del bino tú sey bien guardado»,«Guárdate sobre todo mucho vino bever» (J. Ruiz, 528).
«de lo poco y de lo mucho tú sey bien bedado,
qu'es grand enemigo del bil y del onrrado,
enganna todo cuerpo, aunque sea grand letrado...
porque el bino faz[e] fazer mucha maldat,
faze al bueno perder su lealtad,
buelbe mucha pelea y mucha enemistad...
a muchos onbres acarrea muertes e lisiones».
«por ende vienen muertes, contiendas e barajas» (J. Ruiz, 547).

La coincidencia de estos dos textos en condenar al vino, y las semejanzas literales que hallamos entre el del judío y el del arcipreste, revierten a la España oriental el origen de la crítica contra el vino en el Libro de Buen Amor, que es cristiana o puede serlo, pero es más musulmana que cristiana, porque el Alcorán condena el vino como una abominación9 y el Evangelio no. Por eso el vino y sus peligros constituyen un tópico para la prédica del Ramadán. Es bien sabido que el pueblo español, y especialmente el castellano, se caracteriza por su sobriedad en materia de bebidas alcohólicas, y que la embriaguez fue desde la Edad Media un vicio social muy censurado. Cuando en 1324 entró solemnemente en Sevilla el rey Alfonso XI, la crónica se toma el trabajo de mencionar que el rey «falló y a don Abrahen fijo de Ozmín; et porque bebía él vino, llamábanle Abrahen el beodo» (p. 204 b). La embriaguez no es en España materia indiferente o cómica, sino algo que se toma en serio por el pueblo. Los alemanes de la guardia suiza de los reyes en el siglo XVII eran notados por su tendencia a embriagarse; el lenguaje de la bebida, brindis, carauz, es germánico: «Carauz, palabra tudesca introducida en España cuando se brindan unos a otros, y vale tanto como acabar el vaso y beberlo todo»10. No basta, pues, con reducir el anterior pasaje de Juan Ruiz a simple tópico medieval, que puede venir de la Biblia, y que se reduciría así a nube histórica que no podemos asir; la crítica de los males del vino enlaza con la vida española, y hay que verlo y sentirlo encajado «en su historia», porque ahí es donde únicamente adquiere sentido.

El sermón del Ramadán en aljamiado contiene más de un rasgo estilístico que recuerda a nuestro libro:


«Entiendi mis palabras y sey bien abisado...
No tomes la dotrina ni'l saber menos el suero,
pues bien te puedes contar como el asno del recuero.
¿Qué faze este asno cuando lo quieren albardar?
Guinna las orejas y coceya al cargar...
Así fazes tú de necio, estáste bien olbidado», etc.


(p. 216)                


Que este texto se encuentre influido por el Libro del arcipreste, o que ambos remonten a modelos comunes, el resultado sería que hay un estilo moral en que coinciden Juan Ruiz y los moriscos; esta poesía versifica un texto en árabe que sería muy anterior, y que al resultar poco comprensible para los moriscos, fue traducido11, no puedo exactamente decir cuándo. Esta jotba, o sermón, trata también del tema de la muerte, que interesaba por igual a cristianos y a moros. Si es que el versificador tuvo presente el Libro de Buen Amor, esto revelaría su popularidad entre los moriscos; aunque haría falta conocer el original árabe de la jotba, para determinar si las analogías en el tratamiento del tema del vino fueron introducidas por el traductor, o estaban en el original árabe.

De esta suerte vamos acercándonos a la realidad de un Cancionero cuyo tema es presentar proyectos de vida alegre y placentera, y a la vez restringir moralmente las perspectivas seductoras que iba abriendo al público castellano. El panorama vital era el contemplado por un clérigo familiarizado con la región toledana y que sabía del mundo por lecturas árabes12 y latinas, tanto como por propia experiencia. Al salir a la plaza pública con esta novísima manera de literatura, con un asunto de amor profano, el autor no gozaba de la libertad de los poetas latino-europeos13, ni la de la literatura árabe, por los motivos ya explicados. Castilla sentía aflojarse los resortes que comprimían su expresividad, pero no podía hacerlos saltar. Aunque el libro de Juan Ruiz sea el primero y más avanzado saliente poético en la tierra espiritual del Islam, Castilla seguía siendo Castilla. Ya hemos dicho que lectores medievales arrancaron páginas al libro, y en el manuscrito de Salamanca se morigeró más de una frase atrevida de las redacciones anteriores (los manuscritos llamados G y T). La castidad de la expresión escrita fue primero un aspecto de la tarea defensiva de Castilla contra los moros, y para proteger su ya inmutable carácter más tarde. Así fue el existir y el subsistir hispano-cristianos14.

Pero el marco literario del arcipreste es bastante amplio, y el estilo es uno cuando se trata de amores nobles, y otro en el caso del amor plebeyo o rústico. De ahí que siendo su obra más morigerada que las de Jean de Meun, Chaucer y otros, pueda sin embargo llegar a hablar llanamente de comercio sexual, en el ambiente sin cumplidos de la «cántica de serrana»:


«La vaquera traviesa diz: Luchemos un rato;
liévate dende apriesa, desbuélvete de aques hato
Por la muñeca me priso, ove de hazer cuanto quiso:
creo que fiz buen barato».


(971)                


El lenguaje desciende al nivel de la acción, y resulta así Juan Ruiz el primer escritor castellano que matiza y flexibiliza el instrumento expresivo. Su arte no es cerrado como el de la épica o el de la cuaderna vía, porque descansa sobre situaciones vitales, sobre cómo sea la persona y lo que va a hacer. La vaquera, con rudo humorismo, dice «luchemos», «desbuélvete» ('desarrebújate'), «hato» (palabra de pastores); toma al hombre «por la muñeca», no de la mano como gesto de fuerza y decisión; el hombre hace «cuanto ella quiere», porque es un instrumento para satisfacer apetitos elementales; no hay nada «doñeguil», señoril, y por eso dice él: «fiz buen barato», expresión grosera, a tono con toda la escena. Se acepta lo natural de la situación, evitando sin embargo lo que para un castellano, entonces y luego significó obscenidad. Juan Ruiz no es Chaucer o Rabelais, y se limita a desvelar el suceso humano que tiene legitimidad moral por el hecho simple de ser como es, y en la misma forma procede Ibn Ḥazm, sin malicia, sin guiñar un ojo al lector.

Mas el arcipreste desciende hasta una escena natural como la mencionada, y vuelve luego a pensar en el problema de conducta; predica y es didáctico porque es también didáctica y sermoneadora la literatura islámica porque el castellano, además, había ido construyendo su vida representándose a sí mismo en el espectáculo eficaz de la propia conducta, que al triunfar, borraba humillaciones e inferioridades seculares:


«Con buen servicio vencen cavalleros de España».


(621)                


Juan Ruiz puede cultivar la poesía erótica, además de por todas las razones dichas, porque ya llevaba tiempo Europa tratando del amor como de un medio de perfeccionamiento para el alma, y como un by-product del amor divino. Por eso en este Cancionero se ama a la mujer bella, y también a la Virgen María, a la cual van dirigidas las únicas expresiones de amor «directo»:


«Quiero seguir a ti, flor de las flores».


(1.678)                


El arcipreste no se atreve a decir «flores» a una mujer, porque su lírica es aún balbuceante y tímida. Ya veremos luego cuál es el límite en que topa al imitar sus fuentes árabes, que hablaban directamente a la mujer amada, y presentaban sin velos sus encantos, incluso cuando el hombre casto los rechazaba, con lo cual esa poesía casi resultaba más incitante que la abiertamente libidinosa15.

El Libro de Buen Amor es fruto ambiguo de la alegría vital y de los frenos moralizantes, y ambos temas chocan y se entremezclan en el juego complejo de su estilo. No vela ciertamente su predilección por el goce sensible, por las realidades próximas y gustosas. Su impulso de vida se proyecta en sus asuntos y en su expresión; ridiculiza al perezoso, al inerte, y tanto don Amor como el arcipreste coinciden en la estima del esfuerzo ágil:


«Prueba fazer ligerezas e fazer valentía»,


(518)                


como:


«el buen galgo ligero, corredor y valiente»,


(1.357)                


un verso raudo y certero como una saeta. Poesía activa, andariega, alegre y sensual -lejano antecedente de la literatura de andar y ver, de ver y gustar lo más posible de este mundo, aspiración que un día satisfará la sensualidad cósmica de Lope de Vega.

Juan Ruiz saca del silencio preliterario en que yacía la realidad menuda, que la épica, la religión o la didáctica habían excluido como inútil para su intento. Hemos visto antes a una muchacha ruda decir a un amante algo indeciso, «desbuélvete de aques hato» (971); el poeta invita a «provar todas las cosas» (950), las grandes y las mínimas:


«Muchas compañas vienen con el grand Emperante,
açiprestes e dueñas, éstos vienen delante;
luego el mundo todo e quanto vos dixe ante:
de los grandes roídos es todo el val sonante».


(1.245)                


Y luego andar, caminar: «Passando una mañana por el puerto de Malangosto» (959); «fuime para Segovia» (972); «Lunes antes del alva, començé mi camino» (993); «fuime para mi tierra» (1.067); «quiero ir ver Alcalá, moraré aí la feria» (1.312), etc. Y músicas, cantares y danzas: «fize muchas cantigas de dança y troteras» (1.512). Y en relación con la trotera -la mensajera andariega-, surge Trotaconventos, la mediadora, el personaje más denso de todo el libro, símbolo del caminar profano y de la religión mundanizada. En andanzas y fluir de alegría, sin perversión y sin cálculo16, van emergiendo todas las cosas, «el mundo todo». El buen mundo del Islam, grato y paladeable, se abría a la Castilla cristiana, con dignidad literaria, y a favor de la personal propensión hacia lo gozoso que corre de un extremo a otro del libro.




El tema de la alegría

La obra se anuncia desde el comienzo como «un libro de Buen Amor..., que los cuerpos alegre e a las almas preste» (13), pues es deseable que el hombre «entreponga plazeres e alegre la razón, / que la mucha tristeza mucho coidado pon» (44). Los ciegos que piden limosna ruegan a la Virgen que favorezca a su bienhechor: «dal al cuerpo alegría e al alma salvaçión» (1.712). «Quiere mujer al ome alegre por amigo» (626); «alegre va la monja del coro al parlador, / alegre va el fraile de terçia al refitor» (1.399); «el alegría al ome fázelo apuesto e fermoso» (627); «dexóme [amor] con cuidado, pero con alegría; / este mi señor siempre tal costumbre avía» (1.313). «Día de Quasimodo, iglesias e altares / vi llenos de alegrías de bodas e cantares» (1.315), etc.17

Esta «alegría» no es un convencionalismo, un marco temático, o un tópico arrastrado de otros textos. Aparte su frecuencia y su justificada aparición, está ya presente en el mismo enfoque de ciertos motivos religiosos, lo cual prueba que la «alegría» no es abstracción casual, sino forma del mismo ánimo poético del autor. Por eso canta los «gozos», la alegría, y no los dolores de la Virgen (21, 28, 34); esos gozos vuelven a aparecer en las coplas 1.635 y siguientes: «te ofrezco en servicio los tus gozos que canto». Está, en cambio, ausente la Mater Dolorosa, la del «Stabat Mater». Las únicas penas son las que ocasionalmente afligen al poeta, que clama dolorido (1.678-1.683) a la Madre de alegría para que lo redima de su tribulación: «de tribulança, sin tardança, venme librar agora». El arcipreste no escribía al azar de lo que una Edad Media, abstracta y didáctica, vertiese en su tintero.

No gusta el poeta de tristezas y dolores, sino de desbordar su sensibilidad blanda y antidramática, inclinada al amor -el refinado y el tosco- y contraria a la muerte enturbiadora de alegrías. Es el primer castellano que halla deleite en el puro juego verbal y en usar versos «estraños» (1.634), los zéjeles de rima interna que llenan su orgullo de artista sin pretensión de sabiduría científica18. Esto define y personaliza al primer poeta lírico en castellano, afanado en mostrar a otros la poesía viva, fundada en vida y no sólo en modelos de clerecía «sin pecado». Tras Juan Ruiz resuena el eco de una larga tradición de orgullo literario hispano-islámico19. Sabe que ha compuesto un «nuevo libro» (p. 5), con «versos estraños», muy usados, sin embargo, en los «cantares en arábigo» tan familiares para él. De ahí sale su juglaría culti-popular según iremos viendo.

Mas volvamos al tema de la alegría. Nueve composiciones consagra a la Virgen gozosa, y dos solamente a la pasión de Cristo (1.049-1.066), en un estilo, además, que confirma sus preferencias hedonistas. La pasión es descrita con ternura y giros casi femeninos o infantiles; «Dieron algo al falso vendedor... Aquestos mastines así, ante su faz, travaron dél luego todos en derredor» (1.050-1.051). Judas el Malo atrae la saña compungida del poeta: «Tú, con él estando, a ora de prima / vístelo levando, firiendo que lastima» (1.052). «¡Pesar atán fuerte! ¿Quién lo diríe, dueña, cuál fue déstos mayor?» (1.054)20. Duélese el poeta, con sensibilidad de Mater Dolorosa, de las crueldades cometidas por aquellos verdugos; mas el Cristo que vive en él no suda sangre, ni se lamenta como en las Passions francesas, o en las obras del catolicismo barroco del siglo XVII21. Si alguna vez dice que «sangre e agua salió» del costado de Jesús, la imagen se neutraliza añadiendo «del mundo fue dulçor» (1.056-1.065). La escena de espanto sirve al poeta para deducir de ella paz y consuelos: «a mis coitas fagas aver consolaçión» (1.058)22.

La Virgen de Juan Ruiz no es Mater Dolorosa ni realiza milagros como en el siglo XIII; su virtud afecta a lo íntimo del alma, no a nada exterior, porque el tema poético es aquí la sensibilidad más íntima, y no sucesos épicos y visibles. Quiere esto decir que los motivos epicúreos no vinieron al Libro únicamente para moralizar y corregir; brotaron del mismo ánimo poético del autor, no para divertir al público de las plazuelas con picardías desvergonzadas. Juan Ruiz -remoto ascendiente de Lope de Vega- vertió su ternura en cantigas a la Madre de Dios, en un estilo que cuadra con la forma misma de su intimidad. Su ambivalencia epicúreo-moral (humano-divina, islámico-cristiana) es idéntica al tema central de su obra.

Temas de tristeza y preocupación hubieran sido infecundos, porque el autor era incapaz de abandonarse a la ascética grave, a la quietud contemplativa o al pensamiento que construye.




Un caso de peculiaridad cristiano-islámica

La forma irregular en que hemos vivido la historia de España hace posible decir a estas alturas, como una novedad, que el arte de Juan Ruiz no cabe ni se entiende en el marco estricto de lo románico. Por raro que parezca, es así. Si alguien pretendiera gozar y entender las exuberancias del arte plateresco sin sospechar que en él viven el gótico y su superación renacentista, pensaríamos que el intento era pura e ingenua ignorancia. Pues es lo que todos hemos hecho -yo también- al enfrentarnos con la literatura española de los siglos medios. Hemos partido de la abstracción de que por estar escrita en castellano, catalán o gallego esa literatura era románica, cristiano-europea y nada más. Hemos cerrado el entendimiento y la sensibilidad a lo que acontecía en la Península, a la realidad de haber vivido dominada y encantada por la civilización islámica durante muchos siglos. Ya dice el arcipreste, sin embargo, que se le alcanzaba mucho de cantares, instrumentos y bailes arábigos; usa bastantes palabras árabes, algunas de las cuales distan de haber sido explicadas; compone cantares para moras y judías; hace hablar en árabe a una muchacha; es el primero en emplear en castellano el zéjel con rima interna, tan familiar a los poetas árabes y tan frecuente en Aben Guzmán; dice que su libro es «nuevo» y sus versos «estraños». ¿Sería todo ello elemento adventicio y externo, sin conexión con la entraña misma de la vivencia poética? No es fácil, porque en la vida de todos los días las cosas no acontecen de tan absurda manera. Juan Ruiz, poeta cristiano, conoce tanto la manera cristiana como la musulmana de acercarse a la vida. En su arte no sólo debaten el más acá terreno y el más allá espiritual, sino también la tendencia espiritual cristiana y la morisca.

En 1931 publicó A. R. Nykl una excelente versión, a juicio de los orientalistas, del Ṭawq al-Ḥamāma (El collar de la paloma), del cordobés Ibn Ḥazm (994-1063), e hizo accesible para los no arabistas uno de los libros más encantadores de la literatura arábiga. En 1916 tradujo M. Asín los Kalimāt fī-l-Ajlāq (Los caracteres y la conducta), y en 1927 el monumental Al-Fiṣal (Historia crítica de las ideas religiosas), del mismo autor. Ante semejantes tesoros, no hemos reaccionado los hispanistas, víctimas de la manía de la especialización23; esas obras apenas han atraído la mirada de los contempladores de la belleza y de la inteligencia humanas por ellas mismas.

Ṭawq al-Ḥamāma, o sea El collar de la paloma está vertido en un género literario sin paralelo en la literatura románica hasta muy modernamente: la confesión o autobiografía erótica. Un alma exquisita, imbuida de neoplatonismo y de misoginismo ascético, narra en prosa y en verso su entrega al amor, y, a la vez, la renuncia al mayor encanto que, según Ibn Ḥazm, puede un hombre hallar en esta vida: «Were this world not an abode of bitterness, trials and troubles, and Paradise the abode of retribution and security from all unpleasant things, we would say that the union with the beloved is an unalloyed joy..., the perfection of the feeling of security and fullfillement of hopes» (p. 86).

Ibn Ḥazm habla de unas vidas, la suya y las de otros, inmersas en el amor, y de la final renuncia a sus engañosas dulzuras. A un occidental de hoy le importaría ate todo su sentirse enamorado, el vivir de su alma en el diálogo o en la soledad de amor, dejando excluido cuanto no fuese el yo individuar encerrado en su vivencia. Pero el yo árabe -anteislámico o islámico- sería como una isla que supiera que lo es al sentirse limitada por un mar que no es ella; nunca como un proyectil que cruzara el espacio en conflicto con su atmósfera. La literatura árabe carece de drama y de novela porque no cabe en ella la pugna entre la persona y su mundo, entre un yo y otro yo. Ni siquiera puede existir la épica de tipo occidental. En el mejor caso hay almas exquisitas que por un instante recortan su existencia dentro del halo que las trasciende, y van repitiendo sus experiencias de vida en un fluir sin reposo a través de cuanto existe. Como todo lo demás de esta civilización, también las vidas se resuelven en arabesco, en puntos, pero no en procesos de tiempo o espacio que las canalicen vitalmente.

La acción de la voluntad es mínima, puesto que existir es, según ya antes vimos, estar en la voluntad, en la mano de Dios, o bajo la acción del amor, creado por Dios como todo lo restante, y que cae sobre nosotros como lluvia que refresca o anega.

Ibn Ḥazm analiza sutilmente los efectos del amor en su alma y en las de otras personas, sin establecer mayor intimidad con su objeto en el segundo que en el primer caso: su yo y los otros yos se hallan a la misma distancia, son intercambiables. Las figuras femeninas causantes de la divina locura quedan vagamente esfumadas. A veces se describen sus estados de ánimo con una pincelada homera, y esbozando apenas un diálogo de tipo novelesco. El alma del poeta se irisa y tornasola bajo, la doble acción del amor y del espíritu divino siempre presentes, porque el mundo es a la vez transmundo. Como fiel musulmán, Ibn Ḥazm no rechaza lo humano, bueno en cuanto permitido por Dios: «los corazones están en la mano de Dios». Islamismo y neoplatonismo24 combinados, hicieron posible mantener la pacífica convivencia del erotismo y la religión, imposible como simultaneidad para el cristiano, cuya creencia no le permite abandonarse justificadamente a las dulzuras del amor carnal. No hay que extrañarse, en vista de esto, si encontramos en El collar de la paloma una curiosa mezcolanza de sensualidad y de meditación ascética. Hallábase una vez el autor reunido con sus amigos -literatos y aristócratas- en un jardín primaveral, en el que arte y naturaleza trenzaban sus encantos.

«En un día primaveral cuando el sol al caer se recubre de delicados cúmulos, y a veces de una bella nube de agua, y a veces se muestra en todo su esplendor, comportándose como una doncella ruborosa, de dulce habla y recatada, que se dejara ver de su amado por entre cortinas...».


Invitado a improvisar alguna poesía, Ibn Ḥazm describe el más maravilloso entre los posibles jardines, pero confiesa que todo ello:


«no me da placer cuando mi señora está lejos de mí:
Ojalá me hallara en una prisión con sus brazos en torno a mí,
y vosotros todos en una mansión regia, nueva y radiante...».


Todos los presentes respondieron: «Amén, amén»25.

Éste es, sin embargo, el adiós de Ibn Ḥazm a su juventud y a cuanto no fuera grave reflexión sobre cuestiones eternas. El amor de un bello cuerpo y el ansia de Dios, aunque en jerarquía de inferior a superior, están ambos bajo la mano de Dios. Juan Ruiz, autor cristiano, marcará el amor carnal con el estigma de la locura, pero se detiene en su goce como si no lo fuera, ya que:


«Si Dios, cuando formó el ome, entendiera
que era mala cosa la mujer, non la diera
al ome por compañera, nin dél non la fiziera;
si para bien non fuera, tan noble non saliera».


(109)                



«Por santo nin santa que seya, non sé quién
non cobdicie compaña, si solo se mantién».


(110)                


Nadie, según Ibn Ḥazm, puede resistir las asechanzas del amor, «except he to whom protection is granted by God» (p. 89). Refiere antes cómo Manṣūr ibn Nizār, señor de Egipto, se creía un dios y amaba locamente a una muchacha esclava (p. 7). En ambos escritores se esfuman los límites entre el amor bueno y el de los sentidos, no precisamente porque el pecador confíe en la misericordia de Dios, sino porque la mujer es a la vez una fuente de mal y de bien, según Dios disponga: «Ca en mujer loçana, fermosa e cortés, / todo bien del mundo e todo plazer es» (108); el amor «is not condemned by religion» (Ibn Ḥazm, p. 4). Parte el Islam de un optimismo-indiferentismo fatal y cósmico. Dios es el sumo bien, y nada hecho por Él está mal, ni siquiera la variedad de religiones, pues si Dios lo hubiera querido, todos los hombres serían de la misma creencia. Sobre tal optimismo existencial del Alcorán se fundó la tolerancia española durante la Edad Media, según he hecho ver en el capítulo V. Otros escritores europeos reflejan, ocasionalmente, esta idea islámica, aunque ahora no hace falta entrar en ello.

La mujer, lo mismo que todo lo demás «vivido» por el hombre, es falaz, y el hombre entregado a Dios no ha de demorarse en ella, ni en nada, confiadamente. De ahí emana la amplitud del llamado realismo y naturalismo árabes, en una época en que la cristiandad no tenía aún ojos para la vida en torno. Ya en el siglo IX escribió Abū ‘Aqqāl un tratado Sobre las costumbres de la gente inculta; el cadí de Saymara († 888) coleccionó las Historias del pueblo humilde (Ajbār al-Sifla). La descripción de las clases sociales es un tema favorito de Al-Ŷāḥiẓ († 869), Ṭirāz al-Maŷālis. Al-Ŷāḥiẓ escribió sobre todo posible tema: desde el maestro de escuela hasta los ilustres Banū Hāšim, desde los bandidos hasta el lagarto, desde los atributos de Dios hasta las procacidades que le sugieren las mañas de las mujeres. De Al-Ŷāḥiẓ dice Al-Mas‘ūdī: «Cuando teme aburrir al lector, pasa de lo serio a la broma, de una sabiduría a una elegante originalidad. Esa tendencia lleva al escritor a hablar de todo, como el leñador nocturno que junta su haz a la ventura»26.

El ascetismo y misticismo sufís, iniciados a comienzos del siglo IX, significan, según ya vimos, un renacimiento de la espiritualidad del Oriente, combinado con influjos cristianos. Sus aspectos y resultados fueron múltiples. El musulmán, preocupado de espiritualidad, bucea en su alma y en el mundo en torno; cultiva la filosofía y se allega a los humildes y a sus costumbres, a fin de difundir su doctrina. El refinamiento más sutil y la materialidad más tosca coexisten, como siempre en el Islam, en esos modos de vida que llamo culti-vulgares. Ibn Ḥazm no era sufí, aunque se movía en un mundo impregnado por su espiritualidad27. Pues bien, el mismo Ibn Ḥazm que escribe pasajes como el antes citado sobre la belleza de las nubes, refiere en el mismo libro anécdotas inconcebibles para un occidental, porque ningún asceta cristiano mezcla en un mismo escrito lo divino y la sexualidad más cruda28. Ocurre, además, que el lenguaje literario de los árabes posee la capacidad, no sentida en una traducción, de purificar cuanto dice: lo envuelve como en una nube flotante, en ansiedad de forma y metáfora que aspirasen a asir la inasible realidad divina enmascarada por la apariencia visible. Escribir para el árabe es un culto, en el que toda expresión se «moraliza» con desdoble de sentidos, reiteraciones, prosa rimada y metáforas. El artista, escritor o hablador, fascina con su verbo, que no es forma exterior en el sentido de Occidente, sino la única «esencia» asequible. Forma, velo y símbolo son retornables y reversibles indefinidamente, con juego continuo entre un dentro y un fuera, que es a la vez lo uno y lo otro y no puede ser otra cosa29, no por sofistería, sino por ser así el único mundo accesible, que se hace y deshace en un oleaje de formas. Se vive dentro de la engañosa certidumbre del mundo, alabando a Dios, pero sin maldecir nada de lo que existe gracias a su voluntad.

Hemos de relacionar con cuanto antecede la mezcla constante y normal del estilo narrativo con el poético, tanto en obras de carácter espiritual como exclusivamente artísticas (Las mil y una noches, por ejemplo). Las cuales obras, a su vez, no pueden separarse según el criterio occidental, porque lo religioso y lo profano se ensamblan estrechamente, del mismo modo que no cabe distinguir entre leyes humanas y leyes religiosas, contenidas ambas en el Alcorán y en las tradiciones derivadas de aquél. No existe para el Islam una realidad como base firme y última, según cree el Occidente, fundado sobre la idea griega del ser sustancial de las cosas. Serían éstas, por el contrario, algo transeúnte, tan real en la experiencia del despierto, como en la fantasía del dormido. Nada recibe vida por las acciones humanas, ni nada puede ser revivido, pues la pretensión de dar a algo vida estable valdría tanto como pretender competir con Dios, único creador. Así se concibe que, en el lenguaje literario, la metáfora no intente revivir emociones, sino meramente dar forma a su recuerdo, recuerdo que vale por sí mismo como forma de la aparente e inconexa realidad de cuanto existe. Porque sólo Dios es. Satanás es únicamente quien se apega -en vano por otra parte- a este mundo evanescente, pretende convertirlo en algo fijo y sustancial30.

Me parece que entenderemos ahora el sentido de la alternancia de prosa y verso en obras árabes. Los trozos poéticos serían a la prosa lo que la metáfora a lo metaforizado; lo que la glosa moralizante, al suceso vital. El escritor no se fija definitivamente en lo que narra o describe, ni lo contempla como un trozo de mundo bien logrado; procede, por el contrario, a tratarlo como un «tema con variaciones», a convertirlo en eco o recuerdo, a desvanecerlo en poesía, en moral o en didáctica. Lo narrado o descrito se vuelve en lo que debe ser, en una realidad evanescente y peregrinante.

Massignon, en su laudado artículo, menciona dos ejemplos confirmatorios de lo anterior. La teoría artística del amor supone que el amante debe apartarse del amado, y vivir en la irrealidad del recuerdo. Según la leyenda, Majnú encuentra a Leila, su amada; ésta lo llama para conversar gratamente. «Cállate -dice él-, porque si no, me apartarías del amor de Leila». En otro caso pregunta un pintor si no podría pintar animales: «Sí -le dicen-, pero puedes decapitarlos para que no semejen seres vivos, y traten más bien de parecerse a flores». He ahí, pues, cómo la poesía convierte en «flor» de metáfora y recuerdo lo declarado en prosa.

La alternancia de prosa y verso es antigua en árabe, y ya la hallo en Farazdaq, un poeta del siglo VII31. Es usual en Las mil y una noches, en libros místicos y ascéticos y, por supuesto, en Ibn Ḥazm. Tal forma de arte ha ejercido profunda influencia en la literatura románica y, particularmente, en el arcipreste32. No hay en su Cancionero más trozo de prosa que el inicial, pero la estructura del Libro se funda en la alternancia del verso narrativo con la poesía lírica o moralizante (fábulas y apólogos), en la cual, lo antes dicho en estilo llano, toma un sentido que vale como ejemplo-metáfora, en que vuelve el mismo tema en la abierta figura de un incansable arabesco. El arcipestre dice haberse enamorado de una mujer «non santa», y para lograrla envía a cierto mensajero que, a la postre, lo traiciona, es decir, sustituye, continúa al primer amador. Sobre tan prosaico suceso, el poeta compuso la conocida trova cazurra:


«Mis ojos non verán luz,
pues perdido he a Cruz».


(115)                


en la cual, la burla sufrida se convierte en poesía burlesca:


«ca devríenme dezir necio e más que bestia burra,
si de tan grand escarnio yo non trobase bulra»;


(114)                


en esta poesía se esfuma la línea entre el nombre Cruz de la muchacha, y la cruz de Cristo (permutación entre un nombre y una persona):


«Cuando la Cruz veía [la muchacha Cruz y la cruz], yo siempre me humillava,
santiguávame a ella, doquier que la fallava».


(121)                


Lo más frecuente es que una sentencia moral, vulgarísima, se desenvuelva en un ejemplo cargado de estilo muy expresivo y artístico: al hombre muy soberbio le acontece «como al asno con el cavallo armado»:


«Iva lidiar en campo el cavallo faziente,
porque forçó la dueña el su señor valiente», etc.


(237)                


La atención oscila así entre la llaneza prosaica y la tensión poética, entre lo que se conoce o sabe y lo que se imagina. En último término, el tema esencial del Libro es esa oscilación entre la ambigüedad de las palabras, entre moralidad y fantasía, entre amor bueno y amor loco, entre rudeza vulgar y refinamiento artístico. Juan Ruiz conocía a maravilla el arte islámico.

Hay en el Libro de Buen Amor cantigas que el poeta dice haber compuesto, y que no figuran en su cancionero:


«Embiele esta cantiga que es de yuso puesta».


(80)                



«Fize cantar tan triste como este triste amor:
cantávalo la dueña, creo que con dolor».


(92)                



«Desto fize troba de tristeza tan maña»33.


(103)                



«Fiz luego estas cantigas de verdadera salva,
mandé que se las diesen, de noche o al alva».


(104)                



«Dávale [a la dueña] estas cantigas que son de yuso escritas».


(171)                



«Dióle aquestas cantigas, la cinta le ciñó».


(918)                



«Con la mi vejezuela enbiéle ya que34,
con ellas estas cantigas que vos aquí robré».


(1.319)                



«Del escolar goloso, compañero de cucaña,
fize esta otra trova, non vos sea estraña».


(122)                



«De su mala talla [de la serrana]
fize bien tres cantigas, mas non pud bien pintalla».


(1.021)                



«Después fize muchas cantigas de dança e troteras,
para judías e moras e para entendederas».


(1.513)                


Esperaríamos hallar en el texto algunas de esas canciones («de yuso puestas, de yuso escritas, aquestas cantigas, estas cantigas»); otras no («después fize muchas cantigas», etc.). Como cantigas independientes no tenemos sino la de Cruz Cruzada, dos cantares de ciegos y las poesías religiosas antes analizadas. Las dedicadas al amor triste y desengañado están presentes como un ademán estereotipado que señala a algo existente en el modelo seguido por el autor, y que aquí se deja en hueco. Si no poseyéramos otras pruebas acerca de los modelos árabes del arcipreste, ésa sería una decisiva. Juan Ruiz tiene presente El collar de la paloma de Ibn Ḥazm, en el que se pasa de la prosa al verso mediante una fórmula siempre repetida: «Sobre este asunto he escrito una poesía; sobre esto digo; sobre este asunto tengo una poesía, de la cual cito», etc.35, y así desde el comienzo hasta el fin. ¿Cómo imaginarnos entonces el que, en los pasajes citados antes, conserve Juan Ruiz como marco vacío una parte importante del esquema literario que le ofrecía Ibn Ḥazm, de la confesión erótico-moral? No cabe pensar en olvidos, ni en que los copistas sistemáticamente eliminaran los trozos de lamentación lírica. Hay que buscar motivos más internos. El único que se me ocurre es el castellanismo cristiano del autor, que le lleva a inhibirse cuando trata de poetizar, «en serio» y desde el fondo del alma, acerca del amor como un sentimiento expresable, cuando intenta hablar directamente a la amada. Quizá deseó hacerlo, mas no pudo o no se atrevió, con lo cual nos entrega un precioso testimonio sobre los móviles y límites de su vivir artístico. Le daba pie para hacerlo, además, el mismo ejemplo de Ibn Ḥazm: «Sobre este asunto compuse una kelima, que venía a continuación de la mencionada al principio de esta historia, pero no la he incluido» (ed. cit., p. 187).

El tema directamente erótico no osaba mostrarse sino bajo el disfraz de la poesía cómico-bufa (el zéjel de «Cruz Cruzada, panadera» (116), en las cantigas religiosas, o en la narración y descripción de las aventuras con todas esas amadas evanescentes que aparecen una y otra vez en fluencia de arabesco. Lo más preciso en tales narraciones es la original adaptación de la novelita De amore, a reserva de achacar lo pecaminoso o «feo» del relato a Pánfilo y Nasón (891).

No era fácil para Castilla iniciar el curso de la expresión lírica, ni entregarse al goce de una belleza no apoyada en el interés colectivo de la épica o en la ejemplaridad moral. La lengua se encogía al ir a dar forma metafórica a la intuición poética36, y ya vimos cómo, para usar un lenguaje puramente lírico, Alfonso el Sabio hubo de recurrir al gallego:


«Ca Deus que é lua et dia,
segund'a nossa natura
non víramos sa figura,
senon por ti que fust'alva».


(Cantiga CCCXL)                


El arcipreste, 50 o 60 años más tarde, ya puede decir:


«Vi estar a la monja en oraçión, loçana,
alto cuello de garza, color fresco de grana...
¿Quién dio a blanca rosa, hábito, velo prieto?».


(1.499-1.500)                


Pero al tratar de hablar de amor en primera persona, el poeta se retraía a pesar de conocer muy bien cómo se trataba el tema en los cantares en arábigo. Justamente en El collar de la paloma de Ibn Ḥazm, conocido por Juan Ruiz, se decía trescientos años antes:


«Ojalá me hendieran el corazón con un cuchillo,
y te metieran en él, y prietamente me cerraran luego el pecho,
y tú morarías allí y no en otra parte37,
hasta el día de la Resurrección en que se reúnan los muertos.
Vivirías allí mientras yo viviera, y cuando muriese,
vivirías en la intimidad de mi corazón, en la tiniebla de mi sepulcro».


Poesías de este género son las que Ibn Ḥazm intercala entre prosa y prosa. Sin llegar a tal violencia expresiva, la poesía románica hablaba de amor en primera persona; ante todo en Provenza:


«Ja de sos pes no'm partira
S'il plagues ni m'o consentis...»38.


El «Châtelain» de Coucy dirá también en el siglo XII:


«Or me laist Dieus en tel honor monter,
que cele ou j'ai mon cuer et mon penser,
tiegne une foiz entre mez braz nüete,
ainz que voise outre mer»39.


Mas Juan Ruiz no puede seguir en ese punto ni los ejemplos del Sur ni los del Norte, porque era castellano: por muy árabes que sean sus modelos, nunca se le abrirá el corazón como en la citada poesía de Ibn Ḥazm. En forma objetivada dirá Juan Ruiz de doña Endrina:

«"Con saetas de amor fiere cuando los sus ojos alça" (653), un tópico tan antiguo como el pequeño dios de amor40. Mas como aquí se incluyen en la metáfora los ojos de doña Endrina, pensamos en pasajes como éste: "La flecha de los párpados apuntó a lo que está en el corazón... Lanza una mirada, y sus ojos hienden al mortal. Si mirase el corazón de un indiferente, lanzaría en él flechas de muerte"»41.


Mas aunque Juan Ruiz hubiera tomado su metáfora de un autor árabe, su arte no le permite imitar lo que el poemita de Bayad y Riyad dice a continuación: «La belleza resplandece en el rayo de su frente, / Y de ella viene una brisa de almizcle y de alcanfor», rasgo oriental que enlaza internamente con la esencia misma de la maqāma o «chantefable», porque el tema poético en verso emana de la poesía en prosa como la flecha de los ojos; el rayo, de la frente; y la brisa perfumada, de la belleza misma de la mujer. La poesía románica aprovechó plenamente el tema oriental de la belleza irradiante de la mujer, temas apenas representados en el arcipreste cuyas limitaciones estoy ahora analizando, antes de hacer patentes las sutiles estructuras de su estilo. El tema de la belleza irradiante es un aspecto poético del proceso creativo que antes hemos analizado en la teología, en el lenguaje y en el «hadiz»; es una manifestación del vivir en perpetua fluencia:


«Y ella doró la arboleda con la gracia de su mirada;
con su brillo aumenta el sol sus resplandores»42.


«Apareció sin velo en la noche, y las tinieblas nocturnas [iluminadas por su rostro], también levantaron aquella vez sus velos», dice el poeta andaluz del siglo X, Ibn Faraŷ, ya citado antes. Se trata de un tópico abundantísimo, que se halla igualmente en la poesía hispano-hebrea, calcada como se sabe en modelos árabes. Veamos un ejemplo tomado de Jehudah Haleví (¿1086?-¿1141?), que cito según la traducción de Nina Salaman (Filadelfia, 1928):


«The sun is on thy face and thou spreadest out the night
Over his radiance with the clouds of thy locks».


(p. 48)                



«Ophra washeth her garments in the waters
Of my tears, and spreadeth them out in the sunshine of her radiance».


(p. 51)                



«She was like the sun making red in her rising
The clouds of dawn with the flame of her light»43.


(p. 55)                


En la poesía románica queda la huella de esas radiantes metáforas:


«Quan totz lo segles brunezis,
Delai on ylh es si resplan»44.


Un peregrino que padece de vértigos, se cura súbitamente al contemplar la linda pierna de Nicolette, cuya belleza se transmuta en virtud benéfica:


«Si soulevas ton träin
et ton peliçon ermin,
la cemise de blanc lin,
tant que ta ganbete vit.
garis fu li pelerins
et tos sains»45.


De la amada de Dante parten irradiaciones de mansa dulzura:


«La vista sua fa onne cosa umile;
e non fa sola sè parer piacente,
ma ciascuna per lei riceve onore»46.


De acuerdo con aquella tradición española de árabes y judíos habrá escrito Juan Ruiz, si se hubiera decidido a llenar los huecos poéticos del Libro de Buen Amor con emotividad erótica y no con ejemplos morales. Mas su arte consistió en armonizar (castellana y cristianamente), las dos tendencias fundamentales de la literatura árabe de los siglos previos: sensualidad y ejemplarismo moral.

Hora es ya de volver al delicioso libro de Ibn Ḥazm, una perfecta maqāma, en que alternan prosa y verso, sensualidad y espiritualidad, amor bárbaro del marinero que va conociendo en su barco a las peregrinas que regresan de la Meca, y amor exquisito de Ibn Ḥazm que convierte la experiencia sentimental en un ocaso irisado de bellezas. Fue escrito El collar de la paloma siendo aún joven su autor, mas en un tiempo en que ya prefería la meditación religiosa y moral al goce de los sentidos. Sería como un adiós a la mujer cuando aún no se ha desvanecido el temblor que causaban sus encantos y sus problemas. Los tratados de amor de inspiración neoplatónica y matizados de moralismo comienzan ya en el siglo IX47 aunque entre ellos, según Goldzieher, el de Ibn Ḥazm «merece la palma por su gran excelencia». Nada tienen que ver tales tratados con la poesía ovidiana, y enlazan con antecedentes persas e indios que no hace al caso analizar. Lo que nos interesa es que el libro de Ibn Ḥazm corriera por la España cristiana, en forma oral como quiera que fuese, y que en el Libro de Buen Amor hallemos un tardío reflejo de aquél, combinado con influjos clericales venidos de Europa y con lo que a Juan Ruiz se le ocurrió añadir para dar al conjunto un toque de genial originalidad. La forma autobiográfica, por descontado, nada tiene que ver con el didactismo de la Edad Media cristiana, sino que es forma de expresión estilizada del autobiografismo de la literatura árabe, y cuyos directos reflejos vimos en la Crónica del rey don Jaime y en don Juan Manuel. Tal mezcla de Oriente y Occidente da a la obra del arcipreste un aspecto de marcado mudejarismo. No sólo vienen del árabe fábulas y apólogos, anécdotas morales como la censura de la embriaguez, sino que es islámica la idea central del libro, o sea, la experiencia erótica en doble vertiente -impulso sensual, freno ascético. La narración seguida de glosa moral, la incansable reiteración de temas análogos, el doble y reversible sentido de cuanto se dice, todo eso se halla en El collar de la paloma, y en numerosos tratados árabes de ascética y mística. El libro de Ramón Llull que antes analicé y éste del arcipreste son ramificaciones divergentes originadas en el mismo tronco. Referido exclusivamente a la literatura románica, el Libro de Buen Amor queda deformado y falsificado como realidad histórica, y se vuelve abstracción erudita. Devuelto a los radios de su centro vital, engranará con el ánimo creativo de su autor y con la sociedad castellana de tiempos de Alonso el Onceno.

El libro de Ibn Ḥazm se conserva en una refundición del siglo XIV, hecha con una libertad que hace pensar en la costumbre española de reelaborar las obras literarias del pasado sin respeto excesivo de la propiedad de sus autores. Ignoro si Juan Ruiz lo conoció por tradición escrita u oral, viva esta última en cualquiera de los miles de personas capaces de entender lo esencial de ambas lenguas. Sabemos que se han perdido multitud de textos literarios, tanto españoles como árabes; mas aun siendo así, habrá grandes sorpresas cuando nos decidamos a explorar cuidadosamente las correspondencias entre ambas literaturas. Sin haberlo hecho yo, un azar me revela en 1601, la huella de El collar de la paloma, en el libro del carmelita fray Joseph de Jesús María, Excelencias de la virtud de la castidad:

«Los médicos árabes ponen por indicios del amor lascivo la voz meliflua, las palabras afectadas, los suspiros profundos, y a menudo el rostro baxo, triste y pensativo; huir el trato y la conversación de los amigos, buscar lugares solitarios y desiertos (todas señales de imaginaciones vehementes); tener hundidos los ojos y el movimiento de los párpados muy apresurado, mudar muchos semblantes en poco tiempo, estando unas veces demasiado alegre y otras notablemente triste; apresurar el aliento con las ansias que el corazón siente con el veneno; mudar los colores cuando oye el nombre del que ama, o sí encontrándolo de repente se turba, y se alborota y se le altera el pulso... Son también señales de enamorado el rostro macilento, los ojos húmidos y el afeitarse y polirse mucho»48.


Los «médicos árabes» aludidos ahí conocían el capítulo sobre los «indicios del amor» en El collar de la paloma; «otro signo es la sorpresa y ansiedad que se pinta en el rostro del amante cuando ve de improviso a quien ama, o éste aparece de súbito..., la afición a la soledad, la preferencia por el aislamiento, etc.»49. Y si en 1601, la vía que fuere, se vertían al español pasajes de Ibn Ḥazm, causará menos sorpresa la afirmación de que Juan Ruiz lo conoció tres siglos antes. Inútil decir que las diferencias entre ambos son considerables, y que se trata más de analogía de temas y de actitudes básicas, que, de parecido literal. Veamos, sin embargo, lo que da una comparación, al alcance de cualquier romanista desde 1931:

«Y si no fuera por que deseo precaver contra ellas [las alcahuetas], no las habría mencionado; pero lo hice a fin de precaver a quienes se fijen en ellas... Dichoso el que es advertido por la experiencia de otro» (50).«E Dios sabe que la mi intençión non fue de lo fazer por dar manera de pecar, nin por mal dezir, mas fué por dar ensiempro... e porque sean todos aperçebidos, e se puedan mejor guardar de tantas maestrías como algunos usan por el loco amor» (p. 7).
[El motivo de escribir Ibn Ḥazm es que, no obstante, debamos usar la brevedad de esta vida para pensar en la futura.]
Abū Barda ha dicho: «Aliviad vuestras almas con algo vano, para que sea una ayuda a los que se ocupan en lo que es sólido».
Alguno de los justos ya idos dijo: «Quien no es capaz de bravura, no será capaz de ser piadoso».
Y alguna tradición del profeta dice: «Aligerad vuestras almas, porque se enmohecen como hierro» (2-3).
«Palabras son de sabio, e dixo lo Catón,
que orne, a sus coidados que tiene en coraçón,
entre ponga plazeres e alegre la razón,
que la mucha tristeza mucho coidado pon» (44).

El libro de Ibn Ḥazm está fundado en una experiencia vital, en la suya, proyectada a lo largo de una remota tradición. Dentro de ésta, las personas, y lo que el alma y el cuerpo, sienten, son más importantes que las ideas o los preceptos. El amor se enfoca teniendo a la vista a quienes lo favorecen o lo perturban, tipos ambos muy familiares al mundo islámico: el mediador, el calumniador o «mesturero», el guardián, el Argos interpuesto entre amante y amada. Luego vienen otros aspectos de relación amorosa: guardar o divulgar el secreto (la «poridad»), el goce de la unión, la tristeza de la separación. Prescindiendo de que el tratamiento de esos temas sea distinto en ambas obras, lo importante es que todos ellos se encuentren en una y otra. La impresión total que el lector sacará de la lectura de España en su historia, me ahorra decir por qué no intento concordar el Libro de Buen Amor con la literatura provenzal. Juan Ruiz no tenía que ir a buscar fuera de casa lo que tenía en ella -dejando a un lado el hecho de que leyera o no provenzal.

«Una de las cosas más desdichadas en amor es el guardián,
comparable a la calentura y a la pleuresía con racaída» [etc.] (73).
«Non podía estar solo con ella una hora;
mucho de orne se guardan allí do ella mora,
más mucho que non guardan los jodíos la Tora» (78).
«Divulgar el secreto... es causa del alejamiento de la amada» (57).«Fue la mi poridad luego a la plaça salida,
la dueña muy guardada fue luego de mí partida» (90).
«Otra desdicha en amores es el "mesturero". Usan varios modos para chismorrear.
Uno es decir al amado que el amante no guarda el secreto» (77).
«Los que quieren partirnos, como fecho lo han
mezcláronme con ella, e dixieronle... que
me loava della como de buena caça» (93-94; cf. 566).
«Y sobre este asunto del mesturero digo:
Cosa extraña que el mesturero fuese divulgando nuestros amoríos» (79).
«Desto fize troba de tristeza tan maña» (103; véase antes p. 378).
[Separación por muerte]:
«Para quien sufre tal golpe, no quedan sino lamentaciones y lágrimas,
hasta perecer o cansarse de ellas» (131).
[A Ibn Ḥazm se le murió una esclavilla a quien adoraba]:
«Me quedé siete meses sin quitarme la ropa» (131).
[La vieja Urraca logra cazar para el arcipreste (o su doble literario), una]
«niña de pocos días, de mucha joventud, y poco después se le murió:
Con el triste quebranto e con el gran pesar
yo caí en la cama, e coidé peligrar;
pasaron bien dos días que me non pud levantar» (944, cf. 1.506, 1.517).

El anterior paralelo es de suma importancia. He ahí un poeta, gran conocedor de su arte, y capaz de hallar formas exquisitas en que verter su experiencia más íntima, que ahora nos dice muy «a la pata la llana» que cayó en cama y que estuvo dos días sin poder levantarse, como una confesión casera, y abandonada por la tensión poética. La expresión no literaria y descuidada cree ahora tener derecho a mostrarse con perfecta simplicidad. Piensa entonces el lector moderno que el arcipreste es un «juglar» populachero y algo achabacanado, medio pícaro, que se pone a hacer el payaso descubriendo sus intimidades triviales, a fin de divertir al público, sin tener bien presente que Juan Ruiz sería entonces el único caso individual dentro de ese pretendido género juglaresco. Es muy explicable, por otra parte, que se haya situado al autor en semejante atmósfera, ya que un historiador inteligente siempre procura evitar el vacío histórico. Lo malo del caso es que tal perspectiva era falsa. Juan Ruiz no habla de meterse en cama, o de actos parecidos, por simple bufonada cómica, sino porque su existir poético está incluso en la, perspectiva del arte islámico, que no consideraba cómica la vida elemental El autor nota esa y otras ingenuidades (para nosotros hoy) porque Ibn Ḥazm -y los correligionarios suyos de quienes tanto hemos hablado- escribieron sobre los efectos en sus cuerpos, en su vivir integral, de lo que acontecía en sus almas, en este caso, el suceso doloroso de morírsele a uno la muchacha adorada, y que era la razón capital de estar viviendo. El amante puede hacer entonces lo que quiera que sea: no mudarse la ropa en siete meses, meterse en cama con la sensación de estar muriéndose, etc. La literatura islámica da aire público a los contenidos de la experiencia existencia!, justamente porque el existir islámico es el arabesco que hemos dicho sin vallas y sin confines. Un occidental no entiende eso, eso que es sencillamente lo que viene llamándose el «realismo» español, en forma abstracta y ahistórica. Un alemán ha dicho que las letras de España carecen de Wohlerzogenheit -de buena educación-, y puede ser que así sea. Aunque si se pretende entender la historia, sería bueno servirse de conceptos menos elementales. La mezcla de lo corporal, lo cordial y lo mental es el fundamento de formas muy excelsas de arte y, a la vez, de las maneras un poco vulgarotas y chabacanas en que con tanta facilidad cae el hombre hispano. Al fondo de todo ello se encuentran novecientos años de muslemía, muy difíciles de entender para el educado en la atmósfera racionalista de París o Berlín.

La moraleja del caso es que ni el lenguaje literario, ni nada humano, pueden desintegrarse de su perspectiva histórica; la «belleza» pura y destilada de una frase suelta, el ahistoricismo, son perfectamente «in-humanos». El sentimiento del artista es algo que le es, y a la vez no le es exclusivo. El creador literario actúa siempre como una lanzadera entre la frase que va creando y el mundo de lejanías en que sume también su pluma. Por no haber visto cómo era el existir del Arcipreste hemos trazado de él una pintura que en modo alguno le conviene. Continuemos nuestros paralelos:

«Siempre zarpar llevados por el hado, aguardando los golpes del decreto divino» (220).«Como [...] non puede fallescer / en lo que Dios ordena en como ha de ser / segund natural curso, non se puede estorçer» (136)50.

Veamos ahora los efectos del amor en el enamorado:

«Un zote se hace inteligente... un cobarde se hace bravo... un viejo recobra la mocedad llena de brío» [etc.] (16).«El amor faz sotil al ome que es rudo... al home que es covarde, fázelo muy atrevudo... e al viejo faz perder mucho la vejez»51 (156-157).

Como se ve la traducción es literal, y no es extraño que Lecoy (p. 304), tratara en vano de hallar en Ovidio una fuente para estas frases:

[El amor ciega el juicio del enamorado]:
«El amante se maravilla de lo que dice el amado, aun cuando ello sea el colmo del absurdo y de lo inaudito... lo cree hasta cuando miente» (15).
«El que es enamorado, por muy feo que sea, / otrosí su amiga, maguer que sea muy fea, / el uno e el otro non ha cosa que vea, / que tan bien le paresca nin que tanto desea... El bavieca a su amiga bueno paresçe...; toda cosa que dize paresçe mucho buena» (158, 159, 164).

Ibn Ḥazm insiste aquí en el error moral, y Juan Ruiz pone más bien el acento sobre lo estético.

Aparte de que más adelante hablaré en detalle de Trotaconventos, notemos ahora que el mensajero de amor es tanto hombre como mujer y a veces el intermediario logra el fruto reservado para quien lo envió:

«El ardid más bajo en materia de traición acontece cuando el amante envía a un mensajero, en quien confía, con sus secretos a la amada; el cual se las arregla para desviar hacia él el corazón de la amada, y se apodera de ella exclusivamente suplantando al otro. Sobre este asunto digo:
Envié a un mensajero con propósito de encontrar lo que necesitaba; puse como necio mi confianza en él, y creó una rivalidad entre nosotros... Y me convertí en testigo, yo que había traído un testigo» [etc.] (120).
Esta es la fuente del conocido episodio de Ferrán García (113-121), con la misma alternancia de relato prosaico y variación poética. El elemento cómico está ya en germen en los últimos versos de Ibn Ḥazm. Cierto que Juan Ruiz ha convertido en una delicia humorística la expresión aquí nada densa de Ibn Ḥazm, de cuyo tema no ha conservado sino el marco. La moralidad islámica ha tomado sabor de vida; la gracia de la trova cazurra se vierte en la forma del zéjel-árabe, con lo cual llega al máximo lo que llamo mudejarismo del arcipreste. Creo inútil el intento de acudir a Ovidio o a la comedia latina medieval (Lecoy, p. 304) en busca de una inspiración para mi autor.

Al encauzar así a Juan Ruiz hacia sus efectivas fuentes no pretendo satisfacer mí curiosidad ni la de nadie, porque la tarea de descubrir fuentes por el gusto de decir sin más que esto viene de aquello, es, en sí misma, de una suprema ingenuidad. Después de haber cultivado la «erudición» durante muchos años, declaro que ahora me preocupa escasamente. El que sea árabe el modelo sobre el cual el autor labra su personal estilo, se menciona aquí porque ello lleva a sentir nuevos modos de arte, a percibir nuevas vías que se abren. ¿Cómo, sin la presión vital de la literatura muslímica, habrían podido ingresar en la zona poética de la Castilla cristiana la panadera Cruz Cruzada y la condición imaginativa de los andaluces, es decir, una experiencia sensible e inmediata engranada con una observación penetrante sobre la disposición anímica de ciertos españoles?52 La llaneza con que el autor habla en primera persona del mundo en torno a él -tanto visible como moral- es por demás significativa. Lo islámico no le aportó sólo contenidos temáticos. Gracias al entrelace vital del ímpetu castellano con la valoración islámica de las realidades de toda clase, sin muros que las separen, ha podido valorar también el arcipreste una amplia zona de experiencia personal, desligada, bastante a menudo, del mundo suprapersonal que lo cobija:


«Encima del puerto
coidé ser muerto
de nieve e de frío,
e dése roçío,
e de gran elada».


(1.023)                


Dejando a un lado la ociosa cuestión de si esto le pasa o no al arcipreste mismo, digo que lo nuevo aquí es que una persona que cruza la montaña haga arte con su sensación de frío, en un lugar del Guadarrama, muy conocido de sus lectores, y en unidad de experiencia poética con el tema suprapersonal de la serranilla que le legaba la tradición -la creencia de que era posible hacer poesía con el tipo de la mujer selvática. La persona desnuda, absoluta, vive en simbiosis artística con lo suprapersonal, en una forma que no conoce la Europa cristiana de entonces: Esto cabía hacerlo porque moralistas poetas como Ibn Ḥazm habían escrito así:

«Hay gentes de ojos secos, privados de lágrimas, y yo soy uno de ellos. El origen de esto fue mi costumbre de tomar incienso con ocasión de las palpitaciones que tuve en mi juventud».


(23)                


Habla asimismo Ibn Ḥazm de cómo se enamoró (36, 39); analiza dos rasgos esenciales de su carácter (165); describe la ruina de su familia, su destierro, la pérdida de sus bienes (220), y hasta habla de ciertos vicios, al parecer inconfesables. Todo ello es indisoluble de la magia extrapersonal de las metáforas, de la didáctica y de la religión. El autor vive en sí y fuera de sí, sin solución de continuidad.

La confusión producida en torno al arte del arcipreste procede de querer aplicarle, unos, el moderno criterio de lo individual (expresión sentimental de un yo, aislado racionalmente de lo que no es el yo), es decir, algo inexistente, en esa forma, en el mundo cristiano-musulmán de Castilla. Otros, al notar que el arcipreste no es un «moderno» en el sentido contemporáneo de ese concepto, hacen de él un medieval sin sustancia propia. Todo ello es muy explicable y muy disculpable, porque todos -repito que yo también-, hemos andado a ciegas, o a tientas, al hablar de los mejores siglos de la literatura de España. Porque el módulo artístico de que hablo es también el de Cervantes, Lope de Vega y Quevedo, extraño e incomprensible en sus últimos valores para la mente occidental de hoy, al menos cuando pretende llegar a un entendimiento de lo que ese arte significaba para sus creadores. Porque nos encontramos ante todo con una conciencia de personalidad que, de hecho, anticipa lo que se llama Renacimiento, no sólo por esa valoración de lo humano, sino además por el realismo vitalizado de las cosas53. Mas al mismo tiempo, ni Juan Ruiz, ni en general la literatura española llamada clásica, nunca llegan a ser «modernamente», racionalmente, renacentistas. Alcanzaron formas de arte y de belleza que, fuera de España, sólo Shakespeare realizó plenamente, pero la impresión de que esa literatura queda al margen del curso de la mente y de las letras de la Europa racionalista, está perfectamente justificada. Lo que tampoco impide que esa misma literatura de Europa se haya enriquecido y haya creado géneros, impensables sin España. Y así acontece que lo español se proyecte sobre lo francés, en cierto modo, como lo islámico y lo cristiano se entremezclaron en España54.

Ese anticipo de Renacimiento que hallamos en Juan Ruiz, nunca se emparejaría con la civilización del Renacimiento: inmanencia frente a trascendencia divina y a las otras trascendencias que de ella emanan. El elemento, en sí mismo, auténticamente personal y moderno nunca se desenredó del elemento «circumpersonal», didáctico, ejemplar, etc. La misma filosofía no llegó a serlo en España, sino cuando tuvo valor para la vida, para mi vida, y no para el puro conocimiento, pues el individuo hispano suele arrastrar consigo la mansión trascendente bajo la cual mora; y si llega a faltarle esa mansión, se disuelve en caos y vulgaridad.

Hemos pues de situar bajo otro horizonte, el problema total de las letras españolas entre los siglos XIV y XVII. El arcipreste debe al Islam su modo de enfrentarse consigo mismo y con las cosas, impensable en la literatura del resto de Europa. Sobre tal base, sin embargo, alza una creación que ya no es islámica, pero que no existiría sin la dimensión vital del Islam. Para este cristiano de Castilla el mundo y sus menudencias existen y valen por sí; las cosas más humildes están henchidas de resonancias vitales. De ahí el abismo que observa Lecoy entre el debate francés de «Caresme et de Charnage» y la pelea de don Carnal y doña Cuaresma. Bajo cada cosa, cada instrumento de música, cada animal, cada manjar, cada mujer de sobacos húmedos y ancheta de caderas, late el espíritu del Dios islámico, que dignifica por igual el vuelo hacia la sublimidad mística y el acto de limpiarse después de exonerar el vientre, ritualmente reglamentado en los hadices de Mahoma. La tradición prestigiosa de la literatura arábigo-española permitió al arcipreste su jugueteo con lo alto y lo bajo, con la licitud y la ilicitud de la conducta. Con media vida se cree en la validez y sustancialidad del mundo, y con la otra media lo volvemos en humo. El realismo existencial no va acompañado de realismo intelectual, porque las cosas estarán en Dios y en mi vida, mas no serán puros objetos para la mente. Se navega en el mar de las cosas, en el cual todo flota, en una variedad, abundancia y contradicción insospechadas para el Occidente. Importa el cuerpo con sus bellezas y sus pestilencias (Sancho Panza lo sabe bien), las piedras, las flores, los guisos, la exégesis teológica, la ciencia en cuanto sirve para la conducta55, las cosas y objetos de toda suerte. Lo puramente teórico apenas importa. Cuando el vocabulario literario de la cristiandad europea era aún paupérrimo, el del Islam era ya fabuloso. Ese trato existencial con las cosas hará un día posible el inmenso caudal lexicográfico de la obra de Lope de Vega, fruto de una tradición que había acostumbrado a los españoles a suprimir los tabiques entre esto y aquello. Lo que roza la existencia -en la vigilia, en el sueño, o en la fantasía- brinca sin más requisitos sobre el plano de la expresión literaria. Y esto es lo que ya acontece en los versos del arcipreste, piedra miliaria que señala el rumbo a las letras posteriores, al realismo y al vulgarismo españoles.

Por eso habla de la alcahueta como de una realidad que estaría en la vida visible del siglo XIV lo mismo que en el libro de Ibn Ḥazm, porque en Juan Ruiz se funden la experiencia literaria y la de sus sentidos. La alcahueta tiene corporeidad sensible:

«Usan sartas de cuentas para rezar [...] son curanderas
[...] buhoneras [...] echan la buena ventura» (50).
«Grandes cuentas al cuello» (438)
«Unas viejas que se fazen erveras» (440)
«Buhona» (723)
«Tal escanto usan» (442).

Las viejas terceras eran así en los libros y en la vida en torno. Con su tema se cruzan datos de experiencia inmediata como el de que estas mujeres interviniesen en la compra de esclavos:


«ruegal que te non mienta, muestral buen amor,
que mucha mala bestia vende buen corredor».


(443)                


La descripción de los rasgos físicos de la mujer preferida (444, 445) procede no sólo de patrones poéticos, en latín, sino de la tradición musulmana56. La observación «si diz que los sobacos tiene un poco mojados» (445) suena a salacidad perversa desde el punto de vista cristiano, pero es inocente para un musulmán. «Tal muger non la fallan en todos los mercados» (445); es decir, en los de los muslimes, porque no sabemos que los hubiera de mujeres en la España cristiana -por lo menos yo no lo sé. En los que conoce Juan Ruiz, llevaban ventaja las muchachas de «chicas piernas, anchetas de caderas». Esos detalles de experiencia vivida no están en las poéticas, y saben a lenguaje oral vocablos como «ancheta, sobacos mojados, pies socavados».

Ambiente igualmente moruno -mudejarismo- supone la referencia a las mujeres tapadas, la más antigua que conozco en castellano: «las encubiertas» (386), «más encubiertas encubrimos que mesón de vezindat» (704). Se trata de una costumbre cuyo preciso origen, difusión, e incluso supervivencia popular hoy día (en Tarifa o en el Perú) dista de estar bien conocida (véase antes pp. 84 ss.).

Imitación musulmana es también el componer Juan Ruiz coplas para ciegos, una forma de maqāma (ver Encyclopaedia of Islam), y ya vimos cuán importante institución era la mendicidad entre mahometanos. Para ellos compuso poesías en elegante lenguaje Al-Hamoḏānī (siglo X), tipo del literato bohemio, que a su vez recogía la herencia literaria, en este punto, de los primeros días del Islam.

Todos estos hechos cuadran perfectamente con que Juan Ruiz conozca y siga en su libro las líneas directrices de El collar de la paloma, de lo que hemos visto bastantes pruebas. Pero todavía hay más. Dedica Ibn Ḥazm un capítulo a la sumisión que el amante debe a la amada (pp. 60 a 65), motivo árabe bien conocido de la literatura provenzal57, y que Juan Ruiz refleja en estilo algo familiar y «casero» para el lector de hoy;


«Sabe Dios que aquesta dueña, e quantas yo vi,
siempre quise guardarlas e siempre las serví,
si servir non las pude, nunca las deserví...
Mucho sería villano e torpe pajés,
si de la mujer noble dixiese cosa rafez», etc.58


(107-108)                


El poeta se sitúa en un «más allá» respecto del amor, lo mismo en el caso de la resignada paciencia, que en el tránsito del amor profano al amor divino:

«Cuando el amor inflama nuestro corazón [...] y su arrebato amoroso quiere vencer la razón, y cuando el deseo está a punto de pasar sobre la religión, entonces la justicia extiende su protección sobre el alma [...] y le recuerda el castigo de Dios» (Ibn Ḥazm, p. 204).«E yo, desque salí de todo este roído, torné rogar a Dios que me non diese a olvido» (1.043).

Lo que no impide que reaparezca el tema del amor mundano: «Fuime para mi tierra para folgar algún quanto» (1.067), de acuerdo con el principio de que hay que dar solaz al alma (ver arriba). La lanzadera humana no cesa en su vaivén, porque no puede resistir las asechanzas del amor sino quien está bajo la protección de Dios (Ibn Ḥazm, p. 2). Hay en ambos libros la misma ambigüedad, y los mismos esfumados límites entre ambas clases de amor, no porque uno sea bueno y otro radicalmente malo, sino porque, como antes vimos, el amor de los sentidos es también obra de Dios59.

El libro de Ibn Ḥazm no es, por ese motivo, ni un canto optimista a la vida ni una renuncia total a ella. No refleja el tránsito del «hombre viejo» al «hombre nuevo» en términos evangélicos, ni tampoco ocurre esa transición en el Libro de Buen Amor. En El collar de la paloma se proyecta una sensibilidad dolida y enfermiza consciente de las delicias a que, de grado o por fuerza, ha de renunciar. Es preciso venir a la literatura muy moderna para hallar una confesión lírica de tal intimidad, de tal autenticidad y violencia expresiva: la niñez estudiosa y viciosa pasada entre las mujeres de un harem muy aristocrático, las cuales desde entonces aprende a no estimar; amistades con otros muchachos, y hasta alguna inclinación insinuada a medias palabras y con rubor; tempranas experiencias de pasión y dolor con dos mujeres, una de las cuales lo rechaza y otra se le muere, dejándolo tan maltrecho que pasa siete meses sin mudarse de ropa, a él que no conocía límite para el lujo y el refinamiento material; contra tanto dolor no había siquiera el consuelo de verter lágrimas, porque sus ojos se quedaron secos para ellas, quizá por el efecto de drogas usadas con ocasión de una dolencia. Se hunde luego el califato -«se le hunde». Conoce destierros, prisión, pobreza, traiciones, ingratitud de amigos, descenso de la cúspide social de aquella Córdoba de ensueño. Por una cuestión de amor propio sé sume tres años en densos estudios teológicos. Luego, su actitud personalísima en cuestiones de doctrina le atrae molestias y persecuciones; sus libros fueron quemados, por lo cual de algunos de ellos sólo se conocen vagas referencias60. En uno titulado Fahrasa hablaba de los libros que había estudiado, como más tarde el murciano Ibn ‘Arabī cuenta en los Santones quiénes habían sido sus maestros de espiritualidad. El buceo en la propia existencia llega así hasta el fondo del alma, de la propia, de la de uno, situada en un tiempo y en un espacio contemporáneos.

El arcipreste no nos habla de nada de esto, porque era un castellano de 1330, y su pluma se retraía, según ya dije, cuando llegaba a la intimidad pasional. Pero no es fenómeno menos «histórico» el que su intento autobiográfico no quepa en los marcos superpersonales de la literatura cristiana de Europa. Hablar en Castilla de la propia vida era algo más que un tópico estereotipado, porque la tendencia a la autobiografía estaba ya vitalizada en libros árabes que Juan Ruiz sigue a veces al pie de la letra. Por eso puede referirse a sí mismo Juan Ruiz cuando habla de su incultura y de que se tiene por un «buey de cabestro», «so rudo e sin çiençia»; o aludir a su propia persona cuando describe su cuerpo, voz y andares, aunque use para esa descripción patrones tradicionales61. Los modelos «superpersonales» de la tradición castellana incitaban precisamente al «personalismo», como modernamente, en los años románticos, y con diferente sentido, todo escritor se sintió arrastrado a confiar al papel los estados de su ser íntimo, e incluso los inventaba, para ponerse a tono con el uso literario. En adelante, quienes no pretendan errar históricamente tendrán que ver lo que pasa en el lado árabe de España al ir a expresar juicios sobre la literatura ibérica. Y no meramente porque los escritores cristianos se sirvan de «fuentes» árabes. Se trata de otra cosa62.



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