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El libro, entorno del texto

Jaime Moll


Universidad Complutense de Madrid



Un texto transmitido por la escritura llega al lector por medio del libro, palabra en la que integramos dos elementos distintos: el texto y su portador. Si desgajamos el texto de su continente, reducimos el significado que habitualmente damos al concepto libro, transformándolo en algo puramente material, independiente. Esta operación de desgajar ambos elementos intrínsicamente unidos, libro -en la delimitación señalada- y texto, es necesaria si queremos analizar la relación que existe entre ambos, las posibles influencias mutuas. En este análisis adquiere virtualidad el enunciado de esta comunicación: el libro, entorno del texto, de un texto que puede ser presentado en otras formas, aunque en este caso, sólo nos referimos a su presentación en forma de libro. Pero para el análisis que nos proponemos realizar, también es preciso limitar el ámbito formal y cronológico del libro. No nos referiremos al manuscrito, anterior o posterior a la invención de la imprenta, ni a la producción mecánica de libros manuscritos que pretende obtener la nueva invención. Si inicialmente, por un proceso habitual en tantos inventos, la imprenta sólo intenta producir mecánicamente manuscritos, se establece una dinámica propia del nuevo sistema y el libro impreso va adquiriendo unas características diferenciadoras que lo alejan de su modelo manuscrito. Vamos a considerar al libro impreso como un hecho ya definido, con personalidad propia, lo que no significa que se haya estancado y se niegue a una evolución sometida y causada por muchas y variadas influencias. Vamos a analizar algunas relaciones -o interrelaciones- del texto con el libro en el Siglo de Oro español, con la imprecisión cronológica que ello significa, pero que desde nuestro punto de vista podremos precisar como el libro que ya ha alcanzado su madurez y se desarrolla dentro de la época de la imprenta manual.

La relación entre el libro y el texto que contiene es pluriforme, múltiple, y se ve sometida a una serie de condicionamientos. El libro -objeto que permite por medio de la escritura la conservación y difusión de un texto- presenta unos componentes materiales, es el fruto del desarrollo y aplicación de determinadas técnicas y es dependiente de unos planteamientos económicos y comerciales. Por otra parte, el texto publicado obedece a una intencionalidad difusora intelectual del autor y el editor. Es preciso además tener en cuenta al lector-comprador, factor imprescindible, principalmente si nos atenemos al doble carácter que tiene él libro del transmisor de un texto y de objeto económico y comercial. Este conjunto de incidencias condicionantes deben ser consideradas al analizar la relación libro-texto, pues afectan en muchos de sus aspectos.

El aspecto externo del libro es el primer punto de contacto que se ofrece a examen, tanto por parte del lector coetáneo como en vistas al análisis que pretendamos realizar. Dos elementos se ofrecen: el formato y el grosor del libro, que nos permitirán una primera aproximación -muy imprecisa, por supuesto- de su posible contenido, quizá mejor diríamos del tipo de texto o del tipo de edición. ¿Buscará un comprador un romancerillo en un estante con gruesos libros en folio? ¿Buscará una parte de comedias entre los libros de pequeño formato? ¿O entre éstos un repertorio jurídico?

La extensión del texto, la naturaleza del mismo, el público a que va destinado, el tipo de difusión, la moda o el estereotipo establecido, influirán básicamente en la elección del formato por parte del autor o el editor. Sin olvidar la manejabilidad. Un libro en 16, por ejemplo, no podrá tener un número exagerado de hojas si queremos facilitar su uso. Indudablemente encontraremos excepciones, pero su misma rareza nos advierte de la búsqueda de un equilibrio.

El papel de fabricación manual rige la constitución de los distintos formatos, al ser éstos resultado del número y disposición de los dobleces realizados en el pliego. Hay que tener en cuenta, además, la gran incidencia del precio del papel en el coste del libro. Es precisamente para abaratar el precio de una obra de éxito o de surtido y por lo tanto ampliar el número de compradores, que se reeditará en un formato más reducido, con un menor número de pliegos por ejemplar, usando un cuerpo de letra más pequeño. O bien se reeditará en el mismo formato, logrando por el mismo sistema reducir la cantidad de papel.

Hay ciertos formatos fijados para determinados tipos de texto o de usos del libro. Caso paradigmático es el de las partes de comedias, en 4.°, sobre el que luego volveremos. Y no podemos olvidar el libro de faltriquera, denominación coetánea -no es el caso de pliego suelto, nombre moderno- para el formato en doceavo prolongado. Libro pequeño, formato inicial para muchos cancioneros y romancerillos, terminal en muchos casos de reducción de formato para abaratar el precio y ampliar la difusión de textos editados inicialmente en formatos mayores. Libro de bolsillo, le llamaríamos actualmente, de fácil traslado, apto para «camino y campaña», como nos dice el librero aragonés, Pedro Esquer, muy usado también en devocionarios, junto con otros formatos aún menores.

Si el formato es lo primero que vemos en un libro y un primer atisbo de lo que puede contener, si sometemos el libro a un más detallado análisis bibliográfico, podemos ver como, en ciertos casos, la constitución de sus cuadernos está condicionada por la forma de distribución. Obras de amplia difusión se construyen formando un único cuaderno, para facilitar su venta en papel, o sea, sin encuadernar. No es problema si la obra está contenida en medio pliego, uno, uno y medio o dos, en cuarto, como ocurre en la mayoría de coplas, relaciones y otros tipos de papeles. Era, por otra parte, costumbre habitual en el siglo XVII la formación del cuaderno en cuarto con dos pliegos conjugados. Pero algo semejante ocurre en obras de mayor envergadura, ediciones en cuarto de 20 o más hojas forman un único cuaderno, como también se presentan en un solo cuaderno ediciones en folio de 28 hojas. Son impresos de amplia difusión, que se venden también al margen de las librerías estables, en los que se adopta este tipo de imposición para formar unidades físicas de fácil conservación, sin las posibles complicaciones que, para verificar si están completas, presentarían en el caso de ofrecerse en la imposición habitual en un libro de similar número de hojas. Tipo; de texto y modo de difusión condicionan la construcción del libro.

Si un «bulto» es nuestro primer contacto con un libro, el interés del posible comprador es conocer su contenido. Esta es la función de la portada, desconocida en los manuscritos que no eran de lujo, y que lentamente se va desarrollando en el libro impreso, al ir emigrando a la misma los datos del colofón. El impreso, producido en numerosos ejemplares, necesita una amplia comercialización. Es preciso favorecer el acceso al contenido del libro, es necesario atraer la atención del posible comprador.

Una buena librería de la época que nos ocupa disponía de un gran número de libros, como nos revelan los inventarios conocidos, lo que significa una fuerte inversión económica, que era preciso dar a conocer para estimular su venta. Desconocemos muchos detalles de la instalación de una librería, de la disposición de los libros ofrecidos al público. Indudablemente un comprador puede pedir -o encargar- un libro determinado, que ya conoce o cuya adquisición le han recomendado. Pero más interesante es la actitud del que «ya de librerías» -siempre se ha hecho- y pretende conocer las novedades que ha adquirido el librero. El librero recibía la mayor parte de los libros en papel, o sea sin encuadernar, y los conservaba en paquetes, excepto algún ejemplar que era encuadernado de la manera más corriente en la época, en pergamino. Otro tipo de encuadernación se hacía de encargo, al vender el libro. En el lomo de las encuadernaciones en pergamino se escribían algunos datos para la identificación de la obra en forma abreviada. Los libros podían ser expuestos en mesas, probablemente abiertos, como los vemos actualmente en los comercios de muchos libreros anticuarios. El libro dejaba de ser un «bulto» al ofrecer su portada a la vista, con lo que el texto que contenía se daba a conocer.

Ante una portada, mejor sería decir, ante las múltiples posibilidades que nos ofrecen las portadas de esta época, multiformes y cambiantes, la primera impresión que recibimos es la del abigarramiento de su presentación. El componedor, al distribuir su contenido, no se ha guiado por favorecer la búsqueda de los datos que pueden interesar al comprador. Predomina, en general, la disposición estética del conjunto gráfico y tipográfico sobre la posibilidad de destacar los elementos que nos ilustran sobre el autor y el título de la obra.

No es el momento de analizar la evolución de la portada a lo largo de los siglos XVI y XVII, ni la variación del uso de los distintos elementos constitutivos usados en su maquetación. Si bien la portada se ha estudiado principalmente desde el punto de vista de su evolución artística, falta un análisis de la utilización de los distintos elementos en función de sus posibilidades informativas y expresivas y en relación con los distintos tipos de texto que anuncian, sin olvidar la variable presencia de las indicaciones editoriales que servían para facilitar su localización. Pensemos siempre que el libro es fruto de una inversión económica que se debe, o se intenta, recuperar con beneficio.

Si la portada es algo invisible no ser que se abra el libro o se exponga abierto, en las obras de amplia difusión, de pocas hojas, distribuidas sin encuadernar, es lo primero que se ve. Lo más frecuente es que no llene la primera página, limitándose a un encabezamiento, que se acompaña de grabados relacionados con el contenido o los personajes que aparecen en el texto, grabados hechos especialmente o aprovechando figuras de múltiple uso.

El texto se nos transmite por la escritura, y ésta responde a la costumbre y uso del momento. Analizamos una época en que la tipografía experimenta grandes cambios, que son de tipología y de diseño. Si la imprenta al establecerse en los reinos españoles empleó la letra redonda, pronto se generalizó el uso de la letra gótica, que predomina hasta mediados del siglo XVI, lo que no significa que se abandone el uso de la redonda, reservada para cierto tipo de obras o coexistiendo con la gótica en una misma edición.

Al analizar las relaciones entre tipo de letra y texto -que podríamos extender al estudio de la evolución del ajuste de la página- debemos también considerar los varios factores que inciden: modas, posibilidades de la imprenta, tipos de textos, público lector al que va destinada la obra. Gótica frente a redonda, puede significar texto en romance frente a texto en latín. Es, por ejemplo, el caso del Libro del regimiento de la salud, y de la esterilidad de los hombres y mugeres y de las enfermedades de los niños y otras cosas utilíssimas, de Luis Lobera de Ávila (Valladolid, Sebastián Martínez, 1551), donde el texto en romance se compone en letra gótica, mientras que las glosas más eruditas, escritas en latín, lo son en letra redonda. ¿Existirá alguna relación conceptual o ideológica que explique el motivo por el que en la Summa de philosophia natural del caballero Alonso de Fuentes (Sevilla, Juan de León, 1547) un interlocutor del diálogo, Vandalio, se exprese gráficamente en letra gótica mientras que Ethrusco lo hace en redonda? Y ya en 1528 entra en juego la letra cursiva, usada en España por vez primera en la Farsalia, editada e impresa en Sevilla por Jacobo Cromberger, a imitación de las ediciones aldinas de autores clásicos, que tanto se difundieron e imitaron, y cuya continuidad se vio frustrada por motivos económicos y de limitación del mercado. El uso de la letra cursiva para el texto, moda humanista, lo encontramos en algunas ediciones, como es el caso de la traducción de la Ulyxea, que hizo Gonzalo Pérez, del griego en romance castellano, impresa en Salamanca por Andrea de Portonariis en 1550.

La letra gótica ve reducido su uso a partir de mediados del siglo XVI, aunque perdure en algunas obras de amplia difusión hasta principios del siglo siguiente. Se ha calificado a la imprenta española de conservadora por el gran número de obras en letra gótica que produjo en relación con un menor número en letra redonda. Si tenemos en cuenta el uso de gótica y redonda en relación con el tipo de texto y el porcentaje que cada grupo representa dentro de la producción total, es natural que predominen los libros en letra gótica. Más que una característica de la imprenta española, es consecuencia de la limitación del mercado editorial. Aunque siempre hay que tener en cuenta las posibilidades de las distintas imprentas, unas más al día de las modas imperantes, otras imposibilitadas de renovar sus materiales tipográficos. Esto explica que los humanistas valencianos o que publicaban sus obras en Valencia, no pudieran expresarse gráficamente en letra cursiva hasta el establecimiento del flamenco Juan Mey en dicha ciudad en 1543. Pero las posibilidades gráficas que tenían los autores, ya en la segunda mitad del siglo XVI, son generalmente las mismas que se daban en otros países europeos. Al irse internacionalizando la producción de letrerías, los nuevos diseños de redondas y cursivas se expanden por España al poco tiempo de su creación. Influirán en el aspecto que ofrecen algunos libros españoles, principalmente de la segunda mitad del siglo XVII, otros factores, como es la calidad del papel y también la más lenta substitución de letrerías gastadas.

La combinación que encontramos de tipos góticos y redondos, para diferenciar determinados pasajes o elementos textuales, aprovechar su distinta expresividad o, en muchos casos, para suplir la carencia de letrerías de un determinado cuerpo, se reproduce más tarde en los usos de las letrerías redondas y cursivas, pasando estas últimas de ser una opción para el texto a usarse sólo para ciertos elementos del mismo, en los preliminares u otras partes complementarias y en las portadas.

Ya hemos aludido a los elementos gráficos que pueden figurar en la portada. Igualmente se usaron en el texto, ya a partir del siglo XV, con una doble finalidad, además de utilizarse para capitulares, cabeceras y remates. En unos casos son elementos esenciales del mismo, imprescindibles para su comprensión. Pero en otros, son complemento del texto, están a su servicio, expresión gráfica del mismo, como las ilustraciones de ciertas obras literarias. Grabados xilográficos, que se imprimen con el texto, pues forman parte de la composición - de uso exclusivo para una determinada obra o de uso múltiple, aprovechados los tacos para muchas y diversas obras - y grabados calcográficos, cuya estampación se realiza en el tórculo, independientemente de la impresión tipográfica. Usados en los frontispicios, en elementos complementarios, como retratos o escudos, no son con tanta frecuencia utilizados como ilustración de los libros españoles del Siglo de Oro. Sí abunda, en cambio, el grabado calcográfico en las ediciones de lujo, que se editaban en Flandes, de las obras completas de muchos de nuestros escritores. El factor económico influye en este tipo de actividad comercial.

El análisis, somero, evidentemente incompleto, aunque abarca los aspectos fundamentales, que acabamos de realizar del libro desgajado del texto, nos ofrece una perspectiva del servicio que presta el libro a su contenido.

Los distintos elementos están al servicio del texto, pero también están condicionados por otros factores relacionados principalmente con algo que es inherente al concepto de libro impreso, el que aquí nos interesa, que es su difusión. Exceptuados algunos casos de textos impresos para una circulación restringida, cuando un texto pasa a la imprenta, dado por el autor o un editor, es para lograr una difusión entre los lectores, que se mantendrá durante unos decenios, siglos en algunos casos, o que se malogrará por causas inherentes al texto o a su publicación. No vamos a considerar los factores inherentes al texto que definen una menor o mayor perdurabilidad, por ejemplo, por qué las ediciones de las obras de Góngora no sobrepasan el siglo XVII y, en cambio, las de Quevedo, en prosa o en verso, se siguen reeditando a lo largo del siglo XVIII.

El libro está al servicio del texto. El texto puede influir en el aspecto del libro y éste irá variando según el tipo de texto, las épocas o modas, la finalidad de la edición, el público a que vaya destinado, la capacidad económica del editor y del mercado comprador y las posibilidades de la imprenta. No podemos tampoco olvidar la intencionalidad del autor y del editor. El libro acogerá, envolverá y vestirá al texto, procurando adecuarse a lo que acabamos de exponer. En suma, el libro forma el entorno del texto.

Los condicionantes señalados son dobles, unos inherentes al libro, otros que emergen del texto y se materializan en el libro. ¿Podremos encontrar una dirección opuesta, del libro al texto? No creemos que el libro influya en el texto, al menos de una manera positiva. Más bien sucede lo contrario, aunque esta influencia negativa no lo es sobre la creación del texto, sino sobre la transmisión, principalmente cuando el autor no cuida de su edición.

El libro impreso reproduce mecánicamente un texto. Es preciso escribirlo -componerlo- usando tipos, con los mismos problemas que se presentan al hacer una copia manuscrita. En lugar de trazar letras, el componedor elige tipos de la caja, pero el proceso es idéntico al que sigue el copista. Las distintas clases de erratas son equivalentes, con algunas propias de la imprenta. Son múltiples las quejas de los autores sobre la ineptitud de los componedores. La solución a este problema nos la da, por ejemplo, el bachiller en artes y doctor en medicina Joan Alemany en su Lunario y reportorio de los tiempos (Valencia, 1559): que el autor esté presente en la impresión de su obra, o sea que corrija pruebas de lo que se va componiendo. En muchos contratos de edición se señala que el autor se encargará de la corrección de las pruebas, como se indica también, en los preliminares de algunos libros, quien se ha encargado de la corrección.

Mayores problemas suelen ofrecer las ediciones hechas al margen del autor, sea en vida de éste o con posterioridad a su muerte. La deturpación del texto va aumentando, afectando incluso a la integridad del mismo, como ocurre en algunas comedias sueltas, en las que se ha reducido el texto para darle cabida en un prefijado número de pliegos.

No pretende lo que acabamos de exponer cargar las tintas sobre los aspectos negativos del libro -de la producción y edición del libro- sobre el texto. No es preciso señalar lo que ha representado para el texto el entorno que le ofrece el libro impreso. Son muchos los casos en que el libro ha sabido crear una forma de presentación que ha respondido a las necesidades del texto y del lector. Uno de ellos es la parte de comedias y su derivada la comedia suelta.

En el siglo XVI, las obras teatrales se editaban dentro del conjunto de obras de un autor -Juan del Encina-, agrupadas varias de ellas -Lucas Fernández- o de forma independiente, variando los formatos. Las ediciones sueltas, también algunas en colección, despliegan a continuación del encabezamiento unos grabados xilográficos con los distintos personajes que intervienen en la obra. El formato habitual de estas comedias es el cuarto. La irrupción de Lope de Vega en el mundo teatral cambió el panorama de la comedia española y, desde el punto de vista del libro, sirvió para crear unas formas adecuadas para la difusión de las nuevas comedias. Al margen de Lope, Angelo Tavanno imprime y edita en Zaragoza, 1604, doce comedias de nuestro autor recopiladas por Bernardo Grassa, en un libro en 4.º. Desaparecen las figuras de los personajes, cada comedia tiene un encabezamiento que la destaca. Se trata de un volumen manejable, por su formato y número de hojas, con la variedad que puede aportar a su contenido una docena de comedias, en un tipo de letra legible, que permite componer el verso corto a dos columnas, cortadas por los versos largos a línea tirada. Su éxito editorial es grande, reeditándose inmediatamente en varias ciudades de otros reinos. La respuesta de los comediógrafos valencianos, Doze comedias famosas, de quatro poetas naturales de la insigne y coronada ciudad de Valencia, Valencia, 1608, pretende mantener la disposición antigua, con xilografías en el encabezamiento de cada comedia, pero esta disposición no es aceptada por los continuadores del tomo zaragozano, que prosiguen la serie de partes de comedias de Lope, dándoles un número de orden. Lope de Vega acoge desde la parte novena la nueva forma editorial, recabando para sí el privilegio de edición, «aunque es verdad que no las escriuí con este ánimo, ni para que de los oydos del teatro se trasladaran a la censura de los aposentos». Forma típica, la parte de comedias es el módulo aceptado para la publicación de obras de un autor o de varios y su vigencia llega hasta el siglo XVIII. Se había encontrado el perfecto equilibrio entre el texto y su entorno editorial.

Derivación formal de la parte, en su expresión externa, es la comedia suelta, cuya andadura exitosa llega hasta el primer tercio del siglo XIX. Ciertas partes habían sido preparadas para que sus comedías integrantes se pudiesen desglosar, habiéndose dispuesto su imposición para que cada una de ellas formase una unidad. Es el paso previo para que las comedias se editen independientemente, manteniendo la misma estructura en su encabezamiento y ajuste de las páginas que presentaban las que formaban una parte.

Un texto necesita comunicarse. El libro es uno de los medios utilizados para su comunicación. La aportación del libro a la transmisión de un texto, en los múltiples aspectos expresivos con que lo arropa e incluso complementa, ha de ser objeto de atención y estudio. Son aspectos que dan vida al texto, que reclaman al lector.





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