El libro y la calle
Concepción Gimeno de Flaquer
Artículo dedicado a mi querida amiga la Excma. Sra. D.ª Antonia Lorenzana de Llorente.
Las ocupaciones domésticas, tienen enemigos mucho más formidables que el estudio de las ciencias y las artes, o la lectura de novelas. No es por el libro por quien abandona la mujer los trabajos del hogar, los abandona por la calle: aléjala esta de la vida interior, mientras que el libro se la hace amar. Y sin embargo, el hombre que tan interesado debe estar en que la mujer tenga afición a la casa, mira con benevolencia a las mujeres que pasan la vida en la calle y se atreve a censurar a las que leen.
Y es que el hombre, desde el Himalaya de su soberbia, ha decretado que la mujer sea ignorante, y le tiende mil lazos para convencerla de que debe serlo.
Al hombre vulgar, encántale la mujer analfabética, porque así no le ocurrirá pedirle nunca una superioridad que no tiene. Si la mujer padece gramafobia, no advertirá la ignorancia del hombre, y podrá este sublimar ante ella, los mayores absurdos.
Inmensas son las ventajas que le reportaría a la mujer la afición al libro. Un buen libro es cariñoso compañero, amigo leal, sabio mentor, médico del alma. Ahuyenta el tedio, abrillanta la inteligencia, desenvuelve la sindéresis, conforta el espíritu, vigoriza el entendimiento, encauza la imaginación.
El libro ilustra, y la ilustración ennoblece, despierta horror a lo grosero, es un segundo bautismo que purifica nuestro ser. En un buen libro se hallan puros ideales, generosos impulsos, levantadas aspiraciones.
En el libro se encuentran ideas elevadas; en la calle se oye la canción obscena, el chiste lúbrico, la báquica carcajada, el atrevido dicharacho, el insolente requiebro.
El libro nos perfecciona, la calle nos corrompe.
La impúdica mirada del osado mozalvete que encuentra una niña en la calle, rasga el velo de su candor, antes que la mano del tiempo.
En la calle está el fango, la escoria, lo que se tira, lo que no sirve, lo que se desprecia; el pútrido detritus de la vida material y moral.
Preguntad al corredor de noticias, en donde oyó el suceso anónimo, y el chisme calumnioso que se refiere, y se apresurará a contestaros:
-En la calle.
Los hombres perfectamente correctos en la casa ajena, y hasta en la propia, prescinden en la calle de su habitual educación; de modo que no es la calle el lugar a propósito para aprender elegancia de maneras; jamás será escuela de urbanidad.
El entusiasmo de muchas mujeres por la calle, les quita tiempo para vivir dentro de sí mismas haciéndoles perder deplorablemente la costumbre de reflexionar.
¡Mujeres, huid de la monomanía de la calle!
Cuando se quiere rebajar a una mujer hasta el último grado, dísele de ella: es una mujer de la calle; cuando se le quiere tributar el mayor elogio, es una mujer de su casa.
La casa es el trono de la mujer; allí dicta leyes, allí ejerce completa soberanía: es el santuario en donde tiene alzado un altar ardiendo constantemente el fuego del amor, si ella sabe conservar inextinguible el sagrado fuego.
La casa es el tabernáculo donde guarda lo que más ama, el ánfora donde encierra la esencia de los sagrados recuerdos.
Las ideas y aficiones de una mujer se conocen en el modo de adornar su casa. La casa en donde no veáis un buen cuadro, una estatua, o un libro serio, podéis asegurar que pertenece a mujer vulgar.
Es preciso que se haga conocer a la mujer la importancia de los buenos libros. Un libro puede engrandecer a una nación o rebajarla: la Iliada dio unidad política a Grecia, los Hombres Ilustres de Plutarco crearon grandes hombres; la Divina Comedia pulió la lengua italiana Os Lusiadas exaltaron el patriotismo de los portugueses.
Siendo incontrovertible que la ilustración es un bien para el hombre, ¿por qué no ha de serlo para la mujer? Si este acoge todos los progresos y ella se estaciona, quedarán separados moralmente porque no podrán entenderse.
Vergonzoso es para el hombre culto, tener una esposa ignara.
Con razón decía Cervantes por boca del héroe manchego: Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo, estén sin las propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto, suele perder y derramar una mujer rústica y tonta.
Incúlquese a la mujer el amor a los libros y podrá ser más que nodriza, maestra de sus hijos. No es verdaderamente madre en toda la hermosa acepción de esta sublime palabra, la mujer que no sabe educar el espíritu de sus hijos.