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El médico rural

Felipe Trigo






ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajo- I -

Partió el tren, negro, largo, con sus dos locomotoras. Esteban y Jacinta, en el andén, al pie de las maletas, le vieron alejarse entre el encinar, con una emoción de adiós a algo doloroso de que habíales arrancado y despedido para siempre. Fue en los dos jóvenes, en los dos casi chiquillos, tan honda y compartida esta emoción, que al deshacerse las últimas volutas de vapor en el final del puente, ellos se miraron y cogiéronse la mano. Jacinta se acercó a darle un beso y a ordenarle los encajes de la gorra a su hijo, que dormía en brazos de la vieja y fiel criada; y Esteban, inundado por la bondad de su mujer, sintió en los ojos humedad de lágrimas, en una dulce angustia de la honradísima alegría que le causaba el poder empezar, al fin, a hacerla venturosa.

-Bueno, ¿y quién habrá venido por nosotros? ¿Nadie? -desconfió Nora, la sirviente, que había criado a Jacinta y que, por quererla como madre, trataba a Esteban con la misma confianza-. El pueblo no se ve. Sería bueno que tuviésemos que ir a pata con estos cachivaches.

-No, mujer -repuso Esteban-. El pueblo, a dos leguas. Yo escribí, y seguramente habrá alguien esperándonos.

Miraban, y no veían más que al jefe de la pequeña estación y al mozo, que andaban trajinando con unas cubas descargadas; a la pareja de la Guardia Civil, que entreteníase viendo la pelea de un pavo con un gallo, y a unos niños que al pie de la empalizada jugaban con un perro.

-¡Pregunta, hombre! -incitó Nora.

Y cuando el joven vacilaba sobre si ir a preguntar al jefe, a los guardias, a otros campesinos que allá lejos ocupábanse en cargar de jaras un vagón o a una fresca mujer que asomada a una ventana de encima del telégrafo consideraba curiosamente el porte señorial de los llegados, oyóse un carro que fuera se acercaba al trote.

Un momento después entraba en la estación, sombrero en mano, una especie de flaco y ágil pastor, vestido de zamarras:

-Dios guard'té, y a la güena compañía. ¿Es osté el médico que va a Palomas, y osté dispense?

-Sí, señor. ¿Viene por nosotros?

-Mesmamente. Acabo de allegá: vide el tren, y dije, digo: arrea, Cernical...; porque yo soy Cipriano Catalano, Cernical, por mal nombre, carrero del señó Vicente Porras, pa lo que gusten los señores.

-Gracias.

-Nos diremos de seguida, si les paece, que er pueblo está al doblá la sierra, y es un cuanti tarde y no mu, güeno que digamos el camino.

Cargó con un baúl, le dio Nora el niño a su madre, para ayudar también con Esteban en el transporte de cajas y de cestas, y salieron al exterior de la estación, cruzando el edificio.

-Desengancharé las bestias, pa que ostés suban -se apresuró a indicar Cernical, viéndoles la perplejidad de abordar aquel carro entoldado y cerrado con seras por detrás-. Güervo. Voy antes a traé los otros dos baúles. ¿No hay más trastes?

-No. Los muebles llegarán mañana.

-Perfectamente.

Desapareció, y los jóvenes se quedaron complacidos de la ingenua rusticidad que se le advertía al Cernical en sus prisas, en sus ademanes y en su cara aguda de podenco. Diríase que era un hombre que no podría evitarse correr tras de las liebres si le saliesen al camino.

Los dos civiles, puestos en marcha, llegaron a un próximo riachuelo que tenían que vadear. No debía de ser fácil, puesto que estudiaban por dónde y cómo, recorriéndole la orilla. Resolvieron desmanear una borrica que pastaba cerca, montarse ambos y salvar de esta manera la corriente; pero la borrica, en medio, tropezó y se derrengó, dando con los jinetes en el agua..., y mientras el animal volvíase bonitamente a su pradera, los guardias, riéndose, sumergidos hasta la rodilla, acabaron de dirigirse al otro lado, salvando en alto los fusiles.

-¡Por vía e Dios! -lamentó a gritos el Cernical, que volvía-. ¿Cómo no han esperao ostés al carro? ¡Estos señores hubián sabío dispensá un momento la molestia!

-¡Gracias, hombre! ¡Qué más da! -correspondió agradecidamente un guardia.

-¡Pa eso estamos, pa servinos!

-¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Igualmente!

La tarde era serena, en el septiembre caluroso; el remojón no tendría más consecuencias que el deterioro de la ropa. Cernical explicaba que estos guardias eran de otro pueblo. Desunció las mulas y procedió a cargar el equipaje. Traía en el carro dos sillas solamente, Y doblaba una manta a fin de improvisarle otro asiento a la criada. Los niños que jugaban con el perro habían acudido, y comiendo uvas miraban el embarque. La mujer del jefe, que asimismo había venido a presenciarlo desde una ventana posterior de la estación, ofreció la silla que faltaba; y al tiempo que con saludos e inclinaciones de cabeza lo agradecían Esteban y Jacinta, Cernical se apresuró a aceptarla, gracias a lo cual, minutos después, todos instalados, partió el carro despedido entre sonrisas de los niños y extremosas bondades de la jefa.

-¡Sí, verás -le dijo a su mujer Esteban-, vamos a vivir bien entre estas gentes!

-¡Sí, muy bien! -confirmó Jacinta-. Nos procuraremos una casa con corral y tendremos palomas, gallinas, conejos..., y flores; muchas flores. ¿Viste qué colorados y fuertotes esos niños?... El nuestro se criará igual.

Sonreían. Estrechábanse la mano. Un bamboleo de las ruedas sobre un pedruzco hízoles callarse.

Les agradaba la selvática sencillez de estas montañas. Las gentes, sin conocerse, se favorecían unas a otras. Nunca habían visto tal humano concierto de bondad, tanta solidez de tranquila dicha -en una modestia que les hacía a ellos dos avergonzarse de sus ciudadanos atavíos: Jacinta, perfumada con ilán, traía un traje y un sombrero demasiado elegantes, y Esteban venía vestido también con excesivos atildamientos de cuello y puños y corbata de alfiler presuntuoso.

En cambio, todo olía aquí a sana honradez de encinas, de tomillos y de oveja, desde el limpio percal de la mujer aquella y de sus niños, hasta los varales del carro y las pellicas del yugo y del carrero. Por las ventanas de la estación, llenas de geranios, habían podido vislumbrar la sólida felicidad de un hogar, confirmada en sendos colgaderos de melones y jamones. Triste les era comprenderlo a los dos ilusionarios, a los dos mimosos señoritos maltratados por la suerte; mas no cabía dudar que el bienestar de una familia radicaba en la despensa.

Fue Esteban esta vez quien se inclinó a besar la frente de su hijo, y la niña esposa le volvió a tomar la mano, susurrando:

-¡Cuánto hemos sufrido!

Dobló la cabeza. Se limpio una lágrima, a pretexto de quitarse el velo y el sombrero, que chocaba contra el toldo a cada instante, por la marcha áspera del carro, y quedáronse después unidos hombro contra hombro, en una mutua protección de sus cariños.

Así permanecieron largo rato, en tanto el carro, dando tumbos, caminaba lentamente.

Sabíanse solos en el mundo, en el mundo tan cruel, abandonados a ellos propios, a su esfuerzo. Sevilla, harto lejos ya, persistíales en la memoria como un brillante infierno, despiadado. Les parecía que con el ruido y la sucia carbonilla del vagón habían dejado definitivamente los sarcasmos y tormentos de la vida dura, de la vida atronadoramente veloz y falsa que volteó impasible por encima de sus penas. Lujo y hambre, opulencias y estrecheces, catedrales y procesiones que con su suntuosidad de oros y de palios eran la estupefacción del orbe y tristezas sin redención al lado y al mismo tiempo por las calles; lleno el puerto de vapores poderosos, de yates de príncipes a veces, y en el muelle los mendigos, los golfos, las pobres empaquetadoras de naranja, con tantos claveles blancos y rojos por el pelo como lívidas alburas o rojas rosas de la anemia y de la tisis por la faz. Maldito regocijo el de Sevilla, en un conjunto monstruoso que, no obstante, resultaba esplendente bajo el sol. A Esteban, ahora, desde lejos, simbolizábasele la ciudad famosa en una bella hambrienta agonizante que cantase bajo un cielo muy azul, tocando la guitarra.

Allá iba el tren, sucio y negro, brutal en su carrera con la fatigosa mole de sus máquinas, alejándoles la confusión y el ruido de una existencia absurda que tenía asimismo las entrañas de acero y de carbón. Sobrecogidos en el silencio inmenso de estos montes, creyeron que sus vidas recobraban una cristiana y dulcísima importancia de cosas amorosamente fundidas con la paz del Universo. Libres de la opresión de la ciudad, sus tesoros de amor y juventud se dilataban en una armonía maravillosa de esperanza con el canto de las ranas y los pájaros y los rumores de las aguas y las selvas.

Olía a tomillos, cada vez más, y todo alrededor se les iba confirmando recio y diáfano, en una plástica pureza generosa que parecía brotar de las encinas. Dejada atrás por la extensa vega del riachuelo una vacada, iban cruzando ahora, sierra arriba, entre hatos de carneros y chozas de pastores. Las piedras de las cercas eran del color del hierro y las talanqueras, fibrosas y resecas, igual que los arados. Volaban las tórtolas por encima del ramaje. Acudían leales y furiosos los mastines a ladrar al paso de las mulas.

Una guapa zagalota, descalza a media pierna, que de alguna fuente venía sola y descuidada entre los riscos, a una simple petición del Cernical, se detuvo y entregó para beber su cantarilla.

Porque el Cernical sudaba, con su incesante trajín de gritos y trallazos, que más que castigos parecían caricias a la yunta. «¡Anda con Dios, güena moza», había despedido jovialmente a la muchacha, tornando a poner en marcha el carro. Y Esteban y Jacinta, propensos a percibirle a todo su efluvio de poesía, recordaban que no eran éstos los palos y blasfemias de los carreteros en Sevilla, ni mucho menos los piropos con que por cualquier desierto camino de las huertas sevillanas se saludase, al ponerse el sol, a una linda joven que, como la que acababa de pasar, cruzaba los campos sola y gentilmente, sin miedo a que ultrajase a nadie sus pudores.

¡Ah, sí, indudablemente! Emanaba cada cosa aquí una rústica placidez encantadora. El carro, que en las piedras y baches del camino daba tremendos bamboleos, iba subiendo poco a poco, con un rudo tranquear de ruedas y de cubos que en nada parecíase a aquel estridor apremiantísimo del tren.

Dentro llevaba cuernos aceiteros, amarrados con cadenas, y mantas y cordeles que trascendían a monte fuertemente.

-¡Cudiao! -solía advertir Cernical en los pasos que ofrecían mayor dificultad.

Y entonces, mientras Jacinta y Esteban se afirmaban en las sillas, protegiendo de los golpes sobre todo al niño, que seguía durmiendo en brazos de la Nora, el Cernical, pasándose de rodillas al yugo desde el lomo de una mula, a fuerza de gritos y tirones del ronzal conducía el carro con una precisión que había acabado por tranquilizar a los viajeros. Unos zis, zas, tres o cuatro alternados movimientos de cuchara, otro más. violento caer a tierra firme, y he aquí el obstáculo salvado sin más que unos cuantos coscorrones.

Caminaban ya, ganando la mayor altura del camino, entre canchos y jarales. Un desfiladero de cobrizas rocas sobre cuyos picos cerníanse los murciélagos. Otra pastorcilla, seguida por dos perrazos tan altos como ella, guardaba cabras por la abrupta soledad. Y el carro, siempre resonando sus trancas, sus herrajes, tenía que aventurarse en desniveles y revueltas que poníanle a punto de volcar a cada paso.

Pero las alarmas de Jacinta las calmaba el marido dulcemente. Ella, luego, sonreía. Queríale mucho, y fiábale hasta sus emociones. Volvían a contemplar el paisaje bravo y pintoresco que se iba ensanchando delante de ellos con amplios horizontes del lado opuesto de la sierra, y dejábanse tomar de nuevo por la vasta calma de estos campos, que acogíalos en tan brusco y bello cambio de sus vidas.

Luego que ganaron el puerto, tornaron a ver el sol, que declinaba en un dilatadísimo celaje de oros y de púrpuras. Era una infinita sábana de nubes avellonadas, color de sangre, finamente festoneadas por la luz del astro, y que se prendían a él dejando a la derecha un claro cielo verde de nitidez maravillosa. Debajo abríase la enorme extensión ondulada de los valles, perdiendo en dorada niebla la fronda de sus dehesas, de sus olivares, de sus viñas, de sus huertas y sus tierras de cultivo. Un río, allá en el fondo, reflejaba en sus serenas tablas las lumbres del crepúsculo, y no muy lejos de la falda de la sierra veíase un caserío agrupado en torno de una torre cuya esbelta caperuza de pizarra parecía también saludar con sus llamas de reflejo a los viajeros.

¡Palomas! -se apresuró el Cernical a indicar-. Velayí el pueblo, que paice que se toca con la mano. Pues, tavía no hamos andao ni la mitad.

Lo miraron todos desde dentro.

-¡Qué pequeño! -opuso Nora la primera.

Y Jacinta y su marido, extasiados por el hermoso panorama, comentaron:

-¡Qué bonito!

-¡Qué bonito!

-Chiquirriquitín -cedió el carretero-, sí, qué concho, que lo es; pero a güeno y a bonito no hay por to er contorno quien le gane. Ahí van ostés, don Esteban, a viví lo mesmo que en la gloria. Ni enfermos que curá va usté a tené, que apuesto yo que no haiga más salú ni onde la crían.

-Nos lleva usted a la fonda, ¿sabe?

-¿Cómo fonda? Pero, ¿quié osté que vaya a habé fondas en Palomas?

-Bien; a la posada, a una hospedería, hasta que busquemos nuestra casa. ¿Las hay desocupadas, que sean buenas?

-Desocupás que desocupás, digo yo que no es sencillo, porque hasta osté no hamos tenido médico, médico propio, vamos ar decí, y no hay pal médico casa que se diga. Cada cualiscual tiene su apaño; pero no es que haigan de fartá, y en tan y mientras, por esta noche, se quearán ostés en la der señó Vicente Porras. ¡Riaá, Morita! ¡Riaá, Serrana! ¡Arsa!... ¡Jaup! ¡Jaup! ¡Jaup!...

Las mulas trompicaban en otro mal paso del camino; atendió a ellas Cernical.

Esteban, mirando al pueblo, trataba de compenetrar la impresión de su espectáculo con la única que de él había podido adquirir en un Diccionario enciclopédico donde se hubo procurado los informes. Brevemente, el libro le había dicho que Palomas era una aldea de ciento veinte vecinos, situada en las feraces estribaciones de Sierra Morena, con escuela pública, Juzgado municipal, a diez kilómetros del apeadero Los Torniscos, donde el tren hacía una hora les había dejado, y con producción de cereales, de vinos y de aceites.

Él y su mujer, además, por recuerdos de versos y novelas, apoyados con los de la infancia de la Nora, que había nacido en otro pueblecillo andaluz, y confirmados por la verdad tan dulce que la realidad les iba presentando, traían el alma rebosante de la visión de estos edenes perdidos entre idílicas montañas con sus gentes nobles, sencillotas; con sus ricos generosos, sus pastores, sus esquilas de ganados y sus bailes de alegres mozas en medio de una dicha patriarcal regida sonriosa y santamente por la torre de la iglesia y por el cura. Cada estación del año representábaseles con un diverso encanto, siempre lleno de cándidas bellezas: el invierno, de nieves y de fríos cortados por el humo en espiral de los hogares, en que a la hora del Angelus contaríanse cuentos de brujas y de lobos; la hermosa primavera, que tendería sus mantos de esmeralda como alfombras del amor y del trabajo; las eras del estío, con sus noches de chicharras y de estrellas...; y el otoño, en fin, que poblaría las viñas de lindas muchachas y zagales cuyos cestos les coronarían de pámpanos las frentes...

Sin decírselo, dándoselo a entender con medias frases, sentían Jacinta y Esteban la viva sugestión de todo esto, en tanto Nora dormitaba sobre el niño. Fatigados ellos también por el largo viaje, y con ganas de llegar, habían notado que el carro, siguiendo sierra abajo las largas eses de la cuesta, según fue anocheciendo parecía alejarse de Palomas.

El cielo perdía su esplendor de roja lumbrarada, y en los llanos encendíanse por sitios diferentes unas líneas de llamas que brillaban cada vez más, como si caídos del celaje los fuegos de sus púrpuras fuesen abrasando la campiña. El Cernical explicó que era la quema de rastrojos, útiles sus cenizas para abonar las tierras, luego que habíanlos esquilmado las espigadoras y las cabras.

-Por lo visto -dijo Jacinta, volviendo a reclinarse cansada en el hombro del marido-, no había habido nunca médico en Palomas.

-No. Se conoce que lo visitaría el de algún otro pueblo, como anejo.

-Mejor. Así, nosotros..., tú, fundas esa plaza, y estarán contigo más contentos.

El recordó un temor ingenuo, que hubo de servirles para reír mucho, en Sevilla, cuando resolviéronse a este viaje, y tornó a repetirlo, bromeando:

-Sí, sí, mujer... Lo único que siento es venir a un sitio donde... ni ¡médico tendremos!

-¡Tonto! -le acarició Jacinta.

Y se calló.

Se calló él también, y el silencio los lanzó en evocaciones muy amargas -porque además ambos sabían que aquel recelo sincerísimo tenía por fundamento la escasa fe de Esteban en sí propio, en su aptitud para ejercer la profesión.

Un rato después, a oscuras dentro y fuera del carro, al que por ir ya siguiendo el camino llano y arenoso del borde de un arroyo podía el Cernical guiarlo con descuido, el joven médico, siempre sintiendo en la mejilla el pelo de su niña esposa, de la madre de este hijo del alma de los dos, asimismo en su angélica inocencia tan abandonado a los amparos de él..., como en el centro de su conciencia lacerada contemplaba sus recuerdos. Un dolor los presidía; y era el de su madre, muerta sin haber logrado verle con la carrera concluida, sin haber podido disfrutar el gozo de saberle al fin en condiciones de ganarse la vida por sí mismo. Él iba a situarse entre honradas gentes útiles, para serles útil a su vez, y solamente, en tal consagración de dignidad pudo recibir en cartas de sus dos hermanas las alegrías de la victoria.

¡Muertas o tan lejos, todas las ternuras que hoy pudiesen festejarle su contento y rodearle en el amor de la pequeña y nueva familia suya que este carro conducía por las sombras de la noche y de los campos con ansias de un poco de fortuna!

«Palomas». Hasta el nombre del pueblo parecíale consagrado de blancuras e inocencias... Llamaríase así, quizá, porque en él abundasen las palomas.

Y el carro, al fulgor de las estrellas, seguía marchando lento, lento, entre fuertes y selváticos perfumes de hinojos y mastranzos, haciendo gemir ahora blandamente sobre la arena del camino sus trancas y sus cubos.




ArribaAbajo-II-

-Dispierte si le paice a las señoras, porque vamos allegando.

-¿Llegando? -extrañó Esteban, que no veía entre las sombrías siluetas de unas tapias luz alguna.

-Sí, señó. Estos son los corralones.

El camino hacíase otra vez desapacible; un rudo bamboleo a la vuelta de una esquina despertó a Jacinta y a la Nora antes que Esteban lo intentase.

Entraban en las calles. El carro, a juzgar por sus saltos y sus ruidos, cruzaba un piso donde sucedíanse a cada instante los barrancos de tierras y los manchotes de empedrado. No había más iluminación que la que trasponía tímidamente el portal de algunas casas. En una, a cuya puerta veíase mucha gente, detuviéronse.

El médico saltó al suelo y recibió afectuosísimos saludos. Hubo que quitar la yunta para que bajase la familia.

Pasaron al interior. En una gran cocina, alumbrada con dos reverberos de petróleo, vieron los recién llegados que les cumplimentaba la plana mayor del pueblo.

El concurso se instalaba en sillas alineadas por las paredes y en torno a una mesita donde lucíase abundante provisión de vino, leche, pestiños y aguardiente. La llegada del médico constituía, sin duda, un gran acontecimiento en el lugar. Con el desorden de alborozo, tardaban en sentarse. Esteban colegía que el señor Vicente Porras debía de ser aquel hombre más alto, más serio que los demás, vestido como ellos de faja y paño pardo, y tan toscamente campesino como todos; pero en quien advertíase una digna autoridad de amo, inconfundible.

Sentaron al médico y a su mujer en sendos sillones de brazos, que veíanse apercibidos en el testero del hogar, sin lumbre en este tiempo, y así los dos jóvenes quedaron presidiendo aquella recepción.

Obsequiáronles con cosas de la mesa las hijas del señor Vicente. Llanotas y toscas como el padre, vestían con la misma aldeana sencillez que las vecinas.

Andaban torpes; sobrecogidas, se dijese, por el fino aspecto de la médica, que tal que una rubia marquesita, vendría a ser el adorno de Palomas.

La distinción, el lujo y principalmente la juventud del matrimonio, causaban gratísima sorpresa.

Y pronto, bien pronto, al notarles su bondad y su timidez, de paso que una de las hijas de Vicente despertaba y se llevaba al niño en brazos, Vicente y su gorda esposa, Juana, empezaron a tratarlos en calidad de paternales protectores.

Bromeáronles un rato sobre aquellas ciudadanas vestimentas. Aquí podrían ahorrarse el gasto, vistiendo ella de percal y el médico un capote en el invierno. Sin embargo, se les veía contentísimos con la adquisición de estos médicos de fuste, y al tiempo que les ofrecían la casa, por esta noche, hicieron que un tío Zumba, allí presente, confirmáraseles propicio a cederles dos alcobas en la suya, hasta que encontrasen algo de su agrado.

-Pero, ¡Virgen, si paicen hermanitos! ¡Dos criaturas! -repetía la señora Juana.

-¡Dos criaturas! ¡Dos criaturas! ¡Como hermanos! -coreaban los demás, admirando a aquella rubia y linda señorita que incesantemente sonreía complacida de tan gran cordialidad, complacida de la eucarística blancura de la estancia en cuyas bóvedas veíanse por docenas las morcillas, y en cuyos muros brillaba limpia la espetera con sus cobres y sus hierros.

Truncóse la cordial algarabía con algo trascendente. Otras mujeres entraban buscando al médico. Sabiendo que acababa de llegar, querían que viese al tío Macario el guarda, que estaba con un cólico.

-¡Ah, qué bien! ¡Tener médico siempre tan a mano! -celebró el señor Vicente, dispuesto a acompañarle.

Fueron con él muchos más y condujéronle del brazo, entre dos, para que no tropezase cuesta arriba. Oscuro, todo oscuro; no se veía absolutamente nada.

-¡Arce usted los pies, y caigan donde caigan! -recomendábanle, en una cariñosa protección casi burlona.

Un perro les ladró, y uno de los acompañantes le despidió de una patada. Luego les ladró otro perro, y largáronle un trancazo.

-¡Pa los perros -aconsejó un hombrón que iba delante-, debe usted, don Esteban, procurarse un garrote como éste!

Y Esteban, trompicando, sentía el ridículo de su desmaño ante las cosas y los hábitos del pueblo, igual que cualquiera de estos hombres sería un paleto en Madrid, aturdido por los voltaicos focos y torpe para sortear los carruajes, él lo estaba siendo en Palomas, incapaz de marchar entre baches y tinieblas sin auxilio. Unas veces pisaba en blando, como paja; otras, aristas y picos de peñascos; pero los aldeanos tendrían ojos de lobo que les permitiese ver en las tinieblas.

Llegaron. Estaba llena la casa del enfermo, ansioso el pueblo por ver a su médico en funciones.

-¡Anda, anda! ¡Qué jovencito! -oyó Esteban que comentábanse de unas en otras las vecinas.

La alcoba no era grande. La cama, sí, y llegaba casi al techo, de cuyas negras vigas pendían botas de montar y arreos de caza. Tropezándose con ello, Esteban se instaló junto al paciente. No pudo en seguida intervenir, por respeto al acceso doloroso en que el guarda retorcíase lanzando clamorosísimos quejidos. El dolor y el calor tenían al pobre hombre sobre las ropas de la cama, al aire, además, el vientre, entre la camisa y el sucio calzoncillo. Esta desnudez no parecía alarmar el pudor de las vecinas, que se apretujaban dentro y a la puerta con el ansia de mirar a Esteban y de verle poner remedio a la grave situación.

Grave, sí, tal vez: parecía indicarlo la faz desencajada del paciente y la falta de pudor de las mujeres, que sólo suele darse, por piedad, en las grandes inminencias de peligro.

Comprendía el médico que iba a jugarse la opinión en que hubiesen de tenerle desde luego estos fiscales y fiscalas de su práctica primera (tan primera, ciertamente, aquí y fuera de aquí, que nunca habíase visto con un enfermo encomendado a su responsabilidad antes de ahora), y trataba de afinar su proceder, su lucimiento. Había al lado opuesto del lecho, sobre todo, una vieja con gafas redondas que le miraba fija y le azoraba. Según manifestó, ella le había puesto al guarda la cataplasma del vientre; tratábase de un cólico producido por un chorizo con guindillas y un potaje de habas secas.

Lo malo para Estaban, aun teniendo la fortuna de encontrar hecho el diagnóstico, era que no había estudiado el cólico jamás. Ni sus patologías ni sus maestros habláronle de las enfermedades del estómago, sino a partir de las gastritis; es decir, de efectos harto más fundamentales e importantes que la simple indigestión. Y entonces, ¿dónde haber aprendido él a curar la indigestión ni cómo tratar la de este hombre, que retorcíase de dolores igual que una serpiente?

En las treguas del dolor, reconocía e interrogaba:

-¿Cómo se llama usted?

-Macario Broza, pa servirle..., ¡ay!, ¡ay!

-¿Qué edad tiene usted?

-Cuarenta años.

-¿Es usted casado?

-Sí, ¡mecachi en diez!

-Le duele aquí, ¿no es esto?

-Uuuff... -rugió Macario, y enroscóse con otra crisis de dolor, lanzando gritos.

Aguardaba Esteban, pálido, con toda su universitaria ciencia puesta en conflicto de total inutilidad y de fracaso ante una de estas vulgares indisposiciones que cuando pequeño y sin necesidad de médico a él mismo curábale su madre. Las mujeres que estaban observándole y la vieja de las gafas sabrían en este caso más que él. Honradamente, debería entregar a los cuidados de ellas el enfermo, confesándolas la imprevisión de los libros y de los profesores de medicina al no enseñar el cólico.

Sino que..., ¡bah! ¿Cómo tomaría el público semejante candidez?... Su condición, el prestigio de su título, imponíanle la farsa, aunque hubiera de ser con perjuicio del enfermo.

Porque eso sí..., los recuerdos de sus libros, que no estudiaban tal dolencia, abrumábanle, además, al querer trazarle el plan de curación con dispensas y contrarias reflexiones. Veía delante dos urgencias: calmar el dolor y expulsar los nocivos alimentos. Sino que daba la casualidad maldita de que una y otra indicación fuesen decididamente inconciliables: si administrase láudano o morfina, en el aparato digestivo paralizaríanse los planos musculares, reteniendo las materias dañosas por quién supiere cuántas horas y provocando acaso reabsorciones, infecciones; y si, al revés, daba un emético, exacerbaría los espasmos dolorosos, tan tremendos ya, exponiéndose a romper el intestino... De donde inferíase la probabilidad, bien lamentable, de convertir en mortal, un trastorno pasajero por una torpe intervención.

La gente fatigábase de tantas inútiles preguntas como él seguía haciendo por darse tiempo a meditar y empezaban a mirarle recelosos. El maternal afecto que la juventud de Estaban había inspirado a las mujeres, creía él que se le iba transformando, al fin, en una condescendencia compasiva. No debía retardar más cualquier resolución. Pálido, temblando, sacó lápiz y papel, y entre aquellos dos remedios capaces de originar una catástrofe, prefirió el menos ofensivo. Púsose a escribir:

Ds.

Láudano de Sydesham...



Pero se detuvo al oírle a la vieja de las gafas:

-Vaya, don Esteban, disimule; le habemos molestao pa una simpleza, porque usté no diga que se mete una a excusá...; pues claro es que aquí no hace farta más que un vomi.

-¿Un qué?

-Un vomitivo y un buen jarrao de agua caliente pa detrás.

«¡Ah!» -sorprendióse el joven mentalmente, En seguida, supliendo con aquella tan persuadida de la vieja la experiencia que a él faltábale, siguió escribiendo en la receta:

Ds.

  • Láudano de Sydesham........ 4 gr.
  • De ipecacuana en polvo........ 3 gr.
  • Y
  • En 3 papeles.

-¡El vomitivo! -dijo-. Pongo también láudano, por si luego le siguiesen las molestias. Entonces le dan ustedes, en agua, doce gotas. Lleven un frasco a la botica.

Supo que no había botica en Palomas, como no había alumbrado público. Se surtían de Castejón, villa distante legua y media. Sin embargo, tío Potes, el barbero, y otros vecinos guardaban provisiones de todos los remedios usuales: purgas, vomitivos, calmantes, quinina, malvavisco...

Escapó un muchacho a casa del tío Potes.

Esteban, que había ido a esperar en la cocina, vio rato después entrar a un personaje que produjo expectación; le abrían calle en el pasillo las mujeres, y el recién llegado, solemne y mudo como un rey que se dignase presentarse ante otro rey, iba avanzando hacia Esteban con un papel en cada mano. No llevaba sombrero ni nada en la cabeza, y la frente, amplísima, orlada de pelo rizoso y gris, las gafas tras de las cuales brillábanle los ojos y el limpio y afeitado rostro audaz e inteligente le daban el aspecto de un convencional francés o el de uno de aquellos sabios a quienes mató la guillotina.

A seis pasos del médico marcó una reverencia; siguió acercándose, hizo otra cancilleresca inclinación y dijo esbozando una sonrisa y presentando sus papeles:

-Saludo al doctor, al joven doctor con todos mis respetos. ¿Querría el señor doctor decirnos, de estas dos clases de polvos, cuál es la ipecacuana y cuál la quina loja?

Adusto el continente, tendidas ambas manos, quedó en actitud de desafío. Esteban, que habíase levantado de la silla, no sabiendo, en verdad, cómo corresponder a tales ceremonias, no sabía tampoco qué pensar del tono aquel de la pregunta. Aunque su interlocutor vestía de paño pardo y de seglar, creyó que fuese el cura -juzgando por la especie de alzacuello que el alto chaleco le formaba-. Fuese quien fuese, no cabía dudar que le ponía en un compromiso. La consulta, más que para un médico, era para un farmacéutico acostumbrado a diferenciar las medicinas. Él no había visto nunca, quizá, estos medicamentos, aunque en la terapéutica estudiase su color y su sabor. Examinándolos, hallaba en ambos el mismo aspecto de canela, la misma finura entre los dedos... Gracias a que se le ocurrió tocarlos con la lengua y que el amargor intenso de la quina le dio la solución.

-¡Ésta, ésta es la ipecacuana! -resolvió, señalando el papel que precisamente le retiraba más el hombre aquel, como si ansiara hacerle incurrir, por la elección del otro, en desacierto.

-¡Ah, oh!.¡Muy bien! -exclamó con énfasis el extraño personaje-. Y diga el señor doctor: tratándose de un remedio enérgico de los que Hipócrates llamaba heroicos, ¿ha reparado usted bien, al propinarlo, si el enfermo padece alguna hernia que lo podría contraindicar? ¿Se ha fijado el señor doctor si el cólico de este enfermo es un cólico sencillo o un cólico cerrado, quizá, de miserere?

Las preguntas esta vez tenían un fondo que hizo a Esteban inmutarse. En realidad él, a pesar de sus irresoluciones anteriores, no había pensado en tales contingencias, y cualquiera de las dos podía hacer mortal el motivo.

-¿Es usted médico? -tuvo que inquirir, movido a la sincera duda por el tono magistral y por la técnica expresión del reparoso.

-¡No, señor doctor, un pobre rapabarbas! -repuso éste con dolido y humildísimo sarcasmo-: un pobre aficionado, nada más, que no sabe nada de cosa alguna de este mundo; pero que lleva cuarenta años curando a los dolientes cuando ustedes los señores doctores pídenle su ayuda o lo permiten! Así, si lo dispone usted, yo administraré la ipecacuana sin pérdida de tiempo, en dosis emética fuerte, en dosis débil, en dosis alterante, o expectorante, o un laxante, o aun antidisentérica, según empléase desde el tiempo de Galeno y se sigue empleando en el Brasil... ¿Cuánto, pues, en gramos..., ya que no dijésemos en dracmas, porque no le guste este sistema de pesas y medidas a los médicos modernos?

-¡Tres! -mandó ya firme Esteban, comprendiendo que se trataba de un barbero charlatán.

Además, había visto la necesidad de cortar el pugilato de rivalidades que el tío Potes quería entablar con él ante las gentes, y añadió, dándole a su tono toda la posible autoridad:

-Y no tenga cuidado..., ni hay hernia, ni obstrucciones. ¡Lo sé perfectamente!

Sin embargo, antes de salir, sumiso a los razonables temores del tío Potes, y mientras éste entre dos sillas preparaba aparatosamente el vomitivo, entró en la alcoba del enfermo y le reconoció las ingles para quedar tranquilo sobre que no sufriese de hernias...

Y en la calle, luego, conducido otra vez del brazo por la negra oscuridad, llevaba la íntima e inmensa persuasión de su fracaso; de su nulidad, de su derrota.

Como un general que previamente desconfiase de sí mismo, en la primera leve escaramuza había adquirido la total impresión del vencimiento. Más inútil que la vieja ante el trance de aliviar un simple cólico. ¿Qué iría a ser cuando se hallase frente a enfermos de importancia?... El barbero, este barbero que quizá hubiese recibido del alcalde o del señor Porras la misión de sondearle, de estimarle al joven médico los grados de su ciencia, pues que así tenía todo el aspecto de una escena preparada la que acababa de ocurrir, sabía más, a no dudarlo, que el mismo ex estudiante loco que habría venido aquí para engañar con su título a las gentes.

Poco importaba que esta primera vez hubiese podido escapar de las tretas del barbero. Iría a ser su rival, harto temible. Era éste, por tanto, un pueblo no sólo sin farmacia; sino sin médico, según él temió en Sevilla, desde luego, descontándose a sí propio; y se parecía ya francamente un farsante al seguir acogiendo las palabras y las bromas cariñosas de los buenos aldeanos, que acaso pronto le tuviesen que despedir a puntapiés.

¡Su ansiosa emoción de paz en las bellas y honradas calmas de Palomas, fundíansele y se le amargaban con la bien clara conciencia horrible de su ineptitud para merecerlas!




ArribaAbajo-III-

Dormía Jacinta, y su marido se incorporó junto a ella cautamente para ver el reloj, en la mesita.

Las tres.

Cerró el libro.

Llevaba estudiando siete horas. Había estudiado mucho, además, por la mañana y por la tarde. Necesitaba descansar. El otro barbero que le acompañaba a la visita hasta que él supiese las calles, vendría a las siete. Pueblo de trabajadores, de madrugadores, el propio Vicente Porras, instituido en consejero y protector, le había recomendado que viese temprano a los enfermos.

Estudiaba, sí; estudiaba como un loco, en una ansiosa excitación de toda la noche y todo el día, que le dejaba apenas tiempo de reposo. La pobre Jacinta, sin decirle nada, comprendiéndole no obstante los apuros, reservaba en un silencio dulce y compasivo sus tristezas.

Pero las de Esteban exaltábanse con el espectáculo de este camaranchón en que habíanles alojado. Digno de la mísera aldehuela a que los trajo la desdicha, encerraba como una grosera y destartalada cárcel las rotas ilusiones de los dos, las ternuras delicadas de sus almas, aquel pedazo del corazón que era el hijo de ellos, y que aquí también, con Nora, dormía en otra cama, protegido al menos por la angélica ignorancia de su suerte.

Contraste horrible el que formaban las doradas y coquetas camas, las colchas y sábanas casi lujosas que había ido bordando en Sevilla su mujer; los muebles modestos, pero finos, y que entre tanta fealdad parecían regiamente desplazados, con el suelo húmedo de tierra, con las paredes sólo blancas hasta la mitad, con el alto techo de pajar, a teja vana.

En obra esta casa y suspendida por la falta de recursos del tío Zumba, que intentaba levantarle un piso dedicándolo a desván, únicamente los muros exteriores habían logrado el suplemento que elevó dos metros el tejado; y dentro, los tabiques, con un festón de adobes por encima, establecían a través de los negros palos de la techumbre general una molesta comunicación de todas las estancias.

Así, escuchábase por el de la derecha las hondas respiraciones del sueño o los ronquidos de la familia entera, de los muchachos, de las mocitas, del matrimonio; y así oíase y percibíase por el de enfrente los pisotones y resoplidos de una mula y dos borricos en la cuadra, y los olores de la suela y de las botas viejas que uno de los hijos del tío Zumba tenía emplazadas con su tenderete de humilde zapatero en la cámara contigua.

Esteban, volviendo la mirada desde tantas desolaciones a su bella, a su delicadísima Jacinta, sufría el pesar de la degradación enorme a que habíala arrastrado torpemente. El mismo dolor con que estas cosas le herían a él, al señorito que allá en su hogar de Badajoz, y aun en los más modestos hospedajes de Madrid y Sevilla, había adquirido hábitos de dignidad y comodidad harto distintos, le daba la medida del que estuviese barrenando a la niña infeliz acostumbrada al mimo de sus padres.

¡Pobres padres, si supiesen siquiera sospechar la pocilga en que su hija reposaba! ¡Pobre madre, también, la suya!... Murió durante la plena tempestuosa vida del estudiante trasladado del Madrid feroz, donde dejaba un drama, al Sevilla loco, donde sólo pensó en emborracharse; esto la haría creerle perdido, incorregible, sin porvenir, con un más que mezquino capital como único recurso... «¡Sé un hombre, por Dios, hijo mío, y júralo por cuanto te quiero!», fueron sus últimas palabras. Lo juró él, pensando en la pequeña hermana, y fue tarde, a no dudar..., pues que sólo había podido obtener como premio el infierno de esta aldea...

Al menos Gloria, la pequeña hermana, tuvo al poco tiempo, cuando la familia se desarraigaba de Badajoz, enteramente con la forzosa marcha de la mayor para seguir a su marido a la comandancia militar de Reus, la suerte de casarse con el buen Daniel, con el vista de Aduanas, que se la llevó en seguida a Irún, siguiendo su destino.

Y no, no había tenido suerte él, viniendo a dar en este pueblo, y a pesar de que ni aun lo merecía. Tarde, muy tarde, sin duda, la regeneración que le prometió a la moribunda... No había tenido suerte, y de un modo cruel, fatal, parecía predestinado a transmitirles su desdicha a los dos ángeles que amó: a esta delicadísima Jacinta, a aquella Antonia de su drama.

¡Antonia! ¡Oh, Antonia, mártir de no sabríase qué implacables maldiciones! Su espectro, su recuerdo doloroso, le surgió en el corazón.

Ídolo del primer celeste amor de sus adolescentes y purísimos amores, reina y luz de salvación allá en Madrid para su suerte y su albedrío..., y hoy arrancada de su dicha y de sus brazos... quizá podrida por el vicio en el lecho de algún hospital donde Dios hubiese sido bien piadoso si cortó con la muerte sus tormentos...

Nadie hubiérale hecho creer a Esteban, cuando tres años antes, en la casa de bravos trabajadores dulces y amorosos de enfrente del Retiro soñaba con su Antonia la dicha de estos días..., que estos días habrían de ser de tantos infortunios y que, no ella, sino otra víctima de angélica inocencia fuese la que habría de acompañarle.

Se hundió más en el infinito pesar de sus memorias. Constituíanle un remordimiento y trataba de aplacarlo sincerándose en el secreto de sí mismo junto a esta amada compañera que también las conocía. Recordó la tarde en que, investido de tan dura potestad, fue su cuñado Ramón a apartarle de la Antonia venerada, de la Antonia infortunada. Enviáronle a Sevilla para que, lejos de la hundida en los horrores de Madrid, él continuase estudiando; y la desolación no le permitió otras treguas de consuelo que el del vino, entre aquellos estudiantes paisanos suyos, juerguistas y borrachos, que únicamente frecuentaban las tabernas. Vino el inopinado regreso a Badajoz por la muerte de su madre; acaeció más tarde, con la boda de Gloria y el traslado de Ramón, aquella dispersión de la familia, y el buen cuñado, aprovechando el azar de haber llegado a Sevilla unos de sus próximos parientes y advertido de la vida crapulosa del muchacho, le recomendó a la atención de aquéllos.

Cambió Esteban su conducta. Los parientes de Ramón eran los padres de Jacinta y de otras cinco niñas más pequeñas. Asimismo ingeniero militar, teniente coronel, el jefe de aquella casa, resultó para el descarriadísimo chiquillo un tutor afable que hacíale estudiar al lado suyo diariamente y comer a su mesa con frecuencia. Trató Esteban a Jacinta, criatura encantadora de dieciséis años que con su madre cuidaba como otra madrecilla a los hermanos, y poco a poco fueron ambos jóvenes pasando a una amistad confiadísima e inmensa. El estudiante trocaba su desorden en hábitos de aplicación, cuya gran fe se dijera sostenida por los claros ojos y la bondad inefable de Jacinta. Tanto el uno al otro confiábanse, que él llegó a contarla la tragedia de su Antonia; y hablando, hablando de ello muchos días, llorando juntos muchas veces por aquel siniestro amor, una tarde descubrieron en un santo beso de sus bocas, de sus llantos, que la compasión hacia la enormemente desdichada habíales ido enamorando de ellos mismos.

Esteban consideró su nueva pasión, así nacida entre piedades, como un grave problema que poníale en trance de traición y de peligro dentro de la casa paternal, a menos de arrancarse de ella para verse nuevamente en los yertos desamparos. El ansia de ternuras que le había recrudecido la, muerte de su madre, hízole afrontarlo con lealtad, con valentía.

Tenía aprobado el cuarto año; y le faltaban dos. Podía disponer de mil quinientos duros de su herencia y conceptuábalo suficiente para concluir sus estudios y tomar el título de médico. Su tenaz, su antigua idea de un hogar que permitiésele el trabajo fuera de inmundos hospedajes, prendió otra vez en su obsesión; y formalísimo una noche, solemne, consultó el plan con Jacinta. Lo midieron, lo pesaron, diéronle mil vueltas. Se trataba de casarse, procediendo a tal intento con las noblezas y cautelas, de cuya necesidad había sido él tan durante aleccionado cuando aquel otro proyecto parecido con Antonia. Primero quería obtener, y obtuvo, la aprobación de la asombradísima chiquilla; luego, encomendaríanle el éxito del plan a una carta que le escribiese a su cuñado, el cual, si lo aceptara, se tendría que encargar de descubrírselo a los padres de Jacinta, colaborando con ellos para la total realización, dado que a su vez quedaran convencidos...

No fácil la empresa ciertamente, mas supo acometerla con tanto ardor, con tanta elocuencia apasionada en aquella carta portadora de los ecos de su soledad espantosa por el mundo, que no tardaron la hermana y el cuñado, al meditar al mismo tiempo y de un modo principal sobre las buenas cualidades de Jacinta y sobre la triste situación y la invencible vocación del muchacho al matrimonio, en prestarle su concurso. Surgió después el de los padres de la novia, en mitad de su sorpresa, persuadidos también del talento y del excelente corazón del yerno en perspectiva; y la boda se realizó... un poco por gracia a tales condiciones y un no menos, quizá, por la estrechez que el sueldo del teniente coronel imponíale a la familia numerosa.

Quiso la desgracia que al año, cuando nacía este niño que habría venido a completar la felicidad de los esposos, un traslado militar a Ceuta le arrebatase de Sevilla la familia a esta otra joven familia del estudiante, condenado a no poder vivir en poblaciones que careciesen de la Facultad de sus estudios.

Instaláronse en una casita limpia y nueva, y la sombra de la soledad los puso tristes, completándoles exacta la noción de cómo no podrían fiarle el porvenir a nada que no fuese el propio esfuerzo. Vino con la inquietud el ansia de computar los medios económicos de que disponían y el tiempo que aún le hiciese falta al presunto médico para acabar la carrera y ponerse en condiciones de ganar; y esto, hora por hora, les formó un martirio contra el cual los dos se refugiaban en la mayor idealidad de sus cariños.

Época harto penosa, a través del Sevilla alegre del sol y de los faustos. El porvenir estaba suspendido sobre ellos con una precisión numérica, de contabilidad, en que el error de cálculo más leve los podría sumir en la miseria. Y por cálculo, por honrada previsión, antes que por verdaderas urgencias económicas, redujeron su presupuesto a una mezquindad anticipada que hacía muchas veces protestar a Nicanora en la cocina...

Tales habían sido durante los últimos meses sus zozobras, luego que Estaban se encontró hecho médico en Sevilla, pero sin clientes, sin vislumbre alguno de adquirirlos, que su proyecto de prepararse para cualesquiera oposiciones quedó truncado por la más expedita solución de requerir las vacantes de tres pueblos. En efecto, no obstante la severa economía del matrimonio en el segundo año, rayana en la miseria, vieron, espantados, que después de pagar los seis mil reales del título, les quedaba apenas cinco mil...

Palomas fue de los tres pueblos el único que le aceptó, otorgados sin duda los otros, de mucha mayor importancia en sueldo y vecindario, a médicos cuyas solicitudes habrían ido al concurso con hojas de estudio y méritos prácticos más considerables. Ciertamente, Esteban comprendía que había seguido la carrera a tropezones, en alternados lapsos de trabajo y de vagancia, que sembraron su expediente de notas buenas y de malas notas, entre las que no faltaban los suspensos. Dichoso, pues, de tener este Palomas, donde proponíase devorar los libros aprendiendo o metodizando cuanto con gran desorden se asimiló teóricamente en las escuelas, le bastó saber que entre la asignación como titular y el trigo de las igualas vendría a cobrar dos mil pesetas anuales. Sus miedos, sus penurias económicas, resolviéronle ya que esto estaba lejos de Sevilla, a renunciar al viaje de previa indagación, que habríale forzado a nuevos gastos si volviese por Jacinta, o que hubiérale impuesto a ella, tan chiquilla, la necesidad de andar sola en los trenes con Nora y con el niño.

Y le pesaba ahora, tardíamente. De haber venido solo no hubiese aceptado esta aldehuela mísera y horrible, donde tenían que dormir como los cerdos, en promiscuidad con bestias y gañanes.

¡Ah, qué techo, por favor!... Entre los negros palos y algunos resquicios del cañizo descubríanse los luceros.

Apagó la luz por no verlo..., por no pedirle llorando al sueño de Jacinta el perdón que no se atrevía a implorar de sus sonrisas dulces, de sus sonrisas tristes cuando la veía despierta.

Sin embargo, no lograron las tinieblas ahuyentarle la feroz preocupación. Sobre el suave respirar de su mujer y sobre el sutil aroma de violetas que las ropas de ella trascendían, seguía advirtiendo los ronquidos del tío Zumba y los olores a cuadra y a zapatos; y como si su presente situación no se integrase de consumados hechos, ya por lo mismo inevitables, estéril y constantemente la imaginación del joven debatíase en un problema: «¿Era mejor haber venido aquí, donde siquiera tendrían seguro el sustento material, o habría sido preferible quedarse en su pequeña y linda casita de Sevilla?» ¡Ah, sí, cuestión horrenda, aun considerada con un dilentantismo incapaz de transformarla, puesto que no podrían emprender el regreso sin una realidad de fuga vergonzosa, de desastre y sin un nuevo gasto que les acabase de poner en la miseria!... En Sevilla, el hambre, la desesperación. Aquí, la carencia eterna de todo halago de belleza, en un ambiente de domesticidad animal, lleno por el más sucio y pobre salvajismo.

El pueblo no podía ser más desdichado -especie de dantesco islote, de sarcástica zahurda en mitad de la hermosura de sus campos. De más lo vieron Esteban y Jacinta, y él muy singularmente al recorrerlo haciendo la visita desde el mismo día siguiente de llegar.

La única casa aceptable, de ocre y azul su fachada, de tres rejas, que daban al Ayuntamiento, era, en plena plaza, la de aquel señor Vicente, capitalista y cacique máximo, más aún que el Cernical enamorado de Palomas. El Ayuntamiento consistía en un zahurdón, cuyo piso bajo se destinaba a escuela; y la plaza venía a ser una un poco ancha calle irregular, desempedrada, llena de baches y de paja, donde cada vieja vivienda, la mayor parte sin revoco y construidas de piedra y barro, trazaba un ángulo, una esquina, utilizables para tener los carros y los cerdos.

Partían de aquí las calles, si de tal modo pudieran denominarse los zigzag y rinconadas laberínticas, en todas direcciones y con un desorden caprichoso. Cuestas, sin cesar; paja, más paja por el suelo, excepto en los sitios donde las rocas asomaban lo mismo que arrecifes. Y como la molida paja de las calles se debía a que en este tiempo recogían la de las eras, Esteban, pilotado siempre por aquel barbero enjuto y tuerto, veíase a punto de naufragar en los montones que cogían de lado a lado. Las casas permanecían cerradas, ahogando de calor a los vecinos, o abiertas al dichoso amarillo tamo que nada dejaba de invadir, pues desconocíanse en las puertas y ventanas los cristales. Un día de viento, había sido para el pueblo un insoportable e incesante torbellino, que lo tuvo envuelto en polvo y en doradas nubes hasta por lo alto de la torre, de cuyo campanario sin campanas, hendido por un rayo tiempo hacía, huyeron sofocadas las cigüeñas.

-Pero, oiga usted, Román, ¿y el cura? -le preguntaba Esteban al barbero.

-¿El cura? -respondía Román guiñando el ojo sano-. ¡Valiente mozo está! Es decir, mozo, no; que anda l'hombre alreó setenta abriles y tié un ama que aunque ya es tan vieja como él, dicen que ha sido un pero de bonita. Er cura no va más que a su misa, cuando va, y está con to er mundo enforruscao, porque no quié er pueblo comprarle otras campanas, hubo que quitarlas de orden del alcalde, al quearse la torre por un rayo, Dios nos libre, daleá, y paice ser que aluego aluego las vendieron.

Seguían pisando paja, asaltando entre los carros de redes y los bieldos aquellas fofas montañas amarillas, y aunque el uno al otro sacudíanse, por mutua caridad, Román tenía incrustada en las solapas y en el pelo y las pestañas la paja de tres meses... Esteban al concluir la visita, quitábasela de los calcetines, de todo el cuerpo, por medio del general lavoteo con que veíase forzado a sustituir el baño, imposible de tomar en un pueblo donde no había tinas, ni noción siquiera de su uso.

La familia del tío Zumba mostrábase asombrada, del gran consumo de agua que hacían el médico y la médica; tanto más empezaba esto en la aldea entera a comentarse, cuando que precisamente el trabajo principal de Esteban iba consistiendo en recibir mujeres que le llevaban a sus niños para saber si, como una medicina excepcional, peligrosísima, podrían bañarlos en la charca de la dehesa, preparándolos con una purga, lo primero. Aparte los chiquillos, que, además, habían de tener sarpullidos o picores y que iban rabiando hacia la charca igual que hacia el cadalso, nadie en Palomas bañaríase por nada de este mundo.

No otra sería la explicación de las verdes moreneces que advertíase en las mujeres, jóvenes o viejas, muy peinadas, sin embargo, con su raya al medio y su moño picaporte. Se lavaban la cara por las fiestas, y el cuerpo nunca, a pesar de que tenían a orgullo llevar muy limpios sus pañuelos, sus faldas, sus corpiños, lo cual hacíalas pasarse enjabonando ropas todo el día. Al amanecer, en su primera visita a los enfermos, Esteban solía ver hombres y mocitas que en las puertas o en el cuerpo delantero de las casas, chapuzábanse la cara tímidamente con el agua que cabía en un cuenquecillo de barro como un puño; luego, sí, ellas sentábanse despaciosas a peinarse con las gotas que quedaban, y adornábanse con albahaca y con claveles.

La gran diversión de estas mozas, hijas del señor Porras, inclusive, cifrábase en ir por las tardes con su cántaro al cuadril al pozo del ejido; los hombres concurrían también, con las bestias, para darlas de beber; y era tal la animación y tan escaso el manantial, que en el fondo del ancho pozo abarandado y rodeado de pilones, acababan por formar un barro los calderos.

Escena la más graciosa y pintoresca, no obstante, de la vida de Palomas. Esteban llevó por aquel sitio, en la segunda tarde, a su mujer, tratando de evitarla los otros alrededores de las cercas, llenos de estercoleros pestilentes, de latas y trapos viejos, de vidrios rotos, en un maldito cinturón de porquería que apartaba de la amplitud bella de los campos al triste pueblecillo; la mal impresionada Jacinta hízole notar la fealdad, como enferma y monstruosa, de la mayoría de las muchachas; rechonchas a fuerza de refajos, pálidas, tripudas, solían llevar de la mano niños en cueros o en camisa que, aún más que ellas, ostentaban la palúdica infección.

Los enfermos de Esteban consistían en tres o cuatro con tercianas, aparte un chico con un ojo escrofuloso y una vieja que sufría del hígado; aunque no le hubiese faltado razón, pues, al Cernical, al advertirle que tendría poco trabajo, no dejaba de ser cierto que apenas había casa sin dos o tres con fiebre. Se las curaban solos, y antes faltaríale a una familia el pan que un frasco de quinina.

-¡Bien, Palomas no es bonito; pero tal vez nos lo parezca menos a la primera impresión, viniendo de Sevilla! -díjole caritativamente Esteban a su mujer aquella tarde.

-¡Sí! -concedió Jacinta, asimismo afanosa de mitigarle a él la desilusión terrible; e internándose los dos en busca de consuelo, hacia la brava poesía de un encinar-. Recuerdo que cuando llegamos una vez a Soria con mi padre, nos pareció aquello un camposanto, y luego tuve amigas y vivimos muy contentos.

Mas, no; esta oscuridad oliente a establo y a zapatos, y sonora de ronquidos, con que aquí también acosaba a Esteban la obsesión desdichada de Palomas, decíale además que su buena, que su pobre Jacinta se engañaba..., que nunca podrían vivir bien en el pueblo ruin a que habíalos traído Dios por quién supiese cuántos años...

Y así se iba durmiendo en estas noches, y así trataba ahora de dormirse junto al libro, que yacía sobre las sábanas, junto a la sucia y pringosa capuchina que humeaba en la mesita...




ArribaAbajo-IV-

Seis días después, por influjo del señor Porras, lograron mudarse a una de las casas más decentes del lugar: la del tío Boni, viejo gordo y gigantesco, de cara y ademanes de arzobispo, que partía temprano hacia su viña, detrás y al paso lento de una yunta de borricas, no volviendo hasta la noche, y cuya mujer, alta, seca, garrotosa, pero limpia, padecía ataques epilépticos. Sin hijos, este matrimonio redújose a dos cuartos interiores, cediéndole al médico lo mejor de la vivienda.

Jacinta pudo ver sus muebles en una sala y una alcoba que, si bien pequeñas, tenían bóvedas, suelo de cal y ventana con un minúsculo cristal en un postigo; a desear más luz, podría abrirse completamente la ventana, poniéndola un bastidor de muselina, que defendía de la maldita paja de la calle.

Esteban instaló sus libros, su despacho en otra salita de enfrente, que a través de una portada sin puertas, adornada con un claro cortinaje, daba acceso al cuarto del niño y de la Nora.

Además, disponían de la despensa; e igual que los caseros, del ancho caño del pasillo, del corral y la cocina.

Fue un primor. Arreglada la casita al gusto de la médica, la gente desfilaba a verla en procesión inacabable. Esteban, por otra parte, hallábase contento; habíanle llamado para asistir a un tal Tomate, que se dislocó un codo, y sobre sus mismas desconfianzas en aquella activa intervención, contemplada también por medio pueblo, atúvose a los precisos recuerdos de sus libros y obtuvo un éxito brillante. Tanto más cuanto que, al llevarle, el tío Potes le fue diciendo «que estas cosas de brazos rotos eran muy acérrimas, impropias de los médicos, y únicamente entendidas por un famoso curiel de la comarca, que agarraba un gallo, le descoyuntaba los huesos uno a uno y volvía al instante a componerlo, soltándole tan listo en el corral». Ver, pues, la destreza con que el joven acertó a reducir la luxación, calmando los dolores del Tomate; ver aquellas vendas de algodones y gasas dextrinadas que le puso, y que asombraron al tío Potes, causó una admiradísima sorpresa, de la cual, por varios días, todo el mundo se hizo lenguas. En Palomas, a la cuenta, nunca un médico habría obtenido triunfo tal.

Así animado ante el público prestigio, el joven devoraba sus libros con más calma, con más fe, mientras Jacinta y Nora trajinaban alegremente por la casa. Al niño se lo llevaban las hijas del señor Vicente; y durante los ratos que a la amabilidad de las simpáticas chiquillas podían rescatárselo sus padres, ambos jugaban con él, enseñándole a balbucir los primeros nombres, llevándole al corral para que viese los conejos y gallinas, o poniéndole en el suelo y protegiéndole con los brazos extendidos los tres o cuatro pasos en que ya iba aprendiendo a sostenerse. Un hechizo, aquel loco reír de la criatura, precisa y siempre bien vestida, como un blanco ramillete de lazos y de encajes.

Lo que les contrariaba en esta felicidad incipiente, que hubiesen querido afirmar y ensanchar por ellos mismos con la dulce intimidad de sus afectos, era la costumbre de Palomas que hacía tener de par en par las casas todo el día. Jacinta, a pesar suyo, no podía verse libre de vecinas, que impedíanla sentarse a coser en el despacho del marido, o pasear con él y con su hijo y con la Nora algunas tardes. Visitas, amables importunas que traíanse sus labores, formando tertulias en la sala, y otra tertulia numerosa y más molesta, para Esteban, al acabar la de mujeres, cuando desde poco después de anochecer, ya cenados los que iban regresando de los campos, se les llenaba de hombres la cocina.

A las once, a las doce muchas noches, aún seguían allí fumando y conversando, tan a gusto. Cohorte política del señor Vicente Porras, ninguno se resolvía a partir, así Esteban mirase cien veces su reloj con nerviosísima impaciencia, hasta que aquél se levantaba. Iban sin chaqueta, por el calor, o el que la llevaba al hombro, la colgaba del palo de la silla. En cambio, no se quitaban los grandes sombrerotes sucios y pesados; y las claveteadas suelas de sus botas y el incesante manejo de sus chisques y petacas iban llenando el suelo de colillas y de barro.

Salvo el señor Porras, con su facha de romano emperador embastecido por el sol y por el traje, y el tío Boni, con su aspecto arzobispal, no había entre los demás tipos salientes. Los mismos calzones de paño pardo, las mismas fajas encarnadas y los mismos rostros afeitados, morenuchos, que igual que el del Cernical, también tertulio, y cual si ello fuese estigma étnico del pueblo, mostraban chocantes semejanzas con los de muy diversos animales: el alcalde tenía la absoluta expresión de un zorro de agudo hocico y de ojos vivarachos; el juez la de un mochuelo; la de un conejo el secretario, siempre haciendo gestos y relamiéndose los dientes... Y estaba allí lo más florido y selecto de Palomas, y no lograba Esteban aprender de algunos ni los nombres.

La conversación, saltando desde la política a las agrícolas faenas, recaía a menudo en sucesos pintorescos. Eran conservadores, constituidos en cantón libre, que por medio del señor Porras se entendían directamente con el diputado del distrito, y tenían enfrente un partidillo liberal en el que el cura se contaba. Socarrones, mofábanse de Dios, del cura y de los santos de la Iglesia. No sólo los hombres de uno y otro bando, sino también sus familias, cortaban todo trato, dedicados a odiarse cordialmente. Se abrumaban y arruinaban a causas y más causas; y, de éstas, había una famosísima, a la cual llamaban la causa madre los magistrados de la Audiencia, por haber dado origen a otras veinte. El gobernador de la provincia y toda autoridad importábanles un pito: a un delegado que vino no hacía mucho con el fin de revisar cuentas, no le consintieron entrar en el Concejo ni en el Pósito; y luego, viendo que se obstinaba en no marcharse, le cogieron, le llevaron entre unos cuantos al ejido, abrieron un burro muerto que había allí, y metieron dentro al delegado, cosiéndolo y dejándole fuera los pies y la cabeza; de madrugada, un leñador le libertó...; y al buen hombre le faltó tiempo para salir raspajilando de Palomas...

Supo también Esteban que este pueblo, antes de dárselo a él, habíalo visitado como anejo el médico de Orbaz, gran enredador político desde que se casó hacía quince años con una rica labradora, y cacique liberal; razones por las cuales, en su enojo de que al fin aquí los conservadores en esta época de mando hubiésenle quitado la pitanza, ni contestó siquiera a la tarjeta que hubo de enviarle por saludo el joven compañero.

Relatáronle una noche un famosísimo epitafio del tío Potes, puesto en el Camposanto, y que sabíase el burlón alcalde de memoria. Decía así:

«A la inopinada y párvula muerte de mi sobrino Andresito, hijo de mi hermana la casada, víctima de un error facultativo del médico de Villaleón, el autor indignado le dedica el siguiente soneto:


¡Oh, niño muerto, que en tu niñez temprana
un bárbaro doctor fue tu verdugo!
Cuando yo pienso esto, el ceño arrugo,
Porque perdiste tu beldad temprana.
Recuerdo fue un domingo por la mañana;
Te tragaste un güeso de conejo en un añugo,
y al ignorante médico le plugo
mandarte sanguijuelas, ¡cosa vana!
Y al terminar su misión las sanguijuelas
montado en un querube al cielo vuelas.
Tu tío del corazón,
Lorenzo Potes

Otras veces, y entre broma o no, venía la charla a dar en un suceso de actualidad que traía a la gente preocupada. En la alta noche, allá a las dos, oíase, por la oscuridad sin luna de las calles, unos pavorosísimos aullidos que no eran de lobo, desde luego, pues jamás en el verano bajaban de la sierra. Muchos vecinos, y en sitios diversos del lugar, habíanlos escuchado claramente; entreabriendo las ventanas, no vieron nada en las densísimas tinieblas. ¿Fantasma?... No. ¿Alma en pena?... Bah, de estas cosas se reía, quizá su incredulidad, tintada por un fondo de temor supersticioso; debía de ser algún ratero que robase los corrales aspirando a amedrentar a los hombres en sus camas, o algún perro vagabundo. Los más bravos augurábanle mal al perro o al ladrón, ya que iban a dormir teniendo a mano la escopeta...

Sino que todo sería invención de aquellos socarrones, creyendo asustar al forastero, o el aullón, según ya le llamaban, no recorrería este lado del lugar, porque Esteban, que de puro aburrimiento quedaba nervioso y desvelado al desbandarse la tertulia, no le oía ninguna noche.

El cuarto, la casa entera, olía a humo de cigarros; y los mosquitos y las moscas, en plaga irrechazable, no obstante los cuidados de Jacinta, dejábanle dormir difícilmente. Dedicaba sus desvelos a pensar en los enfermos y a lamentar la desdicha de que el médico de Orbaz, como enemigo, y aquí el cura, el maestro de escuela también, únicos con quienes pudiese establecer alguna intimidad, fuesen, por lo visto, liberales que no querían venir a la tertulia.




ArribaAbajo-V-

Por las mañanas, terminada la visita, solía el médico irse un rato a casa del señor Vicente, que convidábale a café y le esperaba cuidándolo en la lumbre.

-Bueno, y diga usted, señor Vicente -trató un día Esteban de informarse-: el maestro de escuela, ¿dónde anda, que aún no le conozco?

El señor Vicente se admiró. Chocábale que no conociera al maestro, concurrente a la tertulia algunas veces. ¡No, no era liberal!

Detalló sus señas personales y Esteban no recordaba. Ninguno de cuantos conocía tenía trazas de maestro. Debió pasársele inadvertido en la confusión, en la mayor animación de las primeras noches. No habría vuelto, quizá, por no haberle correspondido a la visita. Deplorábalo, y le confesaba el señor Vicente el olvido que impedíale estar siendo amigo del maestro y pasear con él, ya que los demás se iban a sus fincas. Pero el señor Vicente, después de ponderar la llaneza del maestro, anunció que le enviaría recado para que fuese a buscar a Esteban y reunidos saliesen a pasear aquella misma tarde.

Esteban, luego que comió, lanzado de junto a su mujer y de la sala por la invasión de las comadres, quedó esperándole impaciente. Iría el maestro a ser su único rayo de luz y de espiritual consuelo en el tosco ambiente de la aldea. Sentado en el despacho, leía un libro de Augusto Nicolás, por empezar a ponerse con su propia voluntad un término a la obsesión de los enfermos y de los médicos estudios.

En el mes que llevaba aquí, habíasele resucitado su antiguo gran problema de dudas religiosas, tanto por rechazos de la repugnancia que le daba oír las burlas y blasfemias de estas gentes, cuanto por el conflicto en que él veíase, y que trascendido a la piedad y a la congoja de Jacinta, hacíala rezar con Nora por las noches el rosario, pidiéndole fervorosamente a Dios la salvación de todos, sobre el sueño de su hijo.

¡Sí, la idea de Dios, la fe del cielo, sería quizá lo único que pudiera resignarles a una vida tan negramente desolada!

Pero Esteban tenía la fe de su niñez casi muerta por algo más que el abandono y el deshábito que a su mujer, en Sevilla y en otras poblaciones, habíasela ido reduciendo a la misa del domingo; ávidas lecturas de filosofía y de teología, de catequismo, emprendidas con ansia de creer, le habían forzado a llenar las márgenes de aquellos libros, durante muchos años, con réplicas de su razón, con notas francamente heréticas.

Leía, leía mirando de tiempo en tiempo hacia la puerta. Las moscas no le dejaban; zumbaban por el aire, en una movible nube negra bajo el techo, y se le posaban en la cara, en el pescuezo y en las manos.

De pronto alzó los ojos; un hombre, desde el pasillo, sin atreverse a entrar, sonreíale idiotamente.

-¿Qué hay? -le preguntó, pensando que le vendría a llamar para un enfermo.

-¡Jú! -guturó la sonrisa del inmóvil, estirándole la boca de oreja a oreja.

Era un viejo con tipo de cretino, de nato criminal, que diría un adepto de Lombroso al verle las orejas grandes, inmensas, despegadas, el pelo ralo y a mechones, los hondos ojos simiescos, las piernas en paréntesis y los brazos péndulos que le hacían llegar las manos más abajo de las corvas. Por su pequeña talla, su actitud y su expresión, parecía absolutamente un chimpancé vestido con el desecho sucio y roto de los más toscos campesinos de Palomas.

-¡Qué hay! -volvió a inquirir el médico, ahora creyéndole un mendigo.

-¡Jú! jú! -tornó a esbozar con una especie de risa, en su sonrisa, el extraño personaje; y acercándose a la puerta, murmulló-. ¡El maestro! ¡El maestro de escuela! ¡Jú, jú!

-¡Ah, vamos! ¿Viene usted de parte del maestro?... ¡Entre!

-No, señor; el maestro... ¡Jú, jú! ¡Yo soy el maestro!

La incredulidad, que levantó a Esteban de la silla, no le consentía sino contemplar al estrambótico sujeto, sin decir una palabra.

Y el buen hombre, tras un rato de mirar desconfiado, que revolvíale los ojillos grises desde Esteban a los lados y hacia atrás, reafirmó tímidamente:

-Yo soy el maestro... Vengo porque el señor Vicente Porras dice que qui'usté pasear.

Había cesado su sonrisa.

El médico, siempre observándole, renegaba de la mala suerte y la torpeza que moviéronle a tal invitación.

Se había lucido. ¿De qué iba a hablar con un acompañante de este porte?... Eran las tres, y presentábasele con él la perspectiva de una tarde entera por el campo.

-Bien -dijo-; vamos allá. ¿Y a dónde?

-¡Aonde quiá usté...: a la dejesa!

-A la dehesa.

-O al puente del Juncal; también es mu bonito.

-O al puente del Juncal. Pero...

Ocurríasele llevar libros, pasar lo menos mal el tiempo en la lectura..., y al considerar de nuevo la traza del maestro, dudó sinceramente que el propósito fuese por su parte realizable.

-¿Sabe usted leer? -le interrogó, de un modo ingenuo.

Más ingenuo aún, el otro contestó:

-¡Claro! ¡Sí, señor, que sé leer!

Nada de ofensa, apenas nada siquiera de extrañeza le había causado la pregunta.

Le proveyó de una geografía buscada en el estante y tomó él la obra de Augusto Nicolás. Partieron.

No hablaron en el camino más que cuando el médico preguntábale cualquier cosa de las fincas que iban viendo. El maestro tenía un cerebro de reacción pasiva incapaz de funcionar, y eso en brevísima respuesta, si no se le hostigaba. En cambio iba siempre mirando de reojo, igual que si temiese ser objeto de una burla o que le largasen imprevistamente un bofetón; y siendo tan bajo, inclinaba lateralmente la cabeza, al modo de las gallinas, para mirar a Esteban a ras del ala del sombrero.

-Bueno, pues mire usted -propuso Esteban cuando estuvieron en la dehesa, junto al puente de un arroyo cuyas dos riberas tendíanse en un alto hierbazal-, usted se queda aquí, leyendo, y yo me voy a la sombra de aquel roble.

Dejándole sentado, fue a tumbarse lejos, a cien metros, por no interrumpir la lectura cuando el notabilísimo maestro, y pronto, según todas las señas, se hartase de su libro.

Efectivamente, a la media hora, miraba Esteban y le veía asomar la cabeza por encima de la hierba, desconfiado y aburrido, pero servilmente sumiso y sin atreverse a suplicarle que se marcharan ambos o que dejásele marchar. A la hora y media, el maestro poníase en pie de cuando en cuando, y se desperazaba y abría la boca con bostezos formidables; volvía a sentarse, y el joven se alegraba de aburrirle hasta el martirio, con tal de no dejarle ganas por jamás de otro paseo. Eran las seis cuando volvían hacia Palomas.

-Qué, ¿se ha leído mucho?

-Vaya, regular, sí que he leído.

-¿Qué ha leído?

-Esto, ya usté ve, la Jografía.

-¿Qué parte?

-Aquí, el encabezonamiento... Donde dice que es reonda la tierra, y que ella anda y que el sol no.

Aumentaba el maestro sus miradas recelosas, y Esteban, al poco de ir caminando sin hablar, comprendió que ansiaba consultarle alguna duda... alguna importante duda, fruto posible de sus reflexiones acerca de aquellos datos que el libro contenía sobre las quiméricas distancias de los astros.

-Oiga, don Esteban, ¡jú, jú! -le oyó, por fin, en un violentísimo esfuerzo que acreció los trismos desconfiados de su boca y de sus. ojos-; claro es que a uno se lo mandan, porque lo rezan los libros, y yo tamién les digo a los muchachos que el mundo es una bola y que el sol está parao... pero, vaya, vamos, ¡jú! ¿es esto verdad? ¿Pué ser verdá?

Le miró el joven.

Llegó incluso a sospechar que este maestro fuera un socarrón dispuesto a darle broma, como acaso aquellos otros que hablaban de fantasmas, sino. que le resplandecía en la cara tan grande estupidez, tan suplicante y sincerísimo afán de confidencia, que no vaciló en contestarle, con sorpresa que era por mitad de risa y de amargura:

-¡Claro, hombre, claro, claro es! ¿Cómo habrían de ser verdad tales patrañas?... ¡Se dicen por enredar, por complicar! ¡Porque algo que no sea lo que todo el mundo sabe, como usted comprenderá, se tiene que enseñar en las escuelas!

-¡Jú, jú! -agradeció el maestro, tirando de sus chisques para encender de nuevo la colilla.

Y Esteban, sin antojos de más comunicación con el idiota que de un modo oficial representaba la máxima cultura de Palomas, únicamente en el resto del camino quiso con un par de preguntas saber dónde y cómo había hecho su carrera.

Fue cuarenta años atrás, durante la República, durante un constitutivo período de desorden y revuelta, en que sin duda por difundir la enseñanza, la prisa reformadora del Gobierno improvisó maestros con bien simples exámenes en las cabezas de partido.

¡Pobre España, pobres aldeas españolas si aún quedasen muchos como éste!

Triste, muy triste, Esteban íbase acercando al pueblo, especie de infierno en cuya árida fealdad se contenían toda la suciedad y toda la ignorancia. Cruzaban ya el cinturón de estercoleros, y desde una casabarraca le dijo una anémica mujer, lúgubre como el barro de las tapias rotas que en torno a ella parecían inmundas sepulturas.

-Don Esteban, el ministro anda buscándole a usté de parte del alcalde.

El ministro era el nombre que se daba al alguacil.

-Pues ¿qué pasa?

-No sé. Quizá alguna quimera.

Sobresaltóse el médico, empalideciendo un poco. Sus desconfianzas profesionales llegaban al máximum, principalmente en lo que respectaba a cirugía. Ni la había aprendido apenas, ni le tenía afición, ni poseía más instrumental que el de un pequeño estuche de bolsillo.

Se despidió del maestro y tomó hacia el barrio de la iglesia, donde vivía el alcalde. Iba desoladísimo, midiendo su aflicción ante la idea de que aun siendo este Palomas horrible, detestable como era, peor era él como médico. Indigno e incapaz de ejercer aquí, presentábasele total su anulación para ejercer en parte alguna. Volvió a temblar al ver que venía buscándole el ministro, garrote al brazo, por la calle Rompepatas... Pero no se trataba de quimera, sino de probar el vino nuevo del alcalde, en una gran fiesta donde estaban los más conspicuos del lugar.

Llegó, y en el corral del alcalde fue recibido con vítores por el concurso bullicioso, donde ya abundaban los borrachos. Cantaban y reían. Le instalaron entre el dueño de la casa y el señor Vicente Porras, junto a la panzuda tinaja que vertía su espita en un barreño. Bebíase en jarras y pucheros que pasaban de unas a otras manos incesantemente, y para ir ayudando al vino tenían un durísimo chorizo de oveja, hecho con guindillas. Nada de pan ni de agua. -«¡Uuf, uuff! ¡Me caso en sanes!»- soplaban y bufaban blasfemando, algunos, de pie por los rincones comiendo a tarascadas el chorizo que hacíales con el picante rabiar y patear. Babeaban como furias, y mientras los más fuertes de boca mostraban el orgullo de poder mascar tranquilamente la especie de cantárida, otros, o porque les fuese intolerable o por escanciar del vino con mayor frecuencia, se cogían a los arados lo mismo que energúmenos y se revolcaban por el suelo.

El señor Vicente, digno, con su respetabilidad parcial de gran cacique, bebía poco e imponía el orden a menudo. No habían querido que el médico faltase a la fiesta, primera de las tan celebradas y frecuentes del otoño. Durante el año entero esperábase la época en que cada vecino ofrecíales a los demás la cosecha de sus viñas; esto constituía en Palomas la magna, la insuperable diversión. Algo así, recordaba irónicamente el joven, como la Semana Santa de Sevilla..., como los juegos olímpicos de Atenas.

En efecto, con la barbarie tosca de una degeneración de siglos que hubiese retornado a lo bestial, hubo luchas, pugilatos... Primero, sencillamente a ver quiénes se derribaban echándose la zancadilla; luego a tiraperro, o séase puestos dos a dos opuestamente en cuatro patas, con una soga atada al cuello y pasada entre los muslos... Tenía el corral sucios charcos que servían para que bebiesen los cerdos y gallinas, y el mérito de los campeones, celebrado con grandes risas, llegaba al colmo cuando los cruzaban arastrando ya de espaldas y embarrizando a los vencidos...

Originábanse conatos de reyerta seria que cortaba el señor Vicente separando a los borrachos, y con tal motivo se cambiaron tales luchas por cosas más suaves, como saltar a pies juntillos en los charcos, y apuestas de tabaco sobre quién se echaba al hombro los costales de tres fanegas de cebada.

Al llegar la noche, dispersáronse trazando eses por el pueblo; y he aquí que lo que no había ocurrido bajo la tutela poderosa del señor Porras, acaeció sin ella en un minuto: dos hermanos, que partieron juntos, el Monos y el Coguta, peleáronse a patadas y a mordiscos.

Esteban, apenas llegado a casa, se halló solicitado por el clamoreo de las vecinas. Fue, temblando. Herido el Coguta, vio llena espantosamente de sangre la cama en que yacía acostado; y el herido sujeto por seis hombres, pues en la furia alcohólica quería seguir peleándose con todos y se arrancaba y se chupaba los trapos empapados en aguardiente que le habían puesto.

-¡Es un muerdo, hijo! ¡Le ha arrancado la nariz! -le anunció a Esteban lacrimosamente el tío Potes, también borracho, desde el otro lado de la cama.

De un ímpetu logró el Coguta librarse un brazo, volviendo a dejarse la herida descubierta. La punta de la nariz colgábale partida. El médico recobraba su dominio; la lesión no exigiríale operaciones complicadas... Enhebró una aguja, y así que hubo lavado el traumatismo, conteniendo la hemorragia, disponíase a saturar, con la leve ayuda del barbero -nada «quirúrgico» tampoco, según su confesión. Sino que el diablo del borracho no cedía, no se estaba quieto; quería morder a Esteban cada vez que le pinchaba con la aguja, y hacía imposible todo auxilio, por más que sujetábanle entre siete, del pecho, de la frente, de los brazos y los pies; la sangre saltaba a todos lados. Aquello pareciase a la matanza de un furioso jabalí. Gracias a que llegó el señor Vicente, púdosele poner siquiera un tafetán y unos vendajes.

-¿Eh, doctor, hijito, no ves tú? -decíale ya en la calle, a Esteban, el tío Potes, tuteándole y llorando de sentimentalidad en su borrachera -¡Por algo le llaman a la medicina un sacerdocio! ¿Te ha mordido?

No iban por la esquina, y reclamáronle de nuevo. El Coguta había vuelto a arrancarse todo de un tirón. Procedió el médico a otra cura, cosiéndole esta vez; el señor Porras le propinó al rebelde una filípica y hasta un par de coscorrones, que tuvieron la eficacia de calmarle.

-¡Usté es mi pare! ¡Usté es mi pare, señó Porras!

-¡Sí, yo soy tu pare! Y tú un zopenco y un bodoque, y quítate otra vez la venda, so animal, verás qué lindas te quedan las narices, ¡que paice mentira que se puá poner un hombre tan acérrimo!

Ocho días después, las narices del Coguta habían cicatrizado, pero torcidas a la izquierda.

Esteban, aunque sin asistir a las diarias fiestas del vino y del chorizo, por consecuencia de ellas había tenido que curar a cinco heridos más. Pidió a la farmacia del inmediato pueblo abundante provisión de tafetanes, y estudiaba cirugía -cierto de que la borrachera general en que quedaban todos después de tales regocijos, daría de sí algún tremendo navajazo cualquier noche.

-¡Ca, hombre! ¡Si esto es mu tranquilo! -le respondía el alcalde siempre que le manifestaba el médico su temor de una catástrofe.




ArribaAbajo-VI-

A principios de noviembre seguía haciendo un calor como en agosto. Los aldeanos, ya bien acabados sus trabajos de las viñas y el acarreo de estiércol a las tierras, vagaban en una desesperación de ocio, para cuyo alivio últimamente no contaban con las fiestas de embriaguez tan de su agrado. Se habían bebido el vino. Sólo unos cuantos contumaces, que disponían de crédito o dinero, continuaban escanciándolo y jugando al mus en la taberna.

Unos íbanse por leña, con sus burros. Otros de caza, para cansarse de andar estérilmente, porque estaba cogido por grandes cotos el término rural, y en las viñas y barbechos juntábanse más hombres que liebres y perdices.

La mayor parte, al anochecer, acudían con el señor Porras al cerrillo del Cementerio, y contemplaban el cielo augustiadamente. Siempre azul. El aire inmóvil. El sol poníase en doradas agonías de su propia luz, sin una nube, áridas y tristes. Calma de ruina, de retraso de las siembras, de paralización de todas las tareas, de hambre y frío para el invierno, a seguir el tiempo así.

Esteban, viviendo una vida gris en este desolado limbo, compartíala con su Jacinta y sus enfermos.

Algunas tardes que al terminar la visita se fumaba con los aldeanos un cigarro en el cerrillo de San Blas, notábales sombríos, preocupadísimos, y menos irreverentes de lenguaje. Mostrábanse propicios a incluir en el presupuesto una partida para la compra de campanas, y ganosos de reanudar las amistades con el cura -según le saludaban de amable al verle cruzar con su jaula de perdiz y su escopeta; pero éste, que era un alto y cartonoso viejo de setenta años, tan llena de manchas su ropa como su cara de adustez, al darse cuenta de la gran tribulación en que la sequía iba poniendo a sus ariscos feligreses, tornábase cada vez más desdeñoso.

Pena daba mirar alrededor; el pueblo, el arrabal, el Cementerio, los cauces de los arroyos, que no mostraban en el fondo más que piedras... Aquello parecía un lento fin del mundo en la tórrida quietud y el polvo de los campos. Todo retostado por la paja y el calor del largo estío, la charca estaba seca, sin que al revolcarse en las resquebrajaduras de su fango pudiesen encontrar los cerdos ni vestigios de humedad. Las tierras, allá lejos cercadas por el contraste de los verdes encinares, tendíanse en una desolación de amarilla grama y de terrones, alternados con los secos sarmientos de las viñas.

-¡Agua, conchi, en menos de tres días! -gritaba uno de improviso.

-¿Por qué, Zurriago?

-¿Por qué?

-¿Por qué?

-¡Porque acaban de repuntearme los rumas de esta pata!

-¡Y a mí anoche en el ijar! ¡Reconchi!

-¡Y a mí los callos!

Pasaban los tres días, y seguía el viento tan en calma y el cielo con su misma serenidad desesperante.

-¡Agua, agua, coile, en esta semana mesma! ¡Y ahora sí que sí!

-¿Por qué, tío Cruz?

-Pues porque... ¿no oís? Ese es mi burro: siempre que rosna a estas horas, llueve.

Quedábanse escuchando el poderosísimo rebuzno que partía de unos corrales; quedábanse esperando en balde la prometida lluvia por lo demás de la semana, y así, desacreditados poco a poco los augurios, en la tertulia saltó una tarde el propósito de recurrir a la divina intercesión.

Fue el secretario quien deslizó, relamiéndose con su cara de conejo:

-Mecachi en Ronda... ¡si hiciésemos sacar a San Juan en rogativa!

Todos se miraron. La misma ansia, a la verdad, germinaba desde tiempo hacía en muchos corazones. Sin embargo, políticamente, el caso vendría a significar un triunfo para el cura y una feroz claudicación para estos conservadores descreídos.

No podía resolverlo sino el señor Vicente y oyéronle mofarse.

-¡Sí, que será lo mesmo que si a mí me arrascáis las pantorrillas!

Ante la risotada que estalló, quiso el secretario volver por sus famas y fueros de sacrílego. Burlóse de sí propio y de San Juan. El quería decir... «que pedirle el agua dándole detrás con una porra».

Dos semanas después, ya a 20 de noviembre, y con una calma y un horrible calor que más bien aumentaban, otro volvió a lanzar la idea del santo, por último recurso:

-Después de tó... que llueve, ¡bien!; que no llueve... ¿qué perdemos?

El señor Vicente consentía, alzándose de hombros:

-Bueno... por mí... ¡dir si queréis! ¡Arsa y decíselo al cura!,

Partieron cuatro, en comisión. Volvieron con un holgorio de risas y chacotas lastimeras, en que habría sido difícil distinguir qué correspondía a lo descortés de la respuesta o a la fe contrariada de ellos mismos.

-¡Coile! ¡bah!... ¡Mecachi en Reus!... ¡Don Roque dice que nos acordamos d'él porque hace farta, y que nos vayamos al ajo, y que ni que tampoco él ni que estuviá tonto pa sacá a San Juan sin una nube!

La indignación fue indescriptible. Durante un rato se habló alzarse al obispo en queja colectiva, por escrito, para echar de Palomas a un cura que de nada les servía.

Llevó a la otra tarde el secretario la queja redactada y un tintero de cuerno, para que empezasen a firmar. Pero a la otra nueva tarde, soplaba el viento y se puso el sol con grandes nubes; a la siguiente, éstas se aumentaron; y cuando olvidados de la queja la rompían, llegó a escape el monaguillo:

-Señó Vicente: de parte de don Roque, que si quién ostés pué salí San Juan mañana.

¡Hombre! ¡Lástima de gracia!... ¡A la vista de un tiempo que ya estaba chorreandito!

-Oye, Tomín -mandó el señor Vicente-: vaite y dí al cura de mi parte, que se meta a San Juan...

-¡Ejem! ¡Ejem!... -tosió fuerte el secretario, cortando, tratando de evitar que sonase el final de la blasfemia. Íntimamente, no le abandonaba la creencia de que iría a llover por haberse acordado de San Juan. Él, y acaso todos, aunque el año entero importábales un pito de los santos, le habían venido rezando en estas noches.

-¡Y atiende, mira, Tomín! -le gritó el señor Vicente al muchacho, que ya corría hacia el pueblo-. ¡Dile también que habíamos pensao comprale las campanas, y que si las quié ahora, que cuelgue de la torre el almirez!

Llovió, efectivamente, al otro día.

Tranquilo el viento, las nubes seguían uniformemente densas, con una calma de fanal. A las ocho de la mañana chispeaba. Arreció en seguida una pedrea mansa de gotas que sembró de lunares negros el polvo de las calles.

-¡Agua, Santa Bárbara bendita! -gritaban las mujeres, asomándose a las puertas.


Que llueva, que llueva,
la virgen de la Cueva,
el pajarillo canta,
la nube se levanta.

Y Esteban y Jacinta, que estaban en la cocina tomando el chocolate, corrieron a la ventana, atraídos por el tumulto de alegría.

Los tules de agua tupíanse por los aires con una serena y abundantísima firmeza que no tardó en formar charcos. -¡Agua, Santa Bárbara bendita, agua!- continuaban chillando agudamente las vecinas, entre el fuerte rumor de la que con toda esplendidez iba cayendo. Ellas y los hombres, no satisfechos con mirar desde las puertas, hallaban una delicia en calarse al poner bajo el canal de cada teja cántaros y baños y pucheros y cazuelas. La calle quedó festoneada con dos rojas hiladas de vasijas, cuyos gorgoritos de flauta, al recibir el chorrear de los tejados, poníanle notas cristalinas al contento, al inmenso y clamoroso gozo general.

Seguía, seguía siempre el aguacero. Los chicos y los grandes,. refugiados al fin en los portales, miraban correr arroyo abajo la paja y los tronchos de hortaliza. El pueblo se limpiaba. Era un gusto saturarse de aquel olor a mojada tierra. Los campesinos que habían salido al amanecer, volvían de rato en rato, al trote de las mulas, cobijándose en sus mantas, empapados. A cada uno rendíasele una ruidosísima rechifla, como ovación de regocijo.

Duró la lluvia, no sólo todo el día, sino toda la semana.

Cuando a la siguiente despejó, el sol parecía más deslumbrante en la lavada blancura de las casas. Saltaban y cantaban los gorriones en las tapias, y el otoño reverdecía por las praderas. En los amaneceres, y al caer las tardes sonaban largamente por calles y caminos las caracolas de los que íbanse o volvían de sembrar las tierras con sus yuntas. La taberna vio aún más reducido a cinco, a seis habituales el grupo de borrachos; y el pueblo, durante los días enteros, yacía en una bella y melancólica soledad de calma laboriosa turbada apenas por el gruñir de los cerdos que hozaban en el barro, por el cacareo de las gallinas y por el metálico repiqueteo de las mujeres, que a toda prisa machacaban los ajos y el pimentón de las matanzas.

Así atareando la otoñada a las gentes, y en particular a los hombres, que de sus faenas volvían fatigadísimos y con más ganas de cenar y de dormir que de tertulias, salvo a Esteban y a Jacinta de aquéllas tan molestas que habíanles abrumado tiempo atrás. Pudieron encauzar su vida en una intimidad más dulce. Libres de intrusos, pasábase ella gran parte de las mañanas bordando junto al marido, en el despacho. El estudiaba con el método que permitíale la escasez de los enfermos, y primorosamente modelaba en barro piezas anatómicas, que luego de pintadas le servían para ir adornando las paredes. Hacia las doce sentían que el niño despertaba; corrían por él, a cual llegase antes, tirando libros y costuras, y besándole con ímpetus de rabia que le hacían llorar, traíanle a vestirle al pie de la ventana. No había que pensar en más trabajos que jugar con el chiquillo hasta la hora de comer. El sol filtrábase por el blanco tul del ventanuco. La casa, toda en orden, olía a flores, lejos ya de apestar a las colillas y al estiércol de que dejábanla infestada los sucios tertulianos. Únicamente seguían molestándoles las moscas.

Salían juntos por las tardes. Nora llevaba al pequeñín. Esteban una escopeta que el señor Porras le prestó, y mataba alondras y cogutas. Todos se divertían, comiéndose la merienda que Jacinta porteaba en un cestito. En las afueras solían encontrarse a un buhonero viejecete, a quien Jacinta comprábale puntillas. El hombre, sentado sobre la canasta, aguardaba a que su mujer diese una vuelta por Palomas cambiando agujas y alfileres por pieles de conejo.

-Bueno, y usted ¿por qué no entra?

-¿Aónde?

-A las calles.

-¿Pa qué?

-Para vender.

El vejete miró a Jacinta de alto abajo.

-¡Yo no entro, mujer, en un pueblo tan desinificante!

Y Esteban, alejándose, riéndose con Jacinta del cómico desprecio del buhonero, llevábase la un poco humilladora sensación de su modestia: el médico del pueblo desinificante lo era él.

Sin embargo, en el pobre pueblecillo, veíanse felices los dos, nada más con que así fuésenles dejando formarse de dulzuras de ellos mismos la existencia. Las noches, sobre todo, pasábanlas muy bien.

En cuanto el tío Boni y su mujer se acostaban, Nora barría la cocina, arreglaba el fuego, cargándole de leña; y como a Jacinta gustábala guisar, Esteban complacíase en ayudarla batiendo huevos y desplumando los pájaros cazados por la tarde. Luego, mientras saltaban alegremente el lomo y el aceite en la sartén, inundando el aire de aromas suculentos, la vieja criada ponía la mesa con blanquísimo mantel, y el niño jugaba y se reía en brazos de su padre.

Otra vez Nora, ya que habían cenado, ordenaba la cocina y con un trapo mojado recortábale a la lumbre la ceniza; al calor alegre de las llamas hervía el café, y jugando siempre con el niño, lo esperaba el joven matrimonio. Bien cerradas al fin las puertas de la calle, bien llena hasta las blancas bóvedas aquella limpia paz de ermita por las rosas del chiquillo, los padres sentíanse profundamente sepultados en una sensación de hogar que hacíales olvidarse del resto de la tierra. Cada pequeña cosa se les agrandaba en su ternura inmensamente. Nora, para halagarse y halagarles sus gustos ciudadanos, hacía el café en una rusa cafetera que ponía sobre las ascuas, por no tener alcohol pues todo se agotaba en un pueblo donde no había tiendas y al que sólo de fuera, y muy de tarde en tarde, podía traerse provisiones; luego lo servía en una mesita inglesa, con finísimo juego de tazas del Japón, que en la sala figuraban como adorno, y con gran lujo de servilletitas. Jacinta, ansiosa de aumentarse ilusiones de nobleza en tan grata soledad, traía también búcaros de flores contrahechas, y sentábase y tomaba su café hablándole a Esteban de Sevilla, de sus padres, de su época de novios, más feliz -mientras él fumaba y sonreía buscándose en la rubia belleza de ella y en el niño el descanso del alma y de los ojos.

-¡Sí, verás, acabaremos por vivir bien y muy contentos! -augurábale Jacinta, tan pronto como el niño, que ya corría, harto de jugar, dormíasele en la falda-. La mujer del tío Boni me ha dicho que tal vez se vayan ellos a su huerta y nos puedan dejar la casa entera.

Era el ensueño de ambos -una vivienda en donde aislar de extraños sus ternuras-. Prolongándose el encanto, cuando Nora y el pequeño se acostaban, ellos seguían de charlas hasta las doce, hasta la una, o jugaban a la brisca, o hacía labor Jacinta, y Esteban leía en voz alta los periódicos; pasábanse al fin por el cuarto de su hijo, le arropaban en la cuna, le besaban, le miraban, le adoraban... y unidos en gentil abrazo marchaban también a acostarse, casi llorando de mutua gratitud por la ventura que a fuerza de bondad y de corazón íbanse tejiendo.




ArribaAbajo-VII-

Mas no quiso el destino que ni tal menguada dicha les durase.

Días aciagos volvieron para Esteban, colmados de crueldad. Estalló una epidemia de fiebres malignas, biliosas cuya térmica alcanzaba grande altura, y de las cuales tenía seis atacados, y sus dos crónicos enfermos, además, el muchacho escrofuloso que padecía un glaucoma en el ojo izquierdo y la anciana que sufría del corazón, agraváronse notablemente.

El muchacho, de la noche a la mañana, se vio aquejado de agudísimos dolores que nada podía calmar, y pasábase las horas en un grito. Al principio, cuando llegó Esteban a Palomas, este enfermo tenía el ojo hinchado, duro y casi blanco; pero veía con él los bultos, como detrás de una niebla, y aun el chico iba a la escuela y jugaba por las calles; luego había ido abultándosele, poniéndosele sensible y adquiriendo un color de ámbar y una tensión alarmantísima. Sin embargo, su martirio databa de unos días: tanto se le inflamó, que no podía cerrar los párpados, y al lado de la niña, borrada en la confusión de aquella masa lamentable, iniciábase una ampolla de pus, un absceso que dejó al médico aterrado.

No era especialista. Hacía falta operar, tal vez, o cuando menos medicinar con un acierto y con un completo conocimiento de que sus libros de estudio general no bastaban a ilustrarle. Los leía desesperadamente, buscándole una salvación al ojo del chiquillo y a la vida de la anciana, que asimismo tenía en zozobra a su familia, y pasábase los días enteros estudiando sin descansar un minuto -a no ser cuando con apremiantísimas llamadas hacíanle ir a ver a estos enfermos.

La anciana, la tía Justa la Espartera, aún se hallaba en situación más deplorable; Esteban temía que... se muriese... ¡que se muriese!... Y que se muriese... ¡sin que él ni supiera quizá lo que tenía!

Volvíase hidrópica, habíasele iniciado desde la última semana un ataque cerebral, con gran torpeza en ambas piernas, y venía acusando fiebre por las tardes. Guardó cama, y quedaba su pobre casa, destartalada y fría, en muy triste desamparo. Tres nietecitas suyas, de seis años la mayor, sin madre, y cuyo padre tenía que irse a las faenas de los campos, halláronse atenidas a la ajena caridad. No cesaban las vecinas de ir a prodigarlas sus cuidados, estableciendo turnos de guardia, en lo posible; pero se cansaban, al prolongarse aquella situación, y frecuentemente el médico encontraba a la enferma sola, sin sentido, en el camastro, y a las infelices criaturitas en un rincón llorando y tiritando acurrucadas.

-¡Ah, por Dios! ¿No tenéis lumbre?

Las mujeres que acudían explicaban que no querían dejársela encendida porque no se fuesen a quemar.

Esteban acercábase a tía Justa, la reconocía una y otra vez con gran detenimiento y sentábase después, mirándola y perdiéndose en hondas reflexiones. ¿De qué índole pudiera ser el ataque que ya teníala sin movimiento medio cuerpo, la boca desviada y los párpados inertes?... Se iban perdiendo los reflejos y el coma aumentaba sin cesar la paralización de la garganta. Meditaba, sí, meditaba el médico, allí sentado y contemplando a la infeliz como a una esfinge impenetrable.

Era que en algún libro acababa de estudiar cualquier dolencia entre cuyas complicaciones figuraban los ataques y espontáneamente venía estas veces por comprobar si conviniera con el cuadro presentado por la enferma. El diagnóstico se le negaba, se le escapaba, se le había escapado siempre, también, lo mismo que el del ojo del muchacho, danzando entre una complejidad de síntomas que parecían corresponder no a uno, sino a varios procesos morbosos en tremenda confusión.

Él había encontrado a esta mujer padeciendo desde mucho tiempo atrás, reumática y palúdica, y cuando la reconoció por vez primera creyó hallarla afectados el hígado, el corazón y acaso los riñones. Pero en la cadena de afectos, ¿cuál había sido y seguía siendo el principal, el primitivo, el que exigiera fundamentalmente la atención y del cual los otros dependiesen?... No había logrado saberlo, y menos fácil, aunque más urgente, aparecíasele empeño tal ahora que no iba quedando nada sano en el débil organismo que rendíase a la muerte poco a poco.

Las vecinas le veían absorto, sin osar interrumpirle; él levantábase de tiempo en tiempo a contar el pulso, a retirar el termómetro, a percutir de nuevo el bazo, el corazón... y partía con desaliento, con ira y vergüenza de sí mismo, con un exasperado afán de continuar estudiando en otros libros nuevas cosas.

Repetíanse las visitas al niño y a la anciana varias veces cada día, y durante muchos siguieron repitiéndose sin que el joven consiguiese disipar sus confusiones. ¿Qué había de verdad de realidad, para él desconocida, en el fondo del ojo de aquel chico y en el cuerpo todo de esta enferma? Llegaba a casa y reanudaba su lucha con los libros; llamábanle a comer y no comía -amargo el paladar y él ansioso únicamente de volver a encerrarse en el despacho. Daban las doce, la una, las tres de la madrugada, y en vano su mujer le invitaba desde el lecho a descansar.

Jacinta no dormía tampoco. Transíala la inquietud, la tétrica y como insensata excitación de su marido. Si allá al amanecer lograba al fin que se acostase, sentíale dar vueltas junto a ella y encender la luz, a lo mejor, para tornar a la áspera obsesión de los estudios. En ocasiones, llamándola a la alcoba durante el día, o despertándola de noche, hacíala desnudarse o la desarropaba y descubría para ir adquiriendo en ella misma prácticas de percusión y auscultación. Poníale al aire la zona del corazón, del hígado, y allí, inclinado sobre el blanco y palpitante cuerpo de amorosa, trataba de perfeccionar su conocimiento normal de aquellas vísceras, por ver si al día siguiente podía con más destreza utilizarlo en el diagnóstico de la vieja infeliz cuyos edemas estorbábanle el examen.

-¡Mora, Jacinta, no sé nada! ¡Nada! -acababa por confesarla, en una explosión de llanto-. ¡Se muere esa mujer, y no puedo ni saber de qué se muere!

Llorando ella a su vez, al verle en tan profundo desconsuelo, trataba de calmarle:

-Pero, hombre, ¡de reúma al corazón! ¿No me lo has dicho?... ¡Además, de tantos años como tiene, que de algo la gente ha de morir!

-¡No, Jacinta, no! ¡Un médico, un médico que lo fuese de verdad, quizá la salvaría... y yo la estoy matando!

-¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Estrechaban el abrazo y seguían llorando largamente.

Así solían quedarse dormidos, o a mejor decir, amodorrados. Esteban, sobre todo, en unas horas demasiado breves para la acerbidad de su sufrir; por impío contraste, soñaba con plácidos recuerdos de otras épocas... -y al despertar, las moscas y mosquitos, que no faltaban ni en invierno, y el mezquino cuarto de baja bóveda, parecido a un panteón y lleno por los tufos de la vela y del tanto fumar en los insomnios, volvíale a la impresión de sus angustias.

Se levantaba y se iba a la visita.

Una mañana, cuando al curar al niño del glaucoma alegrábase de ir oyéndole a su madre que se le habían calmado los dolores; cuando él atribuía el milagro a la instilación de cocaína dispuesta en la tarde anterior..., en cuanto separó los apósitos sufrió un espanto que le hizo empalidecer como ante un crimen. El ojo habíase vaciado; llenas las vendas de pus, no quedaba entre los párpados hundidos más que una úlcera afrentosa. Temblaba. Aunque tanto temió que aquel absceso se rompiese, acarreando la pérdida del ojo, el hecho en sí, ya consumado, el hecho, con su bruta realidad, venía a presentarle al pobre médico la cruda acusación de su ineptitud para evitarlo. Sorprendidos los parientes del chiquillo, pero aún más sorprendido Esteban de verlos al poco conformarse, casi celebrar que el incidente pusiera término al penar de la criatura, «ya que el ojo de nada le servía»... no por esto, que habríale sido bien estúpida disculpa, partió de allí con menos desaliento.

Para su baldón, quedaría en Palomas el niño aquél, el tuerto aquél, cada vez que se lo tropezara por las calles, igual que el Coguta, a quien habíale dejado torcidas las narices... Y ¡ah!, ¡cómo lo grotesco de tal consideración hízole sonreír con un sarcasmo que se le hundía por las entrañas! ¡Tragedia cómica, la suya..., en un ridículo macabro, que quizá ni a su propia bonísima Jacinta podría inspirarla una piedad sin menosprecios!...

Marchaba como un borracho. Hacía un espléndido sol, y lo veía turbio, cual si la luz fuese filtrada en los espacios por lúgubres crespones.

Entró a visitar a dos palúdicos de aquellos que incluso sabían mejor que él administrarse la quinina, y al salir vio que venía buscándole Román el tuerto barberillo, todo en prisas, según por todas partes danzaba siempre, con el lío de las navajas en la mano.

-Don Esteban, váyase de contao a casa de Juan, que está dede va pa cinco días mu malo con la fiebre.

-¿Qué Juan? ¿Con qué fiebre?

-El albañil. El de la Cuesta de los Cojos. Con la fiebre que anda. Yo pasaba, ¿sabe usté?... Me dio por mirá por la ventana, al oí una juelga de borrachos, y alargáronme un vaso de seguía...; entré y le vi en la cama, y los borrachos alreó...; pero Odulia, su mujé, que lloraba en er pasillo, me hizo señas y ma pedío que vaya usté en secreto, pues no quiere el bestia del marío; ¡y condiós, que me espera pa afeitalo el tío Retumba!

Partió Román, y Esteban tomó hacia la Cuesta de los Cojos.

La mujer, que esperábale en la puerta, le enteró de que su hombre había pasado la noche horriblemente, con un calor que se abrasaba, cantando, delirando, pegándola hasta que accedió a llevarle morcilla y vino, y poniéndose después a dar por todo el cuarto vueltas de carnero. Le pasó al cuarto. Acompañaban ahora a Juan tres amigos de taberna, y uno de ellos, el ex caminero Pascasio, alegre viejecito de babosa boca y ojos oscilantes, hacía el juego, coreado por los demás, a las burlas insensatas del enfermo, las cuales no supo Esteban si atribuir a su embriaguez o a sus delirios. Borrachos todos, como cubas. Tenían dos jarras de vino, y empeñábanse en que el médico bebiera. Creían el mostagán la única medicina digna de tal nombre.

Mientras Esteban le reconocía, a grandes gritos cantaba el Himno del Riego el albañil. La lengua veíasele negra y seca; los ojos hundidos y amarillos; marcó el termómetro 35 grados, a pesar de que ardían las manos y la frente del enfermo entre sudores pegajosos, y aparecía, en fin, de extrema gravedad la situación. El joven, después de recetar, se creyó en el caso de advertírselo a los compadres, recomendándoles silencio, y ellos contestáronle con afables risotadas:

-¡Echese un trago!

-¡Qué grave ni qué nada, naide, mientras vea usté que empina el codo, don Esteban!

-¡Así mos curamos nosotros, y denguno estamos muertos!

Quedáronse bailando y jaraneando en torno de la cama.

Esteban, nuevamente en la calle, llegó a temer que hubiese pronunciado su pronóstico con harta ligereza. Si la situación del albañil debiérase a la borrachera más que al mal, quería decirse que el mal habría cedido y que el enfermo pudiera hallarse bueno por la tarde. Entonces se mofarían del médico los tres compadres, cuyo instinto no habría hecho esta mañana más que festejar la mejoría.

El aspecto bufo, pues, de sus médicas funciones, tanto por la falta propia de un sólido criterio, cuanto por la estupidez de clientes tales como Juan el albañil, seguía envolviéndole en ridículo; y reíase, él, reíase también de él mismo, con tristezas infinitas, de ante mano despreciándose más que nadie le pudiese despreciar...

¡Nada como semejante sensación hubiera nunca concebido de espantoso!

Pero en casa de tía Justa, la mala suerte, la implacable suerte, pudo retonarle aún a la dramática intensidad de su tormento. La anciana agonizaba. Fijos los opacos ojos en el techo, hervía en su boca inerte el estertor de un lúgubre agujero. Alrededor de la cama veíase a su hijo, a las vecinas y al barbero Potes -quizá para la urgencia llamado porque ya del médico desconfiara todo el mundo. El tío Potes, con las gafas puestas y con su ademán heroico, pulsaba a la enferma, reloj en mano; y al ver a Esteban, le hizo sitio y le indicó:

-Hijito, hijito... ¡Esto se va!

Bajó la voz, y díjole en la oreja, como un secreto de lata ciencia que sólo debiesen escuchar los iniciados:

-¡Fumaba en pipa y ha dejado de fumar con unos vexicantes!

-¿Qué? -tuvo que inquirir el joven.

-Que, ¡nada, que fumaba... y mira, mira hijito!

Por su borrachera, que hacíase sentimental en las desgracias, el tío Potes tuteaba a Esteban. Aludía a la soplante respiración del coma que la enferma había tenido, y a las cantáridas puestas en los pies.

El médico, consternadísimo, sin saber qué hacerse, pero resuelto a pelear por sus últimos prestigios con una comedia de relumbrón y de aparato, aplicó el termómetro, investigó la reacción de las pupilas a la luz, por medio de una lupa, y púsose a auscultar, últimamente. El fonendoscopio, con sus níqueles y sus rojos auditivos, causaba siempre efecto extraordinario.

-Hijito, hijito... -volvió a decirle solemnísimo el tío Potes-, ¿te parece a ti... le parece a usted... que le establezcamos a la enferma unas almorranas artísticas..., y la Unción, si le parece también a la familia?

-¿Qué? -tuvo nuevamente Esteban que indagar ante aquel sibilítico lenguaje.

Y hubiérase reído, a no impedirlo sus angustias. El tío Potes quería decir unas hemorroides artificiales, valiéndose del acíbar, y además los Santos Oleos.

Aceptó la idea de éstos, púsole a la enferma una inyección hipodérmica de éter, y se apresuró a alejarse de la estancia fúnebre en que un ignorantísimo barbero, y él, todavía más ignorante, así, con una tan risible como criminal impunidad, jugaban entre los incautos aldeanos a la muerte y a la vida.

Acabó de cualquier modo la visita, y fue a encerrarse en su despacho. No estudiaba... ¿a qué?... Sabíase vencido y agotado. A ratos lloraba; y en otros, al sentir a su mujer, que no cesaba de entrar a consolarle, quedábase en los éxtasis de una fija calma de locura.

-¡Vete, Jacinta, vete! ¡Dejame estudiar!

Abría el libro; y ella, con desolación tremenda, se recogía con Nora en la sala para rezar juntas el rosario, pidiéndole a Dios el término de tanto sufrimiento.

El murmullo del rezo iba creciendo en su fervor, y Esteban, a través de las puertas, escuchábalo como una oración fúnebre por todos. La ruina, sí, de su familia. El llanto o la vocecita del niño alguna vez, saltando sobre el clamor de la plegaria, clavábasele en el pecho como una inculpación de la inocencia. ¿Qué iba a ser del pobre ángel? ¿Por qué, incapaz él de sostenerla, creó esta vida de belleza y de candor?

Le echarían del pueblo. Iríanse a vivir o a morir como mendigos. Por la casa se tendían tétricas sombras según iba, allá en la suya, muriéndose la anciana.

Lo que predominaba en la desolación de Esteban era su áspera sensación de criminal cobarde, de hipócrita asesino. Tan cobarde, que se alegraba, al menos, de ver cómo iba transcurriendo el día, el día eterno, el día cruel, sin que le llamasen más, siquiera, para ver a aquella mujer que agonizaba. Tan hipócrita, que cuando noches atrás propúsole al hijo de ella una consulta, y éste se excusó por su confianza en él y su falta de recursos, no supo decidirse a pagarla de su bolsillo tras la neta confesión de que hacía falta para no dejar morir a un ser humano como a un perro. ¡No, pospuso al egoísmo de su crédito la vida de la enferma!

Había sido un desastre la comida. Comieron lágrimas y amarguras de sus bocas Jacinta y él; y Nora, también llorando, retiraba íntegros los platos. Luego volvió Esteban a encerrarse. Siempre con el libro abierto, en disculpa de su insano afán de soledad, fumaba mucho y miraba volar las moscas, cuyo monótono zumbido adormecíale la conciencia. La faz desencajada de tía Justa no se le borraba de delante de los ojos.

Pero a las cinco vino a llamarle una muchacha. Se moría..., no la vieja, sino Juan el albañil.

¡Gran Dios! Partió temblando. A mitad del camino se encontró a Román el barberillo, y supo que el albañil «acababa de liarlas».

-¡Pero de!...

-Sí, de expirar. En un ajunco. Tieso como un palo. De mo y manera, que ya, don Esteban, ¿pa qué va usté?

Cierto. En el aturdimiento, en la especie de vibración de alambres rotos que sintió el joven por la espalda, vio la necesidad de proseguir. La niña que había ido a buscarle, corría desalentada. Él torció una esquina y automáticamente emprendió la visita de la tarde.

No pensaba. No sufría. Iba como sin corazón y sin cerebro, en un aniquilamiento de toda su sensibilidad por el dolor. Veía al muerto, al muerto aquél, «¡tieso como un palo!».

No pudo invadirle ni el más leve regocijo al encontrar ya casi buenos a otros dos pacientes de la misma enfermedad que había matado al albañil, ni apenas inquietud al ser llamado al paso para otras nuevas invasiones.

La epidemia, pues, seguía. Daba igual. Lo que no seguía, por más que fuese andando, era el... médico, muerto por el muerto.

Llegó a la calle de tía Justa, y se paró, viendo que también y a todo escape volvía a salirle al encuentro el barberillo.

-¿Qué? -le interrogó Esteban, con los ojos muy abiertos.

-Nada, que tía Justa acaba de liarlas. No vaya usté ya. ¿Pa qué?

Giró Esteban y se encaminó recto a su casa, como si le hubiesen dado otro eléctrico escobazo.

La noche fue horrorosa. No cenó. Se acostó y fingió dormir para que cesaran los mudos llantos de Jacinta. En la oscuridad veía los ataúdes de los dos muertos, con los pies rígidos, calzados con botas nuevas y asomando por las tablas.

Los entierros que al día siguiente por la tarde pusieron al pueblo en conmoción, acabaron de romper cuanto de vida y de conciencia quedaba en el pobre destrozado.

El del albañil pasó por delante de la casa.

Ya que no había campanas en la torre, doblaba el esquilón del Camposanto con lenta y agudísima tristeza.

Jacinta y Nora rezaban en la sala, y su rezo aumentó su angustiada unción cuando cruzó la calle el lúgubre cortejo. Esteban, confinado en el despacho, tornó a sentir la fría galvanización del criminal. Oyó alejarse el rumor sordo de las gentes, y en la misma pétrea rigidez siguió escuchando aquel murmullo de ansias sobrehumanas, por él inmerecidas, con que su mujer y Nora pedíanle a Dios la salvación de lo imposible.

Los dos muertos maldeciríanle desde sus tumbas: parecíale ver subir juntos por los aires sus espectros irritados.

Cerraba los ojos y contemplaba el abandono de las tres nietas de tía Justa. ¿Quién las cuidaría?... Un salto del corazón le impuso el mínimo deber de recogerlas, poniéndolas bajo su amparo.

Sino que en seguida vio que tendría que proteger igualmente a las dos niñitas de Juan el albañil; que tendría que ir asimismo acogiendo, por la propia moral obligación de absurdo, a quién supiese cuántos huérfanos... hechos por él; y a él, sumido en la impotencia de no servir ni para sostener la vida de su mujer y de su hijo, se le apareció como una burla de sarcasmo y de sandez aquel impulso de convertir en un refugio de piedad su casa miserable...

¡Oh! Miró los libros, los inútiles libros que yacían en el estante como otro sarcasmo bien feroz, y vio cerca de ellos la escopeta; le recorrió un espasmo: ¡su única resolución de dignidad, tal vez, sería matarse!

Si adivinase la justicia humana, la Guardia Civil debiera venir a buscarle en cuanto acabasen los entierros, exigiéndole cuentas de dos muertes.

Entró Jacinta, quiso besarle, y la rechazó, brusco de recónditas ternuras, con un penosísimo orgullo de malvado que sólo se hallase a gusto abandonado a su ignominia.

Volvió a entrar luego con el niño, y la vista de, éste se le hizo insoportable, cual la de un ángel que se hubiese de manchar en el horror de un asesino. Se levantó y cerró tras ellos el despacho, quedando dentro. Los rezos de Jacinta y Nora oyéronse otra vez más clamorosos.

Noche de luto, días de luto los que fueron sucediéndose.

Por la mañana supo Esteban que el tío Potes visitaba por su cuenta a dos nuevos enfermos.

Sufrió en el corazón la puñalada.

Se le despreciaba. Se prescindía de él.

Así empezaban a despedirle de Palomas.

Nubláronsele más los ojos y el alma, y le inundó una gran vergüenza, que le impidió decirle tal noticia a su mujer.

Ella aprenderíala por los extraños.

Desde entonces se encerró con Jacinta en un silencio arisco para cuanto referíase a los enfermos, para cuanto pudiera referirse a su congoja, y Jacinta acabó por respetárselo.

Apenas se hablaban ni se veían. Echado él de la casa por el dolor que a ella producíala su presencia; echado también del pueblo por la humillación de su derrota, que creía ver reflejarse en la desconfiada resignación de sus enfermos, tan pronto como terminaba la visita cogía la escopeta y se iba al campo, lejos, muy lejos de Palomas, a pretexto de cazar.

A la tercera tarde se cruzó en la plaza con un señor gordo, montado en un caballo. Román enteró a Esteban de que aquel señor era el médico de Orbaz, y de que había venido a visitar a tío Marín el Disparao, riquito que mangoneaba el partido liberal a medias con el cura; de paso había visto y habíase encargado de los demás enfermos del tío Potes.

-Bueno, don Esteban, tos esos, al fin, son del otro partío, y na tié particulá que llamen a ese médico, liberal también, y que ya osté sabe que nos estuvo visitando como anejo hasta hace poco. Lo malo, ¡coile! ¡Me caso en Ronda!... ¿Iba usté a ver a Rigodón?

-Sí.

-¡Pues no vaya! ¡Acaba de visitarle el médico de Orbaz!... No vaya a verle, ¿pa qué?

Un frío de nieve recorríale a Esteban las entrañas.

¿Pa qué?... Breve y monótona esta frase de la irritada buena fe del barberillo, iba inconscientemente estrechándole, desde días atrás, en la noción de su fracaso.

¿Pa qué?, en efecto, pa qué ver a nadie más?... Ni por cortesía, aun siendo Rigodón enfermo suyo, el médico de Orbaz había exigido previamente la consulta. Su afrenta, su derrota, su deshonor no podían ser más ostensibles.

Se fue a casa y se le hizo intolerable el estar al lado de Jacinta y de su hijo. La candidez del rubio ángel, que reía sin poder medir la magnitud de su infortunio, y la dulce conformidad en que la madre iba confiándose ante las calmas aparentes del inmenso infortunado, formábanle un agudo martirio más en el martirio.

Cogió la escopeta y salió.

-¿A dónde vas? -díjole Jacinta, acudiendo hasta la puerta con el niño.

-De caza, un rato.

-Pero..., ¿no nos das un beso?

Iría a ser la primera vez que Esteban partía de junto a ellos sin esta despedida. Besó a su mujer, besó a su hijo..., y no supo qué avideces de imposible bebió calladamente en las tibias y suaves frentes de los dos.

¿A dónde iba?

¡A andar, a andar..., como otras tardes! ¡A perderse más que nunca en el abismo de sus penas!

La tarde estaba fría, desapacible. Había llovido, y había charcos y barro en los caminos. El pálido sol, asomando entre las nubes, alargaba sobre ellos la sombra del siniestro caminante.

Marchaba por los callejones donde solía esperar aquel buhonero que no entraba en Palomas por juzgarlo insignificante..., y la idea de su afrenta en la pobrísima aldehuela hundíale a la sensación de una insignificancia infinitamente mayor que la del astroso viejecillo.

Le envidiaba desde el fondo de todas sus angustias.

Sentíase el ser más desgraciado del mundo. El más inútil. El más ridículo.

Mezcla monstruosa de inteligencia y de ignorancia, de bondad y de maldad, de audacia y cobardía, había arrastrado en el torbellino de insensatez la suerte de Jacinta, creando una familia de infelices que iba recta a la catástrofe.

Estudió una carrera durante quince años, y encontrábase con que no servía para ejercerla. Libros, libros, teorías de libros, y a cada grave enfermo un problema pavoroso que iría resolviéndole la muerte. No. sólo las enfermedades en los libros eran enigmas de confusión que había que adivinar, que había que decidir entre unas y otras de muchas de ellas por matices sutilísimos, sino que además la práctica resultaba siempre una confusión de aquellas confusiones, donde aun del más leve matiz dependía todo el diagnóstico. Pero esto, al fin, no sabía Esteban si atribuirlo a una índole fatal de los médicos estudiosos o a torpeza propia...; pues que también hasta los rudos campesinos por un matiz lograban desde lejos diferenciar el trigo y la cebada, por ejemplo, ante aquellas monótonas parcelas de verdor que para los ojos imperitos no venían a ser más que un sembrado.

¡Ah, si al menos el error del médico no hubiese de pagarlo un infeliz con la existencia!...

Recordó la frase de un profesor suyo al aprobar como por limosna a un pésimo estudiante: «¡Para un pueblo, bueno está!»Y en un pueblo, sin embargo, no menos que en París, podían presentarse difíciles y extraños traumatismos, rápidas dolencias de urgente decisión de vida o muerte. Contra un mal abogado, siquiera, siempre le quedaría a la gente, a los ricos, únicos que pleitean o a quienes les cuesta el dinero pleitear, el recurso de buscarse fuera otro mejor, con toda calma.

Habíale cabido, pues, la desdicha de una profesión de responsabilidades delicadísimas, enormes, y sin cuyo completo dominio no podía ser aceptada por nadie dignamente. ¿Qué hacer?... ¡Desgracia, gran desgracia! Si el pueblo no le echase, bastara su conciencia a echarle de este pueblo y a impedirle seguir más con tal carrera en otro alguno. La culpa no sabríase tampoco si era suya o de quienes indebidamente le otorgaron el título oficial, con nota brillantísima, por cierto. En todo caso, y so pena de confirmarse por propia voluntad en una perenne situación de horror y de delito, tendrían que ser suyos la enmienda y el remedio.

Mas... ¡ah, el remedio! El remedio le abrumaba, le aturdía. Médico, según un título oficial, no valía ni para ejercer en el último de todos los pueblos miserables; y no siendo sino médico, es decir, esto que la irreplicable realidad rotundamente le probaba que no era, menos aún aquí ni en parte alguna podría vivir de un nuevo oficio.

¿Cuál..., que no exigiese una aptitud? ¿Cuál..., que improvisado le hubiera de permitir su desempeño, siendo así que incluso con una preparación tan larga negábasele en el propio?

Su lanzamiento de Palomas le significaba el lanzamiento del mundo entero y de la vida. Cerró los ojos un instante, por no verse tan solo en los impávidos campos de impiedad. Suspenso en su cerebro el pensamiento, andaba, andaba Esteban...; cual si ya no hubiese de hacer nunca más que andar sin norte y sin descanso. Errante como él, volvió a acordarse del buhonero. Le envidió. El viejo miserable tenía un papel entre las gentes; tenía, humilde o no, una profesión. ¡Él no tenía ninguna!

Seguía marchando, débil de espíritu y materia, con el peso de la escopeta sobre el hombro y con el de la tétrica cerrazón del universo encima de la frente.

Había subido a un cerro. Se paró. Miraba hacia la aldea y no veía más que la oscura confusión de barro, de sucias casas parecidas a ciénagas de cerdos, y entre cuya torpe vileza ahogábanse, por la aún mayor vileza de él, por su aún más grandes torpeza y cobardía, aquella niña, aquella rubia Jacinta que lloraba y aquel ángel que inocentemente sonreía ignorando su destino. Miraba los horizontes y no sentía más que el lejano y formidable zumbido de la cruel humanidad, rodeándole con su fiesta de locura en su vasto cerco de infortunio: Sevilla, la Sevilla de las flores, le tuvo en su abandono con Jacinta; Madrid, el Madrid de las grandezas, pudo dejarle morir de hambre, cuando él lo recorrió pidiéndole a cambio de trabajo un poco de pan para su Antonia, ¡para aquella otra flor de amor tan desdichada!... Miraba al cielo, en fin, y el gran piadoso Dios de su niñez perdíasele entre las dudas y las nubes que por el alma y los espacios parecía arrastrar un mismo viento de desastre...

Cansado, fue a un cancho que asomaba entre la hierba, no lejos del camino, y se tendió.

El ansia de fumar, única que en su desolado organismo persistía, hízole fumar. Sonreíase. En el destrozo de su ser sólo le quedaba voluntad para este vicio. Se encogía de hombros, y fumaba, fumaba, transigiendo amargamente. El humo era arrebatado de su boca por el aire... ¡Oh, si él pudiese en la nada disolverse como el humo!

Pero su carne, su humanidad, harto pesadamente afirmábase a sí misma en una afirmación de afrenta y de dolor.

Poníase el sol. El no tenía acción para moverse. Descansaba, en un descanso que quisiera ser más absoluto, y no desconocía que turbaríalo volviéndose a su casa. Su casa, su mesa, su cama sobre todo, sitios que en desgracia tanta debieran serle de reposo, llenábanle de horror. Roto el corazón, muertos los labios, besaba con la muerte a su Jacinta. Inmensamente amarga su boca, mascaba la amargura. Loca su alma, no dormía... ¡no! No dormía jamás y acrecíanle en las largas noches su tortura las tinieblas... Fumó otra vez; otro cigarro. ¿Por qué no?... Fumaba devorando el gusto del cigarro y la hiel de su sonrisa.

Vio venir por la vereda una cuadrilla de gitanos. Cruzaron, y los siguió largo trecho con los ojos. Entre los burros y los pobres guiñapos de colores, habíale pasado por delante la alegría... Y continuó fumando, fumando, el terco fumador..., pensando en la fatalidad que le impedía cambiarse él por un gitano, cambiar a Jacinta en la gitanilla que con su crío llevaba junto al pecho la despreocupación de quien tiene de uno u otro modo segura la existencia.

La envidia que le nacía de las entrañas y que sentía desde tiempo atrás por cuantos veía con un oficio, con una definida situación cualquiera, volvíale ahora más profunda.

Divisó en una viña a un hombre que cavaba, y le envidió.

Llegáronse a él, pidiéndole limosna, un lañador de platos y su hijo y su mujer, que al propio tiempo eran mendigos, y los envidió cordialmente y lloró al darles la limosna.

¡Cordialmente, sí! ¡Con una ansiosa intensidad que le dolía en el corazón!... Porque ni esto a él podría salvarle; porque él pudiese ser mendigo; pero su hijo, su Jacinta, no lo podían ser, no lo querrían ser, no lo sabrían ser..., ni él les podría obligar a que lo fueran.

Cruzaba entre el encinar un guarda, y Esteban le contemplaba fijamente. Gallardo en su potro, limpio y bien ataviado, con su bandolera nueva y su sombrero y sus polainas. Tras de los gitanos, tras de los mendigos, al lado incluso de aquel pobre cavador, aparecíasele como una codiciable representación de la fortuna. Tendría ocho o diez reales seguros de sueldo y una rústica vivienda donde albergar a su familia. Sería el guarda de algún coto, de algún conde. Feroz, muy feroz, dejóle aniquilado el pensamiento de que aquel conde negaríale a él, endeble, inútil, un cargo igual..., aunque se lo pidiese de rodillas. Negaríanselo, y se reirían de él el conde y hasta los amos de otras viñas como éstas de Palomas, cuando el débil señorito desease un azadón...; cuando otra vez, si no, en Madrid, igual que aquella vez de su calvario inolvidable, fuese implorando pan a cuenta de trabajo fábrica por fábrica, comercio por comercio... «Bah, sí -le habían dicho-; escribir es lo que sabe todo el mundo que no sabe de otras cosas...»

Tiró el cigarro y al ademán del brazo se le vino encima la escopeta.

La consideró. Tuvo el temblor de vísceras que acoge a toda resolución desesperada. Su mano oprimía el hierro, y su sien descansaba en el cañón.

Meditaba que él podía quitarse una bota, trabarse a un dedo del pie y al gatillo del arma la goma del estuche, poner la barba sobre la boca del cañón..., y..., ¡dormir, dormir..., hartarse de dormir en un descanso para siempre!

Pero seguía inmóvil, allí, al lado de la pena..., puesto ya el sol, y templando el infeliz los fuegos de su fiebre con el frío del aire y de la lluvia que empezaba con la noche.




ArribaAbajo-VIII-

Cuando Esteban volvió del campo, encontró a Jacinta y a Nora asustadísimas. El niño estaba atacado de violentas náuseas y de un frío que le tenía muy palidito, haciéndole temblar; al mismo tiempo, a la amenaza de un ataque, agitaba la cabeza y giraba medio estrábicos los ojos. Nora le tenía cerca de un gran fuego, en la cocina: y el tío Boni y su mujer, y la mujer y las hijas del señor Porras, que solícitamente habían venido, preparaban botellas calientes para mudarle las que íbanle poniendo, y agua y vinagre que le aplicaban a la frente.

La madre, en medio de la confusión, no sabía sino andar de un lado a otro sin concierto, consternada, llorando a gritos, como loca.

-¡Se muere! ¡Se muere nuestro niño! -clamó desgarradamente al ver a Esteban, echándose en sus brazos.

Buscaban a éste varios hombres por la dehesa, rato hacía.

El horror del cuadro, hecho ahora en carne de su carne, fue un mazazo para el médico. El egoísmo de su amor barrió con instantánea fuerza de vendaval todos sus desfallecimientos.

Se abrió paso en el grupo. Con augusta serenidad vio a su hijo inerte, blanco como el papel, descompuesta la belleza de su faz por los trimos musculares y deshechos los mojados rizos en las sienes.

Comprendió. Se trataba de algo serio.

La muerte, solemnemente clavada ahora con sus garfios de crueldad a las mismas entrañas de Esteban, le obligó, desde la no menos inmensa solemnidad de su cariño, a contemplarla cara a cara.

Sin decir palabra, cogió una silla y púsose a reconocer al enfermito. Decíanle los circunstantes que aquello podía ser «alferecía», por indigestión, o alguna perniciosa. No hacía caso. Era una invasión capaz de corresponder a cien afectos graves. Impuso respeto la muda seguridad del joven, y en torno a su atento y detenido examen reinó una angustia de silencio.

Se levantó por fin, meditando aún un momento. Del suspicaz, del caviloso, del cobarde, quedaba despierto de improviso un enorme corazón.

Mandó un baño. Mientras lo calentaban, fue al despacho y preparó una solución de antipirina y bromuro de sodio, cierto de que en la tempestad de nervios del pobre niño hacía falta un rápido calmante.

Él propio se admiraba de su tranquilidad, de su confianza, de la especie de científica clarividencia y del afán intenso y profundo por la vida que le volvían ante el peligro.

¡Su hijo! ¡Ah, su hijo! ¡Su Luisín!... ¿Qué eran ya, junto al riesgo mortal del niño, sus desesperaciones por todo lo demás? ¿Qué problema de porvenir pudiese perdurar al lado de este urgente y dolorosísimo problema de la madre que lloraba?

La antipirina, el baño también, reaccionaron al pequeño.

Desaparecido el frío, encedíasele la fiebre. A modo de delirio, persistíanle la agitación de la cabeza y la vaguedad de la mirada.

A las diez, marcaba el termómetro treinta y nueve y siete décimas. Como síntomas especiales, habíale notado Esteban tos ronca e infartos en el cuello.

La casa quedó constituida en la inquieta vigilancia de enfermo grave; pero reducida a la familia, porque el médico, agradeciendo las ofertas de las hijas y de la mujer del señor Porras por quedarse, afirmó que no veía razón de próximas alarmas.

A las doce, ya acostados también el tío Boni y su mujer, entre Esteban y Jacinta y Nora diéronle otro baño al enfermito. Bajó la fiebre, aplacáronse más los síntomas nerviosos, y al gozo de la mejoría, sin apartarse los padres de la cuna, Nora les sirvió una cena improvisada.

Esteban, el desolado y agotado Esteban de la tarde, el que no pudo tragar en tantos días atrás bocado con las ásperas hieles de su boca, volvió a sorprenderse del gusto, del hondo y como nuevo afán de vida que esta noche permitíale comer aquel jamón y aquellos huevos. Sentíase en una honrada reconciliación con su deber y su existencia, que eran al propio tiempo las de su Jacinta y su Luisín. Mientras él sufrió, pudo mostrarse pusilánime y vencido; ahora, en riesgo su hijo y en infinito sufrimiento su mujer, pasaba de protegido a protector... a protector y amparador de pujanzas inauditas. Jacinta, mirando al niño, llorando, arropándole y cuidándole, le confiaba al médico su fe y entregábale al padre y al esposo su dolor y su ternura. Esteban, sintiendo acrecérsele en la amorosa y adorable debilidad de ella su energía, la consolaba, acariciándola la frente.

-¿Qué irá a tener, Esteban? -preguntaba la afligida, no pudiendo rechazar los lúgubres presagios ante la lívida estupefacción que parecía petrificar a la criatura.

-¡Nada, mujer, nada! ¡Tranquilízate!

-¡No! ¡Ha caído como herido por un rayo!

-¡Oh! ¡No será nada!

-¡Quiéralo Dios!

-¡Dios lo querrá! ¡Y en todo caso -añadía el joven, invadido por el fervor de su mujer- Dios querrá que yo le salve!

Habían concluido la cena.

Nora dormitaba en un rincón.

Pasaban las horas lentas de la noche. La blanca cuna yacía en un santo reposo, turbado solamente por la ruda respiración del niño, y sobre los hierros y las sábanas reclinábase el joven matrimonio recogido en un abrazo de piedad. A ratos, el por tanto tiempo atormentado de tenacísimos insomnios, dormíase con un sueño muy suave, contra el hombro de la amada, en la caricia de un dulcísimo refugio. Despertaba al musitar de los rezos de Jacinta, y sobre la paz de su cariño y su dolor creía ver que un ángel tendíales sus alas protectoras. Al rezo de Jacinta, él iba respondiendo a veces mentalmente, meciendo el alma toda al inefable gozo de la beatitud en que renacía. Esto de su hijo pudiera ser una perniciosa o la invasión de la fiebre hepática que en el pueblo persistía... Pero él y Jacinta le estaban pidiendo a Dios con tanto afán que no lo fuese; que fuese cualquier afecto pasajero, que Dios querría escucharlos!...

Al día siguiente tuvo cinco urgentísimas llamadas. Una, para un nuevo atacado de la fiebre, y las otras cuatro para niños. Halló a dos de éstos con el cuerpo lleno de erupción de escarlatina y a otros dos roncos, con tos de perro e infartos anginosos.

Se aterró.

No pudo dudarlo. Las fauces y la nariz de uno de aquellos enfermitos tapizábanse de membranas resistentes, que eran expulsadas con la tos. ¡Difteria!... Persuadióse el médico... ¡y no sería otra cosa lo que su hijo padecía!

La sana aldea tan ponderada por Cernical y por todos se hallaba, pues, bajo el rigor de tres graves epidemias.

Corrió a casa del señor Porras, expúsole su alarma y logró que sin pérdida de tiempo un mozo partiese en una mula hacia Oyarzábal, pueblo de importancia que distaba siete leguas, y en el cual había farmacias excelentes.

Llevaba la misión de traer cánulas laríngeas y suero antidiftérico.

-Pero ¿pa qué? ¿Pa qué en resumen?... ¡Angelitos al cielo, y buena gana del viaje, don Esteban! -decíale aún incrédulo el señor Vicente, sentándose de nuevo ante la lumbre y moviendo su café, luego que el mozo salió al trote-. La dicteria como la dicteria, si es que ya tenemos la dicteria lo mesmo que otros años, ¡no hay Cristo que la cure!

Esteban, por no darle al premioso viaje del criado tintes egoístas, habíase callado el recelo de que también su hijo sufriera la espantosa enfermedad. Llegó a casa y examinó al niño nuevamente. Por desdicha, quedaron confirmados sus temores. Abultábanse los infartos cervicales y la difícil respiración hacía un tiro de fuelle en todo el pecho.

Pasó el día estudiando, cuanto consintiéronle los cuidados a su Luis y los numerosos enfermos de la calle. Llovía a mares, y hacia la tarde le asaltó la desesperanza de que el enviado a Oyarzábal no tuviese en esta noche tiempo de volver. Tronaba por la sierra. Debían de hallarse intransitables los caminos.

A la hora de cenar el mozo no había vuelto. Heroico Esteban, no le descubría a Jacinta la tremenda situación. Ella, sin embargo, y cuantos llenaban la casa adivinábanla de sobra en el estado de Luisín, que empeoraba por momentos. No podía respirar; se ahogaba. Su cara veíase hundida, azul, demacradísima. Una horrenda mueca en que la muerte iba respetando apenas nada de la espléndida belleza del chiquillo. Los padres, la madre sobre todo, contemplándole, estallaban en explosiones de llanto que les hacían salirse abrazados de la sala.

Pero Esteban dejaba a la desesperadísima Jacinta por cualquier rincón, con las mujeres, y salía al corral tratando de investigar por encima de las bardas los caminos; nada veíase ni se oía entre el diluvio, el huracán y las tinieblas. Abandonábale Dios, no consintiendo que a tiempo le llegase la salvación de aquel remedio; pero Dios quería a la vez probarle e infundíale a él mismo una seguridad casi insensata. Volvíase junto a la cuna, y médico, austero médico, sin besar siquiera al hijo de su corazón, contemplábale y palpábale la garganta atentamente.

La mala suerte había dispuesto que esta enfermedad adquiriese una espantosa fulminancia de centella. Los otros niños, incluso el que desde por la mañana presentó inundados de membranas la nariz y el fondo de la boca, mantuviéronse el día entero en una dispnea de progresión menos terrible,

Salía otra vez. Tornaba a darle un abrazo de inútil consuelo a su Jacinta, y se encerraba en el despacho. Estudiaba y revisaba su bolsa de curar, mala, pobre, no provista siquiera de una cánula de entubamiento. En cambio, como una burla de reto audaz al cirujano, al mísero cobarde que ni sabía coger un bisturí, tenía la cánula de traqueotomía..., y en el estante, entre los libros, un termocauterio.

A las doce, el niño se asfixiaba. Un ataque de tos dejóle exánime. Estuvo la madre con su paroxismo de dolor a punto de acabar de ahogarle, aferrada a él, queriendo al menos recogerle en los besos de su boca el último suspiro, y Esteban, entonces, despótico, implacable, la arrancó de allí, y la arrojó de allí, encerrándose por dentro. Auxiliado por Nora y por el señor Vicente, que en la trágica entereza del joven prendían sus esperanzas, le hizo respirar éter, tratando de resolver el espasmo de la glotis; diéronle fricciones secas, y lograron que volviese a su ritmo la dispnea.

Pero Jacinta, atajada por la puerta y contenida lejos por la caridad de las vecinas, creía muerto a su hijo; oíanse sus sollozos, sus lamentos, sus aullidos de furor.

Dentro de la sala, sobre una mesa, estaban ya el termocauterio y el estuche. Esteban, dispuesto a practicar la traqueotomía, le participó al señor Porras su resolución desesperada de incluso matar a su hijo, tratando de salvarle, antes de dejar que se muriese. Abriríale la garganta, para que pudiese respirar en tanto dispusiese de aquel socorro de Oyarzábal. Le explicaba la cruenta operación, para que él y Nora le ayudasen. Transmitíales su fe, y túvolos al cabo de su parte, poniéndose los tres a hacer preparativos.

Aguas hervidas, sublimados, algodones, gasas y jofainas e instrumentos quemados con alcohol. Advirtiéndose Jacinta de estas entradas y salidas, pensó que habíase muerto la criatura y que trataban de vestirla. En otro acceso de alaridos, reclamaba para ella el póstumo cuidado. Las mujeres sujetaban su furia difícilmente en la cocina. Esteban tuvo que ir a persuadirla de su error. Nada consiguieron hasta permitirla mirar de nuevo al moribundo. Fue otro abrazo, otro rapto de dolor en la fiereza, y otro violentísimo arrancamiento de la madre infeliz de al pie de aquella cuna. Para que no los viese, habían cubierto los instrumentos con un paño. Siguieron disponiéndolos. Esteban, llorando con el corazón, pero dominándose con un severo esfuerzo de deber el llanto de los ojos, cosíale las cintas a la cánula. No cesaba de vigilar el momento en que la tremenda intervención hubiera de imponerse.

Hacia las dos, a otra formidable angustia del niño, su padre le besó, pronto a jugarse el todo por el todo. No obstante, tornó una calma relativa y sólo quedó trazada con tinta en la garganta la línea por donde debiese penetrar la brasa del cuchillo.

La noche seguía infernal. La lluvia, impulsada por el viento, azotaba torrencialmente la ventana.

Y el momento horrible, el decisivo, llegó poco después, con urgencias indudables. Otro golpe de tos vidrió los ojos del enfermo, dejándole en un colapso del que no le reaccionaban las fricciones.

-¡¡Vamos!! -mandó Esteban, empalideciendo.

Nora tomó en brazos a Luisín, liado en una sábana, para poder con la otra mano sujetarle la cabeza. Parecido ya a un cadáver, no harían falta grandes mañas. Se encargó de la bandeja de instrumentos y algodones el señor Porras, y Esteban encendió el termocauterio.

¡Oh, en su hijo! ¡Tener que hundir el cuchillo ardiente en el cuello de su hijo!... Llorábale, sí, llorábale el corazón; pero aún comprobó que no temblaba. La feroz grandeza de su deber, de su dolor, le dejaba en total dominio de los nervios y en perfecta claridad de inteligencia. Al dirigirse al niño con aquel puñal de fuego llameante, que pudiera ser su muerte, que pudiera ser su vida, era un hombre de hierro que sabría no vacilar...

Pero se contuvo.

Fuera, en la ventana misma, sobre el estruendo del viento y de la lluvia, resonaban los cascos de una mula y grandes golpes.

Se abalanzó a la puerta de la sala, abrió, y después la de la calle..., dejando entrar al valiente mozo, que volvía como una sopa. Le arrebató de entre la manta la caja que traía, la abrió convulso, desenvolvió los papeles..., y llorando, sí, llorando al cabo de alborozo, tomó una pinza, prendió una cánula..., introdujo el índice izquierdo en la inerte boca del pequeño, se guió por él..., y con una facilidad, con una diestra sencillez de encantamiento, dejó aquel tubo en la laringe.

Miró ansioso, para ver si el niño respiraba... El niño respiró. Esteban lanzó un agudísimo grito de victoria que llenó toda la casa:

-¡Ven, Jacinta, ven!... ¡¡Vive nuestro Luis!!

La recibió en los brazos y la estrujó contra su alma en un llanto de benéficas venturas que los tuvo unidos largo tiempo.

Las mujeres, los hombres, acudían de la cocina sin saber cómo explicarse tal resurrección. Luisín, en efecto, respiraba con una libre avidez que parecíase al milagro de una vuelta de la muerte.

Esteban era el dios de aquel milagro.

Restaba destruirle al niño la infección por medio del suero, que también había traído el mozo. Poniéndole las inyecciones, luego de hervir y lavar con toda pulcritud la aguja y la jeringa de cristal, el médico, auxiliado esta vez por su mujer, que descubríale amorosamente al hijo adorado la espaldita, adquiría por vez primera la íntegra y noble sensación de la grandeza divina de su ciencia.

El resto de la noche no fue ya más que el principio de una espera de calma y de consuelo en aquella salvación. El amor de Jacinta hacia el marido habíase agrandado en una admiración de excelsas gratitudes.

Velaban al niño, pero de cara a la esperanza, a la paz, a no sabríase qué felicidad recóndita y firmísima que hacíales oprimirse sin cesar las manos estrechadas.

Del sueño reparador que allí junto a su Jacinta le turbó a Esteban la luz del alba entrando por el ventanillo, pasó a la sorpresa de advertirse confiadísimo y feliz, plenamente satisfecho de la vida que antes pesábale tan triste. Había arrancado de la muerte a un ángel y de la desolación a su Jacinta; su vida, pues, servía de mucho más que para pasársele en inútiles lamentos...




ArribaAbajo-IX-

Un mes después, cuando ya Esteban jugaba al sol alegremente con Luis y con Jacinta; cuando terminaba aquel tráfago de enfermos, aquella lucha sin reposo con que afrontó las epidemias..., pudo darse cuenta de lo enorme de su triunfo.

A sus libros, a su aplicación, a su tenaz constancia en el trabajo, al rígido concepto de su dignidad y sus deberes, debíanle la existencia muchos niños y muchos atados por la fiebre, y, sin embargo, habían vuelto a cruzar las calles diez o doce entierros. De éstos, sólo uno correspondió a un cliente que a Esteban recurrió casi en la agonía, traspasado del médico de Orbaz; los otros, empezando por el tío Marín el Disparao y por Rigodón, y siguiendo por una jovencita, por tres o cuatro mocetones y por unos cuantos chicos a quienes hubo de ahogar la difteria entre mantas de algodón y cataplasmas, fueron víctimas de la torpeza del médico -que así en la competencia entablada por él mismo, y a pesar de su antigua amistad con estas gentes, cayó al descrédito con plena rapidez desde lo alto de la autoridad de su caballo y de sus fachendas de cacique y de gordo labrador y ganadero. Una tarde, delante del último ataúd, se le vio partir en fuga; el potro conducíale a Orbaz tan briosamente como le trajo tantas veces; pero él iba con menos gallardía. Preocupado con los cerdos y los campos, aunque ansioso de aumentarse las ganancias, no importara cómo, en las visitas, debía de desconocer los baños, los sueros e inyecciones, los preciosos sistemas curativos de que al principio maldijo y se mofó, sabiendo que Esteban los usaba.

Bien. No le quedaba al joven ningún remordimiento. Con malas artes, el compañero descortés y falso aspiró a desprestigiarle; en liza abierta, él había sabido reconquistarse la clientela, humillándole con la fuerza de los hechos y debiéndole, además, por la pública comparación de los tan distintos resultados, la fe que le faltaba para ejercer su profesión.

El vecindario todo, sin distinción de políticos partidos, admiraba y respetaba al simpático muchacho que habíale unido a su modestia y a su afable juventud los altos timbres de su ciencia. Esteban supo, pues, gracias a la ola de infortunio tendida sobre el pueblo por aquel colega sin conciencia, que hubo de exagerar insensatamente los terrores de la suya al despreciarse como un necio y un malvado porque no pudo curar a una vieja centenaria y a un borracho. Supo, pudo así saber, que había médicos para quienes una defunción, o ciento, no implicaban sino la contrariedad de tener que firmar con la misma mano y en el mismo instante el certificado judicial y la nota de honorarios...; y esto, al hombre de sutil sensibilidad y gran corazón que Esteban era, resultábale un bien inestimable,

En cambio, y además, habíasele ofrecido la ocasión de ser como definitivamente consagrado por otro médico de fama. Un comprador de granos, residente en Oyarzábal, y venido al pueblo por sus compras, en la posada cayó repentinamente enfermo con una terrible enfermedad que le agarrotaba todo el cuerpo en espasmos convulsivos. Las piernas, los brazos, los músculos del pecho y de la cara, contraíansele a cada contacto con calambres espantosos. No podía tragar ni respirar. Si en los trismos se cogía la lengua con los dientes, partiásela y se desangraba. El tétanos, el horrible y espantoso tétanos, en fin. Grave, dispuso Esteban que se avisara a su familia, luego de ver la impotencia del cloral y los baños que dispuso. Peor al cuarto día, le anunció a la recién llegada esposa la necesidad de que trajeran suero antitetánico de las farmacias de Oyarzábal, y, a no haberlo, de Madrid. La afligida señora mandó un propio, y éste, al mismo tiempo que el suero, trajo al doctor Peña -el doctor de más renombre en la comarca-. Consulta. Un poco azorado sentíase Esteban al principio, tanto por la multitud de gente que la presenciaba, pues era para el pueblo un acontecimiento la presencia del doctor y del coche del doctor, como por su ignorancia de la forma profesional de las consultas (que nadie jamás le había enseñado) y por su científica modestia ante el ilustre compañero; y claro es, anduvo torpe en si debía o no con sus observaciones ilustrarle a la cabecera de la cama, y en quién debía después hablar primero; mas así que salvó sagaz estas levísimas torpezas, y expuso tan modernamente razonados la historia clínica, el diagnóstico, el pronóstico y el tratamiento, tuvo la sorpresa de oír que el viejo y elegante doctor Peña rompía su silencio casi adusto con estas frases dirigidas al concurso y a la esposa del paciente: «Señoras; señores: Me felicito de no poder añadir ni una palabra a las que acabo de oír, y os felicito por tener un joven médico de tanta inteligencia y tanta ilustración. Procurad que os dure mucho, lo cual dudo, porque es de la talla de los que pueden ejercer no importa dónde.»

El enfermo curó. El crédito de Esteban quedó asentado con firmeza inconmovible.

Ahora, vagando otra vez por el pueblo en la descansada normalidad de sus visitas, reanudaba una serenísima amistad con el sol y con los libros, con los verdes campos, con la vida. Feliz al lado de su hijo y su mujer, mirábalos en los paseos gozosos lo mismo que si acabasen de salir a una eterna aurora desde un túnel del infierno.

Jacinta, arcángel rubio, con su cándida expresión, hacíale pensar frecuentemente, y más en el misterio de las noches, contemplándola dormida, que acaso Dios, el gran Dios de ella (el gran Dios de él también en otros tiempos, hundido y borrado actualmente entre sus dudas), habría querido tocar el alma del incrédulo, abrumándole a infortunios, para hacer de ellos resurgir tal redención -en prueba de su poder y de sus recónditos designios contra la mísera razón humana.

Porque, sí, a la vida; tornaba a la vida, victorioso, el cándido niño luchador que por segunda vez había sufrido la sorpresa de verla sobre su frente misma conjurársele en horrores; pero victorioso, con una victoria de triste majestad, de melancólicos dolores impregnados en hondas y desorientadas angustias de infinito. Dijérase que el negro torbellino le había cogido y alzado en su vértice para alzarle a una salvación que estaba por encima de las nubes; para dejarle, sin saber cómo, en las alturas de una azul montaña de paz y de silencio, de soledad, de augustas meditaciones capaces de dominar y comparar la pequeñez de la humana existencia deleznable con la sideral y eterna grandeza de los cielos... Allá en Madrid, cuando la lucha fue de amor junto a su Antonia, la lucha aquélla, aunque brutal, cruel, harto cruel, correspondió al mundo toda entera, a la vida, y realizóse dentro de la vida y en el ardiente afán de un poco de ideal y un poco de belleza que los mismos absurdos de la vida obstináronse en negarle; sin embargo, hasta en el dolor de la derrota quedóle la evidencia de que resultó el vencido como pudo resultar el vencedor, sin que ello dependiese (según vino pronto a confirmárselo en gentil lauro su Jacinta) sino del mayor o menor brío del corazón, que en nuevos ímpetus supiese disputarle su afán a los prejuicios, a los odios, a los tremendos engaños y torpezas de las gentes. Ahora, aquí, no; la batalla, en la que él había sido testigo e instrumento casi pasivo de acción aturdida víctima a la vez, entablóse lúgubre y terrible entre la tierra y los espacios, entre lo tangible y lo incorpóreo, entre la Vida y la Muerte; y la vida, la pobre vida, frágil y fugaz, había saltado rota a cada golpe del invisible adversario formidable, rodando con sordos ruidos siniestros al torrente de la nada, al mar de lo infinito, donde acaban y se funden las ansias que en el mundo nos agitan por un poco de placer... ¿Cuál poderío, ¡ah!, cuál tremendo poderío fuese el que así ostentábase a su arbitrio capaz de disponer en un momento de tanto orgullo o tanto ensueño, de tanta dicha o tanta rabiosa desventura, de tanta loca sensación de perennidad, de todos modos, con que en medio de las flores o los áridos peñascos cada ser constituye su existencia?... ¡Para comprenderle a esta su efímera insignificancia, no bastaba el espectáculo que a un hombre le ofreciese de tarde en tarde el despojo de otro, como aislada víctima digna del olvido en la constante y perpetua batalla universal, sino que hacía falta haber asistido a la pavorosísima batalla como él, como Esteban, en los mismos confines de lo eterno!

¡Bah!, la vida, tan llena de desgracia, y a menos de tornarse a cada paso inexplicable, necesitaría prender la fe y los débiles amores de sí propia en el inmortal aliento de otra fe, de otros amores perpetuos, poderosos, únicos capaces de mantener encendida la esperanza sobre el fondo mismo del sufrir; y Dios, el gran Dios que refulgía en la pálida mirada noble y en los fervorosos rezos de Jacinta, habría querido demostrárselo a Esteban con la extraña paradoja de esta salvación a que le hubo de llevar rebosándole con un dolor terrible su colmo de tortura: por no poder resistir más, deseó matarse en la tarde inolvidable..., y, sin embargo, la gran desgracia nueva de ver a su hijo en el peligro le volvió al mundo plenamente.

¡Providencial, sin duda, cuanto le venía ocurriendo!

Providencial, tal vez, asimismo, y sólo para él dispuesto por una magna voluntad, el hecho de encontrarse a la sazón dos misioneros recorriendo la comarca.

Una tarde, cuando él, dichoso (y en su dicha agradecidamente reflexivo) marchaba por el campo detrás de Jacinta y de Luisín, que cogían en los ribazos margaritas y amapolas -por el astroso buhonero aquel a quien hubo de envidiar en otros días, y a quien ahora, satisfecho de sí propio, reducía piadoso a su piedad, supo que estaban en Orbaz los misioneros...; es decir, precisamente en el pueblo que le pareció nefasto, porque de él le vino el imprudentísimo rival, el médico enemigo que trató de aniquilarle: y en tal dato de situación, por asociación de ideas, de presentimientos, ya que también de Orbaz, y de tan raro modo, habíale llegado el gozo de sus materiales triunfos, creyó ver claro un nuevo indicio de la caridad divina que asimismo quisiera colmarle el alma de victorias...

Tratando de afianzarle la fe, su pobre razón, desde la áspera y ya un poco lejana época de estudiante madrileño, habíase extraviado por una multitud de libros de teología y de catequismo, que sólo consiguieron asaeteársela de dudas...; pero los sabios libros no podían con su impasible método salirle al encuentro de las dudas que ellos mismos suscitaban; y esto debía de serle fácil a un teólogo, a un experto jesuita (maestros todos en deshacer heréticos errores), con el cual pudiese larga y entregadamente departir.

Tal deseo, esta tarde, le arraigó y crecíale en el corazón sobre una beata humildad de predispuesto. Veía a su Jacinta coger flores, guiada por el niño, y sonreía él, sin querer decirla nada de su empeño, siguiéndola siempre con su agradecida y muda reflexión, en abandono de delicias, cual si el ángel inocente y la santa de bondad que le habían sacado de los yertos infortunios, le fuesen ahora conduciendo a la mansión de los amores suprahumanos por la idílica pradera... Caía el sol, en glorias rosa de fulgor suave, y de un arroyo cuya trenza de cristal rompía sonora entre las piedras, surgían el canto como eterno de las ranas y aromas de tréboles, de juncos, de mastranzos... de esas hierbas de todos los selváticos arroyos que huelen a creación, a eternidad, a Jueves Santo, a jugosas y eucarísticas honradeces de la gloria.

Al volver al pueblo, hallábase resuelto enteramente.

Amigo del cura, por haberle asistido como enfermo, fue en seguida a visitarle. El cura estaba viendo cómo el ama asaba unos torreznos. Sin descubrirle su cuita le encomió Esteban la conveniencia de que los misioneros viniesen a Palomas. ¿Cómo? ¡ah!... Más hecho el viejo cazador al gusto de su comodidad silvestre, a las manchas de su ropa, a sus uñas negras, a su buen fuego de sarmiento y a su perro y su perdiz, que no a la redención de feligreses, se mostró contrariado y sorprendido: lo primero, porque pobre, y con una vieja ama que no entendía de cocinera, pondríase en el caso de alojar a los padres jesuitas sin hacerlo con decoro; y lo segundo, porque jamás había visto a Esteban en misa, ni un domingo. Sin embargo, insistía el médico, aludiendo a la rudeza de los aldeanos, por nada nunca ni por nadie invitados como no fuese a las tabernas, y no supo el cura dignamente resistir. El propio Esteban redactó y púsole a la firma la petición para el obispo.




ArribaAbajo-X-

Y a la mañana siguiente, a pie, precedidos por su fama y esperados en las afueras del lugar por el alcalde, el juez, algunos concejales y todas las mujeres y chiquillos, llegaron los dos ilustres jesuitas, el P. Galcerán y el P. Sartos. Acompañábanles los párrocos de Orbaz, de Valleleón y Medinilla. Encaminados a la iglesia, viéronse favorecidos desde luego con un lleno rebosante.

Lo que más atrajo para ellos la atención, hasta que hablaron, fueron los fajines, las gafas de oro, que aumentábanle un diáfano centelleo de inteligencia y de dominio a sus limpios rostros afeitados, y las tejas... felpudas, pequeñas y redondas, casi como sombreros de paisano, tan distintas de aquellas otras grandes tejas de los curas.

¡Ah, pero cuando hablaron!... el éxito, el entusiasmo que subrayó a las gentes fue tan colosal, que Esteban, perdido y apretujado por la muchedumbre en el rincón del baptisterio, tuvo que reconocer el poderío de la elocuencia.

Sí, elocuentes, cada uno a su manera. La fuerte voz de trompeta del P. Sartos y la voz susurradora y persuasiva del P. Galcerán, dijérase que habían rodado en esta primer noche por los ámbitos del templo y por las almas.

Al nuevo día, no se habló sino de ellos en Palomas.

Los poquísimos vecinos y vecinas que no habían acudido a la función formaban grupos con los otros, oyéndoles elogios. «¿Qué tenían que ver los títeres?... ¡Qui t'allá malemo!» -argüíanle en todas partes al tuerto barberillo, que no se asomó a la iglesia («Pa qué») pensando que no habría ido don Esteban. Y así que supo que su ídolo, su maestro, don Esteban, concurrió y pensaba no faltar, él también resolvió no negarles a los padres, «¡me caso en diez!», su herética presencia.

Tratábase, realmente, de algo que turbaba la estúpida calma como secular del pueblecillo. Quitando los comisionados de apremio y los candidatos en tiempo electoral, nadie venía a él de cuanto andaba por el mundo.

Inicióse una semana de gran fiesta. Al anochecer sonaba alegremente el esquilón del Camposanto. El templo, cuyas telarañas colgaban en las bóvedas, pero cuyo suelo y cuyo altar luchase casi sin mujeres, se iba llenando de mujeres, que acudían en profusión con su negro manto a la cabeza. Había hasta forasteras, llegando de otros pueblos donde aún no había estado la misión. Los hombres, en retraso al volver del campo, se agolpaban por las puertas.

Esteban sentábase con el señor Porras en el banco del Concejo. Acaso reconfortando más su fe en la rubia y viva imagen de Jacinta, allá siempre arrodillada bajo el púlpito, que no en la misma imagen de la Virgen, un poco pregonadora de la sordidez del cura, con su roto manto azul, no tardó en formar juicio acerca de la complexión mental de uno y otro misionero. El P. Sartos pertenecía al tipo de orador tonante y emotivo; gran pintor, y a grandes trazos, o a grandes voces, de horripilantes cuadros del infierno, con sus múltiples acentos, poderosos como una trompetería de apocalipsis, pasaba sin cesar una especie de electrización de despeluzno sobre la ingenua concurrencia: «¡Es él! ¡Miradle allí! ¡Luzbel! ¡El mismísimo demonio!», y miraban las mujeres al sitio imaginario del Averno que aquel terrible dedo señalaba, y asomábase el terror a los semblantes y se encogían los corazones. El P. Galcerán, menos corpulento y tronador, venía de catequista y cuadraba en su papel perfectamente; las palabras fluían como una miel invitadora de sus labios, de su alma, de su propio pensamiento hecho verbo convencido de la hermosa redención; lejos de abusar de la simplicidad de sus oyentes (como hubiérale sido harto sencillo) captándoles la razón entre sofismas, ponía y afrontaba los teológicos problemas en su medio justo, resolviéndolos con lógica intachable; sin perder su intensidad y su sutileza, manteníase claro y al alcance del rústico auditorio; esta modestia, además, de los campesinos que le oían, creyérase (y bien al revés que al P. Sartos, aristocrático orador cuyos sermones tenían aquí un poco de desdén condescendiente) que le gustaba, por una excelsa estirpe de su espíritu, capaz de comprender que tanto valen el pobre como el rico, el ignorante como el sabio, en la amorosa compasión, reflejo de la de Dios mismo, hacia la bondad de todas las criaturas.

Nunca descendía de sus dulces discreciones el padre Galcerán. El otro, sí; juzgándose autorizado por su fama, hecha acaso entre reyes y entre duques, si ya no por su hercúlea humanidad y por sus años, en que aventajaba mucho al compañero, desde la tercer noche, y viendo que era el médico la única persona importante que aún no había ido a visitarlos, se obstinó en dirigirle desde el púlpito transparentes alusiones. Le adulaba, le halagaba, con pretextos de comparar la medicina del alma y del cuerpo a que uno y otro consagrábanse; pensando que el joven fuese un volteriano, concurrente a los sermones por el gusto de ridiculizarlos después entre las gentes, anticipábase a desarmarle con elogios excesivos, buscando en su presunta vanidad su gratitud, o, al revés, lanzándole retos tanto más pérfidamente infantiles cuanto que el retado no podría subirse a contestar en el púlpito de enfrente. «¿Queréis fe?... Pues tenedla en mí, en mis palabras, como la tenéis en vuestro médico, cuya ciencia es para vosotros un misterio, lo mismo que la mía.» «¿Pensáis que el hombre por sí solo se basta a saber nada del mundo?... ¿Por qué llueve entonces? ¿Por qué truena? ¡Decídmelo! Y si creéis que no pudieseis contestar porque os falte la cultura, ¡ahí tenéis a vuestro médico...!, y a él también se lo pregunto, a él que nos escucha...; ¡y ya veis que tampoco sabe responderme!... «Sus argumentos terminaban en las voces estentóreas que atraían el terror sobre los fieles con aquellas evocaciones pavorosas del demonio, de Luzbel...; y la iglesia entera, entre el tufo de los cirios, el sudar de las mujeres y el olor a estiércol y a colillas de los buenos labradores, parecía llenarse de rojos llamarazos y de azufres encendidos al rudo choque de las alas y cuernos y pezuñas demoníacas por muros y por bóvedas...

-Y bueno, don Esteban -le dijo el juez una mañana-, y han güerto a preguntarme los Padres que y usté qué y por qué y no ha dío a velos entavía.

Se dispuso a visitarlos. Tenía ya bien conocido el mérito del P. Galcerán y bien forjado su deseo de elegirle confidente.

Iba viendo a los enfermos. Miró el reloj: las doce y media... ¡Un poco tarde! Sin embargo, partió hacia la casa de don Roque.

Según acercábase, le apuraba la elección de las palabras en que hubiera de exponerles, sin jactancia, pero con franqueza plena, su conflicto.

A juzgar por las medias frases que de ellos le habían traído el alcalde, el juez y el señor Porras, que asimismo como prohombre habíase visto en la cortés obligación de cortejarlos, insistían los misioneros en creerle un presumidillo lector de España Nueva, de Las Dominicales y El Motín, pronto a discutir lo humano y lo divino; ahora, al verle efectivamente llegar en guisa de polemista, corría el riesgo de que le confirmaran en concepto tan ridículo -y debía evitarlo a todo trance.

Llegó. Aunque estaban de par en par las puertas, golpeó con los nudillos. El corazón latíale como en la inminencia de la cita de una novia. También venía buscando amores..., amores para el alma, y que, no menos que los del corazón, pudieran oponerle los obstáculos y equívocos humanos a sus ansias inefables. Si por no entenderle el P. Sartos y el P. Galcerán, piadosamente se burlasen de sus dudas, él llevaríase de junto a ellos un tremendo desconsuelo, una última y horrible sensación de desamparo.

Volvió a llamar.

La vieja ama apareció, sacando de la sala platos sucios.

-¡Ah! ¿Vi usté a velos, don Esteban?... ¡Pase! ¡Están comiendo!

A gritos anunció:

-¡El señor médico está aquí!... ¡Pase, don Esteban! ¡Pase!

Cruzaron un polvoriento despacho lleno de santos y escopetas. En la sala, modestísima, vio a los misioneros y a don Roque sentados a la mesa y rodeados de tres perros y dos gatos, que roían huesos con gran ruido de colmillos. Por la dificultad de levantarse entre tantos animales, o por el recelo que el tardío visitador les inspiraba, los Padres, lanzando unos «¡Hola! ¡Hola!» de reserva e inquietud, limitáronse a enfocarle en el diáfano campo de sus gafas.

El cura se hizo paso a puntapiés, y fue por una silla.

-¡Siéntese, amiguito! ¡Corcio, que ya de veras le esperábamos! ¿Quiere usted melón?

-¡Gracias! -repuso Esteban, sintiéndose observado por ambos jesuitas.

Aun en la pobreza de la estancia y de aquella mesita baja y de mantel gordo, más propia de patanes, saltaba indiscutible el hábito principesco de los dos.

-¡Bueno, bueno, bueno, señor médico! -dijo al fin con plena impertinencia el P. Sartos, aplicándose a comer-. ¡Caramba, y con lo amigo que a mí me gusta ser de los doctores! ¿Podría saberse a qué se debe su tardanza?

Tosió el médico. Comprendió que el Padre confirmábale como un pobre pedantuelo, tras su examen ligerísimo. Pero la pregunta le brindaba la oportunidad de sincerarse y de empezar a descubrirles sus anhelos, y no la desaprovechó.

-He tardado -dijo- y, sin embargo, aquí don Roque sabe que soy la causa de que estén ustedes en Palomas.

-¡Cómo! ¡A ver, a ver!

-Yo, Padres, que necesitaba oírles y hablarles (si ustedes quieren dispensarme esta merced), hablar con ustedes largamente en una especie de sincera confesión... vine a pedírselo. Vean, pues -terminó con su acento de modestia-, si por lo que pudiese parecer descortesía no está mi tardanza disculpada.

Los Padres habían vuelto a contemplarle; luego, buscando comprobar la revelación insólita, miraron a don Roque, y cuando éste, adusto y franco como viejo cazador, y ocupado ahora en la para él ardua tarea de prepararse un cigarrillo, afirmó con la cabeza, quedáronse perplejos.

Se le esperaba en la expectación despertada por él mismo, y Esteban terminó:

-Deseaba hablarles y escucharles, para que me disipen ciertas dudas. Yo he leído algo, inútilmente, con tal fin, y más que nada, yo, ¡ah, sí, he sufrido mucho. Quiero volver a creer lo mismo que de niño, y las dudas me lo impiden. Entonces he pensado que sólo a ustedes podría deberles ese infinito bien que ansío con toda el alma.

Hízose otro silencio de meditación y de rectificación de posiciones. Don Roque fue esta vez quien traslucía la sorpresa más ingenua: no esperaba descubrir un tal atormentado en el cortés incrédulo que no iba a misa ni le habló jamás de estos problemas; sin embargo, su atención, débil para cuanto no se refiriese a conejos y perdices, volvió a ser reclamada por la gigantesca y resobadísima petaca a cuyo interior restituía los chisques y el librito de fumar.

El P. Sartos sonreía, a la vez que limpiábase las manos con una servilleta, porque había acabado de comer.

Luego recostóse atrás en su incómoda silla de madroño, y comentó:

-¡Hombre, hombre, de modo que... dudas! ¡Tenemos nuestras dudas, grandes dudas, de seguro y, por otra parte, deseos más grandes de creer! ¡Bueno, bueno, bueno, bueno... bueno!

Se afirmó las gafas, prosiguiendo:

-Es natural. ¡Los libros! Tratamos de explicar las cosas por la ciencia, prescindiendo del misterio, prescindiendo de Dios, que quiso que las desconozcamos; pues claro está que en otro caso habríalas dispuesto de manera que sin ciencia se entendiesen, y no es otro para la soberbia de la Humanidad el absurdo resultado. Fíjese -continuó, aumentando el torrente de su voz, como siempre que hablaba del demonio- en que ángel y todo, criatura de Dios predilecta, ése fue el caso de Luzbel... cuya inicua rebeldía...

Pero tosió, sofocadísimo, porque hablaba con un palillo entre los dientes y habíalo absorbido hasta las fauces en una aspiración de su discurso..., y el padre Galcerán aprovechó la coyuntura para preguntarle a Esteban suavemente.

-¿Quiere el señor médico decirnos cuáles son sus dudas?

Agradecido el joven a la oportuna intervención del catequista, accedió, reconcentrando su atención y su humildad:

-Son varias; por ejemplo, una, respectiva a la armonía entre la definición del libre arbitrio y la posibilidad de que sean libres Dios y el hombre; otra, relativa a la concordancia de la presciencia y la eternidad divinas con la Creación, como tal hecho en el tiempo; otra, referente a cómo deba conciliarse que, siendo todo lo creado obra de la suprema bondad, de la suma perfección, resultara la Creación tan imperfecta, tan absurda (puesto que Dios entonces fuese el creador del mal) que el mal surgiese en ella por la rebeldía de Lucifer.

-¡De Lucifer! -atrapóle el P. Sartos el vocablo, como eléctrico, pues todo esto del demonio correspondía a su negociado, a no dudar-. ¿Y usted ve en ello imperfección? ¿Concibe usted siquiera que la perfección, precisamente, pueda surgir de otro modo para el hombre que en su lucha contra el mal, por tanto, necesario?... No habría concepto posible de justicia sin premio, sin castigo, sin los libres merecimientos de cada uno en la tendencia al mal o al bien; y Dios, justo ante todo, nos creó imperfectos y dejó así que el mal apareciese.

-Pero el mal, entonces... -fue Esteban a argüir, tímido ante la autoritaria voz del jesuita.

-¡Qué!

-¡Oh, no! nada... No sé si a ustedes les molestará que yo, a menos de guardarles el respeto de un silencio o de una falsa convicción que dejase íntegras mis dudas, con mayor respeto aún me permita alguna réplica cuyo objeto no sería más que exponerlas en toda su extensión, para que aún más fácilmente puedan destruirlas...

-Sí, sí, ¡habla! ¡Qué! -excitó rudo el misionero.

Había en su tono tal exasperado desafío, que Esteban, lejos de contestar, bajó los ojos.

Por suerte volvió a acudir en su amparo el padre Galcerán.

-¡Basta! -le oyó decir al tiempo que se levantaba, y con decisión tan suave, pero tan firme, que pareció incluso dominar al vehemente compañero-.-Son problemas que han preocupado a cien cónclaves de sabios y que no debemos tratar de sobremesa. Señor médico, nosotros paseamos por las tardes. ¿Quiere usted desde hoy acompañarnos?

Esteban se levantó a su vez y agradeció:

-Con mucho gusto.

-A las cinco -puntualizó el Padre tendiéndole la mano-. Nos vamos al campo, por ahí.

Era un cordial emplazamiento y una despedida. Los jesuitas, atareadísimos con sus devociones, y buenos regladores del tiempo y del descanso, dormirían siesta... Saludó Esteban. Se marchó.

No iba descontento. El P. Galcerán parecía expedito y dulce, en su rápida y certera comprensión: forma de la autoridad algo agradable; el otro, quizá un poco intemperante por exceso de fervores. Tanto como la esperanza en las racionales persuasiones que hubiera de deberles, predisponíanle a la fe esta inmensa paz, esta mansedumbre, esta resignación con la errante vida que ambos arrastraban. Hombres de talento, y cuyos tipos acusaban la originaria distinción de sus familias acaso nobles, no se comprendería que sin un pleno y gran convencimiento hacia la religiosa idea, hacia la verdad, hubiesen renunciado a todas las comodidades y placeres mundanos para pasarse la existencia viajando a pie, comiendo mal, rezando a todas horas y diciendo de pueblo en pueblo sus sermones...

Esteban, ya en la mesa aguardado por Jacinta, la dijo, sí, que venía de visitarlos; mas no el afán que le acuitaba. Para volver con ella a la gran intimidad, desde la de él rota en sus almas por cien secretos de vergüenza y cobardía, juzgaba preferible llegar primero a la redención espiritual que habría de dignificarle, que hubiese nuevamente de igualarlos. ¡Sólo entonces podría alzarse hasta ella en fuerza de sinceridad y de arrepentimiento..., obteniendo su perdón!




ArribaAbajo-XI-

A las cinco se hallaba en casa de don Roque. Para el habitual paseo, acompañaban a los tres sacerdotes el alcalde, el juez y otras personas. El P. Galcerán adelantóse a todos, con Esteban.

A preguntas del curioso, íbale diciendo que no tenía aún cuarenta años, que había pasado siete en África, y tres de profesor de Filosofía en su Colegio-residencia. Su acento afable, impregnado de no se supiera qué desinterés de juventud, invitaba a la confidencia fuertemente; la hermosura primaveral de la campiña predisponía asimismo a la abundancia efusiva de las almas, y el médico, con la ágil complacencia melancólica que hubiese podido referirle a un camarada sus dolores, púsose a contarle su infancia, su pasado tormentoso, como una explicación de su presente.

Pisando hinojos y amapolas, iban por el lindero de unos trigos frondosísimos, cuyas verdes espigas les llegaban a los hombros. Las codornices cantaban. Creeríanse solos y perdidos en el mar fofo de esmeraldas, sin ver siquiera a los otros paseantes. Hablaba, hablaba el médico, evocando ahora de su Antonia la historia terrible, y el P. Galcerán seguía aquel drama de pasión con tanto anhelo como si también en sus recuerdos fuesen despertando algunos parecidos.

Con tanto anhelo, que Esteban juraría que le causó contrariedad cuando al fin hubo de pasar a los teológicos problemas. Era de los mencionados por la mañana, y plantearon, en primer lugar, el referente al libre arbitrio: el médico entendía sin la menor dificultad que, siendo la libertad la facultad de escoger entre dos contrarias solicitaciones, el bien y el mal, el hombre fuese libre; mas no lograba entender que Dios, según tal definición, pudiera serlo; puesto que Dios, la bondad suma y absoluta, no sufriría solicitación de mal alguno. ¿Cómo, si el mal no era sino la negación de Él mismo; todo cuanto no fuese Él, precisamente? En la imposibilidad de obrar el mal, ni de sentir su estímulo siquiera, su libertad quedaba anulada por completo. El misionero contestaba que tal definición del libre albedrío, defectuosa, había sido sustituida por ésta: libertad es la facultad de querer (no de escoger), y entonces, claro veíase que Dios, pudiendo querer el bien, y nada más que el bien, gozaba de una libertad aún más perfecta. La cuestión habíase dilucidado en la célebre polémica del Padre Gaduel con el marqués de Valdegamas, transcrita por éste a uno de sus libros más notables, y en la cual intervinieron Luis Veuillot, director de L'Univers, y últimamente la Civiltà Catolica, con su casi pontificia autoridad. Callado Esteban un segundo, por respeto, volvía, no obstante, a protestar de la necesidad de que le consintiera sus réplicas el Padre; y animado a ellas, tornaba a responderle. Él conocía también el libro del marqués de Valdegamas, y a pesar del fallo de la Civiltà, continuaba pareciéndole que tendrían razón los que sustentaban con el P. Gaduel que al reducir la libertad a la facultad de querer, restándole la de elección, se la dejaba confundida con la simple voluntad e incurríase en los heréticos errores de Bayo y de Jansenio. Perdíase a continuación el jesuita en cien distingos metafísicos acerca de que no es libre quien puede querer el mal, porque sólo el bien posee los títulos de legítima dominación sobre las almas..., y un poco embarullados ambos, al fin, por la torpeza o los reparos del joven para acabar de comprender, regresaron del paseo en esta primera tarde sin provecho positivo.

A la siguiente, trataron el tema de la presciencia divina y la Creación. Un arquitecto, un ingeniero -según Esteban- comprendíase que no se decidieran a una obra hasta adquirir la suficiente aptitud por sus estudios, y hasta que, además, un motivo extraño o una conveniencia surgida de improviso en ellos mismos, les determinase a realizarla; pero en la eterna sabiduría de Dios, ¿qué preparación pudo El necesitar, o qué motivos eternos pudieron impulsarle a ejecutar la obra de la Creación en un determinado momento, y... no antes?... Si era buena y sabia, Dios, infinitamente sabio y bueno, debió verlo así desde el infinito, y tenerla creada desde el infinito. Un «¡se me ocurre ahora!» no cabía suponérselo sino a un ser de imprevisión, de imperfección... Oponíale el P. Galcerán que el error, aquí, tenía que ser atribuido a la índole de la razón humana, incapacitada para comprender el tiempo, como no fuera en los falsos plazos de su fugacidad marcados por la misma sucesión de los fenómenos vitales. Tratándose de Dios, Creación no podía significar «una nueva cosa que empezaba», sino algo que por pertenecer a no importase cuál período de infinito era ya infinito, y algo, además, que infinitamente estaba en la mente de Dios como potencia, lo cual equivalía a estar en hecho en realidad, puesto que la potencialidad en un ser de infinita perfección era, no podía ser sino ejecución y acto, desde luego. Se le fundían a Esteban, pues, en un concepto de absurda elasticidad lo creado y lo increado, y su terquedad ingenua resistíase insatisfecha: Si la Creación, como hecho nuevo, no existía, Dios no podía ser autor de ella, porque no se puede ser autor de nada sin precederlo en el tiempo; porque no se podría ser causa de aquello que, desde el mismo infinito origen de la causa, ya existía infinitamente.

A la tercera tarde hablaron de otras dudas, y entre ellas expuso el joven su temor de que la fe y la razón fuesen filosóficamente inconciliables. Decíalo, porque al leer la filosofía fundamental, de Balmes, y por cierto con el ansia de quien iría a encontrar la religión bien razonada, vio sorprendidísimo cómo en sus primeras páginas, al tropezarse el autor con una previa cuestión inevitable, la de certeza, la de la posibilidad de la certeza racional, pasábale por alto con sólo una disculpa: «Discutir o no admitir desde luego el concepto de certeza, equivaldría a encontrar en el dintel mismo del alcázar de la Filosofía sentada a la Locura» -Esto, según Esteban, era quitarles a todas las sucesivas filosóficas afirmaciones su valor; mas esto, también, según el P. Galcerán, ya que en realidad el concepto de certeza resultaba racionalmente irresoluble, puesto que equivalía a contrastar la veracidad de la razón con la razón misma (lo cual fuese tan absurdo como si un tendero pretendiese con su balanza misma comprobar la bondad de su balanza), significaba la miseria de la razón y la necesidad de recurrir a la fe divina como única fuente de evidencia y de verdad-. Pero, en caso tal, ¿pensaba bien Esteban?, ¿era insensato aplicar la razón a los problemas religiosos?, ¿para qué Dios nos dotó de la razón?, ¿por qué Balmes y los filósofos cristianos obstinábanse en escribir filosofía, dirigiéndose a la humana inteligencia, siendo así que fuese más sencillo hablar del sentimiento y dirigirse al corazón?... Inútilmente el misionero afinaba su dialéctica; siempre Esteban le ponía nuevos reparos...

-Mire, amigo mío -cortó por fin el Padre-, no hablemos más de estas cuestiones. Son tan arduas, que durante siglos vienen manteniendo viva la discusión de los teólogos y provocando incluso cismas, muchas veces. Antes de marchar, le dejaré a usted una lista de libros en donde habrá de encontrarlas en toda su extensión y que le proporcionarán, si los estudia con calma y método, la preparación que para acabar de entenderlas necesita.

Y bueno, aparte de esto, la bizarra cuestión de la certeza había despertado en el P. Galcerán el gusto de seguir conversando de otros filosóficos problemas, curiosos, aunque enteramente ajenos, en verdad, a la tribulación del catecúmeno: de las categorías de Leibnitz..., de las antinomias de Hegel..., de los positivismos de Bacon y de Spencer..., de las condiciones determinadas de Bernard... Un poco informado Esteban de ellos, la charla hubo de animarse gallarda y desinteresadamente entre los dos, como entre amigos, como entre dos espíritus juvenilmente generosos que admiraban lo admirable allí donde al azar lo iban descubriendo. Los entusiasmos del Padre eran para Hegel, de un modo principal.

-¡Oh, si yo no fuese cristiano -llegó a decir- sería hegeliano!

Así continuaron hablando el resto de la tarde, y las dos siguientes. Por sus afinidades ideológicas, desde la filosofía pasaban con frecuencia al derecho, a la sociología y a la literatura. Ferri, Lombroso, Garófalo, Tolstoi, y Zola, merecíanle bravos comentarios al P. Galcerán. La claridad dialéctica que Esteban le había echado de menos al tratar de sus dudas religiosas, brotaba ahora en las disquisiciones del Padre llena de esplendor. El joven, remitiéndose a la esperanza de los textos ofrecidos, veía que en el redentor de almas buscado ansiosamente no había hallado, por lo pronto, más que al inteligente camarada que también en vano buscó en el triste pueblecillo tiempo atrás.

Feliz hallazgo, pero efímero. En efecto; otra tarde más de estas pláticas gentiles, y he aquí que al regresar hacia la iglesia, el Padre, cambiando su tono y su aspecto de improviso, le llevó a la sacristía, sacó una gran medalla de San Luis, hízole que se desabrochara el chaleco, se la colgó al cuello, en tanto le decía:

-Usted es bueno. No se quite nunca esta medalla. Quiere creer, y creará. Tiene usted la voluntad de creer, y basta, porque eso es lo importante. Ya sabe que mañana a media tarde nos marchamos. Por la mañana, a las siete, venga a confesar. ¡Le espero!

-Pero... ¡Padre!

-¡Le espero! -insistió el P. Galcerán con los ojos bajos, con el manso acento de súplica y de imperio, por mitad, en que hacía su reaparición el jesuita.

La cosa era de tal modo inexplicable, que aún Esteban protestó:

-Pero... ¡Padre!, ¿quiere usted?...

-¡Le espero!... ¡y usted no querrá, sin duda, desairarme!

-¡Ah!... como... como una... deferencia personal...

-Usted es bueno. ¡Hasta mañana!

Le estrechó la mano, que había conservado entre las suyas, y partió.

Esteban se quedó confundidísimo. Salió del templo. No llevaba más que este nuevo misterio de la decisión del Padre ante los ojos.

¡Sí... sí..., el jesuita, el cura, el «hombre de oficio» resurgía!... No intentaba más que ganarse la apariencia de un triunfo ante las gentes..., ante el P. Sartos también que sabíale mejor que nadie en su tarea de catequismo, y que habría quizá que sonreír, con gozo profesional de compañero, al advertir que sólo Esteban dejara de confesarse entre todo el vecindario de Palomas. Tres días atrás, habíase confesado hasta el señor Vicente..., no sin que aquel acto de social obligación sirviérale después de burla y de chacota. La única abstención de Esteban, siendo quien era, y luego de habérsele visto en su comunidad campestre con el Padre, iría, en efecto, a llamar grandemente la atención.

La idea de aquella traición a su conciencia, fuese cual fuese la del P. Galcerán, le repugnaba. Sin embargo, apesarado por la debilidad que habíale comprometido, que habíale hecho acceder al fin con el silencio, y recordando por detrás del jesuita al afable camarada de bondades innegables que habíasele revelado en los paseos, se decidió a complacerle. Claro está que hubiese sido forzar su condescendencia hipócrita hasta el colmo el ponerse a hacer preparación espiritual alguna para semejante confesión, y no la hizo.

Además, a medianoche le llamaron para un parto, de casa de tía Hortensia la Jilguera, y creyó hipócrita, asimismo, resistirse a tomar el chocolate con bizcochos que ofreciéronle de madrugada.

Dos horas después, a las siete en punto, y en tal disposición, se fue a la iglesia. Había unos cuantos hombres y mujeres. Aguardábale el P. Galcerán, y le llamó por señas, desde un confesonario.

Se aproximó. Se arrodilló. Dispuesto cuando menos a honrar con una violenta sinceridad dolorísima este acto que habíale constituido el más augusto de su vida en la niñez, empezó por decirle al confesor que no podía rezar el Credo entero, por habérsele olvidado. Lo repitió fríamente, según lo fue dictando el P. Galcerán. Singularísima, en verdad, iba resultando aquella confesión. El penitente declaraba que no iba allí como penitente, puesto que no hizo examen de conciencia ni habíase abstenido de almorzar, lo cual impediríale tomar la comunión, ni podía llevar, en fin, propósitos de enmienda acerca de pecados de los cuales no estaba cierto que lo fuesen.

-Y de serlo, Padre, los más grandes míos los conoce usted de todas estas tardes: se refieren a mis dudas sobre Dios mismo; a todos esos problemas del libre albedrío, de la Creación, de la justicia...

-Bien, sí. Usted es bueno -cortó impasiblemente dulce el P. Galcerán-. En la sacristía tengo la lista de los libros que debe usted leer, y aún más que a ellos debe confiarse a su propio corazón, a su propia voluntad, porque la fe divina...

Zurció por un minuto una plática de consejos y advertencias, con el acento frívolo que habría podido decírselo a un chicuelo cuyas culpas consistiesen en media docena de mentiras, y acabó con esta frase:

-Rece cinco Padrenuestros y vaya a comulgar.

De la penumbra interior de la rejilla desapareció el brillo de las gafas. Sonó la portezuela. El Padre se marchaba. Esteban, asombradísimo, abrumadísimo bajo el peso de aquella mala cosa que estaba sucediendo, fue al altar.

Y un rato después, la mala cosa, la infame cosa..., la cosa monstruosamente inexplicable cuando menos, quedaba realizada enteramente. Un cura, un sacerdote de Dios, en persona el mismo P. Galcerán, que musitaba unos latines..., y unas hostias de albura inmaculada que iba pasando a las bocas de unas viejas..., y a la boca de Esteban, también..., del triste y destrozado incrédulo que aún creía cometer un espantoso sacrilegio hacia el respeto sacrosanto que estas mismas hostias le infundieron cuando niño.

Acabó aquello, sin que los cielos y la tierra retemblasen -y el joven abandonó la iglesia con frío y con repugnancia.

¿A qué lista de libros? ¿A qué nada de nada más?

El P. Galcerán habíale dicho con hechos lo bastante.

Le odió por muchas horas. Aunque Esteban hubiese temido que en este último empeño su fe pudiera morir definitivamente, no esperaba que un sabio sacerdote se la asesinase con la alevosía de tanta farsa.

Y, sin embargo, preso en la farsa él propio, puesto que no en vano la sagacidad del fracasado catequista contó con su discreción, con la delicadísima prudencia que ahora mismo impediríale salir gritando la hazaña por el pueblo, apenas sonó por la tarde el esquilón, anunciando la partida de los Padres, él apercibióse a despedirlos.

Le acompañaba Jacinta. Tampoco a ella, que sabía que habíase confesado, díjola una palabra del fondo del suceso. ¿A qué?... Más piadoso que los curas, ni a la compañera de su vida quería descubrirle su dolor, a costa de exponerse a desgarrarla su gran fe tejida de candores.

En el adiós al P. Sartos y al P. Galcerán, en las afueras de Palomas, aquél le sonrió, como siempre, con su autoritaria suficiencia..., y éste... ¡ah, la sonrisa de éste!... ¿Qué tuvo, qué volvió a tener la sonrisa de éste, como cuando allá en los trigos confesábale que sería hegeliano si no fuese cristiano; como cuando en las bellas tardes de inmensa confidencia hablaban de Zola y de Tolstoi..., qué tuvo, qué volvió a tener de humana, de humilde, de bondadosamente confidente?

¡Oh, aquella sonrisa no la olvidaría jamás Esteban!

¡Fue la luz de su inmensa gratitud y su perdón..., fue, y más refulgente que nunca en su miseria, la del amigo, la del hombre también bueno e incrédulo, en el P. Galcerán, que al verse llegar a otro hombre bueno en consulta, habríale manifestado la verdad con el hecho de aquella confesión sacrílega; es decir, de la única y más eficaz manera que podía hacerlo quien tenía un duro oficio, ingrato y ya imposible de cambiar, como Esteban el de médico!

Y al volver del brazo de Jacinta, entre las gentes, por los anchos campos donde tendía la primavera su triunfo de esmeralda, él iba desorientado, sin comprenderle a nada su razón ni su sentido.

En casa hallaron esta carta:

Castellar, viernes 6 de mayo.

Querido Esteban: Por mi tío, el doctor Peña, he sabido que te encuentras en Palomas y que eres el excelente médico que hacía esperar tu aplicación. Aquí tenemos vacante la titular: representa, con el igualatorio, tres mil quinientas pesetas, sin perjuicio de llegar a cinco mil, de consultas en los pueblos inmediatos, a nada que trabajes. ¿La quieres?... No tienes más que enviarme la solicitud, porque mi padre cuenta con el Ayuntamiento. Pero, eso pronto. La cosa deberá resolverse en la sesión del miércoles. No sabes cuánto me alegraría y se alegraría el pueblo. Contéstame en seguida. Tu buen amigo que te abraza,

JUAN ALFONSO MÁRQUEZ.

Habían leído juntos, Jacinta y él, y contempláronse asombrados.

-¡Un antiguo compañero mío en Sevilla, que empezó la carrera de Derecho! -dijo Esteban.

El asombro, la aurora repentina de esperanzas, deslumbrábalos, no les consentía ni hablar. Los dos temblaban, a la emoción indefinible. La carta les había caído como un raudal de luz entre la nube espesísima de moscas.

Abrazáronse, por fin, y sin saber todavía lo que la oferta pudiese encerrar de realidad, Esteban estrechaba el papel de salvación contra el pecho de Jacinta, oprimiéndolo y oprimiéndola como el premio, como el único positivo bien que la tierra le ofrecía en el desastre de los cielos...




 
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE
 
 


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