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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo-I-

-«¡Castellar! ¡Oh!... ¡Tres mil... cinco mil pesetas»... Feliz obsesión de Esteban y de todos.

Desde que se levantaban, abriendo los ojos a la persuasión que les imponía en la hermosa casa la bella realidad, reíanse y saltaban de contentos. Nora les mostraba los regalos que íbanles haciendo: jamones y quesos y gallinas; aparte los carros de leña con que les llenaban los corrales. Él y Jacinta, tomando el desayuno en el amplio comedor, cuyas dos rejas, sombreadas por la fronda de un parrón, daban a un patio de baldosas en que a sus anchas podía jugar Luisín sin ensuciarse, se asombraban de tanta esplendidez. Quedábanse por un rato en cónclave de locos regocijos.-« ¡Anda, anda, el doctor Peña!» - «¡Anda, anda, Juan Alfonso!» - «¡Y un buen pueblo, de gente fina, con campanas, con buñuelos, ¿eh?..., con buena carne de carneros matados cada día!» - «¿Ves, Nora, mujer?... Cinco mil pesetas... ¡porque sí, se sacarán!... ¡nada menos que mil duros, como un teniente coronel! ¡Como mi padre, de un golpe!» -«Pero, ¿qué vas a hacer con tanto, pelagatos?...» Gritaban, reían, besábanse. Besaba incluso Nora a Esteban, más alucinada que ellos mismos de tal caudal futuro en tanta juventud.

En vano delante de las gentes, como esta tarde en el agradabilísimo paseo con el cura y la sobrina, el joven matrimonio pretendía volver a su circunspección de graves personajes. Dos niños, y aún más que en el dolor en la alegría. Se admiraban de que todo el mundo asimismo en Castellar, les llamasen «don» y «doña» a todo trapo, incluso una señora, doña Claudia de Guzmán, vecina por las traseras de los huertos, a quien solían ver desde las tapias (dama muy simpática, que con su pelo medio cano, con su altiva corpulencia y sus nobles ademanes lentos, ceremoniosos, dábale a Esteban el recuerdo de su madre), y Esteban tuvo que confesarle a Jacinta, al notar lo ingenuamente que ella se extrañaba de que la señora la hablase con igual jovialidad que si fuese otra chicuela o Jacinta una matrona: -«Sí, mujer, ¡eres graciosa!... Te trata como a casada, como mamá, como lo que es ella también. ¡Tú y yo, con nuestros diecinueve y veintidós años, no acabamos de darnos cuenta de nuestro papel en el mundo! ¡Cuando más serio algún señor me dice «don Esteban», me dan ganas de reír y ponerme a jugar a los bolindres!»...

Así el médico tendía a tratar al cura, como un chiquillo que en los sesenta años y en la indudable discreción de este don Luis, hubiérase descubierto un refugio de consejos paternales.

Lucía serenísima la tarde. Por todas partes se tendía fastuosa la campiña. Allá abajo alzábase la fábrica de harinas, blanca, con su arboleda y sus penachos de humo, cerca de la roja y pintoresca edificación de la fábrica de luz. A la izquierda, curso abajo del Almira, las huertas, las verdes alamedas, los molinos, las presas rumorosas con sus saltos de aguas y de espumas, las riberas de carrizos en que sonaba inmenso por las noches el estruendo de las ranas. El río torcíase luego entre angosturas de las sierras que cerraban por aquella parte el horizonte con sus valles de encinas y alcornoques, con sus faldas de olivares, con sus jarales agrestes y sus plomizos canchos en las crestas.

Campos de riqueza y de trabajo. Campos de caza y de constante animación. Por el camino, bordeado de madreselvas silvestres y zarzales se encontraban carros, arrieros, ricos señoritos a caballo rodeados de galgos y que llevaban al arzón las escopetas.

Jacinta adelantábase a menudo con el niño y con Rosita, la sobrina de don Luis. Habían simpatizado en cuatro días; vivían frente por frente, habíanseles ofrecido desde luego, hospedándose una noche, y Rosa, la gentil muchacha que parecía, en efecto, una rosa por su color y su sencillísima bondad, había ayudado igual que una solícita hermana a desempaquetar y colocar los muebles. Esta tarde, libres del arreglo de la casa, salían por primera vez a pasear y a comerse en la huerta del cura una ensalada.

Sí, siempre Jacinta, a no dudar, la misma pasiva y dulce alma candorosa; en Palomas, con ocasión del largo y árido tormento, sufrió y rezó; aquí reía sin el menor recuerdo del pasado. Sentíase Esteban también gozoso; pero con ese gozo tintado de melancolía que dejan las grandes y tristes experiencias. La amistad del párroco hacíale un bien. No obstante sus años, este señor tenía un juvenil espíritu y una serenidad de inteligencia que alternaban con sonrisas de fácil comprensión o de disculpa para todo en su boca aristocrática. Limpio, ágil, tan cuidado de su sotana de gola cuando vestía de sacerdote como de su negro traje con alzacuello cuando montaba en su jaca con la gallardía de un capellán de regimiento, leía mucho, pescaba, era un gran conversador, y, atento por igual al cielo y a la tierra, sabía tanto de las cosas del vivir como de física, historia y teología. En el pueblo profesábanle respeto.

¡Qué diferencia de pueblo a pueblo, de este Castellar y aquel Palomas, y qué distancia de este párroco a aquel don Roque montaraz!... Jacinta había encontrado en Rosa una de las varias amigas señoritas, de su clase, con quien poder tratarse; y él, Esteban, en don Luis, un grato compañero de paseo -sin contar el boticario y el notario y aquellas tertulias de la Cruz y del casino, adonde concurrían, con Juan Alfonso, muchachos finos que habían cursado algunos años de carrera.

Hablaban de Palomas, y el minucioso don Luis interrogaba:

-Vería usted el cielo abierto, si es tan pobre, ¿no es verdad?... ¿Y lo habrán sentido ellos?

-Mucho; y yo, también; por un señor Porras que se ha portado a maravilla con nosotros. No obstante, le consulté y acabó por comprender mi conveniencia.

-¿Le pagaron?

-Ahí estuvo lo difícil... Tenían poco dinero. De mis fondos, más los trimestres de la titular, habíamos ido ocho meses sosteniéndonos: faltaban cuatro para el año y para cobrar las igualas. ¿Me habrían esperado aquí hasta agosto?... Afortunadamente, un compañero de Orbaz, que había procedido siempre conmigo de lo peor que pueda imaginarse, por recobrar a Palomas, como anejo, se prestó a pagarme y a suplirme.

-Vaya, menos mal. Pues en este pueblo vivirán ustedes lindamente. Es rico y se encuentra circundado por otros menos importantes, que vendrán a ser como su feudo.

-Sí. Ya me han llamado. Ayer estuve en Medinilla. Parece también que vienen en consulta. Por cierto, don Luis, que en la cuestión de honorarios ando a ciegas.

-¿Qué cobró?

-En Medinilla, pedí tres duros y me dieron cinco. A los forasteros, en mi casa, les puse una peseta y me pagaron dos.

-¡Sí, hombre, claro! Llevo treinta años de trato con los médicos, y lo sé perfectamente: cinco duros la salida, la consulta en casa diez reales. Si alterase la costumbre, creerían que usted no estima su trabajo, y no vendrían. ¡Hay que hacerse un capital!

-¿Un capital?

-¿Un capital? -repitió también Jacinta, que habíase aproximado.

-Vamos, un pasar para los hijos. Aquí, a nada que uno tenga orden, y más los médicos, se ahorra. Esto trae la tradición de buenos médicos.

Esteban y su mujer mirábanse con los ojos muy abiertos, al augurio de fortuna.

-Lo que sí le convendrá -prosiguió don Luis- es algo de comedia. Castellar es novelero. Empaque y rotunda afirmación, como el doctor Peña, que cuando viene de Oyarzábal da el golpe con su coche, con su anillo de brillantes y con su acento autoritario y las palabritas en francés que de tiempo en tiempo larga. El despacho debe deslumbrar a la gente en las consultas. Sus antecesores lo tenían lleno de ojos reventados, de láminas con destrozos anatómicos, de cosas de hospital... y, además, de títulos y de un instrumental complicadísimo. ¡Qué sé yo -terminó volterianamente sus leales advertencias-, he visto allí tantas cajas de trépanos, y de ojos, y de punzar y abrir hasta creo que el corazón..., que llegado el caso no se usaban!... Pero hace falta, ¡relumbrón!... ¡Castellar es un pueblo extraordinario!

Volvían a mirarse Esteban y Jacinta. Ellos mismos, desde luego sospechándolo, habían tratado de instalarse dignamente. Grande y buena la casa que tenían, siempre destinada a médicos, y aun a puesto de la Guardia Civil años atrás, sus muros y arcadas parecían de fortaleza, impenetrables al calor como a las moscas.

No, no había moscas ni mosquitos en los grandes dormitorios de altas bóvedas, donde cabían las camas con dosel, y limpios y bailando los lavabos. Disponían de luz eléctrica, lo mismo que en Sevilla, y buena parte de la renovada frescura de Jacinta debíase a ir desapareciendo de su cara la erupción que en Palomas hubieron de causarla los terribles picotazos.

Lucían mucho sus modernos y airosos muebles de la boda entre adornos y palmeras comprados al pasar por Oyarzábal. Necesitaban butacas, cortinas y remates, sin embargo. Cautos en gastar, tampoco se atrevieron a gran cosa en el despacho. Una vitrina y el aumento del menguado arsenal con varios instrumentos: fórceps, venda de Esmart, pinzas, cánulas, jeringas, un bisturí grande que podía servir de cuchillete...; pero tan pocos, al fin, que para medio llenar siquiera la diáfana ostentación del bello mueble, Esteban desparramaba dentro las tijeras y escalpelos de su estuche, dejando éste vacío y cerrado al pie; el estereóscopo, el fonendoscopio, los cuatro lentes de un gemelo de teatro desarmado, el espejo de un juguete de Luisín, parecido a un reflector, y hasta... el irrigador de Jacinta. Sonreíase mirándolo, y ya lo había él dicho en un anticipado acuerdo con los consejos de don Luis: «¡Tendré que ser un poco cómico, hasta ir adquiriendo lo preciso!»

Llegaron al Almira. Lo cruzaban por un viejo puente de tres ojos. En medio, el cura les hizo detenerse a ver el pueblo, que reaparecía en su verde colina de huertos y alamedas, igual que entre jardines. Blanco limpio. Sobre los rojos tejados descollaban las torres de la iglesia parroquial y de Jesús, la soberbia edificación de las escuelas, y algunas casas particulares, nuevas, de dos pisos.

Poco después, estaban en la huerta. El dueño, orgulloso del buen cuidado de su finca, la fue enseñando palmo a palmo. No se trataba de un rinconcito de recreo, como hubo de imaginarse Esteban, sino de un extenso vergel que al propio tiempo y a diario enviaba sus productos a Oyarzábal... Rendimientos de tres mil pesetas anuales.

«¡Jauja!... este hermoso Castellar» -tornaban a pensar y a decirse con los ojos Esteban y Jacinta.

Y Jacinta, animada con Rosa y con Luisín, se fue en un holgorio de risas y gritos a coger flores, hundiéndose en el espesor de una alameda. Don Luis hizo que le trajese la hortelana lechugas excelentes, cebollas, aceite, vinagre y sal, y púsose a confeccionar la ensalada por sí mismo. Nadie como él era especialista.

Fumaba Esteban, entretanto, tumbado a la sombra de un nogal. Las albercas, de aguas verdes y limosas, rebosaban hortalizas. Olía a higos no maduros, y una mula daba vueltas en la noria. Vergel, sí, vergel aquello. Por todas partes frondas, por todas partes selváticos rumores de hojas y de arroyos; trinos de pájaros, aromas, tibia humedad de paraíso.

Mientras don Luis lavaba y preparaba las lechugas, el médico recogía hacia su interior la voluptuosidad de esta pereza. Castellar se le ofrecía como un premio de la tierra y de la vida al pobre heroico fracasado en sus últimos afanes por el cielo. Nada habíale hablado de religión don Luis, harto hecho a la indulgente amistad con médicos, que no solían brillar por sus creencias, y nada tampoco habíale él dicho de su catástrofe moral ni de aquella confesión sacrílega que le hizo hacer el misionero. Verdad es que, en tan pocos días, don Luis y él no habían tenido ocasiones de conversar íntimamente.

Además, Esteban, con dolor de corazón, reservaba y reservaría para él solo su desdichado trance con los Padres; bastábale haber sacado la persuasión de que no debía, de que no podía creer. El sabio jesuita que hubo de comulgarle en tales condiciones, no creería tampoco.

No obstante, incapaz de resignarse a seguir cruzando por la vida sin un norte ideal, ni la carta de Juan Alfonso, llegada para el destrozado místico al modo de halago positivo en otro orden de esperanzas, hubo de evitarle una reacción de urgentes meditaciones. En el propio desastre de su razón, ya que no pudiendo contrastarse ella a sí misma como instrumento de análisis, destruía la filosófica certeza, había logrado cimentar un racionalismo escéptico y extraño, rectificable, y cuya fórmula inicial concretaba de esta suerte: «Sé, y no puedo saber si lo que sé es falso; pero sé». Atenido, pues, a la razón (así estigmatizada) en su actuación sobre los directos testimonios sensoriales, únicamente parecíale cuerdo admitir la vida como una variante de la existencia universal, y conceptuar eterno al Universo. Las teorías cosmogónicas de Laplace y el transformismo darwiniano, eran hipótesis sin pruebas concluyentes y no menos inaptas e inútiles para explicar la aparición de los mundos, primero, y la de la vida, después, que la inútil Teología. Los mundos existirían desde el infinito, cual hoy existen, con su orden inmutable, y la Tierra, entre ellos, con sus árboles, con sus piedras, con sus hombres. ¿Por qué no?... ¡costaba igual imaginarse la nebulosa o el Dios increados, que el Universo increado... cuyo eterno fin no sería otro que realizar la existencia de la materia, dentro de una impávida y perfecta perfección que vendría desde el infinito infinitamente proyectada al infinito!

Dentro de la lógica amoralidad de una universal perfección concebida en esta forma, la humana vida hallaríase sujeta fatalmente a una serie de mudanzas capaces de engendrarse una moral que, al impulso del egoísmo y bajo la dirección inteligente, podría llamarse conveniencia. Conviniendo a cada cual y a todos ser buenos, lo seríamos. Siendo perturbadores e innecesarios el robo, el homicidio, el crimen, la transgresión en cualquier forma a los derechos acordados, estas acciones quedarían reputadas por tan malas y penables como si su virtualidad estuviese escrita en un código divino. ¿Qué más daba?... El resultado idéntico -por una transmutación de la ley moral a la conciencia-, más noble, al fin, que el aceptarla por los miedos a un altísimo castigo.

Y en tanto que la Ciencia y la Belleza fuesen transformando el paso del hombre por el mundo en un reinado de trabajo y del amor y de las flores, bueno fuese vivir la pobre vida indiferente y limitada en paz y al sol. La suya, la de Esteban, con no más haberla comprendido, parecía querer brindarle cuanto hiciese falta para un buen poco de ventura; salud, esperanza de dinero y de prestigio, dulces amistades, amor en su Luisín y en su Jacinta... Bueno él y buenos todos, con divina fe o sin ella, vivirían dentro del bien, de los naturales gozos y de los rústicos placeres. Cuando se normalizasen, dejando él ordenados su tiempo, sus visitas, sus cumplimientos en el Casino a los amigos nuevos, por las noches, y Jacinta se viese más despreocupada de las tareas caseras y de sus compañías con Rosa en todo el día, ambos podrían irse arreglando una existencia de dulce intimidad. Dedicadas muchas horas al trabajo y al estudio, que enriquecen y ennoblecen, levantaríanse al amanecer, pasearían juntos, para higiene de ellos y del niño, conversarían, no tendrían una emoción ni un pensamiento que no fuera de los dos; disfrutaría de la lectura en las veladas, y en medio de su tranquilo amor y de la inmensa calma de estos campos, como desde un paraíso de hermosura y de honradez, delectaríanse con la perspectiva de un porvenir en que este hijo, y otros que tuviesen, hubieran de encontrar una selecta educación y una fortuna dadas como a besos de sus padres...

¡Ah, sí, el bello salvajismo! ¡La patriarcal y primitiva sencillez!... ¡Qué error el de las grandes ciudades con sus vicios, con sus lujos!... ¡Todo, en ellas, neurastenia y muerte..., siendo así que la verdadera vida podía constituirse en todas sus venturas con tan poco!

Venturoso, por ejemplo, veía el joven filósofo a este señor cura que, tras largos años consagrados a educar y enriquecer a su sobrina, aquí estaba poniendo su alma entera en el simplicísimo placer de picar una ensalada.

Había para amarlo todo, que amar lo pequeño, lo trivial; había que ser siempre un poco niños...

Y sorprendido de encontrase en mitad de estos proyectos con un cándido misticismo absolutamente igual que el que durante la infancia hubo de inspirarle su inmensa fe cristiana, no obstante hacerlo ahora derivarse de un materialismo brutal y desolado en la apariencia, sentía su corazón una ola de firmeza, de nobleza, de purezas exquisitas.




ArribaAbajo-II-

De los señoritos, ninguno usaba bastón; pero alguien advirtió a Esteban, regalándole uno, que era propio de médicos; y al salir a la visita se apoyaba en él -fuerte, de acebuche-. El donador le había explicado que el puño, tallado con navaja, representaba una cabeza de pato con un higo en el pico. ¡Bien!

Servíale para no tropezar en los guijarros. Acostumbrado a orientarse, no necesitaba al alguacil que le guió los tres primeros días.

Grande el pueblo; sin embargo, bastante rectas y bien rotuladas las calles y todas las puertas con número. Entre las bajas viviendas blancas, alzábanse de cuando en cuando otras de dos pisos, azules, nuevas, en muchas de las cuales entraba el joven estirándose los puños, por tratarse de gente encopetada.

Señores y señoras que imponían, casi todos parientes entre sí, de las familias de los Guzmán o de los Márquez, deudos de un conde de otro pueblo, senador por el distrito, y llenos de igual aristocrática tiesura que si todos fuesen condes.

Esteban temía a veces haber pasado con demasiada rapidez desde una aldea de pobres botarates a un pueblo de gente ilustre y principal. Los saludos de entrada y de salida poníanle siempre un poco torpe, de tan ceremoniosos.

-¡Vaya con Dios, don Esteban! ¡Buenos días!

-¡Buenos días!

-¡Caramba! -miró, y vio a una dama en una reja. Aunque tarde, quitóse el sombrero cortésmente. Debió decir: «¡A los pies de usted!» o «¡usted siga bien!», al menos. Habíale sonreído finísimo la dama. Alejábase confuso. Habiendo reconocido en ella a doña Claudia de Guzmán, la vecina por las traseras del huerto, tan simpática con sus canas y su aspecto que recordábanle a su madre, ni le dio siquiera las gracias por los tres jamones que ella acababa de enviarle. Espléndida de veras. Días atrás, estuvo a visitarlos, luego de haberles regalado también doce quesos de oveja, riquísimos, dos carros de leña y seis gallinas.

No era cosa de volverse a subsanar la incorrección. Jacinta y él irían a cumplirla la visita antes que a nadie.

Volvió a pensar en los enfermos. Muchos, como era consiguiente en una clientela no pequeña donde contábanse desde pescadores y artesanos hasta delicadas señoritas, tenía que ser amplia y muy otra que en Palomas la terapéutica de uso.

Efectivamente, aquí tenían costumbre de específicos modernos, de cosas nuevas, de alcaloides, de esencias y artimañas para encascararles a las drogas el sabor. La práctica, o séanse las señoras (que lo sabrían por otros médicos), les enseñaba procedimientos útiles a que no aludían los libros: una buchada de aguardiente fuerte, por ejemplo, encallaba la boca y dejaba tomar sin repugnancia el aceite de ricino.

Deteníase en la farmacia y, a título de curiosidad (que al ingenuo farmacéutico, tomándola por celo, forzábale a tenerlo todo en orden), miraba las cajas y los frascos a fin de conocer algunos medicamentos que veía por primera vez. Iba anotando la dosificación de los activos en un hojita del carnet, y, frecuentemente, antes de recetar, la consultaba al disimulo.

Así lograba bandearse, y nada mal hasta el presente. En clase de notabilidad, ya le habían llamado a Quintanilla, donde le extirpó al alcalde una falange necrosada, y a Torres de Morón para un delirium tremens; aliviados los pacientes, goteaban de ambos pueblos los que venían a consultarle. Veinticinco pesetas cada viaje y dos cincuenta las visitas... ¡trece duros en diez días!

Hoy, domingo, tocando en la iglesia las campanas, andaba la gente peripuesta por las calles. Apenas si encontraba a los enfermos leves en sus casas. De los de algún cuidado, el que inquietábale más era un porquero que vivía en el Altozano; aquejábanle dolores al oído. El buen hombre, en su ignorancia, se empeñaba en que tenía una gusanera. Reconocido con una lente, que mal que bien enfocaba dentro el sol (ya que Esteban carecía de espéculum auricular), había podido verse una acumulación de porquería; y quitada ésta con inyecciones béricas, quedaba el fondo nacáreo y supurante de la otitis.

-¡Don Esteban, que no, que no es inflamación, que son gusanos! ¡V'usté que como duerme y anda uno siempre con los cerdos!...

-¡Sí, hombre, bueno, sí! ¡Sí, son gusanos! -dejábale creer al testarudo-. ¡Pues con esto van todos a morirse y a salir!

Sonreíase. Transigía con la ignorancia de estas gentes. Muchos decíanle que sentían un bicho en el estómago.

Le cambió el calmante de láudano y aceite de almendras dulces por otro de cocaína, y se marchó.

Ya acabada la visita, volvía a las calles céntricas.

Seguía encontrándose señoras y artesanas: aquéllas de negro, con mantilla y con una erguida dignidad que hacíales caminar mirando al suelo; éstas provocativas, con trajes colorinescos y muy pintadas las mejillas, los labios y los ojos.

-¡Eh, eh, Esteban! ¡Hombre, ven!

Juan Alfonso estaba con otros dos en la puerta de la iglesia.

Le dieron un cigarro. Quedóse allí, charlando y viendo entrar la gente.

-¡Adiós, niñas; adiós, tita! -no cesaba de repetir a cada grupo de damas Juan Alfonso, mientras los otros quitábanse el sombrero.

Se hacía un silencio como una estela de respeto al paso de ellas, y en seguida, en este corro y en otros, formado el más numeroso por señores viejos, tíos y parientes también de Juan Alfonso, resurgían discretos los picarescos comentarios ante cualquier pastorcita que cruzaba. Cambios de miradas rápidas, sonrisas leves, expresivas, en que Esteban hubiese creído vislumbrar secretos dulces.

No tuvo que adivinar, porque de sobra íbanle informando los gestos y palabras del francote Juan Alfonso, del audaz y rígido Macario y del pobre diablo Cascabel.

-¡Contra, la Felisa!

-¡Qué guapota!

-¿Sigue con tu primo Andrés?

-Sí.

Pasaba la Felisa, morena almibarada, miraba a Andrés, y no obstante la expectación de todos, más disimulada en el corro de señoras respetables, y de «seguir» con el allí presente primo de Juan Alfonso, en un coquetón jugar de ojos rendíale a éste su buena voluntad.

-¡Aire la Florencia!

-¡Qué ladrona!

-¡Y con su golpe de barriga!

-¿De Perico?

-¡Claro!

-¡Hay quien dice que tuya, Juan Alfonso!

-¡Quiá! ¡No me ha gustado nunca, por guarra!

Sumióse en la oscura puerta la Florencia, no sin haber sonreído amablemente a Perico en primer lugar, y luego al desdeñoso, y se hizo otro obligado silencio, porque llegaban señoras. Todo el mundo saludaba. Esteban reconoció a la hermana y a la madre de su amigo, altas como él, graves como reinas, y acompañadas por el padre, que se quedó en un grupo de parientes.

No fue obstáculo para que el hijo continuase acogiendo y contestando tiernos homenajes. Además, le pareció a Esteban notar que el mismo padre recibíalos con disimulo. Juan Alfonso debía ser, en Castellar, el tenorio indiscutible. Cuantas veíanle, en no siendo señoritas, tenían para él una más o menos tímida o descocada admiración. Hallábase arrogante, todo afeitado, con el pantalón de punto, el marsellés, y el gris sombrero de ala ancha. ¿Por qué sus primas y la sobrina del cura y las hijas del notario eran las únicas que pasaban a su lado indiferentes?... Como explicación, tuvo Esteban que recordar lo que en paseos de confidencia habíale dicho días atrás el propio Alfonso: «No tenemos novias. Se trata de un pueblo tan decente, que nunca verás a las señoritas por las rejas. Ni van a bailes, ni a visitas; las bodas las conciertan las familias, y es mejor, ¡no como en Sevilla!, y así puede uno casarse cierto de que no le han sobajeado a su mujer cuarenta mil»...

-¡Chacho!, ¿eh? ¡Tu Eulogia!

Le avisaban. Acercábase esta vez una muchachota de negros ojos y labios gordos y encendidos. Mirando a Juan Alfonso, lucía con tanto orgullo la ostentación de estar siendo su querida, como la cruz y el calabrote de oro que caíala sobre el alto pecho por la roja y enflecada pañoleta.

-¡Concho, si está de buten, tú! -la aduló Macario, sabiendo que siempre sus elogios de hombre experto éranle gratos al amigo.

-¡Psé! -aceptó con displicencia Juan Alfonso.

Y Macario, tocado por Cascabel con la rodilla, se engalló. Su Irene presentábase a la vista. Casi tan guapa y menos charra que la Eulogia, traía pendientes y sortijas de más lujo, de más gusto.

-«¡Je-jem!» -contestó el discreto a otra no menos discreta guturación de su querida.

Juego de prudencias. Esteban, advertido, pudo observarle al esquelético Macario, alto como un siniestro y rubio Mefistófeles, el ademán de disimulo con que afrontó el paso de su coima. Casado y maestro de escuela (si bien habíale tomado Juan Alfonso un auxiliar, a fin de librarle de las clases), no era jactancioso. Valiente y hábil, levantábase a las once, ayudaba en todo lo que fuese chanchulleo de la política y sabía mejor que nadie tallar y pagar la banca en el Casino, cuando poníala con su dinero Juan Alfonso, o en las ferias de los pueblos inmediatos, donde establecíala con gran provecho por su cuenta. Hombre simpático, de gesto duro, de palabra terminante, gozaba de omnímoda influencia. Su dominación suave, pero enérgica, efectiva, llegaba a recelar a sus mismos protectores; por ejemplo, ahora, ante aquella Irene, que habría quizá parecido más bonita que la Eulogia, Juan Alfonso se creyó en el caso de apartarse con Esteban y advertirle:

-La deshonró mi padre, ¿sabes?... Luego la tuve yo; pero me hartó, porque es una borrica, y se la he dejado a ése.

-¡Tu padre!

-Sí. ¡El primero!

Sonaba el tercer toque de campana; removiéronse los hombres y entraron: la misa iba a empezar.

Esteban tenía que acabar de arreglar su despacho, y partió con Cascabel -más aficionado, según iba diciendo, a ver a las «hijas de su alma» que al cura.

Grande hablador este Cascabel, y con el sonoro descuido o inconsciencia a que parecía aludir su mote, era pequeñín y desmedrado hasta el ridículo. Flaco y rubio como una empequeñecida contrafigura del maestro, con el cual tenía ciertos bohemios puntos de contacto, la mansa audacia trágica de éste volvíase en él cinismo cómico e insulso... Hijo de una rica familia extinguida por la tisis, tosía como un desesperado, desde que a los veintiún años se quedó huérfano y solo; púsose un plan de juego, niñas, juerga y aguardiente, para cuya realización emprendió viajes a todas las ciudades andaluzas, y en poco espacio se arruinó. Volvióse a Castellar, vendió la última tierra, y con los once mil reales estableció una tiendecilla de ultramarinos y licores que se iba comiendo y bebiendo poco a poco. Contaba que, después de haber sido o pasado por un gran señor en muchas partes, durante las épocas de ahogo fue en Cádiz marinero, por los pueblos torero de capea, y limpiabotas en Jerez. En Málaga solicitó, y no quisieron darle, por falta de influencias, la plaza de verdugo. En fin, conservaba su tisis en alcohol y hallábase dispuesto a no estirar la pata mientras le quedase en el comercio siquiera un salchichón, siquiera una botella.

-Bueno, vamos, señor médico -inquirió-, ¿le gusta el mujerío?

-¡Sí! -repuso Esteban, que justamente iba preocupado con lo que acababa de ver en el desfile-. Por cierto que oiga, diga, amigo Casc... ¿cómo es su nombre?

-Diego; pero Cascabel es mi alias del toreo, y entiende uno mejor.

-Bien. Decía que me ha chocado ver tantas muchachas... alegres: la querida de éste, la de aquél, la de... ¡tantas casi como han ido pasando! ¿Es que en Castellar... son todas alegres?

-Hombre, no. Ya ve usted que ha entrado también el señorío, y...

-¡No, claro! ¡Refiérome a las otras!

-Pues las otras, como las otras..., si se quiere decir la clase media, la clase baja, tampoco, en general: por más que tenga su alma en su armario cada hija de mi alma y ande la que más y la que menos con la mosca en la oreja por el lujo y el aquel de los ricachos. Lo que hay es que a misa de diez acuden las señoras, y con ellas los señores, naturalmente; y para timotearse con éstos y lucirse entre ellos y ellas con sus rumbos, acuden también las siete u ocho lumias del pueblo como moscas a la miel.

-¡Ya, vamos! -admiró el médico-. De modo que... en esta misa de elegancia, los dos extremos: la alta representación de la virtud, por una parte, y por otra... ¡Claro es que las señoras no conocerán a esas muchachas!

-¿Que no? ¡De sobra! ¿No ve usted que al liarse con los señoritos de la casa han sido todas sus criadas o pastoras? Además, eso de la alta virtud habría que verlo: ¡mujeres al fin, las de abajo y las de arriba!... Y muchas de arriba, no diré que no... por feas o por el punto de orgullo de no rebajarse de su clase, si no han de apañarse con parientes, que no es lo natural, pero algunas, cuando menos, y por cierto de entre la gente más pintada, como la doña Juanita Gloria Márquez, hilvanada con el coadjutor de la parroquia, y como la señora de don Anselmo Cayetano, que se ha acostado ya con tres o cuatro médicos... ¡Mire! ¡En nombrando al ruin de Roma...! ¡Allí viene el marido!

Siguiendo la indicación de Cascabel, vio Esteban por la acera de enfrente a un señor que acababa de aparecer entre unos carros. A pesar de la confusión en que se hallaba con tanta gente nueva, con tantas presentaciones, reconoció en éste a un Guzmán de los que más habían intervenido con los Márquez al darle a él la titular. Saludáronse. Era un hombre alto, fuerte, tosco, que no mostraba su alcurnia más que en las ropas de labrador endomingado, en el gran puro que llevaba entre los recios dientes y en el lento y majestuoso modo de marchar.

-¡Ése! ¡El mismo que viste y calza! -añadió bajando el tono Cascabel-. ¡Su mujer le va poniendo hecho un bosque la cabeza! ¡Le gustan los doctores a la hija de mi alma!

-¿Los doctores? -admiró Esteban, intrigado por lo que pudiese afectarle en la noticia y sintiéndose dentro despertar al animoso de sus tiempos de estudiante.

-Le gustan y lleva tres: uno, a quien yo no conocí; otro, don Justo Zenara, hace seis años, y este don Ramón que acaba de marcharse, porque un pariente le ha nombrado no sé qué de La Coruña. Especialmente con don Ramón, un escándalo. Fueron muchos a despedirle a él y a su familia, en Oyarzábal, y al salir el tren dicen que los dos armaron una juerga de adioses, de llantos, de pañuelos, que tiritaba el nuncio.

-¡Caramba!

-Sí, señor. Andaba loca por él; y eso que, aunque jaquetón, era feúcho. ¡Ella es la que es buena moza de verdad!... Conque ojo, don Esteban, y a irse preparando; porque ya se sabe que el médico, así que llega, toma posesión de la barbiana más barbiana de este pueblo.

-¡Hombre, por Dios!

Despidióse Cascabel, al verse cerca de su casa. Esteban continuó hacia la suya sorprendido, pensando que estaba en un pueblo singular; en un pueblo de perversiones, de extraña mezcla de honradez y de imprudencia, de virtud y prostitución; en un pueblo donde la vida reaparecía jovial y loca con todos sus absurdos, lo mismo que en Sevilla, lo mismo que en Madrid, y más acentuados los contrastes por el minúsculo conjunto, así que sentíase libre de las hambres y miserias de Palomas.

Sin embargo, no debía ser cierto lo que el trasto aquél refería de las señoras.

¡Oh, no! ¡Estas señoras de Castellar, por encima de calumnias, debían de permanecer tanto más encastilladas en su orgullo y en su honor, cuanto que sus mismos hombres, y a conciencia de ellas, para la defensa de aquel honor, de aquel orgullo, las tenían en torno la indecencia organizada!

Al entrar en casa, con la idea de pedir sin pérdida de tiempo el espéculum auricular para el porquero, se admiró de ver el portal lleno de gente que esperaba a la consulta. Forasteros. Lo menos quince. Como cada enfermo solía venir acompañado de dos o tres parientes, quería decirse que iba a tener sus cinco o seis... a diez realitos. ¡Ah, la mina que era Castellar!

La sorpresa le aumentó al divisar al porquero mismo, con un papelito en la mano y muy contento y sonriente. Fue el primero que entró tras él en el despacho.

-¿Eh? ¡Ar pelo! ¡Mire, don Esteban! ¡Qué medecina aquélla, recristo!... No se han muerto; pero se atontaron deseguía, salieron! ¡y aquí los tiene usted!

En el papel mostraba cinco gusanos, semejantes a grandes granos de arroz cocido, con un negro puntito brillante por cabeza, y que no cesaban de agitarse.

-Tiene usté que darme, pa guardarla, esta receta. ¡Ar pelo!, ¡ar pelo!... ¡bueno ya!... Fue la mujé por ella a escape, y en ve de cuatro gotas, que usté dijo dije yo, poniéndome de lao: «Anda y échame to el frasco, a ver si se ajogan mejó los maldecíos...» Asín fue: al minuto, fuera los gusanos. La mujé me los acabó de quitá con una horquilla.

En su gozo, expresaba la gratitud hacia Esteban, tras haber manifestado una grande admiración por el éxito admirable ante aquellos forasteros que llenaban el portal.

Y Esteban, aturdido, sin decir palabra, cuando el buen hombre se marchó, tuvo que rehacerse.

¡Gusanos, sí! Los había visto por sus ojos.

La cocaína los desprendió narcotizados.

Esto es, que se trataba de un efecto que él no leyó jamás en libro alguno; pero, fuese por lo que fuese, de una insigne torpeza suya, digna de haberle puesto en ridículo, y... al revés, convertida en triunfo por la casualidad de haber recetado un narcótico y por la aún mayor torpe imprudencia del porquero al soplarse de una vez aquella enormidad de cocaína.

El porquero y su mujer, igual que aquí, habrían contado y contarían por el barrio y por el pueblo tal victoria.

¡Oh!

Fue a la puerta, y abrió, grave, estirado, comediante...; llamó al primer enfermo.

Más que nunca, en el misterio o en la compleja dificultad de su carrera, acababa de aprender cuán era indispensable una circunspección de farsa en los diagnósticos.

Por brutos que fuesen los pacientes, tomaríales en cuenta su opinión, así viniesen a decirle que tenían un caimán en la cabeza.




ArribaAbajo-III-

Terminadas las cuentas pesadísimas que la tenían hacía hora y media en el despacho haciendo números, dejó la pluma doña Claudia y púsose a guardarlo todo. A cada carpeta rotulada volvieron los recibos y contratos; a los bolsos los duros, la plata suelta, el cobre; a sendos departamentos de la gran cartera de billetes, los de veinticinco pesetas, los de cincuenta, los de ciento, los de quinientas, los de mil..., en gruesos fajos.

Se levantó y fue ordenadamente depositando cosa a cosa en la caja de caudales. Sentía la satisfacción que da la exactitud. Según costumbre, no habíase equivocado ni en un céntimo. El numerario y sus notas convenían. ¡Ah, pobre administración si el talento y la actividad de ella no supliesen el corto alcance del marido!

Desde los arriendos y el trabajo de bufete, hasta los más mínimos pormenores de la casa, pesaban en su responsabilidad.

Ahora iba a vigilar y ayudar, a los sirvientes.

Ya en la cocina aguardaban tres pastores con reses muertas. Sintiéronla por el campaneo de llaves que pendían de su cintura, y pusiéronse de pie. Cinco ovejas, dos carneros. ¡Lástima! Los examinó. Los del Galapagar morían modorros, sirviendo, pues, para el tasajo; los de la Jarosa y los Canchales, de bacera, que, según los médicos, contagiaban el carbunco; mas no era cosa de tirarlos, y mandaba abrirlos en canal, salarlos y curarlos al humo, para las meriendas de los mozos. Dio las oportunas órdenes y partió, grave, enlutada, llena de la sencilla majestad de sus deberes.

A un lado del portal, Ciriaco y Pedro apaleaban lana de colchones; al otro, Rosenda y Berta rajaban aceitunas. Investigó. Miró la lana y el modo de tratarla con los palos; sentóse junto a las mujeres un instante, y hábil, a pretexto de admirar las aceitunas en tamaño y calidad, sacó del agua unas pocas por ver si íbanlas haciendo las cinco cortaduras consabidas. En seis puñados halló algunas con cuatro solamente; se levantó y se las arrojó a la falda a las mujeres:

-¿Eh?... ¡Cuidado, hijas! ¡Ya sabéis que me gustan bien las cosas! ¡Nadie os corre!

Pasó a las cuadras. Martín seguía poniéndole el varal al carro roto, y Tomasón se disponía a echarle el pienso a las borricas. A esta hora las veinte mulas estaban por los campos, y sólo una, herida de una coz, quedaba allí.

-¿Vino el albéitar?

-Sí, señora.

-¿Qué ha dicho?

-Que se siga con el vino de romero y con los polvos.

Entró en la cuadra la señora, palpó la herida atentamente, vio que remanaba pus, y se indignó:

-¡Bah, ese albéitar es un tonto! ¿A qué tener esto descubierto? ¿Quiere que se infecte?... Mira, Tomasón, tráete otra vez el cocimiento de quina, el bismuto y trapos limpios.

La coz era en la pata. Volvió con lo pedido el mozo y bajo la dirección del ama le dejó puesto un vendaje al animal.

Aún, antes de marcharse, ella le tomó a la mula el pulso en una oreja.

-No tiene calentura. Ponla medio pienso.

Continuó para el corral. Sebinilla, a la sombra del parrón, jugaba descosida con la hija de la Torca, en vez de estar fregando los calderos. La riñó. Menos mal que ya les habían echado de comer a las palomas y gallinas, todas las cuales se agrupaban en bandada inmensa y grandísima algazara de alas y cacareos y picotazos.

Últimamente volvióse a la bodega, en donde Curra y otros dos apercibían para el verano los quesos, los chorizos, las morcillas, quitándoles el moho y metiéndolos en las zafras del aceite. Aquí, su inspección fue entretenida. Aunque confiase en Curra, no creía demás intervenir un poco por sí propia en la delicada operación. En efecto, sólo con ir levantando y remirando algunos colgaderos de chorizo, de los que ya tenían las tres mujeres apartados como limpios, les descubrió el hollín, la suciedad que emporcaría el aceite comunicándole mal gusto. Sin decir más que leves frases de advertencia, se dispuso a corregirlo. Sentada, tomó un cernadero para encima de la falda, y con otro limpiaba los embutidos que empuñaba valerosa con sus blancas manos nobles... ¡Ah, cómo hacíanla sonreír estos trabajos rudos y vulgares, estos contrastes de la pringue con sus dedos delicados y llenos de sortijas!

Pero a los diez minutos consultó el reloj, que para mayor puntualidad llevaba siempre en la muñeca. ¡Las cinco!... Dejó el trabajo, dejólo todo. No sólo hallábase rendida, sino que, además, era la hora en que su hábito, desde mucho tiempo, desde mucho tiempo atrás, tornábala a la vida de descanso, de ilusión... al verdadero señorío. Hasta el anochecer, porque volvían del campo los mozos, ella recluíase en sus habitaciones, dejándole a Curra los cuidados.

Es decir, vida de ilusión, no ahora... cortada en un paréntesis insulso; mas sí vida de nuevas esperanzas, de inquietud, de dudas, aún, por vez primera, que habíanla impuesto a su voluntad una resolución trascendentísima.

Y pensándola, considerando la tal resolución, temblaba casi... mientras en el pilón de la cisterna, y con jabón duro, se quitaba la pringue de las manos.

Creyó que iban siguiéndola cuando dirigíase al fin a realizar en esta tarde aquella cosa inusitada. Cerró la sala por dentro, con llave, y todavía en la soledad la acompañaba una sensación de seres y ojos y gritos espectrales que intentaran contenerla... Decidida y rápida (¡Ah, sí, esta vez!... ¡o habría de ser que jamás se decidiese!) se dirigió a la cómoda sacó de lo profundo del cajón el envoltorio, y cruzó a soltarlo y desliarlo en la mesa tocador, sentándose al espejo.

El momento terrible, gravísimo, llegaba.

Sólo ya este esfuerzo, había sido colosal.

Recapacitó. Desfallecía. Tuvo que reposarse.

Entero e inminente ofrecíasele el problema, aquí. Enfrente tenía el cristal que copiaba su figura; dentro de sí misma, y toda alerta, su altiva conciencia de mujer acostumbrada al triunfo y al dominio por la simple ostentación de sus prendas naturales; y sobre la mesa (y los miraba ella con alucinador horror, igual que se miran los abismos) la blanca crema, la pasta de carmín, los lápices, los cepillos... el frasco de agua química que hubiese de tornarle encantos de mentira también a sus cabellos.

Sí, con la horrible seducción que a los abismos. Hermosura de espíritu y de luz de inteligente dignidad, la suya, más aún que de líneas y matices, nunca, y siguiendo así la limpia tradición de su familia, de las señoras todas de este pueblo... nunca habíase pasado siquiera una borla de polvos por el rostro. Pintarse y adobarse ahora, como las criaditas y pastoras que hacíanse públicas perdidas indecentes, parecíala... el paso a la prostitución.

¡¡A la prostitución!!

Y, sin embargo, volvían sus ojos a caer sobre el espejo; y éste, allí enfrente, no menos implacable que en ella propia la conciencia, devolvíala la cruel verdad de su física beldad marchita, de su pelo gris, de sus arrugas, de sus pálidos labios, ásperos y secos...

¿No sería él, quizá, demasiado guapo e inexperto, y su mujer demasiado linda y joven, para que de otra pudiera empezar a interesarse más que en una competencia de frescura?...

Temíalo, ciertamente; clavábasele en el corazón el temor, y caía de nuevo el ansia de su mirada irresoluta en los cepillos, en los lápices, en el frasco, en la pasta de carmín... en todo aquello tan histrionesco y bochornoso que con gran secreta había traído la fiel Curra de Oyarzábal.

Suspenso el pensamiento en la decisión, cerró los ojos y quedó desalentada con los codos en la mesa y la frente entre ambas manos.

El pasado empezó a desfilar por su memoria, como una explicación que era justificación al mismo tiempo, Ramón; Justo Zenara; antes Hipólito; y primero aún que ninguno, el juez. ¡Sus amantes!

¿Túvolos por vicio, por mísera y ruin coquetería?... ¡No! Los tuvo por talento, por serenidad, por diplomacia... por un noble instinto de superioridad, más tarde, que impulsábala a tratarse con personas distinguidas.

Casada con el buenazo Anselmo Cayetano, incapaz en la vida, en la vida tan difícil y compleja, de toda eficaz resolución, ella, desde el primer momento, habíase visto forzada a asumir la alta dirección de los negocios; y en el principal, en el respectivo a aquella testamentaría del pobre sobrino tonto, destinado por familiar acuerdo a ser marido de su hija, y que habíales hecho encontrarse manejando desde luego y disfrutando como propio un capital importantísimo, nadie sino la divina Providencia y ella, con la oportuna seducción del juez, realizaron el milagro.

Alzó la frente. Miró la estancia.

Humana mujer en el fondo, no podía negar que su carne habíase estremecido de delicia con estas aventuras a que arrastrábanla, no obstante, las ansias del espíritu. Mas, ni un detalle de trivial provocación en su persona, en su conducta ni en sus cosas, había jamás menoscabado la orgullosa autoridad de gran señora en que supo mantenerse.

Este era, por ejemplo, el departamento de la casa que más y más dulcemente pudiese hablar de sus misterios; y ¿dónde estaban los lujos frívolos, las sedas claras, las amplias lunas, los divanes de indecencia y de pecado... las trazas, en fin, de la menor galantería?... El salón, herencia señorial de los abuelos, con sus muebles de damasco; el tocador, con sus viejas sillas y su mesa de caoba, y el lecho, en el hondo dormitorio, antiguo, conyugal, enteramente serio y respetable entre los sombríos tonos del palosanto y bajo el crucifijo de ébano y marfil... ¡Oh, ella podría afirmarle al mundo entero que siempre, siempre había sabido con sus amantes comportarse con tanta o más dignidad que con su marido, como una augusta emperatriz, sin descomponer, ni en la sonrisa afable ni en los álgidos momentos de pasión, su gravedad de gran señora!...

Hermosa (volvía a pensar, mirando nuevamente las cajas y los frascos), habíase hecho adorar, ante todo, por la majestad en que envolvíanla su alma inmensa y sus estirpes. Para el mismo Ramón, a quien ya había conocido no chiquilla, supo confiada y despreocupadamente hacer méritos de lo que otra necia habría juzgado defectos y tachas de la edad; empezaba a perder el rosa de los labios, y no se los pintó; empezaba a encanecer su pelo, el tesoro negro de su pelo, y lució los hilos blancos, brava, cierta de cautivarle, más tal vez con su nueva y melancólica beldad de otoñera rosa; pudo haber recurrido a lujos y perfumes, y prefirió esta austeridad sencilla y estos honrados efluvios del pan y del aceite que en las manos, en las ropas dejábala el trabajo.

Pero... ¡ah, el espejo, ahora! Hacía de aquello siete años, y tampoco en fechas tales se podía decir Ramón ningún chiquillo. Esteban, este don Esteban, ¡sí!...; y a ella desde entonces el tiempo la había inferido hartas injurias; la imagen, al otro lado del cristal, seguía sarcástica insistiéndola en que ya era casi blanca su cabeza, en que su frente y sus mejillas eran lívidas y opacas..., en que el menor desaliento acentuábala en el rostro una fatiga prematura y en que hasta sus grandes ojos, en otro tiempo tan intensos, mostraban un como anémico cansancio tintado por la bilis...

En un impulso de rebeldía contra el destino, lanzó su mano a la pasta de carmín; pero a otro impulso, en seguida, la arrojó.

Tal lucha no era nueva, por más que hoy un nuevo afán hubiérasela casi resuelto. Llevaba quince días preocupadísima, desde que una tarde le habló en las tapias al joven matrimonio, y creyó advertir que Esteban acogíala simpáticamente sus miradas; desde que otra tarde volvió a verlos, con dolor, paseando en amoroso idilio entre el forraje...; y llevaban cinco días aquí, estos frascos y estas cajas, sin que lograra la indecisa vislumbrarle solución al conflicto de su debilidad sentimental con sus reparos.

La obsesión suya oscilaba entre dos planes: llamarle así, al médico, como ella era, con el eterno motivo de los nervios; ir intimando poco a poco, invitarle al té todas las tardes, intrigarle y envolverle, por último, discreta, muy discreta, igual que a los demás, en los encantos de su educación finísima y en las gracias aristocráticas y selectas de su alma; llamarle así..., o rejuvenecerse y lograr lo mismo haciéndole a la vez contar, y desde luego, con el halago de los ojos.

Y como no podía, como no sabía resolverse, como no acababa de resolver nunca... alzóse del tocador y abrumada fue a caer a la butaca. ¿Por qué, después de todo, el joven médico constituíala esta tortura?...

Tradición. Algo que había pasado a ser derecho de ella, respetado y sancionado en Castellar. En días lejanos, Curra, la fiel criada, habíala dicho: «Sí, mi ama; se sabe, corre por ahí que es usted la amiga de los médicos». Alarmada al pronto la sensata, tardó nada en advertir que no por ello había perdido el respeto, la suerte de veneración que rendíanla el pueblo y los parientes. Había sido a la sazón «la amiga» de dos médicos, y lo fue al poco del tercero... ¿Por qué no serlo igual de don Esteban, ya que hasta por lo que pudiese respectar a la pública opinión, antes el dejar de serlo se la apuntaría como vejez, como fracaso?

Sino que el conseguirlo a costa de la farsa, repugnábale a ella misma, tal que una prostituida renunciación de dignidad, y expondríala entre las gentes al ridículo... ¡Ah, la transfiguración de juventud!... ¿Qué iban a decir, qué extrañezas no fuesen a sufrir sus cuñadas, sus sobrinas, su marido, sus criadas, las primeras, al verla esta tarde salir del tocador desconocida, así, de pronto, con la cara blanca, rosa, tersa, con los labios rojos, con el pelo de azabache?... ¿Qué iría a pensar el propio don Esteban, tras de haberla visto ya en el huerto?... Vendrían explicaciones difíciles y tumultuosas a todo el mundo que tuviese algún derecho a preguntar...; vendrían, acaso, burlas y sonrisas..., piadosas condescendencias de desprecio, hundiéndola en el corazón sus puñaladas, y hundiendo el alcázar de su orgullo entre...

Se irguió. Llamaban fuera.

Pronta a recoger aquellos trastos de vergüenza y de impudor, por si fuese su marido, quedó en escucha nuevamente.

-Doña Claudia, ¿puede usted?... ¡Soy Curra!

-¡Ah!

Se acercó y entreabrió la puerta de la sala:

-¿Qué?

-¡Que están ahí los médicos!

-¿Qué médicos? -inquirió aturdida doña Claudia, en la alucinación de sus «espectros».

-El médico y la médica nuevos, que vienen de visita -explicó Curra, con cautelas en la voz-. Les he dicho que no sé si está usted, por si no quiere recibirlos.

Pasmada la señora..., en un arranque impetuoso, decidió:

-Sí, mira; ¿dónde están?

-En el despacho.

-¡Pásalos aquí!

Corrió, dejando la sala franca, cerrando bien la vidriera que en el tocador había de aislarla, hasta guardar «aquellas cosas»; y tan pronto como las embutió en la cómoda, dispúsose a salir sin cambiarse de vestido, sin tocarse siquiera ni humedecerse la cabeza, a pesar de que el agua oscurecía las canas por un rato. Ya que la casualidad venía en su auxilio, la brava y noble decisión quedaba firme: ¡nada de mejunjes! Veríala así, ahora y siempre..., ante aquella misma mujercita suya, linda y joven... ¿Qué importaba?

Abrió y se presentó serena, protectora, sonriente..., con aquella fácil adaptación emocional que permitíala entregarse a cada nueva ocupación, a cada nueva situación, con alma y vida... lo mismo al curar bestias y limpiar quesos y chorizos (¡ah, únicamente, tras la puerta, habíase llevado a la nariz las manos, no fuesen a oler a pringue todavía!, ¡y no!) que al plantearse las más asiduas cuestiones en la intimidad de su conciencia.

Volvía a ser la dulce y poderosa gran señora, amable, afable:

-¡Hola, doña Jacinta! ¡Hola, don Esteban! ¡Tanto gusto! ¿Cómo va?

-Bien, ¿y usted?

-Perfectamente. Contentísima de verlos. Siéntense; tengan la bondad de sentarse. Y... ¿me perdonan?... i Iba a tomar el té; es mi hora por las tardes! ¿Una taza?

-Oh, gracias. ¡No se moleste!

-Molestia, ninguna; por Dios... ¡Mira, Curra, sirve el té también a los señores!... Es decir, a menos que ustedes prefieran café, doña Jacinta, o don Esteban.

-No, no, té. ¡Gracias!

-Pues, un momento. Con permiso.

Salió también, quizá a sacar de algún armario las galletas, y Jacinta y Esteban se miraron sonrientes. Sin decírselo, mostrábanse la extrañeza mutua de la amabilidad de todos los señores de este pueblo, de la manía por decirles a ellos «doña» y «don», y de aquella costumbre de los convites a café, a todas horas. Entre los que se tomaba Esteban después de las comidas y los que le ofrecían en los Casinos y en las casas, igual que en Palomas el señor Porras, había días que salía por seis o siete.

Doña Claudia, en efecto, volvió con unas bandejas de galletas. Siempre hablando, ayudando a Curra a disponer las tazas, advertíase tarde de que, por su imprevisión, los dos jóvenes habían ocupado los asientos que daban espaldas a las rejas. No la quedaba otro remedio que sentarse a plena luz... en una cruda exposición no favorable.

Mientras servía, Curra, que había charlado también con Nora por las tapias, informó a «doña Jacinta» de una niñerita que ésta quería tomar para Luisín; se la enviaría.

Y partió Curra, quedándose el matrimonio y doña Claudia conversando acerca de las casas, de la mala servidumbre, de la vida en Castellar. Buenas impresiones, los dos recién llegados. Contenta, muy contenta «doña Jacinta»: familias de tan esplendidez como la propia doña Claudia, íbanla abrumando a regalos, que la llenaban la despensa y el corral.

-¡Ah, pero sobre todo, señora, usted!... Ayer han vuelto con más leña sus carros. ¡Gracias! ¡No sabemos ya cómo agradecerle tanto obsequio!

-Bah, doña Jacinta, déjese de gracias. Los regalos es natural que se les hagan a los médicos cuando están recién venidos, porque entonces se hallan desprovistos en unos pueblos donde de todo se carece. Y usted, don Esteban, ¿qué tal lo va pasando?... ¡Ah, si posible nos fuese, para ustedes también, para los hombres, que están acostumbrados a otras cosas, volverles la vida menos ingrata que en ese aburridero del Casino!

-¡Oh, no, no, señora! ¡Me va muy bien! -repuso Esteban, bajo el hondo mirar de doña Claudia.

-¿Bien?... ¡Imposible!... Habrá encontrado a los amigos algo toscos. ¡Ustedes, los de población, sueñan otras ilusiones!

Seguía mirándole y sonriéndole con un recóndito interés que Esteban y Jacinta ponían a cuenta del maternal carácter generoso de la dama, y ésta cortó al fin:

-¿Son ustedes de Sevilla, creo?

Explicáronla. De Badajoz, él, y había estudiado tres años en Madrid; Jacinta, nacida en Barcelona, recorrió muchas ciudades con su padre, ingeniero militar, teniente coronel. Contó en seguida doña Claudia que había viajado un poco: a Córdoba, claro es, por ser la capital, frecuentemente; a Huelva, a Cádiz y a Málaga por los baños; y además, una vez, en el último verano, a Oviedo: tenía allí a su hija Inés, la pobre, la pobre criaturita, a fin de que viviese menos aburrida que en este Castellar empecatado. Inés, que por estar lejos venía de tarde en tarde, educábase con su tío don Lucas Bernabé, director del Banco del Nervión, sin hijos, y cuya esposa era la hermana mayor de doña Claudia.

-¡Pobre, pobre niñina mía! ¡La quiero tanto!... ¡Y ya ven, única y verme sin ella! ¡Horrible, horrible!... Mas ¿cómo, por Dios, ahora que empieza la criatura de mi alma a ver el mundo, traerla y enterrarla en un desierto?

Enternecíase hasta el punto de atajar con el pañuelo una lágrima invisible, y Jacinta, sin querer, hubo de aumentar sus aflicciones preguntándola si había tenido más familia. Sí; había tenido otro hijito, que murió, y luego abortos.

-¡Lo menos seis abortos!... Una de sangre de este cuerpo, que ha sido una desdicha. ¡Así -añadió mirando a Esteban- estoy destrozada!

Hábil, aprovechaba la coyuntura para empezar a darle a entender al médico las posibles diferencias entre los encantos de su belleza mustia y las lozanías de su mujer. Mas no pudo recoger la impresión de Esteban, porque entraba otra visita.

Una señora y un joven.

Doña Claudia presentó:

-Mi cuñada doña Antonia; mi sobrino.

Estrambóticos de veras, y el sobrino sobre todo; lacio y largo, lucía un bigote y una barba de cuatro pelos, que le colgaban como si acabara de bañarse, y había entrado con la boca abierta y el sombrero encasquetado hasta los hombros; traía en una mano una bellota y en la otra un cortaplumas; sentóse no cerca de la mesa y quedó con la boca abierta, con la cabeza ladeada, doblado hacia delante y con las manos colgando entre los muslos; sin embargo, estiraba los pies y uno pisaba a plomo la falda de su tía, quien hubo de avisarle quitándole el sombrero.

-¡Hombre, Alberto! ¡Estamos en visita!

Él, que había permanecido mirando a Esteban fijamente, varió los ojos en un rápido gesto de estornino y siguió igual mirando a doña Claudia, fijo, estúpido...

-¡Guarda esas bellotas, hombre! ¡Ah, el pobre Alberto! -disculpó la dueña de la casa.

No les hizo falta más a Esteban y a Jacinta para entender que era un imbécil; decíalo todo, y con triste sombra de elocuencia, en su figura, en su expresión.

Confirmábalo, además, el aspecto de la madre. Baja y gorda, tenía los ojos redondos, la cara llena de pecas, nada limpia, lo mismo que el negro traje de percal, y miraba también al médico con una especie de memez sumisa y bondadosa.

Inmediatamente se puso a consultarle sus achaques. Hacía mal las digestiones, padecía mucho de histérico, de flatos y dolíanle todos los «güesos». Además, sufría jaquecas a menudo y herpetismo a temporadas. Rogábale que fuese a verla, y Esteban lo prometió, suponiendo, dada tanta cosa, que fuera a ser su crónica enferma para tiempo.

-Oye, escucha, Claudia, mira bien -exclamó tras un silencio, en tanto el médico anotaba su dirección en el libro de visitas-. Me estoy fijando en cómo se parece este señor, salvo en que es más joven, a tu hijo Gil, que en paz descanse.

No respondió la cuñada, mirando a Esteban con no se supiera cuál desagrado de la comparación, e insistió la otra:

-Pero que ¡mucho!, ¡mucho! ¿No?

-Sí -accedió de mala gana doña Claudia, ya molesta con mostrar estos parientes; y añadió, tratando de torcer su contrariedad, hacia Esteban, en melancólico misterio de bondades-. Tal vez hay en usted una grata semejanza con mi hijo, y por eso me ha sido usted desde luego muy simpático..., muy simpático.

-Gracias -correspondió el médico, en ligera turbación bajo aquella mirada cariñosa-. ¡Usted también nos ha sido simpática en extremo!

-Y tal vez por lo mismo -saltó Jacinta, ingenua-. ¡Es particular!... Siempre, al verla en el jardín, mi marido me lo ha dicho: «¡Cómo me recuerda a mi madre esta señora!»

Hubo una inmutación y una sorpresa en la faz de doña Claudia, que miraba a Esteban de modo indefinible, y éste confirmó:

-Es cierto. ¡Se parece usted a mi madre!

-¡A su madre! ¿En qué?

-¡En la cara, en el pelo blanco, en la edad... en todo!

Contra lo que podría esperar el matrimonio, a estas halagadoras frases sucedió un fatídico silencio.

Únicamente había lanzado triunfal la simple doña Antonia.

-¿Eh? ¿Si digo yo? ¡Te pareces a su madre!... ¡y usted a mi sobrino! ¡Trae, Claudia, trae el retrato, que lo vean!

Lejos de obedecerla, limitóse la aludida a preguntar con acento lúgubre:

-¿Qué edad tiene su madre, don Esteban?

-Tendría ahora... sesenta años. ¡Murió la pobre!

Y como la penosa evocación hízole bajar los ojos, no advirtió el nuevo y terrible centelleo de lividez que le causó a la dama la respuesta; pero oyó que la madre de Alberto comprobaba:

-¡Ah! ¡Tres más que tú!

Sobre la mudez sombría de doña Claudia, que respiraba mal, y cubierta de un frío sudor pasábase a menudo el pañuelo por la frente, redújose la conversación al necio y ya libre monologar de doña Antonia. Jacinta y Esteban se miraban y pretendían en vano explicarse la extraña situación. ¿Habríase puesto enferma la señora, o apenaríala el recuerdo de su hijo?

Pero la explicación se le ofreció súbita a Esteban con un nuevo personaje que llegaba, y a quien también la medio muerta dama presentó:

-Mi marido.

¡Ah, Dios santo!... ¡Él! ¡Aquél!

Aunque al venir a la visita no ignoraba Esteban que el dueño de la casa llamábase don Anselmo Cayetano, tenía aún, con respecto al pueblo entero, una confusión de nombres y personas que impedíale relacionar unos con otras; mas si por el nombre había perdido la noción de este señor, no así por su presencia, que inmediatamente lo evocó aquello de «la cabeza hecha un bosque», que le había contado Cascabel cuando le encontraron el domingo camino de la plaza. Y si el don Cayetano era éste, y ésta doña Claudia su mujer..., ésta, esta doña Claudia, esta obsequiosísima vecina de la leña y los jamones... ¡era, tendría que ser la amiga de los médicos!

¿De él también..., en designio y esperanza, sin que significasen más sus regalos, sus bondades, sus miradas de ahora, hondamente afectuosas, tomadas torpemente por un filial afecto del que habrían sido justa explicación las diferencias de edad y los familiares parecidos?... Pero, entonces, ¿qué desilusión, qué desengaño de feroz insulto formidable no había acabado de inferirla al compararla con su madre, poniéndola de vieja?

Las arrugas y las canas, la ancianidad de esta mujer, acusadísima en su lamentable situación presente de disgusto y de destrozo, le inundaron de una indignada repulsión, que todavía aumentaba por insólito contraste la fe respetuosa que al compararla con su madre habíala rendido... ¡no, no! Deploraba aquella semejanza. ¿Cómo parecerse a la faz santa de su madre la innoble faz de esta inmunda vieja lujuriosa!

Un momento después, partían.

-¡Caramba! -manifestó Jacinta, apenas en la calle-. ¿Verdad que es rara esta familia?... El sobrino y la cuñada, tontos; el marido un mentecato; la hija única en Oviedo; y doña Claudia, tan redicha y animosa, y tan desigual, al mismo tiempo, que por el recuerdo del hijo que perdió no ha podido ahora ni salir a despedirnos.

-¡Verdad! -repuso Esteban-. ¡Bastante rara!

Habría deseado decirla la razón de lo ocurrido, y se contuvo. Para la intimidad de ciertas emociones de demasiada crudeza o de excesiva estupidez, los candores de Jacinta inspirábanle respeto.

Doña Claudia sufrió una grave crisis que la retuvo en cama dos días sin comer y sin dormir.

No consintió que el médico la viese.

¡Oh, el asombro del marido..., ella que tanto por nada los llamaba tiempo atrás!

Al levantarse, y a fuerza de meditaciones larguísimas, había encontrado que era llegada la ocasión de traer de Oviedo a Inés, de casarla con Alberto, y de irse preocupando un poco, en fin, de la niña de su alma.




ArribaAbajo-IV-

El edificio de las escuelas, nuevo, alzado con planos del arquitecto provincial, y bajo los auspicios del poderosísimo señor don Indalecio Márquez (padre de Juan Alfonso), que ejecutaba cuanto bueno y malo pudiera ejecutarse en Castellar, tenía el fanfarrón aspecto de un palacio. Su larga y altísima fachada de tres pisos, con hileras de grandes ventanas y balcones, destacábase aún más que la de la iglesia, así que se miraba al pueblo desde no importase qué lugar de la campiña; y sin embargo, dejado a la mitad por construir, no tenía más que tres salones superpuestos, sin encaladura al exterior, donde aún veíanse los hondos agujeros que había dejado el andamiaje, y los muros de arranque, por la parte de atrás, que habrían de haber constituido las magníficas viviendas para las familias de la maestra y el maestro.

Estos, por lo pronto, agotado el presupuesto de las obras, quedáronse sin casa. Durante los primeros cuatro años, las niñas concurrieron a un salón, los niños a otro, y en el último estuvo funcionando el Juzgado y parte de las oficinas del Consejo. Pero desde hacía dos, y a consecuencia de ser chico y malo el Casino, causa por la cual dio la gente en concurrir a una especie de titulado Círculo Republicano, que hubieron de fundar Pablo Bonifacio y Gironza el albañil, tuvo don Indalecio Márquez la felicísima ocurrencia de partir el salón alto en tres, por medio de tabiques, reduciendo allí ambas escuelas y el Juzgado, y de ocupar los otros con el Casino Principal, a cuya regia y moderna instalación contribuyó con su dinero.

«¡Oh, oh, este hombre!» -decían admirados los vecinos, viendo las paredes repintadas, los muebles nuevos, la mesa de billar. Y el golpe fue terrible para el estúpido y tenaz republicanismo de Pablo Bonifacio y de Gironza, que viéronse inmediatamente abandonados por el público versátil.

Durante el día, el salón bajo, de billar, de tute y de tertulia, estaba animadísimo; durante la noche, la banca y la ruleta, establecidas en el piso principal, y asimismo confortable. Tenían buenas vidrieras las ventanas y balcones de todo el edificio, excepto los de arriba; y era que por llenarse aquellos agujeros de la fachada de aviones y murciélagos, los habituales del Casino, adiestrándose en la caza, matábanlos al vuelo y rompían a tiros los cristales. Al anochecer, y especialmente en primavera, formábase en la plaza un escopeteo de mil demonios.

-¡Hombre! ¡Hombre! -asomábase alguna vez a gritar el juez, con precaución-. ¡Hacedme el repijotero favor de esperar a que uno acabe!

-¡Qué! ¡Ya han salido los chiquillos! ¡Ya anochece!

-¡Pero yo tengo que hacer!

-¿Qué haces?

-Trabajar.

-¡Lo dejas y te bajas!

¡Plum!

Al disparo, el juez se entraba más que listo; y un minuto después, veíasele aparecer también con su escopeta.

¡Plumba!

¡Aire! ¡El último cristal veníase al suelo!

A la sala baja, que diariamente limpiaba el conserje muy temprano, no empezaba por las mañanas a acudir nadie hasta las once.

Ramón Guzmán solía ser de los primeros. Llegaba lentamente, con su paso de hombre menudito, aseado, circunspecto, respetable, y dábale al amplísimo salón un par de vueltas, mirando cada cosa y complacido del buen orden de los tacos, de las mesas, de las sillas. Barrido y regado el piso, la luz entraba por las seis ventanas esparciendo en la soledad interior una paz conventual. Algo viejo, alzábase negro y grave el piano en un testero; el otro, con el mostrador y los anaqueles del despacho, lucía la radiación de las bandejas y botellas.

«¡Oh! -pensaba Ramón, bajo los altos techos y ante los cuidados del conserje-. ¡Que así se arregle esto para que tanto vago lo ensucie en todo el día, y para que aquí se diga tanta estupidez!»

Queríalo para él solo; y a lo sumo, para tres o cuatro más de los que, acerca de mil cuestiones trascendentales, arte, política, problemas internacionales o sociales, le escuchaban su opinión. Su casa le abrumaba, con nueve hijos, y con aquellas bóvedas que casi le tocaban la cabeza.

Sentábase, por último; pedía café, liábase un cigarro, de la petaca perfumada con palitos de vainilla, y poníase a leer El Imparcial.

Cobraba aristocrática aureola entre el humo del cigarro y de la taza. Usaba lentes. Vestía de luto, con chalinas que le cerraban el escote del chaleco, prestándole apariencias de cura protestante; y aunque no contaba más que treinta y siete años, desde hacía muchos tenía completamente canas la artística melena que emergía en torno al flexible sombrerito y la gran barba apostólica que le llegaba al esternón: apreciábasele, no obstante, la relativa juventud, en la pálida tersura del cutis, en la negra viveza de los ojos, y en la totalidad del rostro, en fin, de poderoso, agudo y ágil.

No se llamaba simplemente Ramón Guzmán, sino Ramón Guzmán y Márquez Alvarado del Río y Pérez Gil Sánchez del Castillo, sin contar otros seis o siete ilustres apellidos que contenía su ejecutoria; y por los cuatro costados era más hidalgo que los demás Guzmanes y Márquez de este pueblo y que el propio tío de todos, conde y senador y hasta millonario por caprichos de la suerte. Él, en cambio, tras algunos intentos políticos en Granada y en Madrid, cuando estudió hasta la mitad su carrera de Derecho, se casó y habíase retirado al ostracismo de este Castellar, para ir con toda dignidad engendrando una copiosa familia de hidalgos herederos e ir viviendo modesta, pero hidalgamente, de sus rentas.

Nadie como él sabía no descender jamás a los plebeyos menesteres. Nadie como él sabía tener los dientes limpios, las uñas limpias, y limpio el traje que servíale igual para fiestas y diario, a fin de aparecer al público en todo día con plena respetabilidad -bien al revés que sus parientes, muy peripuestos y cursis los domingos, y de botazas blancas y marsellés lo demás de la semana.

Ni cazaba ni iba al campo, como ellos iban con pretexto de las fincas, y, en realidad, para acostarse con caseras y pastoras. Casto por temperamento y por estirpe, pues jamás perdonaríase la súplica de humillación ante una puerca pobretona, aparte de que hasta le causaba horror la idea de tener bastardos descendientes, no tenía más noble ocupación que un rato de billar y la lectura de la prensa: al despertar, en la cama misma, se leía La Época; luego, aquí, El Imparcial, El Liberal, enteros; y algo de El País, por no ignorar lo que pensasen los necios demagogos.

Se hallaba a gusto, porque muy pocas personas a estas horas venían a interrumpirle.

Otro de los que solían llegar era Alberto, el pobre primo tonto, que se apartaba hacia un rincón, pedía café, abría la boca y permanecía inmóvil mirando las golondrinas y guirnaldas pintadas en el techo.

Otro era Frasquito, el discretísimo Frasquito, primo doble de Ramón, así por parte de los Guzmán como de los Márquez. Se saludaban, respetábale Frasquito a Ramón su interés por la lectura, pedía café junto al piano, y poníase inmediatamente a ejecutar preciosas habaneras. Hablaba poco, no cazaba ni iba al campo, usaba barbita negra, vestía siempre también como Ramón, de señorito y con pulquérrima modestia por ser muchos hermanos y sin mucho capital, y poseía una actividad y unas habilidades para todo que hubiéranle llevado lejos de haber podido pasar del bachillerato en su carrera. Aficionado a las ciencias y a las artes, proyectaba o construía pequeños globos y aeroplanos; tocaba el piano, el violín y la bandurria sin saber música; pintaba, sin haber aprendido con maestros, cuadros al óleo, habitaciones al temple, cristales con albayalde y aguarrás, dejándolos llenos de grecas y de cifras igual que los de fábrica...; y claro es que con su amabilidad y tantas aptitudes, le traían loco de trabajo los parientes. Últimamente, había pintado una Purísima para el estandarte de la iglesia, y sus primas, las Hijas de María, le regalaron un alfiler de corbata y un jamón.

Otro de los que habitualmente tomaban su café por la mañana era el propio y poderosísimo don Indalecio Márquez. Pero a éste, rey del pueblo, listo como un diablo, y a pesar de sus cincuenta y nueve años, simpático y jovial como un chiquillo, rendíale Ramón sus pleitesías con sumo gusto. Dejaba de leer al verle y conversaban. No se sabía el porqué de su afecto mutuo. Grande, hercúleo, don Indalecio, y con su fina ropa de buen sastre llena de polvo y manchas, porque no se cepillaba en la vida y no se cambiaba de traje hasta romper otro, lucía una rizosa barba gris e hirsuta, entre verde y amarilla, en las cercanías de la boca y la nariz, por el tabaco, y mostraba en las manotas sucias las uñas negras, lamentables. Contraste uno de otro, así por lo que atañe a la riqueza cuanto por lo que respectaba a sus gustos y aficiones, resultaban, sin embargo, confiadísimos amigos. Don Indalecio no sólo le consultaba a Ramón las cosas de política, en el círculo de hombres serios, sino que considerándole, además, como un último enlace de juventud, en su perdida juventud, que le impedía pregonarlas entre jóvenes, le contaba sus conquistas. Así, Ramón, antes que nadie, había ido sabiendo historias y lances suyos, muchos de los cuales permanecían en el secreto. Por ejemplo, una vez, don Indalecio, siempre con su sonrisa fanfarrona y dominante, habíale referido el chasco de su propio hijo Juan Alfonso, creyendo deshonrar a una linda Petrita de un vaquero, ya deshonrada por él cuando apenas cumplió los catorce años la muchacha. Lo de la cerca de la virgen, famosa en Castellar, igualmente lo conoció Ramón de los primeros: tratábase de una tierra de catorce mil reales regalada a una viuda muy decente por acostarse con su hija, preciosa morenota que estaba ya para casarse, y que se casó... seis días después -tomando inmediatamente posesión de la finca con acuerdo y gozo del marido; y era lo singular que éste, medio riquete ya sobre aquella base, al nombrar la cerca ahora, y siguiendo la denominación que habíala dado el pueblo, decía también la cerca de la virgen...; y era lo más singular, todavía, que el marido y la mujer habíanse mantenido en un respeto de honorabilísima conducta, como antes, como cuando fueron novios, luego del suceso. Si ella se cruzaba con don Indalecio por las calles, bajaba los ojos y limitábase a decirle pudorosa: «¡Vaya usted con Dios, don Indalecio!...»

¡Qué de cosas de éstas pudiera él recordar en su pasado, y cuántas más tenía a la vista!

Pero las charlas de tal intimidad, que siempre oía Ramón con interés, no podían sostenerse mucho tiempo. Entraba gente y les formaban corro. Deshacíase luego la tertulia entre el hambre y la languidez del mediodía, y un ruidosísimo bostezo del tonto Alberto, allá constantemente solo en el rincón, pelando sus bellotas, venía a ser como la señal de cien bostezos... Todo el mundo abría la boca, cesaba el buen Frasquito de tocar las malagueñas, y desfilaban a comer...

Había que ver el gozo, la satisfacción con que después de la comida, el mismo personal de antes, aumentado por Juan Alfonso, por el notario y el boticario; por el cura, por don Anselmo Cayetano y sus parientes; por el maestro de escuela Macario, por Cascabel, por muchos más... sentábanse a las mesas. Fumaban, reían, dábanse bromas. Mostrábanse todos contentísimos, rozagantes, como bien mantenidos animales, y dijérase que en las cucharaditas de café iban absorbiendo el elixir inmortal de la alegría... -y no era así; esta alegría, con el café, habíase agotado antes de quince minutos... y las moscas empezaban a pasear entre el silencio por encima del azúcar y las tazas llenas de pavesas...; un primer bostezo, de Alberto o de cualquiera, daba la señal de otros bostezos y del horrendo fastidio de la tarde. Unos se volvían a sus tareas, otros jugaban al tute, y los más, en grupos, ya al fin de categorías calificadas, se iban de paseo al camino de la fuente del Corozo, por la Cruz...

Esteban, algunas tardes, yendo con Juan Alfonso, Frasquito y Ramón Guzmán, se había extrañado de ver enfrente de la Cruz y entre el ramaje espeso de una huerta las cornisas de un chalet.

-¿De quién es? -inquirió, pensando que Juan Alfonso contestase: «¡Mío!», igual que todo lo que valía la pena por rico o por hermoso.

La vivienda aquélla, verdaderamente, aunque mal vista desde fuera, en lo profundo de las frondas, parecía lo más gentil del pueblo.

-¡Bah, de nadie! -contestóle Juan despreciativo-. ¡De un tiazo!

-¿De quién?

-¡De nadie! ¡De un cualquiera! -confirmó Ramón Guzmán-. ¡Ahí vive el Colita, un torerucho hijo de un borracho carnicero de este pueblo y que ha querido el hombre retirarse!

-¡No, que le han retirado los toros a cornadas! -cerró Frasquito no menos desdeñoso.

Y como no le concedían otro interés, y aun parecía que molestábales hablar del torerucho, Esteban redújose al silencio.

Llegaban a la fuente del Corozo, en un repliegue pintoresco de montañas, adonde no obstante la distancia solían ir criaditas y mujeres con cántaros, por un agua finísima excelente..., y hasta que iba cayendo el sol no volvían hacia el Casino.

Eso sí, el Casino, la terraza del Casino, marcada ante la puerta y las ventanas por un ancho acerado de granito que adornaban macetones de evónimos, lo mismo que en la Corte, cobraba entonces su mayor animación. Sobre todo, los días en que, como hoy, los periódicos habían traído abundancia de sucesos comentables. Telegramas de Córdoba, de Bujalance, de Montilla, de incluso el tan próximo Oyarzábal, daban cuenta de una casi revolución obrera en la provincia. Además, había habido en Madrid dos crímenes horrendos: uno, el de un valiente de oficio que hirió en una taberna a cinco hombres; otro, el de una alemana institutriz que, seducida y embarazada, y abandonada luego por su dueño, el marqués de Campoblanco, le mató y se suicidó.

Cuando llegó Esteban, que en la Cruz se había apartado de los otros para vez sus enfermos, el amplio corro discutía el segundo crimen. Ramón Guzmán, con Juan Alfonso, Frasquito y varios más, entre los que se contaban sus tíos y gentes de respeto, llevaban la voz cantante en defensa del marqués, o lo que es igual, de la aristocracia y de todos los burgueses derechos consagrados; el maestro, el farmacéutico, Cascabel, Zurrón y Pepe el barbero, con el mudo asentimiento de algunos infelices, defendían a la alemana. Eran, sin embargo, los verdaderos campeones Ramón Guzmán y el maestro, el elocuentísimo y enérgico Macario.

-Bien, yo afirmo -decía Ramón tremolando sus lentes en la mano diestra y haciendo nerviosamente temblar en la indignada emoción sus barbas apostólicas que una mujer mayor de edad, puesto que hace constar La Época que tenía veinticinco años, extranjera, conocedora de las cosas y del mundo, por tanto, y harta de rodar sola por Londres, por París..., ni es lógico que fuese virgen, ni aunque lo fuese cabe suponerla en la ignorancia de aquello que se hacía entregándose a un casado. ¿Por qué cedió? Por sacarle los cuartos al marqués, sin mirar que exponía la tranquilidad de una familia. ¿Por qué, después, hubo de matarle?... Por ira, por odio, por venganza en su fracaso de una indigna explotación. ¡La hazaña, pues, no es más que un bajo crimen repulsivo, de ambición y de intento de chantage!

Prodújose una explosión aprobatoria en muchos del concurso. Ramón Guzmán, no obstante su pecho escuálido, tenía una aguda voz de clarinete que imponía sus argumentos.

Pero también, y a pesar de su seca contextura, disponía Macario de una voz de corneta, intensa, dominante sobre toda clase de entusiasmos y tumultos.

-Y yo contesto -proclamó atrayéndose la atención de todos desde luego-, que si esa infeliz muchacha, mayor de edad, no desconocía el mal que podía causarle a una honorabilísima familia al entregarse, tampoco el jefe de ésta, mayor de edad, debía desconocer el daño que fuese a ocasionarle a una mujer sola y extranjera, deshonrándola, haciéndola un chiquillo..., y lanzándola en seguida al desamparo, sin recursos, y cuando ella embarazada no podría en ninguna parte ejercer su profesión. A ella, como amante y como madre, asistíala el derecho de defensa o de venganza de ella propia y de su hijo; al señor marqués faltábale hasta la consideración de humanidad que pierde quien se niega a todo como hombre y como padre. Hiena, más que hiena, porque ni las hienas dejan de querer a sus cachorros, encontróse a una leona que le aplastó bajo su garra y a quien todavía para sí misma le sobró el coraje de matarse.

Hubo otra explosión de comentarios. Juan Alfonso y sus parientes, que tenían el pueblo lleno de chiquillos por reconocer, futuros y anónimos pastores y porqueros, protestaban.

-¡Coile! ¿Y quién demuestra que fuese el embarazo del marqués?

-¡Concho! ¿Quién sostiene que no fuese una zorra la alemana?

-¡La que se acuesta con uno, con ciento! ¡Qué más da!

-¡Digo, institutriz!

-¡Digo, harta de correr, la yegua loca!

Creía Ramón Guzmán que el trance mismo de negarla los socorros acreditaba en el marqués la persuasión de que no era suyo el chico, y opinaba Macario opuestamente, por el hecho de haberlo la madre demostrado, no sólo en su carta, sino con el sacrificio de su vida, última y suprema razón de todas las razones: fue a matar y a morir, y lo cumplió.

-¡Perfectamente hecho!

-¡Por el ole!

-¡Concho, sí!

-¡Contra, no!

-¡Asesina despreciable!

-¡Heroína y mártir de muchos derechos de mujer, aún sin letra en nuestras leyes!

Así seguía la discusión, irresoluble como todas. Partida al fin en sueltos comentarios, según la impresión de cada uno, hubo quienes filosóficamente abogaban por la necesidad, por la fatalidad de ver divididas a las mujeres en dos razas: la de las prostitutas y la de las virtuosas. ¿Cómo haber de éstas, para casarse con ellas y perpetuar una sociedad de orden, si los hombres no tuviesen a las otras para antes de casarse? ¿Qué sería, si no, de la familia, base de la vida?... Pero Macario hallaba que también las prostitutas... eran familia; echábanle en cara las que prostituía él...; y entonces poníanse aparte las conductas e intimidades personales.

Y lo particular no estaba en que Macario, protegido de burgueses y uña y carne con ellos en todas las prácticas cuestiones, por un alarde de independencia, al discutir en público, sistemáticamente se pusiera al lado de los pobres, de los humildes, de los débiles...; estaba en que casi siempre coincidía con él Rómulo Márquez, un recio y rico muchachote de buena fe que andaba siempre por montes y por breñas a caballo, y que ahora mismo, entregándoselo al conserje para que se lo llevara a casa, dejaba el caballo en la puerta del Casino. Hablaba poco; pero cuando hablaba era contundente. Enterado de la cuestión, comentó con su aplomo poderoso, en tanto le arrancaba a una gaseosa el corcho y los alambres:

-¡Pum!... Vamos, hombre, ¡qué virtud de las señoras! ¡Me río yo de una virtud que tiene que estar guardando por las chais!... ¿Y para quién?... ¡Para unos socios que el que más y el que menos le va a largar a su mujer una sífilis que la parte por el eje!... Éste y tú y aquél, la trajisteis de Sevilla.

Notable, Rómulo. Simpático de veras, con su franca juventud hercúlea y su rubia traza de suizo. Parecía un clown, a lo mejor, o un príncipe turista. Renegaba de que no hubiese en el pueblo carreteras, por comprarse un automóvil. En su defecto era ciclista y caballista, remador nadador excelentísimo, gimnasta... y por menos de nada que alguien pusiese en duda su ágil aptitud, gateábase pared arriba del Casino hasta el tejado, cogiéndose a las grietas y relieves.

La polémica se había agotado por sí propia.

Llegó el albéitar, hombre colorado y gordo, que tenía su título en alta estimación, y sentóse en un extremo:

-Buenas tardes, señores.

Vio a Esteban de lejos, y le saludó también particularmente:

-¡Hola, compañero!

-¡Hola!

-¿Qué?

-¿Qué es eso de compañero, tú?

-¿Compañero?... ¿Acaso somos burros?

-¿Te crees que somos burros?

Todos, como clientes de Esteban, rechazábanle al albéitar tal compañerismo. Y el albéitar salió de su bochorno lanzando una noticia: «Venía de Oyarzábal, donde la revolución obrera alcanzaba feroces proporciones: estaban ardiendo los consumos, querían prenderle fuego a la casa del alcalde, y había muertos y heridos; entre éstos, dos civiles...»

Un estremecimiento pasó por la tertulia. Era la primera vez que de tal modo trastornábase Oyarzábal. Tranquila la comarca, hasta dos años atrás, siempre se habían considerado estos conflictos sociales y anarquistas como cosas bien distantes -allá cosas de Jerez, de Madrid, de Barcelona-. Ahora, andaban cerca. Sabíase incluso que una Sociedad obrera de Oyarzábal envió por estos días al siempre tranquilo Castellar algunos emisarios. Propagandistas que, avistándose con Gironza el albañil, trataron de organizar en el Círculo Republicano algunas conferencias. Por suerte, a tiempo se enteró don Indalecio Márquez, prendió a los forasteros y a Gironza, y soltándolos después, con orden para aquéllos de partir halló manera de dejar al albañil envuelto en una causa (por ciertas irregularidades de un tiempo en que había sido concejal) que le iba a poner verde...

-¡Hombre, hombre, conque socialismo!

-¡Qué barbaridad!

-¡Qué brutalidad!

-¡Pero... yo no sé qué quieren esas gentes!

-Qué han de querer, Alfonso, hombre: ¡el robo!, ¡la granujería!... El socialismo no es más que eso: ¡gandules que quieren vivir sin trabajar, y estupidez y cobardía de estos Gobiernos de España que no saben impedirlo!... ¡Que vengan aquí! ¡Que vuelvan, y ya se las verán con nosotros, con tu padre!... ¡Canallas!, ¡granujas!, ¡sinvergüenzas!

Hubo un silencio de aprobación y sumisión a estas iracundas palabras, y al fin el espontáneo, el indiscreto Rómulo, con la misma brusca sencillez que galopaba por los campos o subía por las paredes, atrevióse a limitar:

-Hombre, no, Ramón...; como granujas ni gandules, no: podrán ser equivocados, a lo más; ellos siguen una idea, y hay que haber estudiado el socialismo.

-¿Lo has estudiado tú?

-Yo no; pero me basta haber leído algo en los periódicos, y comprender que hay miseria de sobra por ahí: fíjate en que llegan jornales de invierno que pagamos a dos reales... ¡para un hombre y su familia todo un día, matándose a cavar!

-¡Menos cuando caen del cielo cuatro gotas y se están la semana entera descansando!

-Claro, y sin comer. ¿Quién les da trabajo entonces?

-¡Se les da dinero, que es mejor!

-¡De limosna!

-De estricnina, debería ser, como a los perros. Se juntan en manadas, y no trabajan porque no quieren, a pretexto de la lluvia... ¿Es que todo es cavar y escardar? ¿No podían ir por leña al monte?...

Incapaz Rómulo de seguir las discusiones mucho tiempo, pues tenía una discreta y rápida intuición de las cosas antes que hábitos reflexivos, esquivóse de descender a pormenores con esta brusca y cordial increpación:

-Vaya, Ramoncete; convengamos en que no tienen los trabajadores, los pobres trabajadores, de aquí ni de ninguna parte, nada que envidiar; pasan frío y hambre, mientras que nosotros nos hartamos y tenemos que nos sobra en la gaveta y el granero; aran o siegan de sol a sol, arrecidos entre el barro en el invierno y tostándose los sesos en verano, en tanto que yo voy en mis caballos tan orondo, que tú te lees El Imparcial, que éste pinta y toca malagueñas, y que éste y todos nos acostamos si podemos con sus hijas... ¿Qué? ¿Es que te figuras que si fuese lo contrario, que si se divirtiesen ellos y estuviésemos nosotros con la hoz, que si pasásemos hambre y frío y ellos por un cochino pañuelo se acostasen con tu hija o con mi hermana... nosotros todos, o al menos yo, tardaríamos ni un momento en poner bombas?

-¡Ah! ¡Ah!... -sonó un largo rumor de asombro.

-¡Qué bárbaro eres!

Dignos, aunque disculpándose por ser Rómulo quien era, ni en supuesto aceptaban Ramón y Frasquito y Juan Alfonso aquellas brutas alusiones familiares. Los otros primos y titos, por su parte, limitáronse a toser, adoptándose graves continentes.

Y Macario, el plástico Macario, ante la leve confusión de Rómulo y el ansioso efecto que la ingenua arenga había causado entre ciertos humildes contertulios, trató discreto de volver la discusión a su terreno:

-Don Ramón, decía usted que son torpes y cobardes los Gobiernos españoles porque no se atreven a extinguir el socialismo, y me extraña mucho, cuando lee usted tanto la prensa. ¿Lo extinguen, ni siquiera intentan extinguirlo, quizá, los Gobiernos franceses, ingleses y alemanes?... Pues no creo que tenga nadie por naciones torpes ni atrasadas a Francia, Alemania e Inglaterra, donde, al revés, estudian y tratan de llevar a su leyes las aspiraciones socialistas. Lo que pasa es que los tiempos y el progreso...

Perdió de pronto la atención de todos. Sonaba el cascabeleo de un coche, que no tardó en desembocar a la plaza por la esquina.

Un coche, en un pueblo donde no había ninguno, formaba siempre un suceso de interés. O era gente rica de Oyarzábal, o era el diputado...

Mas no; esta vez, aunque del camino de Oyarzábal... ¡ah, qué estupefacción!, no traía aquel coche forasteros. Se vio, y se vio con una certidumbre, con una realidad que no dejaba dudas. El vehículo, flamante, pintado de amarillo, era una jardinera, de la cual, enjaezadas con gran rumbo de madroños, de correas blancas y de hebillas, tiraban al trote dos mulas poderosas; dentro... ¡ah, ah, sí, qué estupefacción!... dentro iban el Cachunda y su mujer... ¿Lo habrían comprado? ¿Vendrían de la estación de recogerlo, y pasaban por aquí para causar la envidia del Casino?...

Efectivamente, algo extraordinario. Hasta el propio Esteban, callado en las discusiones por prudencia, y que no tenía por qué sentir envidias, sufrió al paso del coche intentísima emoción.

Había visto en el Cachunda aquél, según oíalo nombrar, un tipo enteramente exótico, guapote, vestido de flamenco, y en la mujer que le acompañaba una real moza elegantísima, con un colosal sombrero de plumas blancas y un rico vestido de claras sedas y de encajes. La cara no había podido vérsela bien, por la oscuridad del anochecer y por culpa del velillo.

-¿Quién es? ¿Qué Cachunda es éste? -preguntó.

No le contestaban; desaparecido ya el coche por la calle del Peral, seguían aquí los picados comentarios. ¡Lo habrían comprado!

Zurrón participaba que había visto al matrimonio salir en caballerías por la mañana, y entonces llevaba ella puesto un guardapolvo y el sombrero en una caja. El albéitar se los había encontrado en Oyarzábal. Otros tenían recuerdo de haber oído decir que pensaban ellos traerse un coche de Sevilla...

-¿Quiénes son? -volvió a preguntar Esteban-. ¿Son de aquí?

-Nada, nadie... ¡El Cachunda y su mujer! -contestó, por fin, Alfonso con desdenes infinitos...-. ¡Los de la huerta ésa de la Cruz! El Colita, el torerazo, ¿sabes?... Aquí le llamamos el Cachunda porque era el mote de su padre... ¡El pobre hombre se ha casado con esa lumia indecente, que sabe Dios en dónde encontraría!

El albéitar se levantó y se acercó al centro del grupo para dar otra noticia:

-Señores, ¿saben ustedes que se dijo el mes pasado, cuando vinieron aquí los socialistas, que ellos, con Pablo Bonifacio y Gironza el albañil, donde se reunían era en casa del Cachunda? ¿Saben ustedes, además, que me extraña que hoy, día de revolución precisamente, vengan de Oyarzábal estos pájaros?... Porque lo que nadie ignora es que son muy amigotes del abogado don Hiligio, jefe de la huelga...

Abriendo los ojos grandemente, mirándose unos a otros en el grupo que se había formado en torno al albéitar, fue Juan Alfonso quien tomó autoritariamente la palabra, en ausencia de su padre:

-¡Conque republicano! ¡Conque socialista!... Vamos, hombre, tendría que ver que quisieran revolvernos este pueblo. ¡Desgraciados! ¡Que se sepa tanto así... y tardan en salir de zumba lo que yo en decir Jesús!

-¡Eso, eso!

-¡Largo! ¡A freír chicharros!

-¡Que tengan ojo!

Alguien acababa de aparecer en un balcón del principal dando gritos decisivos:

-¡Ases! ¡Ases!...

Subieron muchos y se quedó casi desierta la terraza.

Iba a empezar el monte.




ArribaAbajo-V-

Cansado de la monotonía de las tertulias que hasta medianoche retenían a la gente en el Casino, vio Esteban llegada la ocasión de reconstituirse una vida independiente en plena consonancia con sus gustos. Ansioso de sencillez, sus días de niño se le ofrecieron por modelo. Nunca había sido más dichoso.

Sí; era indispensable tornar a las infantiles inocencias. A los quince años, gozó de todo en un bello y candoroso misticismo, al cual podría volver desde un punto de vista diferente. Pintaba entonces cromos y muñecos, estudiaba, pasaba las horas muertas aprendiendo solo a toquetear una bandurria, y en las tardes buenas solía huir de los amigos y salirse al campo con una escopetilla a matar pájaros.

Empezó por comprarse una escopeta y una caja de pinturas -y además un perdigón-. Hizo que también le trajesen de Oyarzábal una magnífica bandurria de diez duros y un juego de ajedrez.

Con esto, con los periódicos del día y cinco o seis novelas, tuvo cuanto Jacinta y él necesitarían para ser felices.

Ella, en verdad, lo era enteramente con sólo ver a su marido satisfecho del éxito profesional y las ganancias que el pueblo le brindaba. Firme al fin como buen médico en su fe, había pasado para Esteban el martirio de Palomas; estudió mucho, mucho, allí, y pudo ventajosamente compararse hasta con el doctor Peña, el más célebre colega de toda la comarca.

Jacinta, pues, notábale bien de qué manera, no obstante atender ahora a más enfermos, reía y gozaba y disponía de tiempo para descansar de sus estudios. Menos atareado con los libros incluso que en Sevilla, aparecíasele a su mujer en un jovial resurgimiento. Entre las tareas de la visita, que por hacerla temprano acabábase a las diez, hasta las de la consulta, dispuesta para las doce, instalaba sus lienzos y pinceles en el fresco comedor, cerca de donde ella y Rosa, la simpática vecina, bordaban o cosían; después de comer íbanse los dos a la caza de perdices; volvían anochecido, visitaban de paso a los tres o cuatro enfermos de la tarde, y en tanto ella iba haciendo otras labores o jugando con Luisín, el casero y ordenadísimo marido se aplicaba a la bandurria; a las nueve cenaban en el patio, al fresco, teniendo entre las ramas del parrón la bombilla de la luz y en el brocal de la cisterna las botellas y el gazpacho; fumaba él de sobremesa y tomaban el café entretenidos con el niño.

Últimamente, dormíase éste, y empezaban las partidas de ajedrez en que jugaban besos los jóvenes esposos. Es decir, jugaban si no seguían Rosa y su tío don Luis hasta muy tarde acompañándoles; y como Jacinta desconocía el juego que Esteban le enseñaba, perdía siempre y tenía que darle al ganancioso muchos besos.

-¡Sí, sí, arza, aire, recontra! -solía comentar la Nora, apareciendo inopinadamente en el portal, cuando ellos creíanla de siete sueños- ¡Buen juego te dé Dios, y así que os acostaréis y os podréis dormir ahora por el ole! ¡Lo que yo creo es que andáis encargando otro chiquillo más que a escape!

Se reían, dejando de besarse. Nora tenía razón. El chiquillo... mucho fuera que no estuviese ya encargado desde hacía un mes; desde que arribaron a este pueblo donde todo era amor y bienandanza.

Lograba el médico arrancarle a la bandurria primorosos punteados. Cuantos aires recordaba, sacábalos a oído con mucho sentimiento -harto al revés que Frasco Guzmán en las duras e idiotas melopeas que enristraba en el Casino. En cambio, Esteban, andaba mal de compás; hízoselo notar el cura, marcando con la mano un tres por cuatro, y se lo confirmó Jacinta, que estudió solfeo cuando pequeña.

-¡Nada, que no llevas compás, hombre! ¡Más despacio!

¡Caracoles! El artista sorprendíase, convencíase -y una idea se le ocurrió: comprarle a su mujer una guitarra, hacerla aprender algunos tonos, cosa fácil conociendo la música por música, y... dejársela así asociada en tan bella distracción.

Al día siguiente, el correo les trajo la guitarra. Bajo la dirección del marido, Jacinta se adiestraba. Sin embargo, le faltaba la afición; y como la de él, con la armonía del conjunto musical y el hecho de ir metiéndose en compás, iba aumentando, resultaba que no se cansaba nunca, y que ella se dormía poco a poco sobre el mástil.

-¡Coile, déjate ya de más vihuela y arsa a acostar! gritaba Nora, despertando en la cocina.

¡La una! -se asombraba Esteban mirando su reloj; y todavía se encaminaba hacia la alcoba, detrás de su mujer, arrancando los últimos acordes.

Tal vida, con el cariño inmenso y la belleza de Jacinta, su hermana por el día, su amante apasionada tantas noches, tejíase en un honrado fondo de delicia y de trabajo que le hacían olvidarse del Casino -si bien quedaba por fuera de él, dándole la noción de que le rodeaba además la vida de los otros, con placeres de otra índole, y de los cuales podría participar cuando sintiera antojos del billar o de un poco de tertulia.

No obstante, lejos de sentir tales antojos, y por más que tampoco llegara a molestarle la intimidad de Jacinta con Rosa, le contrariaba ver que a la casa de ésta se iban las dos muchos ratos, dejándole en el comedor con sus pinturas. Un robo, una especia de cordial despojo que Esteban quiso subsanar. Para hacerla compartir más sus aficiones, emprendió un retrato de Jacinta, al óleo. Ardua la empresa, salvaríala a fuerza de atención y de paciencia el pobre aficionado. Apercibió un bastidor de un metro, y gracias a una fotografía cuadriculada logró un dibujo de cierta semejanza. Los pinceles irían perfeccionándolo despacio.

Esteban, si no un técnico, era, dentro de su artística intuición, un crítico implacable..., un crítico que forzaríale a enmendar cien veces lo hecho hasta conseguir la línea justa. Paciencia, pues, paciencia, y nada más.

Tanta paciencia, que a los cinco días la no muy convencida ni dócil modelo quejábase dulcemente de aquella larga obligación de la pose, que la evitaba coser y atender a muchas cosas.

Al pintor todo se le volvía raspar y poner colores sobre colores en el lienzo.

-¡Je, je... vamos, no está mal! -opinaba el cura, lleno de indulgencia cada vez que entraba a verlo-. ¡Creo que tiene larga la nariz y la boca algo torcida!

Enmendaba Esteban. En conjunto parecíase la figura, más no acababa de encajarse. Obsesionado con esa acomodación errónea que da la atención constante, justamente veía afortunados rasgos allí donde le indicaban los defectos. Sin embargo, reconocíalos al fin cada mañana, al contemplar de nuevas el retrato, y emprendía las correcciones... Lo malo estaba en que la obra, día por día, lejos de ganar, perdía en frescura y parecido...

-Déjalo, hombre, ¡si eso es muy difícil!

-Tonta, Jacinta, ¿por qué?... Si sale, sale, ¡y si no, se rompe y en paz!

Humilde ella, resignábase. Empeñado él por amor propio, no advertía el martirio que estábala infligiendo; sólo la veía inconstante y con cara de disgusto, incapaz de estarse quieta dos minutos, niña siempre, abandonándole e impacientándole en esperas con toda clase de pretextos, ya porque tenía que sacar aceite o carbón de la despensa, ya porque en la calle pregonaban coles y lechugas... lo mismo, en fin, que en cuanto poníase con la guitarra, y esto le dolía al sentimental marido, que habría querido hallarla ahora enteramente identificada con sus gustos.

He aquí, pues, que la pintura, la música, la caza del perdigón y el ajedrez, formándoles el complemento venturoso del hogar, vinieron asimismo a originarle los primeros sinsabores. El silencio y la inmovilidad a que el retratista condenaba a la modelo acababan por aburrir también a Rosa, que recogía sus labores y escapaba. Fatigadísima después Jacinta, la impaciente, se iba por cualquier cosa a cada instante y costaba un triunfo volverla al comedor. Como consecuencia, y ya que no había podido coser durante la mañana con la amiga, prefería quedarse sin ir de caza por las tardes, y últimamente la música, luego de cenar, cogíala rendida del día entero y con ganas de acostarse...

En suma, que Esteban, quejoso y dolorido, dejó el retrato, dejó la caza, en la cual, ciertamente, jamás había matado una perdiz, y conformóse con copiar otra vez oleografías; con salir con Jacinta y Rosa y don Luis a los paseos y con tocar la bandurria, acompañado el breve espacio que tardaba su mujer en caer sobre la guitarra, todo sueño.

Entonces dejábala dormir al fresco, iba por sus libros y estudiaba... amargo, roto, no sin comprender que aquellos horrendos siete meses de Palomas, confinándole a él en un secreto infierno de dolores y acostumbrándola a ella a los caseros hábitos de charla y de labor con las vecinas, habían marcado entre los dos un cruel y acaso irreparable apartamiento.

Por lo demás, en lo tocante a su trabajo, ganaba y se acreditaba Esteban; pero no le dejaban vivir tranquilo, ésta era la verdad. No sólo la llamada de los pueblos inmediatos, llevando para conducirle borricos, mulos falsos y caballos medio locos (con lo cual él, que no había montado en su vida, iba aprendiendo), sino que cuando había cualquier enfermo de aquellas familias principales, le sacaban incluso de la mesa y de la cama a todas horas.

Actualmente, y aparte la perpetua achacosa doña Antonia, tenía dos de estos pacientes: una señorita de los Márquez, hermana de Frasquito, con reúmas, y un chiquitín de los Guzmán, con algo de infección febril al intestino. Aunque ninguna de ambas cosas revistiera importancia, por jactanciosa ostentación de potentados, o por tener a mano un famoso médico pariente que no les cobraba las consultas, ya habían hecho venir para los dos al doctor Peña, cuya espléndida berlina causaba siempre admiración, y el cual, por cierto, si bien con visos de protector afable, no se había mostrado hacia Esteban tan científicamente noble y generoso como en la entrevista de Palomas: el doctor, conforme en todo, había creído oportuno modificar un poco las recetas, a fin, sin duda, de dejar su alta autoridad sentada por encima de la del joven compañero.

Un horror, las tales casas honorables, donde por no tener otra diversión u otros quehaceres, a cualquier leve enfermedad constituíanse las familias en continuo velatorio. Entonces mandaban por el médico de día; de noche, cuarenta veces, a nada que la fiebre o el dolor se acentuasen; y el médico quedaba pendiente de la indisposición de un nene que estaba a lo mejor harto de castañas, igual que si se tratase de un príncipe heredero cuya posible muerte hubiese de trastornar la Europa. Cerrábanse las puertas y ventanas, quedaba todo a oscuras, se hablaba bajo, y era difícil, entrando de la calle, no tropezar con las negras damas sentadas por los tétricos salones en mitad de las tinieblas.

Así, con esta angustia, y tarde, porque mientras calentaban y tomaba la señorita Reyes un baño sulfuroso habíanle hecho esperar fuera de la alcoba los efectos, no fuese a desfallecer el corazón, llegaba por fin a la huerta de la Cruz, requerido desde las ocho con urgencia.

Eran las diez. Al empujar la cancela pensaba irónicamente que iba, a pesar suyo, sometiéndose a la tiranía de los señores de este pueblo en lo de no conceptuar lo mismo las visitas puntuales para ellos o los otros. Este despreciado Cachunda, por ejemplo.

Pero se asombró, apenas húbose encontrado detrás de la cancela. Como los viajeros que en un tren y por un túnel pasan inesperadamente a un paraíso desde una árida comarca, él, viniendo de la horrible austeridad de aquellas salas, creyó en el ensueño de un vergel. Hallábase bajo un entoldado de madreselvas, de jazmines, que asaetaba de lunares de sol el piso de cuidada arena; cantaban los pájaros en la verde bóveda de hojas y veíanse llenos de rosas los linderos. La estatua de una Venus se alzaba sobre el cáliz de una fuente en mitad de la avenida; y tras de la estatua, blanca también, apareció una mujer rubia, fastuosísima.

¿La dueña de la huerta?... Sí; su gentileza convenía con la que él la había entrevisto a la puerta del Casino, quince días atrás, al paso rápido del coche. Le aguardaría, impaciente, y al verle se acercaba...

Se acercaba, se acercaba con una suelta elegancia de gasas y de encajes, con un ritmo ideal de gallardías. No debía de enojarla mucho la tardanza, pues que sonreíase, mostrando entre los rojos labios la blanca gloria de sus dientes.

Llegó, detúvose ante Esteban alargándole la mano, la mano fina y llena de esmeraldas y brillantes, envolvióle en su sonrisa y en la nube de perfumes que emanaba de su túnica ligera, y dijo, con una voz de timbre de oro, que era a la vez arrullo y música:

-Señor médico... ¡perdón! No quisiera haberle molestado; le llamé con prisa porque tuvo mi marido un fuerte acceso doloroso. Sufre de ciática. Pasó la noche mal.

-Señora -juzgó él preciso mentirla, por disculpa-, no estaba en casa cuando llevaron su recado. Lo he sabido ahora, cuando he vuelto..., apresurándome a venir.

-Gracias. Afortunadamente va aliviándose. ¿Tiene la bondad de entrar?...

¡Oh, qué voz, qué voz de ángel!, ¡qué cara!, ¡qué cuerpo!, ¡qué tesoro de mujer!

La siguió Esteban, bajo el túnel de verdura; al llegar a la explanada confirmó que la residencia entera de que ella hacía su edén, armonizaba con ella misma en gracia y en buen gusto; un cenador, a un lado, con canapés y sillas japonesas, una estufilla de flores, al otro, y enfrente el chalet de castilletes, de escalinata de mármol, pintorescamente cobijado en un macizo de eucaliptos. Cruzaron, ya dentro de la casa, el vestíbulo y dos o tres claras estancias de finos muebles, y entraron en un ancho y elegante dormitorio. Entre las sedas y batistas del lecho imperio, de caoba fileteado en bronce, el enfermo yacía medio incorporado sobre almohadas.

El médico se alarmó. La facies del hombre aquél delataba un enorme sufrimiento. No podía moverse, ni apenas hablar, contestando a los saludos y a las primeras médicas preguntas. El dolor le contraía. Lívido, azul por la angustia, parecían los ojos querer saltársele, en la ansiedad de su tortura. Sería difícil reconocer, en tal estado, al fuerte hombretón del coche. ¡Oh, si tal era el alivio, cómo no hubo de verse cuando le llamaron con urgencia! Por la mitad, cualquier señor del pueblo no habríale consentido alejarse de su cama ni un instante... Y éstos, la señora al menos, sonreía, sin reprocharle siquiera la tardanza. Gente que habría aprendido por el mundo tolerancia, trato afable...

-¡Ciática! -indicó otra vez la voz suave de la dama-; pero tenga la bondad de reconocerle el corazón. En París, al regreso de América, el doctor Dubois nos dijo que lo tiene algo afectado.

El joven la miró con la nueva admiración de aquel prestigio de América y París. ¡Habían estado en París, y consultado con célebres doctores! ¡La competencia, pues, de su diagnóstico, no sería sencilla!

Por un rato tuvo que atender al examen de los puntos dolorosos de las piernas, pues tenía ambas afectadas. Luego auscultó el tórax, encontrando una zona mate con roce áspero, pleural, y ruidos cardíacos normales, aunque débiles. En el costado izquierdo apreció una extensa cicatriz y en la espalda otra.

-¡Son cornadas, doctor!

-¡Ah!

-Tiene cinco más, por el cuello, por los brazos. ¡Mi Luis pecó siempre de valiente!

Siendo imposible establecer una opinión sobre examen tan ligero, el médico, advirtiéndolo así, y dispuesto a combatir los dolores, por lo pronto, sacó lápiz y papel.

-¡Oh, no! ¡Venga! -protestó gentil la dueña de la casa-. ¡Escriba a gusto!

Le condujo a un gabinete del otro lado del hotel, y Esteban, pensando con un poco de bochorno que esto de recetar de pie y con lápiz fuese ridícula costumbre de médico aldeano, vio ya apercibidos tintero, pluma y finísimo papel vitela sobre un escritorio elegantísimo, como los demás muebles y adornos de la estancia.

-¿Qué le parece, doctor? -preguntó la dama invitándole a sentarse junto a ella, en un estrecho confidente.

-Señora, insisto en que no he podido formar juicio. Mi impresión es la de una dolencia larga y quizá no leve; o mejor dicho, de un conjunto de dolencias, porque tiene también la pleura interesada.

-¿Y el corazón?

-Nada anómalo le noto. ¿Qué dijeron en París?

-Verá usted. Voy a enseñarle el dictamen... ¿Parlez-vous franqais, monsieur?

-Oui, madame -repuso el joven sorprendido-; mais... trés mal... Sin embargo, si es para leer, lo entiendo.

Habíase ella levantado, sonriente, y en los cajoncillos del escritorio fue a buscar el dictamen del doctor Dubois y de dos o tres celebridades españolas. Esteban, asombrado siempre de la finísima belleza, de la soltura, de la suprema distinción de esta mujer, considerábala cada vez más como un algo extraño y prodigioso, que inopinadamente le traía mundiales auras al modesto pueblecillo.

Volvió ella a sentarse, y dejándose en la falda los papeles que traía, se puso a dar antecedentes. La enfermedad de su marido databa de la cogida que sufrió en Méjico, hacía doce años, dos antes de casarse. Pero tenía la señora muy viva la imaginación, y como se encontraba la tarde aquella en la plaza, presenciando la corrida desde un palco, el imborrable recuerdo la extravió de su misión informadora, haciéndola relatar con toda suerte de detalles el suceso. La acompañaba un general de la República y una italiana: la princesa Clara Montebello. El público, loco de entusiasmo. Sucedíanse las ovaciones. Un triunfo. Su marido había matado un toro recibiendo; al citar al segundo para la misma suerte... ¡ah, qué horrible!... resbaló, la fiera le encunó, le corneó, le arrojó tres veces por alto... Quince meses con las heridas abiertas y sin haber vuelto más a torear. A partir de entonces, enfermo, débil, dedicado a ver médicos, sin lograr la vuelta a la salud...

-Sí, doctor; el pobre Luis pecó siempre de arrojo, aquella tarde estuvo como cuando le conocí en La Habana: ¡admirable!, ¡colosal!

-¿En La Habana?

-Sí.

-¿Es usted de América?

-No, doctor; que estaba allí. Yo soy, o era, artista lírica, y he corrido el mundo.

-¡Oh! ¡Artista lírica! ¿De ópera?

-¡No! -respondió la muy gentil, graciosamente-. Tengo una buena preparación, y voz no mala; sin embargo... mi predilección es el género ligero, el couplet. ¿Le gusta a usted la música?

-¡Mucho, señora! -repuso el médico, mirando ávidamente el magnífico piano que se alzaba en un rincón-. ¡Mucho, mucho me gusta la música..., y con más ansia en estos pueblos donde no puede escucharse!

-A mí también. Sin música me moriría. No comprendo la vida sin el arte.

-¡Pues, ya ve usted, señora; yo que estoy sin oír música, buena música, hace un año!

Tal sincera pena puso en el lamento, que la dama sonrió y se levantó:

-¡Caramba!... ¡Va usted a oírla!

-¡Gracias, señora!

-Y no me llame señora, doctor: Evelina. ¡Señora es para viejas! -dijo ella, sentada ya en el taburete-. A ver si le gusta esta canción. Yo suelo tocar tarde, a las doce, o a la una, cuando duermen todos. ¿No me ha oído alguna noche? Se conoce que no viene usted a la Cruz.

-No, a esas horas no he venido nunca, ciertamente.

-Pues vienen; vienen por oír, muchos de esos brutos del Casino.

Preludió, y Esteban, encantado de la sencillez con que esta mujer iba a ofrecerle el lírico regalo, no obstante encontrarse en un grito su marido, pudo estimar desde luego la maestría de ella y la bondad del instrumento. Evelina empezó a cantar con hermosa voz de contralto, flexible, bien timbrada...


Apriti, ¡oh fenestrela!
fanmi abachar María...

El aire, el gusto, el conjunto armoniosísimo del canto y de la música..., el compás, sobre todo..., ¡ah, el compás!, hiciéronle recordar lamentablemente su bandurria. Extasiado, allí escuchando, comprendía que Jacinta, con alguna preparación musical también, aunque leve, no encontrase divertido acompañarle. La voz de esta mujer evocábale, además, la perfección de todas las músicas que él había escuchado en los teatros... e inspirábale una especie de horror retrospectivo hacia sí propio como tal bandurrista de afición...

-¡Oh, muy bien, señora; gracias! -dijo al verla volver al confidente.

-¿Le place?

-¡Oh, señora!

-¡Evelina, llámeme Evelina! -tornó a pedir ella, sentándose.

-¡Bien, sí... Evelina!... ¡Es usted una gran artista!

-¡Psé!... al menos, regular. Y vea, ¡quién hubiese de decirme que vendría a parar en un pueblucho! Los médicos le aconsejaron a Luis vida de campo, tranquila; él es de Castellar, y el buen clima y el cariño hacia su tierra, por más que no había vuelto por aquí y que familia no le quede, nos dieron en mal hora el pensamiento de comprarnos esta huerta y construir este chalet. Los pueblos, doctor (¡usted tampoco es de pueblo, bien se nota!), embrutecen, empobrecen y envilecen. Lo dice un refrán, y es verdad... Lo que siento es que llevamos aquí más de un año, y aunque buscamos esto por el calor, huyendo de Madrid, donde siempre hemos vivido, no sólo tuvo Luis la ciática en la época del frío, sino que otra vez le empieza, y doble, en pleno junio... ¡para durarle Dios qué sepa cuánto, como siempre!

Contristada, guardó silencio y empezó a buscar dictámenes médicos dentro de los sobres. Esteban, tan cerca, en el pequeño confidente, a cada ademán de ella percibía oleadas de los sutilísimos perfumes que emanaban de su escote abierto y de sus brazos desnudos en las mangas de ángel. ¿Tendría veinticinco, treinta, treinta y cinco años?... No podría saberlo; como en las magnolias, como en las gardenias, sólo se estimaba en ella la fragante lozanía de una eterna flor de juventud.

A ratos Esteban se estremecía y retiraba la rodilla, porque mórbida y dulce la de ella le tocaba sin querer, en la estrechura del asiento y bajo el creciente obstáculo de aquellos papeles con que llenábase la falda.

-¡Ah, por fin, voilá el de París!

Leyó el médico: Hidropericardias de origen traumático. Ciática reumática.

Los demás, de eminencias madrileñas, afirmaban con no menos decisión, pero todos cosas diferentes, con grandes lujos de gráficas y de diseños. Diabetes sintomática. Bronquitis. Focos de pneumonía crónica. Pleuresía, con o sin derrame. Artritismo. Lesión cardíaca aórtica. Lesión tricúspide... Y en suma, tristemente contento Esteban de hallar tal divergencia entre los sabios, así que se trataba de una compleja afección, recetó y partió, proponiéndose hacer en las visitas sucesivas su diagnóstico, según lograra desechar o comprobar cada uno de los otros.

¡El Colita, el Colita!... -Iba después queriendo recordar camino de su casa. ¿No era el Colita un matador que tomó la alternativa cuando él estudiaba primer año?... ¡Aunque no! Si estaba sin torear desde hacía doce o trece, él no pudo conocerle de estudiante. Además, entonces tendría su mujer lo menos treinta y cinco o treinta y seis años... De todos modos, el Colita sonábale a famoso... y mucho en verdad debió de serlo cuando en Méjico se trataba su mujer con las princesas...

¡Oh, el torerucho y la mujer del torerucho!... Hubiese creído él, por los desprecios del Casino, que se trataba de un tripero y de una golfa. No comprendía que Juan Alfonso y los demás, tan amigos de muchachas, al hablar de esta mujer divina hubiesen tenido para ella igual desdén que si fuese un esperpento.

¿La envidia? ¿La imposibilidad de sentir cualquier desinteresada admiración?... Evelina vivía aquí tal que una marquesa, y esto, aparte la humilde procedencia del marido (si no también a causa de ello), heriría la estúpida y tosca vanidad de los ricachos.




ArribaAbajo-VI-

Había realmente en Esteban mucha experiencia dormida; conteníase en él un crítico de sobra experto, para que pudiese por demasiado tiempo transigir con aquellas triviales distracciones. No se podía ser niño sin la inocencia del niño; él la había perdido, y «la inocencia, igual que la virginidad, no se recobra».

Si durante su ya no breve permanencia en estos pueblos de barbarie y de falsa sencillez pudo engañarse con un ansia de vida simple y primitiva, Evelina vino a ser el reactivo que le despertó bruscamente a lo pasado..., a su antigua aventurera y tormentosa vida madrileña.

La veía diariamente, en largos ratos que íbanles llevando a una rápida amistad, y sus cantos y sus músicas, que sin ser, en verdad, una maravilla, eran algo de positiva aptitud y de innata gracia y de aprendida técnica, hiciéronle menospreciarse en el ridículo aspecto de bandurrista de afición, tanto como los cuadritos y tablas y retratos que ella poseía, hechos por artistas de renombre, en el de espontáneo pintor ignorantísimo. Por extensión, advirtió que ni siquiera resultaban menos risibles sus condiciones de cazador improvisado. Mató la perdiz, que no cantaba y que habíale costado viva una peseta; hízola echar en el puchero, y dejó arrumbadas en un rincón del comedor la bandurria y las pinturas.

Mirándolas, le acosaban amargas reflexiones. Lo que le divirtió cuando chiquillo, cuando tenía el candor de la existencia, le afrentaba como hombre. Había oído y visto mucho en Sevilla y en Madrid, por San Fernando, por el Real, por los Museos...; sabía, sabía, y el saber habíale erigido en una especie de eunuco artístico incapaz de realizar nada por sí propio, y dispuesto únicamente a admirar el arte extraño... Es decir, que la ilustración social en tal sentido, condenábale a ser un pasivo e inútil diletante, restándole placeres, mientras que un barbero o Frasco Guzmán, aporreando una guitarra o el piano, sacaban de ellos los mismos gozos que si Wagner los tocase. ¿No sería el saber, pues, en música como en todo, una triste maldición?

Lo peor estaba en que Evelina, excitándole también en éstos sus recuerdos..., su saber, causábale con aquellos lujos de marquesa un daño a las molestias de Jacinta.

Evelina olía a perfumes; vestía gasas, sedas, medias caladas; deslumbrábale sin querer, en fin, de hermosura, de brillantes, de elegancia..., de todo eso que forma el seductor conjunto de una dama que se pasa el día al espejo..., y a pesar suyo Esteban, viniendo del chalet, encontraba a su mujer descuidada en el traje y el adorno... muchas veces sin peinar, con una chambra cualquiera y soltados o arrancados unos cuantos botones en las botas...

¿Era que el embarazo de Jacinta, por una parte, y por otra los domésticos quehaceres y la influencia del pueblo, íbanla quitando los gustos señoriles?

¿Era que él... se fuese enamorando de Evelina?

¡No!... El filósofo rechazaba tal suposición; pero, aun rechazándola, filosofaba acerca de ella: veía a Jacinta tan a sus anchas con Rosa y sus trabajos, tan contenta, se diría, de la libertad en que la dejaba el abandono de la música, la pintura y el ajedrez, que aun sabiéndola dulce y buena, tesoro de corazón y de ternura, no tenía más remedio que reconocer la distancia inmensa que, de alma a alma, iba desde aquella ingenua, ahora convertida en madre y ama de un hogar, según el molde de estos pueblos, hasta el «consciente» un poco poeta que era él, que él fue cuando la conoció e hízola su novia de ilusión, y que él querría siempre seguir siendo lo mismo en Madrid que en Castellar o en Londres o en la Luna. ¿Por qué las señoritas, si habían de dar en amas de su casa y atentas sólo a la despensa y la costura, no se presentaban como novias de otro modo? Al revés, se perfilaban, procuraban no hablar sino de modas y teatros, permitían entresoñar una existencia de poesía, y antes se dejarían matar que presentarse al novio de trapillo. Tratábase de la consabida caza de marido, con trampa, por más que Esteban no pudiera decirlo así en lo que a su noviazgo respectó. De todas suertes, terrible, bien terrible la educación de las pobres señoritas, plantel perenne de honestísimas esposas en un nivel no menos perenne de incapacidad e inferioridad junto a los hombres. La distinta ilustración de los sexos, fatalmente tenía que dar este resultado de incomprensión, de vida aparte en cuanto fuese el verdadero nexo ideal del matrimonio.

¡No, no era, pues, que Esteban se fuese enamorando de Evelina..., sino que, con dolor del corazón, sentíase mental y moralmente desamparado por Jacinta en el justo instante en que él ambicionaba, sobre el bienestar material que iban consiguiendo, constituirse y completarse la vida bellamente!...

-¿Dónde vas, hombre? ¡Ya no tocas la bandurria! -decíale ella, apenas extrañada, viéndole salir todas las noches.

Quedábase con Rosa, y él se iba, primero, al Casino, y luego, en compañía de Juan Alfonso y los demás al fresco de la Cruz hasta las doce, hasta la una, para oír el canto y el piano de Evelina por encima de las frondas de la huerta.

-¡Concho, qué tía! ¡Yo la ahogaba! -solía exclamar Alfonso-. ¡Mira que tener tan enfermo a su marido y ponerse ella a cantar!

Enfermo y grave. A más de la ciática, el médico le había descubierto una diabetes intensísima. Cuidábale su mujer con mimo y con esmero, mas no perdía el humor de divertirse. Por hábitos de la vida nómada de artista, no podía pasar sin cambiarse tres o cuatro trajes cada día, sin piano, sin tertulia... Sin embargo, lista como una ardilla, sobrábala el tiempo para todo. En un dos por tres le disponía los caldos al paciente, le daba una fricción, lavábase las manos y volvía a quedar tan suelta... sin parar apenas en la alcoba.

Luis en verdad, guapote, buen mozo y resignado, no echábala de menos. Era uno de esos hombres capaces de estarse solo los días enteros, sin aburrirse, sin hacer nada. Poco hablador también con los amigos que le iban a ver por las mañanas, estimábanle ellos como honrado a carta cabal, como valiente, como hombre que había sabido crearse una buena posición; pero dejándole en el aislamiento mudo de su no mucha inteligencia, prescindían de él para todas las cuestiones de política que allí trataban a menudo.

En cambio, Evelina se iba de ellas apasionando poco a poco y daba acertadísimas direcciones y consejos, con un creciente rencor hacia los toscos señores y señoras del pueblo, que la odiaban, Por ella se creó el Círculo Republicano, y Luis había dado parte del dinero.

Necesitada de una cohorte alrededor, habíala formado, por último recurso, con los antiguos amigos del esposo; gente burda, tal que Pablo Bonifacio, Gironza el albañil, Pepe el barbero, Zurrón y cuatro o cinco más. Los asiduos, y a la vez apóstoles del republicanismo naciente en Castellar, eran Gironza y Pablo Bonifacio -ya encausado aquél y próximo éste a serlo, pues sabíase que los «señores» (¡con qué insidias pronunciaban la palabra!) andaban buscándole las vueltas. A Luis y a su mujer también se sonaba que los iban a baldar en el reparto de consumos.

Evelina sonreíase.

-¡Bah! ¡Líbrelos Dios! ¡Todo sea que yo me harte, que escriba dos renglones a Madrid y bailen el juez y el alcalde y todo el mundo de corona!

No la creían. Ateniéndose a su espléndida amistad, de la cual sentíanse envanecidos, mirábanla con embeleso los contertulios. Al menos era una hermosísima mujer de talento y brava. Nadie como ella osó nunca alzar el gallo en Castellar; la especie de fascinación que producíales bastó para lanzarles, de republicanos platónicos que fueron siempre, a esta protesta activa de que al fin, por sentir ya el castigo en las espaldas, íbanse tornando temerosos. Ella no dejaba de hablar de sus grandes relaciones con duques y ministros; pero conocían el mecanismo tradicional de la política y el arraigo de los «señores», que formaban en el pueblo un partido formidable.

Rara y singular ofrecíase a los ojos de Esteban, ciertamente, aquella tertulia de paletos, de hombres de paño pardo o de blusa (puesto que el propio Pablo Bonifacio, el más caracterizado, no era sino un infeliz labradorzuelo), presidida en el bello cenador de delante del chalet por la mujer elegantísima, que si no fuese en realidad amiga de tantos personajes, de tantos aristócratas, según ella repetía, mereciera serlo por su empaque. Estaba vestida y alhajada siempre, desde los pies hasta el peinado, con lujo y riqueza tal, que no desentonase en un salón.

Si el enfermo había pasado bien la noche, levantabanle, vestíanle, traíanle al cenador ella y un criado y lo instalaban en el canapé chino de bejuco lleno de almohadones; si no, dejábanle en el lecho y reuníanse Evelina y los demás a ocupar las artísticas mecedoras del jardín, a cuyo blando balanceo habían tenido que irse acostumbrando, entre risas indulgentes de la dueña de la casa, los rústicos amigos. Logró, además, poniéndoles una escupidera, que no escupiesen ni tirasen al suelo las colillas.

Cierto Esteban de que habrían de entretenerle (y no podría dilucidar si contra su gusto o con su agrado) las charlas de Evelina, dejaba para la última la visita del chalet. Era el modo de no perjudicar a otros enfermos. Cuando llegaba, a punto de las diez, ya estaban los demás -y sobre todo y constantemente Pablo Bonifacio, que en su calidad de pequeño propietario no tenía grandes quehaceres-. Evelina acogía sumamente amable al médico, como única persona que pudiese comprenderla y que sufría asimismo, bajo sus recuerdos de Madrid, el destierro de estos campos. Gustábala verle cerca, bien vestido; y estuviera la reunión como estuviese, levantaba a todos y sentábale a su lado. Para cada cosa que decía le buscaba la aquiescencia y el apoyo; y si había que burlarse un poco de las torpezas de Pablo Bonifacio o de Gironza hablando de la corte, o de la alta vida y de las cosas que ellos ignoraban, la burla surgía sobreentendida y suave de los dos. El bueno y guapote Luis, en tanto, tendido en el canapé, callaba y miraba al aire, añorando sus tiempos de torero; diríase a veces que Evelina, cuando remontándose a las evocaciones mundiales de sus viajes teorizaba acerca de la moral y del amor en remotísimos países -y por cierto con plena libertad en presencia del marido-, envolvíale también un poco en las piadosas burlas de que hacía al médico secreto confidente.

Se discutía, por ejemplo, la distinta condición social del hombre y la mujer, y ella, contra todos los demás, excepto contra Esteban, que opinaba en su favor, sostenía puntos de vista peregrinos: «Una muchacha no debía educarse en el candor, equivalente en suma a la ignorancia, sin que esto la hubiese de servir más que... para caer de un modo candoroso, o para estar siendo durante la vida entera una inconsciente y estúpida enjaulada en su jaula de virtud; en cambio, sabiéndolo todo, la virtud era más fuerte y meritoria». «Una mujer soltera a quien la gustase un hombre, debiera declarársele, ni más ni menos que haría él en caso inverso.»

-¿Qué, no es cierto, Luis?... ¿No me enamoré de ti en la tarde aquélla de La Habana, y no fui yo quien por la noche te envió al hotel una tarjeta?

-¡Cierto, cierto! -confirmaba saliendo de su abstracción el matador.

-Pues ésta fue la base de nuestra felicidad, que yo hubiera dejado pasar por la tonta razón de que tú no me conocieses, y la de una fidelidad y una virtud que, no obstante haberme sobrado siempre adoradores, aún más descansan en mi cariño que no en que hubieras de matarme y matar al que osara propasarse. ¿No es cierto, Luis? ¿No es cierto?

-¡Claro! -concedía el torero, revolviendo en momentánea furia los ojos, lo mismo que si ya buscase a quien darle un volapié.

Y como al decir ella «adoradores» había paseado la vista por el corro en una especie de suave delación aviesa que todos entendían, aquella otra mirada del bravo matador, que tantas veces se las había entendido con las fieras, causaba una impresión de desconcierto.

De pánico tal vez, en Pablo Bonifacio, señalado de una manera especial por la intención juguetonamente perversa de Evelina; de reflexiones y prudencias en el médico, sobre el que había ido a extinguirse aún más lenta y dulcemente irónica la sonrisa de la audaz. Esteban, en verdad, estremecido por lo que había de infierno y paraíso en tales coqueterías, de la que a un tiempo mismo ofrecía y amenazaba, tornaba íntimamente a preguntarse «si no iría de ella enamorándose»...; y por un rato, sin poder al cabo definirlo, quedábase fijo, fijo en Evelina..., fijo después en el marido, con la no grata visión del drama a que su impresionabilidad y esta mujer pudieran conducirle.

Por cuanto a Pablo Bonifacio, no había duda; estaba saturado por la pasión de ella hasta los tuétanos, y de los torvos celos hacia Esteban, que habría venido a interponerse entre los dos, a distanciársela tanto, cuando menos, como sus miedos al torero y la propia conciencia de su fealdad y su rustiquez. Dábale muchas veces a Esteban compasión, y particularmente si Luis quedábase en la cama, el advertir el sufrimiento, el vencimiento de que sentíase víctima el pobre ganapán así que entraba él y le concedía sus preferencias la coqueta.

¡La coqueta! ¡La coqueta, sí!... ¡La temibilísima coqueta que complacíase en incendiarle al buen hombre sangre y alma, igual que al albañil, igual que a todos, por una peligrosa y cruel necesidad de saberse ambicionada no la importara por quién, y hasta por el gigantesco orangután de faja roja y sucio sombrerote que era el tal Pablo Bonifacio!...

-Evelina -díjola el médico una mañana en que el burdo adorador, herido y humillado, los dejó solos de improviso-, es usted mala, mala de verdad con ese hombre.

-¿Yo, doctor, por qué?

-Porque le trae usted loco.

-¿Loco?

-Enamorado.

-¡Bah!... ¡Quizá!... ¿Y es culpa mía!... ¡Qué desgracia! He tenido siempre la fatalidad de que tantos como me hablan se enamoren. ¡No incurra usted mismo, doctor, en esa tontería! ¡Resulta fastidioso!

Tragó saliva Esteban, y hábil se esquivó de la perversa fatua (que le miraba y sonreía con una provocadora seducción cuyo poderío no fuese tanto si no fuera tan hermosa), diciendo:

-¡No! ¡Ése, más que los demás!... ¿No la ha dicho nunca nada?

-Nunca. Y sufre el infeliz. Pero sabe que no se juega con Luis, y sabe, más y mejor, que una declaración suya me haría estallar de risa. ¿Se ha hecho la miel para la boca del asno, doctor?

-Entonces... usted debía desengañarle.

-¡Cómo!... ¿Sin que me diga nada me voy a anticipar?...

-La dice a usted todo con los ojos, y usted puede dejar de decirle con los ojos muchas cosas.

-¡Vamos! -lanzó Evelina, en una carcajada-. ¿Está usted celoso de él? -Y cesando de reír, añadió, mirando a Esteban intensamente y echándose atrás en la mecedora, al mismo tiempo que cruzaba una pierna sobre otra (con lo cual lucía hasta la mitad la de debajo): -Pero, ¡señor!... ¡Qué le haré yo a ese pobre hombre ni a ninguno!... ¡Ellos lo sabrán!... Por mi parte, sólo observo, complacida, que mi trato, cuanto menos, los va volviendo limpios. Se lavan, se peinan, se cepillan... Hay que ver la diferencia de cómo están, a cómo eran.

Sufrió Esteban un bochorno. A él propio, con la revelación de una vergozante pasión igual por Evelina, se le impuso la noción de que asimismo, desde que la estaba tratando, cuidaba más de su persona. En vez de afeitarse cada tres días, se afeitaba diariamente; preocupábase mucho de los puños y de los cuellos, del discreto color de las corbatas, y no había vuelto a usar botas de becerro. La conmiseración en que quedaba unificado, le irritó y le hizo sentir otro arranque de soberbia desdeñosa:

-¡Tiene usted la pierna muy bonita! -dijo mirándola con fría insolencia el bajo de la falda.

-¿Qué?... ¡Oh, qué excusado! -clamó ella, bajándose la ropa, y sonriéndose, aunque sorprendida por el seco atrevimiento.

En seguida, fingióse tocada de pudor y le habló de la ciática de Luis.

No entraba en sus cuentas de dominadora, de fascinadora de hombres, el tono de rebeldía y confiada falta de respeto que acababa de escuchar. Como a una diosa, placíala la libertad de mostrarse irresistible, sumiendo en un mudo y deslumbrado fanatismo a los adeptos.

Un poco de intranquilidad llevóse Esteban, hoy, sobre si hubiese o no cometido una imprudencia irreparable. Sin embargo, halló a Evelina en su visita de la tarde tan gentil, tan gozosa y pronta a llevarle, como siempre, al gabinete donde recluíanse los dos para charlar a tales horas, luego de haber visto al enfermo, que la imprudencia, si lo fue, no pudo por menos de quedar como una norma de mayor jovialidad en lo sucesivo. Luis, rendido del canapé durante el día, acostábase después de comer y no volvía a levantarse. Pablo Bonifacio con pretexto de su era, dejó de concurrir a la tertulia vespertina; en verdad debíase la retirada a la presencia del médico, el cual, no obstante, seguía encontrándosele en el cenador por las mañanas, torvo y siniestro como una trágica amenaza... ganada por el infeliz la delantera con el fin de disfrutar a solas de su muda idolatría ante el ídolo perverso.

¡Sí, sí, Esteban, más ciego por la sensación misma del peligro, presentía que iba el azar reuniendo en el chalet cuanto hiciese falta para producir algún desastre!... Una mujer divina e insensata, un marido que no tenía pizca de cobarde, por mucho que tuviese de torpón y confiado, un temperamento de vehemencia, que era él mismo, y, finalmente, dos o tres recónditos celosos, desairados y traidores. Gironza y Pablo Bonifacio mirábanle a ratos, cuando él y Evelina se miraban, con una envidiosa crispación que daba miedo, y Esteban, muchas veces también, se iba a casa pensando que no merecía la frívola preciosa, no ya la pena de exponerse a un drama terrorífico, que ni siquiera a un escándalo que llenase el pueblo y llegara a su mujer.

Mas... ¡oh, propósito de enmienda!, veíala otra vez, forzado a ello por deber de profesión... y la hechicera le inundaba los ojos y el corazón con sus hechizos. Entonces, sus prudencias, causándole una vergonzosa impresión de cobardía, llevábanle a igualar y aun sobrepasar en audacias a la audaz inconcebible.

Rivalidad de atrevimientos insensatos, cuyo término nadie pudiese predecir.

Él entraba en la huerta a las cinco de la tarde, y había noches que se estaba hasta las diez. El gabinete donde se refugiaban hallábase en el ángulo del chalet opuesto diagonalmente al cuarto del marido. Éste, de tiempo en tiempo, la llamaba a voces, o por medio de los timbres; y la conversación o las canciones se interrumpían para llevarle agua o medicinas, cuando no porque avisase la criada, con un tanto de recelo misterioso, que era tarde, hora de cenar, y que el señor se impacientaba.

Generalmente, si ella no cantaba, se complacía en hacerle oír y en enseñarle relatos y recuerdos de sus viajes. Mirándola Esteban, veíala a lo mejor los senos, por el amplio escote, flojo, así que se inclinaba a él para mostrarle un retrato, una postal, o vislumbrábala el oscuro vello en las axilas, descubiertas por las anchas mangas de los kimonos de tul cuando alzábase las manos hacia el pelo con pretexto de afirmarse las peinetas.

-Tiene usted, Evelina -la decía, fiel a su estrategia de mero observador comentador-, más rubia la cabeza que... ahí bajo los brazos.

Súbita los bajaba ella; reprendíale por la insolencia, pues rehuía constantemente el lanzarle en conversaciones personales, escabrosas, y por un rato, como una tita mayor a un niño terco, ponía en su acento cierta seriedad al seguir contándole cosas de Londres, de París, del Japón, de Buenos Aires...

Sino que el observador seguía observando y comentando, tan tranquilo -para lo cual, hasta en las más recatadas aptitudes de la bella ruborosa, prestábanle ocasiones los tules de su traje:

-¡Mire! ¡diáfano! ¡aquí!... ¡Se ve muy bien: azul la liga, dorado el broche!

-¡Bueno, doctor! ¿Quiere ser formal?... ¡Vaya unas salidas!

Agolpábase los tules al punto señalado, dejándolos transparentar por otras partes, y proseguía sus anécdotas e historias: «En Valparaíso, un ex presidente de república pronto a casarse con ella, prometíala asesinar a su mujer». «A bordo del Mafalda, con rumbo a Buenos Aires, rifó un beso en una fiesta, y dio por él un ruso seis mil francos...»

Táctica, en la una y en el otro. Ella, con sus sonrisas, con sus miradas, con la ostentación de su íntimos encantos en sus ademanes y en la transparencia de sus ropas, procuraba apasionarle, por el único placer de uncirle al carro de sus triunfos desdeñosos; él, escondíala altivo su interés, decíala aquellas cosas insolentes, que eran flores impávidas sin serlo, y la irritaba. La mayor fuerza, en este pugilato, proveníale a Esteban, no sólo de su inmensa superioridad sentimental sobre la torpe, sino de la consideración de que ella, con menos o más empeño, intentase equipararle, a aquellos bestias Pablo Bonifacio y Gironza el albañil...

Llegaba incluso a mortificarla, como nadie, acaso, nunca, con los impasibles comentarios:

-¡Evelina, de perfil es usted menos guapa que de frente!

¡Ah!... Comentaban, discutían la observación. Sin derecho a sentirse herida, por el tono de dulce indiferencia, hízola más efecto cuanto que era la verdad: algo chata su nariz, también decíanselo siempre los espejos. Luego, acababa por querer envolver más en sus mañas y en sus gracias al sutil que parecía constantemente deslizársele.

Una noche, tras de haberse desbocado una vez más en denuestos contra las necias, contra las feísimas y puercas «señoras» de Castellar que tanto la aborrecían por envidia, quiso enseñarle a Esteban su cuarto tocador. Fueron. Estaba detrás del gabinete, en la misma ala de la casa. Comunicaba al paso el dormitorio coquetón, lleno de flores, y en donde ella dormía sin el marido. Deseaba mostrarle bien el contraste de unas mujeres que en la vida se aseaban, y lo que debía ser, lo que era otra mujer exquisitamente limpia. La gran pila de mármol, con grifos niquelados, lucíase regia en un rincón; sus llaves daban el agua a torrentes, y lo mismo las de un lavabo empotrado en la pared, para lo cual, obra nada fácil, habían tenido que construir fuera un depósito y alimentarlo con bomba, de la noria. Dos mesitas, vestidas de encajes y de cintas, como altares, sostenían todo un bazar de perfumes, jabones, peines y cepillos; una de ellas destinábase exclusivamente al cuidado de los pies.

-Beso a usted los pies, ¿eh?... ¡Me río yo, si la fórmula de las cartas tuviera que realizarse con cualquiera en Castellar, o si se les dislocara uno entrando en misa!... ¡Menuda roña, Esteban, vería usted al quitarlas el zapato!

Fue al armario, y por vanidad de pulcritud púsose excitadamente a mostrar sus ropas íntimas: enaguas, camisas, pantalones, saltos de cama como espumas; pañuelos y medias por docenas, riquísimas; corsés, ligas y zapatos. Una inundación que llenaba poco a poco los muebles de la estancia... Esteban contemplábala y contemplaba todo aquello. En el delicioso nido de voluptuosidad y galantería, sentíase transportado a un paraíso sensual, como él no vio nunca, ni en Madrid... puesto que la propia Antonia, con su grande amor y su simpática belleza, no fue una de estas célebres y lujosísimas beldades: Evelina tenía las manos cuajadas de brillantes, de esmeraldas y de ópalos, ni más ni menos que él habíale visto en los retratos de la Otero...; había bajo su túnica una divina bestia como aquellas por quienes príncipes y duques se arruinaban, se mataban..., y era, por tanto, una más que suficiente explicación de todas las locuras para él, para el pobre médico de pueblo que en la vida volvería a encontrarse una mujer, una ocasión por el estilo. El propósito de arriesgarlo todo por ella, si riesgos hubiese de haber en el empeño, quedó en su voluntad completamente firme.

-Oiga, Evelina -dijo, cuando ella dejó las ropas y quiso todavía probarle cuán pronto abriendo el grifo se llenaba la bañera-. Si por un beso el ruso aquél dio seis mil francos... ¿por cuánto querría usted que yo la viese desnuda en esta pila?

-¡Ah, usted! -lanzó ella irguiéndose y cerrando el grifo-. ¡Usted no es millonario! ¿Cómo iba a pagar?

-En ilusiones. ¡Mi caudal está en el corazón y no hay ruso que me iguale!

-¡Bah! -le sonrió.

-¿Qué?... ¿Valen más los francos para usted?

Ella reía, apoyándose hacia atrás en el mármol. Él enfrente, y tan cerca que la obligaba a echar el busto atrás, la miraba codicioso.

-Olvida usted que no fueron para mí; de haberlo sido, no hubieran bastado a pagar mi beso los millones de la tierra.

-Entonces, si yo la diese uno...

-¡Le daría una bofetada!

Pues...

Rápida la escena. Sonó el beso, estallado en plena boca, y sonó la bofetada en pleno rostro del doctor.

Inmediatamente, ofendida, indignadísima, Evelina se parapetó tras una silla llena aún de enaguas y corsés.

-¡Salga! ¡Salga, Esteban!... ¡Salga! ¡Usted no sabe lo que ha hecho!

Esteban, sereno, la seguía mirando sonriente. Sin embargo, pronto, y no por miedo, sino por la absoluta persuasión de toda inútil insistencia, obedeció.

Era tarde; la noche oscura. En el portalón de la huerta sufrió el miedo que no logró inspirarle la agraviada; una sombra, una silueta que recortaba un lejano foco eléctrico de enfrente, hízole reconocer a Pablo Bonifacio dirigiéndose a la Cruz.

¡Espiándole!

Esto le pareció aún más temible que el enojo de Evelina.

Pasó la noche inquieto. Por la mañana, a sus dudas de si iría, o de qué modo, al menos, presentaríase en el chalet, le trajo expedita solución un recado urgente. Le llamaban. Luis se había agravado.

Encontró a Evelina alarmadísima. Unos forúnculos que desde hacía media semana aquejaban al marido, hinchados de improviso, teníanle rabiando de dolores, sin poder mover el cuello, y fusionados en la enorme inflamación, con la apariencia de un ántrax.

Ántrax en efecto. El médico lo confirmó. Había fiebre. Tuvo que hacer desbridamientos. Por seis días, la situación fue peligrosa, y Evelina, contristada, no se movió de junto al lecho. En suspenso las tertulias del jardín y el gabinete, la gratitud de las frases de ella al buen médico que salvábala el marido, y aun sus ojos de coqueta delante de Gironza, de Pablo Bonifacio y del barbero habían ido otorgándole el perdón.

Tardías e ineficaces, por tanto, las explicaciones que ella provocó el primer día en que volvieron a verse solos, cuando Luis, fuera de peligro, quedaba nuevamente reducido a sus reúmas.

-Doctor, usted abusó de su situación con nosotros. Después de lo ocurrido no habría vuelto a recibirle; pero ¡no hay más médico que usted! Así y todo, si quiere que no perdamos la amistad, prometa respetarme.

El doctor, por primera providencia, doblóse a darla otro beso en la desnudez del codo, que ella retiró ligera del brazo del sofá. Sobrevino otra escena de tirantez, en que el reincidente le planteó el dilema de besarla siempre, siempre, o no entrar y salir jamás sino directo al cuarto del marido... y ella, la coqueta, leyéndole la decisión en la impávida sonrisa, tornó a sentarse un poco lejos. Esteban demostró en seguida que la falta de respeto y el agravio por parte de cualquier hombre en presencia de una mujer tan reladronamente guapa no estaría en besarla, sino en dejar de sentir el ansia de besar, irresistible... Homenaje a la hermosura. Reacción bien natural. Si la vista de una bella rosa despierta el impulso lógico de olerla y el de una buena fruta el de comerla, el de una soberana beldad despierta el de los besos... Él, por ejemplo, maldito si tenía que contenerse en tal sentido ante las «señoras del pueblo», feísimas y puercas... Y, por lo demás, un beso ¿qué?... ¿No era el saludo de etiqueta?

-¡Ah, pero en la mano! -puntualizó Evelina, tendiéndole la suya-. ¡Ahí ya puede usted besar cuanto le plazca!

La tomó Esteban y hartóse del antojo. Besaba a menudos besos las uñas, los anillos, que le daban una sensación de fausto sensual con su rica y dura pedrería, la muñeca... luego púsose a chupar la punta de los dedos, como caramelos de los Alpes, y Evelina, que abandonábale la mano sonriendo, tembló y la retiró...

Trataron un convenio: si esto, fórmula al fin de cortesía, le bastaba a él como saludo al verla y al partir, no veía la menor dificultad en concederlo la que, por otra parte, quería demás a su marido y tenía sobradísima conciencia de sus deberes conyugales.

-Conste, pues, para que usted no se ilusione; antes que faltarle a Luis me mataría.

Se conformó el médico, seguro de haber sentido en el estremecimiento de ella a una terrible lujuriosa sujeta ahora a la abstinencia.

Para dejar el pacto en una más pérfida invitación de intimidad, hízola saber que Pablo Bonifacio le había espiado cierta noche. A los ojos de él y de los otros contertulios, quizás estuviesen ya pasando por amantes.

No le importó a Evelina, por no ser cierto «ni haber de serlo nunca», lo primero, y, además, porque contaba con la servil discreción de Gironza y Pablo Bonifacio.

Este había venido justamente hoy a noticiarla, afligidísimo, que ya le estaban formando causa los «señores», igual que al albañil; que habían cerrado el Círculo Republicano, y que a Luis y a ella teníanles puestas (¡qué barbaridad!) ochocientas pesetas de consumo; en vista de lo cual, ella había escrito a Madrid pidiendo la destitución del juez, la no aprobación del reparto y la reapertura del Casino. ¡Cuestión de pocos días!... ¡Y ya iban a ver quién era ella!... ¡Bah!...

Iban cumpliendo lo pactado, salvo alguna que otra extralimitación de confianza. Llegaba el joven y besábala la mano. Sentábanse sin hablar más que como íntimos amigos, como buenos camaradas, y en la estrechez del confidente, viendo postales o portafolios, se juntaban dulces sus rodillas. Otras veces al descuido, y en tanto ella contaba cualquier cosa interesante, él se apoderaba de la mano seductora y teníala entre los labios. Su trato y sus conversaciones tocaban en franquezas sorprendentes. Siempre comedido él y Evelina vanidosa de sí misma, de su beldad, así que Esteban se permitía la más ligera duda referente a los treinta años no cumplidos que ella decía tener, probábale su juventud, la frescura y morbidez de su cuerpo con irrefragables argumentos. «¡Mire, toque!» -hubo de intimarle repentina un día, descruzándose la bata y enseñándole los blancos senos ideales... Tocó Esteban. Se rindió, se convenció. Ni vírgenes ni mármoles se la pudieran comparar. «¡Mire, vea!» -dijo en otra ocasión alzándose la falda a medio muslo, sólo porque el médico creyó imposible piernas más perfectas que las de una bailarina retratada en Nuevo Mundo; y añadió, dejando caer el cendal deliciosísimo -«¿Ve usted la Médicis que tengo en el jardín?... ¡Pues si fuese más grande, de tamaño natural, me comprometía a ponerme en cueros una noche junto a ella pintándome de blanco, sin que usted pudiera saber cuál era yo y cuál la estatua!» Lo ya visto por Esteban hacíalo harto creíble.

No eran frecuentes, sin embargo, estos rasgos de Evelina. Además, o surgían imprevistos y espontáneos, o resultaba inútil que él la provocase. Testaruda, ni logró Esteban (que porque sí, porque quiso, había empezado a tutearla) que correspondiérale a su vez. Insistía, llamándola al fin siempre de tú, y ella, molesta la primera y segunda tarde, acabó por no hacer caso, pero sin apearle a él el tratamiento.

Y... ¡ah, sí!, ¡lo maravilloso!, ¡lo estupendo!... Ocurrió, incluso en el plazo previsto, lo que ni el médico ni los mismos interesados esperaban. Una orden de Madrid, a rajatabla, transmitida por el Gobierno provincial, echaba abajo el reparto de consumos; otras, de la Audiencia, decretaban la reapertura del Círculo, sobreseían las causas de los dos amigos de Evelina, destituían al juez, y nombraban para sustituirlo, ¡el colmo!..., a Pablo Bonifacio.

Una bomba, en Castellar.

Esteban, al recorrer la visita, ya advirtió una sorda agitación sombría entre los «señores». Iban tristes y apremiados de un lado para otro, al Ayuntamiento, al telégrafo, al Casino, celebrando conferencias y consultas. Macario llevaba y traía recados con más celeridad que en bicicleta... Todos, con cara de estupor, acudían últimamente a casa de don Indalecio Cayetano, cuyo cacicazgo sufría tan rudo golpe.

El chalet, por el contrario, rebosaba de alegría. Evelina, sentada como una reina al lado del yacente esposo, repartía en su cenador café coñac y merengues. Allí estaban, llenos de admiración y asombro, Gironza, Pepe el barbero, Zurrón, tres o cuatro más y Pablo Bonifacio, el nuevo juez -a cuya expresión de inmensa gratitud unía la suya su mujer, horrible y gorda como un sapo-. Se brindaba por la jefa, por la bella influyente inverosímil, por la todopoderosa. A las once, y después de haber corrido Castellar entero triunfalmente, vino un grupo de obreros en manifestación de regocijo delante de la huerta. La agasajada hízoles pasar, y mandó por vino y por tabaco. Vivas, gritos, algazara..., pequeña arenga, también, de Evelina, que les prometió solemne, sin dejar de sonreír, destruir enteramente el poder de los «señores»... ¡de los ridículos «señores»!... Para que más éstos rabiasen, y para que no pudiesen dudar de dónde el golpe les venía, tuvo una ocurrencia maquiavélica: enganchar su coche, que en él montaran el nuevo juez y la Junta directiva del Círculo, allí presente, y que seguidos por los demás fuesen primero al Círculo a consagrar la reapertura y luego a darle posesión del cargo a Pablo Bonifacio.

Lanzáronse unos cuantos a la cuadra. El vehículo estuvo listo en un minuto. Quisieron por aclamación que ella fuese tal que en una apoteosis de teatro, y no accedió; pero vio partir el tumulto con Esteban, un tanto escondido para que no creyese nadie que él mezclábase en política, desde una azoteilla de las tapias exteriores que daba hacia la Cruz.

-¿Eh? ¡Caramba, tú! ¡¡Madama de Valois!! -aduló él, no muy seguro de la exactitud del parangón, por andar flojo en historia.

Pero le entendió Evelina.

-¿Eh? ¿Qué te parece? ¿Qué creías? -dijo a su vez, tuteándole en su ímpetu de orgullo y entusiasmo-. ¿Qué habíanse imaginado, que soy yo los pobres tontos de este pueblo?

-Oye, ¿y de quiénes te has valido?

-¿De quiénes?... ¡Bah, de cualquiera, para esto tengo amigos por docenas!

Pensó Esteban que esta mujer, antes de casarse, habría sido la querida de muchos personajes de Madrid, alguno de los cuales conservaríale afecto.

Al día siguiente el flamante juez hallábase en funciones. Al otro celebrábase en el Círculo Republicano un mitin social, con propagandistas de Oyarzábal; los «señores», aterrados, consternados, no se atrevían ni a andar siquiera por la calle...

Y he aquí que en la tarde del mitin, rebosante Evelina de victoria, y acaso de champaña (pues habíanselo traído de Oyarzábal para darles a los forasteros y amigos predilectos un semibanquete), Esteban, que de intento no fue a verla hasta que todos se marcharon en caballos y en el coche, la encontró contenta y excitada como nunca. Ebria, se podría decir. Visto el enfermo, se trasladaron los dos al gabinete, y aún quiso ella con dos últimas botellas festejarle. Había dulces también. Comieron y bebieron. Reíase mucho Evelina, sentábase al piano, cantaba y tuteaba al joven con frecuencia.

De pronto, conteniéndose y conteniéndole al beber la cuarta copa, le plantó:

-¡Verás! ¡Verá usted, Esteban!... ¡Vamos a beber el champaña en carácter! ¡Cómo me recuerda esto los tiempos de Madrid, del mundo!... ¡Te voy a dar una sorpresa!

Pasó a la alcoba, cerró las vidrieras, y veinte minutos después aparecía soberbia, magnífica, toda llena de joyas, con un riquísimo traje de cupletista que dejábala al aire las piernas, los brazos, los pechos...

Volvió a sentarse junto a Esteban, casi encima, y brindaron y bebieron. El besábala en un hombro, la abrazaba la cintura... y no parecía Evelina darse cuenta, más borracha cada vez... Pero la besó en la boca, y entonces sí... le largó una bofetada. Al segundo de estos besos protestó.

-No, oiga usted, oye tú. ¡Basta, Esteban!... Eso... nunca, bien lo sabes... Mira, vas a ver mis trajes... todos, todos... ¿Quieres? ¡Un caudal!

Desapareció de nuevo y sacó otro, más escotado aún, verde y cuajado de imbricadas lentejuelas que la hacían parecer una sirena. De pie Esteban para examinarla en sus detalles por el peto y por los hombros, la dio otro beso en la boca... y Evelina, aceptándoselo en unos más que largos instantes que embriagaron de otras embriagueces a los dos, huyó y le retiró, al fin, sus prevenciones...

-¡Que no, Esteban! ¡Sé formal!... Ahora, ¡espérate!... Voy a tardar un poco, porque son mallas. Y no te asomes, ¡ojo!, ¿eh?

Cuerdamente creyó el apasionado que ésta era la feliz invitación. Temblaba. No sabía por qué, temía y ansiaba con ansias del infierno lo que iba a suceder. Mirando a través del vidrio, veíala borrosamente desnudarse, porque el visillo era espeso. Entreabrió luego la puerta, sigiloso, y pudo contemplarla en cueros, por la espalda, poniéndose la malla, al lado opuesto del lecho.

Entró..., llegó hasta ella de puntillas; la abrazó. Evelina ahogó un grito y se le deslizó rápida y suave como un pez de entre los brazos. Corrió, y arrancó la colcha de la cama, envolviéndose cuando él volvía a alcanzarla. Fue una lucha feroz y lamentable..., larga, de esfuerzos y gemidos. Ella, teniendo que atender a ocultar su desnudez entre aquellas derribadas sedas de la colcha y a rechazarle, mordíale furiosa: «¡Que no! ¡Que no! ¡Que me haces daño!...» Enérgica, logró escapar cuando ya veíase casi tendida encima de él y de la cama..., y con un tal esfuerzo de brutalidad y de violencia, que Esteban, vencido y renegado, sin moverse, le lanzó con toda la rabia del dolor de sus mordiscos y de tantas burlas al fuego de su sangre:

-¡Oh, tú! ¡Maldita seas!

Y fue un conjuro que tuvo la virtud de contenerla, de convulsionarla, de petrificarla... allí de pie, mal envuelta por las sedas, tocada en no sabríase cuál galvánico resorte de sus supersticiones de bruta o de su orgullo.

Por un momento no se oyó más que la fuerte respiración de su nariz y el jadear del insensato.

Luego, ella, que miraba cómo a él fluíale sangre de los dedos, prorrumpió:

-¿Por qué..., por qué me has dicho eso?

Dobló la frente, llevóse a los ojos ambas manos, empuñadas en la colcha, y fue presa de una súbita y trémula explosión de llanto de borracha.

Acercábase a la cama, lenta. Tomó la inerte mano herida, y la besaba.

-¿Por qué me has dicho eso?

Las lágrimas se confundían en los besos con la sangre. Esteban la enlazaba, la atraía...

-¿Por qué me has dicho eso? ¿Por qué, por qué me has dicho eso?

Era una aterrada. Era una sumisa entregada por un absurdo conjunto inexplicable de terror, de bestialidad, de piadosa vanidad, de inconsciencias del alcohol y la lujuria...




ArribaAbajo-VII-

Dos caballos negros, hermosísimos, montado uno por un mozo y el otro de la rienda, detuviéronse en la puerta del médico, llamando la atención del vecindario.

Salió Esteban al sentirlos, y reconoció a los de don Teodobaldo Paluzie, personaje de Oyarzábal, que ya había mandado a buscarle tiempo atrás. No venían de parte de su dueño, sino del amigo de éste, doctor Lázaro Aspreaga. El mozo entregó a Esteban la carta en que el ilustre compañero le suplicaba su concurso para una grave operación.

-¡Anda, ve! ¡Y a la tarde haces la visita! -apremió Jacinta, orgullosa, porque ganaba mucho su marido y le llamaban de poblaciones importantes. La otra vez le pagó el espléndido señor Paluzie veinte duros; ahora, de la operación, traería cuarenta o cincuenta, por lo menos.

Le dio un beso, con aquel amor de niña, de ama de Casa, siempre como acrecido por la sensación del económico bienestar que permítíala hacer más dulces, tener mayores comodidades para todos e irle preparando a su futuro nene buenas ropas, y Esteban, deplorando la falta de atención de ella en cosas más sutiles e importantes, pero agradecido a la sólida honradez de su cariño, entró a ponerse las espuelas. Volvió a salir. Montó.

En las correas del arzón halló una fusta con la empuñadura de plata. Los estribos parecían de plata también, por lo limpios, y la silla crujía con el dulzor del cuero nuevo. A fuerza de encaramarse en toda clase de animales, aprendía. Le despidieron en su puerta. además de su mujer, Luisín, Nora y otra muchachita que habían tomado de niñera; en las inmediatas, hombres y mujeres, asomados al ruido de los cascos; y más abajo, el cura, don Luis..., el reparón y excelente caballista don Luis, con los lentes puestos y admirando la apostura del jinete:

-¡Bravo! ¡Bravo!... Así, ¡muy bien!

No obstante, hízole pararse y le corrigió un descuido reprochable. El estribo izquierdo habíalo tomado del revés, torciendo la correa.

-¡Aire, ahora!... ¡A las orejas las puntas de los pies!

Esteban, desde la esquina, giróse a saludar. Marchaba a paso castellano. Estos caballos nerviosos, briosos, que piafaban y estremecíanse por el vuelo de una mosca, habíanle alarmado un poco el otro día; hoy los conocía ya, nobles y educados, más seguros que las bestias muertas de hambre que le llevaban muchas veces y que se ponían a lo mejor a dar de coces...

Se acercaban a la Cruz. Divisó la huerta. Sintió que no le viese Evelina a caballo, en tal caballo, como habíanle visto y admirado tantas gentes del pueblo, y tuvo el impulso de entrar, llegando hasta el chalet sin desmontarse. Le pareció esto puerilmente fanfarrón, y halló el término conciliatorio: entrar a pie, hacerle al marido la visita, y... que le viese ella partir cuando viniese a despedirle en la cancela.

Tal lo hizo, y le resultó perfectamente. Evelina permaneció en la terraza de las tapias en tanto él se perdió por el camino. Era tan esplendorosamente guapa, que hasta el mozo, deslumbrado, le preguntó a Esteban quién fuese, y la elogió.

Era, además, ¡su querida!

Él feliz, que parecería un duque a caballo, lamentó no poder decirle al mozo que ella era una duquesa.

¡Amante, querida digna de un duque, a la verdad!

La mañana estaba hermosa. Agreste el paisaje de jarales y alcornoques, cantaban las perdices, sonaba en la profundidad del valle algún torrente, y el médico fumaba. Para ser dichoso, ¿qué más pedirle al Destino? ¡Ah, sí! ¡La dicha no debía ser algo que se busca o se construye, sino algo que se encuentra y que la vida ofrece cuando quiere!...

Poseía dinero, prestigio, salud, un tranquilo hogar con una angélica mujer, un hijo a quien quería con toda el alma, y... una Venus de ámbar, de marfil, para recreo de los sentidos. Puesto que le hacía falta, compraría, además, un caballo como éste.

-Oiga, ¿cuánto podrán valer estos caballos? -inquirió del mozo, que iba atrás.

-Son del coche. Han costado los dos tres mil pesetas.

¡Caramba, cada uno seis mil reales! Así parecían ellos de muelles, butacas. Compraríalo más modesto.

Pensó en su Venus. Desnuda, aquí, surgiendo entre los árboles del bosque, pudiese parecer una nereida. Se la imaginaba corriendo tras un ciervo, también Diana rubia cazadora..., y le estremeció el imaginarse a Jacinta apareciendo en otro lado.

Como siempre. A pesar de todo, el recuerdo de la esposa amargábale al traidor el recuerdo de la amante. Llevaban de lío un mes. La primera noche aquélla, él había partido de la huerta con una compleja sensación de orgullo y de disgusto. ¡Suya, al fin! ¡Realizada, pues, el ansia de no haber pasado por la vida sin haber saboreado una beldad, una de esas positivas diosas de encanto y maravilla que parecen únicamente reservadas para los magnates de la tierra!...; pero ¡qué desolación, al mismo tiempo!... Fue aquello brutal y breve, infame, cortado por las voces del marido que llamaba desde lejos, y también, y más que nada, la primera inicua falsedad que él cometía con su Jacinta. Esta le recibió asustada de verle llegar cerca de las once, torvo, oliendo a vino..., y el malvado tuvo que explicar los mordiscos de sus manos achacándoselos a un perro.

¡Una fiera, ciertamente, la beldad!... Él, recordándola, pasó el resto de la noche sin dormir, aterrado con la idea de haberla quizá engendrado un hijo..., ¡un hijo como aquel Luis encantador, un hijo como otro que ya amoroso germinaba en las entrañas de Jacinta! ¡Oh, Dios, un hijo suyo y... de tal madre!

Al día siguiente casi se alegró oírla reprocharle, entre altiva y lastimera, que había abusado de la embriaguez de ella, y que no volvería a ocurrir más. Luego, cuando volvió a ocurrir, porque era Evelina demasiado guapa y múltiples las ocasiones, aunque siempre bajo los apremios del timbre o de las voces del marido, se alegró también, siquiera, de escucharla en réplica a sus miedos de embarazo: «¡Bah, hombre, bah!..., ¡descuida! ¡No paren las estatuas!... ¡Eso tu mujer y las burras de la leche!»... Tendría experiencia de más para saberlo; y Esteban agradeció la tranquilidad, aun a costa del insulto a su mujer. Pero otra tranquilidad de porvenir con que no contaba referíase a Luis, al torero, cuando se aliviase del reúma y pudiera sorprenderlos algún día. Tal temor avergonzaba al cobarde, que no supo respetarle enfermo y desvalido.

Por suerte, Evelina, contra todos los supuestos, era de temperamento sensual indiferente, casi frío; y lejos de afectarse de vehemencias capaces de arrastrarla a cualquier insensatez, dijérase que se abandonaba pasiva y por orgullo, por la idiota y suprema vanidad de ver a un hombre extasiado en su belleza. La falta, maldito si alteró el ritmo despreocupado de su vida. Alma y corazón de prostituta, como casi todas las mujeres demasiado bellas e incensadas por la general adulación, Esteban pensaría que se dio a él sin emoción, por subyugarle, por acabar de hechizarle y dominarle con el material tesoro pleno de su estatua, ya que no pudo de otro modo. Y no debía ser la vez primera que, cediendo a tal u otro motivo, engañaba a su torero.

-Allí está la ciudad -dijo el mozo al doblar una colina-. Yo no sé si don Lázaro querrá ir en coche o en el tren. Por si acaso, debemos darnos prisa, que aún falta media legua. Picaron las espuelas. Tomaron los caballos un cómodo y veloz paso de andadura.

A la vista del extenso caserío, Esteban púsose a pensar en la operación para la que iba a servirle de ayudante al compañero. Tratábase de una extirpación de mama, por un cáncer, a una rica labradora de Belem, pueblo no distante de Oyarzábal.

Conoció al extraño y elegantísimo Aspreaga el día de la consulta de Paluzie -una consulta excepcional de siete médicos-. Se admiró de hallar a tantos juntos. Aparte de Aspreaga y Álvarez Molino, concurrían dos más, de la ciudad: el doctor Peña, como indispensable; otro afamado forastero, el doctor Pérez Rendón, y él -llamado por indicaciones y previas alabanzas de don Indalecio Márquez, grande amigo de Paluzie.

Era la enferma la señora, y sufría de gripe. Más que de un caso de verdadera dificultad o gravedad, se trataba de la rumbosa ostentación de un millonario. Como en Castellar, las familias pudientes de esta poblacioncita, donde tampoco abundaban las fiestas, convertían las enfermedades en sendas ocasiones de sus faustos. Aquello parecía el coro de doctores de El rey que rabió. Nadie se entendía. Siete médicos..., siete variantes en el diagnóstico, en el pronóstico, en el tratamiento; porque asimismo, comprendiendo todos que ante la gente que presenciaba la consulta érales llegada una conspicua ocasión de lucimiento, ninguno renunciaba a la tercera imposición de su criterio con un discurso magistral. Tres horas de polémica. Al fin, la terapéutica que los de cabecera tenían establecida, buena o mala, pero suficiente para un mal que iría a curarse solo, sufrió siete modificaciones por mutua y compañeril condescendencia entre los siete... Alargaríase por ello quince días más la enfermedad, si no hubiera arrojado el señor Paluzie tanta droga a la basura.

La timidez moral de Esteban en presencia de los colegas ciudadanos se resolvió en desilusión. Comediantes..., que doraban su ignorancia en gentil palabrería. El famoso Álvarez Rendón resultábale, dentro de un orador floridamente cursi y amigo de latines, un clínico anticuado, y el doctor Peña le oponía sus frasecitas y sentencias en francés. Pero el singular, el extraordinario, bajo todos los conceptos, era el doctor Lázaro Aspreaga. Imposible competir con sus gestos y aptitudes de desdén, de indolente suficiencia, con su chaqué y su cuello y su corbata, ornada, lo mismo que sus manos, de clarísimos brillantes y de un chic indiscutible, y con sus citas y alusiones a libros folletos y revistas ingleses, alemanes, recién acabados de recibir por él, y que ninguno conocía. Habló, por ejemplo, de la séptima circunvolución cerebral; y al argüirle alguno que «no había más que tres», le miró con lástima, y replicó que acababa de descubrir y estudiar todas las demás el sabio fisiólogo Curningalem, de Londres... ¡Un nombre y un hecho nuevos!... ¿Quién se los negaba?

El tal doctor, con un empaque y un equipaje de príncipe, que perrmitíale cambiarse de ropa cinco o seis veces al día, había caído deslumbrador en Oyarzábal, meses atrás, lo mismo que un aerolito. Valenciano, procedía del extranjero, habiendo elegido esta población, por su clima, para un gran sanatorio nacional de nerviosos que pensaba establecer. Dotado de verbosidad y de don de gentes, empezó por instalar su gabinete de radioterapia a pleno lujo, con tratamientos de faradiración contra la neurastenia y de causticación con nieve de ácido carbónico contra el lupus, y cautivó de paso a tres o cuatro ricos -uno de ellos Paluzie, dispuesto pecuniariamente a coadyuvar en el negocio aquél del sanatorio-. Los médicos de Oyarzábal, aturdidos ante el rival que íbales quitando lo mejor de la clientela y lo más lucido de los pueblos, pusiéronle la proa..., y él, apenas acabada la consulta, ganoso de un amigo que le pudiera ayudar en ciertos casos, invitó a Esteban a comer.

Simpatizaron. El modesto y reflexivo médico de Castellar admiró las máquinas y aparatos que Aspreaga le mostró, y la serie de cosas estupendas que hubo de escucharle; dejaron convenido reunirse para la intervención quirúrgica de hoy, y, en fin, partió Esteban sin saber si aquel desahogado compañero era un danzante o, al revés, un sabio, y él un científico paleto, que ya no conociese las innovaciones que traerían aquellos libros y revistas de Inglaterra, de Alemania.

-¡El tren!... Un mercancías. No es el mixto -previno el mozo-. Llegamos con veinte minutos de adelanto.

Se avisparon los caballos al paso del convoy...

Los trenes le causaban a Esteban una delectación infantil desde que estaba en donde nunca los veía... Iban entrando en la ciudad, cuyas vías aceradas y llenas de comercios producíanle asimismo admiración y envidia al médico aldeano.

Había un coche a la puerta de Aspreaga.

-¡Hola! -apareció éste, saludando-. ¿Vamos, querido compañero?

Le acompañaba un practicante, que subió también al coche con cajas y paquetes.

Breve el camino. Belem distaba tres kilómetros. El doctor encarecíale a Esteban que pusiese tres mil reales de honorarios, puesto que él pondría doce mil, por tratarse de gente adinerada. «¡Caramba, para el caballo!» -Pensó Esteban, tocado de avaricia-. Sin embargo, en la conversación acerca de la enferma no tardó en advertir que el colega, vestido hoy de botas, polainas y elegante traje campesino, como un rey en trance de cazar, soltaba enormes disparates, aludía a la mama como a una glándula de «estructura tubulosa», no arracimada; le llamaba tejido cedular al tejido celular, y confundía con la trinitrina la eserina. Se alarmó. El doctor Peña, el mismo día de la consulta, habíale prevenido que Astreaga era un osadísimo farsante, atenido a sus revistas. Cuestión, pues, de ir temiendo que no supiese ni una jota.

Ruidosa la recepción que les hicieron. Desde los ejidos del pueblo entraron escoltados por hombres y muchachos, como acróbatas. La casa de la enferma estaba llena; nueva, grande, en la sala habían dispuesto una especie de quirófano otros practicantes enviados muy temprano; la mesa operatoria, de metal; mesitas de cristal para instrumentos; autoclave que hervía a todo vapor; gasas, vendas, pinzas, agujas y cuchillos; un pulverizador Lucas-Championière; hules nuevos, irrigadores antisépticos y ampollas de sueros diferentes.

-¿Eh? -le confidenció a Esteban el doctor, viéndole asombrado-. ¡Creo que bien valdrá la pena nuestra cuenta!

Y se fue a prepararle el baño de previa desinfección a la paciente.

Esteban, a quien el anticuado pulverizador de Lucas Championière volvió a darle mala espina, pasó a otra alcoba, donde estaba la señora, y púsose por curiosidad a reconocerla. Le extrañó no hallarla caquéxica, flaca al menos, sino con una esplendidez de carnes y un rosado color que no habría más que pedir, ni verla el terrible cáncer ulcerado que hacía esperar tanto aparato. Los pechos aparecían fláccidos, normales, y tan semejantes uno al otro, que tuvo que inquirir cuál fuera el enfermo.

-¡Éste, señor! ¡El izquierdo! -indicó el esposo.

Lo contempló atentamente, lo palpó despacio, palpó la axila... y no pudo apreciar ni retracciones del pezón, ni durezas cirrósicas profundas, ni asomo de infartos ganglionares, ni nada, en fin, absolutamente nada, que delatase el cáncer... u otra enfermedad. Entre ambas mamas, grandes y flojas las dos, como de una mujer gruesa y nada joven, no existía más que ligeras diferencias de tamaño y un poco de mayor dureza y desarrollo en los racimos glandulares de la izquierda.

Interrogó. La señora había criado nueve hijos. Aprensiva, porque de zaratanes habíanse muerto hacía poco tres vecinas, consultó al médico del pueblo, honrado viejecito que ya apenas sabía de nada; éste la preguntó si sentía punzazos, dolores. No los sentía, pero creyó pronto sentirlos, y consultó de nuevo en Oyarzábal con don Juan Rivas... Confirmado el mal, había resuelto entregarse al doctor Lázaro Aspreaga, tan famoso...

Reflexionó Esteban, y quedóse persuadido de que la buena mujer se encontraba sana como un perro. No obstante sus riquezas, era una trabajadora infatigable; habría adoptado en la crianza de los hijos la general costumbre de darles preferentemente el pecho izquierdo, dejándose el brazo derecho libre para atender a la calceta, al puchero, a la sartén..., y esto, poniendo los dolores en cuentas de una autosugestión histérica, explicaba que una glándula hubiese adquirido sobre otra el leve exceso de desarrollo que en realidad, y no más, se le apreciaba...

¡Ah, qué horror! Iba a cometerse con la operación una torpeza, una infamia y un robo...; ¡un crimen, por tanto!

Pálido, cierto también, aunque tarde, de que el doctor era un falsario, fue en su busca.

-Tenga la bondad. Quiero que hablemos -díjole con intimador acento.

Se lo llevó al corral, a una cuadra, porque el resto de la casa llenábalo la gente, y le plantó en seco que aquella mujer estaba buena y no necesitaba operación. Su tono suave, pero resuelto y convencido, sulfuró a Aspreaga. Primero trató éste de echarle encima el peso de su autoridad, de su larga práctica en tal clase de afecciones; luego, al oír que el testarudo proponíale que un tercero resolviese la discordia (el doctor Peña), verbigracia, por el que pudiese ir el coche a escape, y que defendía su juicio con razones abundantes, a las cuales no sabía oponer ninguna, como no fuesen las punzadas sentidas por la enferma y el diagnóstico de Rivas..., intimó rabioso, aunque ahogadamente, porque no trascendiera afuera la cuestión:

-Bien, compañero... ¡Después discutiremos! ¡Ahora urge más operar que discutir!

-No, compañero -opuso Esteban más enérgico-. ¡No discutiremos! ni antes ni después, y aún puede operar si se empeña..., pero sin mí, porque me marcho!

Golpe terrible. Aspreaga quedóse consternado. Trató de disuadirle y nada conseguía, ni siquiera con su argumento principal del colega de Oyarzábal, que había hecho el mismo diagnóstico de cáncer. En efecto, no debía ser otro el precedente que indújole a creer en la fantástica afección; y para Esteban, sabiendo que el tal Rivas era una especie de carnicero barbarote, capaz de todo por cobrar unas pesetas, esto no tenía valor alguno.

Babeaba, pateaba el célebre doctor sobre el estiércol. Crispadas sus manos unas veces por la frente y otras por el aire, no sabríase si iban a buscar a su mala suerte o al esquivo testarudo, para ahogarlos. Al fin cruzáronse en una angustiosísima y urgente demanda de piedad, porque la gente acercábase allí fuera y los buscaba. Casi de rodillas, el ahora humillado altivo le pedía que le salvase; tratándose de la primera operación que iba a realizar, un fracaso hundiría todos sus trabajos, todos sus gastos de fastuosa instalación en Oyarzábal. Descubríase en la franqueza total de su miseria, buscándose con mayor celeridad la compasión: no era más que un pobre hombre, un infeliz en lucha con la vida, y sólo él podía saber a costa de qué esfuerzos...

-¡Sálveme, por Dios y por lo que más quiera! ¡Salve a un compañero! ¡Si no operamos ahora mismo a esta mujer estoy perdido!

Triste y difícil situación la de Esteban. Hallábase en el duro potro de desacreditar escandalosamente a un compañero o de consentir y ayudar a una infamia, a un asesinato tal vez, si la innecesaria operación hecha por manos imperitas acarrease la muerte de la enferma, y tenía además, despótico, que decidir entre una u otra enormidad sin pérdida de instante. Vio una solución, indigna, desde luego, pero la única, y la propuso: ir, darle un poco de cloroformo a la señora..., que abriésela Aspreaga un centímetro de piel para que la sangre manchase algunos trapos..., y que la vendase y dijésele al marido que había tenido la fortuna de encontrar el tumor y sacarlo íntegro sin que hiciese falta amputar la mama entera...

Aceptado, marcharon a la sala, hicieron transportar a la fatídica mesa a la señora, y echaron fuera a todo el mundo, practicantes inclusive, evitándose testigos.

Lo que allí Esteban sufrió con aquella infeliz martirizada, con aquella cruenta comedia ignominiosa, sólo él pudo saberlo.

-¡Basta! ¡Basta! -impúsole al farsante, que para justificarse más pretendía cortar un pedazo de carne, echándolo en el cubo.

La señora se quejaba, a medio cloroformizar, pues no había por qué exponerla a los plenos riesgos anestésicos. Dos puntos en la incisión hecha por el torpe cuchillete de Aspreaga, y la vendaron lentamente con un verdadero lujo de algodones, de gasas, de imperdibles... ¡Tapar, sí, tapar aquello en forma que no pudiese nadie a destiempo descubrirlo, y... mandarlos a la cárcel!

Aspreaga hizo un envoltorio de trapos, lo reató, lo manchó de sangre por fuera, y hubo de servirle, cuando entró gozosísimo el marido y todo el mundo, para simular que llevábase el tumor con el fin de estudiarlo al microscopio...

Un cuarto de hora después partían en el lujoso coche, despedidos en triunfo por la gente. El doctor iba tan fresco, completamente recobrado a los imperios de su farsa; Esteban, lleno de tristeza y de pesar..., prometíase solemne no tener más contacto con semejante compañero en el resto de su vida.

Cuando a las tres de la tarde llegó a casa, se sintió sin ánimo, lleno de vergüenza, para contarle a Jacinta ni a nadie lo ocurrido.

-¡Sí, sí, se hizo todo felizmente!




ArribaAbajo-VIII-

Durante el mes de agosto habían ocurrido en Castellar grandes novedades. El Colita murió de otro formidable ántrax, que no pudo curarle Esteban, a pesar de su interés. Ya veinte días antes -a los muy pocos de haber caído en Madrid el Gobierno- fue Gironza nombrado juez, en sustitución de Pablo Bonifacio, y éste, alcalde; y fue el primer acto de las dos autoridades el de procesar a muchos concejales, cambiándolos por amigos. Mas para que los atribuladísimos «señores» no pudiesen dudar que las influencias eran de Evelina, exclusivamente de Evelina, sin maldita la intervención del esposo, he aquí que el flamante partido republicano socialista, bajo los auspicios de la viuda, y con el genuino apoyo de la Sociedad cooperativa, apercibíase ahora lleno de pujanza a la elección de diputados: dueños de los gubernativos resortes y de la mayoría del censo, una Comisión de obreros acababa de visitar al candidato don Juan de Dios Martínez Navas, casi perpetuo representante en Cortes, por lo demás, de este distrito (y no hay que decir si uña y carne con don Indalecio Márquez), ofreciéndosele a condición de que instituyese jefe local a Pablo Bonifacio, y de que se mostrase en resuelta hostilidad contra sus antiguos amigos los «señores». Don Juan de Dios aceptó. La concordia quedó hecha, y gracias a una suprema razón de la sinrazón política, sin alma, sin entrañas, rota con los «señores» y con el propio don Indalecio la amistad del diputado.

Cuando ellos tuvieron que rendirse a la dura realidad, al ver que el don Juan de Dios -¡un medio pariente, y sin que el otro pariente senador se le opusiera!- sosteníales los procesos, ponían el grito en la luna y no acertaban a explicarse qué clase de mujer o de demonio fuese aquélla con tantas influencias, con tantas osadías, y que habría venido a su propio deudo a aniquilarlos.

¡Increíble! ¡Inverosímil!... Los hechos, sin embargo, eran los hechos, y tenían una gran fuerza de penosa convicción los que podían mirar por todas partes; presos, detenidos por seis horas, sin más que haberse permitido gritar contra Gironza, Ramón Guzmán y el intrépido Macario; copados el Juzgado y el Concejo; desierto el hermoso Casino Principal y el otro lleno siempre hasta los topes... Hasta la Guardia Civil, ¡quién lo diría!, habíaseles vuelto de espaldas, sorprendiéndoles una noche la ruleta..., y el albéitar, los barberos, los pastores y criados bailábanle el agua a la Cachunda y engrosaban la Sociedad cooperativa sin miedo a sus dueños legítimos de siempre..., antes bien, burlándoseles e imponiéndoles una huelga colectiva en las casas y en los campos si era alguno despedido.

¡Ah, sí, sí!...; ¡hasta los guardias!... En persona, don Indalecio hubo de ordenarle al cabo que prohibiese la manifestación hecha por los republicanos en el entierro del torero, y la viuda tiota e indecente, que hallábase dirigiéndolo tan fresca, se le rió al cabo en los bigotes, le amenazó con sus influencias de Madrid y le plantó en la puerta de la calle.

Tan fresca, cierto, la famosísima Evelina. Las negras ropas servíanla para realzar su blanca tez de rubia con mayor coquetería. Libre de los cuidados de enfermera, habíasela visto ir a Oyarzábal en el coche que antes no tenía tiempo de lucir, a pretexto de modistas y de lutos. Hallábase con demasiadas preocupaciones en los líos de la política para haber sentido al muerto. Esteban, al expirar Luis, lloró la lágrima de remordimiento y de piedad que no asomó a los ojos del amante...; pero tuvo que admirarla en sus solícitas y serenas atenciones al cadáver, lavándolo, vistiéndolo, dulcemente respetuosa con él como una amiga, ayudada por los otros (pues que al fin el joven se marchó un poco horrorizado) y dijérase que luciendo en esto, igual que en todo, su vanidad de mujer valiente y superior a no importara qué trances o desgracias.

¿Por qué era tan bonita?... Querría Esteban aborrecerla, sentía incluso que llegaba a despreciarla muchas veces, y no acababa de adquirir la persuasión de que pudiese dejarla sin esfuerzo. Tan sentimentalmente impasible como linda, ni antes ni después de viuda había tenido para él una chispa de emoción. Los días, ahora, ocupábanselos las conferencias y políticos conciliábulos con el juez, con el alcalde, dueña del pueblo en forma tal que no se movía sin su orden ni una rata. Iba a verla el médico después de anochecer, y más que a la bella amante se encontraba a la alta jefa dispensadora de mercedes.

-Pero a ti, mujer, ¿desde cuándo acá te ha dado por ahí la chifladura?

-¿Chifladura?... ¡No seas necio! ¿Iba a consentir que me atropellasen porque sí, que se estuviesen creyendo que es una un guiñapo?

Comentaba con fuego los sucesos, desprendíase de sus brazos para hablarle largamente de política, y en vano una y otra noche se obstinaba en el empeño de meterle en ella activamente.

-Pues mira, hijo, es una simpleza desperdiciar la ocasión de hacerte el amo político del pueblo. ¿Qué temes?... Si en situación liberal mandamos los demócratas, los avanzados, los casi socialistas, como es lógico, pero con la jefatura reconocida y aceptada por ese pobre don Juan Martínez que es conservador, figúrate si no tendremos mejor el mando cuando vuelva su partido... ¡Ah, los «señores» harán bien en despedirse!

Efectivamente, una ensalada; un absurdo revoltijo de esos que sólo se dan en las aldeas: con el concurso popular, republicano, el nuevo partido dominante ostentaba la representación gubernamental y dejaba arrinconados a los monárquicos de siempre.

Se disculpaba Esteban con su falta de afición y su desconocimiento total de la política, que no tenía que ver con su carrera, y ella le pintaba cuadros tentadores: la política invadíalo todo y le importaba a todo el mundo: un médico, por ejemplo, aumentaríase la titular, descargaríase en los consumos, baldando a los contrarios, e impondríase a los «señores», dejando de ser el pito a quien traían en danza noche y día así que un chico estornudaba...

-Además, hombre -díjole una vez, como argumento magno, al testarudo-, me lo reservaba, porque hubiese preferido verte ceder por mí y por afición, y voy a revelarte una cosa: mis designios contigo son más altos; no se trata de que fueses el monterilla del lugar, que para eso ya me sirven Gironza y Bonifacio; sino de que tú, con tu talento y mi influencia, llegaras a alcanzar la posición de un personaje en el distrito. Fíjate en lo que te ofrezco, y acuérdate de que no tengo más que una palabra: no esta vez, pues ya no hay tiempo; pero en otras elecciones, si quieres, te saco diputado.

-¡Caracoles! ¿Diputado?

-A Cortes; sí, señor. ¡Conque: lo piensas!...

Alucinado por las firmezas de ella y por las pruebas ya vistas de su influjo, Esteban, el modesto médico rural, consideró por un momento aquella contingencia de encontrarse de la noche a la mañana personaje. Puntualizaron el asunto. Examinaron, con respecto al porvenir, su trascendencia y los bellos cambios que impondríale. Cuestión de que al llegar la oportunidad ella escribiese dos letras a Madrid o fuesen juntos.

-Pero, oye, tú -inquirió Esteban una noche, viéndola, hasta en la cama, radiante y expansiva en su papel de protectora-, ¿quién te ayuda en esto? ¿A quién le escribes tú en Madrid?

Lo supo: por acabar de convencer al incrédulo, ella saltó en camisa de su lado, fue a su secreter y trajo cartas y retratos. «A mi queridísima Avelina». «A la bellísima Avelina inolvidable»... Era el duque de Arteaga; ex ministro, buen mozo, y temible orador parlamentario.

¡Ah, sí! ¡Claro que conocíalo Esteban, de ver su nombre y sus caricaturas en la prensa!

-¿Ves?... Pues ya lo ves; pues ya lo sabes.

-¿Tu amante?

-¡Estúpido!... Mi novio. Nos quisimos mucho tiempo, mucho, y... no me casé con él porque era entonces secretario de Embajada y quería llevarme a China.

¡Bien!... El que la deshonró, el que la compró, el que la lanzó..., según la interpretación del médico. Poco le importaba, en no siendo como halagüeña confirmación de que esta mujer pertenecía a la estirpe de beldades digna de magnates.

-Si quieres -añadió Evelina, yendo a guardar las cartas-, él, de un puntapié, te hace diputado.

El giro, involuntariamente justo («de un puntapié»), derramó su oprobio sobre el joven. Además, aparte de que la tal diputación aparecía como un mundo nuevo y de inciertos rumbos para él, ni dispuesto al vilipendio de aceptarla, había de resultar cosa asequible para ella. Por buen recuerdo que un querido de fuste la guardase, no daría lo mismo utilizarlo en quitar y poner alcaldes y en trastornar un pueblecillo, que en disponer de los escaños de las Cortes.

Manías, en suma, éstas de la protección de la hechicera bruta, y en cuyo fondo no palpitaban más que los secos egoísmos y los luzbélicos orgullos que formaban íntegra su alma. Obsesión suya los «señores», aún les quisiera ocasionar el disgusto de hacerles ver en rebeldía, incluso al médico que debíales la gratitud de haberle traído de Palomas; ambiciosa e ilusionariamente cegada por sus triunfos, creíase también una excelsa gobernante digna y capaz de extender su poderío a mucho más que Castellar.

-¡Ah, si yo fuese hombre, tú! -la oyó Esteban cien veces, desde esa noche en que al fin quedó la futura acta rechazada; y a su vez contestaba interiormente, sonriéndose con burla: «¡Ah, si yo no fuera el único hombre presentable de tu trato, el único que en Castellar puede un poco sostenerte la vanidad del señorío..., cuán lejos de tu lado y de tu amor hubieses de lanzarme!... «A pesar de todos los desdenes, sosteníale tal prestigio, tales ansias de ella por no verse exclusivamente rodeada de paletos.

¿Por qué ya Evelina, viuda y libre, no emigraba?... Con gusto lo hubiera visto el médico, quizá, y sufrió la decepción de comprender que no se iba ni se iría por múltiples motivos. La huerta y el chalet eran de venta difícil o imposible, y el resto del pequeño capital, formado con los ahorros de ella y del Colita, e invertido en públicos valores, no sería lo suficiente para permitirla en Madrid la vida a que aspirase. Rentista, sin embargo, burguesa y satisfecha su inmensa vanidad con los triunfos en el pueblo, no debía de seducirla, luego de encontrarse imprevistamente aquí como una reina, dueña de caciques, dueña de «señores», la degradación de volver a ser la cupletista que divirtiese al público y tuviese que halagar a otros «señores», aunque éstos fuesen duques. Por otra parte (y por si todo esto no sobrase), para con el suyo, que tendría otras jóvenes queridas y para meterse en competencias de escenario, ¿no se presentiría ella misma su excesiva madurez? No obstante su beldad perenne e impecable, estaba un tanto matronescamente abultada por los años -pues si no frisaba en los treinta y seis o treinta y ocho poco faltaría-. Pero, independientemente de que Evelina, en su papel de personaje, tomado en serio por demás, se fuese tornando insoportable, y de que el luto, impidiéndola cantar, la hiciese menos divertida, se debilitaba el afecto de Esteban hacia ella por otras grandes novedades que marcábanle a su vida nuevos rumbos; desde hacía un mes tenía caballo... ¡Un buen caballo tordo, procedente del Ejército, de mucha alzada, que le costó dos mil quinientos reales!

Unas veces lo sacaba para irse con el cura de paseo; otras (si no servíale para las visitas forasteras a que expresamente y con frecuencia le llamaban), como quien no quiere la cosa, y por consejos de don Luis, se acercaba a cualquiera de los inmediatos pueblecillos, atábalo a una reja, entraba él a charlar con el colega, y le llamaban los enfermos y volvíase con unos cuantos duros. ¡Qué mina el tal caballo!

Otras tardes, en fin, puesto que esa martingala no debía menudearse, marchábase con Juan Alfonso a cazar el perdigón en lo más lejano y agreste de los montes. Nadie le hubiera dicho que volvería no sólo a aficionarse, sino a sentir un verdadero fanatismo por la cacería del perdigón; el milagro, sin embargo, era perfectamente comprensible: su amigo Juan Alfonso, maestro en estas cosas, cobró once piezas el primer día que hubo de llevarle; no hizo falta más: por sus consejos e instrucciones compró Esteban un macho y una hembra de a veinte duros, magníficos reclamos; aprendió a disponer los puestos, cubriéndolos de jara, y tuvo que reírse, en fin, de aquellos tiempos en que él, ignorantísimo, pretendía matar perdices llevando en la jaula un cuco de a peseta, y poniéndose como un imbécil las horas y las horas detrás de unos matujos del ejido donde no había más que lagartos. El toque, pues, estaba en saber y en tener preparativos. Ahora, ni más ni menos que el propio Juan Alfonso volvíase siempre a casa con sus buenos pares colgados del arzón.

Una delicia aquellas tardes hermosísimas, percibiendo el verdadero olor salvaje a jara y a tomillo, en el silencio de las sierras, cortado nada más por las distantes esquilas de las cabras y por el incesante cantar de las perdices. De tiempo en tiempo, ¡plum!..., un tiro; y tan ciegos los animalitos, que apenas se espantaban de las detonaciones ni de los muertos, y, pisándolos, volvían al pérfido desafío del de la jaula...

-La emoción de estos momentos, la de recoger después la caza y retornar con los caballos en la bella noche de los campos, a la luna, fumando, charlando con el buen amigo de las peripecias de la tarde, contenían el secreto de la paz dichosa, de la suspensión de toda otra clase de inquietudes, de la paralización, diríase, del universo entero en una infinita calma de honradez... que había presentido Esteban sin poder nunca antes conocerla en el alma de estos pueblos.

Tanto le cautivó la rusticidad hermosa y saludable, gracias a la cual dormía como un lirón, comía como un demonio y sentíase alegremente dispuesto a sus trabajos, que comprendiendo cómo hasta ahora no había empezado a entrar en el ambiente de la vida campesina, y comprendiendo al mismo tiempo las en apariencia burdas y estúpidas costumbres de Juan Alfonso y de sus primos, del notario, de don Justo el farmacéutico..., encargóse y usaba, igual que ellos, guayaberas, botas de montar y sombreros de ala ancha. Poníaselos para cazar únicamente; pero muchas noches, cómodo y fresco con tal, indumentaria. no se la cambiaba al ver a los enfermos, y así se iba al Casino y aun a casa de la amante, que reñíale y le reprochaba sus trazas de patán.

-¡Hombre, hombre..., qué facha!

-¡Vida, lo da el aire; ya ves tú! ¡He matado seis perdices!

-¡Dejate de perdices..., que te van volviendo lo mismito que los otros las perdices!

Y Esteban, al revés, lejos de dejarlas, cada día se apasionaba más por sus cacerías, por su caballo..., por todo lo que con sus nuevas diversiones tuviese relación. Las tardes, al campo; las mañanas, en buena parte cuando menos, limpiando los estribos, el bocado, las espuelas..., arreglando la puerta de la cuadra..., poniendo a la sombra o al sol los perdigones, picándoles bellotas, echándoles mastuerzo..., del cual forraje había sembrado, y escardaba y regaba por sí mismo en el huerto, que tenía además algunas flores y dos álamos, una linda praderita. Olvidado, profundamente entretenido allí con estas cosas, había veces que Jacinta y Nora le creían fuera de casa cuando iban a buscarle los enfermos.

Sin embargo, no desatendía la profesión, y estaba satisfecho de sus éxitos crecientes, por más que desde el propio huerto, mirando al más frondoso de doña Claudia de Guzmán, de la «amiga de los médicos...», sintiese a ratos ciertos resquemores. Esta notabilísima señora, desencantada quizá de su fracaso con él en la tarde memorable, o por lo que quiera que fuese, habíase desterrado desde entonces a una finca de campo, distante dos leguas de Castellar, y allí seguía; pero había hecho venir de Oviedo a su hija Inés, enferma, por lo visto, y visitábala el doctor Peña, sin que se hubiese acordado de Esteban para nada. ¿Por qué?... ¿Odio de la madre al que tanto hubo de agraviarla sin saberlo?... El caso era que el coche del doctor llevaba ya dos meses cruzando el pueblo, de paso para la finca, cada seis o siete días, y que si no daño, tampoco así ganaba nada el crédito de Esteban.

-Di -le preguntó una tarde a Juan Alfonso, cuando iban a cazar el perdigón-, ¿qué tiene tu prima?

-Ah, pues... creo que está bastante mal. Mi tío, el doctor Peña, con quien he hablado esta mañana, dice que histerismo, y además una tisis que la apunta.

¡Caramba! Casi celebró Esteban que no se hubiesen acordado de su nombre. Si iba a morirse la muchacha, que se le muriese al compañero.

Pero otra pregunta le espetó Juan Alfonso a quemarropa, la cual traíala preparada desde que montaron a caballo:

-Oye, atiende, Esteban... Sabes que vive mi querida en el llano de la Fuente, cerca de la Cruz, por lo cual salgo de su casa a las dos o dos y media muchas noches; bueno, pues anoche, no iba yo a cien metros de chalet de la Cachunda, y sonó la talanquera de la huerta y salió otro... ¿Puedes decirme quién?

El médico se inmutó:

-¡Ah, yo no lo sé!

-¡Vaya, niño, que eres tú!... Me detuve y torciste por la esquina del estanco. ¡Ni me viste, y hacía luna! ¡Así ibas de ligero!

Rotunda la afirmación. Juzgóse el descubierto en trance de no negarse al buen amigo, y durante el trayecto hacia el monte le fue contando la historia.

La hermosura de la tarde, la soledad como religiosa de los campos, tenían una fuerte invitación de confidencia.

Juan Alfonso, político y tenorio, en quien, según los giros del relato, despertábanse los odios a la perversa enredadora o las envidias a la amante, escuchábale en silencio.

-¿Qué amigotes de Madrid son ésos que la apoyan? -inquirió al llegar al cazadero.

-Lo ignoro -se esquivó Esteban ante el llagadísimo enemigo de la que habíaselo en secreto confiado-. ¡Algún querido antiguo, pienso yo!

Mortificante y áspero cayó el supuesto, que era también el de todo Castellar, en la altivez de Juan Alfonso. Esto de verse dominada su familia por los simples favores desdeñosos de un prócer madrileño a una prostituta resultaba insoportable.

-Debe ser muy bestia esa mujer, y además mala persona. ¡Ya ves la inquinia que nos tiene, sin más que porque sí!

-¡Bah, no creas; en rigor, una infeliz, Alfonso! -suavizó Esteban, por fueros de hidalguía con la ausente maltratada-. Lo que a no dudar le duele a ella es no haber podido tratarse con vosotros, con gentes que no fuesen de la cáñama de esos mil que la rodean. En el fondo, no te puedes figurar el desprecio que la inspiran.

-¿Quiénes?

-Gironza y Pablo Bonifacio, para empezar por los de arriba; con que ya ves tú los otros. Y más aún -siguió Esteban, insistiéndole en un no sabía cuál conciliador impulso de piedad, puesto que al fin la suerte habíale colocado entre Evelina y este amigo-: sé que tu padre y tú les sois simpáticos; de ti, en particular, la he oído muchas veces hablar bien.

-¿De mí?... ¡Concho! ¿Y qué dice..., si nunca la he tratado ni puede conocerme?

Ya en el tren de su mentira, el médico no vaciló en redondearla:

-Que eres guapo y arrogante, que tienes cara de listo, que montas perfectamente a caballo..., ¡lo que cabe, en fin, decir de un conocido de vista!

La faz contraída y dura del político se rasgó en destello satisfecho por una sonrisa del tenorio.

-¡Aire, a cazar! -dijo.

Y volviéndole a Esteban la espalda se fue al puesto, para no tener que traicionar quizá también con alguna palabra agradecida sus odios hacia la bellísima, hacia la aborrecidísima mujer.

Esteban, como un Maquiavelo bondadoso, quedábase asimismo sonriendo, de haberle visto sonreír. ¡Cuán fácil le sería a la adulación deshacer todos los odios!