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ArribaAbajo-IX-

Tal era la prisa, que para apremiarle había salido a legua y media otro mozo con un mulo; y aun a dos kilómetros de la finca apareció don Anselmo Cayetano galopando con su jaca.

-¡Hola, don Esteban!... ¡Vamos! ¡La niña está muy mal!

Ni le preguntó por la salud, en su azoramiento. Revolvióse, picando las espuelas, y Esteban le siguió con el caballo.

Quedaban atrás los mozos.

Don Anselmo daba excusas por las visitas del doctor Peña. Llegada la niña directamente al campo desde Asturias, y habiendo venido aquél a saludarla en los primeros días, pues queríala mucho, se hizo cargo de ella al verla endeble. En dos meses, lejos de mejorar, empeoraba: tenía clorosis, cansancio, tosecilla sospechosa y ataques. Uno de éstos habíala invadido hacía ocho horas, y no podían volverla en sí.

-¡Vamos! ¡Está muy mal! -apuró de nuevo.

Corrieron más.

No iba contento el médico de este aviso en que recurrían a él por la menor distancia y por la urgencia.

Llegaron. La niña era una morena gitanota de veinte abriles. Esteban se alarmó de hallarla palidísima, inerte y teniendo al lado un sacerdote.

Pero la madre, que lloraba, le aclaró:

-¡No!... Este señor es el coadjutor de Castellar; sólo que como también atiende a la capellanía de Boria, que está aquí cerca, para mucho con nosotros.

¡El coadjutor! Luego debía de ser el célebre coadjutor liado con doña Juanita Gloria Márquez, la coloradita y arriscada cincuentona, que aún presumía de encanto y juventud. A ella conocíala Esteban; a él, no, porque nunca andaba visible por el pueblo. Viejo, grande, enorme, parecido a un trabucaire, tenía la cara dura, y rojas y colgonas las narices, como un rábano.

Además advirtió Esteban en la alcoba a su crónica cliente doña Antonia, la madre del tonto Alberto, a quien había visto pelando bellotas bajo un árbol.

Se consagró a la enferma.

De espaldas en la cama, vestida, aunque sin zapatos y suelta la ropa en la cintura, con el pelo deshecho en greñas y mojado de vinagre, cerraba y abría los ojos, fijándolos a ratos en estrabismos de patética expresión. Su pulso regular y su aspecto persuadieron pronto al médico de que el ataque carecía de gravedad: un poco de histérico... un mucho de aquella gana de marcar que por la menor cosa y para todos sus enfermos tenían siempre los «señores».

Fastidiado por las circunstancias que concurrían en la visita, pidió éter y se lo acercó a la joven, que, al sentirlo, cerró los ojos, esquivando la cabeza. Entonces la palmoteó la cara, llamándola:

-¡Inés! ¡Inés!... ¿Qué tiene?... ¡Míreme! ¡Contésteme!

-¡No! ¡Es inútil! -intervino doña Claudia, sabia por sus largos contactos con los médicos-. He apurado los medios suaves. Tendrá usted que ponerla cualquier estimulante en inyección. ¿Trae la jeringuilla?

Y Esteban, sin hacerla caso, seguía enérgico, imperioso, con un acento que parecíales a los circunstantes descortés:

-¡Inés!... ¡Inés!... ¡Contésteme!... ¡Míreme, la digo!

Hubo un asombro.

Los ojos de la enferma, luego de pasar de sus inercias a sus éxtasis, claváronse en Esteban..., pero claváronse no insensatos, sino como hoscamente fascinados ante la seca voz, ante el desconocido que de aquel modo la hablaba y la mandaba.

-¿Qué tiene? ¿Qué la duele?

Gimió ella. Sus manos perdieron la crispación, y por un instintivo pudor llevóselas al pecho, donde dejaba entreasomar blancuras de batista la blusa sin botones.

-¡Siéntese! -la ordenó Esteban todavía.

Le obedeció, siempre mirándole. Divisó él un frasco de bromuro y la dio una cucharada, que fue aceptada dócilmente.

-¡Ah! ¡Sí!... ¡Traiga! -exclamó la madre-. ¡Un caldo! ¡Un caldo! ¡No toma nada desde ayer!

Voló a traerlo, y al regresar halló a su hija instalada en una silla, cumpliendo las órdenes del joven. Quiso hacerla beber, e Inés no parecía darse cuenta de que hablábala su madre; en cambio, Esteban cogió la taza, y con una simple intimación logró entregársela y que por sí propia la apurase.

¡Maravilloso!

La alucinada, muda en tanto tiempo para todos, contestaba a las preguntas. No la dolía nada. No sentía más molestias que algo de pesadez en las sienes y de opresión al corazón. No comía, porque le repugnaba la comida. Sin embargo, tenía limpia la lengua, y Esteban, levantándose y aprovechando aquella sumisión insólita, la dijo dulcemente, aunque sin abandonar su tono imperativo:

-Bien, Inés; su padre y yo nos vamos un rato a pasear; usted mientras va a calzarse, va a arreglarse, y en el comedor, pues no hay por qué permanecer aquí encerrada estando buena, comerá un muslo de gallina.

Salió con don Anselmo y con el cura. Recorrieron las proximidades de la finca. Al volver, doña Claudia participó la estupenda noticia de que la «niña», seria, sin hablar, igual que una sonámbula, se había lavado y peinado y ahora cambiábase de traje.

El mismo médico se asombraba de aquellos efectos prodigiosos.

-¿La ha hipnotizado usted, verdad? -opinó la madre.

-Sí, señora -disimuló él, con suficiencia.

Así sería; habríala hipnotizado sin saber ni jota de hipnotismo. Vista su eficacia, proponíase estudiarlo.

Pasaron al comedor. Por ser la hora, doña Claudia había dispuesto que todos almorzasen. En la mesa esperaba la gallina para Inés; vino ésta, y una vez más Esteban apreció lo importante del arreglo en las mujeres. Había gran diferencia entre aquella gitana desgreñada de la alcoba, negra, casi fea, y la que llegaba ahora y ocupaba una silla frente a él, muy encorsetada bajo un sencillo y lindo traje, blanquísimos los dientes y con un griego peinado lleno de ondas y de rizos. La sorpresa y la científica curiosidad por el cambio operado en la paciente hacíanle observarla: su aspecto era el de una mimada voluntariosa, el de una recóndita sentimental incorregible. La trataban sus padres como a una chiquitina de seis años, llamándola «niña», «nenita», «hijita mía», y ella, avergonzada, tan sólo dirigíale su fugaz atención a Esteban..., al joven médico aquel que habíanla dicho que iría a curarla, y que, en efecto, de tal modo habíase apoderado de sus nervios y de su voluntad, en un instante. A veces, la científica curiosidad de él, y la curiosidad como asustada de ella, se encontraban al mirarse, y el tenedor de Inés perdía un tanto el camino de la boca...

Miedo, miedo, sí; encendida su faz, dijérase que hasta causábala rubor y miedo comer con un extraño.

Otra singular observación que pudo hacer el médico referíase a la estatura de la joven; abandonada y a medio desvestir en el lecho, le pareció más corpulenta; y no pasaba de ser lo que podría llamarse una esbelta mujercita «bien empaquetada» -una muchacha agradable, ni fea ni linda, con un cierto gracioso hechizo en su morena cara llena de lunares y de sombras.

Pero dejó de mirarla, porque la aturdía; y se entretuvo en advertir el contraste que, no lejos de ella, formaba el idiota irremisible, cuyo modo de chascar parecíase al de los cerdos: Alberto mondaba un hueso a dentelladas, chorreándole la pringue por los dedos.

Junto al pobre tonto estaba el coadjutor, que todavía le proporcionó al médico otro asombro: mirábase y sonreíase sin cesar con doña Claudia, y con expresión tan inequívoca que no cabía dudar que eran amantes. ¡El colmo! ¡Ella, después de su desastre doloroso, se habría retirado al campo, buscándose el consuelo de quitarle o compartirle a la doña Juanita Gloria Márquez su famoso coadjutor!

Acabaron de almorzar; pero se hablaba de caza, conversación ya seductora para Esteban; y al fresco del comedor, y entre el café y los cigarros, se alargó la sobremesa. Todos, excepto el cura y don Anselmo, habían ido desertando. Cuando disponíase el médico a partir, entró y le reclamó un momento doña Claudia.

-Mire, don Esteban -le dijo en la intimidad de una salita-: quiero que reconozca detenidamente a mi pobre niña. Pero bien reconocida, ¿sabe?..., a fondo. Nos trae muertos. El doctor Peña, a más de los ataques, cree que está un poco picada del pulmón.

Enjugándose las lágrimas le guió hacia otro gabinete, donde ya tenía a Inés apercibida sobre un sofá; cubríala desde los hombros una toca, y se puso encarnadísima y cerró los ojos al sentirlos.

-¡Oh, no es nada, mi nenita! ¡Pobrecilla! -trató de confortarla su madre; y dirigiéndose a Esteban añadió, a la vez que abría la toca hacia los lados-: ¡Es tan cobarde! ¡No puede imaginar lo que nos cuesta que su propio tío la reconozca!

La toca había dejado al descubierto la desnudez de un firme escote; en él se iniciaban espléndidos los senos a medio velar entre cintas y encajes de la camisa, suelta completamente por los hombros y abajo recogida en el desorden del corsé y de la falda desabrochada. Era una de esas mujeres que suelen engañar vestidas, de muñecas y tobillos y cintura finos, de hombros anchos, de muslos poderosos.

Púsose a percutirla. El contacto de su mano estremecíala en un martirio de rubor; lentamente le fue arrancando a aquel bien constituido tórax sonoridades claras, que no pudo estimar como anormales. Cuando tuvo que auscultar, la camisa le constituía un estorbo con tanto lazo y tanto encaje; y doña Claudia, expedita conocedora de los fueros de la ciencia, y además interesada en que el examen resultase concienzudo, tiró del pico de una cinta que enjaretaba el canesú, y, rápida, rebatió éste por debajo de ambos senos.

-¡Así! -dijo-. ¡Los médicos son ustedes igual que confesores!

Todavía, discreta para con su «niña», que había lanzado un pequeño grito, ocultándose los ojos con un brazo, se alejó un poco, a fin de ahorrarla la mortificación de su presencia.

Admirado Esteban por la altiva solidez de aquellos senos, sonreíase de la comparación de doña Claudia, sólo en ella exacta con su bravo coadjutor, pues no sería lo corriente que las demás les dejasen ver a sus confesores estas cosas... A la notabilísima señora, por otra parte, debería de inspirarla tal concepto de infantilidad su hija, con relación al médico, que no viese entre ambos ocasión posible de vergüenzas ni malicias.

Tornó a auscultar. Los soplos fluían tan sanos como los sonidos que antes exploró. Una expansión respiratoria suave y dulce en todas partes. Por fatalidad de las violentas oposiciones, su cara y la de Inés, a veces, quedaban cerca. Obligada ella a retirarse el brazo de la frente, veíala él encarnadísima, sofocadísima, pestañeando a ratos, para volver a cerrar los ojos en fuga y disimulo cuando al abrirlos se encontraba fijos los del médico; respiraba en un abrasado aliento que la dilataba la nariz y la entreabría la boca como el ansia de un beso apasionado e imposible, mas ya que al sobrecogimiento de ninguna clase de temores, y estaba siendo aquello, en fin, a pesar de Esteban, una semiposesión, una enorme violación de todos los pudores de la virgen... ¡Ah, sí, sí; crueldades de la médica profesión ejercidas por hombres en estas sensibilísimas muchachas!... Tuvo un momento la mirada de ella una tan quieta y trágica serenidad terrible, que Esteban retiró la suya, retiró la mano que sobre el corazón la hundía el seno, afirmando el estetoscopio, y sintió la caridad de terminarla tal tortura.

-¡Puede usted vestirse!

Nuevamente pasó a la sala con la madre.

Del breve interrogatorio que debía integrarle el juicio, las dos respuestas principales quedaban hechas por las ojeras y por la excitabilidad de la ardiente carne de la joven. Lo emprendió con maña, tratándose de investigaciones de índole moral delicadísima, y supo que Inés, desde los cinco años, se educó en un buen colegio; que desde los catorce vivía en Oviedo con sus tíos, y que sí, que habría tenido novios, porque el tío, con una mujer joven todavía, sin hijos, y en desahogada posición como director de un banco, hízola disfrutar de una vida de sociedad brillante e incesante... Ahora, venía para quedarse en Castellar.

Lo que esperaba Esteban. Le fue dable causarle a doña Claudia una alegría, que hubiera sido mayor a poder expresarse con franqueza; pero, lo mismo que otras veces, en su práctica, la franqueza estábale prohibida; y en esta ocasión no sólo por lo que de raro, de absolutamente inaudito habría de tener lo que dijese, sino también por cortesías de compañero al doctor Peña: la «niña», aun hallándose amenazada de tisis, no sufría más que de un poco de anemia y de un vital desequilibrio.

-¡Higiene, mucha higiene, doña Claudia..., y volverla a Oviedo con sus tíos. Esto es lo importante. Su mal quedará en absoluto conjurado así que llegue.

Mas no podía ser aquello que era justamente lo importante; la «niña» tendría ya que permanecer en Castellar, por altas conveniencias de familia. Insistió él en el viaje, e insistió en la negativa doña Claudia. ¡Lo de siempre! La dificultad de poner en su propicio ambiente a cada enfermo. Pedíasele, en cambio, una, receta, y la dio con amargura.

Esperábale el caballo. Partió, acompañado por el mozo.

La amargura le siguió en la soledad del encinar. Por propios egoísmos o por ridículos respetos a las gentes, su profesión llenábase de limitaciones que la convertían a menudo, de augusto ministerio de verdad que podría ser, en farsa. Hierro, recetó -con una harto consciente y casi vil contribución al crimen de lesa vida que iba a consumarse-. Si no tísica, actualmente, lo estaría pronto aquella Inés, cuya larga preparación en un colegio y en una capital, aprendiendo distinción, música y francés, teniendo amigas y novios, servía para traerla al desencanto de este pueblo. Ojos trágicos, los suyos, por debajo de todas las mártires obediencias infantiles habíanle revelado que ella conocía tal vez demás trances amorosos en las rejas, a la luna, con aquellos capitancitos artilleros de la fábrica de armas que también habríanla auscultado el corazón. Ahora desilusionada para siempre ante la ristra de sus primos botarates, consumida poco a poco al fuego de sus ansias de besar, ya empezaba en su pecho la seca tosecilla que no le había dado al doctor Peña más que un engaño de anticipo.

¡Hierro, sí! -dispúsola en una fórmula de infame hipocresía. A recetarle breve lo preciso, lo infalible..., la madre, el padre y hasta el coadjutor le hubieran echado de la casa y de Castellar a puntapiés, tomándole por un loco sinvergüenza-. Con sólo indicar discretamente que la volviesen a Oviedo y a sus novios, ya saliéronle al encuentro las absurdas conveniencias de familia...

Le intrigaban las tales conveniencias. ¿Cuáles podían ser? ¿El tardío y repentino afán de doña Claudia por hacerse ayudar en el cuidado de quesos y chorizos?... Deslizó su curiosidad en charla con el mozo, que acaso las supiera, y pronto pudo verla satisfecha al preguntarle si la señorita Inés continuaría en el pueblo mucho tiempo.

-Sí, señor; creo que se queda; creo que la han traído pa casarla.

-¿Con quién? -inquirió él doblemente sorprendido por la fundamental equivocación, y por la reserva que la madre le había guardado en este punto.

-Con su primo don Alberto.

-¿Qué don Alberto?

-Pues, don Alberto..., su primo de mi señorita; ese que ha almorzao a la mesa con ustedes.

-Pero, con... ¿ése?... ¿Con el ton..., con Alberto?

-Sí, señor; sí -confirmó el otro-; con su primo. -Y viendo la admiración incrédula del médico, añadió en explicación-: ¡Un poco corto, don Alberto no se pué negarlo; pero, ¡concho!, el primer caudal del pueblo, y al pelo administrao por doña Claudia a la mira d'esta boa.

-¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!

Y aún el hombre lo expresaba en un aplauso de codicia. La indignación le hizo a Esteban adelantarse, picándole al caballo las espuelas. Esta monstruosidad que iba a realizarse con Inés, y que Inés no aceptaría sino por respeto hacia los padres, por esclavitud, por sacrificio, le confirmaba exuberantemente el crimen que con ello se estaba cometiendo. Peor mil veces que lo que antes sospechó de su condena a la decepción de Castellar y de sus toscos primos Juan Alfonso, Frasco Guzmán, Rómulo Márquez..., puesto que imponíanle a su carne y a sus dignidades de mujer un imbécil asqueroso.

La madre, la famosa doña Claudia, se juzgaría con su hija bien cumplida habiéndola dejado divertirse...

Sonó un coche tras unos olmos. El doctor Peña, tal vez... ¡Ah, Evelina..., que venía en su jardinera paseando! Le hizo ella pararse, y él se acercó y la saludó:

-Hola, ¿a dónde vas?

-Al molino; ¿me acompañas?

-Gracias. Llevo prisa.

-¿De dónde vienes tú?

-De visitar una enferma.

-Creí que volvías con tu amigote, porque acabo de encontrarle.

-¿Qué amigote?

-Juan Alfonso.

-¡Ah!

-Y..., ¡oye! -díjole Evelina, ya al oído, en tanto atendía a las inquietas mulas el cochero-. ¡Hay que ver, el bruto, qué modo de mirarme!... ¡Me mata si tiene pistolas en los ojos!... ¡No, no me tragan estas gentes!

-Pues, mira, mujer -insistió el conciliador Esteban, por el mismo innato sentimiento de bondad que le hizo mentirle al amigo la otra tarde-; no creo yo tal de Juan Alfonso; al revés, le gustas; le he oído hablar de ti muy bien, muy bien, y antes juraría que le traes enamorado.

-¡Hombre!... ¿Enamorado? -saltó la vanidosa, sensible al embuste certerísimo.

Pero había tanta vivacidad de admiración, de como intensa e inesperada luz reveladora en su acento y en su gesto, que aún más tuvo que admirarse Esteban de escucharla:

-¿Enamorado? ¿Dices que... enamorado?... Pues... ¿sabes tú que... sí? ¡El burro! Mira, oye, Esteban, tiene gracia...; ahora entiendo muchas cosas: le he encontrado aquí mismo muchas tardes; y, además, claro, sí, hombre, claro, ¡quién lo hubiese de pensar!... ¡Además, sin falta, desde hace quince días, todas las mañanas, en la huerta que él tiene cerca de la mía, le estoy viendo de plantón!

Esteban la miraba sonriendo..., aunque sin saber qué matiz darle a la sonrisa: o Evelina, que en tratándose del poderío de su beldad era de un ilusionismo prodigioso, vería visiones, o él, con su cándida mentira bonachona, habría acertado en la más congruente, en la más inverosímil de todas las verdades.

Acabó creyendo lo primero, de puro parecerle incomprensible que pusiérase a rondarla Juan Alfonso, y aduló aún a la orgullosa visionaria:

-¿Lo ves? ¿No te digo yo?

-¡Calla, calla, hombre! ¿Y qué te ha dicho? ¿Y por qué, además, habláis de mí?

Una chispa de egoísmo pasional que le saltó al amante en las entrañas, le hizo aprovechar la ocasión para dejarla advertida de que Juan Alfonso conocía las relaciones de los dos. Era una discreta advertencia para la veleidad de la mujer, aunque en este lance no hubiera de encontrar ocasión de ejercitarse, y al mismo tiempo, en el corazón de ella, y contra el amigo, una especie de humillación anticipada. Le contó que Juan Alfonso le vio salir una noche de la huerta, y que él no pudo negarle la verdad...

-¡Cómo! ¡Vamos, tú!... -clamó Evelina, enojadísima-. ¿De modo que eso es lo que te importo?... ¡Hijo, hijo, sí, anda... que lo sepan! ¡Ponte a pregonarlo, ponte a...!

-¡Calla! Fíjate en que tú eres la que ahora mismo lo pregonas.

El cochero prestábale atención a la que surgía como reyerta. Vaciló Evelina, y por fin cortó rabiosamente:

-¡Oh, a la noche, Esteban! ¡Ya hablaremos!

Apartáronse el coche y el caballo.

Incluso habituado el amante a la inmensa y vacua vanidad de esta mujer tan guapa, tan insuperablemente guapa, seguía asombrado de que en su trivial mentira hubiese podido prender aquel complicadísimo castillo de visiones con respecto a Juan Alfonso. Y todo para darse de un modo más el placer de despreciarle. «¡El bruto! ¡el bruto!» -había oído.

Lo extraño, aún, en las incongruencias de Evelina, que, no obstante sus falsos enojos de reserva, hacía lo posible y lo imposible porque supiese todo el mundo estos amores con él, estaba en que no parecían las gentes enterarse. Un secreto singular, guardado milagrosamente para el pueblo. Las dos sirvientas madrileñas del chalet callarían por afecto o servilismo; Pablo Bonifacio, por respeto y conveniencia, y Juan Alfonso, quizá por el orgullo donjuanesco que no le permitiría ni hablar de que otro tuviese tal encanto de querida.

Gracias a lo cual iba Esteban tirando sin disgustos.




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-Bueno, tú, tontito; y ahora, ¿qué?..., ¿lo crees?

Por absurdo, por inverosímil que ello fuese, allí, en persona, Juan Alfonso estaba demostrándolo. Se le veía junto a la noria, apoyado en un astial y mirando hacia el chalet. Evelina, para convencerle, había hecho ir esta mañana al testarudo Esteban, que, siempre incrédulo, al oírselo afirmar, se sonreía.

-Y vienes veinte veces, y lo mismo le verás, a esta hora en que yo cuido mi jardín.

Debió de advertirla, de advertirle, de verle a él, de pronto, Juan Alfonso, porque disimuló volviéndose, y luego se ocultó.

-¡El bestia! ¡El bruto!... ¿Qué se habrá creído? -burlóse la coqueta, radiante, sin embargo, de haber podido atestiguar su adoración.

Perplejo Esteban, buscábale la explicación al ilógico suceso. Absurdo y todo, sabía que existe una lógica inflexible dentro de lo ilógico y dentro del absurdo. Creyó encontrarla en la misma duplicidad de Juan Alfonso, como cacique y como don Juan, que hubo de desarmar sus odios a Evelina sólo porque a él, aquella tarde, se le ocurrió decirle que érala simpático. El donjuán, torpe y tosco, resurgiendo ante la inesperada simpatía de una hermosísima mujer, de esta mujer divina que habríale parecido tan remotamente fuera de su alcance, al verla viuda y descubrir que él la placía, habría vencido al cacique con su larga rastra de rencores.

Y... ¡oh!, si asimismo al en su simplicidad complejo carácter de ella le amargara Esteban este triunfo, revelándola que sólo tenía por base unos embustes... Le arañaría... la que le forzó a venir esta mañana sin otro objeto que persuadirle de cómo sus hechizos poseyesen tal poder, tal dominio irresistible, que hasta sus más grandes y heridos enemigos rendíansela personalmente. La rabia de saber que aquel cortejo se debiese a lo contrario, a que el rústico donjuán la juzgase de antemano tocada por sus portes y arrogancias, y más siendo mentira, sería capaz de enloquecerla.

Pérfida y mala, no dudó el amante que Evelina, desde que por él y en otro conato de mentira, que resultó una sorprendentísima verdad, había sabido los designios que allí llevaban diariamente a Alfonso, saldría a su vez con hora fija, con pretexto del jardín, a dejarse ver, fingiendo indiferencia, a dejarse desear, a ir fomentando y preparándose en el pobre incauto un triunfo más de sus desdenes de amorosa.

¡Sí, sí, algo de insaciable sirena-hiena, esta mujer! ¡Algo de insólitamente imprevisto y monstruoso, además, cuanto al influjo de su nefasta beldad se refería!... ¿Pudiera darse nada más chocante que el estúpido galanteo de Juan Alfonso, por encima y a pesar de los daños e insultos inferidos a su padre y a su casta?...

Cuando se le reunió Esteban por la tarde, el sorprendido en delito se apresuró a buscarle la disculpa:

-¡Ya, ya te vi con Evelina, chacho, en su jardín!

-¿Chacho, eh? -repuso Esteban, ¡Y que estaba guapa, chacho!

-¡Sí lo estaba!

-¿Tú vas a tu huerta con frecuencia?...

-¡Psé!... Algunas veces, ¿sabes?... Por dalias para mis primas.

-¡Ah!

Guardó silencio Esteban, y guardó silencio Alfonso, satisfecho de haber salido del apuro con tan breve sencillez. Y, sin embargo, Esteban le hubiese dicho más, bastante más..., puesto que pesábale Evelina, fastidiábale, empezaba a resultarle peligrosa con sus continuas imprudencias, y no habría tenido la menor dificultad, incluso en cedérsela, a ser esto posible.

Mujer nada fácil de ser abandonaba sin exasperarla y ponerse en riesgo de un escándalo, ya, por el solo hecho de advertir el desvío de Esteban, se obstinaba en retenerle, en absorberle..., dispuesta al mismo escándalo con tal de conseguirlo.

Querríale esclavo, como amante, siquiera por compensación de no haber podido convertirle en político vasallo. Desorientada e incapaz de comprender que de su total carencia de espíritu venía la desilusión del joven, con torpes diplomacias se revolvía contra Jacinta, creyéndola el motivo. No perdonaba ocasión (y a no haberla, la inventaba) de hablarle pestes de ella.

-Oye, ¿y a tu mujer -le había dicho en estos días le va tan ricamente fregando las sartenes y con esas amistades de Inés y de Rosita? ¡Tales para cuales! ¡Debe de ser muy bruta!

Serio, muy serio, ni intentó siquiera Esteban su defensa, juzgando que el silencio fuese la más digna y la mejor; la que, al menos, evitaba que sus respetos a Jacinta se vieran discutidos.

-Inés -respondió tan sólo, por oponerla algo indirecto- es una muchacha finísima, educada en un colegio, y que sabe música y habla el francés correctamente, como tú.

Era la verdad. Inés, traída al pueblo por su madre, en vista del éxito en el campo, para que él se encargase de tratarla, había intimado con Rosita y con Jacinta; pasaba a todas horas de casa a casa, por los huertos, y leía novelas francesas con Esteban largos ratos.

-Di: ¿ha criado tu mujer? -inquirió Evelina otra vez que estaban acostados y ella mostrándole los pechos.

-Sí; claro. Al niño; y ahora, al que nos nazca.

-Habrá que verla, entonces. Qué piltrafas que tendrá: blandas, negros los pezones... ¡Vamos! ¡Como yo!

Enarcábase de espaldas para erguir más sus senos blancos y perfectos..., y no podía la imbécil ni soñar la delicadísima fruición con que hubo Esteban de pensar, por tal instante, en aquellos otros de la madre, de la santa...

Llegaba casi a inspirarle repugnancia la fría belleza de la estéril.

Muchas noches, invitándole a cenar, obstinábase después en no dejarle partir hasta que iba amaneciendo. ¡No amorosa, a la verdad, ni por ficción; maquiavélica y estúpida! Le hablaba de política y del creciente asedio aquél de Juan Alfonso, contenta de notar los celos que fingía Esteban, procurándose un enojo para irse cuanto antes («¡Sí, mujer; será que tú le alientas! ¡Nadie hay tan mentecato que insista al ver que le desaíran!...»), o se dedicaba a hacerse contemplar como una estatua, creyendo así causarle una delicia superior a la de su entrega -que no menudeaba por miedo a estropearse, igual que nunca consintió ni consentía que tocáranla los pechos, Desde la una a las dos, él no cesaba de mirar la hora,.impacientísimo; ella, artera, le abrazaba, y se daba entonces..., o traíale en promesa jerez y salchichón, organizando primero otra cenilla.

De uno u otro modo no podía verse libre de Evelina antes del alba. Juan Alfonso, gran trasnochador, y que saliendo también de con su Eulogia esperábale en la Cruz, le aconsejaba prudencia al advertir cómo se iban encontrando gentes por las calles; además, se exponía, si le buscasen para un enfermo alguna de estas noches. El médico lo reconocía; y, principalmente, inquietábase a la idea de que su mujer se diese cuenta de las horas a que él se estaba recogiendo. Renegaba de Evelina; entraba en casa, deslizábase en la alcoba y en la cama como un gato, para no despertar mucho a la durmiente, y llegaba a sospechar que aquella bestia no se propondría sino advertir del lío a Jacinta, y ponerle a él en trance de seguirlo por encima y a pesar de la infeliz.

¡Ah, sí, mujer-hiena, cuya vanidad necesitaba inocentes víctimas hasta en quienes menos la estorbasen!

No pudo dudar de tal designio cuando la oyó en otra ocasión:

-Pero, oye, tú..., Jacinta, ¿no se entera?

-¿De qué?

-De las horas a que vas. Anoche... ¡amanecía!

-No se entera. Está durmiendo. Y si despierta, la digo que es la una, y que he cenado y me he quedado al fresco en el Casino.

-Hijo... ¡debe de ser muy bruta!

Se enojó él, a la insistencia del insulto, y la rogó que no volviese a hablarle de Jacinta.

Pero dos días después ocurrió algo que le aterró completamente y que por misericordia de Dios no fue el comienzo del escándalo temido. El correo le llevó un anónimo con el sobre a nombre de Jacinta y que decía:

«Vigila bien. Tu marido está en relaciones con esa señora tan bonita de la huerta.»

Temblaba, con el inicuo papel ante los ojos. Se lo guardó y salió al campo, a meditar, a cavilar. No podía ser más que de Evelina. Urgíale cortar su trato, de raíz..., y halló la solución: le bastaría explotar cerca de ella sus celos en hábil combinación con las ansias vehementísimas de Alfonso. Todo sería posible de aquella burda maquiavélica, hasta lo absurdo, si él se diese trazas a aparecer como un vencido doloroso de sus orgullos tremendos.

Por la tarde invitó al amigo a cazar, y marchando en los caballos, camino de los montes, sincera y extensamente le expuso sus angustias, sus temores, su proyecto. Mujer peligrosa para un casado, Evelina, dado su carácter, e ideal para un soltero, creía sencillo presentársela, inhibirse él a cuenta de celos y disgustos combinados por los dos..., y dejársela en propicias condiciones de conquista, de traspaso... «¡¡Chacho!!», saltó el ingenuo, con el alma y con los ojos llenos de ambición. Lanzáronse a examinar el fondo del asunto. Concertaron el plan. Por lo pronto, sobraría con que Alfonso no faltase de su huerta. Cerró el pacto un efusivo apretón de manos, y Esteban sintió en sus egoísmos un poco de piedad, porque más sinceros sus deseos que sus pronósticos, sabía que no iba a conducirle sino a un fracaso lamentable...

Comenzó aquella misma noche la campaña.

-¡Ah, mira lo que le han mandado hoy a mi mujer! -le dijo Esteban a Evelina con indiferencia, sacando y entregándola el anónimo, y tras de haberla hablado indiferente de otras cosas.

Lo tomó Evelina en torpe falsa de sorpresas que fue su acusación, y, en tanto fingía enterarse, añadió él, previniéndose de otros, y con la misma displicencia:

-Por suerte, soy yo quien abre siempre la correspondencia en mi casa... ¡Que escriban, pues! ¡Perder el tiempo!... Lo único que me fastidia, en cierto modo, es que tú tienes la culpa.

-¡¡Yo!!

-Sí; con tus dichosos coqueteos en el jardín..., porque no es otro el autor que Juan Alfonso.

Perfecta la candorosidad de Esteban y sutil el sonreír de la taimada. Aunque sólo fuese por esquivar lo del anónimo, ella prefirió aceptar la cuestión por aquel lado de los celos. Hubo una escena. El amante, buen celoso, supo mostrarse altivo e irascible... Y como ante la triunfal sonrisa de Evelina, que así sentíase idolatrada, sonaron por primera vez las ásperas palabras de «¡Me tienes sin cuidado!», «¡Llámale si quieres!», «¡Yo te lo traeré!»..., al cómico le fue dable partir enojadísimo esta noche en menos de una hora, y no volver en las siguientes..., trocando a las mañanas sus visitas.

-Así, así me gustas, nene rabiosito -decíale Evelina mientras vagaba con la regadera entre las flores-, ¡guardándome del otro... que está allí! Sal, si quieres, a verlo. ¿Y por qué no viniste anoche?

-¡Porque no; ni volveré ésta ni ninguna!... ¡Porque no me importas!

-¡Hombre! ¿No te importo?... Y, entonces, ¿qué haces aquí vigilándome a estas horas? ¿A qué vienes?

-A que... ¡quiero!

Ella reíase, con un fresco triunfo de rosas en la boca.

-¡Ah, Esteban, necio!... ¡Nunca me has querido como ahora!... ¡Igual que todos, al fin! ¡Los hombres, para querer, necesitáis de estas mañitas!

Feliz al advertírselo, casi mimosa, iba a ocultarse junto a él en el macizo, y le besaba y le abrazaba...

Pero rechazábala el arisco; y por último se entraban a seguir la discusión en el chalet. Llegaban Gironza, el barbero, Pablo Bonifacio; hablaban de los políticos asuntos..., y Esteban largábase tan fresco.

Pronto estos coloquios, llevados por Esteban en un equilibrio de ruegos y de cóleras que hacíanlos envenenarse día tras día bajo el no menos creciente contento de Evelina, permitiéronle llegar a la ocasión decisiva y deseada. Fue una mañana en que la propia fuerza de su farsa envolvió al farsante, dolorosa, al influjo de la siempre y por encima de todo innegable realidad de la hechicera. Hallábanse en el tocador; ella, semidesnuda, peinándose, había querido aplacar las iras del celoso en fuerza de zalamerías...; él, sintiendo encima la magia de aquella desnudez, no supo calcular el momento dulce de una tregua; la injurió más, la rechazó..., y cuando a su vez quiso atraérsela resultó ella la ofendida. Sufría ante la beldad que se le negaba adusta y obstinadamente. Mejor, al fin. Así, este paso del final de su comedia podía tintarse con la sombría verdad de un rencor de sus entrañas.

Callaban ambos; lejos, ella, peinándose de nuevo y respirando llamas de su enojo por la boca; de improviso se volvió:

-Mira, tú, Esteban; te vas poniendo ya demasiado imbécil, y no podemos seguir este camino.

-¡Lo mismo digo yo!

-Pues si lo dices... ¡enmiéndate!

-Eso tú, mujer..., dejándote de más jardín y dejándome en paz de Juan Alfonso.

-¿Yo? ¡Ah! ¿Conque resulta que soy yo la que de él te habla?... ¡Hombre, ni que, además, fuese a no regar las flores por él ni por ninguno!

-Puedes hacerlo a otras horas.

-¡No eres quién para mandarme!... Riego cuando me da la gana, y miro o dejo de mirar al que me place.

-¡A él! -bramó Esteban, levantándose-. ¿Te place él?

Su rabia tocó en la vanidosa, que inmediatamente sonrió:

-¡Pobre celoso!... ¡Estás ridículo de veras!

Sonrió a su vez Esteban; sostuvo crispadamente inmóvil su mirada; se acercó luego y la dijo:

-Mira, Evelina: tan celoso estoy..., tan me importáis tus flores, tú y Alfonso, que te he dicho otras veces que yo te le traería...; y si quieres, esta misma tarde, aquí, te le presento.

-¡¡Tú!!

-¡¡Yo!!

Era un desafío, y no se desafiaba en balde a la brava, a la orgullosa.

Puesta de pie, recogió:

-¡Aire por él! ¡Vamos a verlo!

Salió Esteban como un rayo, como un niño, y Evelina, piadosa y satisfecha de tanto coraje de amor que disiparíasele en la puerta, estuvo por salir, por llamarle y... darle el premio de sus besos, de sus brazos, de su estatua... No lo hizo porque no pudo seguirle, desnuda... Y, aparte de esto..., ¡ah, qué singular idea la de aquel Juan Alfonso, viniendo aquí como a humillarle todas las antiguas altiveces de su casta!... Si el pobre Esteban no tuviese en realidad aquellos celos tan tremendos, ella misma le pediría que lo trajese: ¡a Juan Alfonso!




ArribaAbajo-XI-

Iban todos a la feria de Torres de Morón, en cabalgata: Macario, Juan Alfonso, Cascabel, Frasquito Márquez, el médico, don Anselmo Cayetano, Rómulo, Ramón Guzmán, el notario, el boticario... Ganoso Esteban de hablar aparte con Alfonso, extrañábale advertir cómo le huía, picando hacia adelante su caballo si él iba detrás, y viceversa. No pudo dudarlo más, a los dos o tres intentos. No se lo explicaba. ¿Qué tenía para con él, y hoy, precisamente, el buen amigo?

Transcurridos trece días desde su presentación en el chalet, sabía Esteban (porque Evelina, en otro rapto de satánico cinismo, se lo hubo de avisar la tarde antes) que acababan de pasar juntos la noche.

Alfonso llevaba además en el pálido y fatigadísimo semblante los rastros delatores; pero llevaba también una expresión de avara felicidad sombría y reconcentrada que hacíale ir marchando silencioso, pensativo..., en un verdadero contraste de abstracción entre el bullicio de los otros.

Asimismo Esteban acabó por preocuparse. Hecho ya esto..., efectuada la ruptura, un dolor le bullía por las entrañas al recuerdo de la viva estatua irreprochable que no volverían sus brazos a estrechar. La singularísima gravedad de Alfonso debía de ser la fascinación de la belleza, que aún le duraría...

Mas fue breve, afortunadamente, el tal dolor. Para borrárselo, le bastó fundirlo en la no menos viva y áspera memoria de las torpezas, de los groserísimos desplantes, de las estúpidas soberbias de aquella mujer cuya alma de ramera no tenía un solo rasgo delicado. Lo que empezó por un pasmo de ella y por una indignación contra el amante, al ver que le llevaba aquella tarde a Juan Alfonso, lo cambió en un solo segundo de su idiota y estupenda vanidad en el designio de esclavizarlo absorberlo de hechizar y envolver para siempre en su hermosura dé sirena, ya que no pudo lograrlo con el médico, al buen mozo simplón que habíasele quedado delante respetuosamente estupefacto, lo mismo que delante de una diosa, y que, más que un pobre mediquillo, al fin, era uno de aquellos orgullosísimos «señores» con cuya amistad, con cuya adhesión, con cuyo fanatismo querría verse halagada sobre los asombros de todo Castellar...

Fue fácil, sí, el resto de comedia que Esteban siguió desempeñando en estos trece días. Marchaba la farsa sola, desde entonces, cuesta abajo. Ofrecida la casa por la impúdica que se dejó admirar en afable y altiva gran señora, el ingenuo volvió todas las tardes, y al salir le contaba al cómplice y amigo sus progresos. «Mira, hoy me ha enseñado el tocador.» «Mira, hoy la he dicho que me gusta.» «Mira, hoy la he dicho que la quiero... Y es fina, una dama correcta; no es tan bruta como tú me has dicho esa mujer»... Por las mañanas, en cambio, la dama proseguía sosteniendo con el médico sus diálogos de rabanera: «Sí, sí, hombre, sí...; ¡me hace el amor!..., y hasta creo que no voy a dejarte desairado, en tu aspecto de alcahuete, ya que le has traído»... « ¡Cuando quieras, y me avisas!»... «¡Sí, hombre, sí; te avisaré!»...

Breve, muy breve el dolor de Esteban ante el hecho consumado. Significábale su redención, su dignidad y su alegría... Veníale ya sirviendo para no ir al chalet más que el rato aquél de las mañanas; y una visita más de parca y comedida explicación, de triste resignación, acabaría por despedirle y aun dejarle como simple amigo entre granuja y doloroso de la brava camarada... Libres sus noches, dedicábalas de nuevo a las dulzuras del hogar, de su Jacinta, de aquellas gratísimas tertulias en que resonaban las cándidas risas de Rosita y de Luisín, y en que Inés jugaba con él al ajedrez o enseñábale la pronunciación francesa leyendo juntos algún libro... ¡Oh, dulce amistad ésta de la simpática gitana, en la que había siquiera tanta alma!...

Pero volvió a ver a Alfonso cerca, torvo, constituyendo un enigma, y, refrenando el caballo, le pidió:

-¡Ven, haz el favor, Alfonso!

Fue de mal talante complacido. Quedáronse atrás, sin embargo, y Esteban le oyó preguntar secamente:

-¿Qué quieres?

-Quiero... saber qué te pasa. Saber por qué vienes como huyéndome y evitando hablar conmigo. ¿Qué es lo que tienes?

Le miró por encima del hombro Juan Alfonso, y dijo con desdén:

-Pues mira, tengo... o mejor dicho, tú tienes... ¡que eres un niño!

-¡Un niño! ¡Un niño! Pero... ¿por qué?

-¡Porque sí! -exclamó Alfonso, mirando a los de delante, con ánimo de alcanzarles, sin más explicación.

Sino que le forzó Esteban:

-No; habla, Alfonso... ¿Por qué soy un niño?

-Porque te has hartado de contarme niñerías... ¡porque no te has acostado nunca con quien sabes tú!

-¿Con... Evelina?

-¡¡Eso!!

Se quedó Esteban de una pieza. Miraba a Alfonso. No comprendía. ¡No, no comprendía... o tendría que comprender lo incomprensible en el ingenuo que le había esperado tantas noches en la Cruz.

-¿Ella te lo ha dicho?

-¡Ella! -lanzó, con perdonadora indulgencia, Juan Alfonso, alejándose hasta los demás, con un golpe de espuelas al caballo.

Ni tendría más que decirle a Esteban, ni Esteban tendría nada más que contestar.

Atónito el ex amante de Evelina, detrás siguió un rato, condensando todos sus asombros en esta reflexión:

«¡Sí, sí; las sedas, los perfumes, las elegancias y la divina beldad maldita de aquella mujer, con finuras y embelesos cocotescos para duques, eran mucho, debían de haber trastornado enteramente, el corazón y la cabeza del pobre botarate, hecho nada más al burro amor de sus pastoras!»

Y marchaban, seguían marchando todos a la feria de Torres de Morón.




ArribaAbajo-XII-

He aquí unos impresos circulados por el pueblo:

«DIEGO ROVIRA CAMARGO

(a) Cascabel,

del Comercio de Castellar; antiguo novillero

y limpiabotas; ex aspirante a verdugo

de la Audiencia de Granada

B. L. M.

Al Sr. D. .................................................................................

tiene el honor de invitarle a la juerga de despedida del mundo, que celebrará esta noche, a las nueve, con los últimos salchichones y botellas de su tienda.

Al mismo tiempo le convida para su entierro, que se celebrará mañana, por lo civil o eclesiástico, si no lo impiden las autoridades competentes.

Castellar, a 11 de octubre de 1910.

.......................

Oyarzábal. Imprenta y Litografía La Primavera.»

Se lo envió el interesado a todo el mundo, y fue celebradísima la broma. Muchos concurrieron, y entre ellos Macario, Frasco Guzmán y Rómulo Márquez, que en calidad de sportman, apasionado por lo intrépidamente original, lamentaba que la idea se le hubiese ocurrido a Cascabel, incapaz de hacerle daño a un gato, y no a otro con las agallas suficientes para dejarla realizada -a él, por ejemplo-. Sí, sí; él lo efectuaría, causando la general admiración con una última hazaña estupenda...; ¡vaya si lo efectuaría, puesto en la situación de ruina del inofensivo Cascabel, que sólo querría despedirse y volverse a Cádiz a ser de nuevo limpiabotas!

Se bebió, se comió, rióse de lo lindo, bailó Cascabel encima de una mesa tangos, garrotines..., sin que nadie, al poco de empezada la jarana, se acordase más de chunguear con la fúnebre tarjeta, y cuando no quedaba ni una gota de jerez y de coñac, cuando hubieron devorado los once salchichones hasta el último pellejo, trazando eses por la plaza desfilaron los quince comensales. Iba amaneciendo. En cuanto amaneció bien, Cascabel se encaró desde su puerta con el primer labriego que pasó y le encargó, haciéndole reír:

-Anda, tú, Relincha, ve y avisa al juez que me voy a pegar dos tiros en mitad de la cabeza.

Entró y se los pegó de una vez, porque era de dos cañones la pistola. Se había desbaratado el cráneo. Los sesos estaban en el techo, contra el gancho de donde había descolgado el último hermoso salchichón.

Y esta tarde Esteban hallábase atareado con la autopsia, al tiempo que llovía y tronaba con toda la rabia de los cielos, y que todo Castellar, y especialmente Rómulo Márquez y Macario, comentaban el suceso asombradísimos. ¿Habría sido Rómulo capaz de llevarlo a término con tal exactitud? ¿No habríase Macario expuesto anoche con sus burlas hacia el que siempre le hubo parecido un memo y un gallina?... ¡Increíble en Cascabel... y cualquiera, tras de esto, sabría quién era un valiente y quién era un cobarde!

Hasta Jacinta, tan metida siempre en sus trabajos, los tenía hoy abandonados por hablar del trágico incidente con Rosa y con Inés. Pero otro la absorbió de pronto, y en verdad bien agradable: el arribo de un hombre forastero con un mulo y con una carta acompañada de tres mil reales.

La carta era del esposo de la operada en Belem hacía tres meses; ésta seguía perfectamente; antes de la semana, el operador había quitado los vendajes y los puntos, y ni apenas la cicatriz se conocía; daba las gracias por la prodigiosa operación, y añadía que le enviaba a Esteban esa suma (en vista de que él, y a pesar de las excitaciones reiteradas, no ponía la cuenta) por consejos del doctor..., «pero si fuese más, dígalo, porque hemos quedado contentísimos; mi señora está mejor que nunca».

Marchó el mozo, gratificado con dos duros.

Anochecido, al tornar del cementerio Esteban lleno de barro, loca de alegría, Jacinta le entregó, extendidos en baraja, los billetes.

-Y esto, ¿qué es?

-De la operación, hombre; de Belem. ¡Tres mil reales!

Quemáronle los dedos. Empalideció y sufrió una angustia inconfesable. No puso cuenta ni contestó a las invitaciones a ponerla, porque no quería cobrar.

Atribuyó Jacinta la pálida emoción de su marido al contento por la enorme cantidad, y dominó el suyo para volver con las amigas.

Esteban se metió en el despacho, dejó en la mesa los billetes, y los contemplaba como el precio de una vil claudicación de su conciencia. Pensaba devolverlos.

Mas... ¿cómo? ¿Cómo explicarle la devolución a aquel señor, ni cómo explicársela a Jacinta... sin horrorizarla, haciéndola saber lo sucedido?

¡Un robo, este dinero!

Meditaba, tratando al menos de aquilatar qué parte de responsabilidad cabíale en el asunto, y qué móviles hubieron de impulsarle.

Puesto en la inevitable alternativa de impedir un disparate o desacreditar a un compañero, no había hecho sino la buena obra, al fin, de ahorrarle a la señora un destrozo, del que tal vez hubiese muerto en las manos imperitas de Aspreaga. Merecía, pues, los tres mil reales mejor que los doce mil y el gran renombre de la operación aquel bandido.

¡Así eran a menudo en medicina las famas y renombres!

Además, si por escrúpulo rechazaba esto, ¿con qué derecho o por cuál razón de mejor servicio, él ni los demás pudieron aceptar los veinte duros en la consulta de Paluzie?

Sonrió. El caballo, que le había desnivelado el presupuesto, saldríale gratis. Cogió el dinero y lo guardó con el temblor de una codiciosa complacencia miserable. No él, la condición de su carrera..., santo sacerdocio por mitad y la otra mitad canallería. ¡Oh, la acrecida fama de Aspreaga! ¡Qué barbaridad!

Llegaban por él para un niño que se había tragado un perro.

-¿Eh?

-¡Sí, señor! ¡Una moneda! ¡Se ahoga! ¡Corra usted!

Tomó el impermeable, pinzas, espejuelos..., y partió.

Fatigosamente, por hallarse la moneda más abajo de la glotis, la extrajo, tras una hora de pelea con el indómito chiquillo.

Cuando se marchaba fueron en su busca para Inés..., de pronto fulminada por un dolor que la solía atacar algunos meses.

Rosa y Jacinta habíanla conducido medio muerta. Ya desnuda y acostada, quejábase en el lecho junto a ellas y la madre. «Dismenorrea», con reflexiones espasmódicas al corazón y a la garganta. Esteban empezó a reconocer, palpándola a través de la camisa el vientre y la región de los ovarios.

-¡Bah, como al confesor! -le oyó decir a doña Claudia, al tiempo que la «niña» se encogía y se estremecía.

De un tirón habíala subido al talle la camisa, la expedita madre cariñosa; y tan resuelto, que ella propia tuvo que apresurarse a ocultar cierta oscura bellísima vislumbre con las ropas de la cama derribadas a los muslos... El coadjutor, el «confesor» de doña Claudia veíase en la casa frecuentemente, mientras el buen don Indalecio se iba al campo, e Inés con Rosa y con Jacinta.

Y la reconocía el médico, a Inés, a la que era al fin su amiga dulce y delicada; a pesar de sus angustias, estremecíala con el contacto de la mano en aquellas carnes virginales para él desveladas tantas veces.

Dispuso un baño caliente y embrocaciones clorofórmicas. Luego, morfina. Insignificante el alivio, temblaba y mordía un pañuelo la pobre Inés. Su titas y primas, al husmeo del sufrimiento, llegaban a bandadas, como grajos. Sabían cuánto con esto se sufre y que nada lo calmaba, hasta que fuese pasando poco a poco. Sin embargo, el médico recordó una fórmula de acetato amónico perdida en un viejo manual de terapéutica, y el éxito fue rápido y magnífico: a los diez minutos de ingerirla se vió la enferma libre de dolores.

Le aplaudían el triunfo las señoras, y muchas pedíanle la receta. Siguió allí largo rato, asegurándose de la mejoría. El gozo no le impidió reiterar su antigua observación: estas familias de los Guzmán y de los Márquez, a pesar de sus aparentes cariños extremosos, nunca se reunían sino con ocasión de males o de entierro; lúgubres las jovencillas, lo mismo que sus madres, parecían desdeñar envidiosamente a Inés, a la ciudadana y peripuesta señorita; y ésta, a su vez, las despreciaba..., o, cuando menos, continuaban siendo ahora sus mimos y atenciones, desde el lecho, para Rosa, para Jacinta, para el amigo y médico, que una vez más la había salvado de torturas. ¡Ah, mirándole... qué embeleso agradecido el de la tímida y simpática gitana!

Cerca de las doce, al fin, pudo Esteban sentarse a cenar con Jacinta, en la calma de su casa. Fría la noche, sucedíanse unas a otras las tormentas. El cumplimiento del deber, ¡qué apetito despertaba! No comía, devoraba las perdices cazadas por él mismo. Recobrado a sus afectos, libertado de líos y trapisondas, sentíase tan plácidamente lejos de Evelina, como de un tigre encontrado años hiciese en una selva. Harto le daba derechos a la satisfacción y al descanso la ruda labor de hoy. Día excepcional, no le habían dejado ni un minuto los enfermos. Caíale como un bien en la conciencia el trabajo realizado. Si a su profesión el social ambiente hundíale a veces, y no menos ni más que a las demás, en ciertas impurezas, quizá como ninguna tenía compensaciones inmensas, inefables... La operación que realizó por la mañana (sin contar lo de la moneda del chiquillo y el triunfo de Inés) eran de las que bien pueden acrecer prestigios no usurpados: fractura doble del antebrazo, con herida y prodicencia de ambos huesos en una extensión de diez centímetros; reducción en la anestesia; vendaje inamovible, fenestrado, artístico... y alborozo y consideraciones de Dios rendidas al experto cirujano por la familia del paciente... ¡Sí, estas cosas afianzaban a la larga los renombres, y no las farsas de Aspreaga!

Acabada la cena, se acostaron. Diluviaba. Siempre el amor lauro de victorias, en preludio lento y dulcísimo de besos disponíase Jacinta a rendirle el suyo a su marido. Y sonaron unos golpes.

-¡Oh, Esteban!... ¿Oyes?

Retumbaron los golpes otra vez.

-¡Llaman, Esteban! ¡Llaman!

-¡Sí!

Escuchaban, sin siquiera respirar, tal que si quisiesen extinguirse en ellos mismos, como muertos, hasta hacer pasar aquellos golpes.

Pero insistieron con violencia... y de endiablado humor tuvo el joven que ir al gabinete. Al abrir la ventana entró una bocanada de lluvia y frío, con un relámpago; luego, la voz de un hombre de Alcaucín, en llamada apremiantísima para un parto que traía atravesada la criatura. Habló con él informándose, y a pesar de que el hombre aquél, en nombre de su amor, ofrecía cuanto pidiese, resistíase a partir en noche semejante; sí el médico del pueblo no tenía instrumentos, él se los daría.

-¡Oh, Esteban!... -intercedió Jacinta al verle retornar con un fórceps por el cuarto-. ¡Mala es la noche... pero... se debe estar muriendo esa señora cuando así y todo mandan a buscarte!...

Esteban, que ya en el egoísmo de quedarse estaba sintiendo la amargura de su deserción ante el deber, vaciló apenas un segundo.

-Sí, tienes razón -dijo secamente-. Iré.

Veinte minutos después, los dos jinetes, azotados por el agua, dejaban las débiles luces de las calles y se hundían en la negrura de los montes. Mejor que su caballo, había preferido Esteban una de las fuertes mulas que llevaba el mozo para tal horrenda cabalgata entre el huracán y las tinieblas. No los podía guiar, a la vez que los cegaba, más que el fulgurar de los relámpagos. Los truenos estallaban espantosos.

¡Qué noche, Dios! De lobos. De ladrones. Y qué dura profesión su profesión. El desconocido que le había sacado de la cama y ahora llevábale la mula del diestro, igual que un hombre honrado, podía ser un bandolero. Le irritaba la impiedad de su mujer. Ella, siempre ella (que habría oído la oferta espléndida del pago) lanzábale por ambición a estas empresas, contra no importase qué molestias o peligros... Sin embargo, pronto la misma crudeza de su encono la halló disculpas, pensando en su cariño inmenso y en su gran ingenuidad: la pobre, irreflexiva y niña, no tendría ni idea de los horrores de una marcha como ésta... Era, en suma, que él cumplía su obligación, amparándoles la vida al hijo y a la esposa, además, embarazada Jacinta, expuesta con la perspectiva de un parto a riesgos parecidos, habríala inspirado compasión el abandono de la infeliz mujer que para un parto le llamaba.

A fuerza de asistirlos, Esteban, en los partos, había cobrado fama y una habilidad que acaso faltaríale al colega de Alcaucín, hombre extraño a quien aún no conocía, ni tampoco al pueblo miserable, a pesar de que venían a consultarle sus vecinos.

Se calaba. Volábasele el impermeable, de cara al vendaval. Sin ver dónde pisaban; sin ver al compañero, sentía tan sólo que cruzaban arroyos despeñados lo mismo que torrentes; los relámpagos permitíanles vislumbrar algunas veces la salida.

-¡Riaá! ¡Jup!... ¡Agárrese? -le oyó gritar al mozo.

Un riachuelo. Y a tiempo se agarró Esteban. Las mulas, con el agua hasta las cinchas, tropezaban, y la suya arrodilló. Heroico o resignado a la miseria de sí mismo, persuadióse de que el guía íbale guiando sin ver tampoco una palabra. Perdió el camino, los relámpagos no alumbraban ante ellos más que canchos y maleza.

-¡Oiga! -gritó el médico, haciéndose entender difícilmente en el fragor de aquel diluvio-. ¿Pero usted sabe a dónde va?

-Sí, señor, sí; no tenga cuidia que no hay más que dejá a los animales, que saben más que uno!

Y si no fuese verdad, que la Divina Providencia se apiadase de ellos, salvándolos de estrellarse en cualquiera de aquellas simas cuyas rocas ardían a las centellas y parecían a cada trueno desgajarse y rodar por los abismos... Se arregló el impermeable como pudo; cobijó más la boca en la bufanda, cerró los ojos, y, «mejorando lo presente», púsose a soñar un lejano porvenir en que los médicos no fuesen sacados del descanso de su lecho, tras un día entero de fatigas, con noches tan horribles, y en que las rubias mujeres lindas de los médicos sintiesen el amor y la piedad más que la ambición... marineras de este mar de las tinieblas, las mulas, tuvo Esteban que admirarse efectivamente de que llegasen a Alcaucín. El mozo lo conoció porque pisaban unas rampas empedradas. Rompió en luz el ruido de una puerta, y un hombre apareció, reclamando al intrépido viajero. El médico, que le aguardaba.

-Vete, Pericón; y di a tu amo que ya vamos -le encargó al mozo; y añadió, entrando con Esteban-: ¡Es usted un valiente, amigo! Dudaba que viniera. Pase, y podrá enjugarse un poco y confortarse con una taza de café sin las prisas de la enferma. ¡Aquello está muy mal! ¡Paralizado!

Chorreaba Esteban. Se quitó el impermeable y las polainas, y el colega le hizo cambiar por otras suyas las botas. Quería darle también pantalón y calzoncillos mas era tan largo el amable dueño de estas prendas, que halló mejor enjugárselos al fuego. Las botas le sobraban media cuarta. Además, inspirábale reparo el no muy limpio don Eulogio. Soltero, flaco, muy negro, y con las grises y lacias barbas descuidadas, vivía absolutamente solo y tenía en los ojos tristezas de la bilis y en la boca una enferma sonrisa de ermitaño. Disculpábase de no haber ido a visitarle personalmente a Castellar, cuando recibió, al llegar Esteban, su tarjeta de saludo. Hombre sin ilusiones, sin familia; nacido en las montañas vascas, aquí hacía treinta años, se instaló, apenas acabada en Santiago su carrera; y aquí había de morir, como un hongo arraigado por el viento en un peñasco.

-¡Ah; ya, ya verá usted mañana el pueblecito!

Volvieron a la cocina, no menos sucia y miserable que la alcoba. La casa, o la cabaña, mejor dicho, no se componía más que de la cocina, de aquella alcoba y del corral. Su dueño no tenía criada, y contaba que por sí propio lavaba las cazuelas y freíase los huevos y torreznos. De cuchillo servíale un bisturí.

-Pero... no le dé asco, compañero -aclaró al cortar para el café unas rebanadas-; ¡no me ha servido jamás para otra cosa!

En vano buscaba Esteban con los ojos la escopeta, la guitarra, el retrato de mujer, las flores, el altar con crucifijo..., el algo, en fin, que le pudiese explicar la vida de este hombre por no importase cuál afecto de la tierra o de los cielos; y lo que más le chocaba era su aspecto de seco hidalgo inteligente, lejos de tener el de un botarate bien hallado en su ruindad.

-Oiga, don Eulogio, y... la enferma... -insinuó, ya bebiendo su café y notando que el colega hablábale de todo menos de lo que era al fin lo urgente.

Se encogió de hombros don Eulogio, sonrió con su bilioso sonreír entre socarrón y bondadoso, y expuso sin rodeos:

-¡La enferma!..., usted hará de ella lo que guste; porque, mire, la verdad... ¡no sé jota de partos ni de nada, ni tengo más que un libro que me resuelve como puede todas las cuestiones! ¿Lo quiere usted?

Interpretó como aquiescencia la mudez, que era admiración a su franqueza, y fue al cuarto por el libro. El Valdivieso, un viejo manualito de medicina enciclopédica, que le había servido en el repaso general al licenciarse. A cada enfermedad dedicábale seis líneas. Buscó el registro que marcaba los casos de distocia, y le presentó a Esteban el risible manual, a la vez que lamentaba:

-Le llamo el Remediavagos. Siento no poder brindarle textos de mejor ilustración, si antes de operar le hiciesen falta. El caso es grave, a mi corto parecer. Operada o no, creo que se muere esa infeliz; ya está que no puede con el alma. La criatura tiene un brazo fuera desde ayer, y presenta las costillas. Pues bien; dice para esto mi buen Remediavagos: «Versión, cefalotripsia, embriotomía, según los casos.» Lo peor es que la partera, antes de llamarme, le había atizado el cornezuelo cuatro veces..., ¡cuatro!..., y, en fin, seamos claros, compañero: la primera por mi culpa, porque vino a consultarme, leí yo aquí, y hallé: «Si retarda el parto la atonía de la matriz, masaje y cornezuelo»... ¡Una atrocidad, lo reconozco, según las consecuencias!

Tan atrocidad, que Esteban se aterró. Iba a encontrarse con uno de los más comprometidos casos de obstetricia, y todavía dificultado y agravado por la ignorancia de aquella bestia comadrona y de este hombre.

El cual, sin ceder en su impávida sonrisa de tristeza, siguió diciendo:

-Supongo que no le habré parecido a usted ninguna lumbrera de la ciencia, don Esteban; pero... ¡qué caramba!... solo aquí, sin sombra de ilusión ni más aspiraciones que ir tirando y que me entierren... paréceme que bien se está uno como está para un pueblo y unas gentes como éstas. Mire... si necesito botas, el zapatero me hace esos faluchos; si quiero un traje, o habrá de ser de fuera o el sastre me planta un albardón; si compro pan, ¡vea!... como perrunas; me pelan, y me deja el barbero propiamente que una oveja, a trasquilones...; salgo de noche, sin luz por esas calles, y voy rompiéndome la crisma en los baches y en los tronchos... Dicen que van a echarme; pero como lo están diciendo desde hace tanto tiempo, y también lo dicen del secretario y del alcalde, que no saben más que yo su obligación y roban lo que pueden, y del juez municipal, que no hace justicia, y del maestro, que es un pobrecito..., resulta que todos nos queremos echar unos a otros y que nadie nos echamos. Pues, bueno, compañero, si todos los oficios y servicios son tan malos, ¿de qué se quejan porque no sea el de médico mejor?

Un filósofo, en resumen, este don Eulogio melancólico que padecería del hígado, o que guardaría Dios supiese cuál lejano o tremendo desengaño. No quiso Esteban decirle que, sin tanta adaptación, había él estado en Palomas, en un lugar por el estilo; y otra vez pensando en un remoto porvenir que fundaría las ciudades y estos pueblos en una dispersión mundial de bien más nobles y rústicas aldeas, salieron... cuando justamente llegaba con un farol en busca de ellos el marido de la enferma.

Tratábase del riquito de Alcaucín, un merchante de cerdos que por el trayecto iba reiterando su propósito de pagar no importase cuánto, con tal de que le salvasen la señora.

Esta, agotada por los inútiles esfuerzos, yacía de espaldas en la cama, cubierta de sudor, y con un brazo de la criatura, hinchadísimo, en completa procidencia. Seguíala el terrible tetanismo que hubo de causarla el cornezuelo, y parecía imposible pensar en más que una operación desesperada... sacándola a pedazos aquel hijo, ya sin vida...

Esteban se retiró a la sala, e inquieto, pues que iría a afrontar la operación sin más ayuda que la del inepto compañero, revisó y apercibió los aparatos: pinzas, cefalotribo, sondas, fórceps, tijeras... Valía la pena ensayar primero cualquier suave intervención, y volvió junto a la enferma. En nuevo examen, consideró hasta qué punto fuese incorregible el tetanismo que había matado al feto e imposibilitaba la versión. No consentíale el paso de la mano el cuello de la matriz, ceñido al hombro edematoso como un círculo de acero.

-Bien, don Eulogio -le dijo aparte al escéptico colega-; intentaremos la versión.

-¡Bien, don Esteban! -repuso el otro-. Aunque lo mejor sería no intentar nada, hacer tiempo para que se muera sola esa infeliz, y ahorrarse usted que se le quede en la faena.

La misma falta de fe del compañero estimulaba al joven. Mandó preparar un baño tibio, y de su botiquín portátil le propinó una gran dosis de láudano a la enferma. Mientras el agua se calentaba, él mismo se dedicó a esterilizar aceite, al fuego.

El láudano, por lo pronto, hizo a la parturienta descansar y expeler algún líquido amniótico, lo cual constituía una prueba de que el espasmo de la matriz iba cediendo. El baño, media hora después, acabó de disiparlo.

Esteban se llenaba de esperanzas. Ahora no se acordaba de las botas grandes que trajo a rastra por las calles, de lo sufrido en el camino ni del cansancio que rendíale. La iluminaba la divina filantropía de su trabajo, de su ciencia capaz de luchar frente a frente con la muerte y de arrebatarle la esposa y la madre de un marido y de unos hijos que lloraban... ¡Oh, cómo una sola hora de éstas resarcíale de toda la dura ingratitud de su carrera!

Tomó la sonda e inyectó el aceite; así librificado aquel espacio que antes no existía más que de un modo virtual entre la matriz y la presentación, pudo con infinito gozo advertir que ésta se movilizaba. El brazo procidente cedió mucho en su edema, con un masaje pertinaz..., y, en fin, desapareció hundido en la vulva, obedeciendo a las combinadas maniobras interiores y exteriores del joven médico, que sudaba y se afanaba, en tanto el otro sonreíase mirándolo... Diez minutos después, hecha la versión, el pobre niño muerto estaba fuera, y la madre desmayada, pero en salvo.

.......................

Esplendente y como nuevo el sol, lavado el firmamento, al otro día.

El vencedor, a quien le habían rendido una ovación digna de dioses, y que había dormido nueve horas en la casa de la enferma, iba en la mula con un tesoro de alegría en el corazón y con un caudal en el bolsillo... ¡Dos mil reales!... Sin pedirlos él, el merchante se los entregó en un sobre, añadiéndole con harto más motivo que aquel pobre estafado de Aspreaga: -¡Si es más, dígalo, aunque me arruine..., que me queda mi mujer, y estoy contento!

Una lágrima de Esteban ennobleció el momento aquél, siempre un poco mercantilmente fastidioso, de cobrar.

¡Dinero, pan, bienestar para sus hijos!

¡Y bendita fuese también la Jacinta rubia y buena que con su honradísima ambición de madre le excitaba al médico sus honradísimos deberes!




ArribaAbajo-XIII-

«¡Los literatos!»

Les llamaban «los literatos». Jacinta y Rosa; y muchas noches, dejándoles en el comedor con su ajedrez y sus francesas lecturas, que ellas no entendían, se iban a la casa de enfrente para hacer dulces o para charlar con más libertad mientras bordaban.

Inés y Esteban, al verse solos, mirábanse en una honda complacencia de amistad, de intimidad, de la grande intimidad a que habían ido llegando poco a poco. Se hablaban de los cuatro, por acuerdo de Jacinta, a quien le había parecido mal que el marido no tratase con la misma confianza a sus amigas; y siempre Esteban ponía término a aquel agrado de los ojos de los dos con un breve comentario:

-¡Se aburren! ¡Las gustan más sus cosas!

-¡Sí! ¡Tienen otras aficiones! -decía Inés, tornando a la novela el dulzor de su mirada.

Una vaga emoción ponía en su voz recónditos temblores y distraíala del libro.

Y si fuese el ajedrez lo que ocupábalos, perdía, perdía ella..., volviese torpe a pesar de su destreza, y a cada jaque y a cada mate se reía nerviosamente.

-¡Fíjate, mujer!

-¡Si me fijo! ¡Es que juegas mucho!

-¡No, me ganas tú; pero no pones cuidado cuando no tenemos gente y no puedes lucirte!

-¡Será eso!

-¡Vanidosa!

-¡Hombre! ¿Y confieso que sabes más que yo?...

-¡Cá, no sé!

-¡Sí, sí sabes!

-Bueno, sal.

Otro juego. Otra vez los negros ojos de gitana desprendiéndose de los de él hacia el tablero con pereza deliciosa.

Lista, verdaderamente, y delicada en su trato, por ingénita generosidad tendía a reconocerle mejores disposiciones para todo; y ya que él no debía cederla en gentileza, ambos se encontraban en un amable pugilato que les hacía la amistad más noble, más considerada... más arraigada en mil sutiles gratitudes.

Sin embargo, la cortesía no impedíales una espontaneidad muy grata, y que a Inés, principalmente, la mostraba con frecuencia en franquezas seductoras.

-Di -preguntaba Esteban una noche en que dejaron en suspenso un mate, a pesar de su interés-, y aquel día del campo, cuando tú con el ataque, ¿qué diablos te pasó? ¿De verdad te sentiste hipnotizada?

-¡Hipnotizada!... ¡Quita, hombre! -contestábale riendo.

-Entonces... ¿qué fue aquello?... Porque tú volviste a ti y me obedeciste; y luego no te han repetido los ataques.

-¡Claro! ¡Me hablaste con un tono..., que por ver siquiera quién y por qué de tal modo me mandaba!... Además, mis ataques... no eran ataques.

-¿Qué eran?

-Disgustos. Un disgusto grandísimo al saber que no iría a Oviedo, que iba a quedarme en este pueblo para siempre. No comía, no me levantaba y estaba sin hablar tanto tiempo, sin saber a lo mejor si soñaba o si dormía..., porque la pena y los respetos a mi madre no me consentían más que llorar.

Una tristeza de fugaz evocación vibró en su acento; pero la deshizo la melancolía de una sonrisa. Sería el recuerdo de sus rejas en Oviedo, de sus novios, unido al de este pobre Alberto con quien iban a casarla. Nunca le hablaba de Alberto a nadie, y Esteban, por piedad, por seguir el jovial ritmo en que estaban conversando, dijo, sin querer tocarla el dolor de su secreto lamentable:

-¿De manera, mujer, que te gusta Oviedo?

-¡Ya lo creo que me gustaba!

-¿Que te gustaba o qué te gusta?

-Vaya, ¡que me gusta!

-Sin embargo, tu pena pasa, me parece, y estás mejor, y tu madre y todos te encuentran más contenta.

Salió ella de entre sus recuerdos, le miró y repuso:

-He ido poco a poco resignándome; y... ¡sí, estoy mejor! ¡Me curas tú!

Sus ojos le vertían la intensa gratitud de un modo extraño. Sintió él que su corazón perdía un latido, y bajando los suyos el primero la intimó, por no dejarse arrastrar quizá a la imprudencia y al ridículo en un equívoco inocente:

-¡Bueno, hala, Inés: al rey! Defiende ese peón.

Siguió el juego. El discreto se recogía al concepto justo de que Inés no era sino una también discreta amiga llena de espíritu y de gracia, franca en los abandonos de su expresión con él, como con nadie. ¿Qué valdría la amistad, esta lealísima amistad de hombre y mujer, y más bella y exquisita por lo mismo, si forzáranla a tener suspicaces aduanas de recelo?

Llena, además, Inés, de travesura.

Otra noche en que ella, más aficionada que Jacinta a la música (y que poetizándoselas de nuevo con perfumes infantiles, realizaba el milagro de resucitarle a Esteban el gusto por todas sus aficiones fracasadas), buscando un rebelde arpegio en la guitarra se inclinaba al mástil, él enfrente, en otra silla, inclinábase también, ayudándola a buscar. De pronto notó Inés que tenía sueltos los corchetes de la blusa y que por el hueco la podría mirar el bandurrista; se inmutó; trató rápida y disimuladamente de entrecerrarse los encajes: mal conseguido, tornaba a apartarse..., y dejaríanle ver un poco, acaso, del pecho, del corsé. Se azoraba, se azoraba...; por no llamarle la atención, no se atrevía a abrocharse, ni siquiera a observar si era mirada; sus dedos andaban torpes en las cuerdas... y, como al fin un revuelo de los ojos la persuadió de que el amigo-médico se complacía burlonamente en su cándida inquietud, puesto que debiera hallarse harto de contemplarla en bien amplias desnudeces, ella, resignada, con un ya resuelto ademán de trabarse los corchetes, hubo de dolerse con pública malicia:

-¡Bah! ¡Los médicos, hijo, sois los confesores!

Recordaba la frase de su madre. Y así la valentía moral de su talento supo resolverla un necio conflicto de pudor en una gracia.

Porque sí; la concentrada con su alma inmensa ante las gentes; la tímida hasta lo inverosímil con sus padres, mostraba en la soledad con el amigo una admirable valentía moral que le probó otra noche con ocasión de la lectura. Agotadas las insípidas novelillas en francés que ella conservaba del colegio, recurrieron a una que Esteban tenía en su biblioteca. Tratábase de una moderna literatura de célebres autores, de grandes maestros del análisis, y por mucho que eligió él la menos escabrosa, de Flaubert, Madame Bovari, no pudo evitar que al cabo la lectora se encontrase con la escena famosísima de los dos amantes en el coche... Temblaba, temblaba Inés, conforme línea a línea iban aumentando los sensuales fuegos del pasaje...; roja corno una guinda, llegó un momento en que sus ojos se cerraron, y el libro en las desmayadas manos le cayó sobre la falda; pero «¡Es arte!, ¡es vida eso!», clamó en sinceración Esteban, ansioso de evitar que la virgen púdica creyera que él habíala tendido un lazo de perfidias; y aceptó con tal augusto acento, a no dudar que la virgen, si bien temblando aún, pasó heroica con su apagada voz sobre toda aquella cruda descripción de un adulterio.

Llegaron poco después Jacinta y Rosa y, a punto de las once, igual que siempre, Curra, para recoger a Inés y acompañarla por los huertos.

Y en los huertos, donde el médico cuidaba su caballo y sus perdices, se veían cada mañana al volver ella en busca de Jacinta. A veces se anunciaba arrojándole claveles por lo alto de la tapia; Pasaba luego, hablaban un instante y él quedábase mirándola marchar...

¿Se buscaban? ¿Se espiaban?... ¡No! Amigos; simplemente una gran amistad purísima y sincera, la de ambos, y si fuese otra sospecha ganas de negar hasta la posibilidad de tal efecto entre el hombre y la mujer.

Esteban comprendía que no manchaba el suyo ningún designio reprochable; puesto en trance de carnales egoísmos, no tendría para qué haberlos fijado en quien físicamente no valía quizá lo que Jacinta, y menos tras de haber sabido despreciar a la Evelina estatua, junto a cuya beldad suprema qedaríasele anulada la pobre gitanilla a cualquier comparación de sus recuerdos.

¡Oh, no! ¡No era un sensual! ¡Cómo se había olvidado de Evelina... de la fría belleza que los duques no olvidaban, más que ellos gran duque él del sentimiento!... Perdió en el lance a la querida y al amigo. No había vuelto a verla a ella. Con él, aunque saludábanse en las calles, ni tuvo más intimidad ni cazó más el perdigón, por lo cual Esteban, ya aficionadísimo, cazaba solo o con el cura.

Una tarde de estas excursiones, en tanto marchaba a caballo, el giro de la conversación fue oportuno y Esteban alarmó a don Luis contándole su confesión inolvidable.

-¡Hombre, hombre! ¿Y dice usted que... el padre Galcerán?

-Sí, señor: el padre Galcerán.

-¡Hombre, hombre! -repetía el digno sacerdote, tratando de explicarse tal conducta en un sabio misionero. Y hallaba al fin la explicación (que no pudo colegir Esteban si era franca o era nada más una hábil defensa del colega y de la clase). Concluyó-: Mire, don Esteban, en el orden del buen proceder y al objeto de evitar escándalos, nosotros, en casos especiales, estamos facultados para simular actos de comunión con hostias no benditas; el padre Galcerán debió juzgarse en uno de ellos. Sin embargo, debo también decirle que el padre Galcerán, hombre de talento y conocidísimo por los libros que publica, encuéntrase tachado de una cierta ligereza en su conducta y de un cierto racionalismo peligroso al tratar muchas cuestiones. ¡No goza de gran predicamento!

Sería o no verdad, pero la última parte, al menos, coincidía con el juicio de más simpática y mayor sinceridad amistosa que religiosa, formado por Esteban a propósito del Padre.

Otra tarde don Luis le habló del lío de Alfonso y Evelina, público a más no poder, y que había encendido un cisma en la familia del muchacho. Efectivamente, Esteban, admirado del misterio en que seguían hundiéndose las suyas, sabía también los disturbios e incidentes de aquellas relaciones que ahora iban comentando. El tenorio ingenuo por una parte, y por otra los maquiavelismos y orgullos de Evelina, desde luego, habían hecho lo preciso y más de lo preciso para exponer el suceso a la libre luz de Castellar. Los parciales políticos de ella, Gironda, Zurrón, Pablo Bonifacio... fueron los primeros en pasmarse al ver al rival hijo del cacique entrar y andar por el chalet «como Pedro por su casa». Se contaba que Evelina hubo de calmarles, con cinismo: «Ganado por el corazón, Alfonso no iría a ser sino un liberal más, es decir, un republicano..., un desertor de sus parientes», y Alfonso, el orondo Alfonso, tal que un rey consorte al lado de la reina, presidía y daba su consejo en aquellas políticas reuniones. ¡Gran luna de miel! Se les caía la baba a Gironda y a Zurrón y a Pablo Bonifacio, contentos con las amorosas conquistas del buen mozo y conquista al mismo tiempo para ellos...

¡Oh, el efecto en la familia, en el padre singularmente, del gentil conquistador, así que empezó la noticia a divulgarse, y así que la noticia, la estupenda noticia, a pleno cascabeleo del coche fue insolentemente confirmada y pregonada por el pueblo!... Queríalo ella, y hacían cada tarde, solos los dos, guiando Alfonso, que la gualda jardinera regresase de los campos por delante del Casino.

¡Ah! ¡Ah! ¡Oh!... ¡Jesús, María y José!... Santiguábanse espantadas las tías y hermanas y primas del héroe al ver cruzar aquello del infierno por sus rejas... Trinó la parentela, a coro, rugió el padre lo mismo que un león, y referían malignamente gozosos los vecinos que el hijo le sostuvo más de una semana reyertas iracundas cuyas voces salían por puertas y corrales.

Últimamente, el rebelde, el testarudo, el empecatado de todos los demonios, el traidor, el contumaz, comía y dormía y casi vivía en casa de la amante, sin aparecer apenas por la suya, donde era recibido como un perro.

Pero seguía el hombre tan orondo, tan feliz, tan envidiado, en fin, en el Casino, según se resignaban parientes y habinientes. Macario, perpetuo conciliador, aún más que el tiempo, contribuía a esta tolerancia con sus fogosísimas arengas. Ramón Guzmán era el último y más irreductible intransigente: «¡Oh, entregarse con alma y vida a una tiota! ¡A la viuda del Cachunda

Discusiones que hervían en las tertulias públicas, como era público el asunto, y de tal fuerza e interés, que hasta Frasco, por oírlas, dejaba a la mitad sus habaneras.

-Pero, oiga, don Ramón -le oponía Macario al hidalgo y barbudo contrincante-; aparte la política y todos los respetos, ¿vale esa mujer menos, ni es menos ni más aristocrática, por ejemplo, que la Eulogia?... ¡Pues a la Eulogia tuvo Alfonso y a nadie le chocó, y bien se puede afirmar que con el cambio... nos da dentera a todos!

-¿Cómo qué, ni qué aparte de política? -puntualizaba Rómulo Guzmán, el siempre franco, el siempre intrépido-. ¡Y policía inclusive! ¡Cachunda o no, es el caso que desde que están liados no han vuelto los republicanos ni el alcalde a meterse con nosotros, y que no nos han puesto el alza con que nos pensaban partir por el mismo eje en los consumos!

-¡Eso es verdad!

-¡Eso es verdad! -rodaba por la reunión en un satisfecho rumor de cosas innegables.

Y Esteban, que había escuchado estos coloquios, y que ahora, riéndose, los glosaba con el cura, seguía asombrándose de que un tal escándalo no le hubiese envuelto a él, y pensaba, con horror retrospectivo, en aquella época de la bochornosa inquietud de sus lujurias, tan distinta de la calma que Inés constituíale con su serenísima amistad.

Pero... pasaban días, pasaban días, y la serenísima amistad iba extendiéndose y turbándosele por la fuerza de sí propia y de los hechos.

Con la desconsideración que la plebe mostraba actualmente a los «señores», de boca en boca circulaba contra ellos una historia picante y divertida. Entre otros conductos, la supo Esteban por Braulia la Chinarra, mozuela no sin gracia, tan falta de recato, que por menos de dos cuartos se daba en fiesta a los trajinantes y arrieros del mesón en que servía, y más que desenfadada heroína del suceso. Se relacionaba éste con la proyectada boda de Alberto y la pobre Inés, y consistía en una prueba de indecencia insigne realizada por la madre. Sin duda recordando doña Claudia el antiguo y público temor de que el tonto no pudiese servir para marido, previsora y expedita se alió con Curra, a fin de averiguarlo. Curra propuso a la Chinarra -¡quién más fácil ni mejor!-; vino del campo, la buscó, se la llevó, comprada en sus trabajos y reservas por diez duros... y se la echaron al tonto tal que a un garañón una borrica.

Bien, ésta era la frase de burla de las gente; pero la Chinarra volvía las cosas a su punto al referírselo al médico con grandes risotadas: -«¡Qué contra, garañón! ¡Qué más quisieran!»... Ni nada de que le echasen así, lo cual, ¡vamos!, no lo hubiera ella consentido. Hiciéronla dormir dos noches puerta al medio con Alberto, pronta a zampársele en su cama sí él a la de ella no viniese... y ¡música!, ni acudió, ni en el cuarto del tonto fue posible nada de este mundo, a pesar de todas las faenas. «Lleno de cosquillas, ¡el pobre!... se reía; y yo tuve a la tercer mañana que plantarle a señá Curra: -¡Señá Curra, no es posible, no hay de qué!

¡Ah!

Después de oírle la bruta relación a la Chinarra, Esteban ahogábase en indignaciones hacia la inicua madre y de congojas de piedad hacia la hija. El experimento debió de haber sido la causa de que doña Claudia desistiera de la boda; pero... ¡a costa de qué escarnio y de qué mofas caídos sobre Inés! Lloraba el alma del sensible, desde entonces, contemplando a la que no sabía siquiera, a la que no podía saber el bestial ridículo en que habíala puesto quien más debiese velar por sus decoros. El nido de ternuras que la madre no acertaba a hacerla, trataba él de suplírselo en sus abandonos por las noches...

Sino que una tarde oyó sollozos al otro lado de la alta tapia por donde ella le arrojaba los claveles; creyó reconocerla; trepó al nogal que derramaba encima su ramaje, y ¡ah, sí, Inés!..., abatida entre las flores, no cerca junto al pozo. Por la noche la interrogó. Sorprendida ella de haber sido sorprendida, se puso triste y se limitó vaga a contestar «que habían vuelto en su casa los disgustos».

-¿De nuevo quieres irte? ¿A Oviedo?

-¡No! ¡Se trata de otra cosa!

Tan horrible, que lloró la desdichada. Él la adivinó.

-¡Dime lo que sea! ¡Dímelo!... ¡O confírmalo, mejor, puesto que lo sé: se empeñan en casarte con Alberto!

Le miró en asombro de vergüenza la mártir infeliz, la pobre descubierta que ignoraba que el proyecto conociésenlo las gentes, y otra explosión de llanto la tronchó sobre el pañuelo. Temblaban sus hombros de congoja. La consideraba él cariñosísimo, cruel, mudo ante la tormenta dolorosa por él mismo suscitada, y no acertando a prodigarla otro consuelo, la hacía participar de su pena de rechazo acariciándola las manos y la frente.

-¡No llores, Inés, no llores!... ¡Calla, mujer! ¡Pueden oírte!

Y como esto era verdad, y ella no había podido aliviarse nunca el alma descubriéndole a nadie sus torturas, serenóse de un esfuerzo y se las confió a Esteban, con nobleza, en que no faltaron para los demás exculpaciones. Porque era rico, querían casarla con Alberto; ella apenas tenía capital, y sus padres repetíanla que por esta circunstancia no la solicitaría ninguno otro de los primos; insistían en presentarla el dilema de la boda o de un porvenir de estrecheces y abandono, así que la administración de lo de Alberto pasara a quien supiese quién cuando ellos se muriesen; e Inés, comprendiendo..., deseando comprender que asistíale la razón, inútilmente les oponía su conformidad con las futuras soledades y modestias... La trataban, en fin, como a una niña, y el asunto, irresoluble, contenido por sus crisis de dolor y repugnancia, resurgía a cada momento.

¡Ah, sí; la mártir de las delicadezas infinitas! ¡La esclava de la absurda lógica del mundo!... Esteban la veía nimbada por aquel embrollo ignominioso, y saltaba su indignación desde la microscópica estupidez de doña Claudia a la de toda la infame sociedad con su vil imperio del dinero. Lo que no pudo decirle Inés, demasiado cándida quizá para estimarlo, completábalo él en el drama vulgarísimo: aparte sus conveniencias de galantesca soledad, la madre la habría tenido ausente tantos años esperando una boda de ilusión que la salvase de Alberto...; y la boda de ilusión no llegaría, no habría llegado, porque los novios de Oviedo desistiesen, no menos ni más que los de aquí, al descubrir a Inés en su pobreza... Otro aspecto del asunto, aún, que le había irritado más, se le desvaneció en el amargor de una sonrisa: había juzgado ya el colmo de la insensatez de doña Claudia su insistencia en la boda, tras de hallarse persuadida de la impotencia de Alberto, y... ¡bah! ¡Como si, dispuesta al sacrificio, no fuese ello para la futura casada virgen la única redención que salvaría su carne, al menos, de los ascos al imbécil!

-¡No digas nada, por Dios, Esteban, de estas cosas! -pidió Inés, soltándose de la de él la mano.

-¡No, no diré nada, Inés! -la tranquilizó Esteban y sólo entonces advirtiendo, que, en la efusión de ambos, y no obstante su anterior aviso de prudencia, había retenido la mano de la amiga entre las suyas durante todo el tristísimo relato.

Y estas cosas, acreciendo en ambos la fraternal intimidad, tendiéndoles al ser entero un ansia de sentirse a cada instante en abandonos de caricia, dábanles a sus cuerpos mismos una infantil pureza que les hacía estar muy juntos, con el descuido inmenso de los niños. Si leían, en la proximidad hacia el libro trocábanse sus hombros; si jugaban al ajedrez, frente a frente en un pico de la mesa, no reparaban en que sus pies o sus rodillas se encontrasen...

Es decir, no se daban cuenta hasta que, algunas veces, el calor de un más amplio contacto inquietaba a Inés, haciéndola apartarse; entonces se preguntaba Esteban si ella pudiera concederle miedos de intención a tanta confianza. ¡No!... La amiga seguía serena jugando al ajedrez, leyendo...; y pronto, los dos en nuevo olvido, tornaban sus piernas o sus brazos a sentirse...

Sin embargo, cierta noche, las cautelas de la joven, que siempre era la cauta, tuvieron para él incomprensiblemente obstinado en inocencias una significación clarísima. Leían muy juntos, y tenían muy juntos los hombros. De improviso, y sin dejar de leer, Inés se separó; volvió él a aproximarse, al interés de la lectura, y ella, apartándose otra vez, y en más alarma, tuvo fugaz que prevenirle, interrumpiéndose un segundo:

-¡¡Por Dios, que vienen!!

Entraban Jacinta y Rosa, buscando unas puntillas. El pálido susto de Inés fue para Esteban la revelación de lo que él se empeñaba en negar con candidez inverosímil... Aturdido por la súbita verdad, y un poco maligno en la reacción de su torpeza, en cuanto salieron las otras tornó a acercarse.

-¡Ahora no están! -le impuso dulce a la que aun quiso esquivarse, con la emoción de la audacia involuntaria que le había dejado el alma desvelada enteramente.

Su hombro, su brazo, descansaban sobre el blando calor de los de Inés, y recogíanla conscientes como nunca en el nido de caricia.

Y ¡oh, la sumisión de la lectora, roja por todas las lumbres de su alma y de su sangre!

¡Oh, la noble y confiada resignación, al fin, del miedo aquél de la lectora, que se iba disipando en la triste miel feliz de una sonrisa!

Mirándola, mirándola él, lleno de asombro y de respeto, no tenía más remedio que pensar y comprender que era el afecto de ellos un espiritual amor tranquilo, casto, tan lleno de purezas como el que le inspiró por los paseos de Badajoz su primera novia de once años.

Tal lo sabrían perpetuar.

No había para enorgullecerse de hacer podido retornar a tales inocencias?

Pero... pasaba el tiempo, pasaba el tiempo, fatal, insensible e implacable con su germinación de cosas que en las entrañas de la tierra y en las entrañas de la vida, y... y una noche soñó Esteban con Inés...; soñó de nuevo a las pocas noches con Inés...; y cuando aún en otra noche, otro carnal místico delirio con Inés hubo de despertarle estremecido..., besó con pena, sin despertarla, a la descuidadísima Jacinta rubia que siempre así dijérase deprimida al lado de sus sueños igual que al lado de sus ansias.

¡Ah, pobre! ¡Hermana, hermana de infinitas bondades de candor! Ella propia, en su cariño ingenuo hacia la amiga, que siéndolo tanto del marido librábala de la constante obligación de entretenerle y permitíala atender con Rosa a sus trabajos, le ponderaba a menudo los encantos de la dulcísima gitana.

-¿Te has fijado, Esteban, en la gracia de su boca, en lo grande y negro de sus ojos, que miran y parece que se clavan..., en lo esbelto de su cuerpo?...

¡Pobre!

Y en otra noche, jugando con la gentil gitana al ajedrez, él se distraía, perdía la atención hacia el tablero, la iba mudo concentrando en ella y en la ávida presión de una rodilla que habíala aprisionado entre las suyas..., y turbábala.

-¡Juega, hombre; a ti te toca!

Pasivo, obedecía.

-¡Pero, anda, hombre! ¡Ese caballo!

La turbaba, la turbaba..., con la sorda rabia de estar al fin tanto tiempo contemplando a la que, en paz con su delicia inconfesada, aquí movía las piezas y luego se iría a dormir y dormiríase en la misma paz, sin inquietudes...

-¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?

Inés, temiendo o esperando no supiera qué, acabó también por no jugar y por esquivarle la rodilla.

-Oye, Inés -la preguntó él, de pronto, cortando aquel silencio en que yacían con los codos en la mesa-: tú, cuando te vas, cuando te acuestas, ¿duermes?

-¡Oh, claro!

-¿Te duermes en seguida?

-¡Claro, sí!

-Pues... ¡yo no!

-¿Por qué?

-Por culpa tuya.

-¿Por culpa mía?

-Por culpa tuya! ¡Porque sueño! ¡Porque me haces soñar mucho, mucho, y me despierto y me desvelas!

La confesión plena del amor estaba ya en la firmeza de los ojos, más aún que en las palabras; y ella, medrosa, alarmadísima, bajó la vista y no supo replicarle.

-Sí, mira -se resolvió Esteban a expresarlo de una vez, juzgando hipócritamente inútil todo circunloquio-, sueño contigo, he soñado ya tres noches que me quieres, que te abrazo, que me besas...; que te quiero yo con todo el corazón..., y luego, al despertar, sin poder dormirme en las sombras y el silencio..., he visto, Inés, que... dormido y despierto es ésa la verdad: ¡Que yo te quiero!...

-¡Oh!

-¿Me quieres tú?

Un gemido. Fue un gemido o un sollozo lo que agitó a Inés en una convulsión, y encendiéronse los fuegos de su cara y los ocultó sobre la mano.

-¿Me quieres, Inés?

Volvió a convulsionarla otro gemido. Con los ojos cerrados y tapados, no veía sino la turbación enorme de su alma. El miedo recogíala en sí misma de tal modo, que ni habiendo escuchado más cerca y más suavemente ahogada la voz de Esteban, osó mirarle.

-¿Me quieres? -oyó aún que la acosaba aquella voz cruel; pero tan bajo ya, tan cerca, que sintió en la sien algo así como un aliento o como un beso..., y entonces, sí: se alzó rápida, la tímida; huyó lenta y espantada buscándose un refugio, y no halló más que un sillón en un rincón: cayó en él, y abrumó de nuevo la vergüenza roja de su faz entre los brazos... Mudo, lento también, se acercó Esteban y besó en calladas ansias su frente, su pelo, sus sortijas...; fue a besar su boca, buscándola entre las inertes manos con dulce pesadez, y en otro ímpetu tornó a levantarse y a escapar la horrorizada de espantos de la gloria...

-¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Él seguía cerca del sillón.

Ella a pocos pasos, le miraba, y miraba hacia la puerta.

-¿Me quieres -inquirió todavía él, ávido de oírse. lo a sus labios, como ya habíaselo sentido en la vida entera y en el alma abrasadas con sus besos.

-¡Por Dios, Esteban; por Dios! -decía Inés,. únicamente, mirándole y concentrándole con la angustia de los ojos el roto volcán de su pasión en un ruego de piedad.

Podían oírlos. Podían verlos. Era harto razonable esta aterrada súplica de discreción de la medrosa.

Un minuto después, el triunfador y la dulce prisionera de su amor mismo y del peligro de ser por las criadas, desde la próxima cocina descubierta, en una prudencia forzosa volvían a sentarse juntos y a jugar al ajedrez.

Mas ¿quién jugaba?

-¡Por Dios, Esteban, por Dios!

Era tarde. Era urgente que se le calmasen a Inés su sobresalto y sus rubores, y ni la miraba Esteban ni la hablaba más que lo preciso para fingir la inocente distracción en el silencio. Nora trasteaba allí bien cerca con platos y cacharros. Jacinta tardaría poquísimo en venir.

Y al revés que antes, ahora Esteban excitaba a la pobre dichosa medio muerta:

-¡Juega, Inés, a ti te toca!... ¡Anda, mujer, al rey!... ¡A la reina y al alfil!...




ArribaAbajo-XIV-

Salía un enfermo y entraba otro, escoltados por tres o cuatro de familia.

Un hidrocele que Esteban había punzado con el trocar; un carbunco que había cauterizado con el termo; un epitelioma del labio que excindió...

Nutrida la consulta, más acreditada cada día, constituíale un manantial de experiencia y de ingresos, pero asimismo un semillero de tristezas al médico filósofo.

Concurrían a ella los crónicos, los casos difíciles de toda la comarca, y muchos que, hallándose bajo el rigor de trances secretos de la vida, traíanle solapada o candorosamente críticos enigmas y éticos problemas de harto delicada solución; maridos honradísimos, con sífilis o venéreo, y a los cuales no podría descubrírsele la índole del mal sin que ellos tuviesen que deslomar a sus mujeres; solteritas en cinta, a quienes acompañaban sus madres, creyéndolas hidrópicas...

Acudían también (como éstos que acababan de partir) algunos infelices extenuados por la miseria y el trabajo, y que, no solamente apremiados por su afán de volver a la faena, buscarían con Dios supiera cuánto apuro los diez reales que el médico tomaba a cambio de inútiles recetas..., ¡en vez de no cogerlos y darles otros diez para alimentos!

Lo hizo así, habíalo hecho Esteban al principio, hasta el punto de liquidar a cero algunos días, tras de haberles entregado a unos lo que otros le pagaban; y don Luis, el buen cura, oyéndole sus lástimas, no menos amargo le convenció de la esterilidad y la insensatez de tales caridades: ni les podría salvar con un banquete, ni ellos, creyéndose enfermos, ante todo, y creyendo a Esteban un ignorante compasivo, desistirían de ir a entregarles el dinero a otros colegas.

Efectivamente; el doctor Peña y Aspreaga (que por cierto acababa de desaparecer de estos contornos en fuga y en descrédito por una traqueotomía que le dejó al paciente degollado entre las manos), le habían hablado tiempo atrás de estar asistiendo en sus consultas a varios de los socorridos por él y no reputados como enfermos. «Y si los habían de estafar..., si ellos se empeñaban los primeros en que los estafasen..., ¿a qué limosnas?»

Una crueldad, bien de veces. Llegaba uno quejándose del estómago, a fuerza de no haber podido comer lo suficiente para sostenerse trabajando, a fuerza de no poder al fin trabajar para comer..., y el médico, endureciéndose a su vez el corazón a fuerza de dolores, ateníase al sarcasmo severo de su ciencia así ejercida y le imponía un largo y principesco régimen de higiene, de paseos, de huevos y de leche...

¡Ah, sí, sí! ¡Una crueldad! ¡Un sarcasmo!

Entraba ahora un viejo ronco y con la garganta entrapajada. Contrarió a Esteban; porque otros tormentos que infligíale la profesión, por otro estilo, provenían de la múltiple variedad de enfermedades. Apenas visto alguien del hígado, del pulmón, del corazón..., presentábansele casos de la piel, o de los ojos... Medicina y cirugía. Policlínica imposible de atender con la necesaria competencia en cada cosa. Ni podía especializarse en todo, ni su instrumental, de que ya estaban rebosantes la vitrina y el armario, pudiera ser un arsenal quirúrgico completo sin un derroche inútil e imposible.

Aquí, pues, de las comedias preconizadas por don Luis y tan probadas como indispensables por él mismo. Cerró la ventana; encendió la lámpara del oftalmoscopio; miró con lentes; le metió en la boca al viejo un espéculo vaginal; hizo aún funcionar una maquinilla eléctrica..., justamente porque había que deslumbrar con una suerte de magia negra a estos desdichados por quienes nada podía hacer..., y lo de siempre... ¡yoduro de potasio!

-¿Cuánto?

-¡Dos cincuenta! -respondía el forzadísimo farsante con donosa gravedad; y añadía en un impulso de honradez-. ¡No estará de más que otro médico le vea!

Al partir el viejo, que tendría probablemente un cáncer, apareció una numerosísima familia compuesta por la enferma, dos hermanas, dos cuñadas, el suegro y el marido..., hombrote bobalicón y colorado, con cara de abadesa y cuya voz tranquila informó del mal de su mujer. Un tumor seco, según el médico del pueblo. Eran de Torres de León, labradorcitos bien acomodados, bien vestidos, y de una burguesa honestidad que les ruborizó y les puso a todos los ojos en el suelo en cuanto tuvo que aflojarse de ropas la paciente.

Se comprendía que ésta, tímida en exceso, a pesar veintiocho o treinta años y de su aire de matrona, habíase traído a la extensa parentela como guarda del pudor. Por la misma causa, no había consentido en que la reconociese nadie hasta estos días, hasta verse abarrancada...

Empezó el reconocimiento, y ella se cubría la cara, encendidísima; la animaban las hermanas y cuñadas («¡Vamos, tonta! ¡Si es preciso!»); y con un cerco de faldas ocultábanla a la vista de los hombres. Entero cogía el abdomen el tumor. Esteban se alegró de comprobar un embarazo, lo menos de ocho meses, cuyo anuncio le tornaría la calma a la familia.

Por anunciar con más solemnidad la fausta nueva, cuando todos le escuchasen, escribió en el libro clínico sus notas, en tanto la imaginaria enferma se vestía. Luego le lanzó al corro, que ya aguardaba en alta expectación:

-No hay tumor; no hay dolencia alguna. Se trata de embarazo. Antes de un mes tendrá un hermoso niño esta señora.

¡Ooooh!

La noticia produjo un súbito efecto de estupor y de rechazo,

-¡Imposible!

-¡Imposible, imposible, don Esteban!

-¡Imposible!

-Imposible, señor médico; eso de mi mujer no pué ser que sea que se encuentre embarazada, porque hace muchos meses que empezó.

-Claro! ¡Muchos meses!... Ocho.

-Justo; ¿no ve usted? ¡Y no hace más que dos que nos casamos!

Confesión ingenua del marido.

Esteban quedóse atónito.

Sin embargo ni ante la sincerísima protesta de aquel hombre podía dudar de su diagnóstico, integrado con plena claridad por los ruidos del corazón de la criatura.

-¡Imposible!

-¡Imposible!

Seguían todos repitiendo.

-¿Y no tuvo usted con ella -quiso el joven deslizar- alguna..., ¡vamos!... alguna confianza, antes de...?

-¡No! ¡Ninguna! -cortó rotundamente el hombre honrado, entre el nuevo coro de mujeres que, con las manos en cruz y el escándalo en los ojos, persistían en sus protestas:

-¡Imposible!

-¡Imposible, señor médico, imposible!

-¡Imposible! ¡Imposible! ¡Se equivoca!

Crecía la tribulación de Esteban. Cierto, absolutamente seguro de su juicio, querría decirse que tenía delante un drama..., un caso de adulterio anticipado, y un problema irresoluble sin que padeciese su renombre o sin que este confiadísimo marido, o quizá junta toda la indignada y honestísima familia, hiciesen picadillo a la traidora.

Recordó las bofetadas que aquí mismo le largó, no hacía tres días, una madre a una linda muchachita, al descubrirla por él un embarazo; y mirando a ésta del tumor, asombrábale la terca bestialidad de las tantas casadas y solteras que solían venir a la consulta en el mismo caso y con la misma pretensión: la de sostener hasta última hora su inocencia, contra el dictamen de un médico, si no podían, al menos, engañarle y obtener para su farsa un autorizado testimonio que les duraba tanto cuanto tardaban en parir y en volver en el descrédito de ellas propias al incauto.

Pero, además de la defensa de su crédito, Esteban hallábase ahora como árbitro ante una grave cuestión de familia, que no podía resolverse con la cólera fugaz de aquella madre que hubo de enredarse con la hija a bofetones.

¿Qué decirles?

Para darse tiempo a meditar, volvió a reconocer a la taimada por encima de las ropas.

-Bien -concluyó-; está usted embarazada. De qué tiempo, no lo sé, y será de un par de meses, justo que aseguran que de más es imposible. Sin embargo, creo que va usted a descuidar... antes de tiempo.

-¿Cómo? -inquirió el marido bonachón un poco receloso.

-Sí; hay partos prematuros, de ocho meses, de siete meses.

-¿Y de menos? -inquirió el suegro de la esposa.

-No. De menos, no; o a lo menos, no es frecuente; pero, en fin, pudiera ser de mucho menos, y ello el infante lo dirá..., ¡porque esto marcha!

Acogida la tenaz afirmación sobre un hostil silencio, mirábanse unos a otros. Por último, pagaron y se marchaban...; pero, desde la puerta, el padre, que remolonamente iba detrás, se volvió, lleno de misterio.

-Vamos a ver, señor médico: ¿opina usted que si mi yerna pariese de aquí a un mes, mi hijo podría creer suya la cría?...

Acento de anómala y extraña confidencia el de aquel hombre. Desorientado el médico, repuso:

-¿Cómo... creerlo?... Pienso que no; a menos que sea suya, de más fecha.

-De mo y manera -fue a puntualizar el otro- que si mi yerna pariese el mes que viene, o antes quizá, poniendo una pintura...

Se interrumpió, echándose mano a un lobanillo del pescuezo. La puerta abríase nuevamente.

-¿Vamos, padre?

-Sí, hija; dir andando, que allá voy... Me va el señor médico a mirar el lobanillo.

Y en cuanto desapareció la indiscreta, él apremió -otra vez con la diabólica ansiedad en el semblante, y bajando las dos manos a la faja para sacarse un bolsillo verde con dinero:

-Vaya, hablemos claro, don Esteban: la chica, que es mi sobrina, y güérfana, y vivía en casa la probe arrecogía, está, en efecto, empreñada de ocho meses, y de mí; que no se diga que de naide de la calle, porque es honrá, y lo ha sido siempre hasta los tuétanos... ¡Qué vamos a hacerle! ¡Uno con la mujer con paralís, y ella cuarto al lao!... No ha habido a última hora, como usté comprenderá, más remedio que casarla con el hijo. Bien, pues pa ahorrá conversaciones, yo venía a esto a tiro hecho: si aceta usteé, los hago gorver aquí, entercaos en que no pué sé lo del preñao; usté la mira, opina otra vez por el tumor... y quié decise que se dice que se quié decir que por tres o cuatro días me queo con ella sola en la posá..., que usté la saca el crío..., que yo le doy a usté estos quince duros... ¡y tos contentos y tan listos!

En una mano ofrecía los quince duros, que había ido sacando del bolsillo. Sonreía, sonreía con la persuadida fuerza de su tentación de avaro, al ver que Esteban le había escuchado sonriendo...

Y la sonrisa se le cortó en un pasmo de sorpresa al ver al médico levantarse y oírle breve responder:

-Guarde ese dinero. Lo de la «yerna» es asunto que ella y usted y su hijo ventilarán como les plazca.

No hubo lugar a réplicas. El médico, yendo a la puerta, la abrió y llamaba a otros enfermos. Guardó el hombre el bolsillo, y salió desconcertado, con la humildad y el recelo de un can que temiese un puntapié. Se había cruzado con una mujer y una muchacha, a quienes no miró Esteban al pronto, y la voz de aquélla, en saludo afectuoso, le inmutó:

-¡Hola, Curra! ¿Usted aquí?

¡Curra! ¡La sirvienta fiel de doña Claudia!... Traía enferma a una sobrina; a las protestas cariñosísimas del joven por haberse molestado en venir y aguardar, le explicaba no menos cariñosa que llegó hacía poco y que quiso entrar la última para que viese con más calma a Maricuela.

-Anda, Maricuela, quítate el justillo.

Púsose a ayudarla. Esteban se alegraba de hallarla tan amable. Cuatro o cinco noches antes les dio un tremendo susto a Inés y a él. Al llegar en la hora de costumbre a recogerla, sin ruido por la estera, los sorprendió besándose, abrazados... Inés quedóse lívida; él se volvió rápido, y aún pudo advertir a Curra, torva y muda, cuando desaparecía con su discreto asombro hacia el pasillo... Se había ido a la cocina, con la Nora. Sin duda, no sabiendo qué hacer ni qué decirles, no volvió hasta que llegaron también Jacinta y Rosa. ¡Y hubo que ver el miedo y la vergüenza que pasó en el rato aquél de infierno la pobre sorprendida!... Más tranquila Inés a la siguiente noche, le contó que Curra se había limitado a reprocharla al paso por los huertos con esta exclamación: «¡Oh, niña, niña, quién lo hubiera de pensar!... ¡Si tu madre se enterase!» Y como ella, muerta de bochorno, nada respondía, prosiguieron en silencio. Aún por la mañana trató Curra de aludir al incidente, e Inés no se sintió con ánimos para escucharla ni para pedirla, siquiera de rodillas, que guardásela el secreto con su madre... Y así estaban, y así Inés bajaba siempre confundidísima la vista cuando Curra, anunciándose con ya inútiles toses y bufidos, seguía viniendo a buscarla cada noche.

Inútiles... porque escarmentados los dos con su imprudencia, que pudo ser gravísima si en vez de Curra les llegan Jacinta o Rosa a sorprender, no volvieron más a abandonarse a la dulce embriaguez de aquellos besos... Charlaban en sus ratos de soledad de las veladas, con el libro o el ajedrez delante, por pretexto, y apenas si el ansia de sus labios lograba mitigarse en alguna fugacísima caricia... «¿Ves? ¡Oh, tú, cuánto te quiero! -decíale ella-, ¡cuánto no te querré, que he vuelto a pesar de lo de Curra! ¡Me da una vergüenza verla y que nos vea aquí, sabiendo lo que sabe!»... Angustiado Esteban con la privación de besarla y abrazarla, corno antes, como novios, la había propuesto «tenerla toda para él... como esposos consagrados por su alma y por su carne y por el cielo»... La aterró; pero insistía noche tras noche, y no tardó en convencer a la infeliz enamorada, que no iría a ser, si no, de nadie. Suya en voluntad, sólo les faltaba «un sitio de recato y de decoro»; porque Esteban no quería inferirla un desengaño entre prisas e inquietudes, allí en el comedor, y aún menos el grosero ultraje de llevarla a una cuadra o a un pajar, en las tantas veces que cruzaba ella los huertos...

-¡Hala, don Esteban! ¡Lista ya! -avisó Curra-. ¡Véale esto a mi ratilla!

Presentábasela con el brazo izquierdo en alto para mostrarle un o grano del sobaco. Se acercó Esteban, y pudo haber reducido a bien poco su inspección; pero la alargaba, simulando un interés que le congraciase con Curra enteramente.

-¡Un «golondrino»! ¡Esto no es nada!

Fue al sillón; escribió, y esperó con la receta a que la niña se vistiese.

Contemplaba a Curra. Era la clásica comadre lista de los pueblos: limpia, vivaracha, desdentada, con boca de jareta, con ojos chicos y moño picaporte. Había pensado complicarla en esto de su Inés, luego de saberla en el secreto, e Inés lo rechazó no sólo con su espanto, con sus pudores invencibles para con quien habíala criado desde chica, sino con razones. «¿A qué, hombre, a qué decirla nada? ¿Qué iba ella a poder hacer...,» Hubo de desistir el impaciente. Castellar no era un Madrid, donde pudiera meterse en pleno día y en cualquier sitio una señorita discretamente acompañada por las calles.

Y el impaciente, el que sufría la pena de no poder aprovecharse de la expertísima comadre, sintió, en cambio, una inquietud cuando la vio despedir de un pescozón a la chiquilla (« ¡Aire, que yo la llevaré a tu madre la receta!»), y acercársele y sentársele junto a la mesa con aire diplomático.

-Don Esteban: tenía que hablar despacio con usté, y no encontrando la ocasión, la he buscao de esta manera.

Estaba grave, solemnísima no obstante la sonrisa de su boca de jareta. ¡Desearía advertirle lo que quizá no lograba hacerse escuchar por Inés, con sus vergüenzas, de que hallárase pronta a enterar de todo a doña Claudia, si no se corrigiesen!... ¿Iría a avisarle de que ya la había enterado y de que doña Claudia la mandase a prevenirle que no volvería más Inés como amiga de Jacinta, ni que él volviera por su casa como médico?

Temblaba... ¡porque ya el amor de Inés era el hechizo de su vida!

Curra giróse erguida frente a él y le plantó:

-Vengo atento de mi niña; usté, que tié con ella mano, no la debía impedir que se casase.

-¿Yo?

-Sí, don Estebita. Aunque sin decir ná ni de por qué, llora y se resiste con su madre, que en vista de ello no se adetermina a encargarle el ajuar para la boa. Mi ama doña Claudia no sabe el motivo; yo... ¡sí, don Estebita!

-¿Usted, Curra? ¿Cuál motivo?

-¡Vamos, que demás también usted sabe que lo sé, bien sabío y cómo y dende cuándo!... Es decí, no dende cuándo, que ya me lo golía endeantes de verlo tan clarito. ¡Gracias sean das a Dios, una no es tonta y tie más que quiere deprendío de las cosas de este mundo!

En un abrumo de experiencia y suficiencia bajó la frente, y en seguida prosiguió:

-No en balde, como usted calculará, ha comío una treinta años el pan de una familia. ¿Pa qué asina, si cuando estas ocasiones de servirlos se apresentan se los va a quear abandonaos?... Usté afigúrese: mis amos y mi niña y eso de la boa, que es custión pa tos de vida o muerte..., pues ¡un conflicto! Y aquí tié usté que una se interesa, que trata de ayudá, que busca... que descubre que anda usté por medio... y... ¡no creo yo que afuese a ser entonces mi papel el de ir con cuatro alcahuetás que to lo echasen al demóngano!... ¿Qué? ¿A qué el soplo al padre y al ama doña Claudia, capaz de matalos del dijusto y capaz de que hundiesen pa siempre amén en un convento a la criatura? ¿Eschangar la boa así y enterar al pueblo y amolar de paso a usté y a su mujé con una campaná tan sin sentío?... No iba a golverle la honra por eso a la probecita niña de mi alma, y digo yo que deshonra por deshonra, bien se está San Pedro en Roma, y tos podemos quear mejor, don Esteban, con na que usté ponga de su parte.

Guardó silencio; y por no prestar su asentimiento desde luego en aquel delicadísimo secreto de su Inés no supo Esteban contestar, ni aun en protesta de la plena deshonra que ya Curra creía indudablemente consumada.

Sólo al cabo de un momento atrevióse de indirecto modo a confesar y a estimularla:

-Hable, Curra; explíquese. No comprendo qué pueda yo hacer en el asunto.

-Lo primero (ya lo he dicho), convencerla de que es un bien pa tos el que se case, y principalmente pa ustés; y lo segundo, y tan y mientras de la boa, que ella y usté, don Esteban, se confíen a mí, dejándose de más tontás, aonde, iguar que yo, la noche que lo piensen menos va la gente a descubrilos.

-¡Cómo! ¿A ver?

-Mire -puntualizó Curra, doblándose al oído de él en confianza y poniéndole una mano sobre el muslo-: dende que los vi ando que no duermo, atosigá con la que pué armásele a la niña, de na que naide más se lo goliese. Pues doy con el remedio, quió decírselo a mi Inés... y, ¡velaquí las cosas de este mundo!, yo jerre que jerre a hablarla como manda Dios, a favorecela; y ella, toíta una brasa de vergüenza y de arremilgos, la infeliz (¡que no sé cómo usté s'haiga arreglao pa que la toque!), apensándose quizá que quió reñila, y corre que te corre, espantá y llorando y colorá y a pique de dala un acidente. Bueno; si a ella no, lo cual hubiá sío muy naturá, a usté, don Esteban de mi alma, tengo que decírselo, y este es el remedio: mi ama doña Claudia me tié de muchos años entregá...

Bajó más la voz y repitió:

-Mi ama doña Claudia...

Pero se interrumpió otra vez, levantándose y mirando hacia la puerta:

-¿No será mejor que cierre?

-No, nadie entrará; descuide, Curra.

Llegaba, por lo visto, a lo esencial, a la clave del misterio.

-Mi ama doña Claudia -expresó, sentándose de nuevo-, al quearme viuda y sola, va pa muchos años: «Atiende, Curra, y tú -me dijo-, ¿a qué pagá una casa pa los trastos?»..., y fue y medió, bendígala la Virgen, la casita del lagá, que no sé si habrá usté arreparao que cae aquí detrás del huerto... ¿Qué?, ¿s'ha fijao, don Estebita?... Por dentro, con paso sin más que cuele una el portillo y los naranjos; por fuera, con su entrá y con su salía y su buena puerta a la calle Rinconá, propiamente en el rincón, número cinco. No lo orvide.

-¡No! ¡Y qué! -apremió Esteban esta vez, pensando que aquella casa le habría servido mucho a doña Claudia y a «sus médicos».

-Que, ¡nada!...; que dambos a dos se dejan ustés de tanto tertulio; que mi Inés sigue viniendo y usté se va ar Casino y la quea de parla con las otras; que yo, en las noches convenías, al recogé a mi niña, la llevo por er huerto y usté acude por la calle... y que, ¡usté verá, don Esteban de mi alma, si así no estará to mejó y con pesqui, sin que puan enterarse ni las moscas!

-¡Oh, Curra! ¡Curra! ¡Gracias! -prorrumpió él, anegado en tanta dicha, cogiéndola, casi besándola, la mano.

Era cuanto Inés y él necesitaban en la gloria de su amor. Sintió en el transporte venturoso el ingenuo impulso de hacerla conocer lo inmenso de su gratitud, informándola de cómo aún no había sido suya la adorada, y el miedo de ver tal vez arrepentirse a la que creía lo contrario firmemente, a la que no sabía que de este modo brindábale una virgen, le hizo desistir y deslizar la esperanza de tanto gozo inesperado, entre disculpas:

-Gracias, gracias, Curra; y conste, además, que no me opongo, que yo no me he opuesto nunca a que ella se case con Alberto.

¡Ah, eso sí! -recogió la suelta Curra, a escape-. ¡Es la condición que de palabra hamos aquí mesmo de queá usté y yo firmá como escritura!... Pero, sa menester, don Estebita, que sea usté quien le diga tó a mi niña y la convenza, ya que no pueo lográ ni que me escuche. A usté y a ella, ¿qué le puén vení, sino ventajas?... Se case o no se case, toa pa usté, tar que ahora, que el pobrecito tonto desdichao... ¡como si na!...; y afigúrese también que a mi niña le resurta cuarquiel cosa..., pues, sortera. ¡Dios nos libre!..., en antiguá, que, casaíta, naide le tendrá ni esto que decí, y que allá en su casa cristiana se componga... Y me voy -terminó, levantándose de pronto-, que estoy tardando y pue chocá. ¡Conque, aquí esa mano, y venga esa palabra y a dejala empeñá en el cumplimiento como un rey!

Le alargó la mano, se la estrechó él, con toda la fuerza de su alma, y partió radiante Curra, triunfal...




ArribaAbajo-XV-

-¡Anda, anda, los literatos! -decía Jacinta al ver que su marido, según volvía a tomar por maña en estas noches, preparábase a salir, apenas llegó Inés y acabaron ellos de cenar-. Pero tú, Esteban, ¿dónde vas?... Este, hija, Inés, nos abandona; cánsase de todo... ¡es una veleta!

-¡Claro, sí! -repuso él, en tanto Inés bajaba ruborosa la cabeza y sonreía-. ¡Como no quieras darme también una aguja y que me ponga con vosotras a coser!

Su compañera de juego y de lectura, Inés, ahora, con las prisas del ajuar, traíase siempre labores y bordados y se ponía a trabajar con las amigas.

Cogió Esteban el sombrero, y se marchó.

Llegó al Casino.

Púsose a jugar al billar con Rómulo.

En un corro estaban Juan Alfonso, su padre y sus parientes.

Perdonado, y más que perdonado, el arisco amante de Evelina, tornaban todos a una paz maravillosa, estupenda, inverosímil..., a base de la amante.

Las cosas habían ido poco a poco, hasta llegar a tal concordia. Primero, un cierto disgusto de Gironza ante aquella completa captación de Evelina y del chalet no sólo por Alfonso, sino también por Macario, a quien su leal amigo presentó, y que se hizo inmediatamente el árbitro de las políticas reuniones, hubo de provocar un medio motín: Evelina, la indiscutible soberana, la siempre diplomática, la todopoderosa, percatada del desvío..., tardó nada en quitar a Gironza de juez y en sustituirle con... ¿quién hubiese de pensarlo?... con el enemigo de ella más irreductible..., más necesitado de algún sueldo, al mismo tiempo, dadas sus barbas apostólicas y sus doce o trece de familia...: ¡con Ramón Guzmán y Márquez Alvarado del Río y Pérez Gil del Castillo!... El nombramiento llevado por Macario, que cada vez le venía notando al «aristócrata» mayor dificultad para sostener dignos sus trajes y los de su comía de muchachos, sublevó al favorecido... (« ¡Oh, ah, de tal tiota!... ¡Él, que ni a sus parientes jamás pidióles nada!»)... Pero, al otro día, domado por la necesidad, y acaso hidalgamente enardecido por las públicas bravatas de Gironza sobre si iba o no a costar sangre arrancarle de su puesto..., se fue al Juzgado como un águila, con Alfonso, con Macario, con Pablo Bonifacio, con dos guardias civiles, y se hizo cargo del bastón...

En la plaza estacionaba un centenar de socialistas fieles a Gironza, que abrieron calle sin gritar, por respeto a los tricornios... Sin embargo, luego, con el juez saliente a la cabeza, le atizaron a las ventanas altas del Casino cuatro o cinco peñascazos que hicieron caer sus restos de cristales...

-Bueno -pidió Ramón-, que se asomen los guardias y que apunten. ¡Fuego, si es preciso! Y les debo advertir a ustedes que acepto a condición de que me pongan aquí inmediatamente una estufa y los cristales, y de que no ha de considerárseme obligado para nada con... esa señora del chalet.

Tres días después, y en grata sustitución de Aguirre, amigo de Gironza, se encontró a Frasco Guzmán de secretario. Cuatro días después, halló el salón reconfortado con vidrios nuevos, con burletes, y con una hermosísima chuvesqui. Deferencias y regalos de Evelina al desdeñoso.

¡Oh, la diplomática! ¡Oh, el conciliador Macario Mefistófeles!... Sintió el friolero hidalgo removérsele todos sus caballerescos sentimientos contra toda su altivez.

Hombre -dijoles a Alfonso y a Macario, contempolando la chuvesqui-, estaba por soltarle a esto un puntapié!...; pero, en fin, si os empeñáis, iré a darle las gracias esta tarde a esa señora.

Fue. No volvió, no obstante la amabilidad exquisita con que quiso ella demostrarle que sabía tratar a sus rendidos.

-¡Es fina, diablo! ¡Fina! ¡Qué caramba! -tuvo el bien nacido Ramón que confesarle en confidencia, a su grande amigo y tío don Indalecio.

-¡Y guapa, concho!, ¡y guapa! -reconoció éste también-. ¡No, lo que es en eso, hay que declarar que se ha calzado mi hijo una real hembra!

Suavizábasele al león cacique, en lo posible, el rencor de su derrota.

La amabilísima exquisita proseguía sembrando sus mercedes. El reparto de consumos se aprobó sin un céntimo de más para los Guzmán, para los Márquez. Mandó arreglar con fondos municipales el pésimo camino de una finca de don Indalecio, cosa a que él mismo no había osado ni en sus épocas de mayor dominación..., y, últimamente, cuando llegó el tiempo de matanzas, encontráronse el ex cacique y otros personajes con que no se les cobraba los arbitrios de degüello. «¡Hombre, hombre!», admiró con su mujer don Indalecio, ya que el pleito estaba siendo de familia; y como no debía ganarle nadie a cortés, al repartir la cachuela, según costumbre, con bandeja de plata le mandaron a Evelina un limpio pucherete y doce solomillos. Evelina les devolvió la bandeja colmada de pasteles.

Empezó lo más selecto del Casino a sorprenderse, y a comentar afablemente tal conducta.

¡Hombre, hombre!..., pero ¿qué se propone ese diablo de mujer..., esa... señora?

Se veía en todo la habilidad y el conciliador talento de Macario; el cual, estrechando las distancias (¡ah, valía un mundo el maestro!), en nombre de Evelina les consultaba al ex cacique y sus parientes los problemas que iban presentando los públicos negocios.

Y entablada así la relación de cortesía, sobrevino un capitalísimo asunto relativo a la contribución territorial y a la ocultación de la riqueza; urgente, porque había llegado un emisario del Gobierno, al que había que despachar untándole las manos... Por consejo de Macario, y previas las invitaciones de Evelina, congregáronse a discutir y resolver, en el chalet, todos los conspicuos...

Desde entonces, el chalet estaba convertido en una suerte de amable club adonde casi diariamente concurrían don Indalecio Márquez, Macario, Ramón Guzmán, Frasquito, Pablo Bonifacio, con el fin de llevar como una seda las cosas de política menuda, y el conclave completo de «señores», a nada que ocurriese algo trascendente, bajo la gentil y bizarra presidencia de Evelina y Juan Alfonso.

Paz octaviana. Gran satisfacción por todas partes, si se descontaba a Gironza el albañil y a sus pobres socialistas. Desierto el Círculo Republicano, que, además, se iba a cerrar de orden del alcalde (Pablo Bonifacio, salvado en los afectos de Evelina), veíase el Casino en plena animación, y habían ido tornando a la buena fe en sus antiguos amos los gañanes, los criados, los pastores... Total, al lado de Gironza: ocho o nueve pelagatos... Circulaba el coche de Evelina, como el de una emperatriz, entre saludos, que contestaban ella y Juan Alfonso, y decíase que éste se iba a casar con ella y que ella iba a sacarle diputado...

Mas no; lo de la boda, al menos, no se confirmaba en forma que se pudiese reputar como indudable. Rumor, tal vez, sin otro origen que un lamento de la madre y de las tías de Alfonso -perplejas frente a una nueva obligación de gratitud-; dos primas de él, Juanita y Nizereta, le vieron una tarde una flor rara en el ojal, una gardenia (nunca vistas en el pueblo)...; bastó que Alfonso le hablase a la amante del agrado de sus primas para que ella les mandara un ramo de gardenias: «¡De parte de doña Evelina, que aquí tienen estas flores!»... Las mimadísimas muchachas lo aceptaron, sonrojadas. Un éxito, las flores -entre todas las demás primas de Juanita y Nizereta-. Evelina repitió, y menudeaba a las otras casas el obsequio -y, en cambio, la agasajaban las señoras con quesos, perrunillas, mantecadas y fruta de sartén-. Mas, ¡ah!, un domingo, hecha una diosa de lujos, la dama del chalet se plantó en misa, nada menos; las damas de Castellar, a la salida, halláronse en un terrible compromiso: la veían parada con los hermanos y maridos en el atrio, de gran conversación, y tenían que saludarla desde lejos, y aun muchas dudaban un momento si acercarse... ¡Horrible! ¡Horrible! Las niñas llevaban sobre el pecho las gardenias...; y en este día fue cuando la madre y las tías de Juan Alfonso, atónitas, en grupo, según se iban de la plaza, comentaron doloridas:

-¡Nos habríamos acercado, y aun podríamos visitarla!...; pero ¡cómo, por favor, con ese niño!... Si siquiera se casasen...

No tendría otro fundamento que tal honesto dicho de las damas honorables honradísimas, aquello de la boda.

Y el reloj de cuco del Casino cantó las once.

Esteban, terminada su partida, y que desde hacía un rato lo miraba y comprobaba con el suyo, dejó inmediatamente la tertulia.

Caminó despacio por las calles. Saboreaba su cigarro y la ansiedad de su ventura. Había jugado al billar por distraerse de la obsesión feliz de aquella que tanto pensaría en él mientras bordaba... -los dos esperando por tercera vez, por tercera noche, la hora deliciosa. Él, en realidad, no se había opuesto nunca a la boda de su Inés (¡Oh, sí, mi Inés!, ¡qué mía!); fue ella la que ni le habló más del tonto repugnante y desdichado, en su instinto de delicadezas excesivas-. Pero Curra tenía razón, y el amante acabó por persuadir a la rebelde, a la dulcísima gitana, a la enamorada virgen... que al dejar de serlo reclamó aún con todos los imperios de su carne en gloria estremecida: «¡Tuya, tuya!, ¡de mi Esteban, siempre!... ¡y nada más!»... Sí, sí, en el fondo de aquel abismo de inmensas confianzas en que halláronse los dos, él pudo convencerla, al fin, sin más que hacerla saber lo que únicamente ella ignoraba: la imposibilidad del pobre imbécil para ser físicamente su marido. «¡Tu marido lo soy yo; lo seré yo..., y para nosotros será el ajuar que debes empezar... de nuestra boda!» A esto Inés le impuso rápida, en réplica vehemente: «¡Bien, de nuestra boda!... Entonces, júrame una cosa: que en la iglesia, cuando el cura nos pregunte a él y a mí, tú y yo seremos quienes, con el corazón y con los ojos, nos vayamos respondiendo!» ¡Divina ingenuidad! Él lo juró besando contra la boca de ella la cruz familiar de coral y oro que se posaba entre sus pechos.

No pasaban ya, pues, juntos las veladas con el libro o el ajedrez, y ¡qué compensación de hechicería en aquellas breves horas infinitas del sueño de los otros! Curra había vuelto a arreglar para la hija el cuarto coquetón, dispuesto sin duda para ella por la madre en otros tiempos. Curra la llevaba a través del misterio de la noche y de los huertos; amparábala él de sus rubores de chiquilla entre los brazos..., y al dejarlos Curra al fuego del hogar, donde les tenía también puesta a hervir la cafetera, y no lejos una mesa con pasteles y jamón («¡Ah, está mi niña tan endeble!... «). Inés pedíale a él con el primer beso de su amor y de su susto: « ¡Ven siempre, por Dios, antes que nosotras; me mataría la vergüenza si tuviese que estar aquí esperándote con Curra!...»; y cuando ésta volvía a la una en punto a recogerla, él tenía que ayudar a vestirse a escape a la nuevamente avergonzada, azoradísima, sorprendida de la fugacidad del tiempo en mitad de los embelesos de su amor, y sólo preocupada de que la Curra complaciente e impaciente, que apresurándola sería capaz de entrar, pudiese verla allí en la cama, tan desnuda...

Llegó a la callejuela, profundamente sumida en el silencio de la noche y en las sombras de la ermita de Jesús. En el cielo brillaban los luceros. Graznaban las lechuzas y el viento volteaba chirriando las veletas.

Fumó, miró el reloj a la lumbre del cigarro; faltaban seis minutos para el cuarto. Los que dentro esperaría, sentándose a la lumbre y reposando su emoción.

Sacó la llave, abrió, entró..., volvió a cerrar.

En el cielo seguían brillando impasiblemente eternos los luceros, y en las tapias seguían graznando siniestramente las lechuzas.

Nadie en la noche negra y fría, rato después, al pasar, pudiera imaginarse que allí, tan cerca, se moría de muertes deshechas e inmortales de la vida la señorita Inés, tan famosa de rubores en el pueblo.




ArribaAbajo-XVI-

Jacinta, tendida en la otomana, y débil aún en el novenario de su parto, sonreía hechizadamente mirando a Rosa vestir a la niñina; bordaba Inés, y calcaba Esteban dibujos de bordados contra un vidrio, al trasluz de la ventana.

-¡Cartero! -se oyó al peatón en el pasillo.

-¡Entre, Julián!...

Sobre la mesa dejó el cartero los papeles, que a nadie le ofrecían curiosidad. Calcó Esteban otro rato, y vino a descansar, a fumar y a revisarlos.

Una carta..., entre el agobio de anuncios de específicos y médicas revistas mercantiles que diariamente recibía. Rasgó el sobre.

«Querido Esteban: Como me dijiste...»

¡Ah! Letra de mujer. Miró la firma... ¡De Evelina!

A un ímpetu, la volvió a ocultar en el mar de papeluchos.

Giró pálido los ojos y vio que ninguna de las tres habría podido verla: Jacinta y Rosa seguían en su abstracción con la pequeña; Inés seguía inclinada al bastidor...

Se levantó y se deslizó al despacho a leer la carta que había turbado, que habría podido caer como una explosión de dinamita sobre el cuadro de idílico reposo.

¿Dónde estaba y qué de él se le ocurría a la diabólica mujer?... Desaparecida de la noche a la mañana sin despedirse de nadie, hacía un mes que todo el mundo andaba loco con su ausencia. Unos dijeron, al principio, que «había ido a preparar las cosas de su boda»; otros, que «a trabajar la elección de Juan Alfonso», y otros, aún más desorientados, esperaban del tal viaje «cualquier grande y benéfica sorpresa para el pueblo: alguna carretera, algún ferrocarril..., que todo lo podría la todo poderosa...» Sin embargo, advertíase al amante taciturno, huido por los campos, alejado del Casino, y empezaba a suponerse que ni él supiese del misterio una palabra; y cuando al fin, un día, se vio que las dos criadas madrileñas del chalet, se disponían a partir, llevándose los muebles embalados, absolutamente todos los muebles, y sin que ellas supiesen más que otros la razón de aquella orden de su dueña, la estupefacción general rayó en el colmo.

La clave, acaso, le llegaba insólitamente a Esteban, de Madrid, en el plieguecillo coquetón y perfumado:

«Querido Esteban: Como me dijiste que nadie de tu casa te abre la correspondencia, con toda la confianza de nuestra buena amistad te escribo directamente. Eres la única persona discreta y con sentido común a quien puedo dirigirme, y quizá la única también en Castellar que a estas horas no me odie. ¡Bien! Odio de cobardes, desde lejos...

»¿Qué dicen de mí? ¿Me injurian? ¡Habrá que oírlos!... No volveré; pero los asustaría y los pondría otra vez suaves como guantes con sólo que dijese: '¡Voy!', igual que el coco.

»Harta de ese pueblucho de pobretes de la influencia y de pobretes del dinero, a quienes desde el más bajo al más empingorotado he hecho arrastrarse cochinamente a mis pies, echándoles unas migajas de favor, quiero limpiarme de él hasta el polvo de las botas; y puesto que (¡margaritas a cerdos!) ahí no habrá casi seguramente nadie con arranques ni con gusto para dejar la zahurda de su casa por la mía, que no me sirve para nada, he pensado que a ti quizá te conviniese. ¿Quieres comprármela?... Si te animas, no te inquiete el precio. Me está en once mil duros, con la huerta, y te la daré por ocho, por siete..., hasta por la mitad. Sé que únicamente dispones de tu sueldo, pero ganas mucho, y podrías tomar un préstamo, extinguiéndolo después a plazos cada año y sobre la misma hipoteca del chalet. ¡Sería para ti y para tus hijos tan mono!

»Si no te resolvieras, te agradeceré que, al menos, veas si hay quien la desee y entonces claro es que no debes hablar de esa rebaja au bon marché con que a ti te la propongo.

»Salgo para Londres dentro de unos días; o me escribes pronto o puedes entenderte en Oyarzábal con mi amigo el abogado don Hiligio Andrade, a quien por este correo también le doy poderes e instrucciones.

»Tu afectísima,

Evelina.

«P. D.-Supongo que no incurrirás en la sandez de figurarte que entre Alfonso y yo hubo jamás... intimidades. ¡Pobre hombre!»

Tuvo que sonreír Esteban a esta frase que cerraba la carta, bizarrísima: era la misma que a Alfonso, con más éxito, habríale dicho de él.

¡Oh, la bohemia perversa, ingenua y generosa! ¡Simpática, después de todo!... Al reparto de sus influencias, de su dinero y aun de las caricias de su carne llamábale con la misma sencillez reparto de migajas!... En rigor, para ella el entregarse a un hombre no debería representar sino el capricho intrascendente y nimio que para un hombre entregarse a una mujer. ¡Liberación e igualación de sexos, al fin, conseguida por la soberbia y el descoco!

Ahora habríase vuelto con su duque, y a puntapiés deshacía detrás de ella cuanto aquí dejaba de amistades, de fortuna, de recuerdos... ¡Migajas! ¡Bien, migajas!

¡Ah!... Pero aquella huerta, aquel chalet que se le ofrecía por la mitad, que le vendería tal vez por la tercera parte de su precio, bailaba en la alucinación de Esteban como un hallazgo de fortuna. ¡Lástima que no fuese realizable! Rápidamente consideró el negocio en sus dificultades pecuniarias, y bajo la fugaz centella de ambición le quedó tan sólo entre las manos la carta peligrosa... La rompió, se guardó los pedazos para dispersarlos por la calle; y pues que ya había enfermos aguardando, dio comienzo a la consulta.

Al terminarla (¡cuatro duros encima de la mesa!) persistíale la pena de que la oferta no se le hubiese hecho cinco o seis años después, cuando ya él hubiera ahorrado lo bastante. Con esta pena, con esta preocupación, volvió hacia el comedor. Rosa cosía; bordaba Inés. Le dijeron que Jacinta había ido a guardar ropas de la niña, y se fue a buscarla, con el vago afán de transmitirla su dolor por la hermosa ocasión que se les volaba de empezar a convertirse en propietarios.

-¿Oye, sabes?... Vende esa Evelina la huerta y el chalet. O a mejor decir, los malbarata: valen once mil duros y los da por la mitad. Uno de Oyarzábal acaba de ofrecérmelos.

-¡Ah, el chalet! ¿No vuelve ella?... -admiró Jacinta, irguiéndose delante del baúl-. Y... ¿es bonito?

Lo ponderó Esteban. Ponderó, principalmente, las ventajas de una compra en tales condiciones; y tocada Jacinta en sus ansias de burguesa, dejó la ropa, se sentaron y pusiéronse a tratar de la cuestión y a discutir.

Él mismo le marcaba a las esperanzas de los dos los caminos por donde ella iba lanzándose, y que luego, prudente, la atajaba. Podrían buscar dinero; podrían, tal vez, quedarse a plazos con la finca..., sino que, ¡ah!, ¿cómo meterse en una obligación de réditos sin saber si las ganancias (el crédito y la suerte del médico) pudiesen variar?

-Pues, tonto, tú -insistió aún Jacinta, al cuarto de hora de polémica-, ¿no ganas más de siete mil pesetas anuales? ¿No nos sobran lo menos cinco?... Y, entonces, en cinco años, ¡fuera la deuda!

-No, mujer. Sería forzarnos a vivir con las dos mil en estrechez; a andar ahogados, ahora que se nos aumenta la familia.

-Pero... siempre tendríamos eso ahí, para los hijos.

-No, -no. Además, habríamos de amueblarlo a pleno lujo, lo cual significa otros grandes gastos y otro empeño, o estar a ridículo; y para esto, bien estamos aquí con nuestros muebles.

-¿Tan bueno es?

-¡De... duques! -respondió Esteban, un poco rotundamente exagerado, recordando al de Evelina.

Jacinta dobló abatida la cabeza. Él, también.

-¡Qué lástima!

-¡Qué lástima! -lamentaron ambos, en la visión de la vida cómoda y de la espléndida oportunidad que se perdían.

Y Jacinta, súbita, como salvada al menos de la crueldad de tener que renunciar enteramente al hermosísimo chalet que algún extraño adquiriese, proclamó en un rapto de contento:

-¡Oye, Esteban, ya sé quién va a comprarlo... ¡Inés!

-¿Inés?

-¿No quiere una casa, que Alberto y ella piensan construir? Pues ¡ésa!

-Pues... ¡Sí!

Feliz acuerdo. Corrieron una y otro a hablarle a Inés sin pérdida de instante.

.......................

Con igual curiosidad que habían visto los vecinos de la huerta sacar a carros los muebles de Evelina, volvieron a ver llegar a carros los de Inés: camas, cajas, enormes jaulas de embalaje, sillerías... Jacinta, Rosa, Inés y doña Claudia habíanlos ido recibiendo; y ahora, colocados y retiradas del jardín las tablas y virutas, daban los últimos retoques, bajo la dirección de Esteban y con la prisa de la boda, que iba a efectuarse en estos días.

-¡Esteban, ven!

-¡Esteban, oye!

-¡Esteban, mira!

-¡Esteban, vea usted si así le gusta!

Le gastaban el nombre, dispersas las cuatro en sus faenas. El acierto de las observaciones que se permitió al principio, sin más que recordar el lujo y el buen gusto con que Evelina tenía la casa, habíale instituido desde luego en director decorador, a cuyo arbitrio quedaron los encargos. Rumbosa doña Claudia, y contenta de la boda y de la compra del chalet, quiso dejarse de ruindades y alhajarlo en armonía con su belleza; otros cinco mil duros para trastos; ¿qué más daba?... Pedidos los catálogos a Sevilla y Madrid, todos los habían ido revisando, y Esteban resolviendo. Llegada la ebanistería, la cristalería, la lampistería, la tapicería..., él hizo situar en cada estancia cada cosa, y continuaba siendo el consultado imprescindible en los remates y perfiles.

-Esteban, ¡ven un momento!

Rosa, que vacilaba en cómo colocar por el jardín las sillas japonesas:

-Esteban, ¡haga el favor!

Inés y doña Claudia, que, en la sala, no sabían colgar aquellos cuadros con cordones:

-¿Los tenía así doña Evelina?

Él arreglaba uno:

-¡No, así!

-¡Claro, muy bonito! -comentábale la madre.

Y la hija, a cada corrección de éstas, exclamaba:

-¡Sería muy distinguida esa señora! ¡Y guapísima..., la vi una tarde!

Partía Esteban sonriendo. Inés no hubiese de admirarla si en ella pudiera sospecharse a la rival.

-¡Ven, Esteban, hombre!

Otra. Jacinta, cortándole el camino, llevábale a la alcoba, y consultábale si no estaba un poco viejo el crucifijo.

Un crucifijo familiar, traído por doña Claudia de la cabecera de su lecho; la había siempre deparado tanta suerte con su presencia y su santa protección que se empeñaba en transmitírselo a la hija. Desdecía del resto del adorno. Fueron y persuadiéronla de que no debía ponerse. Se encargaría nuevo, porque entre los muebles no había venido crucifijo.

-¿Eh?... ¡Qué cama! ¡Mira que está todo!... -le decía Jacinta, de vuelta en la nupcial alcoba suntuosa para quitar la efigie-. ¡Qué suerte la de Inés!

Tornaba a sonreírse Esteban, dolorido a la nueva ingenuidad de ésta aún más inocente. Por su empeño, ya que Inés habíales bautizado a la niñita, poniéndola su nombre, ¡oh, cándidas ironías de la inocencia!, ellos iban a ser los padrinos de la boda... y del primer hijo que tuviese el matrimonio!... La dejaba. ¡Si pudiese adivinar que en el cuarto aquel había abrazado a Evelina tantas veces, y que tantas en el lecho aquél Inés le abrazaría!

La sombra de Evelina, como un burlón espectro de sarcasmo, flotaba en torno a él. Demasiado fiel a los recuerdo, había reconstituido el menaje del chalet con tal servil imitación que creía verla aparecer en todas partes. En el gabinete lucíanse casi las mismas marquesitas, casi el mismo confidente, y un magnífico piano casi igual, alto, negro, fileteado de bronce. En el comedor, muebles Imperio, de bronces y caobas, con pequeños vidrios de bisel; poltronas, otomanas; araña larga, modernista. En los dormitorios, uno de los cuales sería para la suegra, y otro, a no dudar, para el «marido» («¡No, no; ni una vez, ni por fórmula -habíale repetido a Esteban su Inés- consentiré que se acueste nunca donde yo!»), esbeltas camas doradas inglesas, con colchas verdes de damasco; mesitas con sedas verdes y cristal en el tablero; alfombras verdes...

Pero lo interesante, lo singular, lo que más llamaba la atención de todo el mundo y de las primas y tías de Inés, que iban con frecuencia, era el departamento de baño y tocador. «¡Qué barbaridad de agua!» Tocaban el jaspe de la diáfana bañera. Admiraban el confort. Algunas hasta pensaban en bañarse. Luego, congregadas en el hall que daba a las traseras del jardín, se extasiaban con el espléndido gramófono que hizo traer Esteban por consejo original, como única cosa no copiada de Evelina.

Acudía a escucharlo incluso el tonto, el pobre Alberto, que pelando y comiendo bellotas solía tomar el sol en un rincón cualquiera de la huerta, y pronto, fatigado de Anselmis y Carusos, con sus barbas lacias y su abierta boca, deslizábase entre la inadvertencia general para seguir al sol pelando y comiendo sus bellotas. No tardaban tampoco en cansarse las primitas, y charlaban, en tanto Inés y doña Claudia volvían a sus quehaceres:

-¡Qué suerte! ¡Qué suerte, Inés!

-¡Qué suerte, hija! ¡Qué suerte!

Impuesta la charla por la emoción de hechicería que causaban estos faustos, refulgentes de blancura y pedrería en las ropas y joyas del ajuar expuestas en la sala, tendidos desde aquí al través de las vidrieras escarchadas sobre el policromado exotismo de las flores y la fuente y la estatua del jardín, y completados, por último, con aquel amarillo carruaje que había entrado en el trato del chalet, y que estaba en la cochera..., a pleno corazón ahora envidiaban las muchachas y deslumbraba al pueblo entero la boda que meses antes sirvió de escarnios y de burlas. La plebe, políticamente sumisa otra vez a los «señores», como por un museo de maravillas desfilaba también por el chalet a ciertas horas. Los «señores» mismos, los parientes de la novia, veíanla envuelta en nimbos de riqueza, y diríase que hasta entonces no habían podido darse cuenta de las muchas que el novio poseía. Se volvían veneraciones, en fin, para Inés, tan limpia y peripuesta siempre, los antiguos recelos de sus primas hacia la pobre señorita allá en Oviedo encopetada...; y nadie, nadie pensaba en la persona repugnante del imbécil desdichado -tal que si directamente Inés fuese a casarse no con él, con su caudal-. ¡Qué suerte! ¡Qué suerte!, no cesaba de escucharse.

Esteban se indignaba. Nunca había podido concebir una colectiva ceguedad moral por el estilo.

Y la indignación le dolió más en el alma la tarde en que, dejándolo ya todo listo para celebrar la boda horas después, Jacinta y él iban a vestirse. Les acompañaba Rosa; habían recorrido el chalet, admirándolo una última vez en su perfecto orden, y la impresión les duraba por las calles.

-¡Qué suerte! ¡Qué suerte, Inés! -decía Rosa.

-¡Qué suerte, Inés, la pobre! -insistió Jacinta-. ¡Qué suerte!, ¿verdad, Esteban?

El la miró, temblándole no sabía qué protesta de injuria entre los labios. Sin embargo, le maniató su secreto, su extraño y misterioso papel en tal boda, y quiso, amargo, nada más corregirle a su mujer:

-Sí, verdad..., ¡si no fuese por Alberto!, ¡por el novio!

-¡Claro! ¡Bueno! ¡El pobre novio! -repuso ella, sin notarle la dureza del reproche-. Pero, aparte eso, ¡qué suerte la de Inés!

El colmo. «Aparte eso»... Un matrimonio en que... lo único lamentable era el marido.

Esteban guardó silencio.

Jacinta siguió hablando con Rosa de aquella gran suerte de la amiga.

Ni la alucinación torpísima pudo quitarle la azul bondad de ángel a sus ojos.




Arriba-XVII-

Fuera, en la tibia noche de marzo, y todavía a las once, seguía vociferando casi la misma multitud que escoltó al cortejo hacia la iglesia y al retorno de la iglesia. Desde la terraza de las tapias, los criados encendían antorchas y bengalas, y Curra no cesaba de lanzar puñados de confites.

Dentro no cabía más gente; alrededor de la gran mesa del hall apretujábanse damas y señores, riendo, gritando, manchándose con los vinos y los dulces. Muchos tenían que resignarse a estar amontonados por las puertas, y algunos, más prácticos, retirábanse en grupos al pasillo con su sorda borrachera y una botella de champaña... Porque había champaña, legítimo; timbre fastuoso de una fiesta que quiso poner doña Claudia al nivel del fastuosísimo suceso.

Habían venido de Oviedo los tíos de Inés; de Oyarzábal, el doctor Peña con sus hijas, y parientes de otros pueblos. Únicamente el conde senador, lustre y prez de la familia, hubo de disculparse con políticas urgencias. El director del banco lucía su mundano aspecto y un botón en el ojal. El doctor Peña, otra condecoración y sus brillantes. El notario y el farmacéutico bebían en broma con el cura, con don Luis. Y abundaban las levitas, no todas de buen ver y no faltaban tampoco las chaquetas, ya por igual disimuladas a su plena libertad entre el desorden.

Sentado Juan Alfonso al pie de una primita de Morón, ella iba resultando demás dicharachera, en la alcohólica alegría que a todos embargaba; aburríase, no sabiendo sostenerla el tiroteo de gracias y donaires; estaba flaco; dijérase que, en la casa de Evelina, le mataba el recuerdo de la bella. Su padre, en cambio, monopolizaba y hacía reír cosquillosamente, al otro extremo de la mesa, por un lado, a la mujer del director; y por el otro, a la melosa doña Juanita Gloria Márquez..., cuyos ojos, a ratos, espiaban a la pareja satisfecha que enfrente componían el coadjutor y doña Claudia.

En su calidad de padrinos, Esteban y Jacinta ocupaban puestos de honor junto a los novios. Ella, a la izquierda de Alberto, y él, a la derecha de Inés. Si tal fuese o no la rigurosa colocación protocolaria, lo ignoraba el médico, que al amparo del mantel podía estrechar la mano que Inés tendíale con frecuencia; sabía tan sólo que Inés, su Inés, voluntariosa, le exigió con un rápido mirar que sentárase allí para el banquete.

Querría la apasionada sentirle cerca por esta hora, al menos, en la falsa y memorable noche de sus nupcias. La veía triste, entre el gozar de los demás, y dábala licores, que ella sorbía ávidamente con el ansia asimismo de aturdirse; en pago, iba entregándole por debajo de la mesa tantas cosas y pedazos de su adorno, cual si ella propia así pudiera irse poco a poco destrozando y entregando.

Habíale ya hecho coger y guardar en los bolsillos el pañuelo, una peineta, botones, dos sortijas, unas sedas de agremán..., y aún ahora le dejaba el famoso ceñidor de las fechas regalado por sus primas... «¡Lo tiras!»... «¡Me das otro!»... «¡7-11-9!... ¡son las nuestras!»... pudo a saltos deslizarle en un recrudecimiento del barullo.

Se admiró él, al comprenderla -inquieto ante la audacia dolorosa que prestábanla las pequeñas copas de licor, y retirando de su alcance una que intentó ella beberse por su cuenta-. Siete de noviembre, en efecto... ¡recordó el joven que había sido la fecha de ellos, en la memoria de Inés tan precisamente conservada!

No lejos de los dos, garantía de sus próximas venturas, estaba doña Antonia, cuya memez hubiera de estorbarles poco y cuyos achaques serviríanle al médico de perpetua ocasión para venir a verla diariamente. Curra, además, cedida a Inés, por su madre, como el Cristo, seguiría velando la secreta felicidad de este chalet mejor que en su casita.

Mas, ¡oh!... ¿Qué?... De nuevo Inés le apremiaba con algo, allí debajo. Cauta acudió la mano del prudente, y... ¡oh!, era el azahar, íntegro el ramo que ella se habría desprendido del pecho... Aun llegado tarde, le pertenecía; lo agradeció..., y se vio negro para ocultarlo, para guardarlo. El «marido», mientras, siempre silencioso y lúgubre, con la boca abierta y las barbas y las solapas de la levita llenas de almíbar, aburríase y miraba hosco a doña Claudia -que ya dos veces, fuera, había tenido que reñirle la manía de «irse a su casa, a dormir».

Hora de los brindis, iniciados por Frasquito. Leyó el suyo en verso, y dijéronlos en prosa Ramón Guzmán, Macario, don Indalecio y el ovetense director del banco, Brusco el padre de la novia, los cerró con una frase que le salía del corazón:

-¡Brindo por la felicidad de mis hijos, y por el padrino de esta boda, y médico de primer orden, que ha podido permitirla, volviéndole a mi querida niña de mi alma el gozo y la salud!

Sin retóricas, aquella sincera gratitud provocó los entusiasmos. Era verdad. Curada Inés; radical y prodigiosamente curada por Esteban, los tíos de Oviedo volvían a sorprenderse de la espléndida mujer hallada en la pálida y medio tísica chiquilla. Todos celebraban su belleza, su vigor..., y Jacinta se esponjaba con el triunfo del marido. Sino que advertía don Indalecio la mortificación que el homenaje al joven médico imponíale al doctor Peña, y lo cortó, poniéndose de pie, y pidiendo, para empezar inmediatamente el baile en el salón, que el simbólico azahar fuese repartido.

Inés y Esteban temblaron. No se habían acordado antes de la clásica costumbre de repartir entre los concurrentes el azahar. Las miradas claváronse en ella, que súbita se llevó las manos al pecho, y su estupefacción se atribuía al dolor y la sorpresa de haberlo tal vez perdido por las calles. Horrendo compromiso. Sudando espanto, logró Esteban sacarlo del bolsillo y ser el primero en inclinarse como a buscar debajo de la mesa.

-¡Aquí está! -dijo, tornándole la vida a Inés, al presentárselo, y cierto de que nadie pudo advertir su maniobra.

-¡Pisadas! ¡Chafadas! ¡oh! -deploró por todos doña Claudia, en el silencio lastimoso.

Alberto reíase a carcajadas. Le había hecho gracia el incidente.

Efectuado el reparto de las flores, vaciáronse las mesas en tumulto hacia el salón. El baile comenzaba.

.......................

Y bien... ¿era él un hombre tan vulgar como los demás, como Juan Alfonso, como los duques, con la diferencia de necesitar un poco de alma en sus amantes... o era, más que ninguno, y a pretexto de bellezas o de almas, un definitivo sinvergüenza?

Problema que Esteban planteábase, abrumado en una mecedora del cenador, adonde habíase refugiado para mitigar su angustia con la soledad y el fresco de la noche.

Le sería difícil resolverlo bajo un ambiente de vileza capaz de consentir la iniquidad que se estaba celebrando.

Oía el vals; las abiertas ventanas vertían luz y estruendo de alegría; y tantas enormidades, tantas discordancias, tantos absurdos palpitaban en el fondo de la fiesta, que él propio, considerándola desde su origen, no sabía ni discernir si hubo sido el seductor o el seducido de las dos mujeres que por confluencias de sarcasmo le evocaba este jardín: la una, Evelina, teniendo tras ella su historia de descocos; la otra, Inés, a su madre, a Alberto, a Curra... ¡Tal vez doña Claudia, por medio de aquellos médicos reconocimientos singulares y de Curra, hubo de buscarle para consolar a la inocente, como buscó a Braulia la Chinarra para «probar» al tonto desdichado!

Mas no; en gracia a la mayor incongruencia de la vida, la extraña boda habíase realizado..., seguíase festejando con el cándido concurso de todas las torpezas: la madre, digna y santa como madre, prostituida como mujer por cien amantes, se moriría de pena y de bochorno si pudiese sospechar que ya su hija aportaba uno al matrimonio que bendijo el de ella, el coadjutor; Jacinta, la esposa del esposo verdadero, había sido la madrina, e igual que todos los que allí bailaban, hartos de vino y de dulces, juzgaba una gran suerte la de Inés... la única triste, a pesar de tantos faustos ostensibles... Nadie, nadie en mitad del deslumbramiento de sedas y de muebles, se acordaba siquiera del martirio de aquella delicadísima mujer que horas después veríase a solas con un imbécil repugnante, de aquella virgen que en vano esperaría su abrazo de pasión... Nadie; porque nadie le concedía importancia alguna al corazón en estas cosas..., en estos secretos y espantosos conflictos de las vírgenes, que la tisis si acaso resolvía, como estuvo a punto a Inés de sucederle... Y ¿qué más que tanta miserable infamia, de tanta torpeza junta pudiese disculpar a Esteban, por mucho que su conducta fuese miserable?...

Afortunadamente, la virgen no lo era, y habíase anticipado a cobrar sus recibos de crédito a la vida, extendidos en papel de amor y juventud.

¡Sí, de amor!..., de amor-delito, en un mundo donde, por lo visto, resultaban civismos y virtudes envidiables la venta de una hija y el traidor asesinato de un alma de ilusión...

El bárbaro contrasentido hízole a Esteban doblar la frente, con inmensa pesadumbre.

Juguete de la vida, igual que los demás, su inconexa vida, desde dos años atrás, ofrecíasele en bufo panorama. ¡Palomas!, ¡oh!... ¿Qué había sido en él de aquellos firmes y agradecidísimos proyectos de fidelidad hacia la Jacinta-ángel; de aquellas espirituales inquietudes; de aquella austeridad con que ejerció la profesión hasta sentir, al más mínimo presentimiento de descuido, el ansia de matarse? ¿Qué había sido también de la angélica Jacinta, toda alma, toda luz, que allí, entre Dios y él rezaba, y piadosa consagrábase a salvarle de tormentos?... Ella, aquí, buena siempre...; pero tan torpe, que a los primeros halagos de la suerte se dejó inundar de burgueses egoísmos, de burguesas ambiciones; y que, al fin, había podido sumarle a la de los demás su ingenua admiración a esta boda monstruosa. Él, bueno siempre, pero rebelde no obstante al Dios de su niñez, a la adorada mujer del tiempo doloroso, a su antigua profesional y rígida conciencia.

La santidad les había durado lo que con sus brazos de abundancia tardó la vida en acogerlos, en sacarlos de la mísera aldeilla donde todo fue pobreza y todo fue tortura; y lo extraño, aún, estaba en que aquel bellísimo ascetismo los ahogaba, los mataba, y en que, desde sus presentes bienandanzas, no podían ni recordarlo sin horror.

¡Oh, sí, la vida... la vida poderosa habíalos recogido y habíales acomodado el corazón y el alma en su inarmónico conjunto de errores y delicias! ¡La vida, con su eterna e invencible fuerza natural, convertida en mil absurdos por la humana estupidez que no acertaba a extinguirla en ascetismos!

No del todo infelices prisioneros del error social y de la vida, aquí estaban, así estaban; y la solemnísima farsa que, sin que las gentes ni Jacinta lo supiesen, iban tan gentiles en honor de él y en esta noche realizando, heríale como una pública sanción involuntaria de algo en que se le consagrase socialmente, de algo que ya no podría dejar de ser: el hombre de doblez no mal hallado con las calmas de su hogar y con su amor y con su amante; con los hijos de la esposa y con los hijos de la amante..., de los que acaso, y al menos el primero, floreceríale ya a Inés en las entrañas; el médico rural, que, poco a poco, curando a unos, estafando a otros, e impávido ante los que tuviesen la ocurrencia desdichada de morirse (en todo, claro es, igual que sus colegas), llegaría a convertirse en una especie de «repartidor-práctico-automático» de purgas y quinina para cuantos pusieran en juego sus resortes, metiéndole en un bolsillo medio duro; el buen burgués, en fin, que iría engordando e iríase enriqueciendo, satisfecho de los eructos de sus buenas digestiones, de su buena jaca, de su buen reloj de oro, de su caza de perdiz y su querida...

¿Duraríale ello siquiera mucho tiempo? ¿Llegaría quizá Jacinta, su otra dulce amante hermana, a amargarle esta pacífica instalación con querellas de escándalos y celos?

Felices ambos, si así no sucediese -como era de esperar, una vez pasada con Inés la época de las furtivas imprudencias peligrosas...; y, ¡oh!, ¡a qué poco más de azar supeditábale ya él sus magnas ambiciones!

Otra vez tornó a doblar pesadamente la cabeza.

Lanzada más atrás la memoria de su vida, al tiempo aquél de las estudiantiles gallardías en que soñaba una altísima existencia en un hogar de amor y en una esperanza tal vez de gloria y de trabajo, su situación presente aparecíasele como un fracaso lamentable.

¿Sería que no luchó, que no hizo cuanto pudo por lograrlo, por dignificarse de aquel modo..., o sería que ni él ni nadie pudiesen alcanzar empeños de ideal, empeños de nobleza y de belleza, en medio del grosero ambiente de ruindades?

Madrid..., Sevilla..., Londres..., ¡igual que Castellar! Por todas partes el burgués y honradísimo concepto del amor, que habría de servir para tener hijos y guardar encantadamente prisionera a la mujer en una gran despensa y por todas partes el mismo concepto del trabajo, sin otro fin que la ambición, que la codicia.

En Sevilla, en Madrid, con sus prestigios, y no menos que en la brutal modestia de estos pueblos, adonde él vino con el alma ansiosa de poesía, de sencillez..., los médicos ilustres, los más sabios, salvo algún que otro héroe y mártir de la vida, sepultado a investigar en el pozo de su ciencia, convertían la noble profesión en un mercantilismo inicuo, cuyo afán cifrábase en ver de mañana a noche bien nutridas sus consultas... ¡Ganar!, ¡ganar!, el lema; sin que tuviera en suma nada de envidiable, aun para la vulgaridad rural del médico que siquiera disfrutaba del descanso en un rincón de su cocina y en su caza de perdiz, la negra suerte de aquellos ilustres desgraciados que todavía, día por día de los de su vida toda, andaban viendo enfermos a las once de la noche.

Como en Sevilla y en Madrid la poesía de los grandes ideales, en Castellar y en Palomas se le había desvanecido a Esteban, harto demás, la poesía de sencillez.

¿Dónde estaban las idílicas aldeas?

Habrían sido; habrían existido alguna vez, a no dudar; pero pasó su tiempo, como había pasado el de la candidez pueril para las gentes, y nada más quedaban los conglomerados absurdos de bestialidad y de hipocresía, cuyo cobarde servilismo, en ésta, desveló con sobradísima amplitud el paso de Evelina, de una imbécil prostituta, que aun en su física beldad ostentaba, de la vida verdadera, algo más potente y menos falso.

¡Allá iría ella, ahora, con su duque, a Londres, a París..., desvelando siempre hipocresías, sembrando más corrupción en lo podrido, dejando en todas partes el germen de revuelta!

Porque sí; sin ella, otra vez Castellar rehacíase a su orden de desorden, con toda rapidez, y tornaban a sus puestos los respetos respetables y volvían a ser humildes los humildes...; pero debajo, en el fondo, ella, la hermosa, fermento de la vida..., había probado la endeblez de aquellos falsos respetos, y había dejado, sin saberlo, la rebeldía del latente socialismo, capaz de hacer surgir alguna vez de estas míseras aldeas las mil aldeas de flores y de paz en que fuesen bien posibles los idílicos amores y el trabajo sin codicias...

-Pero... don Estebita, ¿qué hace aquí como un jurón?

-¡Ah!... ¡Curra!

-¡Contra, y que no ando tonta por buscarle y que no anda tonta buscándole mi niña!... ¡Oiga, a escape que se van!... ¡Ya que está aquí, no se me mueva! Toíto er mundo cree, porque yo lo he dicho, y doña Jacintita la primera, q'han venío a buscale a usté pa un parto!... ¡No está mal parto!... ¡Quié decirse que se quié decí que tos se largan, que usté s'achanta aquí otro rato por las buenas, que acaban de dormirse Albertito y doña Antonia, que ya están medio dormíos, ¡almas de Dios!..., y que asina que yo chifle dende allí, usté que va y que se me cuela!...

-¡Curra! -exclamó él, en un asombro venturoso, que ella tomó por rechazo.

-¿Cómo? ¿Me va usté a desairá? ¿Va usté a dejá fea, don Estebita..., vestía y sin novio, que se dice, y ahora sí que sí, a la pobre niña de mi alma?... Pues coste que esto se m'ha ocurrío a juerza e vela triste, triste, la enfeliz, en esta noche, y que ya lo sabe y que la tié usté toíta consentía!

-¡Schit! -impúsola silencio Esteban, de improviso, agazapándose y obligándola a imitarle.

Salía la gente.

Una ráfaga de luz, desde la puerta, se tendió por el jardín.

Castellar regenerábase.

Vuelto Pablo Bonifacio, punto menos que a patadas, a su oscurísimo papel de labradorcete de dos yuntas, Ramón Guzmán era el alcalde.

Había que purificar a sangre y fuego las costumbres y la nueva autoridad arrojó del pueblo a Braulia la Chinarra, por un reciente escándalo con unos arrieros.

Así, reinstaurando el orden, sobre él cascabeleaba alegre la antigua jardinera gualda de Evelina, con Rosa, con Jacinta, con Inés..., y Esteban, que había rectificado algunos puntos de su filosofía rectificable, y que había aprendido a guiar perfectamente, la guiaba.

Moheda de la Cruz, 10 de febrero de 1912.