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También los ingleses

Con el oro y la plata de América y por efecto de la guerra, el comercio o los préstamos a la Corona española se enriquecieron flamencos, italianos y franceses entre otros; y los ingleses también obtuvieron su parte por el ejercicio de los corsarios con los que se asoció discretamente la propia Isabel I, Maynard Keynes, al hablar del botín con el que Sir Drake llenó las recámaras de su nave Golden Hind en 1550 que alcanzó a 6.000.000 libras esterlinas (correspondientes a unos 15 millones de libras actuales), sostiene que con esos recursos la Reina pagó el total de la deuda externa e invirtió parte del saldo en la Compañía de Levante que devendría con el tiempo en la Compañía de las indias Orientales «cuyas ganancias durante los siglos XVII y XVIII se convirtieron en la principal base de las conexiones británicas en el exterior».

Por el comercio o la piratería, Gran Bretaña fue a lo largo de los siglos beneficiaria considerable de la riqueza metalífera americana y potosina. Un siglo después de Hawkins y Drake, hizo su aparición en el Caribe otro lobo de la misma pelambre: Henry Morgan, que se especializaba también en atacar las flotas españolas que salían de Arica o el Callao.

En la segunda mitad del siglo XVII, los ingleses en otro golpe de fortuna, ni siquiera tuvieron que luchar para apoderarse de un botín equivalente a 300.000 libras esterlinas. Sir W. Phipps organizó una expedición para recuperar un tesoro que, según informaciones que había recogido, se hallaba hundido en las bóvedas de un barco español en las costas próximas a Santo Domingo. La información resultó cierta y la operación de rescate, exitosa. El impacto en la economía inglesa, cuando la expedición retornó en 1668 a Londres fue tan grande que pudo señalarse como el origen cierto del auge registrado en la bolsa de valores que culminó con la fundación del Banco de Inglaterra, una de las instituciones más sólidas de las finanzas internacionales. Ese ingreso inesperado de oro y plata a la economía británica compensó la pérdida de las exportaciones a causa de la guerra contra Holanda y creó una atmósfera de optimismo y prosperidad para el reinado de Jacobo II.

En 1713 mediante el tratado de Utrech, Inglaterra obtuvo autorización de España para vender esclavos y participar en el comercio con América.

Y, si no es por mar es por tierra. Poco antes de la independencia, cuando se produjo la invasión inglesa a Buenos Aires en 1808 y la derrota del Virrey Marqués de Sobremonte, la primera previsión que tomó el Almirante Beresford fue enviar a una partida de sus hombres hasta Luján, de donde volvieron una semana después con carretas cargadas de oro y plata en barras, piñas y monedas. Beresford se quedó con una parte considerable para atender a sus gastos de tropa y envió a Londres en la nave Narcissus 1.086.208 pesos (provenientes de Potosí) y un alijo de corteza de quinua (de La Paz y Cochabamba) avaluada en dos millones de pesos. El botín hizo una entrada triunfal en Londres en ocho vagones arrastrados por caballos y fue depositado en medio del regocijo popular en las bóvedas del Banco de Inglaterra.

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Sir Francis Drake (ca. 1540-1596). Réplica ampliada de una miniatura pintada en 1581. Galería imperial de Viena.

El ocaso

Las reformas de los Borbones por el cambio de la casa de Habsburgo a la de Borbón en España, que significó en la península un intento importante de adecuar el país a las nuevas corrientes filosóficas, políticas triunfantes en el resto de Europa, tuvieron también por fuerza su reflejo en las colonias de ultramar.

En el campo político administrativo, la decisión más importante de la Corona en lo que se refiere a Charcas, fue su desmembración del virreinato de Lima y su nueva dependencia del recientemente creado virreinato de Buenos Aires, en el año 1776. Buenos Aires había nacido del vientre potosino pues fue la Villa Imperial la que con su riqueza no solamente sostuvo año tras año el presupuesto de la ciudad erigida en las riberas del río de La Plata, sino que creó también las condiciones para que ésta adquiriera una gravitación inusitada por el comercio de plata de exportación, legal o de contrabando, y de importación de mercaderías europeas en tránsito hacia la alta población andina. La ciudad costera, sin ningún recurso, salvo la percepción de impuestos o las ganancias del contrabando, fue creciendo hasta convertirse en una metrópoli rival de Lima. Basta considerar que entre 1767 y 1775, las Cajas reales de Potosí enviaron a Buenos Aires la suma de 6.503.600 pesos destinados exclusivamente a atender los gastos de guerra contra el imperio portugués.

Otro cambio importante en el plano del gobierno local fue la sustitución de los corregidores por el régimen de intendencias copiado del modelo francés, de las que se crearon cuatro en Charcas: La Paz,Potosí, Santa Cruz y Charcas o la Plata.

Si la preocupación en la metrópoli era modernizar el país y ponerlo a tono con el estilo de la corte francesa, en América en cambio el programa se reducía a cómo sacar mayor provecho de los recursos disponibles, o para decirlo en palabras de Carlos III: «que las Indias rindan más utilidad a la Corona debe ser sin duda el cuidado de nuestro gabinete».

Para lograr ese objetivo las autoridades tenían, por supuesto, en la mira a Potosí a donde llegó don José Escobedo en 1776, delegado por José Antonio de Areche, a quien la Corona enviara a Lima en visita de inspección. Escobedo fue la versión «borbónica» del virrey Toledo aunque hubo de actuar en una época muy distinta, con menos autoridad que su famoso antecesor, y en un medio donde, por diversas razones, el curso de la decadencia era ya irremediable. Escobedo convirtió el banco de rescates que habían fundado los azogueros un cuarto de siglo atrás y que había sufrido ya dos quiebras en el Real Banco de San Carlos, transfiriéndolo a la Corona, sin descuidarse de llenar sus propios bolsillos en esta operación. Pero es indudable que su legislación sirvió para vitalizar a esa institución y asegurar a los mineros precios equitativos por su mineral y créditos para continuar operando. El Banco se hizo cargo además de la distribución del azogue de Huancavelica ingresando en un círculo vicioso para el que la Corona no encontró remedio: sin azogue a crédito no había producción y pronto las deudas por ese concepto afectaron irremediablemente al Banco a cuyos fondos también acudían las autoridades con créditos forzosos para cubrir expediciones militares, por ejemplo.

Otro asunto que preocupó a Escobedo fue la construcción del malhadado Socavón Real en el que la mayoría de azogueros veían la salvación de la industria, pues debía servir para el desagüe de numerosas minas. Durante tres décadas se había debatido el asunto y hubo medio centenar de gestiones entre distintas dependencias de Potosí, Lima y España para darle solución.

Se cambió varias veces, según las opiniones encontradas, el lugar en que debía excavarse y finalmente se nombró al responsable de la obra, Joaquín Yáñez de Montenegro,   —58→   abogado y coronel de dragoneantes. La junta de azogueros no encontró a nadie con mayores méritos o calificaciones. La obra, nunca concluida ni útil para nada, acabó costando, de 1782 a 1811, 500.445 pesos.

Escobedo dirigió también su atención al sistema de lagunas construido dos siglos atrás y del que dependía vitalmente el complejo de ingenios. Durante las dos centurias pasadas no se había hecho ningún mantenimiento serio, los lechos estaban cubiertos de limo y los potosinos se habían conformado con hacer rogativas a San Ildefonso, patrono del sistema para que evitara sequías y aseguraba una provisión normal de aguas. El visitador instruyó la limpieza de los reservorios y con fondos del impuesto de la chicha y del Banco de San Carlos ordenó la construcción de una nueva laguna, la de San Juan Nepomuceno o Patos.

Era convicción de Escobedo que la causa de la decadencia de la minera potosina se hallaba en la ignorancia y descuido con que se habían llevado a cabo los trabajos y, en consecuencia, convocó a los azogueros para anunciarles su intención de crear una Academia de beneficio de metales, para la que preparó las respectivas ordenanzas.

Se trataba, no de una simple escuela sino de una institución parecida a las sociedades de ciencias entonces en boga en España gracias a los aires de la Ilustración y en la que también habría un grupo de estudiantes que debían combinar la teoría con la práctica. Dado que las clases serían rotativas en los ingenios, también los propietarios y beneficiadores podrían superar sus empíricos conocimientos. La Academia de San Juan Nepomuceno se sostendría con el aporte de cada ingenio de cuatro reales por semana. La institución tuvo efímera vida pues nunca alcanzó el nivel deseado por Escobedo. Los doce alumnos con que contó se limitaron a leer pormenorizadamente la obra del padre Barba, pero aparentemente no hubo trabajo de campo y los curtidos beneficiadores de los ingenios continuaron con sus tradicionales métodos. Finalmente el hecho de que se hubiera nombrado director a un portugués desagradó a los azogueros que buscaban cualquier pretexto para suspender sus mínimas cuotas de mantención del establecimiento.

La rebelión de Túpac Amaru de 1781-1782, si bien no afectó directamente a la ciudad pues sus ondas se estrellaron sobre todo contra La Paz, Sorata y otras poblaciones mineras, desquició por un buen tiempo los «despachos» del servicio de la mita.

Numerosos indios se vieron comprometidos en la lucha y prefirieron morir en combate antes que viajar a la Villa imperial. Otros aprovecharon el suceso para desaparecer.

El Testamento

En el año 1800 empezó a circular en la Villa Imperial un folleto de formato menor y de autor anónimo, que contenía, en verso, el «Testamento» de Potosí. Gobernaba como intendente Francisco de Paula Sanz, que tendría diez años después un fin trágico a manos de Juan José Castelli, comandante del primer ejército auxiliador argentino. El poema hace hablar a la ciudad desde su nacimiento, pasando por sus tiempos de turbulencia, esplendor y agonía: Sepan todos cómo yo/ La villa de Potosí/ otorgo mi testamento/ por temer un frenesí.../ Mi hijo el niño Buenos Aires/ a quien virreinato di/ irá en el medio cantando/ aprended, flores, de mí.../ Lima mi patrona antigua/ gritará con risa fuerte/ que haber dejado su amparo/ me ha ocasionado la muerte./ La gran Casa de moneda/ con su luto y sin resuello/ llevará mi ataúd al hombro/ a echar su último sello./ El cerro de Potosí/ eclipsó sus horizontes/ ¿qué harán los humanos cuerpos/ si saben morir los montes?.../ Si el cerro rico/ pudo acabarse/ quién de su dicha podrá fiarse/ si la maciza plata gallarda/ en polvo para/ ¿qué fin te aguarda?/ Aquí yace Potosí/ muy otra de lo que fue/ que hasta los siglos le dicen/ quién te vio y quién te ve.../ La villa de Potosí/ la madre de hijos ajenos/ que amaba malos y buenos/ es la que miras aquí/ ayer yo la conocí/ toda plata mujer si/ y hoy la veo, ay de mí! pobre en sueño profundo/ Oh grandezas de este mundo/ que siempre acabáis así.

La guerra de la independencia

No es de ninguna manera casual el hecho de que el primer grito de independencia en la América española se hubiera lanzado en Charcas, la ciudad más próxima a Potosí, el 25 de mayo de 1809, alentado por los propios oidores de la Real Audiencia y que el último disparo de la prolongada guerra se produjera en la quebrada de Tumusla, muy cerca de Potosí, donde murió el porfiado general Pedro Antonio de Olañeta, el 2 de abril de 1825.

En esos dieciséis años de incesante batallar, la guerra para realistas y patriotas tenía un punto de referencia, un imán al que unos y otros acudían rindiendo muchas veces la vida en el intento de alcanzarlo. Aunque todas las ciudades fueron arrastradas al turbión bélico, no fue Cochabamba y su grato valle, la altiva y señorial Charcas la hacendosa hoya paceña sitio obligado de tránsito donde todo se vendía y compraba y menos la soñolienta Santa Cruz, aisladas en su trópico espléndido, los sitios a los que se dirigían denodadamente los ejércitos de uno y otro bando, sino a la frígida y altísima ciudad de Potosí, castigada por vientos y tormentas eléctricas pero cuyo prestigio y riqueza, bien que amenguados con el tiempo, ejercían todavía atracción subyugante.

En plena etapa de decadencia económica provocada por el empobrecimiento de la ley de minerales, la inundación de socavones, la falta de capitales, la escasez de mercurio y la renuencia creciente de los indígenas a someterse a la mita, el cerro todavía era pródigo, como para sostener simultáneamente a dos ejércitos opuestos. El 10 de noviembre de 1810, ante la noticia de la reciente victoria del ejercito argentino de Juan José Castelli sobre las tropas de Vicente Nieto, Presidente de Charcas, el pueblo de Potosí derrocó a las autoridades españolas y el anciano   —59→   Intendente Francisco de Paula Sanz, hijo bastardo del rey Carlos III, no atinó a retirar a tiempo las pastas de oro y plata de las Cajas Reales, quedando prisionero. Desde entonces la Casa de Moneda ya no servirá solamente para acuñación de caudales, sino también para fundir cañones, templar sables y moler pólvora en sus quimbaletes. Será cuartel general, fortaleza y cárcel al mismo tiempo. Castelli al llegar a la ciudad ordenó el fusilamiento de Paula Sanz, de Nieto y de Córdoba. Un potosino presidía la junta de Gobierno de Buenos Aires: Cornelio Saavedra. El regocijo de los patriotas de la Villa Imperial se trocó pronto en desagrado al sufrir los desmanes de la tropa argentina. Castelli actuaba como un jacobino, no creía en etiquetas, usaba el termino de «ciudadano» para dirigirse a azogueros o mitayos. Con recursos frescos tomados de la Casa de Moneda continuó viaje a la ciudad de la Paz y luego al Desaguadero, donde fue batido por el arequipeño José Goyeneche. Los derrotados de Guaqui volvieron a Potosí, donde el Gral. Martín Pueyrredón se dio modos para cargar 600.000 pesos en cien mulas, con las que partió al sur, acosada su retaguardia por las fuerzas realistas. El gremio de azogueros no estaba unido frente a los insurgentes pues mientras la mayoría se mantenía partidaria del Rey, había otros que contribuían a la causa patriótica. Pero aun aquellos que permanecían realistas formaban parte de un sistema que se había venido prolongando por décadas, mediante el cual se aprovechaban de instituciones como el Banco de San Carlos, para obtener créditos o azogue (que después revendían a mayor precio a mineros «de fuera»), créditos que quedaban en mora y que no servían tampoco para incrementar la producción, como deseaba la Corona. En su Guía de la provincia de Potosí Cañete formula observaciones valiosísimas sobre el estado de la economía y los remedios que podían aplicarse y censura allí el parasitismo en el que habían caído los azogueros. «Es una lástima» -dice- «que repartiéndose cada año entre los azogueros de cincuenta a setenta mil pesos en plata efectiva de los fondos del Real Banco de San Carlos, difícilmente se encontrara uno que se aproveche de este auxilio. A lo sumo compran algunas almadanetas o cedazos al principio del año en que se ejecuta la distribución y el resto se consume en fiestas y pagamentos de otras deudas, totalmente independientes de la minería».

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Monedas acuñadas en Potosí, a fines de la Colonia. La última corresponde al tercer ejército auxiliar argentino.

Retomemos el hilo del relato. En lugar de dirigirse a Jujuy y Salta en persecución de los vencidos, Goyeneche debió desviarse a Cochabamba, nuevamente alzada. La guarnición que quedó en Potosí tuvo en su ausencia que batirse en la propia plaza principal, con grupos de guerrilleros que ya operaban en torno a las ciudades altoperuanas. Cinco meses permaneció Goyeneche en Potosí, ejerciendo venganzas y esquilmando a la gente de dinero. Su segundo, Pío Tristán, que había incursionado en las provincias argentinas, fue derrotado por el Gral. Manuel Belgrano en Tucumán y Salta. Goyeneche, ya muy rico y cansado de pelear, pidió su relevo y fue sustituido por el brigadier Joaquín de la Pezuela. Belgrano avanzó entonces hacia Potosí.

El oficial argentino José María Paz, en su libro de Memorias, recuerda la impresión que le produjo el recibimiento de los potosinos, cerca al Socavón.«Allí empezaron a encontrarnos» -dice- «las autoridades y mucho vecindario que cabalgaban en vistosos caballos pero cuyos aderezos eran rigurosamente a la española. Recuerdo a una escolta de honor, como   —60→   de treinta hombres que presentaba la ciudad al jefe de nuestra vanguardia, en que cada soldado parecía un general, según el costo de su uniforme, que era todo galoneado, incluso el sombrero elástico y la riqueza y bordados del ajuar de su caballo. Pero todo era tan antiguo, los caballos cabalgaban con tan poca gracia, que a pesar del chocante contraste que formaban con la pobreza de nuestros trajes, no envidiábamos sus galas. Era en realidad suma pobreza la de nuestros oficiales quienes, aunque se habían esforzado en vestirse lo mejor que podían, apenas se diferenciaban de los soldados que tampoco iban muy currutacos. Agréguese que no habíamos tenido tiempo aún de hacer que se lavase y asease la tropa, de modo que en el mismo traje de camino se hizo la entrada triunfal en el emporio de la riqueza peruana».

Doscientos cincuenta arcos se habían erigido desde la Plaza de las Cajas Reales hasta el Socavón, algunos de flores y cintas de colores, otros de utensilios de plata y oro, así como braserillos y pebeteros en los que ardían resinas y perfumes orientales. Desde los balcones muchachas y niños arrojaban a los hombres de Belgrano cigarrillos, golosinas y frutas, pero también monedas de plata con el rostro agriado de Fernando VII.

A los oficiales se les obsequió herraduras y arreos de montar de plata. Uno de los azogueros regaló al jefe argentino un caballo árabe con herraduras y tornillos de oro, bridas y arreos enchapados y montura de terciopelo recamada en oro y con flecos del mismo metal.

El gremio de azogueros y los nobles potosinos, que habían salido a extramuros a dar la bienvenida a Belgrano montados en caballos andaluces lujosamente enjaezados, fueron seguidos por conjuntos de danzantes indígenas con armaduras de plata. También hubo representaciones de endriagos, vestiglos y gigantes como en una feria medieval de las que describía Arzans un siglo antes.

La marquesa de Cavaya y las condesas de Carma y Casa Real pusieron en la cabeza de Belgrano las coronas de filigrana de plata y oro con que la nobleza potosina obsequiaba al jefe del segundo ejército, mucho más dispuesto que el anterior a pactar con la clase gobernante. «Todo debe cambiar para que todo permanezca igual», como diría siglos después el Marqués de Lampedusa.

En Potosí, Belgrano reorganizó y aumentó su ejército hasta contar con 3.300 hombres y 14 piezas de artillería con el que se enfrentó a Pezuela en Vilcapujio y Ayohuma, siendo derrotado en ambos sitios.

Díaz Vélez, su segundo, con una fracción de 600 hombres se replegó sobre Potosí, encerrándose en la Casa de la Moneda para resistir allí con víveres para un mes el ataque del enemigo que creía inminente y que no se produjo. Todas las ciudades altoperuanas, incluidas Santa Cruz y Valle Grande, hicieron llegar hombres y recursos a Belgrano que rehacía sus fuerzas en el pueblo de Macha, cercano a Potosí. El aporte más generoso fue el de esta última ciudad, a la que finalmente llegó el jefe argentino siendo saludado por las autoridades y las corporaciones «triste pero urbanamente». No quedaba otra salida sino el retorno al sur. Belgrano dio entonces una orden que a muchos suboficiales les pareció inconcebible y a los vecinos de Potosí, inaudita: volar con pólvora la Casa de la Moneda para que el enemigo nunca más pudiese utilizarla. Preparáronse los toneles de pólvora,tendiose la mecha, mientras la tropa iniciaba su marcha. Afortunadamente, el oficial encargado de encenderla prefirió desertar antes que cumplir la orden fatal que haría volar no solamente los enormes muros y techos del edificio sino buena parte de las casas del entorno. Al darse cuenta de que la orden no era cumplida, Belgrano instruyó que una patrulla volviese a ejecutarla, pero ya el vecindario advertido cortó el paso a los argentinos. «Hubo pues de renunciarse del todo al pensamiento de destruir la Casa de Moneda, refiere el Gral. Paz en sus citadas Memorias, y no se pensó sino en continuar nuestra retirada que era crítica por la proximidad del enemigo, que a cada instante podía echársenos encima y consumar nuestra perdición. Nuestra marcha iba sumamente embarazada por un crecidísimo numero de cargas; no solamente se conducía todo el dinero sellado y sin sellar que tenía la Casa de Moneda, sino la artillería que, a causa de la pérdida de Vilcapugio, se había pedido a Jujuy a toda prisa y la que ya encontramos en Potosí; además iba una porción de armamento descompuesto que había en los depósitos... que el general no quería dejar al enemigo, pero que nos causaba un peso inmenso; agréguense las municiones y parque que sacamos también de Potosí... y se comprenderá que nuestra retirada más se asemejaba a una caravana que huye de los peligros del desierto que a un cuerpo militar que marcha regularmente.»

Llegados Ramírez y Pezuela a Potosí, abolieron las monedas con el sol de la libertad que había hecho acuñar Belgrano y restauraron la actividad de la Casa de la Moneda. Una junta de purificación se encargó de dar fin con simpatizantes y allegados a los patriotas. Belgrano en tanto, destituido de su cargo por las derrotas sufridas, entregó el mando al Gral. José de San Martín, quien desobedeciendo las órdenes de Buenos Aires para que enviase los caudales de Potosí a esa ciudad, los retuvo en Tucumán para sostener su ejército de 2.000 hombres. San Martín comprendió que la fortaleza realista de Alto Perú, con su Alcázar de Potosí, era inexpugnable y entonces concibió otra estrategia que resultó afortunada: dejar a Martín Guemes al mando de sus gauchos protegiendo la frontera del norte, entre Jujuy y Tarija, y marchar a Mendoza para cruzar los Andes, vía Chile y ocupar eventualmente Lima, a la que llegaría por el mar Pacífico. Guemes cumplió a cabalidad su misión mientras en el Alto Perú proseguía, inmisericorde, la guerra de guerrillas.

A principios de 1815 un tercer ejército auxiliar argentino al mando del inepto José Rondeau llegó al Alto Perú, dirigiéndose derechamente a Potosí, plaza abandonada ya por Pezuela. Este tercer ejército trajo la novedad de dos batallones de 700 soldados uruguayos. Como los anteriores, su sobrevivencia dependía de los recursos que podían reunirse localmente y en esta ocasión se acudió al procedimiento de las confiscaciones de bienes escondidos por los emigrados, a cargo   —61→   de un tribunal de recaudación. Un solo «tapado», perteneciente a un acaudalado de apellido Achaval, produjo más de cien mil duros, gran parte en moneda acuñada y tejos de oro. Rondeau fue a la postre derrotado por Pezuela en Ventaimedia y Viloma, cercanías de Cochabamba, victoria que valió al jefe realista el nombramiento de Marqués del lugar.

Rondeau se replegó a Chuquisaca, pero tuvo el buen gusto de esquivar a Potosí en su retirada hacia su país. Hubo una cuarta expedición argentina al mando del Coronel La Madrid, que tomó Tarija, con la ayuda del guerrillero Méndez, y se acercó a Charcas sin poder tomar la ciudad.

En julio de 1821, entró triunfal el Gral. San Martín a Lima, desalojando al Virrey. El hecho sacudió profundamente el ámbito peruano y tuvo particular resonancia en Potosí, donde Casimiro Hoyos, de acuerdo con Mariano Camargo, jefe de la guarnición, se levantó en armas derrocando a las autoridades realistas. El Brigadier Rafael Maroto, por entonces Presidente de Charcas, y Olañeta se desplazaron sobre la Villa imperial, batiendo a los patriotas en el campo de San Roque. Después se combatió en calles y plazas y los sobrevivientes escaparon a los cerros para refugiarse en medio de la guerrilla.

Olañeta ordenó el fusilamiento de Hoyos, Camargo y otros treinta alzados, en la Plaza principal, en enero de 1823. Se liberó también de Maroto expulsándolo de Charcas y rompió con el Virrey de la Serna, acusándolo de liberal, con lo que quedó de gobernante absoluto del Alto Perú, hasta la Llegada del ejército colombiano de Sucre. Al abandonar Potosí en dirección a su cita con la muerte en Tumusla, Olañeta se alzó también con lo que quedaba en la Casa de la Moneda: 16 zurrones de plata equivalente a treinta mil pesos que Carlos Medinaceli, su vencedor, envió al Mariscal Sucre y con los que el primer presidente de la República pudo atender a los gastos más premiosos de la flamante administración. ¿Cuánto significó la guerra larga para el Alto Perú? Además de la pérdida de vidas, el abandono de los campos, la destrucción de ciudades y la virtual paralización de las minas, el país y particularmente Potosí se vieron obligados a sostener no solamente a sus propios combatientes sino a los ejércitos que se desplazaban del norte, con los pendones del Rey, y a los que subían del sur, a nombre de la Patria. Los familiares de los prisioneros pagaban su libertad en oro. Ambos contendientes se habían acostumbrado a la rapiña y cuando las contribuciones no eran voluntarias, los ocupantes de turno las convertían en forzadas, confiscando cuanto encontraban a su paso, desenterrando los «tapados» o violando el asilo de los conventos. Casto Rojas, en su Historia financiera de Bolivia, calcula en cien millones de pesos, correspondientes a empréstitos, confiscaciones, cupos, rescates, donativos, incluido el presupuesto ordinario de aquellos años, como el monto de lo que la colectividad altoperuana ofrendó a la guerra. No le faltó por todo esto razón al escritor español Ernesto Giménez Caballero cuando, al visitar la ciudad, en 1955 escribió una copla:


En Potosí nació América
y en Potosí murió España,
pero hoy España revive
en Potosí y en mi alma.



Bolívar en la cima del Cerro Rico

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Simón Bolívar.

Como obedeciendo a una premonición, los quechuas habían bautizado con el nombre de «Ayacucho» (rincón de los muertos) al sitio de los Andes peruanos donde se libró la última y definitiva batalla de las fuerzas patriotas contra los ejércitos del Rey. Las primeras estaban comandadas por el general venezolano Antonio José de Sucre, lugarteniente preferido de Simón Bolívar, y los segundos por el Virrey La Serna.

El magnánimo Sucre firmó con La Serna un pacto de capitulación que ha quedado como modelo de la guerra caballerosa, dejando en libertad a los vencidos de volver   —62→   a la península o quedarse en América si deseaban contribuir a la reconstrucción del continente. Se suponía que el pacto implicaba a todas las fuerzas españolas que había más al sur. Pero quedaron tres focos de resistencia, el más importante de los cuales era el de Pedro Antonio Olañeta en el Alto Perú. En vano Bolívar había tratado de atraer a Olañeta a la causa americana enviándole mensajes halagadores. El viejo oficial absolutista, sin quererlo, había prestado un mayúsculo servicio a la causa patriota -y así lo reconocía Bolívar en su correspondencia- al haber dividido el frente español en un momento decisivo, desconociendo la autoridad del Virrey de Lima a quien acusaba de liberal, y erigiéndose en gobernante del Alto Perú, sin dejar de ser vasallo del rey Fernando VII. Hombre de escasa inteligencia pero adornado con las virtudes de la lealtad y la tozudez, Olañeta veía en los oficiales del Bajo Perú, muchos de ellos francamente liberales, el morbo de la traición al monarca español. Y cuando aquellos requerían de todas las fuerzas y el apoyo de su retaguardia para detener el avance del ejército colombiano de Bolívar, viéronse obligados a enviar tropas al Alto Perú para sofocar la rebelión olañetista. El terco general estaba además bajo la influencia de connotados personajes de la región -entre los cuales el más notable era su sobrino Casimiro-,que fomentaban su rebeldía con el oculto designio de heredar ellos la situación a la hora que presentían inminente en que el imperio borbónico se desmoronara en América.

Ante la resistencia de Olañeta, Bolívar resolvió que Sucre cruzase el río Desaguadero, frontera natural entre el Alto y el Bajo Perú, para liquidar el problema. El ejército colombiano llegó a La Paz, ya tomada por los guerrilleros de Ayopaya que comandaba Lanza, y siguió a Oruro y Potosí, sin necesidad de disparar un solo cartucho pues una fracción del ejército de Olañeta al mando de Medinaceli se volcó a la causa patriota y en combate en Tumusla, lugar muy cercano a Potosí, se impuso y dio muerte a su comandante. Sucre había cruzado el Desaguadero con mucho desagrado personal, pues, por una parte, se hallaba hastiado del servicio público después de tantos años de guerra alejado de su país natal, y por otra, encontraba que más que un problema militar, el del Alto Perú era ahora un asunto político: ¿Qué iba a pasar con ese inmenso territorio conformado por la Audiencia de Charcas y que según lo expresara a su jefe, «no es del Perú ni parece que quiera ser sino de sí mismo»? Las raíces del autonomismo altoperuano eran muy antiguas y se habían acentuado con las alternativas de la guerra, en su relación con el Bajo Perú y las provincias del Río de la Plata. Sucre las percibió pronto y por eso aun antes de cruzar la frontera tenía listo el decreto que lanzaría en La Paz, el 9 de febrero de 1825, convocando a las provincias a una Asamblea deliberante en la que pudiesen resolver su suerte futura, acto que contrarió sobremanera a Bolívar y que dio ocasión a una sostenida correspondencia entre ambos. Las cartas que enviaba Bolívar a Santander reflejan la importancia que concedía al dilatado país sureño y su destino político. Decía por ejemplo: «Yo no pretendería marchar al Alto Perú, si los intereses que allá se ventilan no fuesen de una alta magnitud. El Potosí es en el día el eje de una inmensa esfera. Toda la América Meridional tiene una parte de suerte comprometida en aquel territorio que puede venir a ser la hoguera que encienda nuevamente la guerra y la anarquía». Y en otra correspondencia, añadía: «Yo pienso irme dentro de diez o doce días al Alto Perú a desembrollar aquel caos de intereses complicados que exigen absolutamente mi presencia. El Alto Perú pertenece de derecho al Río de la Plata, de hecho a España, de voluntad a la independencia de sus hijos que quieren su estado aparte y de pretensión pertenece al Perú, que lo ha poseído antes y lo quiere ahora».

Pero ante el fait accompli del decreto de Sucre, Bolívar no tuvo más remedio que demorar un poco su viaje a fin de que su presencia no se tomase como interferencia y aceptar la convocatoria de la Asamblea. Llegado a La Paz, recibió la comunicación de la Asamblea reunida en Chuquisaca en sentido de que el Alto Perú se declaraba independiente, lo nombraba presidente y tomaba su nombre para bautizar a la nueva República. Prosiguió viaje hacia Potosí, a donde llegó trece días después, haciendo paradas en una docena de pueblos que querían homenajearlo. En Cantumarca en las cercanías de la urbe, Bolívar echó pie a tierra y desde allí, agitando el sombrero, saludó a la montaña de plata. La multitud lo aclamaba y seguía por todas partes.

En tanto, el general Guillermo Miller, que oficiaba ya de prefecto, preparaba la casa de gobierno de Potosí, para alojar al ilustre huésped.

Oportunamente se había hecho un pedido a Tacna para el envío de juegos de porcelana y cristal, vinos europeos, champagne francés, sidra inglesa, cerveza alemana. Renováronse también cortinas, arañas de cristal para la iluminación con velas, finos paños para el tapizado de paredes. A dos leguas de distancia de la ciudad aparecieron los primeros arcos triunfales por en medio de los cuales debían pasar Bolívar y su comitiva, adornados con objetos de plata y oro y pebeteros de filigrana con resinas que expedían agradable aroma.

Flores, tules y leyendas patrióticas aparecían también en medio de los adornos metálicos. En la ciudad misma, todos los balcones lucían tapices y colgaduras de damasco y terciopelo con objetos de plata y oro.

Desde allí las jóvenes y las damas de sociedad echaban sobre los vencedores de Junín y Ayacucho ramilletes de flores, papel picado con versos patrióticos, aguas aromáticas, monedas de oro y plata y medallas conmemorativas. En esos instantes Potosí parecía haber olvidado por completo los años de sufrimiento de la guerra y el paulatino decaimiento de su riqueza pues la impresión que ofrecía a los colombianos era la de una ciudad miliunochesca. Bolívar, conmovido, no atinaba más que a derramar lágrimas de agradecimiento.

Permaneció en la ciudad del 5 de octubre al 4 de noviembre de 1825 en medio de una febril actividad administrativa y social. Allí recibió   —63→   a los comisionados argentinos que le propusieron que ejerciera el protectorado de América tentándolo para que tomase a su cargo la guerra contra el Emperador del Brasil. Asistió a una misa solemne en el templo de la Merced, rodeado de su Estado Mayor, los delegados argentinos y la sociedad potosina, junto a la imagen de María de las Mercedes, cargada de joyas preciosas, encima de una base de una tonelada de plata labrada. Desde el principio de la guerra los patriotas consideraron a la Virgen partidaria de su causa, al punto que el general Belgrano le expidió el título de teniente coronel del ejército auxiliar argentino con un sueldo mensual pagado por el gobierno bonaerense. Bolívar legisló sobre minería, agricultura, educación. Puso las bases de la instrucción pública del país, dejando a su maestro y amigo, Don Simón Rodríguez, como director de la «Escuela Nacional Lancaster» en la antigua parroquia de San Roque.

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Proclama de Sucre emitida en Potosí a los pueblos del Alto Perú, a 28 de marzo de 1825.

El 28 de octubre, día de San Simón, presumiendo que correspondía también al natalicio del Libertador, el vecindario le ofreció un nutrido programa de festejos iniciado con una misa de gracias, corridas de toros, danzas populares en las plazas y un banquete seguido de baile en el edificio de las Cajas Reales. Previamente habían circulado unos verso con la siguiente leyenda:


La Municipalidad y Azogueros
Con la mayor complacencia
se convida al sexo hermoso
para que asista gustoso
al baile de S.E.
La lucida concurrencia
de las damas será así
el honor de Potosí
sin ninguna competencia.



Aunque el edificio era uno de los más grandes de la ciudad, no poseía sin embargo un salón capaz de albergar a centenares de invitados, por lo que se resolvió construir un piso especial, cubriendo todo el enorme patio con vigas y tablones prestados por los propietarios de ingenios de la ribera.

Pero el hecho culminante de su estadía potosina fue la ascensión al Cerro Rico, a 4.986 metros sobre el nivel del mar. Lo de menos era la hazaña física, pues Bolívar, enamorado de la gloria, veía su escalada a la cima como el pináculo de su carrera política, en la hora precisa en que a lo largo del continente era aclamado por los pueblos como su libertador, capaz todavía en sus ensoñaciones de doblegar la monarquía brasileña y expulsar a los españoles de su bastión de Cuba e incluso de las Filipinas...

Al iniciar su carrera vertiginosa tres quinquenios atrás, les había dicho a sus Llaneros en la selva de Orinoco que «llevaría sus armas   —64→   triunfantes hasta la cima del Potosí», afirmación que sus rudos segundones no entendieron o interpretaron como una baladronada. Ahora había llegado ese momento. En la capilla del Cerro Chico entregaron al libertador la llave de oro del templo de la victoria, construido expresamente para el acto, en estilo griego luego una dama coronó la cabeza del héroe con una guirnalda de filigrana de oro y graciosas muchachas, que representaban a los países americanos le obsequiaron ramos de flores y recitaron versos alusivos. Continuó la escalada. Bolívar de pronto, «brincó de contento como un niño, de risco en risco, envuelto en su bandera y tarareando aires triunfales». En una pausa del ascenso, junto a Simón Rodríguez, Sucre, su plana mayor, las autoridades potosinas y los delegados argentinos, Bolívar rememoró toda su carrera política y militar, se acordó de sus compañeros de armas y de las grandes batallas libradas por la libertad del Nuevo Mundo. Su evocación se convirtió en discurso: «Venimos venciendo -dijo- desde las costas del Atlántico y en quince años de una lucha de gigantes hemos derrotado el edificio de la tiranía, formado tranquilamente en tres siglos de usurpación y de violencia. Las míseras reliquias de este mundo estaban destinadas a la más degradante esclavitud. ¡Cuánto no debe ser nuestro gozo al ver tantos millones de hombres restituidos a sus derechos por nuestra perseverancia y nuestro esfuerzo! En cuanto a mí, de pie sobre esta mole de plata que se llama Potosí y cuyas venas riquísimas fueron trescientos años el erario de España yo estimo en nada esta opulencia, cuando la comparo con la gloria de haber traído victorioso el estandarte de la libertad, desde las playas ardientes del Orinoco para fijarlo aquí en el pico de esta montaña cuyo seno es el asombro y la envidia del universo».

A cargo del gremio de azogueros estuvo el banquete de mediodía, servido en vajilla de plata. En el momento de los brindis Bolívar insistió en la misma idea:

«Ciertamente hoy es el día más feliz de mi vida, por haber llegado a hollar este pico clásico de los gigantes Andes. La gloria de haber conducido a estas frías regiones nuestros estandartes de libertad, deja en nada los tesoros inmensos que están a nuestros pies». Las banderas de los nuevos países flameaban en torno.

En la sobremesa, con los ánimos enfervorizados y la conciencia de que ése era un día excepcional en la vida de todos los presentes, continuaron los recuerdos y evocaciones del pasado: Rodríguez relató con detalle el viaje que realizó a pie y en carruaje, acompañado de Bolívar de París a Roma y el juramento que su discípulo hizo en Monte Sacro. Sucre, a su vez, se ofreció a recitar de memoria el delirio del Libertador en el Chimborazo, lo que hizo con voz emocionada, sin olvidar una sola palabra. Se insinuaba ya el atardecer cuando los asistentes se pusieron de pie para contemplar una vez más la ciudad extendida al pie de la montaña. Nadie imaginaba que después de aquella jornada inolvidable sólo esperaban desengaños a Bolívar y Rodríguez, la muerte por mano asesina a Sucre, y el inicio de una historia caótica y conflictiva para el país que había adoptado como propio el nombre de su primer presidente.

Tan prolongada y feroz guerra como fue la de la independencia dejó los campos yermos y las minas anegadas y paralizadas, pero también se ensañó con las ciudades que sufrieron por igual, destrucción y muertes. El anónimo autor que hizo la continuación de los Anales de Potosí y que fue testigo presencial de los hechos relata que en enero de 1823 el ejército realista hizo bajar las campanas de la iglesia de Belén destruyendo las dos torres. El convento quedó convertido en cuartel de la artillería y en el lugar en que se hallaban las torres se emplazaron cañones. Lo mismo sucedió con el convento de San Agustín y la iglesia de la Misericordia. Las campanas de los templos se fundieron por balas y la orfebrería de plata del interior quedó convertida en monedas para el pago de la tropa.

En 1826, que es cuando el cónsul inglés Joseph Barclay Pentland escribe su informe a la Corona sobre el flamante país, quedan en Potosí apenas 3.000 habitantes, descenso que el funcionario inglés atribuye a la caída progresiva de las operaciones mineras, a los excesos cometidos en las luchas de la Revolución «que obligaron a la mayor parte de la población indígena a recluirse a los más apartados distritos de los Andes» y a la disminución del tráfico comercial con Buenos Aires, que desde el paso de Charcas a ese virreinato, con la prohibición de comercio entre estas provincias y los puertos del Pacífico, había convertido a Potosí en un gran centro de intercambio, prohibición que tácitamente quedó anulada al iniciarse la guerra de independencia, abriéndose la relación comercial con Europa a través de Arica, Quilca y Cobija.

De los 120 ingenios que en tiempos de la mayor expansión productiva en los alrededores de la ciudad, quedaban operando apenas 15. El número de trabajadores en el cerro bajó a 1.450 incluyendo a palliris y acarreadores del mineral y 450 en los ingenios, cuya producción alcanzaba a 53.000 marcos en ese año. En cuanto a las minas del cerro, apenas seis se hallaban en actividad.

Al saqueo de sus minerales, siguió durante la República, hasta nuestros días, el asalto que ha sufrido Potosí de sus tesoros artísticos, desde pinturas, esculturas, retablos, columnas hasta altares de plata labrados o recubiertos de láminas de oro; que ahora adornan museos de varias ciudades de América y España, o repositorios privados; así como la destrucción paulatina de los templos y lagunas que deslumbraban a los viajeros de La Colonia.

El visitante contemporáneo todavía puede ver el cerro en mísera explotación, algunos bellos templos y la Casa de la Moneda donde admirará, entre otras pinturas de la escuela de Charcas, varios cuadros estupendos de Melchor Pérez Holguín. Casi todo le fue arrebatado a Potosí. Lo que nadie podrá quitarle, para memoria de los tiempos, es la historia fabulosa que le dedicó el más humilde y menos exigente de sus hijos: Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela a quien, después de tres siglos de anonimato, está dedicado este libro.

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ArribaAbajoLa vida de Arzans

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El pintor Tomás Achá (1998) ha imaginado así a Arzans con el Cerro Rico al fondo y vestido con traje de gala de la época. Pero Arzans era un hombre pobre y en su obra no se describió a sí mismo.

Hanke y Mendoza sostienen que del millón de palabras de su Historia, Arzans apenas emplea unas mil en sí mismo. En este libro hemos recuperado por primera vez, tales fragmentos autobiográficos reproduciendo para hacerlas inteligibles al lector,las anécdotas en que están inmersas, salvo menciones brevísimas a las que nos referiremos ahora. El padre de Bartolomé, nacido en Sevilla, llegó cuando tenía 8 años a Potosí en 1643 y se casó con española. Con el tiempo se haría azoguero, pero sin acumular fortuna. El hombre debió tener un carácter autoritario y mandón y Bartolomé no se movió de su lado, sin poder estudiar cosa de provecho hasta el fallecimiento de su progenitor. De su madre no dice nada. Bartolomé nació en la Villa Imperial en 1676. En los registros parroquiales figura su matrimonio en 1701 con doña Juana de Reina, natural de la ciudad de La Plata. Juana tenía al casarse 40 años y él 25, unión curiosa, pues en la época lo frecuente era que el marido fuese mucho mayor que la esposa, y no es raro por tanto que hubiese tenido un solo hijo. Sin embargo Arzans hace un homenaje a su «amada esposa» por su entereza cuando los policías del corregidor le requisan la casa en busca de la Historia. En todo caso el tema femenino es tratado extensamente en el libro, en el que figuran mujeres fascinantes, atrevidas, capaces de matar por sus amantes o de morir por sus amores. Bartolomé murió de 60 años en 1736 y Juana lo sobrevivió por algunos años. La mujer es uno de los temas que más intrigan y apasionan a Arzans.

Era, según confesión propia, «buen aritmético», aficionado a las corridas de toros y espectador de cuantas fiestas se realizaban en la Villa. Debió ser buen conversador y sabía ganarse la confianza de la gente, pues de otra manera no habría podido enterarse de tantas cosas que si se escribiesen ahora requerirían el concurso de un equipo multidisciplinario de historiadores, economistas, sicólogos, antropólogos e incluso siquiatras, provistos de computadoras que almacenan millones de palabras por segundos y en las que se escriben, superponen, quitan, añaden frases y oraciones en un pestañeo de ojos. Viajó una vez a La Plata, pero parece que pasó toda su vida en Potosí.

Arzans cuenta que cuando se desató la gran epidemia de 1719 en que murieron 20.000 potosinos, él se dedicó a cuidar a los enfermos y dar cristiana sepultura a los muertos. Su vida social debió ser intensa pues discurseó en el estreno de una máquina metalúrgica y algunas de sus historias fueron usadas en el púlpito por los curas. Algo muy notable en la personalidad de Arzans es que viviendo en una ciudad donde reinaban la violencia, las celebraciones lúdicas y las supersticiones religiosas;en la que no había universidad ni imprenta pues la primera llegó con el ejército colombiano recién en 1825 (solamente para publicar proclamas), fue capaz de escribir tan monumentales obras sin ningún estímulo intelectual exterior pues sus amigos, fuera de algunos sacerdotes eruditos, eran gentes del común, obnubilados, como todos, por el afán de la riqueza fácil. Diego indica que pese a varias ofertas de ayuda, su padre no quiso publicar su manuscrito porque en él revelaba «verdades desnudas», entre ellas los crímenes de Agustín de la Tijera, quien hizo matar a un sacerdote temiendo que escribiera a Madrid sobre sus actividades.

Sabemos por su discípulo Bernabé Antonio de Ortega y Velasco, de quien aparece el informe también en este libro, que Arzans fue maestro (no en el sentido convencional de hoy de poseer una escuela con cursos), sino   —69→   de enseñar a un grupo de niños. Muchas veces se ocupa de las tribulaciones de los pobres en la ciudad,entre los que se coloca. Con motivo de una «derrama» (colecta) que se hizo entre el vecindario para enviar a una delegación a España que defendiese a Potosí frente a Oruro en la distribución de mitayos y en la que se reunieron 9.000 pesos, Arzans se lamenta de haberse desprendido de los cuatro pesos que tenía, pensando además que se los embolsillarían los recolectores. Señala también que en su juventud no pensó en ser historiador. La atmósfera de la imponente ciudad, llena de templos magníficos, poblada de orgullosos azogueros, clérigos, aventureros de toda laya y nacionalidad, comerciantes y mitayos, debió inspirar en algún momento al modesto dómine a emprender una obra que le tomaría 35 años de su vida. Y sobre todo la vista del cerro:«Con ojos de plata -dice en la introducción- puedo afirmar que me ha mirado para su autor, y con lenguas de varios metales a alentado mi pluma para su desempeño y juntamente me ha mostrado para que con gracia y eficacia diga a los hombres que de ver sus necesidades se le rompen sus entrañas y para que remediarlas les ofrece el rosicler de sus venas». Lo fascinante es que Arzans, a diferencia de todos los demás cronistas, no dedicó su obra al Rey ni a ninguna autoridad, ni la escribió por encargo de nadie.

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Tampoco buscó la gloria terrena, pues por temor a las represalias o a que alguien lo engatusase con la edición nunca quiso desprenderse de sus originales. Vivió con la ilusión de que Potosí era el centro del mundo y aunque para esa época ya se había iniciado la decadencia en la explotación minera, en muchos sentidos tenía razón, pues la ciudad todavía era en América el motor del Imperio.

Autodidacta en sus lecturas, debió acudir incansablemente a la biblioteca de algún clérigo amigo, jesuita o franciscano, convirtiéndose en un repositorio no solamente de la dogmática católica prevaleciente e imbatida en el reino de los Austrias, pues los aires de la Ilustración y de la duda religiosa llegarían a Charcas varias décadas después de su muerte, sino también de los autores grecorromanos en las versiones recogidas por la Iglesia, de los escritores del siglo de oro español y la literatura picaresca, así como los cronistas de la Conquista. Se puede afirmar que todo lo que era posible leer en ese momento en América fue leído y asimilado por Arzans y citado y sobrepuesto abundantemente en su Historia, a veces en forma literal como sucede con frases de Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca y otros.

Bartolomé, que nunca salió de la cárcel de su pobreza, debió habitar en Potosí con su esposa e hijo una vivienda de barro con techo de paja de no más de dos habitaciones, con un huerto al fondo para las necesidades de la humana condición. Dispondría de una palangana y una jarra de latón para refrescar la cara y lavarse las manos y ocasionalmente el resto del cuerpo. A 4.000 metros de altura, en una ciudad de crudo invierno, azotada varios meses por un viento con granizos que a veces alcanzaban «el tamaño de pequeñas manzanas», los ventanucos de la vivienda no tenían vidrios sino retazos de bayeta de la tierra a modo de cortinas. Podemos suponer que Bartolomé empleaba su día en dar lecciones al grupo de niños que tenía bajo su cuidado, visitar alguna biblioteca de convento y charlar con los viejos vecinos o los viajeros recién llegados buscando información para su obra. Al atardecer, arropado con una manta, con los pies helados y las manos entumecidas, auxiliado por un par de velas de cebo, poníase a llenar cartillas con la preocupación de no equivocarse ni emborronar una sola de ellas, dado su elevado precio, pues provenían de España. En los meses más fríos debió disponer de un brasero, pero con la previsión de dejar algún espacio con corriente de aire para no ser sofocado por el humo, pues el combustible no era carbón sino paja brava (thola) o taquia (excremento seco de llama), de olor maloliente.

Pero nada de esto importaba en realidad. Uno no puede dejar de pensar en Maquiavelo, quien, después de discutir con los gañanes en el campo; se vestía con sus mejores galas en la tarde para tratar con los mejores espíritus de la Antigüedad y conversar con ellos a través de sus libros, cuando imagina a nuestro anónimo cronista levantando su pluma de ganso, al atardecer, para añadir páginas a su Historia en la soledad de la habitación que le servía de comedor, sala y escritorio. En ese momento olvidaba mágicamente sus estrecheces económicas, el acoso de sus enemigos o el frío mortal que le rodeaba: acudían a su mente en tropel los gritos de los caballeros de capa y espada, los lamentos de mitayos en las profundidades del cerro, las voces de los mercados ofreciendo toda suerte de artículos, el paso de las llamas en su interminable viaje a Arica o al Río de la Plata, el fervor de las procesiones, la música de guitarrones, tamborines, chirimías y timbales de los españoles, mezclada con los instrumentos de viento de los indígenas en los carnavales y la dulce sonrisa de la Virgen intercediendo ante Dios por un alma pecadora. Todo esto Bartolomé lo ponía en orden cotejando datos en viejos infolios o recordando lo que le habían referido los vecinos más viejos de la Villa. Esas eran horas de supremo goce espiritual, en las que se transformaba no solamente en el historiador oficioso sino en el profeta laico que reprendía a sus coterráneos instándoles a tomar el buen camino para vivir una vida honorable y feliz que les asegurara después el cielo prometido. El único ruido era el ronquido de Juana en la pieza del lado o los pasos de su hijo Diego preparándole un mate de coca o de hierba del Paraguay para ahuyentar el frío y el sueño.

¿Qué aspecto físico tendría Arzans? Lo único que podemos deducir por su pobreza y sus condenas a los excesos de la mesa es que era un hombre flaco, acostumbrado, a alguna sopa de maíz o caldo de huesos, papas o chuño a lo largo del año y choclos de granos deliciosos en la debida estación; pollo ni pensar por sus altos precios y en lugar de carne de vaca, alguna vez de llama, y los «duelos y quebrantos» del Caballero de la triste figura cuya receta figura en el libro de doña Josepha de Escurrechea, Marquesa de Cayara en las cercanías de Potosí, para las ocasiones memorables.

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Anticipándose en siglo y medio a Marx, Arzans concibe la historia social de Potosí como una lucha entre ricos y pobres, en la que siempre ganan los primeros por la venalidad de la justicia y las autoridades, y aunque en oportunidades se ve obligado a disimular sus acusaciones o pasarle la mano a algún prelado poderoso, es mucho más explícito y valiente que los escritores españoles que se convirtieron en maestros de la reticencia, del arte de decir las cosas sin decirlas, de la «hipocresía heroica» como la calificó el propio Cervantes.Arzans, que dedica su obra a «sus amados lectores», no vacila en llamar «cruelísimo tirano» a un Virrey, calificar a los corregidores de «cuervos», a los oidores de «reyes sin corona» y a los alcaldes ordinarios de «ladrones».

Al ocuparse del año 1695 condena las «rateras leyes» y «raterías pragmáticas» y muy graciosamente añade que ellas «cayendo sobre las miserables ranas de los pobres que sin contradicción obedecieron, atemorizándolos con estruendo de voces cuyo espanto les dura y durará, pues como viga pesada de los sucesores los tiene debajo, y jamás la despreciarán ni se subirán sobre ella sino que siempre durante la opresión cantarán en el cieno de su pobreza terribles cantos de maldiciones contra quien ordenó tales pragmáticas».

Otro aspecto simpático de la personalidad de Arzans es su denuncia de las condiciones terribles en que se desarrollaba la «mita» y el sufrimiento de los indios de quienes tenía un alto concepto por sus virtudes y dedicación al trabajo, el amor a sus hijos y a sus esposas. El único amigo personal que nombra en su larga Historia es su compadre indio Pablo Huancaní, «persona de buen entendimiento y ladino» (bilingüe).

Otro título que podría ostentar sin habérselo propuesto es el de primer periodista de La Colonia, sobre todo en sus Anales, en los que registra el pasado potosino año por año, pues al margen de sus lecturas interminables solía frecuentar los tambos a los que llegaban los viajeros para pedirles noticias de otras ciudades y provincias, departía con sus conocidos y amigos en las esquinas, asistía a cuantos oficios religiosos se celebraban y era espectador alborozado y atento de fiestas, procesiones y lances (en uno de los cuales desenvaina la espada para proteger a una doncella), todo lo cual pasaba luego a las páginas de su libro.

Como su inspirador, el padre Antonio de Calancha, de cuya Crónica moralizada Arzans toma y transforma muchos temas, era un creyente en la astrología, alejándose en este punto del dogma católico. Sus historias combinan libremente lo real con lo irreal y los milagros que en ellas hace la Virgen, Jesucristo y los Santos a menudo favorecen a los indios.

El gran desconocido en las letras hispanoamericanas

Tan misteriosa como su vida resulta la historia de los originales que quedaron con su hijo Diego y a los que éste agregó ocho capítulos más de inferior calidad y llenos de hechos esperpénticos. Diego, forzado por la necesidad, tuvo que empeñar el libro a un eclesiástico quien lo conservó por 20 años. De alguna manera una copia manuscrita llegó hasta la biblioteca del Rey de España y otra fue comprada en 1877 para ser publicada en Europa. Posiblemente sea esta copia la que adquirió en París en 1905 el ingeniero norteamericano Coronel George E. Church, quien a su muerte la obsequió con todos sus papeles a la Brown University en Providence Rode Island, donde había nacido. El gran americanista Louis Hanke, después de escribir extensamente sobre el Padre Bartolomé de las Casas, tenía en mente a Potosí y anoticiado de esta testamentaría interesó a la Universidad Brown de Providence para que en ocasión de su bicentenario publicase la obra completa de Arzans, cotejando esa copia con la del Archivo Real de Madrid, sobre la que había trabajado varios años Gonzalo Gumucio Reyes. La Universidad aceptó la oferta y Hanke, asociado a Gunnar Mendoza, Director del Archivo Nacional de Bolivia, firmaron conjuntamente un erudito y ameno prólogo ofreciendo un cuadro general apasionante de la mentalidad de la época, de los orígenes del libro de Arzans, los autores que consultó, la veracidad de su historia y los pocos datos que de él se conocían.

Sus esfuerzos fueron coronados con la edición de lujo en 1964 de 2.000 ejemplares de 3 tomos de formato mayor, con un total de 297 capítulos. El grueso de la edición quedó en las bibliotecas universitarias de EE. UU.

Si bien la historia permaneció ignorada, los Anales en cambio fueron bastante divulgados y de allí tomaron los diversos tradicionalistas materiales desde el siglo XVIII. Ésta es la razón por la que Arzans ni siquiera figura en historias o antologías de historiografía o literatura colonial hispanoamericana. No sabían de su existencia especialistas como Luis Alberto Sánchez, Mariano Picón Salas, Pedro Henríquez Ureña o E. Anderson Imbert, pues de haberlo conocido, lo habrían puesto sin duda al nivel del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1617) y de Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) entre las tres figuras sobresalientes de la cultura colonial hispanoamericana. Podemos ir más allá todavía y, dado que la obra capital de Arzans fue escrita entre el último tercio del siglo XVII y el primero del XVIII, en una época de completa decadencia tanto en la península como en América, el escritor potosino se yergue como una figura de relieve único, muy superior a sus contemporáneos de ambos lados del Atlántico. Basta citar la opinión que asienta Menéndez y Pelayo sobre los escritores de España y sus colonias en el siglo XVIII, en el que «continúa dominando, aunque cada vez más degenerado y corrompido el gusto del siglo anterior», añadiendo enseguida «triunfa la reacción clásica o pseudoclásica, que, exagerándose como todas las reacciones, va cayendo en el más trivial y desmayado prosaísmo». Es en esa España, ya maduro el siglo XVIII, cuando predominan las fábulas al estilo de Iriarte y Samaniego y las historias eruditas y críticas indigeribles que hoy ya nadie recuerda.

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Pero si Arzans fue de tan increíble modestia y discreción para hablar de sí mismo, su familia, sus medios de vida, sus amigos y familiares, e incluso sus propósitos al escribir esta obra verdaderamente colosal, podemos conocerlo en cambio íntimamente a través de sus reflexiones escritas a lo largo del libro en cada una de las historias y que ahora aparecen en este volumen en forma independiente, revelándonos los sentimientos, supersticiones, simpatías y fobias de un súbdito del rey de España capaz sin embargo de hacer las más acerbas y vitriólicas críticas a la mala administración de ministros, jueces y corregidores sin olvidar a los chupasangres de los escribanos; devoto e incluso supersticioso creyente de los credos católicos, pero denunciante descarnado de obispos y curas fornicarios y codiciosos; nieto de vascos y de padre andaluz, pero muy consciente de los abusos que cometían los españoles y orgulloso de la nueva nación criolla que se retrata en germen en su obra. En ese sentido las reflexiones de Arzans, variando el escenario de Potosí, ciudad única en el continente por su gravitante riqueza desparramada por el mundo a lo largo de tres siglos, puede representar también la mentalidad de los criollos hispanoamericanos un siglo antes de que se planteara la guerra de la independencia. Desde ese punto de vista -y ese es el valor fundamental de este volumen- los pensamientos recogidos aquí representativos de la mentalidad de ese tiempo de tránsito entre el siglo XVII y XVIII podrían ser suscritos por los criollos cultos de Ciudad de México, Caracas, Buenos Aires, Lima o Santiago. Ninguna obra como la de Arzans ofrece en el período colonial hispanoamericano tal cantidad de máximas de tan diversas materias y en ese sentido la Historia es un venero inagotable para conocer qué pensaban los hombres de ese tiempo seducidos o vencidos por la ortodoxia católica, pero capaces también de imaginar un mundo regido por la ética, la compasión y el sentido de la justicia.

Cierto que no puede pretenderse absoluta originalidad en este campo, pues Arzans -tal como se hacía libremente en su tiempo- tomaba de varios autores determinados hechos que presentaba de otra manera en su Historia o superponía pensamientos que lo impactaban particularmente. Desde los filósofos griegos, de quienes Diógenes Laercio (citado más de una vez por Arzans) conservó muchas máximas hasta el emperador Marco Aurelio y Séneca, el pensamiento occidental se ha venido expresando en aforismos, proverbios, epigramas, adagios y apotegmas a los que la gente acude en busca de guía o consuelo espiritual. Lo decía La Bruyère en 1688: «Todo está dicho y llegamos demasiado tarde ya que hace siete mil años que hay hombres y ellos piensan». Tenía razón para decirlo pues él y la Rochefoucauld inspiraron muchas de sus máximas en las de Baltasar Gracián. Sin haberlo leído, Arzans tiene la misma opinión que Molière sobre los médicos y como Tomás Hobbes cree que el hombre es el lobo del hombre,aunque esto último ya lo habían dicho los latinos. Por cierto que Gracián no figura entre los autores que habría leído Arzans, de acuerdo al recuento minucioso que hacen en el prólogo Hanke y Mendoza, y sin embargo al leer los pensamientos de nuestro autor sobre la mujer no podemos dejar de pensar en la misoginia rampante en la época en el pensamiento de la Iglesia y del que este célebre jesuita es portavoz indiscutido: «Fue Salomón el más sabio de los hombres, y fue el hombre a quien más engañaron las mujeres; y con haber sido el que más las amó, fue el que más mal dijo de ellas: argumento de cuán gran mal es para el hombre la mujer mala, y su mayor enemigo: más fuerte es que el vino, más poderosa que el rey, y que compite con la verdad siendo toda mentira. Vale más la maldad del varón que el bien de la mujer, dijo quien más bien dijo: porque menos mal te hará un hombre que te persiga que una mujer que te siga. Mas no es un enemigo solo, sino todos en uno, que todos han hecho plaza de armas en ellas... Genión de los enemigos, triplicado lazo de la libertad que difícilmente se rompe: de aquí sin duda, procedió el llamarse todos los males hembras: las furias, las parcas, las sirenas y las harpías, que todo lo es una mujer mala. Hácenle guerra al hombre diferentes tentaciones en sus edades diferentes, unas en la mocedad y otras en la vejez; pero la mujer, en todas. Nunca está seguro de ellas ni mozo ni varón, ni viejo, ni sabio, ni valiente ni santo..., etc.» (1647)

Lo notable de Arzans en este punto es que él ejerce su papel de moralista sin pretender otra cosa que llamar la atención de sus contemporáneos sobre los riesgos que corren al adoptar diversas conductas o las bienaventuranzas que les esperan si toman otras. No se propone en ningún momento pasar como filósofo o pensador y por eso mismo sus máximas tienen el valor de lo espontáneo y fresco, al correr de su pluma. Cabe pensar por eso cuántas de sus reflexiones éticas pueden rescatarse para los albores del siglo XXI y ése será un juicio que deberá hacer el propio lector al recorrer estas páginas, pues si el salto ha sido vertiginoso y espectacular en el campo del progreso material y de la calidad de vida en los dos últimos siglos, la naturaleza humana, las pasiones, temores, apetencias y sueños de los hombres siempre serán los mismos.

Todavía en España y mucho más en América a fines del siglo XVII se respiraba el aire sofocante del dogmatismo católico y la Contra Reforma, ayudada por el brazo receloso de la Inquisición, cortaba de raíz el más mínimo brote cismático. Arzans no se mueve un ápice de esa línea y por el contrario comparte con sus contemporáneos la creencia en los milagros, el temor de Dios, dispensador de castigos eternos y la devoción por la Virgen y santos que con su mediación pueden llegar a torcer la voluntad divina.

Según Hanke y Mendoza, Arzans debe mucho, ideológicamente a los Padres Juan de Nieremberg,Juan de Pineda, Gonzalo de Illescas, Marcos de Guadalajara y por supuesto Antonio de la Calancha. De los escritores del siglo de oro es notoria la influencia de Cervantes y de Francisco de   —72→   Quevedo. Curiosamente, no conoció la obra de Juan Benito Jerónimo de Feijoo (1676-1764), el consejero de Fernando VI, cuyo Teatro crítico y universal fue la obra más famosa de su época.

Como no podía ser de otro modo, el estilo literario de Arzans continúa la tradición barroca y culterana, sobre todo en el exceso de panegíricos y el uso frecuente de adjetivos, paralelismos y comparaciones. El aluvión de tropos y alambicadas figuras restan a veces claridad a su expresión, pero cuando se ocupa de narrar historias su prosa se hace sencilla y cautivante mostrando incluso finos toques de humor e ironía.

El libro fundacional de Bolivia

Desde la difusión de los Anales en volumen aparecido en París en 1872 y la publicación de los primeros 50 capítulos de la Historia, en Buenos Aires en 1943 se ha ido difundiendo entre los intelectuales bolivianos la convicción de que éste es el libro fundacional de Bolivia porque si el país tuvo su origen mucho antes de la guerra de la independencia, en la Audiencia de Charcas creada por la Corona a poca distancia de la Villa Imperial, en el libro de Arzans se encuentran los mitos, creencias, formas de gobierno e identidades que dieron sustento espiritual a la República.

En ausencia de un «poema nacional» como el Cid o Roldán o El Martín Fierro, Carlos Medinaceli escribió en 1926 que los bolivianos tienen en cambio las tradiciones o leyendas recogidas por Arzans para que «no vaya a creerse que la nacionalidad surgió como por milagro el 6 de agosto de 1825 por la deliberación de unos cuantos convencionales fogosos y parlanchines o que surgió al pie de los cascos del caballo de Bolívar. Bolivia ya estaba formada desde mucho antes, cuando Orsúa y Vela escribió sus Anales es claro que habíamos arraigado en el espacio y palpitado en el tiempo. Cabe pensar, luego que una de las cristalinas fuentes donde podemos informarnos de cómo eran, cómo sentían, cómo amaban nuestros antepasados; cuáles eran sus hábitos, sus diversiones, sus dolores y alegrías; cómo hablaban, cómo escribían, etc... son los manuscritos del escritor colonial». Imaginemos qué hondas meditaciones y deleites habría producido en Medinaceli fallecido prematuramente en 1950 si hubiese conocido la edición completa de la Historia.

Guillermo Francovich en un artículo publicado en 1976, de comentarios a la edición de Brown University, reclamaba precisamente la necesidad de reunir en un volumen los pensamientos de Arzans para permitirnos conocer la ideología de nuestro mundo colonial y sostenía que la historia «nos pone de lleno ante un pasado que está en las raíces de nuestra nacionalidad y cuyo conocimiento hace más profunda la conciencia de ésta».

Dentro de la más moderna crítica historiográfica y literaria es Leonardo García Pabón (La patria íntima, 1998) quien reivindica a Arzans como precursor de la patria criolla boliviana. Para Arzans -dice este autor- «Potosí es casi la primera aparición del ser humano sobre la tierra. Así como es señalado y nombrado por primera vez por una voz divina que lo destina a los españoles, la ciudad de Potosí debe ser originada, nombrada, definida, construida por una voz narrativa. Antes del texto de Arzans, se diría que no existía Potosí, ni Charcas, ni la posibilidad de imaginar Bolivia».

 
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Comitiva del Virrey Morcillo. Detalle de la pintura de Melchor Pérez Holguín.

Simbólicamente García Pabón encuentra en Arzans que describe el primer nacimiento de un niño en Potosí por voluntad expresa de Leonor Flores bajo la protección de la Virgen y de San Nicolás (hasta ese momento la altura y el frío habían asustado a las mujeres españolas y criollas que preferían dar a luz en los valles aledaños o en la ciudad de La Plata), «el instante mítico de fundación de la historia y vida del pueblo potosino, que contiene la voluntad expresa de ser ciudad independiente, gesto más cercano a uno artístico y cultural que a uno religioso». La decisión de Leonor «transforma   —73→   la avidez natural de la montaña en fertilidad de la ciudad y Potosí deja de ser un nuevo espacio geográfico andino y un simple lugar de explotación de plata y se convierte en un territorio, es decir un espacio connotado de valores culturales y sociales». García Pabón destaca además en la obra de Arzans la importancia que adquiere el aporte indígena en las fiestas potosinas tanto en trajes, música, la lengua misma como en la evocación orgullosa del pasado precolombino en el desfile de los incas.

Al margen de sus valores literarios, sociológicos, económicos y antropológicos la extensa obra de Arzans constituye también, con todas las citas y apropiaciones que hace de autores españoles y americanos, lo más completo que en materia histórica podía pedirse a un libro en el primer tercio del siglo XVIII. Fuera del tema específico del descubrimiento del Cerro Rico y el crecimiento de Potosí, Arzans se ocupa de la creación del mundo según el Génesis, el descubrimiento de América, la conquista del imperio incaico y las entradas y poblamientos de españoles a Chile, el Río de la Plata, el Paraguay y se detiene, aquí y allá en temas tan curiosos como los terremotos en Lima, las misiones jesuíticas, las incursiones de los piratas ingleses, la batalla naval contra los franceses en Cartagena y hasta las batallas de Brihuega y Villaviciosa en Portugal, amén de sus numerosas anécdotas del mundo grecorromano, de las que muchas veces deriva reflexiones para sus contemporáneos.

Trascendencia de la obra

BartoloméArzans de Orsúa y Vela y Melchor Pérez Holguín fueron, sin duda alguna, los valores más sobresalientes de la cultura virreinal en Potosí, aunque el primero no conoció al segundo, pues nunca lo menciona. Holguín dejó en su extraordinaria obra pictórica el retrato vivo del espíritu potosino. Arzans relató magistralmente la vida cotidiana de la Villa Imperial correspondiente a dos siglos.

Si bien la voluminosa historia de Arzans no es un dechado de exactitud historiográfica, y por el contrario contiene una considerable dosis de imaginación, fantasía y ficción, podría, justamente por ello, y con las licencias del tiempo transcurrido, convertirse en la gran novela de historia maravillosa o fantástica, producida en el territorio del Alto Perú, hoy Bolivia. Pocas novelas históricas en América Latina, podrían competir con la epopeya espectacular que fue el descubrimiento, explotación, esplendor y decadencia de uno de los mayores emporios mineros del mundo.

Nada hay, en todo caso, comparable a este libro en la literatura colonial americana y pocas obras pueden rivalizar modernamente con ella en el continente.

Sin disputa, Arzans es creador en América del género tradicionalista cuya paternidad atribuyen los peruanos a Ricardo Palma. No solamente éste tomó prestados de los Anales de Arzans temas para sus tradiciones peruanas, sino como él, autores de ese país, la Argentina y Bolivia, han acudido liberalmente al libro de Bartolomé, para arrancarle con impunidad piezas del más fino rosicler, presentándolas con algunas modificaciones cual si fuesen propias.

Por sus cuartillas (de cuyo elevado precio se queja varias veces Arzans) desfilan españoles, criollos, mestizos, indios, negros y extranjeros de varias nacionalidades; descripciones frescas y detalladas de la ciudad, calles, iglesias, conventos, edificios, fiestas ostentosas, ceremonias, procesiones, cabalgatas, historias de aparecidos, milagros, vidas ejemplares, corridas de toros, hechos terribles y crueles, desastres naturales, asesinatos y latrocinios, pestes y enfermedades. A la vez, anota Gunnar Mendoza, esos extraordinarios hechos y relatos que se narran en la Historia, sean o no verdaderos, se refieren a la realidad física, social y metafísica de Potosí, al medio telúrico con sus características climatológicas específicas, a los rasgos topográficos, a las gentes en sus más recónditos sentimientos, costumbres, creencias y anhelos. «Por esta permanente alusión a la realidad del lugar y de la época, la Historia es una obra precursora de nacionalismo y de autonomismo literario en América hispana y da un paso decididamente revolucionario dentro de la creación literaria de la época meramente convencional y abstracta», afirma Mendoza.

La Historia ofrece también datos de operaciones mineras, importaciones y mercado, cifras de producción de plata, estadísticas de la población. Pero en medio del mare mágnum de información que fluye ininterrumpidamente, dos clases de hechos sobresalen por sí mismos: la violencia y las fiestas.

«La monstruosa riqueza» obtenida del cerro provocó ciertamente la lucha interna permanente que vivió Potosí con los rasgos de injusticias, atrocidades, arrojo, que detalla Arzans, en cuya culminación se encuentran las guerras de Vicuñas y Vascongados.

Las fiestas en sus variadas formas, religiosas, profanas, de bodas, de recordación de fechas y acontecimientos importantes, parecen ser los espacios de reposo de semejante ritmo de vida.

Otro rasgo destacable en la obra es el «orgullo potosino», característico del espíritu de los que vivieron la opulencia, magnificencia y riqueza de la Villa Imperial. Este íntimo sentimiento de los habitantes, anclado en la materialidad del mineral, elevaba a la célebre montaña a los más altos niveles de veneración.

Muchos potosinos estaban conscientes de que la riqueza del cerro de Potosí constituía la base principal de la economía de España. Esta idea y aquella otra de que las riquezas eran infinitas proporcionaba a los ricos «azogueros», nombre que utilizaban en lugar de mineros, esa ansia de gozar de sus beneficios, de vivir espléndidamente y de magnificar y glorificar todo lo que se refiriese a la Villa y al cerro.

La «fiebre potosina», similar a la que se produjo tiempo después en México, otro centro primordial del poder español en tierra americana, en cuanto al espíritu casi imperial   —74→   que promovía en sus habitantes privilegiados, tiene una vertiente sumamente interesante de «americanismo naciente». Criollos potosinos y mexicanos sentían profundamente su pertenencia física a ese otro mundo que era el americano y no eran tan extrañas las hipótesis que situaban el Paraíso en el Nuevo Mundo.

Esos atisbos de «identidad americana» mezclados con las desigualdades del sistema político español para con sus súbditos fueron incubando el ansia de independencia que se desataría posteriormente.

Ya el descubrimiento y conquista de América constituían de por sí hechos tan extraordinarios, que eran considerados por los españoles como los sucesos más grandes desde la venida de Cristo, y por ello estimulaban en muchos la idea de escribir la historia del nuevo continente.

Con mayor razón, el fabuloso pasado de Potosí despertó en espíritus inquietos el deseo de plasmarlo en letras a través no sólo de historias sino también de poemas, obras de teatro y novelas. Entre los cronistas hubo funcionarios reales y simples aficionados. La imaginación no escaseó en unos ni otros. Pero Arzans era lo que se llama en lenguaje taurino, y estoy seguro que la comparación no le molestaría, un «espontáneo». Puso en riesgo su seguridad personal al constituirse en testigo de cargo de sus contemporáneos y esto hace a su Historia más interesante todavía pues refleja el pensamiento popular de la época. Tampoco fue un hombre de formación académica pues las únicas universidades cercanas se hallaban en Lima y La Plata. Confiesa que ignora el latín y reconoce modestamente que hay «plumas mejor cortadas que la mía». Pero suplió ampliamente esas deficiencias con una verdadera vocación de narrador y sirviéndose de sus propios métodos y experiencia personal, lo que en términos contemporáneos vendría a ser el conocimiento del terreno y la observación participante. Utilizó extensamente otro método que desde hace unas décadas está en boga entre historiadores y etnohistoriadores de avanzada, la historia oral o tradición oral.

La honda preocupación que lleva al autor de la Historia a cumplir con la inmensa empresa acometida y de inspirar credibilidad en sus narraciones lo conduce, por otra parte, a citar a otros numerosos autores y escritos, cuya existencia, ¡ay!, no parece tan evidente a los sesudos investigadores e historiadores del siglo XX, que no han escatimado esfuerzos, años, persecuciones detectivescas de pistas en archivos, bibliotecas y baúles del viejo y del nuevo mundo, para declarar, en muchos casos, su perfecta incapacidad de determinar en definitiva la validez de tales citas y de tan misteriosos escritores cuya identidad queda en la incógnita.

En situación tan incómoda se encuentran en primer lugar el Capitán Pedro Méndez, cuya crónica es la primera en ser utilizada por Arzans. Le sigue Don Antonio de Acosta, noble lusitano que escribía en «su idioma», otro importante «testigo de vista» de muchos acontecimientos de la vida potosina. Acosta produjo, según Arzans, una Historia de Potosí, trabajo muy respetado por nuestro historiador y citado como una fuente responsable y seria.

El poeta Juan Sobrino, Bartolomé de Dueñas y Juan Pasquier son otros historiadores citados a menudo por Arzans, cuyas obras y datos personales no han sido encontrados en fuente alguna. De ahí que una terrible y azarosa duda asalte a sus colegas historiadores del presente. ¿Aquellos personajes y sus respectivos libros y escritos son otras tantas ficciones genialmente inventadas por Arzans a la manera de Jorge Luis Borges? Semejante jugada, urdir biografías de historiadores e inventar variadas historias y crónicas, le conferirían una vasta fuente de información de cuyas inexactitudes no tendría que responder a nadie. La impresionante cantidad de material sobre Potosí que todavía queda por revisar y evaluar dará en el futuro la palabra final acerca de este engorroso y divertido asunto.

Es un hecho comprobado que utilizó diferentes nombres que, unidos a las diversas interpretaciones de la escritura de la época, arrojan una buena lista que ha dado lugar a serias confusiones en algún momento. Apellidos como Martínez, Orsúa, Arzans, Arazay y otros se entremezclan con el hoy aceptado de Bartolomé Arzans de Orsúa y Vela2.

Afirma que su propósito es decir la verdad, pero él a veces fantasea mucho y otras veces se muestra reticente cuando corre peligros, o atribuye a otros cronistas las censuras y críticas que hace a los poderosos. Es cierto que para un hombre sin dinero ni influencia como él, empeñado en la empresa fabulosa de relatar paso a paso la vida de su ciudad, había muchos riesgos.A la muerte de Bartolomé, su hijo que en los últimos años lo había visto escribir con tanto empeño y sacrificio, continuó la Historia con unos pocos capítulos extravagantes. Ya en vida de Arzans mucha gente en Potosí conocía la existencia del manuscrito y a su muerte hubo intentos de publicarlo.

Arzans se identifica resueltamente con los de abajo, los que sufren las adversidades de la fortuna o los abusos de los poderosos. Hablando de un arzobispo que se embolsilló 40.000 pesos de oro para un viaje a Europa, comenta con esta frase que el Primer Ministro británico Churchill usaría en otro contexto en 1940: «A la verdad sangre, sudor y lágrimas   —75→   de pobres es la mayor parte de lo que se llevaba». Destaca que la ley es el único freno que se puede poner a los ricos: sobre los bienes materiales Arzans tiene la actitud de menosprecio que se atribuye a los viejos hidalgos castellanos.

Comparte también la idea de la precariedad y la futilidad de la vida, común en la literatura española desde Séneca a los autores del Siglo de Oro pasando por Jorge Manrique.

Su idea sobre el hombre está también teñida de pesimismo, como revelan sus pensamientos, y su indiferencia ante la muerte es consecuente con su desengaño de la vida.

De ahí la importancia de estar bien con Dios para afrontar la eternidad a su lado. Si perdemos la gracia de Dios, nos aseguramos la condenación eterna.

¿Qué movió a Arzans a escribir durante treinta y cinco años ésta y sus otras obras, ninguna publicada en vida? En el prólogo aduce en primer término el grande deseo que tenían muchos de sus compatriotas de conocer la historia de la Villa. También le urgió el amor a la patria, «uno de los más atractivos afectos de los humanos» y cita para probarlo a autores griegos, cartagineses y romanos, sin olvidar a San Agustín. Pero en su caso, el motivo determinante es el embrujo que sobre él ejerce la montaña junto a la ciudad.

Fiestas

Si hemos de creer a Arzans, las fiestas constituían un elemento vital para los potosinos. En palabras de Lewis Hanke: «Si se tuviese que escoger una institución simbólica a través de la cual se apreciase mejor el ethos de esta ciudad argentífera, esa institución sería probablemente la fiesta y la historia documenta esto admirablemente. La fiesta explica asimismo lo que un eclesiástico del siglo XVIII quería decir cuando declaraba que el derroche innecesario del dinero era 'una enfermedad vieja en esta tierra'».

Celebraciones religiosas como el Corpus eran motivo de solemnes y lujosas fiestas, como la que narra Arzans, organizada en 1608 por los azogueros de la Villa Imperial. Luego de ocho meses de preparación y llegada la fecha, se dio inicio con la presencia del invitado de honor, el Presidente de la Real Audiencia de La Plata, quien llevó consigo a la mayor parte de la nobleza de aquella ciudad. Asistía el pueblo potosino todo y los pobladores de las villas y lugares de la vecindad.

«Y después de haberse celebrado la fiesta del día de Corpus a lo divino con el mayor culto, veneración y grandeza que hasta allí se había visto en Potosí, dieron principio a los regocijos humanos con seis días de bien representadas comedias cuyo teatro se hizo en el cementerio de la iglesia mayor. Luego se corrieron toros por espacio de otros seis días, hubo otros cuatro de torneos, justas, saraos y otros festines de mucho gusto y bizarría. Asimismo los gallardos criollos hicieron seis máscaras, dos de día y cuatro que lucieron de noche, con tantos gastos, riqueza y vistosas invenciones, tantas galas, joyas, preciosas perlas y piedras de sumo valor, que dieron mucho que mirar y mucho que notar a los forasteros...»

Siendo numerosas las fiestas religiosas, también lo eran los espectáculos,diversiones y regocijos. Las celebraciones religiosas del año, además del Corpus, eran la Asunción, Nuestra Señora del Rosario, San Agustín, La Concepción. Pero también eran ocasión de fiestas y espectáculos la llegada de imágenes religiosas a la ciudad, la entrada de personajes de importancia en la vida política y religiosa de la Villa y cualquier acontecimiento de relieve, aun aquellos que ocurrían en la lejana España, como la celebración de la victoria de Lepanto o el nacimiento del Príncipe Don Fernando (1571) que dieron lugar a costosísimas celebraciones, banquetes, torneos y justas.

Aun acontecimientos luctuosos como las exequias del Emperador Carlos V, celebradas un año más tarde del fallecimiento a causa de la distancia, o las de Felipe II, son también motivo de espectáculos y desfiles, encendido de gigantes castillos de velas, misas celebradas en número exorbitante.

Pero las fiestas más animadas por la cantidad e intensidad de diversiones eran sin duda las de carnaval. Banquetes, disfraces, comidas y paseos populares al campo y a las lagunas de Potosí, corridas de toros, mojigangas, bailes en las casas y mucho de libaciones, lascivia y violencia, con saldos de heridos y muertos, según se queja Arzans en sus crónicas.

La celebración del dios Momo hacía perder la cabeza a potosinos y potosinas por igual. En un carnaval, de 1719, se había organizado una danza de hombres y mujeres desnudos, con la participación de «ciertas mujercillas», imitando lo que un vecino de Potosí había presenciado «en la corte de Inglaterra donde asistió convidado a un banquete, servido por hermosísimas doncellas que andaban desembarazadas de todo vestido».

Un aspecto interesante de anotar es la masiva intervención de indios en las fiestas potosinas, especialmente procesiones y entradas, en las cuales solían llevar sus vestimentas propias, algunas de gran distinción y belleza y sus instrumentos de música e interpretando sus propias melodías y bailes.

Los ricos azogueros, padrinos de bodas, obsequiaron en 1643 con fiestas en las que, a tenor de Arzans, hubo una «remedada Arcadia que en el campo de San Clemente se formó de pastores y zagalas, la cual se dilató por espacio de cinco días en que se representaron sucesos amorosos en verso y prosa. (...) Fue muy costosa esta inventiva porque los pellicos de los pastores eran de fino brocado y las sayas de las zagalas y faldellines, de tabí de oro. Realzose esta representación con la nobleza que en ellas hizo los papeles, porque así las doncellas como los jóvenes eran hijos de lo mejor de la Villa».

Teatro, Máscaras, Juegos

El teatro era una diversión de mucho peso en Potosí. Alcanzó su mayor popularidad   —76→   en las primeras décadas del siglo XVII. Las compañías de teatro hacían un recorrido desde el Cuzco hasta la ciudad de La Plata y a medio camino representaban en la Villa Imperial, que resultó ser un centro artístico de primera por la elevada población y los recursos que poseía. Los actores que visitaban las ciudades parecen arrancados de la novela picaresca española, pues eran informales, pendencieros, jugadores y estaban sometidos a multas cuando incumplían sus compromisos. En ocasiones representaban hasta cinco comedias por mes. El número de éstas era muy grande y sus títulos, sensacionalistas o moralizantes. Como las pinturas, se hacían en serie, la mayoría importadas de España. No tenían mayor mérito literario, aunque también se representaba a los grandes dramaturgos del Siglo de Oro, sobre todo a Lope de Vega. El más conocido «autor de comedias» fue Gabriel del Río, nacido en Santiago de Compostela, casado con la «cómica» Ana Morillo. La pareja y su conjunto visitaron Potosí en seis oportunidades. Del Río combinaba la escena con el comercio, vendiendo en la Villa joyas armas, especias y sedas. En una oportunidad compró ciento catorce dramas para renovar su repertorio, al precio de 25 reales cada una, con el compromiso de no copiarlas ni entregarlas a terceros, para proteger los derechos de los autores. Una historiadora adelanta la interesante tesis de que el gallego Del Río hubiese estado vinculado al bando de los Vicuñas, no solamente por su género de vida y amistades sino porque puso en escena Fuenteovejuna cuando la furia de andaluces y criollos se estrellaba contra el corregidor, instrumento dócil de los Vascongados. «En este movimiento de difícil valoración social y económica que fue la guerra civil entre Vascongados y otras naciones» -dice Marie Helmer- «aparece el carro de Tespis como el vehículo posible de ideas nuevas y subversivas».

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Sirena grabada en piedra en la fachada de un templo de Potosí.

Las representaciones se realizaban en un «corral de comedias» que ha desaparecido. Más tarde en el Coliseo de Comedias construido en 1616, que pertenecía por privilegio al Hospital de la Veracruz, a cuyo beneficio corrían parte de las entradas. Otra parte de los ingresos estaba destinada a los actores, los que podían cantar, bailar, tocar música, según los papeles.

También se daban representaciones en la Plaza Mayor en los días festivos de importancia, especialmente el día de Corpus Christi. De la misma manera, en los atrios de las iglesias, en los cementerios que se hallaban junto a aquellas; en el interior de los templos y conventos se daban comedias semirreligiosas, dedicadas a vidas de santos y a otras extraídas de la Sagrada Escritura.

La producción dramática cuantitativamente importante circulaba juntamente con las compañías de actores por las principales ciudades del virreinato.

Las «máscaras» eran otro género de diversiones muy solicitadas en Potosí. Se trataba de representaciones al aire libre de diversas escenas, la mayor parte de ellas verdaderamente barrocas, mezcla de elementos medievales, del renacimiento europeo, del simbolismo clásico así como alusiones locales y propiamente andinas.

Las máscaras eran la ocasión para hacer gala de riquísimas vestiduras, carros lujosos y otras formas de boato, pues tanto los materiales como la preparación alcanzaban precios elevadísimos. Las imprecaciones de Arzans frente al teatro como vehículo de depravación moral quizás se debían a su ignorancia en la materia pues no debió tener dinero disponible para pagar la entrada.

Otras muchas diversiones tenía Potosí. El juego era una verdadera pasión entre gentes de todas las posiciones sociales. Se jugaba a los naipes, al «hambre», a las «puntillas», a las «primeras», a las «tablas», al «comején» y a otros tantos juegos de azar. Y en medio de ellos, perdíanse grandes y pequeñas fortunas, se armaban reyertas y líos de toda clase.

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Como deporte, se jugaba a la pelota, cosa que molestaba mucho al Virrey Toledo, que estimaba que ése era pasatiempo de gente ociosa que mejor haría en ocuparse de la labor minera.

Mujeres, pecados, sexo

La mujer ocupa un lugar importante en la vida social de Potosí. Es ella el centro de bailes, banquetes, máscaras y otras diversiones. Y también lo es en el ámbito familiar, en el de las relaciones sociales y en los refinamientos. Arzans sostiene que el afán por los vestidos costosos y extravagantes llevaba a esposas y maridos a toda clase de excesos.

En la extensa galería de mujeres que desfilan por la Historia de la Villa Imperial las hay de todas clases. Unas, las menos, piadosas, sencillas, virtuosas y de superior belleza. Pero las más, sean éstas ricas herederas, venerables matronas, carniceras, o sirvientas, son ocasión de pecado y hasta de muertes. Verdadera dificultad tiene nuestro autor para definir a la mujer, y sus reflexiones sobre ella forman parte de lo más sabroso de su libro.

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Iglesia de San Lorenzo. Detalle portada.

Las malas abundan verdaderamente en las páginas de la Historia, unidas a la lascivia y los amores desenfrenados que minuciosamente narra Arzans. Varios casos de amantes devoradores desfilan ante los ojos del lector, como el de Doña Felipa Estupinán, de hermosura perfecta y que parecía un sol, causando muertes y discordias por sus amores en la Villa Imperial, y en la ciudad de La Plata, pues ni autoridades civiles ni eclesiásticas se libraron de tan grandes encantos; el de la «liviana Margarita» que va a bañarse desnuda a la laguna de Tarapaya despertando la pasión desesperada de un hombre, o Doña Clara la Achacosa, que siendo ya muy rica no vaciló en cambiar su honestidad por joyas diversas y apreciables, todo con el fin de enloquecer a los hombres. La codicia y la concupiscencia se dan la mano en Potosí para echar a perder almas y cuerpos.

La laguna de Tarapaya era un frecuente lugar de encuentros amorosos a veces trágicos, como en la historia de «Los amantes ahogados» que acababan de conocerse mientras se bañaban en la laguna: «¿quién dijera que en medio de aquellas aguas se habían de abrasar en furiosas llamas? Más eran de concupiscencia, con las cuales (sin haber tenido jamás comunicación entre ellos) palabras y obras todo fue a un tiempo. Tomaron pie en la otra banda de la compuerta, pero parte muy peligrosa que no tenía ni aún media vara de él; echáronse los brazos sin quedarles con qué valerse en el agua, y así juntos se hundieron y ahogaron».

Menudean por todas partes las historias de pecadores y escándalos a veces con intervención de las autoridades eclesiásticas que tratan de poner coto a tanta desvergüenza: En 1728, aprovechando la llegada del Arzobispo Romero se le hizo llegar «un papelón con 32 nombres, sujetos de la Europa que se entretenían en lascivias con mujeres perdidas, y los hizo llamar uno a uno con harto escándalo del pueblo, porque entre ellos había hombres viejos y mozos recatados».

El mismo Arzobispo Romero tuvo que emitir una orden dirigida a las monjas de   —78→   Remedios para que «totalmente cierren sus locutorios y porterías los tres días de carnestolendas so pena de excomunión para evitar que vean a sus conocidos que llaman devotos».

Hay casos de Don Juanes criollos, esposas deshonradas, criados en amores con señoras, las historias de los «lascivos mercaderes», «la venganza del paralítico» o «los adúlteros castigados» (por Dios) que después de fornicar no pudieron separar sus cuerpos por tres días y el hombre (médico por lo demás) «ya estaba a punto de reventar porque se le hincharon las partes vergonzosas con grandes dolores del cuerpo y congojas de su espíritu, y así esperaban por momentos la muerte». En esto llegó el marido pero los solícitos amigos de la pareja lo desviaron a Tarapaya hasta que «permitió Dios a los adúlteros que se apartasen y apartados el hombre enmendó su vida, poniendo freno a su apetito».

Arzans relata también un caso de necrofilia en el que el hombre tampoco pudo apartarse de su inerte pareja «por lo cual fue necesario cortarle aquella parte y así pagó en vida su atrevimiento y si no hizo penitencia de ésta y de las demás culpas, también lo pagaría en muerte».

En las crónicas se hace referencia a casos de lesbianismo, homosexualismo (aunque curiosamente los sodomitas mencionados por Arzans sean siempre Indios cuando la verdad, según los expedientes de la Inquisición, es que españoles y criollos también eran dados al pecado nefando), mutilaciones, castraciones, perversiones y crueldades sexuales, no faltando un episodio de fellatio a cargo de la hechicera Claudia, que de seguro leería con interés el presidente Clinton.

Éstas y otras historias dejan pálidos a los Cuentos de Canterbury y demás narraciones eróticas de la Europa medieval.

Castigos y Desastres

Si todos los demonios juntos estaban presentes en Potosí a través de los pecados, también Dios, diversas imágenes de la Virgen y santos se encontraban en espíritu y materialidad escultórica y pictórica en las muchas capillas, ermitas, iglesias, beateríos y monasterios que dominaban el complejo arquitectónico de la Villa Imperial y en el ámbito de las creencias, costumbres y hábitos que de alguna manera daban a la ciudad un ambiente conventual.

La permanente lucha entre el bien y el mal en la ideología potosina se acrecentaba más por la característica de contingencia total a que estaba sujeta la producción de la plata como fuente principal y única de ingresos de tan grande centro económico. El azar de una mayor o menor explotación de metales del Cerro Rico era atribuido en las mentes de los potosinos directamente a los poderes divinos, así como provenían del más allá los mecanismos de sanción por los pecados y ofensas cometidos.

La declinación y empobrecimiento posterior de Potosí y todos los desastres que sucedían eran así atribuidos a castigos del cielo. En realidad no fueron pocas las desgracias que sufrió la opulenta y orgullosa ciudad. Cuatro plagas mayores de destrucción, siendo de éstas la primera las guerras de Vicuñas y Vascongados ocurridas en el primer tercio del siglo XVII; luego en 1626, la inundación de la laguna de Caricari; a mediados del siglo XVII, la rebaja de la moneda y el empobrecimiento de los metales de la montaña y entre 1719 y 1720 la peste general.

Dice Arzans: «Terrible fue el primero y general azote que descargó Dios Nuestro Señor en la Villa Imperial de Potosí por sus pecados en las memorables guerras de los Vicuñas, como hemos visto en los años antecedentes. Apiadose la divina majestad y tuvieron fin: todo queda dicho, y sólo la ingratitud de los hombres jamás se podrá acabar de decir. Por esto, pues, segunda vez experimentaron otro nuevo castigo con tan grandes calamidades que no hay palabras con que poder significarlas, que como no aflojan los pecados tampoco se descuida la justicia divina en castigarlos. El año de 1626 soltaron los moradores de Potosí la rienda a los vicios tanto o más que los años antecedentes, y se envolvieron de tal manera en ellos, hiciéronse tan exentos y viciosos, que con la ocasión de nuevas riquezas que las minas del Cerro dieron desde el año antes, que (...) enojado Dios Nuestro Señor, soltó y disparó las saetas más agudas de su ira y enojo contra esta Villa con tanta furia que todos entendieron ser llegada su final destrucción, pues viendo Su Majestad la dureza de sus corazones los inundó con furiosas aguas...».

«Aunque hay que tomar con cuidado las cifras que arrojó la inundación de la laguna, por la espectacularidad con que se solazan los que acerca de ella escriben, hay quien diga que de españoles e indios dentro y fuera de esta Villa, llegaron a 4.000 los muertos. En cuanto a los bienes: Las cabezas de ingenios que destruyó el agua (en unas más que en otras) fueron 125. Hízose el cómputo de la pérdida y se halló que de sólo hacienda en moneda, barras, piñas, plata labrada, joyas, esclavos, menaje de casa, ingenios, madera, cajones cargados, almadanetas, tejas y casas, llegaron a 12 millones, siendo más de los ocho en moneda».

Según las leyendas muchos otros castigos menores eran administrados desde el Cielo, en forma de nevadas, vientos helados, enfermedades, hambre, lluvias terribles, granizadas. Otro desastre, la rebaja de la moneda en 1734 y el empobrecimiento de los metales de Potosí, pues ello llevó a la ciudad a la decadencia de la que ya no pudo salir más.

La Virgen, los santos, milagros y clérigos

Para contrarrestar semejantes males, la sociedad potosina tenía que recurrir a rogativas, novenarios, procesiones y otras formas devotas de conseguir la benevolencia de Dios. En todas estas ceremonias solían participar también en forma masiva los indios.

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En el universo divino que imponía las explicaciones de fenómenos y azares que ocurrían en Potosí, el milagro era un acontecimiento muy corriente. La Historia de Potosí está de esta manera salpicada de prodigios generalmente en beneficio de gentes humildes y pobres, sobre todo indios. Entre tantísimos, se tienen los de San Agustín, cuando la ciudad era asolada por la peste «por sus pecados y falta tan grande de lluvias, acordaron de elegir un santo, para que valiéndose de su protección presentase ante Dios sus calamidades y ruegos, y (como allí se dijo más largamente) porque la variedad de afectos que cada uno mostraba al santo de su devoción no quedase sentido, echaron suertes por tres veces, y en todas ellas salió San Agustín. Incomparable fue la alegría de los afligidos moradores de ver que Dios mostraba ya sus misericordias en ellos y luego al punto ordenaron una humilde y devota procesión llevando en andas al gran patriarca, y antes de volver a la iglesia de donde habían salido, milagrosamente por intercesión del santo llovió con tanta abundancia y se continuó con grande alegría de los corazones, pues hacía dos años que no llovía. Cesó aquella horrible peste que reinando en toda la Villa hubo de asolar».

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Retablo de la Iglesia de Salinas de Llocalla, hoy en San Martín.

O el milagro que hizo a una muchacha la Virgen del Rosario y que Arzans, actuando como reportero moderno, pudo establecer de primera mano.

Se ha dicho que los indios participaban devotamente en el culto católico mientras que sus propias creencias y divinidades estaban severamente prohibidas. Superficial o profunda, su fe los llevaba a celebrar las fiestas asignadas por los curas a riesgo de quedar empeñados sus bienes y ellos mismos, utilizando vías muy coloquiales e íntimas para comunicarse con Dios o los miembros del cuerpo celestial, como dice Arzans, «con mil ternezas en su idioma, que ordinariamente las palabras afectuosas en el lenguaje indiano (...) enternecen por su abundancia y dulzura». Así se sabe cómo la   —80→   mujer de un indio muerto por el rayo consiguió que le devolviese la vida, hablándole a la Virgen de la Candelaria de San Martín como si estuviese frente a ella; «Madre mía, ¿como me habéis quitado a mi marido? ¿quién ha de sustentar a mis hijos si quedo tan pobre que aún no he de tener qué comer? Toma estos tus hijos y dadles vos el sustento porque yo no lo tengo».

La iglesia en general y las órdenes religiosas tienen pues gran importancia e influencia en la vida potosina. El culto católico en lo material refleja su poderío en el lujo y ornamentación de las iglesias con inversión económica considerable. Por ello, Arzans se deleita igualmente detallando estos tesoros: «El adorno de la iglesia es admirable, de niños y otras imágenes cuajadas de preciosísimas joyas, pinturas, láminas, ricas colgaduras, frontales de plata, gradillas doradas, mayas, hacheros, blandones, jarras, candeleros, pebeteros, todo de plata fina, prestándole para su mayor lucimiento plumas las aves, flores y ramos la curiosidad, alfombras vistosas la destreza de femeninas manos que se aventajan en este reino en estos obrajes, con que se transforma toda la iglesia en florida selva, riquísimo número de braceros de acendrada plata del Cerro, ámbares la Florida, preciosos aromas la feliz Arabia, pomas de plata el arte para hervir los olores, estimulados del fuego con lisonjeras llamas, infinito número de luces que arden, inflamadas de la general devoción de los vecinos».

La llegada de príncipes de la iglesia a las ciudades americanas era todo un acontecimiento. Precisamente, existe una extraordinaria doble versión de la visita que realizó a la Villa Imperial y al cerro el arzobispo Diego Morcillo Rubio de Auñón. Una es la célebre pintura de Holguín que pinta a la ciudad y sus habitantes con un exquisito detalle (ahora en el Museo de América de Madrid).

La otra es la descripción acabada que realiza Arzans en la Historia que puede utilizarse como guía para estudiar el cuadro de Holguín. Morcillo fue nombrado Arzobispo de La Plata en 1711 y en 1716 tuvo que trasladarse a Lima al recibir el nombramiento de Virrey interino. En el camino se detuvo en la Villa Imperial de Potosí que le brindó una recepción apoteósica.

Dado que las imágenes del Nazareno, de la Virgen y los santos eran pasaportes seguros a la bienaventuranza eterna, los ricos potosinos se aseguraban su favor mediante costosos obsequios a las iglesia desde andas de metal blanco que «ni siquiera catorce hombres podían cargar con ellas» como las que obsequió el Corregidor de Potosí, don Fernando Conde de Belayos a la Virgen de Rosario (el dato correspondiente a 1701 es hoy mismo verificable (1999) pues las andas de la Virgen del Carmen pesan más de una tonelada y la imagen es cargada por 16 hombres de una cofradía de «andaderos» que se turnan en cada cuadra al llegar al límite de sus fuerzas), hasta retablos, coronas, cruces, sagrarios, nichos y sepulcros, tronos, carrozas, láminas, arcos, candeleros y lamparas, custodias, relicarios, tabernáculos, copones, diademas, limosneros, etc., todo labrado primorosamente por legiones de hábiles orfebres indígenas, en plata pura, con piezas de oro y también incrustaciones de piedras preciosas. Tanto se desarrollaron la pintura, la escultura y la orfebrería en Potosí que con el tiempo empezaron a exportarse desde la ciudad obras de arte para iglesias de diversas partes de la Real Audiencia, particularmente al norte argentino.

El Demonio

En el otro polo de la Corte Celestial, según la mentalidad potosina, se encontraba el demonio, representante del mal y todas sus formas de materialización.

Algunos cronistas presentan al demonio más bien de una forma teórica, mientras que Arzans lo pinta terriblemente cotidiano, encarnado en seres humanos preferentemente, pero también en animales, insectos, perros y aun en otras formas.

En una historia el demonio aparece tranquilamente en la casa de un joven libertino, quien al volver la vista hacia el patio vio «que desde la mitad de su espacio lo llamaba y lo desafiaba a batalla un danzante armado y con alfanje y rodela en las manos, y como era de arriesgado espíritu el mozo, y el suceso instrumento de la justicia divina, salió al patio como un león y fuese para el danzante. Éste se retiró al brocal de un profundo pozo que en aquel patio estaba, y desde allí lo tornó a desafiar con señas y ademanes de bravo. Ardiendo en iras el mozo acometió furioso al danzante. Entrose éste al pozo y tras él se arrojó aquel hombre, y desapareciendo el danzante cayó al agua el miserable, y aunque acudieron dos españoles que habían visto este suceso fue en vano porque en un momento se ahogó, y luego se entendió ser el demonio».

Es curioso cómo en la imaginación popular ambos mundos, celestial e infernal, pueden en ocasiones reunirse y relacionarse casi diplomáticamente para defender lo que cada cual cree que le pertenece en la tierra. Esto ocurre en otra historia de Arzans: «Vivía este desdichado mozo en el paraje que llaman Cuatro Esquinas, y como hubiese venido toda la calle derecha desde Munaypata le era preciso pasar por el cementerio de San Agustín. Era ya media noche, y llegando a él comenzó de nuevo a blasfemar y maldecirse, pero reparando en que la iglesia estaba abierta y que había en ella mucha luz, extrañando la hora quiso ver y saber la causa. Entrose debajo del coro, y aplicando la vista al altar mayor vio en él (cosa admirable) un trono majestuoso y en él a Cristo Nuestro Señor rodeado de ángeles. Luego aparecieron muchos demonios, y uno de ellos comenzó a relatar un horrible proceso que mostraba todos los malos moradores de Potosí: de cada uno dijo sus abominaciones, y entre ellos las del pobre mozo que estaba debajo del coro».

«Aquí fue el punto de su mayor temor, aquí el erizársele el pelo y dar diente con   —81→   diente. El demonio, después de haber relatado los vicios de aquel hombre diciendo sus torpezas, la costumbre de jurar, blasfemar y otros graves pecados, levantando la voz dijo (por último) al justo juez: 'Señor, por todos estos pecados es digno de muerte eterna. Yo lo encaminaba ahora a su casa para que quitase la vida a la compañera de sus torpezas, y que después se la quitase él a sí mismo, llevarlos a entrambos, pues son míos; y pues vuestra majestad ha formado este tribunal y sabe que por sus pecados merece el infierno, entrégueseme luego para llevarlo en mi compañía'».

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Iglesia de Jerusalén.

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Iglesia de San Benito. Vista general.

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Iglesia de Santa Teresa.

«Apenas hubo el demonio acabado estas palabras cuando el atemorizado mozo dando un terrible grito y arrojándose en la tierra dijo: 'Madre de Dios de la Soledad, socorredme'. Al momento salió de una de las capillas esta soberana madre de pecadores y puesta ante su santísimo Hijo le pidió por aquel pecador».

Con el fin de conseguir efecto en la prohibición y persecución de los ritos y creencias de las religiones nativas, la iglesia difundió la especie de que todas ellas estaban relacionadas con el demonio.

Sufrieron este estigma no sólo las practicas sagradas de los indios sino también sus principales manifestaciones sociales y culturales, como la bebida local, la chicha, la hoja ritual de la coca, los bailes indígenas en los que se decía que participaba el diablo. En la vida potosina aparecen también elementos de hechicería, agorería y astrología. Había practicantes de todas estas especialidades y tenían bastante crédito. Un adivino, Marcelo Facino, «grande filósofo extranjero», según Arzans ofrecía «pronósticos ciertos» hacia 1674, basándose en las estrellas, causantes también del permanente malestar social que reinaba en Potosí. Abundan las historias de aparecidos, de «almas en pena» que junto con los duendes han sobrevivido en Potosí hasta el siglo XX.

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